lunes, 30 de septiembre de 2024

¿ES POSIBLE QUE DIOS HUBIESE ELEGIDO A LUTERO Y CALVINO PARA REFORMAR LA RELIGIÓN? (18)

Dios es Santo, luego no ha podido elegir a Lutero ni a Calvino ni a Zwinglio, ni a Enrique VIII, ni a los otros heresiarcas, para reformar a su Iglesia.

Por Monseñor De Segur (1862)


El historiador protestante Cobbet dice: “Nunca vio el mundo en un solo siglo, una colección de miserables tales como Lutero, Zwinglio, Calvino etc.; los cuales no estaban acordes más que en un solo punto de doctrina, a saber, que las buenas obras son inútiles. La vida que ellos hacían probaban que en este principio eran sinceros”.

Lutero, a pesar de su elocuencia popular y del carácter vigoroso de su alma; no es, en resumen, otra cosa que un mal sacerdote, es decir, lo más degradado que existe sobre la tierra.

Calvino, eclesiástico también ha sido convicto de tener costumbres infames; como que por un delito contra naturaleza, fue marcado por mano del verdugo.

Zwinglio, que antes de apostatar era cura de Einsiedlen, en Suiza; confesó en presencia de su Obispo, que hacía muchos años se entregaba a pasiones vergonzosas, añadiendo que iba a casarse para legalizar su posición.

Todos los “Santos de la Reforma”, son de este calibre. Nadie ignora, cuál era la pureza sin mancha, y la Evangélica dulzura de Enrique VIII, reformador de la Inglaterra. Este miserable tuvo seis mujeres, haciéndoles cortar la cabeza a medida que se fastidiaba de ellas. Su hija Isabel, la llamada reina Virgen, que consumó la obra de Enrique VIII, no fue menos célebre que él bajo este aspecto. Quizás la misma hacha que cortó el cuello de las concubinas del padre, pudo cortar el de los amantes de la hija.

Calvino, en particular, merece la atención de los franceses, por ser él quien introdujo el protestantismo en su patria. Ninguno ha retratado mejor a aquel heresiarca que su sectario el calvinista Galiffe. Este, en su obra titulada Noticias genealógicas, publicada en la misma ciudad de Ginebra, el año 1836, dice lo siguiente: “Calvino, este hombre criminalmente famoso, que levantó el estandarte de la más feroz intolerancia, de las supersticiones más groseras y de los más impíos dogmas; fue un apóstol espantoso, a cuya inquisición nada podía escaparse. Él, en los dos años 1558 y 1559, hizo ejecutar sentencias criminales en número de cuatrocientas catorce, etc.” Además de esto Gaflife, llama a Calvino bebedor de sangre; probando cada una de sus aserciones con los escritos mismos del heresiarca, y con los archivos públicos y auténticos de Ginebra.

En cuanto a Lutero, fraile apóstata, que vivía en concubinato con una monja apóstata como él, los protestantes le han juzgado con una severidad no menos significativa. La vida de Lutero después que apostató, no fue otra que la de un libertino, enteramente ocupado de los placeres de la mesa y de los goces de los brutos; tanto que llegó a formarse un adagio, empleado por los que querían permitirse algún desorden: “Hoy viviremos a lo Lutero”, según refiere el escritor protestante Benito Morgasteru. Las agudezas de sobremesa, obra de Lutero, que se encuentra en algunas librerías de mala reputación, entre los libros obscenos; respira un cinismo tal, que no se puede ni citar sus páginas. Todos conocen aquella innoble deprecación, escrita por Lutero con su propia mano, cuya autenticidad, jamás se ha disputado, la cual termina con estas palabras increíbles: “Comer bien y bien beber es el medio de ser feliz”.

Y después de esto ¿todavía se querrá hacernos creer que semejantes hombres fueron enviados a los cristianos, por Nuestro Divino Salvador, para hacer que su Iglesia volviese a la pureza primitiva? Vamos. Lo mismo sería decir con los turcos: “Dios es Dios y Mahoma su profeta”. Aquí debe hablar el buen sentido en voz más alta que las de las imposturas históricas con las cuales se ha querido rehabilitar a aquellos pretendidos reformadores.

La Iglesia tiene por fundadores a Nuestro Señor Jesucristo y por Apóstoles a San Pedro, San Pablo, San Juan etc.

El protestantismo, tiene por fundador a Lutero y por apóstoles a Calvino, Zwinglio y consortes.

Juzgad y elegid.

Continúa...

Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.




CATECISMO DE TRENTO (1566) - DEL NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTOS

No codiciarás la casa de tu próximo, ni desearás su mujer, ni su siervo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni otra cosa alguna de las suyas. 


DEL NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTOS DEL DECÁLOGO

No codiciarás la casa de tu próximo, ni desearás su mujer, ni
su siervo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni otra
cosa alguna de las suyas. 

En estos dos mandamientos que se ponen en último lugar principalmente se ha de saber, que aquí se viene a establecer el modo con que pueden guardarse los demás. Porque lo que se manda por estas palabras, se endereza a que si desea alguno guardar los mandamientos antecedentes de la ley, ponga su primer cuidado en no codiciar. Porque el que no codicia, estará contento con sus cosas, no apetecerá las ajenas, se gozará de los bienes de su prójimo, dará gloria a Dios inmortal, y le rendirá muchísimas gracias, santificará el Sábado, esto es, vivirá en perpetua quietud, honrará a los mayores, y a ninguno hará daño ni por obra, ni por palabra, ni de otro modo alguno. Porque la raíz y simiente de todos los males es el deseo y apetito desordenado, y los que están encendidos con él, se arrojan precipitados a todo linaje de injusticia y maldad. Bien entendido esto, pondrá el Párroco más cuidado en explicar las cosas que siguen, y más atención los fieles para oírlas. 

Y aunque habemos juntado estos dos mandamientos, por no ser diferente su materia, y tener una forma de enseñarse; sin embargo el Párroco en sus doctrinas y exhortaciones podrá tratar de ellos o apartados o juntos, como más conveniente le parezca. Pero si tomare por asunto explicar los mandamientos del decálogo, mostrará cuál es la diferencia de estos dos mandamientos entre sí, y en que una codicia se distingue de otra. Decláralo San Agustín en el libro de las Cuestiones sobre el Éxodo. Porque una de ellas mira a la utilidad, interés y provecho: otra a las liviandades, gustos y deleites. Si uno apetece la heredad o la casa, éste más busca el logro y lo que es útil, lo que es deleitable. Pero si codicia mujer ajena, arde en deseos no de cosa útil, sino de deleitable 

Más por dos razones fue necesario poner con claridad estos dos mandamientos. Una, porque se explica el sentido del sexto y del séptimo. Porque aunque dicta la lumbre natural de la razón, que una vez prohibido el adulterio, estaba dado el deseo de aprovecharse de la mujer ajena (porque si fuera lícito apetecer, lo sería también el usar) con todo eso muchos de los judíos ciegos en sus pecados no se podían reducir a creer, que estuviese el deseo prohibido por Dios. Y esto era de modo, que aún después de intimada y sabida esta divina ley, muchos de ellos que hacían profesión de ser intérpretes de la ley, estaban en ese error, como se deja ver por aquel Sermón del Señor en San Mateo: Oísteis, que se dijo a los antiguos: No adulterarás. Mas yo os digo... y lo demás que se sigue. La otra razón de la necesidad de estos mandamientos es que algunas cosas se vean por ellos clara y distintamente, que no se prohibían con tanta expresión por el sexto y el séptimo. Porque por ejemplo, el séptimo precepto prohibió que ninguno apetezca injustamente las cosas ajenas, ni haga por quitarlas. Pero éste veda que en manera ninguna se codicien, aunque justa y legalmente se puedan conseguir, si de esa consecución puede prevenir algún daño al prójimo.

