domingo, 20 de mayo de 2001

INTER SANCTOS (29 DE NOVIEMBRE DE 1979)


BULA

INTER SANCTOS

PROCLAMACIÓN DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

COMO PATRONO DE LA ECOLOGÍA

JUAN PABLO II,

para perpetua memoria.

Entre los santos y los hombres ilustres que han tenido un singular culto por la naturaleza, como magnífico don hecho por Dios a la humanidad, se incluye justamente a San Francisco de Asís. El, en efecto, tuvo en gran aprecio todas las obras del Creador y, con inspiración casi sobrenatural, compuso aquel bellísimo "Cántico de las Criaturas", a través de las cuales, especialmente del hermano sol, la hermana luna y las estrellas, rindió al omnipotente y buen Señor la debida alabanza, gloria, honor y toda bendición.

Por eso, con loabilísima iniciativa, nuestro hermano, el cardenal Silvio Oddi, Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero, en nombre especialmente de los miembros de la Sociedad internacional Planning environmental and ecologycal Institute for quality life, ha expuesto a esta Sede Apostólica el deseo de que San Francisco de Asís sea proclamado celeste Patrono de los cultivadores de la ecología.

Por lo tanto Nos, conocido el parecer de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, por medio de estas nuestras Letras y a perpetuidad, proclamamos a San Francisco de Asís, celestial Patrono de los cultivadores de la ecología, con todos los honores y privilegios litúrgicos inherentes. No obstante cualquier norma en contrario. Así lo disponemos, ordenando que las presentes Letras sean religiosamente conservadas y logren, en el presente y en el futuro, su pleno efecto.

Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 29 de noviembre del año del Señor 1979, II de nuestro pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II


sábado, 19 de mayo de 2001

IURA ET BONA (5 DE MAYO DE 1980)


SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN 

IURA ET BONA

SOBRE LA EUTANASIA


Introducción

Los derechos y valores inherentes a la persona humana ocupan un puesto importante en la problemática contemporánea. A este respecto, el Concilio Ecuménico Vaticano II ha reafirmado solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular su derecho a la vida. Por ello ha denunciado los crímenes contra la vida, como "homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado" (Gaudium et spes, 27).

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que recientemente ha recordado la doctrina católica acerca del aborto procurado [1], juzga oportuno proponer ahora la enseñanza de la Iglesia sobre el problema de la eutanasia.

En efecto, aunque continúen siendo siempre válidos los principios enunciados en este terreno por los últimos Pontífices [2], los progresos de la medicina han hecho aparecer, en los recientes años, nuevos aspectos del problema de la eutanasia que deben ser precisados ulteriormente en su contenido ético.

En la sociedad actual, en la que no raramente son cuestionados los mismos valores fundamentales de la vida humana, la modificación de la cultura influye en el modo de considerar el sufrimiento y la muerte; la medicina ha aumentado su capacidad de curar y de prolongar la vida en determinadas condiciones que a veces ponen problemas de carácter moral. Por ello los hombres que viven en tal ambiente se interrogan con angustia acerca del significado de la ancianidad prolongada y de la muerte, preguntándose consiguientemente si tienen el derecho de procurarse a sí mismos o a sus semejantes la "muerte dulce", que serviría para abreviar el dolor y sería, según ellos más conforme con la dignidad humana.

Diversas Conferencias Episcopales han preguntado al respecto a esta Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual, tras haber pedido el parecer de personas expertas acerca de los varios aspectos de la eutanasia, quiere responder con esta Declaración a las peticiones de los obispos, para ayudarles a orientar rectamente a los fieles y ofrecerles elementos de reflexión que puedan presentar a las autoridades civiles a propósito de este gravísimo problema.

La materia propuesta en este documento concierne ante todo a los que ponen su fe y esperanza en Cristo, el cual mediante su vida, muerte y resurrección ha dado un nuevo significado a la existencia y sobre todo a la muerte del cristiano, según las palabras de San Pablo: "pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos" (Rom. 14, 8; Flp 1, 20).

Por lo que se refiere a quienes profesan otras religiones, muchos admitirán con nosotros que la fe —si la comparten— en un Dios creador, Providente y Señor de la vida confiere un valor eminente a toda persona humana y garantiza su respeto.

Confiamos, sin embargo, en que esta Declaración recogerá el consenso de tantos hombres de buena voluntad, los cuales, por encima de diferencias filosóficas o ideológicas, tienen una viva conciencia de los derechos de la persona humana. Tales derechos, por lo demás, han sido proclamados frecuentemente en el curso de los últimos años en declaraciones de Congresos Internacionales [3]; y tratándose de derechos fundamentales de cada persona humana, es evidente que no se puede recurrir a argumentos sacados del pluralismo político o de la libertad religiosa para negarles valor universal.


I. Valor de la vida humana

La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que la vida tiene un carácter sacro y que nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes ven a la vez en ella un don del amor de Dios, que son llamados a conservar y hacer fructificar. De esta última consideración brotan las siguientes consecuencias:

1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad [4].

2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios. Esta le ha sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí en la tierra, pero que encuentra su plena perfección solamente en la vida eterna.

3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad.

Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior —como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos— se ofrece o se pone en peligro la propia vida.


II. La eutanasia

Para tratar de manera adecuada el problema de la eutanasia, conviene ante todo precisar el vocabulario.

Etimológicamente la palabra eutanasia significaba en la antigüedad una muerte dulce sin sufrimientos atroces. Hoy no nos referimos tanto al significado original del término, cuanto más bien a la intervención de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la enfermedad y de la agonía, a veces incluso con el riesgo de suprimir prematuramente la vida. Además el término es usado, en sentido mas estricto, con el significado de "causar la muerte por piedad", con el fin de eliminar radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los enfermos mentales o a los incurables la prolongación de una vida desdichada, quizás por muchos años que podría imponer cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad.

Es pues necesario decir claramente en qué sentido se toma el término en este documento.

Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos usados.

Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad.

Podría también verificarse que el dolor prolongado e insoportable, razones de tipo afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar que puede legítimamente pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia —aunque fuera incluso de buena fe— no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros.


III. El cristiano ante el sufrimiento y el uso de los analgésicos

La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de abandono, pueden determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la aceptación de la muerte.

Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente angustia el corazón del hombre.

El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable de la condición humana, a nivel biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.

Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del médico.

Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su eficacia. Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos le había planteado esta pregunta: "¿La supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos ... está permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?". El Papa respondió: "Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí" [5]. En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición de la medicina.

Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que "no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo" [6].


IV. El uso proporcionado de los medios terapéuticos

Es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho algunos hablan de "derecho a morir" expresión que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de vista, el uso de los medios terapéuticos puede plantear a veces algunos problemas.

En muchos casos, la complejidad de las situaciones puede ser tal que haga surgir dudas sobre el modo de aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones corresponderá en último análisis a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.

Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar. Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles su servicio con toda diligencia y suministrarles los remedios que consideren necesarios o útiles.

¿Pero se deberá recurrir, en todas las circunstancias, a toda clase de remedios posibles?

Hasta ahora los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios "extraordinarios". Hoy en cambio, tal respuesta siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios "proporcionados" y "desproporcionados". En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.

Para facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:

— A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.

— Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.

— Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad.

— Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro.


Conclusión

Las normas contenidas en la presente Declaración están inspiradas por un profundo deseo de servir al hombre según el designio del Creador. Si por una parte la vida es un don de Dios, por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que nosotros, sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad. Es verdad, en efecto que la muerte pone fin a nuestra existencia terrenal, pero, al mismo tiempo, abre el camino a la vida inmortal. Por eso, todos los hombres deben prepararse para este acontecimiento a la luz de los valores humanos, y los cristianos más aún a la luz de su fe.

Los que se dedican al cuidado de la salud pública no omitan nada, a fin de poner al servicio de los enfermos y moribundos toda su competencia; y acuérdense también de prestarles el consuelo todavía más necesario de una inmensa bondad y de una caridad ardiente. Tal servicio prestado a los hombres es también un servicio prestado al mismo Señor, que ha dicho: "...Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el transcurso de una audiencia concedida al infrascripto cardenal Prefecto ha aprobado esta Declaración, decidida en reunión ordinaria de esta Sagrada Congregación, y ha ordenado su publicación.

Roma, desde la Sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina le la Fe, 5 de mayo de 1980.

Cardenal Franjo SEPER
Prefecto

Jerôme HAMER,
arzobispo titular de Lorium,
Secretario


Notas:

[1] Declaración sobre el aborto procurado, 18 de noviembre de 1974, (AAS 66, 1974, págs. 730-747)

[2] Pío XII, Discurso a los congresistas de la Unión Internacional de las Ligas Femeninas Católicas, 11 de septiembre de 1947 (AAS 39, 1947 pág. 483); Alocución a la Unión Católica Italiana de las Comadronas, 29 de octubre de 1951 (AAS 43, 1951, págs. 835-854); Discurso a los miembros de la Oficina Internacional de Documentación de Medicina Militar, 19 de octubre de 1953 (AAS 45, 1953, págs. 744-754); Discurso a los participantes en el IX Congreso de la Sociedad Italiana de Anestesiología, 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 146); cf. Alocución sobre la "Reanimación", 24 de noviembre de 1957 (AAS 49, 1957, págs. 1027-1033). Pablo VI, Discurso a los miembros del Comité Especial de las Naciones Unidas para la cuestión del "Apartheid", 22 de mayo de 1974 (AAS 66, 1974, pág. 346). Juan Pablo II, Alocución a los obispos de Estados Unidos de América, 5 de octubre de 1979 (AAS 71, 1979, pág. 1225).

[3] Recuérdese en particular la recomendación 779 (1976), referente a los derechos de los enfermos y de los moribundos, de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa en su XXVII sesión ordinaria. Cf. Sipeca, núm. 1, marzo de 1977, págs. 14-15.

[4] Se dejan completamente de lado las cuestiones de la pena de muerte y de la guerra, que exigirían consideraciones específicas, ajenas al tema de esta Declaración.

[5] Pío XII, Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 147).

