lunes, 29 de julio de 2024

QUEMANDO LOS MANUALES: EL CONOCIMIENTO DE LA FE BAJO ATAQUE (CXXXVI)

Todas las evidencias muestran que el mecanismo de “control de pensamiento” estuvo vigente desde el Vaticano II

Por la Dra. Carol Byrne


Cada vez que consideramos las diversas oleadas de daños infligidos a la Iglesia por los revolucionarios a lo largo de su historia, tendemos a pensar en términos de bienes inmuebles, como catedrales, monasterios e iglesias parroquiales, o en los adornos del ritual religioso, como vestimentas, cálices, etc. –y es comprensible, como escribió Maurice Barrès, miembro de la Academia Francesa, en 1914:
“Nuestras iglesias están entre los mayores tesoros de la civilización. Las hemos recibido de nuestros antepasados; tenemos el deber de transmitirlas a nuestros descendientes; no debemos dejarnos confundir por aquellos que las declaran inútiles” (1).
Estas palabras son, por supuesto, evidentemente ciertas, pero necesitan ser repetidas nuevamente en nuestros tiempos cuando las diócesis están vendiendo o demoliendo iglesias declaradas “inútiles” a un ritmo que rivaliza o incluso supera los esfuerzos destructivos de los revolucionarios en cualquier punto dado de la Historia.

Las tradiciones de la Europa Católica son los tesoros de la Historia: arriba, la Catedral de Chartres

Pero rara vez se hace mención de las partes más intangibles de nuestro patrimonio espiritual que han sufrido los estragos de fuerzas hostiles, a saber, el depósito del conocimiento de la Fe que ha estado con nosotros desde el comienzo del cristianismo.

Su forma escrita se encuentra en diversas fuentes publicadas e inéditas, como las colecciones de manuscritos, códices, Actas de los Mártires, Actas de los Papas y Concilios, libros litúrgicos, Escrituras, escritos de los Padres de la Iglesia, Catecismos para laicos y Manuales para seminaristas y sacerdotes. Todos habían sido atesorados y conservados como recursos vitales para transmitir el conocimiento de la fe de una generación a otra.

Es a los Manuales producidos a fines del siglo XIX y principios del XX a los que nos dirigimos ahora, ya que son una destilación de la enseñanza magisterial auténtica de la Iglesia, tanto escrita como oral. Evidentemente, esa fue la razón por la que fueron objeto de ataques por parte de los reformadores progresistas. Aquí sólo se considerarán los Manuales autorizados por la Jerarquía, no las teorías individuales de autores individuales que se encuentran en algunos libros de texto. Nos interesa únicamente la enseñanza unánime de los teólogos escolásticos que se encuentra en estos Manuales que ahora se consideran “decadentes”.

Cuando Sir Thomas Bodley fundó la Biblioteca Bodleiana en la década de 1590, rescatando, entre otras cosas, el contenido de las bibliotecas monásticas que habían sido destruidas por Enrique VIII, Francis Bacon la describió como “un arca para salvar el saber del diluvio”, con lo que se refería a los efectos de la Reforma protestante. Desde entonces, la Iglesia ha estado sufriendo este y otros diluvios, en particular el desencadenado por la Revolución Francesa. Pero ninguno fue tan devastador como el tsunami de reformas relacionadas con el Vaticano II que inundó el paisaje eclesiástico y puso patas arriba a la Iglesia institucional.

El “control del pensamiento”, como sabemos por las actividades de los comunistas y sus simpatizantes en el siglo XX, fue el mecanismo mediante el cual los revolucionarios destruyeron el conocimiento verdadero basado en evidencias objetivas e influyeron en las masas para que aceptaran como verdadero todo lo que el Partido en el poder quería que creyeran. Todas las evidencias muestran que este mecanismo estaba vigente en el Vaticano II.

Fue utilizado por una camarilla de teólogos modernistas incluso antes del concilio para identificar los Manuales, los portadores del cuerpo de Doctrina expresado en términos escolásticos, como un obstáculo para la transformación imaginada del “pueblo de Dios” y un impedimento para el “progreso” hacia la utopía deseada. Un resultado lógico de esta posición revolucionaria fue la inclusión de la propia Tradición de la Iglesia como un enemigo de la causa progresista.

Todo esto explica por qué la Teología Moral y Dogmática Tradicional de la Iglesia llegó a ser considerada como “intransigente” y fue atacada rutinariamente como “rígida”. Los teólogos progresistas antes y después del Vaticano II querían reformular la Fe para hacerla compatible con las sensibilidades seculares modernas. Entre quienes se opusieron firmemente a la venerada “Tradición manualista” se destacó el grupo de teólogos que más tarde fundaron las revistas internacionales Concilium (1965): Hans Küng, Yves Congar, Johann Baptist Metz y Edward Schillebeeckx, y Communio (1972): Joseph Ratzinger, Henri de Lubac y Urs von Balthasar. (A ellos podemos agregar a su “padre espiritual”, George Tyrrell, fallecido hace mucho tiempo).