Pero antes que pasemos a la explicación del mandamiento, primeramente se prevendrá a los fieles, que por esta ley se nos enseña, no solo que refrenemos nuestros apetitos, sino también que reconozcamos la piedad de Dios hacia nosotros, que es inmensa. Porque habiéndonos guarnecido con los mandamientos antecedentes como con unas fortalezas, para que ninguno haga daño ni a nosotros, ni a nuestras cosas, poniendo éste, señaladamente quiso proveer que no nos dañásemos a nosotros mismos con nuestros apetitos; lo que fácilmente sucedería si estuviera del todo en nuestra mano, querer y desear todas las cosas. Establecida pues esta ley de no codiciar, progresó el Señor de remedio, para que los aguijones de los apetitos que suelen espolearnos a cualquier maldades, siendo como expedidos en virtud de esa ley, nos puncen menos, y con eso, quedando libres de aquella molesta picazón de nuestros antojos, tengamos más tiempo para cumplir los oficios de piedad y Religión, que debemos a Dios muchos y muy grandes. 

Más no solo nos enseña esta ley esas cosas sino que también nos manifiesta, que es de tal calidad la ley de Dios, que se debe guardar no con solas acciones externas sino también con íntimos afectos del alma; y que entre las leyes divinas y humanas hay esta diferencia: que estas se contentan con solos los ejercicios exteriores; pero las otras, como su Majestad mira al corazón requieren una pura y sincera castidad y entereza de espíritu. Es pues la ley de Dios como un espejo en que vemos los vicios de la naturaleza. Por esto dice el apóstol: No sabía yo, lo que era concupiscencia, si no dijera la ley, no codiciarás. Porque como la concupiscencia, esto es el fomite del pecado, y que del pecado trae su origen, está perpetuamente arraigada en nosotros, de aquí nos conocemos nacidos en pecado, y por eso acudimos humildes a quien solo puede lavar las manchas del pecado. 

Tiene cada uno de estos mandamientos común con los demás, que en parte veda, y en parte manda alguna cosa. Tocante a la fuerza de prohibir, porque ninguno piense, que en alguna manera se cuenta por vicio aquella concupiscencia, que carece de él; como la de codiciar el espíritu contra la carne o la de apetecer en todo tiempo las justificaciones de Dios, como vivamente lo codiciaba David; por esto enseñará el Párroco, que concupiscencia es, de la que debemos huir en virtud de esta ley. Para esto es de saber, que la Concupiscencia es una conmoción e ímpetu del ánimo con el que, aguijados los hombres, apetecen las cosas del placer y de gusto, que no tienen. Y como no siempre son malos todos los movimientos de nuestra ánima, así este impulso de apetecer no se debe contar siempre por vicio. Porque no es malo apetecer la comida y bebida, como abrigarnos si padecemos frío, o refrescarnos, si tenemos calor. Y a la verdad, este ordenado impulso de apetecer está injerto en nosotros por Dios, que es el Autor de la naturaleza; más por el pecado de nuestros primeros padres se inficionó de modo que traspasando los términos de la naturaleza, se arroja muchas veces a codiciar cosas que son repugnantes al espíritu y a la razón. 

Esta concupiscencia pues si es moderada y se ciñe a sus límites, tan lejos está de ser mala, que antes nos acarrea muchas veces grandes utilidades. Porque primeramente nos impele a que hagamos a Dios oraciones continuas, pidiéndole rendidos las cosas que de veras deseamos. Porque la oración es el intérprete de nuestros deseos; y si faltara esta recta facultad de apetecer, no se harían tantas oraciones en la Iglesia de Dios. 

Hace también que apreciemos mucho más los dones de Dios. Porque cuanto con más ardor y vehemencia deseamos una cosa, tanto más la estimamos y queremos, cuando la conseguimos. 

Además de esto, ese mismo gozo que percibimos de poseer aquello que deseábamos, nos despierta a dar gracias a Dios con mayores afectos. Siendo pues lícito codiciar algunas veces, es preciso confesar que no está prohibida toda concupiscencia. 

Y aunque dijo el apóstol que era pecado en la concupiscencia, esto debe entenderse en el mismo sentido, en que habló Moisés, cuyo testimonio alega, y lo declaran también otras palabras del mismo Apóstol, quien en la Epístola a los Gálatas la llama concupiscencia de la carne, diciendo: Andad en espíritu, y no cumpliréis los deseos de la carne

Esta fuerza pues de apetecer natural y moderada, y que no se desmanda fuera de sus términos, no está prohibida, y mucho menos aquella concupiscencia espiritual de la recta razón, la cual nos incita a apetecer las cosas que repugna a la carne: Porque a ésta nos exhortan las Sagradas Escrituras, diciendo: Apeteced mis palabras. Y: Venid a mí todos, los que me codiciáis. 

Prohíbese pues por este mandamiento no esa misma facultad de apetecer, de la que se puede usar así para lo bueno como para lo malo; sino el uso de esa codicia desordenada, que se llama concupiscencia de la carne, y femite del pecado; Y si viene acompañada del consentimiento de la voluntad, siempre se ha de contar entre los vicios, y es del todo prohibida. Y así solo está vedado aquel apetito de codiciar, que llama el Apóstol concupiscencia de la carne, esto es, aquellos movimientos antojadizos que ni tienen modo de razón alguno, ni se atienen a los límites señalados por Dios. 

Está concupiscencia está condenada, o porque apetece lo malo, como adulterios, embriagueces, homicidios y otras semejantes maldades enormes, de las que dice así el Apóstol: No codiciemos cosas malas, como aquellos las codiciaron. O porque aunque no sean malas de su naturaleza, hay por otra parte causa, por la cual es malo apetecerlas. De este género son todas las cosas que Dios o la Iglesia nos vedan poseer. Porque no nos es lícito desear lo que no nos es lícito poseer; cual era en la ley antigua el oro y la plata de que se habían fabricado ídolos y que el Señor había mandado en el Deuteronomio que no se codiciase. También se prohíbe esta concupiscencia viciosa, porque son ajenas las cosas que se apetecen, como la casa, el siervo, la esclava, la tierra, la mujer, el buey, el asno y otras muchas, que siendo ajenas, veda codiciarlas la divina ley, y el apetito de tales cosas es malvado, y se cuenta entre los pecados gravísimos, cuando se consiente en tales concupiscencias. 

Esta concupiscencia natural entonces es pecado, cuando después del impulso de los apetitos desmandados se deleita el ánima en las cosas malas, y consiente en ellas, o no las resiste, como enseña Santiago, demostrando el origen y progreso del pecado por estas palabras: Cada uno es tentado de su concupiscencia, atraído y halagado. Luego habiendo la concupiscencia concebido, pare al pecado, y el pecado en siendo consumado engendra muerte.