[6] Pío XII, Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 145, cf. Alocución, del 9 de septiembre de 1958 (AAS 50, 1958, pág. 694).



viernes, 18 de mayo de 2001

EL INDULTO INGLÉS DE 1971 (LA PETICION AGATHA CHRISTIE)


Publicamos el llamamiento a Pablo VI en 1971 solicitando el primer “indulto” a favor de la Misa Tradicional, para Inglaterra y Gales


El texto de la carta de apelación es el siguiente:

Uno de los axiomas de la publicidad contemporánea, tanto religiosa como secular, es que el hombre moderno en general, y los intelectuales en particular, se han vuelto intolerantes con todas las formas de tradición y están ansiosos por suprimirlas y poner algo más en su lugar.

Pero, como muchas otras afirmaciones de nuestras máquinas publicitarias, este axioma es falso. Hoy, como en tiempos pasados, las personas educadas están a la vanguardia en lo que respecta al reconocimiento del valor de la tradición y son las primeras en dar la alarma cuando ésta se ve amenazada.

Si algún decreto sin sentido ordenara la destrucción total o parcial de basílicas o catedrales, entonces obviamente serían los educados -cualesquiera que fueran sus creencias personales- quienes se levantarían horrorizados para oponerse a tal posibilidad.

Ahora bien, lo cierto es que basílicas y catedrales se construyeron para celebrar un rito que, hasta hace unos meses, constituía una tradición viva. Nos estamos refiriendo a la Misa Católica Romana. Sin embargo, según la última información en Roma, hay un plan para borrar esa Misa para finales del año en curso.

En este momento no estamos considerando la experiencia religiosa o espiritual de millones de personas. El rito en cuestión, en su magnífico texto en latín, también ha inspirado una serie de logros invaluables en las artes: no sólo obras místicas, sino obras de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de todos los países y épocas. Por lo tanto, pertenece tanto a la cultura universal como a los eclesiásticos y cristianos formales.

En la civilización materialista y tecnocrática que amenaza cada vez más la vida de la mente y el espíritu en su expresión creativa original -la palabra- parece particularmente inhumano privar al hombre de las formas verbales en una de sus manifestaciones más grandiosas.

Los firmantes de este llamamiento, totalmente ecuménico y apolítico, proceden de todas las ramas de la cultura moderna europea y extranjera. Quieren llamar la atención de la Santa Sede sobre la terrible responsabilidad en la que incurriría en la historia del espíritu humano si se negara a permitir la supervivencia de la Misa Tradicional, aunque esta supervivencia se produjera codo con codo con otras formas litúrgicas.

Firmado por: 

Harold Acton, Vladimir Ashkenazy, John Bayler, Lennox Berkeley, Maurice Bowra, Agatha Christie, Kenneth Clark, Nevill Coghill, Cyril Connolly, Colin Davis, Hugh Delargy, +Robert Exeter, Miles Fitzalan-Howard, Constantine Fitzgibbon, William Glock, Magdalen Goffin, Robert Graves, Graham Greene, Ian Greenless, Joseph Grimond, Harman Grisewood, Colin Hardie, Rupert Hart-Davis, Barbara Hepworth, Auberon Herbert, John Jolliffe, David Jones, Osbert Lancaster, FR Leavis, Cecil Day Lewis, Compton Mackenzie , George Malcolm, Max Mallowan, Alfred Marnau, Yehudi Menuhin, Nancy Mitford, Raymond Mortimer, Malcolm Muggeridge, Iris Murdoch, John Murray, Sean O'Faolain, EJ Oliver, Oxford y Asquith, William Plomer, Kathleen Raine, William Rees-Mogg , Ralph Richardson, +John Ripon, Charles Russell, Rivers Scott, Joan Sutherland, Philip Toynbee, Martin Turnell, Bernard Wall, Patrick Wall, EI Watkin, RC Zaehner.

jueves, 17 de mayo de 2001

EXORCISMO CONTRA SATANAS Y LOS ANGELES APOSTATAS PUBLICADO POR ORDEN DE LEÓN XIII

Tomado del Rituale Romomanum, Titulus XI, Caput III


Sobre la recitación de los fieles laicos: “El Santo Padre exhorta a los sacerdotes a rezar esta oración con mucha frecuencia, como un exorcismo simple para contener el poder del demonio e impedir que haga daño. El fiel, asimismo, puede también decirla en su propio nombre, con el mismo propósito, como oración aprobada. Se recomienda su uso donde se sospeche que esté actuando el demonio, ya sea causando la maldad de los hombres, inspirando violentas tentaciones, y hasta produciendo tormentas y calamidades públicas.

Puede usarse como un exorcismo solemne, en una ceremonia oficial y pública en latín, para expulsar al diablo.

Un sacerdote sólo la puede decir en nombre de la Iglesia si ha recibido el permiso de su Obispo”. 


Exorcismo

En el nombre de Jesucristo Dios y Señor nuestro, mediante la intercesión de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios; de San Miguel Arcángel, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los Santos,

si tiene el Orden de Exorcista, recite esto a continuación:

y apoyados en la sagrada autoridad que nuestro ministerio nos confiere, 

los fieles omitiendo lo anterior: 

procedemos con ánimo seguro a rechazar los asaltos que la astucia del demonio mueve en contra de nosotros.

Salmo 67

Levántese Dios, y sean dispersados sus enemigos,
huyan ante su faz los que le odian.
Cual se disipa el humo, los disipas;
como la cera se derrite al fuego, perecen los impíos ante Dios.

℣. He aquí la Cruz del Señor, huid poderes enemigos.

℟. Venció el león de la tribu de Judá, el hijo de David.

℣. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros.

℟. Como lo esperamos de Ti.

Os exorcizamos, espíritus de inmundos, poderes satánicos, 
ataques del enemigo infernal, legiones, reuniones, sectas diabólicas, en el nombre y por virtud de Jesucristo , nuestro Señor, os arrancamos y expulsamos de la Iglesia de Dios, de las almas creadas a la imagen de Dios y rescatadas por la preciosa sangre del Cordero divino 

No oses más, pérfida serpiente, engañar al género humano ni perseguir a la Iglesia de Dios, ni sacudir y pasar por la criba como el trigo a los elegidos de Dios  

Te manda Dios Altísimo , a quien por tu gran soberbia aún pretendes asemejarte y cuya voluntad es que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad. 

Te manda Dios Padre  Te manda Dios Hijo  Te manda Dios Espíritu Santo 

Te manda Cristo, Verbo eterno de Dios hecho carne,  que para salvar nuestra raza perdida por tu envidia, se humilló y fue obediente hasta la muerte, que ha edificado su Iglesia sobre firme piedra, prometiendo que las puertas del infierno no prevalecerán jamás contra ella, y que permanecería con ella todos los días hasta la consumación de los siglos. 

Te manda la santa señal de la Cruz  y la virtud de todos los misterios de la fe cristiana 

Te manda el poder de la excelsa Madre de Dios, la Virgen María , que desde el primer instante de su Inmaculada Concepción, aplastó tu muy orgullosa cabeza por virtud de su humildad. 

Te manda la fe de los Santos Apóstoles, Pedro y Pablo, y la de los demás Apóstoles 

Te manda la sangre de los Mártires y la piadosa intercesión de todos los santos y santas 

Así pues, dragón maldito y toda la legión diabólica, te conjuramos por el Dios  vivo, por el Dios  verdadero, por el Dios  Santo, por el Dios que tanto amó al mundo, que llegó hasta darle su Hijo Unigénito, a fin de que todos los que creen en Él no perezcan, sino que vivan vida eterna. 

Cesa de engañar a las criaturas humanas y brindarles el veneno de la condenación eterna: cesa de perjudicar a la Iglesia y de poner trabas a su libertad. 

Huye de aquí, Satanás, inventor y maestro de todo engaño, enemigo de la salvación de los hombres. 

Retrocede delante de Cristo, en quien nada has encontrado que se asemeje a tus obras; retrocede ante la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica, que Cristo mismo compró con su sangre. 

Humíllate bajo la poderosa mano de Dios, tiembla, desaparece ante la invocación hecha por nosotros, del Santo y terrible Nombre de Jesús, ante el cual se estremecen los infiernos; a quien están sometidas las virtudes de los cielos; las Potestades y Dominaciones, a quien los Querubines y Serafines alaban sin cesar en sus cánticos diciendo: ¡Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los Ejércitos! 

℣. Señor, escucha nuestra oración. 

℟. Y llegue a ti nuestro clamor. 

℣. El Señor esté con vosotros. 

℟. Y con tu espíritu. 


Oración 

Dios del cielo y de la tierra, Dios de los Ángeles, Dios de los Arcángeles, Dios de los Patriarcas, Dios de los Profetas, Dios de los Apóstoles, Dios de los Mártires, Dios de los Confesores, Dios de las Vírgenes, Dios que tienes el poder de dar la vida después de la muerte, el descanso después del trabajo; porque no hay otro Dios delante de ti, ni puede haber otro sino tú mismo. 

Creador de todas las cosas visibles e invisibles, cuyo reino no tendrá fin: humildemente suplicamos a la majestad de tu gloria se digne librarnos eficazmente y guardarnos sanos de todo poder, lazo, mentira y maldad de los espíritus infernales. 

Por Jesucristo nuestro Señor, Amén. 

℣. De las asechanzas del demonio, 

℟. Líbranos Señor. 

℣. Que te dignes conceder a tu Iglesia la seguridad y la libertad necesarias para tu servicio, 

℟. Te rogamos, óyenos. 

℣. Que te dignes humillar a los enemigos de la Santa Iglesia, 

℟. Te rogamos, óyenos. 

(Se rocía con agua bendita el lugar ).


miércoles, 16 de mayo de 2001

INSTRUCCIÓN SOBRE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS (20 DE OCTUBRE DE 1980)


Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe

INSTRUCCIÓN

SOBRE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Introducción

1. La pastoral del bautismo de los niños se ha visto muy favorecida con la promulgación del nuevo Ritual redactado según las directrices del Concilio Vaticano II (1). Sin embargo, las dificultades que sienten los padres cristianos y curadores de almas no han desaparecido del todo debido a la rápida transformación de la sociedad, que dificulta la educación de la fe y la perseverancia de los jóvenes.