Ratzinger y Balthasar, dos teólogos decididos a quemar los libros de las viejas costumbres


Su oposición había sido bien recibida en el Vaticano II, que favorecía una visión liberal de la fe compatible con el pluralismo religioso y el relativismo moral. Esto desafiaba y negaba implícitamente el carácter absoluto del Dogma Católico y la Ley Moral. Como resultado, a los seminaristas se les dio carta blanca para criticar a la Iglesia en sus instituciones, clero, liturgia, devociones y tradiciones, lo que les hizo imposible sentire cum Ecclesia (pensar con la Iglesia) genuinamente.

Monumentos de la Tradición

Para entender qué sucedió con los Manuales que eran un elemento básico de la formación del seminario anterior al Vaticano II, necesitamos saber qué eran estos Manuales ahora olvidados y por qué la Iglesia los había considerado indispensables para la formación de los sacerdotes.

Sin embargo, antes de continuar, es necesario destacar un punto importante: Estos Manuales aprobados pertenecían a la Tradición centenaria de la Escolástica que explicaba la enseñanza de la Iglesia en el área de la Teología Dogmática y Moral de una manera sistemática y lógica, haciéndola comprensible para los estudiantes serios. El atractivo y la credibilidad de la Fe Católica se veían así reforzados por la demostración de su armonía con la razón y la sana filosofía.

Contrariamente a las absurdas acusaciones de sus detractores, los Manuales nunca fueron considerados como un marco teórico global que pretendiera saberlo todo sobre la mente de Dios y que encapsulara la omnisciencia divina en unas pocas frases claras (silogismos). El conocimiento que contenían se consideraba sólo el mínimo indispensable que debía poseer cualquier sacerdote-teólogo antes de dedicarse a la investigación o poner un pie en el púlpito o en la sala de conferencias.

Otro punto importante a favor de la aceptabilidad de los Manuales era que sus autores eran hombres de notable piedad y erudición que realmente enseñaban en los seminarios. El contenido de sus cursos se basaba en la obra de eminentes teólogos como Santo Tomás de Aquino y San Alfonso María de Ligorio, por nombrar dos de los más grandes. Se puede decir que los Manuales contribuyeron a llevar la obra de estas luminarias al siglo XX.

El propio Papa Pío XII enseñó esto en su encíclica Humani generis de 1950 :
“abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado —con un trabajo de siglos— para expresar las verdades de la fe, cada vez con mayor exactitud, y sustituirlas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía, que, como las hierbas del campo, hoy existen, y mañana caerían secas; aún más: ello convertiría el mismo dogma en una caña agitada por el viento”.
San Alfonso María de Ligorio escribió algunos de los
manuales más sólidos de la Fe.

Estos Manuales fueron elogiados sucesivamente durante siglos por los Papas anteriores al Vaticano II. Y los Obispos aseguraban su uso para la formación de sacerdotes en sus diócesis porque ejemplificaban la enseñanza magisterial de la Iglesia en la Fe y la Moral. Proporcionaban, por lo tanto, una base sólida en la Filosofía y la Teología Católicas. Por estas razones, la auténtica “Tradición manualista” fue reconocida como una guía segura para la Doctrina Católica hasta el Vaticano II.

Es significativo que San Alfonso, de quien los Manuales anteriores al Vaticano II derivan gran parte de su contenido, fuera declarado por el Papa Pío XII como el “patrono celestial tanto de los confesores como de los teólogos morales” (2). La relevancia y el valor de los Manuales en la vida pastoral se derivan del hecho de que contienen la clave interpretativa para juzgar cuestiones de moralidad católica en cualquier época; de ahí su continua utilidad en el confesionario para nuestros tiempos. (Ningún sacerdote formado en la “tradición manualista” soñaría con decir, como lo hizo Francisco, “¿Quién soy yo para juzgar?”)

No se puede negar que sin la “Tradición manualista” se han seguido ciertas consecuencias negativas para la transmisión de la fe en su totalidad, para la vida moral de los fieles, tanto clérigos como laicos, y para la evangelización de los que están fuera de la Iglesia.

En primer lugar, el consenso general que una vez prevaleció entre los Obispos y fue una garantía sólida como una roca de unidad simplemente se fragmentó en una miríada de “posiciones” sobre cuestiones doctrinales y morales.

En segundo lugar, la idea de lo que constituye un pecado objetivamente grave ahora se ha perdido de vista en general, al igual que el concepto de condenación eterna.

En tercer lugar, esto ha llevado al abuso sacrílego cada vez más extendido del confesionario con el fin de admitir a los divorciados vueltos a casar a la Sagrada Comunión sin ningún propósito de enmienda. 

En cuarto lugar, la falta de una orientación “manualista” ha permitido no sólo la subversión de la Constitución de la Iglesia, sino también el colapso de las Misiones y la falsa relación de la Iglesia con el mundo moderno propuesta por el Vaticano II.


Notas:

1) Maurice Barrès, La Grande Pitié des Églises de France (La trágica situación de las iglesias francesas), París: Émile-Paul Frères, 1914, p. 19.

2) Pío XII, Breve Apostólico del 26 de abril de 1950


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