Pues cuando manda esta ley: No codiciarás, el sentido de estas palabras es, que reprimamos nuestros apetitos de cosas ajenas. Porque el apetito de cosas ajenas es una sed inmensa e infinita que nunca se harta; según está escrito. No se llenará el avariento de dinero. Sobre lo cual dice así Isaías: ¡Ay de los que juntáis casa con casa, y allegáis heredad a heredad! Más por la explicación de cada una de las palabras se entenderá mejor lo feo y grande de este pecado. 

Para esto enseñará el Párroco, que por el nombre de casa se significa no solo el lugar donde habitamos sino también toda la hacienda; cómo consta del uso y costumbre de los Escritores Sagrados. Porque en el Éxodo se escribe que edificó el Señor casas a las parteras. Y esto quiere decir, que acrecentó y aumentó sus posesiones y haciendas. Y por esta interpretación echamos de ver, que por esta ley se nos veda apetecer con ansia riquezas, y envidiar los bienes, el poder o la nobleza ajena, sino que estemos contentos con nuestra suerte, tal cual fuere plebeya o noble. Y asimismo debemos entender, que se nos prohíbe el apetito del esplendor ajeno, porque también esto pertenece a la casa. 

Lo que después se sigue: Ni el buey, ni el asno: nos manifiesta que no solo no nos es permitido apetecer las cosas grandes como la casa, nobleza y gloria, siendo ajenas; ni las pequeñas tampoco cuales son las nombradas, sean o no vivientes. 

Síguese luego: Ni el siervo. Esto debe entenderse así de los cautivos como de cualquier condición de siervos, los que debemos no codiciar, como todos los demás bienes ajenos. Tampoco debe nadie sobornar o solicitar de palabra, o con esperanzas, promesas, premios, ni de otro modo, que los hombres libres que sirven por su voluntad, o por su soldada, o impelidos por amor y respeto, dejen a aquellos a quienes libremente se obligaron; antes bien si desamparan a sus amos antes de cumplir el tiempo, por el que se ajustaron a servirlos, se les ha de exhortar en fuerza de esta ley, a que sin falta alguna se vuelvan con ellos. 

Y hacerse en el mandamiento mención del prójimo, esto se endereza a señalar el vicio de los hombres; pues es común en ellos codiciar las tierras, que están al linde, las casas vecinas y cosas semejantes, que coincidan con ellos. Porque la vecindad, que se tiene por una de las partes de la amistad, se trueca de amor en aborrecimiento, al viciarla la codicia. 

Pero en manera ninguna quebrantan este precepto los que quieren comprar, o de hecho compran por su justo precio las cosas, que los prójimos tienen vendibles. Porque estos no solo no hacen daño al prójimo, sino que le hacen mucho provecho, pues le será más útil y le tendrá más cuenta el dinero que le dan que las cosas que vende. 

A la ley de no codiciar las cosas ajenas se sigue la otra de no codiciar tampoco la mujer ajena. Por esta ley no solo se entiende prohibida aquella liviandad, con que apetece el adúltero la mujer ajena, sino también aquella con que inficionado uno a la mujer de otro desea contraer matrimonio con ella. Porque como en aquel tiempo era permitido el libelo de repudio, podía fácilmente acaecer, que las repudiada por uno se casase con otro. Más el Señor prohibió esto, para que ni los maridos fuesen solicitados para despedir las mujeres, ni ellas se hiciesen tan molestas y enfadosas a los maridos que se diesen estos como precisados a repudiarlas. Ahora es pecado más grave pues no puede la mujer, aunque la repudie el marido, casarse con otro hasta que él haya muerto. Y el que codiciare la mujer ajena, presto caerá de un apetito en otro, porque querrá o que se muera su marido, o adulterar con ella. 

Esto mismo se dice de aquellas mujeres que están ya desposadas con otro: que ni tampoco a estas es ilícito codiciar. Porque los que procuran desbaratar estos conciertos, quebrantan el santísimo lazo de la fidelidad.

Y de la misma forma que es del todo prohibido, codiciar la mujer casada ya con otro, así también es maldad enorme apetecer aquella, que está ya consagrada al culto de Dios y a la Religión. 

Pero si deseara uno contraer matrimonio con una que es casada, más él juzga que es soltera, y que si supiera que era casada, de ningún modo la pretendería (como leemos acaeció a Faraon y Abimelec, que desearon casarse con Sara, pensando que era soltera y hermana de Abraham, no su mujer) el que de cierto tuviese tal ánimo, no parece violaría la ley de este precepto.

Y para que el Párroco descubra los remedios que son acomodados, para curar este vicio de la codicia, debe explicar la segunda parte de este mandamiento. Esta consiste: En que si las riquezas abundan, no pongamos el corazón en ellas; y que por amor de la piedad, y servicio de Dios estemos prontos a renunciarlas, y que de buena gana las gastemos en aliviar las miserias de los pobres, y en fin, que si faltaren, suframos la pobreza con igualdad y alegría de ánimo. A la verdad, si fuéramos liberales en dar nuestras cosas, apagaríamos la sed de las ajenas. Acerca de las alabanzas de la pobreza y menosprecio de las riquezas fácilmente podrá recoger el Párroco muchas doctrinas de las Sagradas Letras y de los Santos Padres para enseñar al pueblo fiel. También se manda por esta ley, que con afecto ardiente y ansias vivas deseemos se haga, no precisamente lo que nosotros queremos, sino lo que quiere Dios, según se expone en la oración del Padrenuestro. La voluntad de Dios señaladamente está en que de una manera singular seamos hechos Santos, y en que conservemos nuestra alma sencilla, limpia y libre de toda mancha, en que nos empleemos en aquellos ejercicios de ánima y de espíritu, que sean repugnantes a los sentidos del cuerpo, en que domados los apetitos y guiados de la luz de la razón, sigamos el camino derecho de la vida; además de esto, en que refrenemos el ímpetu y la fuerza de aquellos sentidos, que dan ocasión y materia donde se pueden cebar nuestros antojos y liviandades.

Más, para apagar el ardor de los apetitos, será muy provechoso considerar los daños que de ellos provienen. El primero es cuando nos dejamos vencer por semejantes antojos, reina en nuestras almas el pecado con suma fuerza y poder. Por esto amonesta el Apóstol: No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Porque así como resistiendo a los apetitos, se quebrantan las fuerzas del pecado, así rindiéndonos a ellos, despojamos de su Reino al Señor y colocamos al pecado en su lugar.

El segundo daño es, que de esta fuerza de codiciar manan como de fuente todos los pecados; como Santiago dice y San Juan enseña también: Todo cuanto hay en el mundo, es codicia dela carne, codicia de los ojos y soberbia de la vida.

El tercero es, que con estos antojos se oscurece el recto juicio de la razón. Y obcecados los hombres con estas tinieblas de sus apetitos, juzgan santo y bueno todo lo que desean.

Sobre todo esto en fuerza de ese ímpetu de apetecer queda sofocada la palabra divina sembrada en nuestras almas por aquel gran Labrador Dios. Porque así está escrito en San Marcos: Otros hay, en quienes se siembra, como entre espinas. Estos son los que oyen la palabra; más las congojas del siglo, el engaño de las riquezas y las codicias que van introduciéndose acerca de otras cosas, sofocan la palabra y se hace infructuosa.

Pero los estragados sobre todos en este vicio de codiciar, y a quienes debe el Párroco exhortar con más diligencia a la observancia de este mandamiento, son los que se deleitan en pasatiempos indecentes, los que se dan al juego sin moderación, los comerciantes también que desean falta de provisión y carestía de cosas, y sienten que haya otros fuera de ellos que vendan o compren, para poder ellos vender más caro o comprar más barato, y pecan igualmente los que desean, que otros que vean en necesidad, por hacer ellos sus ganancias vendiendo o comprando. 