2. En efecto, muchos padres se angustian al ver a sus hijos abandonar la fe y la práctica sacramental, a pesar de la educación cristiana que han tratado de darles, y algunos curadores de almas se preguntan si no deberían ser más exigentes antes de bautizar a sus hijos. Algunos creen preferible diferir el bautismo de los niños hasta el final de un catecumenado de mayor o menor duración; otros, en cambio, piden que se revise la doctrina sobre la necesidad del bautismo -al menos en lo que respecta a los niños- y esperan que la celebración del bautismo se posponga hasta una edad en la que sea posible un compromiso personal, o incluso hasta el umbral de la edad adulta.

Sin embargo, tal cuestionamiento de la tradicional pastoral sacramental no deja de suscitar en la Iglesia el temor legítimo de que una doctrina de tan capital importancia, como es la doctrina de la necesidad del bautismo, quede comprometida. Muchos padres, en particular, se escandalizan al ver que el bautismo que solicitan para sus hijos es rechazado o aplazado con plena conciencia de sus deberes.

3. Ante esta situación, y para responder a las numerosas peticiones que le han sido dirigidas, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, después de haber consultado a diversas Conferencias Episcopales, ha elaborado la presente Instrucción. Con ella se pretende recordar los principales puntos doctrinales en este campo, que justifican la práctica constante de la Iglesia a lo largo de los siglos, y demuestran su valor permanente, a pesar de las dificultades suscitadas hoy. Finalmente, se indicarán algunas grandes líneas de acción pastoral.


Parte uno

LA DOCTRINA TRADICIONAL SOBRE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Una práctica inmemorial

4. Tanto en Oriente como en Occidente la práctica de bautizar a los niños se considera una norma de tradición inmemorial. Orígenes, y más tarde San Agustín, la consideraron una “tradición recibida de los Apóstoles” (2). Cuando aparecen los primeros testimonios directos en el siglo II, ninguno de ellos presenta el bautismo de niños como una innovación. San Ireneo, en particular, considera evidente la presencia entre los bautizados de “lactantes y niños” junto a adolescentes, jóvenes y ancianos (3). El ritual más antiguo que se conoce, el que describe la Tradición Apostólica de principios del siglo III, contiene la siguiente prescripción: “Bautizad primero a los niños: todos los que puedan hablar por sí mismos, que hablen; aquellos que no pueden hablar por sí mismos, que hablen sus padres o alguien de su familia” (4). San Cipriano, participando en un Sínodo de obispos africanos, afirma que “la misericordia y la gracia de Dios no pueden ser negadas a ningún hombre que nace”; y el mismo Sínodo, refiriéndose a la “igualdad espiritual” de todos los hombres “de cualquier estatura y edad”, decretó que los niños podían ser bautizados “desde el segundo o tercer día después del nacimiento” (5).

5. Sin duda, la práctica del bautismo de niños experimentó un cierto declive durante el siglo IV. En efecto, en aquella época, cuando los propios adultos aplazaban su iniciación cristiana, por temor a futuros pecados y a la penitencia pública, muchos padres posponían, por las mismas razones, el bautismo de sus hijos. Pero al mismo tiempo se sabe que hubo Padres y Doctores como Basilio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Juan Crisóstomo, Jerónimo, Agustín, quienes, aunque fueron bautizados en la edad adulta por las mismas razones, sin embargo reaccionaron fuertemente contra tal negligencia, y exhortaron a los adultos a no retrasar el bautismo, ya que era necesario para la salvación (6) y algunos de ellos insistieron en que el bautismo se administrara también a los niños (7).

La enseñanza del Magisterio

6. Incluso los Romanos Pontífices y los Concilios han intervenido a menudo para recordar a los cristianos su deber de bautizar a sus hijos.

A finales del siglo IV, la antigua costumbre de bautizar a los niños, al igual que a los adultos, “para la remisión de los pecados” se oponía a las doctrinas pelagianas. Este uso - como ya habían señalado Orígenes y San Cipriano antes que San Agustín (8) - confirmó la Fe de la Iglesia en la existencia del pecado original y, en consecuencia, la necesidad del bautismo de los niños apareció aún más evidente. En este sentido intervinieron los Papas Siricio (9) e Inocencio I (10). Posteriormente, el Concilio de Cartago del año 418 condena “a quienes niegan que los niños sean bautizados apenas salen del vientre de la madre” y afirma que “en virtud de la regla de Fe” de la Iglesia Católica sobre el pecado original “incluso los más pequeños, que aún no han podido cometer personalmente ningún pecado, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración se purifique en ellos lo que han recibido desde su nacimiento” (11).

7. Esta doctrina fue constantemente reafirmada y defendida en la Edad Media. En particular, el Concilio de Viena, de 1312, subraya que “en el bautismo tanto los niños como los adultos reciben la gracia informante y las virtudes” y no sólo se remite la culpa (12). El Concilio de Florencia, en 1442, reprendió a quienes querían aplazar este sacramento, y advirtió que “el bautismo debe administrarse lo antes posible” a los recién nacidos, “mediante el cual quedan liberados del poder del diablo y reciben la adopción como hijos de Dios” (13).

El Concilio de Trento renueva la condena del Concilio de Cartago (14) y, refiriéndose a las palabras de Cristo a Nicodemo, declara que “después de la promulgación del Evangelio” nadie puede ser justificado “sin el lavamiento de la regeneración o el deseo recibirlo” (15). Entre los errores anatemizados por el Concilio se encuentra la opinión de los anabaptistas, según los cuales era mejor “omitir el bautismo (de sus hijos) antes que bautizarlos, ya que no creen con un acto personal en la Fe de la Iglesia” (16).

8. Los diversos concilios y sínodos regionales celebrados después del Concilio de Trento han enseñado con igual firmeza la necesidad de bautizar a los niños. Incluso el Papa Pablo VI, muy acertadamente, recordó solemnemente la enseñanza secular sobre este punto, declarando que “el bautismo debe administrarse también a los niños que aún no han podido ser culpables de ningún pecado personal, para que, nacidos sin la gracia sobrenatural, renazcan del agua y del Espíritu Santo a la vida divina en Jesucristo” (17).

9. Sin embargo, los textos del Magisterio ahora citados están lejos de agotar la riqueza de la Doctrina sobre el bautismo, tal como se expone en el Nuevo Testamento, en la catequesis de los Santos Padres y en la enseñanza de los Doctores de la Iglesia: el bautismo es, en efecto, una manifestación del amor previo del Padre, una participación en el Misterio Pascual del Hijo, la comunicación de una vida nueva en el Espíritu; hace entrar a los hombres en la herencia de Dios y los une al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

10. En esta perspectiva, la advertencia de Cristo en el Evangelio de San Juan: “El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (18), debe entenderse como la invitación a un amor universal e infinito; son palabras de un Padre que llama a todos sus hijos y quiere su mayor bien. Este llamamiento irrevocable y apremiante no puede dejar al hombre indiferente o neutral, porque no puede realizar su destino a menos que acepte este llamamiento.

La misión de la Iglesia

11. La Iglesia tiene el deber de responder a la misión confiada por Cristo a los Apóstoles después de su resurrección, y expresada de forma especialmente solemne en el Evangelio según San Mateo: “A mí me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (19). La transmisión de la Fe y la administración del bautismo, estrechamente vinculadas en este mandato del Señor, son parte integrante de la misión de la Iglesia, que es universal y nunca podrá dejar de serlo.

12. En este sentido la Iglesia ha entendido su misión desde los primeros tiempos, y no sólo respecto de los adultos. De hecho, basándose en las palabras de Jesús a Nicodemo, “siempre se ha sostenido que no se debe privar a los niños del bautismo” (20). Estas palabras tienen, en realidad, una forma tan universal y absoluta que los Padres las han juzgado adecuadas para establecer la necesidad del bautismo, y el Magisterio las ha aplicado expresamente al caso de los niños (21): también para ellos, este sacramento es la entrada en el Pueblo de Dios (22) es la puerta a la salvación personal.

13. Por eso, con su Doctrina y su práctica, la Iglesia ha demostrado que no conoce otro medio, fuera del bautismo, para asegurar a los niños el acceso a la bienaventuranza eterna: por eso se cuida de no descuidar la misión recibida del Señor de hacer “renacer del agua y del Espíritu” a todos los que pueden ser bautizados. En cuanto a los niños que han muerto sin bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia de Dios, como lo hace en el rito de la sepultura dispuesto para ellos (23).

14. El hecho de que los niños aún no puedan profesar personalmente su fe no impide que la Iglesia les confiera este sacramento, ya que efectivamente los bautiza en su propia fe. Este punto doctrinal ya estaba claramente establecido por San Agustín, quien escribió: “Los niños se presentan para recibir la gracia espiritual, no tanto de quienes los llevan en brazos (aunque también de ellos, si son buenos creyentes), sino de la sociedad universal de santos y fieles... Es toda la Madre Iglesia de los santos la que actúa, pues ella en su conjunto genera a todos y cada uno” (24). Santo Tomás de Aquino, y después de él todos los teólogos, retoman la misma enseñanza: el niño que es bautizado no cree solo, con un acto personal, sino a través de otros, mediante “la fe de la Iglesia que le es comunicada” ( 25). Esta misma doctrina se propone también en el nuevo Ritual del Bautismo, cuando el celebrante pide a los padres, padrinos y madrinas que profesen la fe de la Iglesia “en la que los niños son bautizados” (26).

15. Sin embargo, aunque la Iglesia es consciente de la eficacia de la fe que opera en el bautismo de los niños, y de la validez del sacramento que les confiere, reconoce límites a su práctica, ya que, salvo el caso de peligro de muerte, no admite el sacramento sin el consentimiento de los padres y sin la garantía seria de que el niño bautizado recibirá una educación católica (27): de hecho, se ocupa tanto de los derechos naturales de los padres como de las necesidades de desarrollo de la fe del niño.


Segunda parte

RESPUESTA A LAS DIFICULTADES PLANTEADAS HOY

16. A la luz de la Doctrina mencionada anteriormente, es necesario juzgar algunas opiniones expresadas hoy sobre el bautismo de los niños, que tienden a cuestionar la legitimidad de esta práctica, como norma general.

Bautismo y acto de fe

17. Considerando que, en los escritos del Nuevo Testamento, el bautismo sigue a la predicación del Evangelio, presupone la conversión y va acompañado de la profesión de fe y que, además, los efectos de la gracia (remisión de los pecados, justificación, regeneración y participación en la vida divina) dependen generalmente más de la fe que del sacramento (28), algunos proponen que la secuencia “predicación-fe-sacramento” se convierta en norma, que se aplique a los niños, salvo en caso de peligro de muerte, y que se instituya para ellos un catecumenado obligatorio.

18. Sin duda la predicación apostólica solía dirigirse a adultos y los primeros bautizados fueron hombres convertidos a la fe cristiana. Dado que estos hechos se relatan en los libros del Nuevo Testamento, puede surgir la opinión de que en ellos sólo se considera la fe de los adultos. Sin embargo, como se mencionó anteriormente, la práctica del bautismo de niños se basa en una Tradición inmemorial de origen Apostólico, cuya importancia no se puede ignorar: además, el bautismo nunca se administra sin la fe, que en el caso de los niños es la fe de la Iglesia.

Por otra parte, según la Doctrina del Concilio de Trento sobre los sacramentos, el bautismo no es sólo un signo de la fe: es también su causa (29). Provoca la “iluminación interior” en el bautizado, por lo que la liturgia bizantina lo llama con razón “sacramento de la iluminación” o simplemente “iluminación”, es decir, fe recibida, que impregna el alma para que, ante el esplendor de Cristo, caiga el velo de ceguera (30).

Bautismo y apropiación personal de la gracia

19. Se dice también que toda gracia, por estar destinada a una persona, debe ser aceptada conscientemente y hecha suya por quien la recibe: algo de lo que el niño es absolutamente incapaz.

20. En realidad, el niño es persona mucho antes de poder manifestarla mediante actos de conciencia y de libertad, y como tal ya puede llegar a ser hijo de Dios y coheredero con Cristo mediante el sacramento del bautismo. Su conciencia y su libertad podrán entonces, a partir de su despertar, disponer de las fuerzas infundidas en el alma por la gracia bautismal.

Bautismo y libertad del niño

21. Se objeta también que el bautismo de los niños sería un ataque a su libertad, ya que es contrario a su dignidad de persona imponerles obligaciones religiosas para el futuro que quizás más tarde se inclinarán a rechazar. Por lo tanto, sería mejor administrar el sacramento a una edad en la que puedan participar libremente. Mientras tanto, los padres y educadores deben comportarse de manera confidencial y abstenerse de cualquier presión.

22. Pero tal comportamiento es absolutamente ilusorio: no existe libertad humana tan pura que pueda ser inmune a cualquier condicionamiento. Ya a nivel natural, los padres toman decisiones indispensables para la vida de sus hijos y los orientan hacia los verdaderos valores. El comportamiento de una familia que pretende ser neutral con respecto a la vida religiosa del niño sería en la práctica una elección negativa, que lo privaría de un bien esencial.

Cuando se afirma que el sacramento del bautismo compromete la libertad del niño, se olvida sobre todo que todo hombre, incluso no bautizado, como criatura, tiene obligaciones imprescriptibles para con Dios, que el bautismo ratifica y eleva con la adopción filial. También olvidamos que el Nuevo Testamento nos presenta la entrada a la vida cristiana no como una servidumbre o una obligación, sino como un acceso a la verdadera libertad (31).

Sin duda puede suceder que el niño, habiendo llegado a la edad adulta, rechace las obligaciones derivadas de su bautismo. Los padres, a pesar del sufrimiento que puedan experimentar, no tienen nada que reprochar por haber hecho bautizar a su hijo y darle una educación cristiana, como era su derecho y su deber (32). De hecho, a pesar de las apariencias, las semillas de la fe depositadas en su alma pueden algún día volver a vivir, y sus padres contribuirán con su paciencia, su amor, su oración y el testimonio auténtico de su fe.

El bautismo en la situación sociológica actual

23. Atentos a los vínculos de la persona con la sociedad, algunos creen que en una sociedad homogénea, en la que los valores, juicios y costumbres forman un sistema coherente, el bautismo de los niños sería todavía apropiado; sin embargo, estaría contraindicado en las sociedades pluralistas actuales, caracterizadas por la inestabilidad de valores y los conflictos ideológicos. En tal situación, dicen, sería mejor aplazar el bautismo hasta que la personalidad del candidato haya madurado lo suficiente.

24. Sin duda, la Iglesia no ignora que debe tener en cuenta la realidad social. Pero los criterios de homogeneidad y pluralismo son sólo indicativos y no pueden elevarse a principios normativos, porque son inadecuados para resolver una cuestión estrictamente religiosa, que por su naturaleza pertenece a la Iglesia y a la familia cristiana.

El criterio de “sociedad homogénea” permitiría afirmar la legitimidad del bautismo infantil si la sociedad es cristiana; pero llevaría también a negarlo cuando las familias cristianas fueran minoría, tanto en una sociedad predominantemente pagana como en un régimen de ateísmo militante; lo cual, evidentemente, es inaceptable.

Incluso el criterio de la “sociedad pluralista” no es más válido que el anterior, ya que en este tipo de sociedad la familia y la Iglesia pueden actuar libremente, y por lo tanto, proporcionar una formación cristiana.

Además, una reflexión histórica demuestra claramente cómo la aplicación de tales criterios “sociológicos” en los primeros siglos habría paralizado la expansión misionera de la Iglesia. Hay que añadir también que hoy en día, paradójicamente, apelamos con demasiada frecuencia al pluralismo para imponer a los fieles comportamientos que en realidad impiden el ejercicio de su libertad cristiana.

En una sociedad en la que la mentalidad, las costumbres y las leyes ya no se inspiran en el Evangelio, es, por lo tanto, de suma importancia que en las cuestiones que plantea el bautismo de los niños se tenga en cuenta sobre todo la naturaleza y la misión de la Iglesia. El Pueblo de Dios, aunque mezclado con la sociedad humana y formado por diferentes naciones y culturas, posee sin embargo una identidad propia, caracterizada por la unidad de la fe y los sacramentos. Animado por un mismo espíritu y una misma esperanza, es un todo orgánico, capaz de crear, en diferentes grupos humanos, las estructuras necesarias para su crecimiento. La pastoral sacramental de la Iglesia, en particular la del bautismo de los niños, debe encajar en este contexto y no depender de criterios atribuibles únicamente a las ciencias humanas.

Bautismo de niños y pastoral sacramental

25. Por último, hay otra crítica al bautismo de niños: deriva de un enfoque pastoral desprovisto de impulso misionero, más preocupado por administrar un sacramento que por suscitar la fe y promover el compromiso evangélico. Para preservarlo, la Iglesia cedería a la tentación de los números y del “sistema”; favorecería el mantenimiento de una “concepción mágica” de los sacramentos, mientras que su verdadera tarea sería dedicarse a la actividad misionera, ayudar a madurar la fe de los cristianos, promover su compromiso libre y consciente, admitiendo, en consecuencia, determinadas etapas en su pastoral sacramental.

26. Indudablemente, el apostolado de la Iglesia debe tender a suscitar una fe viva y a fomentar una existencia auténticamente cristiana, pero las exigencias de la pastoral sacramental de adultos no pueden aplicarse tal cual a los niños bautizados, como se ha dicho, “en la fe de la Iglesia”. Además, no se puede tratar a la ligera la necesidad del sacramento, que conserva todo su valor y urgencia, sobre todo cuando se trata de asegurar a un niño el bien infinito de la vida eterna.

En cuanto a la preocupación por los números, bien entendida, no es una tentación ni un mal para la Iglesia, sino un deber y un bien. De hecho, la Iglesia, definida por San Pablo como el “Cuerpo” de Cristo y su “plenitud” (33), es el sacramento visible de Cristo en el mundo; su misión es extender a todos los hombres el vínculo sacramental que lo une a su Señor glorificado. Por eso no puede menos que querer conferir a todos, tanto niños como adultos, el primer y fundamental sacramento del bautismo.

Así entendida, la práctica del bautismo infantil es auténticamente evangélica, ya que tiene valor de testimonio; de hecho, manifiesta la iniciativa de Dios hacia nosotros y la gratuidad de su amor que rodea toda nuestra vida: “No somos nosotros los que amamos a Dios, sino que fue él quien nos amó... Nosotros amamos, porque él nos amó primero” ( 34). Incluso en el caso de los adultos, las necesidades ligadas a la recepción del bautismo (35) no deben hacernos olvidar que Dios “nos salvó no por obras de justicia realizadas por nosotros, sino por su misericordia mediante un lavamiento de regeneración y renovación en el Espíritu Santo” (36).


Parte tres

ALGUNAS DIRECTIVAS PASTORALES

27. Aunque no sea posible aceptar ciertas propuestas de hoy, como el abandono definitivo del bautismo de niños y la libertad de elección, cualquiera que sea el motivo, entre el bautismo inmediato y el diferido, no se puede, sin embargo, negar la necesidad de un esfuerzo pastoral profundo, en ciertos aspectos renovado. Merece la pena indicar aquí sus principios y grandes líneas.

Principios de esta pastoral

28. Es muy importante recordar ante todo que el bautismo de los niños debe considerarse como una misión seria. Las cuestiones que plantea a los curadores de almas no pueden resolverse sin tener presente fielmente la Doctrina y la práctica constante de la Iglesia.

En concreto, la pastoral del bautismo de los niños debe inspirarse en dos grandes principios, de los cuales el segundo está subordinado al primero:

1) El bautismo, necesario para la salvación, es signo e instrumento del amor preveniente de Dios que libera del pecado y comunica la participación en la vida divina: en sí mismo, el don de estos bienes no debe diferirse a los niños.

2) Se deben tomar garantías para que este don se desarrolle a través de una verdadera educación en la fe y en la vida cristiana, para que el sacramento pueda alcanzar plenamente su “realidad” (37), normalmente son dadas por los padres o familiares cercanos, aunque pueden ser abastecido de diferentes maneras en la comunidad cristiana. Pero si estas garantías no son verdaderamente serias, uno puede verse inducido a posponer el sacramento, o incluso a rechazarlo, si ciertamente no existen.