Pecan asimismo los soldados que desean que haya guerras para que les sea permitido robar. Los médicos que quieren que haya enfermos, y los abogados que apetecen abundancia y copia de demandas y pleitos. Además de esto los artesanos, que ansiosos de ganancias desean penuria de las cosas pertenecientes al sustento y vestido, para hacer ellos de ahí mayores logros. Pecan también gravemente en esta línea los sedientos de alabanza y gloria ajena, y que la apetecen, no sin algún perjuicio de la fama del prójimo: mayormente si los que la codician son unos haraganes y hombres indignos de toda estimación. Porque la fama y la gloria es premio de la virtud e industria, no de la flojedad y pereza. 

VIGANÒ A LOS CATÓLICOS “CONSERVADORES MODERADOS”

Reconociéndolo como “Papa”, se convierten en sus cómplices, porque atribuyen legitimidad a los actos que realiza Bergoglio, y al mismo tiempo, se jactan de poder desobedecerlo

Por Mons. Carlo Maria Viganò


Después de que Michael Matt censuró mi discurso el año pasado, creyendo que había cruzado la línea roja que él había establecido, no me sorprendió que no me invitaran a la Conferencia de Identidad Católica de este año.

La línea “insuperable” es la indicada por Mons. Schneider, que denuncia a “Francisco” por haber violado el Primer Mandamiento y contradecir el Evangelio, afirmando sin embargo que “sigue siendo Papa”, encontrando un precedente autorizado en la negación de Pedro. De hecho, Bergoglio no sólo violó el Primer Mandamiento sino que negó los dos principales Misterios de la Fe: la Unidad y la Trinidad de Dios; Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Una renuncia total a la Fe Católica!

Según Mons. Schneider, sería posible ser hereje y apóstata y seguir perteneciendo a la Iglesia Católica, e incluso presidirla como Pastor Supremo; mientras que basta denunciar que un hereje y un apóstata que ha usurpado la Sede de Pedro no puede ser Papa, para incurrir en la excomunión.

Evidentemente esta línea roja - que para mí, que denuncio a Bergoglio como usurpador, como apóstata y hereje, es insuperable - puede ser cruzada impunemente por Bergoglio, continuando siendo reconocido como “Papa” precisamente por aquellos “conservadores moderados” que también lo acusan de herejía y apostasía, sin más que sacar las consecuencias necesarias.

Se convierten así en sus cómplices, porque atribuyen legitimidad a los actos que realiza Bergoglio, pero al mismo tiempo se jactan de poder desobedecerlo (lo que luego no hacen, empezando por la aplicación servil de Traditionis Custodes, porque temen ser destituidos), sin darse cuenta de que este comportamiento cortesano confirma cuán distorsionado está el reconocimiento unánime y pacífico del “Papa” por parte de los católicos.

Michael Matt me aplicó prematuramente el ostracismo que sancionaría mi “excomunión” por Bergoglio un año después. Y es difícil creer que quiera defender a un compañero en la batalla por la Tradición, cuando con su propio comportamiento apoya e incluso anticipa la temeraria venganza del enemigo de ambos; un enemigo que persiste en considerar “Papa”.

Edward Snowden, víctima del Estado profundo por haber denunciado con Wikileaks el plan subversivo de vigilancia de la población ideado por el Estado profundo angloamericano, afirmó: “Cuando denunciar un delito se considera un delito, estás guiado por criminales”. En la iglesia sinodal y bajo el reinado de misericordia bergogliano, denunciar la herejía y la apostasía se considera un delito digno de excomunión. Dejo a la perspicacia de Michael Matt y Athanasius Schneider terminar coherentemente la frase.


30 DE SEPTIEMBRE: SAN JERÓNIMO, PRESBÍTERO Y DOCTOR


30 de Septiembre: San Jerónimo, presbítero y doctor

(✞ 419)

El austero penitente Doctor máximo de la Iglesia y eruditísimo intérprete de la Sagrada Escritura, San Jerónimo, nació en Estridón de Dalmacia.

Siendo todavía muy joven fue enviado por su padre a Roma para aprender las letras humanas, y en aquella ciudad, cabeza del orbe cristiano, recibió el Bautismo.

La instruyeron Donato y otros célebres maestros en cuantas ciencias por aquellos tiempos se enseñaban.

Ansioso de saber y amigo de los libros y del trato de hombres doctos, recorrió las Galias y pasó a Constantinopla para ver y oír a San Gregorio Nacianceno, de quien confiesa haber aprendido las Letras Sagradas, como de otros la filosofía y la elocuencia.

Viajó luego a Palestina para venerar el pesebre del Señor, en muchas ocasiones trató con los Doctores más eruditos de los hebreos, ayudándose con ellos en gran manera para entender las Santas Escrituras.

De Belén pasó a Siria, donde estuvo cuatro años en la soledad del desierto, ejercitándose en santas meditaciones y austerisíma penitencia; llegando hasta golpearse el pecho con una piedra, aterrorizado por el sonido de aquella trompeta que como dice el Sagrado Evangelio, nos ha de llamar a juicio.

De aquí le llamó a Antioquía el Obispo Paulino para combatir el cisma, y lo ordenó como presbítero, y volvió después a Roma a donde le llamó el Papa San Dámaso para que le ayudase en el gobierno de la Iglesia, más, llevado por el amor a la soledad, muerto el Papa, volvió por segunda vez a Belén, y puso su asiento en un monasterio fundado allí por Santa Paula, haciendo en aquel retiro una vida celestial.

Lo visitó Dios nuestro Señor con enfermedades, las que sufrió él con la admirable paciencia, siempre ocupado en escribir, leer y tratar con Dios.

Desde el pesebre del Señor fue un sol que alumbró a toda la Iglesia, pues con el conocimiento que tenía de las lenguas latina, griega, hebrea y caldea, podía como pocos alcanzar perfecta inteligencia de las Sagradas Escrituras, y así a él acudían como a un oráculo los Doctores y Prelados de toda la cristiandad.

Lo consultó entre otros aquella resplandeciente lumbrera de la Iglesia, San Agustín, el cual afirma que San Jerónimo había leído todo cuanto hasta entonces se había escrito.

Fue llamado con razón el martillo de los herejes y cismáticos, y columna de la Iglesia Católica.

Tradujo con admirable fidelidad y gracia del cielo los libros del Antiguo Testamento del original hebreo a la lengua latina, corrigió por encargo de San Dámaso el texto griego del Nuevo Testamento y lo interpretó en gran parte, y ocupado en estas y otras grandes obras y trabajos, llegó a una edad muy avanzada, que dicen que fue de setenta y ocho años.

Su bendita alma voló al cielo en tiempos del emperador Honorio, dejándonos ilustre memoria de santidad y doctrina.

Su cuerpo sepultado en Belén, descansa hoy en Roma en Santa María ad Pracsepe.

Reflexión:

Este gran Santo traía el temor del día del juicio muy metido en las entrañas. Pues ¿Cómo vivimos tan olvidados de esta verdad revelada por Dios, nosotros, miserables pecadores? Temamos aquel divino tribunal, porque es cosa horrenda caer en las manos de Dios airado. Démosle mientras vivimos cumplida satisfacción de todas nuestras culpas, y así podremos esperar en aquel día una sentencia favorable de gloria eterna.