El diálogo entre curadores de almas y familias creyentes

29. Partiendo de los dos principios anteriores, la situación real de cada caso se evaluará mediante una conversación pastoral entre el sacerdote y la familia. Para las conversaciones con padres cristianos practicantes regularmente, las reglas se establecen en la Introducción del Ritual, de la que bastará recordar aquí los dos puntos más significativos.

En primer lugar, se atribuye gran importancia a la presencia y participación activa de los padres en la celebración; ahora tienen prioridad sobre los padrinos y las madrinas, cuya presencia sigue siendo necesaria, ya que su contribución a la educación sigue siendo preciosa y, a veces, necesaria.

En segundo lugar, se debe dar gran importancia a la preparación al bautismo. Los padres deben preocuparse por ello, advertir a sus pastores de almas del esperado nacimiento, prepararse espiritualmente. Por su parte, los pastores visitarán a las familias, es más, intentarán reunir a varias de ellas y darles catequesis y otras sugerencias apropiadas, y también las invitarán a orar por los niños que están a punto de recibir (38).

Para fijar la fecha de la propia celebración se seguirán las indicaciones del Ritual: “Se debe tener en cuenta ante todo la salud del niño, para que no sea privado del beneficio del sacramento; luego las condiciones de salud de la madre, para que -en la medida de lo posible- pueda estar presente personalmente; finalmente, se deben tener en cuenta -sin perjuicio del bien preeminente del niño- las necesidades pastorales, es decir, el tiempo indispensable para preparar a los padres y organizar la celebración de tal manera que el significado y la naturaleza del rito sea claramente evidente”. El bautismo, por lo tanto, se realizará sin demora “si el niño está en peligro de muerte”, en caso contrario, normalmente “dentro de las primeras semanas después del nacimiento del niño” (39).

El diálogo de los curadores de almas con familias incrédulas o no cristianas

30. Puede suceder que padres poco creyentes y practicantes sólo ocasionalmente, o incluso no cristianos, que por razones dignas de consideración pidan el bautismo para su hijo, recurran a los párrocos.

En este caso intentaremos, con una conversación profunda y comprensiva, despertar su interés por el sacramento que piden y recordarles la responsabilidad que asumen.

La Iglesia, de hecho, no puede satisfacer los deseos de estos padres si no dan la garantía de que, una vez bautizado, el niño recibirá la educación católica requerida por el sacramento; debe tener la esperanza fundada de que el bautismo dará fruto (40).

Si las garantías ofrecidas -por ejemplo la elección de padrinos y madrinas que cuidarán seriamente del niño, o la ayuda de la comunidad de fieles- son suficientes, el sacerdote no puede negarse a administrar el bautismo sin demora, como en el caso de los hijos de familias cristianas. Pero si las garantías son insuficientes, será prudente aplazar el bautismo; sin embargo, los párrocos deben mantenerse en contacto con los padres, a fin de obtener de ellos, en la medida de lo posible, las condiciones requeridas de su parte para la celebración del sacramento. Si ni siquiera esta solución fuera posible, se podría proponer, como último intento, la inscripción del niño en vistas al catecumenado, durante la escolarización.

31. Estas normas, ya promulgadas y en vigor (41), requieren algunas aclaraciones. Ante todo, debe quedar claro que el rechazo del bautismo no es una forma de presión. Además, no debemos hablar de rechazo, ni mucho menos de discriminación, sino de un aplazamiento de carácter pedagógico, que tiende, según los casos, a hacer que la familia progrese en la fe o a tomar mayor conciencia de sus responsabilidades.

En cuanto a las garantías, hay que considerar que cualquier seguridad que ofrezca una esperanza fundada sobre la educación cristiana de los niños merece ser considerada suficiente.

Cualquier inscripción para un futuro catecumenado no debe ir acompañada de un rito específico, que podría considerarse el equivalente del sacramento mismo. Además, debe quedar claro que esta inscripción no es verdaderamente una entrada al catecumenado y que los niños así registrados no deben ser considerados catecúmenos con todas las prerrogativas propias de ese estado. Luego deben ser presentados a un catecumenado adecuado a su edad. A este respecto, hay que precisar que la existencia de un Ritual para los niños que han alcanzado la edad de catequesis, en el Ordo initiationis christianaeadultrum (42), no significa en absoluto que la Iglesia prefiera o considere normal el aplazamiento del bautismo hasta esa edad.

Por último, en aquellas regiones donde las familias no creyentes o no cristianas constituyen la mayoría de la población, hasta el punto de que las Conferencias Episcopales justifican la introducción de una pastoral integral que prevea un intervalo más largo que el establecido por la ley general antes de la celebración del bautismo (43), las familias cristianas que allí viven mantienen intacto su derecho a que sus hijos sean bautizados en primer lugar. En este caso, por lo tanto, se administrará el bautismo, como desea la Iglesia y como merecen la fe y la generosidad de esas familias.

El papel de las familias y de la comunidad parroquial

32. El compromiso pastoral realizado con motivo del bautismo de los niños debe incluirse en una actividad más amplia, extendida a las familias y a toda la comunidad cristiana.

En esta perspectiva es importante intensificar la acción pastoral de los novios, en los encuentros de preparación al matrimonio, y luego de los recién casados. Según las circunstancias, se hará un llamamiento a toda la comunidad eclesial, y en particular a los educadores, a los cónyuges cristianos, a los movimientos implicados en la pastoral familiar, a las congregaciones religiosas y a los institutos seculares. En su ministerio, los sacerdotes deben dedicar amplio espacio a este apostolado. Sobre todo, recuerdo a los padres su responsabilidad de inspirar y educar en la fe de sus hijos. De hecho, a ellos corresponde iniciar la iniciación cristiana del niño y enseñarle a amar a Cristo como a un amigo íntimo, y también formar su conciencia. Esta tarea será tanto más fructífera y fácil cuanto más se base en la gracia bautismal infundida en el alma del niño.

33. Como indica claramente el Ritual, la comunidad parroquial y en particular el grupo de cristianos que constituyen el entorno humano de la familia, deben desempeñar su papel en la pastoral del bautismo. En efecto, “el pueblo de Dios, es decir la Iglesia, que transmite y alimenta la fe recibida de los Apóstoles, considera su tarea fundamental para la preparación al bautismo y la formación cristiana” (44). Esta participación activa del pueblo cristiano, que ya se ha puesto en práctica en el caso de los adultos, se exige también en el bautismo de los niños, en el que “el pueblo de Dios, es decir, la Iglesia, presente en la comunidad local, tiene una tarea importante” (45) . Por otra parte, la propia comunidad obtendrá de la ceremonia del bautismo un gran beneficio espiritual y apostólico. Finalmente, la acción de la comunidad se prolongará, incluso después de la celebración litúrgica, en la contribución de los adultos a la educación de la fe de los jóvenes, tanto con el testimonio de su vida cristiana como con la participación en las diversas actividades catequéticas.


Conclusión

34. Al dirigirse a los Obispos, la Congregación para la Doctrina de la Fe confía plenamente en que ellos, en el ejercicio de la misión recibida del Señor, se preocuparán de recordar la Doctrina de la Iglesia sobre la necesidad del bautismo de niños, de promover una adecuada atención pastoral y de reconducir a la práctica tradicional a quienes, motivados quizá por comprensibles preocupaciones pastorales, se han alejado de ella. Se espera también que la enseñanza y las orientaciones de la presente Instrucción lleguen a todos los curadores de almas, a los padres cristianos y a la comunidad eclesial, para que todos tomen conciencia de su responsabilidad y contribuyan, mediante el bautismo de los niños y su educación cristiana, al crecimiento de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la audiencia concedida al infrascrito Prefecto, aprobó la presente Instrucción, decidió en la reunión ordinaria de esta Sagrada Congregación y ordenó su publicación.

Roma, desde la Sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 20 de octubre de 1980.

Cardenal Francesco Šeper
Prefecto

✠ Fr. Jérôme Hamer, OP
Arzobispo titular de Lorium
Secretario
Notas:

(1) Ordo baptismi parvulorum, editio typica, Romae, 15 de mayo de 1969.

(2) Orígenes, In Romanos, lib. V, 9: PG 14, 1047; cf. S. Agustín, De Genesi ad litteram, X, 23, 39: PL 34, 426; De Sintorum Meris et Remissione et de Baptismo Parvulorum, I, 26, 39: PL 44, 131. En realidad tres pasajes de los Hechos de los Apóstoles (16, 15; 16, 33; 18, 8) recuerdan el bautismo de “toda una casa”.

(3) Adv. Haereses, II, 22, 4: PG 7, 784; Harvey, I, 330. En muchos documentos epigráficos, ya en el siglo II, a los niños se les llama “Hijos de Dios”, título reservado a los bautizados, o leemos una mención explícita de su bautismo; cf. por ejemplo, Corpus inscriptionum graecarum, III, nn. 9727, 9817, 9801; E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, Berlín 1961, nn. 1523 (3), 4429 A.

(4) Ippolito Romano, La Tradition apostolique, ed. y trad. por B. Botte, Münster W., Aschendolrff, 1963 (LiturgiewissenschaftlicheQuellen und Forschungen 396), págs. 44-45.

(5) Epist. LXIV, Cyprianus et coeteri collegie, qui in concilio adfuerunt número LXVI. Fido fratri: PL 3, 1013-1019; Hartel, CSEL, 3, págs. 717-721. En la Iglesia africana esta práctica fue particularmente firme, a pesar de la oposición de Tertuliano, quien aconsejó aplazar el bautismo de los niños, debido a su tierna edad y por temor a posibles deserciones juveniles. Cf. De baptismo, XVIII, 3-XIX, 1: PL 1, 1220-1222; De anima, 39-41: PL 2, 719 y sigs.

(6) Cf. S. Basil, Homilia XIII exhortatoria ad sanctum baptisma: PG 31, 424-436; S. Gregorio de Nisa, Adversus eos qui différent baptismum oratio: PG 46, 424; S. Agustín, en el tramo de Ioannem. XIII, 7: PL 35, 1496; CCL 36, pág. 134.