Oración:

Oh Dios, que te dignaste proveer a tu Iglesia del santo confesor y doctor máximo San Jerónimo para la exposición de las Sagradas Escrituras, concédenos, te rogamos, que con tu auxilio podamos poner por obra lo que él con palabras y ejemplos enseñó. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

domingo, 29 de septiembre de 2024

SOBRE LOS ARCÁNGELES Y EL MILAGRO MÁS GRANDE

Para protegernos de los ataques de Satanás, tanto internos como externos, necesitamos recurrir a la poderosa intercesión de San Miguel Arcángel.

Por el padre Peter MJ Stravinskas


Nota del editor: La siguiente homilía fue predicada por el Reverendo Peter M. J. Stravinskas, Ph.D., S.T.D., el 29 de septiembre de 2017, fiesta de los Arcángeles en el Santuario del Ejército Azul en Washington, Nueva Jersey, para la peregrinación de los miembros de las Sociedades del Altar-Rosario de Nueva Jersey.

En primer lugar, el calendario de la Iglesia nos obliga a honrar a los tres arcángeles nombrados en las Sagradas Escrituras: Miguel, Gabriel y Rafael. Quienes estén familiarizados con la Misa Rezada de la Forma Extraordinaria, por supuesto, saben que las Oraciones Leoninas incluyen la petición a San Miguel Arcángel para que “nos defienda en la batalla” y “sea nuestro amparo contra las artimañas y trampas del Diablo”. Sin embargo, ¿cuándo fue la última vez que rezaste esa hermosa oración que las Hermanas nos enseñaron en el jardín de infantes: “Ángel de Dios, mi querido guardián, a quien el amor de Dios me encomienda aquí. Quédate siempre a mi lado para iluminarme y protegerme, para gobernarme y guiarme”?

Consideremos específicamente a San Miguel como gran defensor del honor de Dios y protector de los fieles de la Iglesia, que se encuentran bajo el asalto del Maligno de tantas maneras.

Están los ataques que vienen desde fuera, hechos por las manos de quienes odian a Dios y/o a su santa Iglesia. Pensemos en lo que sufren nuestros correligionarios en lugares como la China comunista, en tantos países de Oriente Medio, pero también a través de los secularistas militantes de Europa occidental y América del Norte, sí, incluso en nuestro propio país, gracias a la agresión de los neopaganos entre nosotros.

Luego están los ataques que vienen desde dentro de la Iglesia, llevados a cabo por aquellos que están empeñados (literalmente) en crear una nueva Iglesia y una nueva religión. Estos supuestos reformadores predican y enseñan herejías manifiestas y destruyen el sentido de lo sagrado con sus maquinaciones litúrgicas. Y todo esto se hace muy a menudo con la complicidad de sacerdotes y obispos que son débiles e ineficaces. Sí, Satanás utiliza nuestra debilidad para llevar a cabo su plan con fuerza.

Para rechazar los ataques de Satanás, tanto internos como externos, es necesario recurrir a la poderosa intercesión de San Miguel Arcángel. Aquel que en los albores de la creación se enfrentó a Lucifer y a sus secuaces no ha perdido nada de su poder; de hecho, el Apocalipsis nos informa que es precisamente él quien conducirá a los fieles a la victoria final.
Y ahora un pequeño curso de actualización en “angelología”, a la que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica no menos de veinticinco párrafos.

Los ángeles son espíritus puros que asumen forma corporal cuando son enviados a una misión por el Todopoderoso. De hecho, su nombre en griego significa “mensajero”. Por eso nos relacionamos con ellos no en términos de su propia identidad, sino de Aquel a quien representan. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento están llenos de referencias a las intervenciones de los ángeles, que siempre se consideran signos del deseo de Dios de estar presente para nosotros, así como de Su deseo de revelarnos Su voluntad y providencia.

Como ya he dicho, los ángeles de la fiesta de hoy tienen nombres y, como todos los nombres hebreos, tienen un significado y dan una pista de su misión especial. El nombre de Miguel se traduce como “¿Quién como Dios?”, un recordatorio de que fue él quien fue enviado a luchar contra la personificación del orgullo en Lucifer, quien, en efecto, se consideraba semejante a Dios. “Gabriel” significa “Dios es fuerte”, un punto importante sobre el que reflexionar cuando, como la Santísima Virgen en la Anunciación, nos preguntamos cómo puede suceder algo aparentemente imposible. El nombre de Rafael nos dice que “Dios sana”, un hecho tan obvio para una persona de fe que a menudo no nos impresiona continuamente el amor que representa. Así, los nombres de esos tres ángeles señalan la inefable omnipotencia y benevolencia de la mismísima Deidad.

¿Cuál es la labor de los ángeles? Velar por nuestras vidas aquí abajo; presentar nuestras oraciones y peticiones a Dios; servir como mensajeros especiales del Señor; conducir a los justos al Paraíso, como cantamos en el hermoso In Paradisum de la Misa de Entierro Cristiano. Todo esto habla del amor y la preocupación del Señor por sus hijos. Sin embargo, la primera y más importante tarea de los ángeles nos da una pista de lo que Dios espera también de nosotros, los humanos: la adoración incesante a Dios Todopoderoso.

Así, pues, lo más importante que hacen los ángeles está vinculado a lo más importante que puede hacer la Iglesia en la tierra, ya que la liturgia de la tierra está unida a la liturgia del Cielo. Al entrar en el Canon de la Misa, recordaremos este hecho cuando digamos: “Y así, con los Ángeles y Arcángeles, con los Tronos y Dominaciones, y con todos los ejércitos y Potestades del cielo, cantamos el himno de tu gloria, mientras aclamamos sin cesar: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos”. Ese himno eterno de alabanza a Dios es el llamado más alto de los ángeles, y también es el nuestro. Más adelante en el Canon, pediremos al Padre: “Ordena que estos dones sean llevados por las manos de tu santo ángel a tu altar en lo alto a la vista de tu divina majestad”. La Encarnación anunciada por Gabriel alcanza su cumplimiento en el misterio de la Sagrada Eucaristía cuando el mensajero de Dios se convierte en el diácono, por así decirlo, que presenta al Cristo Eucarístico una vez más a su Padre celestial.

En esta fiesta en la que la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el ministerio de los ángeles, damos gracias a Dios Todopoderoso por darnos sus mensajeros, y pedimos la sabiduría y la humildad de los niños para apreciar de nuevo su significado para nuestras vidas.

Los arcángeles de hoy nos son conocidos por sus apariciones a personas como nosotros. Y, por supuesto, toda la devoción de Fátima se basa en las apariciones de Nuestra Señora hace cien años a tres niños pastores. Lo que nos lleva a nuestra siguiente consideración.

Permítanme entonces reflexionar sobre el significado de los milagros, tanto bíblicos como postbíblicos, tema de dos volúmenes de la obra del beato John Henry Newman, que quisiera recomendar a los más incondicionales entre ustedes.

Parece que siempre hay dos enfoques opuestos sobre lo milagroso: el primero niega la posibilidad de cualquier intervención divina, mientras que el segundo encuentra un milagro bajo cada árbol o en cada hamburguesa. Como de costumbre, la Iglesia declara: “in medio stat virtus” (la virtud está en el medio).

El cardenal Newman observa que los milagros en el Antiguo Testamento son más bien escasos. Sin embargo, los milagros debían florecer con la llegada del Mesías, según el pensamiento judío: una prueba de su identidad y una señal de la irrupción del Reino de Dios. Y así, por muy pocos y espaciados que sean en la Antigua Dispensación, los encontramos apareciendo en casi todas las páginas del Nuevo Testamento. Es interesante que nadie (ni siquiera los enemigos de Jesús, ya sean romanos paganos o autoridades religiosas judías hostiles) sugiera que Él no hizo milagros; Sus oponentes simplemente tratan de justificarlos afirmando que son poco más que trucos de magia (razón por la cual San Juan nunca usa la palabra “milagro”, prefiriendo “señal”) o que Él es capaz de hacer obras tan maravillosas porque está en complicidad con el Diablo.

Así pues, incluso desde un punto de vista puramente crítico, objetivo e histórico, los milagros de Jesús deberían ser indiscutibles. Sin embargo, el problema surge para algunos cuando se trata de lo que Newman llama milagros “eclesiásticos”, es decir, milagros que ocurren en la época de la Iglesia. Y el cardenal tiene una respuesta muy interesante para esos escépticos:
Los católicos, pues, creen en el misterio de la Encarnación, y la Encarnación es el acontecimiento más estupendo que jamás haya tenido lugar en la tierra; y después de ella y de ahora en adelante, no veo cómo podemos tener escrúpulos ante cualquier milagro por el mero hecho de que sea improbable que ocurra. Ningún milagro puede ser tan grande como el que tuvo lugar en la Santa Casa de Nazaret; es infinitamente más difícil de creer que todos los milagros del Breviario, del Martirologio, de las vidas de los santos, de las leyendas, de las tradiciones locales, todos juntos; y hay una inconsistencia crasa en la misma faz del asunto, si alguien cuela el mosquito y se traga el camello, como para profesar lo que es inconcebible, pero protestar contra lo que seguramente está dentro de los límites de la hipótesis inteligible. Si por la gracia divina llegamos a aceptar la solemne verdad de que el Ser Supremo nació de una mujer mortal, ¿qué se puede imaginar que pueda ofendernos por su carácter maravilloso? (1).
En otras palabras, si la Encarnación es verdadera (y todo cristiano debe creerla) —y es sin duda el mayor milagro imaginable—, ¿por qué quejarse de otros milagros? El principio es simple: si Dios puede hacer lo mayor, también puede hacer lo menor.

Dicho esto, podemos y debemos preguntarnos: “¿Por qué Dios permite a los seres humanos obrar milagros? O, ¿por qué acontecimientos milagrosos?” Por dos razones, dice Santo Tomás de Aquino:
En primer lugar, y principalmente, para confirmar la doctrina que se enseña. Porque, puesto que las cosas que son de fe superan la razón humana, no pueden probarse con argumentos humanos, sino que necesitan probarse con el argumento del poder divino; de modo que cuando un hombre hace obras que sólo Dios puede hacer, podemos creer que lo que dice proviene de Dios; así como cuando un hombre es portador de cartas selladas con el anillo del rey, se debe creer que lo que contienen expresa la voluntad del rey.
Aquino continúa ofreciendo un segundo propósito: “Hacer conocer la presencia de Dios en un hombre por la gracia del Espíritu Santo: para que cuando un hombre hace las obras de Dios podamos creer que Dios habita en él por Su gracia” (2). Dicho esto, Aquino admite que “los milagros disminuyen el mérito de la fe”, pero, no obstante, declara que “es mejor para ellos convertirse a la fe incluso por milagros que permanecer completamente en su incredulidad” (3).

A decir verdad, la propia Iglesia siempre muestra un sano escepticismo cuando se refieren hechos tan extraordinarios, presumiendo que el “vidente” es un engañador o se engaña a sí mismo. Existen criterios claros para comprobar la veracidad de la afirmación de carácter sobrenatural, entre los que se encuentran la ortodoxia del mensaje, el espíritu de sumisión voluntaria al juicio eclesiástico por parte del vidente y los buenos frutos que se derivan del acontecimiento. Las investigaciones sobre las visiones se realizan a nivel local o diocesano, recurriendo a teólogos, pastores, psiquiatras y otros profesionales en condiciones de evaluar el estado espiritual, físico y mental del vidente. Algunas investigaciones dan lugar a juicios relativamente rápidos (normalmente negativos), mientras que otras pueden prolongarse durante años y dar lugar a una decisión indeterminada. Se ha estimado que por cada supuesta aparición que la Iglesia acepta, hay cien que nunca reciben un juicio favorable.

A veces la gente pregunta: “¿Qué importancia tiene si una visión realmente está ocurriendo o no, mientras sucedan cosas buenas (por ejemplo, conversiones, curaciones)?”. Importa mucho, porque el acto de fe siempre debe estar basado en la realidad y la verdad; nunca puede estar basado en una falsedad. Por eso los evangelistas se esforzaron mucho en convencer a sus lectores de que las apariciones del Señor resucitado eran reales y no fantasmas; de ahí el énfasis en que comiera y bebiera y que se pudiera tocar. La fe es un asunto serio, y Dios no quiere que nadie sea engañado, porque Él es, como declara el acto tradicional de fe, Aquel que “no puede engañar ni ser engañado”.

El momento actual de la historia nos encuentra confrontados con cientos de supuestas apariciones sobrenaturales. Esta proliferación no es motivo de regocijo; por el contrario, sugiere que las personas no están siendo alimentadas espiritualmente a través de los medios normales de la gracia (buena catequesis y predicación; celebraciones edificantes de los Sacramentos; testimonios sólidos de vida cristiana), y por eso, corren en busca de sustitutos baratos. Jesús nos previno contra ese espíritu: “Una generación mala y adúltera pide una señal”. Continuó: “Pero no se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás” (Mt 12:39). El mensaje de Jonás fue un llamado al arrepentimiento; su señal en el vientre de la ballena durante tres días y tres noches fue una prefiguración de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Una y otra vez, la Santísima Virgen, Reina de los Profetas, nos dirige hacia el “signo de Jonás” al instarnos al arrepentimiento mediante la recepción del Sacramento de la Penitencia y a una experiencia del Misterio Pascual de su Hijo mediante una recepción digna y devota de la Sagrada Eucaristía. En este centenario de las apariciones de Fátima, debemos prestar atención a la esencia de ese mensaje.