(7) Cf. S. Ambrogio, De Abraham II, 11, 81-84: PL 14, 495-497; CSEL 32, 1, págs. 632-635; San Juan Crisóstomo, Catechesis, III, 5-6, ed. A. Wenger, SC 50, págs. 153-154; S. Jerónimo, Epist. 107, 6: PL 32, 873; y. J. Labourt (Col. Budé), t. 5, págs. 151-152. Sin embargo, Gregorio de Nisa, aunque presionaba a las madres para que bautizaran a sus hijos a una edad temprana, se contentaba con fijar esta edad en tres años. Cf. Oratio XL in sanctum baptisma, 17 y 28: PG 36, 380 D y 399 AB.

(8) Orígenes, In Leviticum hom. VIII, 3: PG 12, 496; In Lucam hom. XIV, 5: PG 13, 1835; S. Cipriano, Epist. 64, 5: PL 3, 1018 B; Hartel, CSEL, pág. 720; San Agustín, De Peccatorum Meris et Remissione et de Baptismo Parvulorum, lib. I, XVII-XIX, 22-24; PL 44, 121-133; De Gratia Christi et de sin originali, lib. I, XXXII, 35, ibid., 377, De praedestinatione Sanctorum, XIII, 25, ibid., 978, Opus imperfectum contra Iulianum, lib. V, 9: PL 45, 1439.

(9) Epist. “Directa ad decerem” ad Himerium episc. Tarracón., 10 feb. 385, c. 2, en DS (= Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder 1965), n. 184.

(10) Epist. “Inter ceteras Ecclesiae Romanae” ad Sylvanum et ceteros synodi Milevitanae Patres, 27 de enero. 417, c. 5: DS n. 219.

(11) Can. 2, Mansi, III, 811-814 y IV, 327 AB; DS n. 223.

(12) Concilio de Vienne, Mansi, XXV, 411 CD; DS núm. 903-904.

(13) Concilio de Florencia, sesión XI, C.OE.D., p. 576, 32-577; DS n. 1349.

(14) Sesión V, can. 4, COED, pág. 666, 32-667, 2; DS n. 1514; cf. Concilio de Cartago 418, supra, nota 11.

(15) Sesión VI, cap. IV, COED, pág. 672, 18; DS n. 1524.

(16) Sesión VII, can. 13, COED, pág. 686, 15-19; DS n. 1626.

(17) Solemnis Professio Fidei, n. 18, AAS LX (1968), pág. 440.

(18) Juan 3, 5.

(19) Mt 28, 19; cf. Mc 16, 15-16.

(20) Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 2, pág. 15.

(21) Cf. supra, nota 8 para los textos patrísticos, y notas 9-13 para los Concilios; podemos añadir la Profesión de fe del Patriarca Dositeo de Jerusalén en 1672, Mansi, t. XXXIV, 1746.

(22) “Bautizar a los niños” -escribe San Agustín- “no es otra cosa que incorporarlos a la Iglesia, es decir, agregarlos al Cuerpo de Cristo y a sus miembros” (De Peccatorum Meris et Remissione et de Baptismo Parvulorum, lib. III , IV, 7 : PL 44, 189; cf. libro I, XXVI, 39: ibíd., 131).

(23) Ordo exequiarum, ed. typica, Romae, 15 de agosto de 1969, núms. 82, 231-237.

(24) Epist. 98, 5: PL 33, 362; cf. Sermo 176, II, 2: PL 38, 950.

(25) Summa Theologica, IIIa, qu. 69, a. 6, anuncio 3; cf. q. 68, a. 9, anuncio 3.

(26) Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 2; cf. n. 56.

(27) Existe, en efecto, una larga tradición, a la que se refirieron Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica, IIa IIae, q. 10, a. 12, in c.) y el Papa Benedicto XIV (Instrucción Postremo mense del 28 de febrero 1747, nn. 4-5; DS nn. 2552-2553), no bautizar a un niño procedente de familia infiel o judía, salvo en caso de peligro de muerte (CIC, can. 750, § 2), contra la voluntad de su familia, es decir, si la propia familia no lo solicita y no ofrece las garantías.

(28) Cf. Mt 28, 19; Mc 16, 16; Hechos 2, 37-41; 8, 35-38; Romanos 3, 22-26; Gálatas 3, 26.

(29) Concilio de Trento, sesión VII, Decr. de sacramentis, can. 6, COED, pág. 684, 33-37; DS n. 1606.

(30) Cf. 2 Cor 3, 15-16.

(31) Juan 8, 36; Romanos 6, 17-22; 8, 21; Gál 4, 31; 5, 1 y 13; 1 Pedro 2, 16, etc.

(32) Este deber y derecho, especificado por el Concilio Vaticano II en la Declaración Dignitatis Humanae, n. 5, está reconocido internacionalmente por la Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 26, núm. 3.

(33) Ef 1, 23.

(34) 1 Jn 4, 10. 19.

(35) Cf. Concilio de Trento, sesión VI, De iustificatione, cap. 5-6 y lata. 4 y 9: DS núms. 1525-1526, 1554 y 1559.

(36) Tit. 3, 5.

(37) Cf. Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 3, pág. 15.

(38) Cf. ibidem, n. 8, § 2, pág. 17; n. 5, §§ 1 y 5, p. 16.

(39) Ibid., n. 8, § 1, pág. 17.

(40) Cf. ibidem, n. 3, pág. 15.

(41) Estas directrices, establecidas por primera vez por una Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en respuesta a la petición de SE Monseñor Barthélemy Hanrion, Obispo de Dapango (Togo), fueron publicadas simultáneamente con la petición del Obispo en Notitiae, n. 61 (7-1971), págs. 64-70.

(42) Cf. Ordo initiationis christianaeadultorum, ed. typica, Romae, 6 de enero de 1972, cap. 5, págs. 125-149.

(43) Cf. Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 8, artículos 3 y 4, p. 17.

(44) Ibidem. De initiatione christiana, Praenotanda generalia, n. 7, pág. 9.

(45) Ibidem. Praenotanda, n. 4, pág. 15.



martes, 15 de mayo de 2001

TESTEM BENEVOLENTIAE (22 DE ENERO DEL AÑO 1899)


Carta Apostólica

de S.S. León XIII

TESTEM BENEVOLENTIAE

al Emmo. Cardenal James Gibbons,

sobre el “americanismo”

A nuestro querido hijo,
James Cardenal Gibbons,
Cardenal Presbítero del Título de Santa María del Trastevere,
Arzobispo de Baltimore:

Querido hijo Nuestro, Salud y Bendición Apostólica.

Os enviamos por medio de esta Carta el renovado testimonio de esa buena voluntad que nunca os hemos dejado de manifestar a lo largo de nuestro pontificado a vos, a vuestros colegas en el Episcopado y a todo el pueblo americano, valiéndonos gustosamente de toda oportunidad que nos ha sido ofrecida tanto por el feliz progreso de vuestra Iglesia como por cuanto habéis hecho recta y provechosamente para salvaguardar y promover los intereses católicos. Por otra parte, hemos considerado y admirado frecuentemente el noble carácter de vuestra nación, el cual permite al pueblo americano ser sensible a toda buena obra que promueve el bien de la humanidad toda y el esplendor de la civilización.

Sin embargo, esta carta no pretende repetir las palabras de alabanza tantas veces pronunciadas, sino más bien llamar la atención sobre algunas cosas que han de ser evitadas y corregidas, y puesto que ha sido concebida en el mismo espíritu de caridad apostólica que ha inspirado nuestras anteriores cartas, podemos esperar que la toméis como otra muestra de nuestro amor; esto más aun porque busca acabar con ciertas disputas que han surgido recientemente entre vosotros y que perturban el ánimo de muchos, si no de todos, con no poco detrimento de su paz.

Os es conocido, querido hijo Nuestro, que el libro sobre la vida de Isaac Thomas Hecker, debido principalmente a los esfuerzos de quienes emprendieron su publicación y traducción a una lengua extranjera, ha suscitado serias controversias por ciertas opiniones que presenta sobre el modo de vivir cristianamente. Nos, por consiguiente, a causa de nuestro Supremo Oficio Apostólico, teniendo que guardar la integridad de la Fe y la seguridad de los fieles, estamos deseosos de escribiros con mayor extensión sobre todo este asunto.

El fundamento sobre el que se basan estas nuevas ideas es que, con el fin de atraer más fácilmente a la sabiduría católica a aquellos que disienten de ella, la Iglesia debe acercarse un poco más a la humanidad de este siglo ya maduro, aflojar su antigua severidad y hacer algunas concesiones a los gustos y opiniones recientemente introducidas entre los pueblos. Muchos piensan que estas concesiones deben ser hechas no sólo en asuntos de disciplina, sino también en las Doctrinas que conforman el “Depósito de la Fe”. Ellos sostienen que sería oportuno, para ganar las voluntades de aquellos que disienten de nosotros, omitir ciertos puntos de la Ddoctrina como si fueran de menor importancia, o moderarlos de tal manera que no conservarían el mismo sentido que la Iglesia constantemente les ha dado.

No se necesitan muchas palabras, querido hijo Nuestro, para entender con cuán reprobable designio ha sido pensado esto, si tan sólo se recuerda la naturaleza y el origen de la Doctrina que la Iglesia transmite. El Concilio Vaticano dice al respecto: 
“La Doctrina de la Fe que Dios ha revelado no es propuesta como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un divino depósito confiado a la Esposa de Cristo para ser fielmente custodiado e infaliblemente declarado. De ahí que también hay que mantener perpetuamente el sentido de los Sagrados Dogmas que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonarlo bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo” (Constitución Dei Filius sobre la Fe Católica, cap. IV).
No puede en absoluto considerarse como carente de culpa el silencio con el que ciertos principios de la Doctrina Católica son intencionalmente omitidos y oscurecidos con un cierto olvido.

Pues uno y el mismo es el Autor y Maestro de todas estas verdades que son abrazadas por la disciplina cristiana: “el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Estas verdades son adecuadas para todos los tiempos y todas las naciones, como se ve claramente por las palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las naciones; enseñándoles a observar todo lo que os he mandado, y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,19). Sobre este punto dice el Concilio Vaticano: “Deben ser creídas con Fe Divina y Católica todas aquellas cosas que están contenidas en la Palabra de Dios, escrita o transmitida, y que son propuestas por la Iglesia para ser creídas como materia divinamente revelada, sea por juicio solemne, sea por su Magisterio Ordinario y Universal” (Constitución Dei Filius sobre la Fe Católica, cap. III). Así pues, no ocurra que alguien omita o suprima, por motivo alguno, alguna Doctrina divinamente transmitida; en efecto, quien lo hiciese estaría queriendo más separar a los católicos de la Iglesia que atraer a ella a los que disienten. Vuelvan, pues no hay nada más querido por Nos, que vuelvan todos los que andan extraviados lejos del rebaño de Cristo, pero no ciertamente por un camino distinto al que el mismo Cristo nos mostró.

La disciplina de vida afirmada para los católicos no es de tal naturaleza que no pueda acomodarse a la diversidad de tiempos y lugares.

La Iglesia tiene ciertamente un espíritu clemente y misericordioso que le ha sido dado por su Autor; razón por la cual, desde su inicio ha cumplido gustosamente aquello que dijo San Pablo de sí mismo: “Me he hecho todo con todos para salvarlos a todos” (1Cor 9,22).

La historia de todos los tiempos pasados es testigo de que esta Sede Apostólica, a la cual ha sido confiada no sólo el Magisterio, sino también el régimen supremo de toda la Iglesia, se ha mantenido siempre “en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo significado” (Constitución Dei Filius sobre la Fe Católica, cap. IV); y no obstante, en cuanto al modo de vivir, de tal manera ha solido disponer su disciplina que, manteniendo incólume el derecho divino, nunca ha desatendido las costumbres e idiosincrasia de los diversos pueblos que ella abraza. ¿Quién puede dudar de que actuará de nuevo con este mismo espíritu si así lo requiere la salvación de las almas?

Pero este asunto no corresponde al arbitrio de personas particulares, que a menudo se engañan con la apariencia de bien, sino que debe dejarse al juicio de la Iglesia. En esto debe estar de acuerdo todo el que desee escapar a la censura de nuestro predecesor, Pío VI, quien declaró como “injuriosa para la Iglesia y el Espíritu de Dios que la guía” la doctrina contenida en la proposición LXXVIII del Sínodo de Pistoia: “que la disciplina establecida y aprobada por la Iglesia debe ser sometida a examen, como si la Iglesia pudiese formular una disciplina inútil o más pesada que lo que la libertad cristiana pueda soportar”.

Pero, querido hijo Nuestro, en el asunto del que estamos hablando, es más peligroso y más pernicioso para la Doctrina y la Disciplina Católicas aquel proyecto por el que los seguidores de la novedad sostienen que se debe introducir una suerte tal de libertad en la Iglesia que, disminuyendo de alguna manera su supervisión y cuidado, se permita a cada uno de los fieles ser más indulgente con sus propias ideas y con su propia actividad. Por lo demás, aquellos afirman que esto es requerido por el ejemplo dado con la libertad, recientemente introducida, que es ahora el derecho y fundamento de la comunidad civil.

Hemos hablado largamente de este punto en la Carta Apostólica sobre la Constitución de los Estados dada por Nos a los Obispos de toda la Iglesia, donde también hemos mostrado la diferencia que existe entre la Iglesia, que es de Derecho Divino, y todas las demás asociaciones, que dependen de la libre voluntad de los hombres.

Así pues, conviene observar más detenidamente cierta opinión que es presentada como argumento para proponer tal libertad a los católicos. Se alega que después del solemne juicio dado en el Concilio Vaticano acerca del magisterio infalible del Romano Pontífice, ya no hay por qué preocuparse más de este asunto, y por consiguiente, desde que esto se encuentra ya a salvo, se puede abrir ahora un campo más amplio para la especulación y para la acción de cada uno.

Pero evidentemente tal manera de argumentar es contraria a la sensatez, ya que, si hemos de llegar a alguna conclusión a partir del Magisterio Infalible de la Iglesia, ésta sería más bien la de que nadie debería desear apartarse de éste, y más aun, que guiándose y dirigiéndose todos enteramente por el mismo Magisterio, se conservarían más fácilmente inmunes de todo error propio. Y además, aquellos que arguyen esto, se alejan completamente de la providente sabiduría del Altísimo, que ha querido confirmar con un juicio más solemne la Autoridad y el Magisterio de su Sede Apostólica, y por ello mismo ha querido sobre todo que ésta alejase más eficazmente de los hijos de la Iglesia los peligros de los tiempos presentes. La licencia que a menudo es confundida con la libertad; una tal pasión por hablar y contradecir; en fin, la facultad de opinar lo que se quiera y de expresarlo por escrito, todo esto tiene a las mentes tan envueltas en las tinieblas que es ahora mayor que antes la utilidad y la necesidad del Magisterio de la Iglesia, para que las personas no sean apartadas de la conciencia y del deber.

Dista ciertamente de Nos el rechazar todo lo que el ingenio de estos tiempos ha producido. Por el contrario, ciertamente acogemos gustosos cuanto es pertinente a la búsqueda de la verdad o al compromiso por el bien, para aumento del patrimonio de la Doctrina y realización de los fines de la prosperidad pública. Pero todo esto, para que no carezca de una verdadera utilidad, no debe jamás existir ni desarrollarse al margen de la Sabiduría y la Autoridad de la Iglesia.

Corresponde ahora que nos refiramos a las conclusiones que han sido deducidas de las opiniones arriba mencionadas, en las cuales, si, como creemos, no ha sido mala la intención, sin embargo ciertamente lo que afirman no deja de suscitar desconfianza.

En primer lugar, todo Magisterio externo es rechazado por éstos, que quieren alcanzar la perfección cristiana, por considerarlo superfluo e incluso menos útil; dicen que el Espíritu Santo infunde ahora en las almas de los fieles unos carismas mayores y más abundantes que en los tiempos pasados, guiándolos e instruyéndolos, sin mediación alguna, por un cierto impulso misterioso.

Ciertamente no es poco temerario querer determinar el modo en que Dios se ha de comunicar con los hombres; pues esto depende únicamente de su voluntad y Él mismo es el más libre dispensador de sus dones. “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8). “Y a cada uno de nosotros ha sido dada la gracia según la medida de los dones de Cristo” (Ef 4,7).

¿Y quién que recuerde la historia de los Apóstoles, la fe de la Iglesia naciente, los combates y muertes de tan animosos mártires, en fin, aquellos tiempos antiguos tan fructíferos y llenos de hombres santos, osará compararlos con el nuestro y afirmar que en ellos fue menor la efusión del Espíritu Santo? Pero, más allá de esto, no hay nadie que ponga en cuestión la verdad de que el Espíritu Santo actúa mediante un secreto descenso en las almas de los justos y los mueve con consejos e impulsos, pues si así no fuera, todo Magisterio y cuidado externo sería inútil. “Si alguno afirma que... puede dar su asentimiento a la predicación evangélica de salvación sin la iluminación del Espíritu Santo, que a todos mueve dulcemente para consentir y creer en la verdad, está engañado por un espíritu de herejía” (Segundo Concilio de Orange, can. 7). Más aun, como sabemos también por experiencia, estos consejos e impulsos del Espíritu Santo son las más de las veces experimentados a través de la mediación de cierta ayuda y preparación del Magisterio externo. Dice sobre esto San Agustín: “Él (el Espíritu Santo) coopera a que los buenos árboles den fruto, ya que externamente los riega y los cultiva mediante algún siervo, y por Sí mismo les confiere el crecimiento interno” (De Gratia Christi, cap. XIX). Es decir, corresponde a la ley ordinaria de la providencia amorosa de Dios que, así como ha decretado que los hombres se salven en su mayoría por el ministerio de los hombres, así también ha establecido que aquellos a quienes llama a un mayor grado de santidad sean guiados a éste por los hombres; de tal modo que, como dice el Crisóstomo, “seamos educados por Dios mediante los hombres” (Homilía I, in Inscr. Altar). Un claro ejemplo de esto nos es dado en el inicio mismo de la Iglesia. Pues aunque Saulo, “respirando amenazas y muertes” (Hch 9,1), escuchó la voz del mismo Cristo y le preguntó: “Señor, ¿qué quieres que haga?”, fue enviado a Damasco a buscar a Ananías: “Entra en la ciudad y allí se te dirá lo que debes hacer” (Hch 9,6).

Ocurre además que quienes buscan una mayor perfección, por el hecho mismo de recorrer un camino pocas veces transitado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan más que los demás de un maestro y guía.

Por otro lado, esta guía ha sido siempre obtenida en la Iglesia, y esta Doctrina la han profesado unánimemente cuantos en el curso de los siglos han florecido con su sabiduría y santidad. Así pues, quienes la rechazan lo hacen ciertamente con temeridad y peligro.

Pero quien considere cuidadosamente este asunto, eliminada ya toda guía externa, difícilmente encontrará a qué pueda referirse en la opinión de los innovadores esta más abundante efusión del Espíritu Santo, que tanto ensalzan.

Ciertamente el auxilio del Espíritu Santo es absolutamente necesario, sobre todo para el cultivo de las virtudes; sin embargo, aquellos aficionados a la novedad ensalzan más de lo correcto las virtudes naturales, como si éstas respondiesen mejor a las necesidades y costumbres del tiempo actual, y como si conviniese al hombre estar adornado con ellas para estar mejor fortalecido y preparado para la acción.

Ciertamente es difícil entender cómo personas en posesión de la sabiduría cristiana puedan preferir las virtudes naturales a las sobrenaturales y atribuirle a aquéllas una mayor eficacia y fecundidad. ¿Puede ser que la naturaleza ayudada por la gracia sea más débil que cuando se abandona a sus propias fuerzas? ¿Acaso han probado ser débiles e ineptos en el orden de la naturaleza aquellos hombres santísimos, a quienes la Iglesia distingue y rinde culto por haber sobresalido en las virtudes cristianas? Y aunque sea lícito maravillarse algunas veces ante ilustres actos de las virtudes naturales, ¿cuántos entre los hombres sobresalen realmente por la práctica de éstas? ¿Hay alguien cuya alma no haya sido probada, y en grado intenso? Para superar constantemente estas pruebas, así como para guardar toda la ley en el mismo orden de la naturaleza, necesita el hombre ser ayudado por el auxilio divino. Aquellos actos naturales a los que arriba hemos aludido, si son mirados con mayor atención, mostrarán ser más una apariencia que verdaderas virtudes. Incluso concediendo que lo sean, si alguno no quiere “correr en vano”, olvidándose de la eterna bienaventuranza a la que Dios en su bondad nos destina, ¿de qué nos aprovechan las virtudes naturales si no son secundadas por el don y la fuerza de la gracia divina? Así pues, dice bien San Agustín: “Maravillosas son las fuerzas y veloz el rumbo, pero fuera del verdadero camino” (In Ps. XXXI, 4). Pues así como la naturaleza del hombre, debido a la caída primera, se encontraba en el vicio y la deshonra, pero por el auxilio de la gracia es elevada, renovada y fortalecida con una nueva grandeza, así también las virtudes, que son ejercidas no con las solas fuerzas de la naturaleza, sino con la ayuda de esta misma gracia, se hacen fecundas para la bienaventuranza eterna y adquieren un carácter más sólido y firme.