No es raro oír a la gente decir: “Si yo hubiera vivido durante la vida terrenal y el ministerio del Señor y hubiera visto sus obras poderosas, mi fe habría sido mucho más fuerte de lo que es ahora”. Una vez más, el cardenal Newman tiene una respuesta penetrante:
... nosotros somos realmente mucho más favorecidos que ellos [aquellos que presenciaron milagros bíblicos]; ellos tuvieron milagros externos; nosotros también tenemos milagros, pero no son externos sino internos. Los nuestros no son milagros de evidencia, sino de poder e influencia. Son secretos, y más maravillosos y eficaces porque son secretos. Sus milagros fueron obrados sobre la naturaleza externa; el sol se detuvo y el mar se abrió. Los nuestros son invisibles y se ejercen sobre el alma. Consisten en los Sacramentos y hacen exactamente lo mismo que los milagros judíos no hicieron. Realmente tocan el corazón, aunque tan a menudo resistimos su influencia. Si entonces pecamos, como ¡ay! lo hacemos, si no amamos a Dios más que los judíos, si no tenemos corazón para esas “cosas buenas que sobrepasan el entendimiento de los hombres”, no somos más excusables que ellos, sino menos. Porque las obras sobrenaturales que Dios les mostró fueron obradas externamente, no internamente, y no influyeron en la voluntad; solo transmitieron advertencias; Pero las obras sobrenaturales que Él hace hacia nosotros están en el corazón e imparten gracia; y si desobedecemos, no sólo estamos desobedeciendo Su mandato, sino resistiendo Su presencia (4).
Estamos a punto de presenciar y beneficiarnos del mayor milagro posible, pidamos la gracia de nunca “resistirnos a Su presencia”. Curiosamente, en el período previo a las apariciones marianas de Fátima, los niños se encontraron con visitas angelicales, durante la última de las cuales el ángel sostenía en su mano izquierda un cáliz y, sobre él, una Hostia de la que caían gotas de sangre en el cáliz. Instruyó a los videntes a orar así:
Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que se le ofende. Y por los méritos infinitos de su Sacratísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
El ángel entonces comunicó a los niños la comunión, quienes imitaron sus actos de adoración. ¡Cuánta necesidad tenemos hoy de escuchar ese mensaje angélico cuando miles de católicos se acercan al Santísimo Sacramento indignamente; cuando la gente recibe la Sagrada Comunión como si estuvieran haciendo cola en un supermercado y no piensan en qué —o mejor, a Quién— están recibiendo; cuando los sacerdotes encuentran Hostias que han sido tomadas en la mano y luego descartadas en misales, en pilas de agua bendita e incluso en los retretes!

Así como el Ángel de Portugal condujo a esos tres niños a la reverencia y adoración del Santísimo Sacramento, debemos orar para que toda la corte celestial, encabezada por Nuestra Señora, haga lo mismo por nosotros mientras entramos en el “milagro de los milagros” en unos pocos minutos, haciendo eco de las hermosas palabras de la Liturgia Bizantina: “Nosotros que representamos místicamente a los Querubines y cantamos el himno tres veces santo a la Trinidad creadora de vida, dejemos de lado todas las preocupaciones terrenales, para que podamos dar la bienvenida al Rey de todo, escoltado invisiblemente por huestes angélicas. Aleluya, aleluya, aleluya”.

Nuestra Señora, Reina de los Ángeles, ruega por nosotros.

Notas:

1) John Henry Newman,  Lectures on the Present Position of Catholics in England (Conferencias sobre la situación actual de los católicos en Inglaterra) (Nueva York: Longmans, Green, and Co., 1908), pág. 305.

2) Summa Theologiae, III, Q. 43, art. 1.

3) Ibid.

4) “Miracles No Remedy for Unbelief” (Los milagros no son remedio para la incredulidad), PPS, págs. 86-87.




EL LEGADO ANTIESCOLÁSTICO DE RATZINGER (CXLII)

El problema para Ratzinger era que prefería dejar volar su imaginación para encontrar formas de describir el “Misterio de la Fe” que fueran “atractivas para el hombre moderno”.

Por la Dra. Carol Byrne, Gran Bretaña


Ratzinger fue uno de los teólogos progresistas del siglo XX que buscaron explicaciones alternativas para la presencia eucarística que les permitieran ir más allá de las restricciones de la metafísica tomista para satisfacer las necesidades del mundo moderno y, especialmente, las demandas del “movimiento ecuménico”. Para lograr estos objetivos, habría que descartar las formulaciones perennemente válidas del Concilio de Trento, por considerar que son “incomprensibles” en el mundo moderno y la “fraternidad ecuménica”.

Antes de analizar la contribución de Ratzinger al aggiornamento en el área de la teología eucarística, conviene recordar oportunamente una encíclica papal casi olvidada: Mysterium Fidei (1965), publicada por Pablo VI justo antes de la clausura del Vaticano II. En él, afirmó que “no se puede… discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el Concilio de Trento (§ 2).


Para ilustrar su punto sobre la necesidad de usar la terminología correcta “con respecto a la fe en las cosas más sublimes”, citó la severa advertencia de San Agustín (Ciudad de Dios, X, 23) sobre este asunto:
“Pero es necesario hablar según una regla fija, de modo que la falta de moderación en el lenguaje por nuestra parte no dé lugar a una opinión irreverente sobre las cosas representadas por las palabras” (§ 23).
El problema para Ratzinger (que afirmaba ser un devoto de San Agustín) era que el uso de fórmulas fijas no era aceptable para él: prefería, como veremos, dejar volar su imaginación para encontrar formas de describir el “Misterio de la Fe” que fueran “atractivas para el hombre moderno”.

Aquí la sabiduría de San Agustín desmiente la falsa dicotomía del Vaticano II entre la verdadera doctrina y el lenguaje en el que se expresa. La Iglesia siempre ha considerado esencial la correcta redacción para garantizar el verdadero significado de la transubstanciación, como afirma Mysterium Fidei:
“La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas por los concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe del misterio eucarístico”. (§ 3)
Ahora consideraremos en qué medida –o si en absoluto– Ratzinger cumplió los requisitos de Mysterium Fidei en el tema de la transubstanciación. Uno podría verse tentado a pensar que todo está bien porque usó el término “transubstanciación” en más de una ocasión, como, por ejemplo, en su libro de 2003, God is Near Us (Dios está cerca de nosotros) (1). Sin embargo, la forma en que quería que se entendiera esto está envuelta en confusión, ya que sólo dos páginas antes había remitido al lector a Die Eucharistische Gegenwart (1967) de Edward Schillebeeckx en apoyo de su argumento. Schillebeeckx propuso la “transignificación” –que fue específicamente condenada por Pablo VI en Mysterium Fidei (§ 2)– para reemplazar la transubstanciación porque creía que la “En efecto, sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este sacrosanto misterio hay algunos que divulgan ciertas opiniones ... como si a cualquiera le fuese lícito olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia, o interpretarla de modo que el genuino significado de las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden enervados (2).

Ahí está el problema. La palabra “sustancia” en la metafísica escolástica tiene un significado diferente del mismo término utilizado en la física moderna. Por lo tanto, incluso cuando los teólogos modernistas utilizan la palabra “transubstanciación”, no hay garantía de conformidad con la doctrina católica. En su léxico podría significar, y a menudo lo hace, que lo que cambia durante la Consagración no es la sustancia (entendida en términos escolásticos) del pan y del vino, sino su significado para el receptor.

A pesar de que Ratzinger planteó una doctrina diferente, Pablo VI lo nombró cardenal.

Ratzinger aprovechó el desarrollo de la semántica léxica en los tiempos modernos para justificar la eliminación de las categorías aristotélicas de “sustancia” y “accidente” que habían servido a la Iglesia durante siglos, sugiriendo que ya no eran útiles:
“En el curso del desarrollo del pensamiento filosófico y de las ciencias naturales, el concepto de sustancia ha cambiado esencialmente ('essenzialmente mutato'), como lo ha hecho la concepción de lo que, en el pensamiento aristotélico, se había designado por 'accidente'. El concepto de sustancia, que antes se había aplicado a toda realidad consistente en sí misma, se refería cada vez más a lo que es físicamente elusivo: a la molécula, al átomo y a las partículas elementales, y hoy sabemos que también ellas no representan una 'sustancia' última, sino más bien una estructura de relaciones. Con esto surgió una nueva tarea para la filosofía cristiana. La categoría fundamental de toda realidad en términos generales ya no es la sustancia, sino más bien la relación” (3).
Como es habitual en las “explicaciones” modernistas, reina la confusión. Las categorías aristotélicas pertenecen a la “filosofía perenne” de la Iglesia y nunca han “cambiado esencialmente”, por lo que siguen siendo válidas y útiles hoy y en el futuro. Permanecen inalteradas por los avances que se produzcan en el ámbito de la ciencia.

El personalismo de Martin Buber y la “teología de las relaciones”

Martin Buber, anarquista y utópico

El énfasis de Ratzinger en una teología de la “relación” en lugar de la del “ser” como medio para explicar la naturaleza de Dios ilustra los peligros de alejarse de la metafísica escolástica. Describió a Dios en términos “personalistas” como “una relación”, pero sin dirigir el intelecto humano a conocerlo como la fuente de la Verdad, o la necesidad de poner primero nuestras mentes en sintonía con la realidad objetiva antes de que podamos experimentar cualquier relación verdadera con Dios o con los demás.

Vemos aquí una similitud con la “teoría de la relación” del filósofo judío, Martin Buber, a quien Ratzinger, en sus propias palabras, “reverenciaba mucho… como el gran representante del Personalismo, el principio Yo-Tú” (4). Afirmó en varias ocasiones que Buber ejerció una profunda influencia sobre él. Examinemos de qué tipo de influencia se trataba.

Buber era un anarquista religioso con ideas utópicas para una revolución radical en la sociedad siguiendo líneas comunistas. Sus ideas, trasladadas a la esfera política, lo hicieron enormemente popular entre los católicos liberales de izquierda. Su gran atractivo era que rechazaba todas las relaciones de poder y las estructuras que ejercían la autoridad en el sentido de que no debería haber dominación moral de una persona sobre otra. Se podría decir que en algunos aspectos el anarquismo espiritual de Buber iba de la mano con la imagen de la “pirámide invertida” inspirada en el Vaticano II. Como resultado de la cooptación de la filosofía del personalismo de Buber, Ratzinger permitió que las ideas socialistas y anarquistas se infiltraran en la Iglesia Católica.

Una nueva “teología eucarística”

Si nos preguntábamos por qué, cada vez que Ratzinger abordaba la cuestión de la transubstanciación en sus propios escritos teológicos, no daba una explicación adecuada del concepto como lo requiere Mysterium Fidei, la explicación viene de una fuente de primera mano: sus propias palabras:
“Podemos notar con gratitud que en el siglo pasado se nos ha dado un nuevo y amplio punto de partida, también desde una perspectiva ecuménica, para una teología profunda de la Eucaristía, que ciertamente todavía necesita ser meditada, vivida y sufrida más” (5). [Énfasis añadido]
La referencia a un nuevo punto de partida para la teología eucarística es difícil de conciliar con su “hermenéutica de la continuidad” antes proclamada, y es una admisión de cambio doctrinal en aras del “ecumenismo”. Es obvio que esta teología no surgió de la Tradición. Su referencia al siglo pasado ubica la fuente de las nuevas ideas en la “nueva teología” que introdujo el Neomodernismo en la Iglesia y lo instaló en un lugar de honor en el Vaticano II.

Esto hizo extremadamente difícil, si no imposible, para cualquiera que adoptara la “nueva teología eucarística” –y Ratzinger lo hizo, como él dijo, “con gratitud”transmitir la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la Eucaristía de una manera reconociblemente católica, incluso si la aceptaban interiormente.

Por ejemplo, en el siguiente pasaje tomado de su libro God Is Near Us (Dios está cerca de nosotros), Ratzinger da el siguiente relato de lo que sucede en la Consagración:
“Hay algo nuevo allí que no había antes. Conocer acerca de una transformación es parte de la fe eucarística más básica. Por lo tanto, no puede ser el caso de que el Cuerpo de Cristo venga a agregarse al pan, como si el pan y el Cuerpo fueran dos cosas similares que pudieran existir como dos 'sustancias', de la misma manera, una al lado de la otra. Siempre que viene el Cuerpo de Cristo, es decir, el Cristo resucitado y corporal, es mayor que el pan, diferente, no del mismo orden.

Se produce una transformación que afecta a los dones que llevamos al ser elevados a un orden superior y los cambia, aunque no podamos medir lo que sucede. Cuando se ingieren cosas materiales como alimento, o, en realidad, cuando cualquier material pasa a formar parte de un organismo vivo, sigue siendo el mismo, pero, sin embargo, como parte de un nuevo todo, se transforma a su vez. Algo similar sucede aquí. El Señor toma posesión del pan y del vino; los eleva, por así decirlo, del marco de su existencia normal a un nuevo orden; aunque, desde un punto de vista puramente físico, siguen siendo los mismos, se han vuelto profundamente diferentes” (6).
El Dios que está cerca de nosotros de Ratzinger mezcla el luteranismo con el catolicismo

Sin embargo, no dice exactamente en qué consiste la diferencia. Vemos cómo, típicamente, avanza hacia la verdad, como se hace en un velero, reposiciona las velas para alterar el rumbo, virando hacia adelante y hacia atrás entre las posiciones católica y luterana, pero nunca logra alcanzar la verdad completa. La única certeza que se puede extraer de esta mezcolanza de ideas confusas y desconcertantes es que, cualquiera que sea el barco en el que navegaba el futuro “papa”, no era la barca de Pedro; la dirigía hacia los bancos de arena del “ecumenismo” sin articular una explicación coherente de la verdad central de la Transubstanciación. La reformulación de las palabras en el pasaje es de la mayor importancia. Ninguna de las palabras utilizadas por Ratzinger en relación con la Eucaristía, como transubstanciación, transformación, cambio, conversión, etc., se utilizan de la manera que se ha entendido tradicionalmente. Solo conservan la capa exterior de los significados tradicionales.

Así lo demuestra claramente el siguiente extracto de un libro escrito por Benedicto XVI en sus últimos años, que pidió que se publicara después de su muerte:
“Transubstanciación, no consubstanciación, significa transformación, conversio y no sólo adición. Esta afirmación se extiende mucho más allá de las ofrendas y nos dice fundamentalmente lo que es el cristianismo: es la transformación de nuestras vidas, la transformación del mundo como un todo en una nueva existencia” (7).
Según este modelo que huele a teilhardianismo y a la idea del Vaticano II de la Eucaristía como el “sacramento del mundo”, el énfasis ya no está en la Presencia Real sino que se ha desplazado hacia las personas y su papel en la transformación de sí mismas y del mundo.

Continúa...

Notas:

1) J. Ratzinger, God Is Near Us (Dios está cerca de nosotros), San Francisco: Ignatius Press, 2003, pág. 87.

2) Edward Schillebeeckx, The Eucharist (La Eucaristía), Nueva York: Sheed and Ward, 1968, pág. 84.

3) Benedicto XVI, ¿Che Cos'è il Cristianesimo?, pág. 130 

4) Benedicto XVI, Last Testament (Último Testamento), p. 99.

5) Benedicto XVI, ¿Che Cos'è il Cristianesimo?, pág. 133.

6) J. Ratzinger, God Is Near Us (Dios está cerca de nosotros, p.86.

7) Benedicto XVI, ¿Che Cos'è il Cristianesimo?, pag. 132.

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