A esta opinión acerca de las virtudes naturales está muy unida aquella otra, según la cual el conjunto de las virtudes cristianas se divide como en dos tipos: pasivas, como las llaman, y activas; y añaden que las primeras eran más convenientes en los tiempos pasados, mientras que estas últimas son más acordes con el presente. Surge la pregunta sobre qué debe entenderse de esta división de las virtudes; pues no existe ni puede existir una virtud verdaderamente pasiva. “Con el nombre de virtud, dice Santo Tomás, se designa cierta perfección de una potencia; y el fin de la potencia es el acto; y el acto de la virtud no es otra cosa que el buen uso del libre albedrío” (S.T. I-II, q.55, a.1), ciertamente con la ayuda de la gracia de Dios, si se trata del acto de una virtud sobrenatural.

Sólo creerá que ciertas virtudes cristianas están adaptadas a ciertos tiempos y otras a otros quien no recuerde las palabras del Apóstol: “A quienes de antemano conoció, a éstos los predestinó para hacerse conformes a la imagen de su Hijo” (Rom 8,29). Cristo es el maestro y paradigma de toda santidad y a su medida deben conformarse todos los que aspiran a ser colocados en las sedes de los bienaventurados. Ahora, Cristo no conoce cambio alguno con el pasar de los siglos, sino que Él es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Así pues, se dirigen a los hombres de todas las edades aquellas palabras: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29); para toda época se ha manifestado Él como “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8); y vale para toda época la sentencia del Apóstol: “Aquellos que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias” (Gál 5,24).

¡Ojalá que hoy en día muchos cultivasen abundantemente esas virtudes, como lo hicieron hombres santísimos en los tiempos pasados! Pues estos, con humildad, obediencia y abstinencia fueron poderosos “en palabra y en obra”, con máximo provecho no sólo para la Religión sino también para la sociedad civil y el bienestar público.

Dado este menosprecio de las virtudes evangélicas, falazmente calificadas como pasivas, era fácil que lentamente se apoderase de las mentes un desprecio por la vida religiosa. Y que esto sea común a los autores de estas nuevas opiniones lo inferimos de algunas afirmaciones suyas sobre los votos que profesan las Órdenes Religiosas. Pues dicen ellos que estos votos se alejan mucho del espíritu de nuestro tiempo, ya que coartan los límites de la libertad humana; que son más propios de mentes débiles que de mentes fuertes; y que lejos de ayudar a la perfección cristiana y al bien de la sociedad humana, son más bien obstáculo y perjuicio para una y otra.

Pero cuán falsas son estas afirmaciones es algo evidente si se tiene en cuenta la práctica y la Doctrina de la Iglesia, que siempre ha aprobado en gran manera el modo de vida religioso. Y ciertamente no sin razón, pues quienes, llamados por Dios, han abrazado libremente este estado de vida, no contentos con la observancia de los preceptos comunes y yendo hasta los consejos evangélicos, se han mostrado como aprestados y valientes soldados de Cristo. ¿Acaso juzgaremos esto como propio de mentes débiles? ¿O tal vez como inútil o perjudicial para un estado más perfecto de vida? Quienes así se atan con la profesión de los votos religiosos, lejos de haber sufrido una disminución en su libertad, disfrutan de aquella libertad más plena y más libre “con la que Cristo nos ha liberado” (Gál 5,1).

Este otro parecer suyo, a saber, que la vida religiosa es o enteramente inútil o de poca ayuda a la Iglesia, además de ser injurioso para las Órdenes Religiosas, no puede ser ciertamente la opinión de alguien que haya revisado los anales de la Iglesia. ¿Acaso vuestro país, los Estados Unidos, no debe tanto los comienzos de su fe como de su cultura a los hijos de estas familias religiosas? Precisamente hace poco habéis decretado, cosa muy digna de alabanza, que a uno de ellos le sea erigida públicamente una estatua.

Ahora bien, en este mismo tiempo, ¡cuán activa y fructuosa es la obra que realizan las asociaciones religiosas católicas dondequiera que se encuentran! ¡Cuántos se dirigen a nuevas fronteras para imbuirlas del Evangelio y ampliar los límites de la civilización; y esto con sumo esfuerzo y en medio de grandes peligros! Entre ellos, no menos que en el resto del clero, el pueblo cristiano encuentra predicadores de la Palabra de Dios, directores de las conciencias, maestros de la juventud, y la Iglesia toda, ejemplos de santidad.

Ninguna diferencia de dignidad debe hacerse entre quienes siguen un estado de vida activa y quienes, encantados por la vida retirada, dan sus vidas a la oración y mortificación corporal. Y ciertamente cuán buen reconocimiento han merecido ellos, y merecen, es conocido con seguridad por quienes no olvidan que “la plegaria asidua del justo” (Stgo 5,16) sirve para traer las bendiciones del cielo, sobre todo cuando a tales plegarias se añade la mortificación corporal.

Pero si hay quienes prefieren congregarse sin la obligación de los votos, que lo hagan; esto no es algo nuevo en la Iglesia ni mucho menos algo censurable. Tengan cuidado, sin embargo, de no ensalzar tal estado por encima de las Órdenes Religiosas. Por el contrario, ya que en los tiempos presentes la humanidad es más proclive que antes a entregarse a los placeres, han de ser mucho más estimados quienes “habiendo dejado todo han seguido a Cristo”.

Finalmente, para no alargarnos más, se afirma que el camino y método que hasta ahora se ha seguido entre los católicos para atraer de nuevo a los que se han apartado de la Iglesia debe ser dejado de lado, y otro debe ser elegido.

Sobre este asunto, bastará evidenciar, querido hijo Nuestro, que no es prudente despreciar aquello que la antigüedad en su larga experiencia ha aprobado y que es enseñado además por autoridad apostólica. Las Escrituras nos enseñan (Eclo 17,4) que es deber de todos trabajar por la salvación de nuestro prójimo según las posibilidades y posición de cada uno. Los fieles realizan muy provechosamente este deber que les ha sido asignado por Dios mediante la integridad de su conducta, sus obras de caridad cristiana, y su insistente y continua oración a Dios. Por otro lado, quienes pertenecen al clero deben realizar esto con una instruida predicación del Evangelio, con la reverencia y esplendor en las ceremonias, y especialmente dando a conocer con sus propias vidas la belleza de la doctrina que inculcó el Apóstol a Tito y a Timoteo.

Pero si de entre las diversas maneras de predicar la Palabra de Dios, alguna vez parezca que deba preferirse la de dirigirse a los no católicos, no en los templos sino en algún lugar adecuado, sin buscar las controversias sino conversando amigablemente, esto ciertamente no merece reprensión alguna; pero, sean destinados a esto por la autoridad de los obispos aquellos cuya ciencia y virtud probadas les sean de antemano conocidas.

Creemos que hay muchos entre vosotros que están separados de la verdad católica más por ignorancia que por mala voluntad; a estos los conducirá quizás más fácilmente al único rebaño de Cristo quien les presente la verdad como un amigo y con una predicación familiar.

Así pues, por todo lo que acabamos de decir, es evidente, querido hijo Nuestro, que no podemos aprobar aquellas opiniones que en conjunto son llamadas por algunos con el nombre de “americanismo”.

Sin embargo, si por este nombre se quiere significar el conjunto de dones espirituales que adornan a los pueblos de América, así como otros a otras naciones, o si, además, por este nombre se designa vuestra condición política y las leyes y costumbres por las cuales sois gobernados, no hay ninguna razón para que lo rechacemos. Pero si por este nombre no sólo se quiere aludir a las doctrinas arriba mencionadas, sino que se las exalta, ¿qué duda habrá de que nuestros venerables hermanos, los obispos de América, serán los primeros en repudiarlo y condenarlo como algo sumamente injurioso para ellos mismos y para todo su país? Pues suscita la sospecha de que hay entre vosotros quienes se forjan y desean en América una Iglesia distinta de la que existe en todas las demás regiones.

Pero la Iglesia es una, tanto por su unidad de Doctrina como por su unidad de régimen, y ésta es la Iglesia Católica: y, puesto que Dios estableció su centro y fundamento en la Cátedra de San Pedro, con razón es llamada Romana, porque “donde está Pedro allí está la Iglesia” (Ambrosio, In Ps.11,57). Por eso, si alguien desea recibir el nombre de católico, debe ser capaz de decir de corazón las mismas palabras que Jerónimo dirigió al Papa Dámaso: “Yo, no siguiendo a nadie antes que a Cristo, estoy unido en comunión con Su Santidad, esto es, con la Cátedra de Pedro; sé que la Iglesia ha sido edificada sobre esa piedra y que quien no recoge contigo, desparrama”.

Estas instrucciones que os damos, querido hijo Nuestro, en cumplimiento de nuestro deber, en una carta especial, tomaremos el cuidado de que sean comunicadas también al resto de obispos de los Estados Unidos, testimoniando una vez más el amor con el que abrazamos a todo vuestro país, un país que así como en tiempos pasados ha hecho tanto por la causa de la religión, con la feliz ayuda de Dios hará aún mayores cosas en adelante.

Para vos y para todos los fieles de América impartimos con gran amor, como promesa de la asistencia divina, nuestra bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de enero del año 1899, vigésimo primero de nuestro pontificado.


LEÓN PP. XIII