lunes, 14 de mayo de 2001

DUM DIVERSAS (18 DE JUNIO DE 1452)

BULA

DUM DIVERSAS

Obispo Nicolás,

Siervo de los Siervos de Dios. Por la memoria perpetua de este acto:

Al amadísimo hijo en Cristo Alfonso, ilustre Rey de Portugal y de los Algarbes, Saludo y Bendición Apostólica

Mientras repasamos en nuestra mente las diversas preocupaciones del oficio de servicio apostólico que nos ha confiado (aunque no lo merezcamos) la Providencia celestial, preocupaciones que cada día nos presionan con urgencia, nos mueve también un persistente estímulo: Llevamos principalmente en el corazón la conocida ansiedad de que la ira de los enemigos del nombre de Cristo, siempre agresiva en el desprecio de la fe ortodoxa, pueda ser reprimida por los fieles de Cristo y sometida a la Religión cristiana. También a este fin, cuando la ocasión lo exige, dedicamos laboriosamente nuestro libre deseo, y nos acordamos de seguir con paternal afecto a todos los fieles de Cristo, especialmente a los amadísimos hijos en Cristo, Reyes ilustres, profesando la fe de Cristo, quien, para gloria del Rey Eterno, defiende con entusiasmo la fe misma y lucha con brazo poderoso contra sus enemigos. También miramos atentamente trabajar en la defensa y crecimiento de dicha Religión y todo lo perteneciente a esta obra de curación, debe proceder de nuestra provisión inmerecida, invitamos, con deberes y gracia espirituales, a los fieles de Cristo y también a las personas individuales a despertar sus deberes en ayuda de la fe.

1. Como en efecto entendemos de vuestro piadoso y cristiano deseo, pretendéis subyugar a los enemigos de Cristo, es decir, a los sarracenos, y traerlos de vuelta, con brazo poderoso, a la Fe de Cristo, si la autoridad de la Sede Apostólica os apoyara en esto. Por lo tanto, consideramos que aquellos que se levantan contra la Fe Católica y luchan por extinguir la Religión Cristiana deben ser resistidos por los fieles de Cristo con valor y firmeza, para que los mismos fieles, inflamados por el ardor de la Fe y armados de valor para poder odiar su intención, no sólo para ir en contra de la intención, si impiden los intentos injustos de fuerza, sino que con la ayuda de Dios cuyos soldados son, detienen los intentos de los infieles, nosotros, fortificados con el Amor Divino, convocados por la caridad de los cristianos y obligados por el deber de nuestro oficio pastoral, que concierne a la integridad y propagación de la Fe por la que Cristo nuestro Dios derramó su sangre, deseando alentar el vigor de los fieles y a Vuestra Majestad Real en la más sagrada intención de este tipo, os concedemos pleno y libre poder, a través de la autoridad Apostólica por este edicto, para invadir, conquistar, combatir, subyugar a los sarracenos y paganos, y otros infieles y otros enemigos de Cristo, y dondequiera que estén establecidos sus Reinos, Ducados, Palacios Reales, Principados y otros dominios, tierras, lugares, haciendas, campamentos y cualesquiera otras posesiones, bienes móviles e inmóviles que se hallen en todos estos lugares y sean tenidos bajo cualquier nombre, y tenidos y poseídos por los mismos sarracenos, paganos, infieles y enemigos de Cristo, también reinos, ducados, palacios reales, principados y otros dominios, tierras, lugares, haciendas, campamentos, posesiones del rey o príncipe o de los reyes o príncipes, y conducir a sus personas en servidumbre perpetua, y aplicar y apropiar reinos, ducados, palacios reales, principados y otros dominios, posesiones y bienes de esta clase a vosotros y a vuestro uso y a vuestros sucesores los Reyes de Portugal.

Pedimos, requerimos y alentamos atentamente a vuestra misma Real Majestad, ceñida por la espada de la virtud y fortificada de fuerte coraje, para el aumento del divino nombre y para la exaltación de la fe y para la salvación de vuestra alma, teniendo a Dios delante de vuestra ojos, que acrecentéis en esta empresa la potencia de vuestra virtud, para que la Fe Católica, por medio de vuestra Real Majestad, contra los enemigos de Cristo, os devuelva el triunfo y os ganéis más plenamente la corona de la gloria eterna, para la cual debéis luchar en las tierras, y que Dios prometió a los que le aman, y nuestra bendición de la Sede y la gracia.

2. Pues nosotros, por la dignidad de vuestro sacrificio, os concedemos que emprendáis esta obra con más valor y celo ferviente, junto con hijos escogidos, nobles, duques, príncipes, barones, soldados y otros fieles de Cristo, que acompañen a Vuestra Real Serenidad en esta lucha de Fe, o contribuyan con sus medios, y que emprendan o contribuyan desde su posesión, o envíen, como antes se ha dicho, lo que Vos y ellos esperáis poder conseguir, la salvación de vuestras almas, y esperáis, por la misericordia de Dios omnipotente, y de sus Apóstoles, los bienaventurados Pedro y Pablo, confiados con autoridad, a Vos y en verdad, a todos los fieles individuales de Cristo de uno y otro sexo que acompañen a Vuestra Majestad en esta obra de Fe. En efecto, a los que no quisieron acompañaros personalmente, pero enviarán ayuda según sus medios o exigencia de lealtad, o contribuirán razonablemente con sus bienes asignados por Dios, concedemos, por el poder de vuestro sacrificio, el perdón plenario de todos y cada uno de los pecados, delitos, transgresiones y digresiones que vosotros y ellos hayáis confesado con corazón contrito y de boca, a Vos y a los que os acompañen, y a los que persisten en la sinceridad de la Fe, en unidad con la Santa Iglesia Romana, por nuestra obediencia y devoción y por nuestros sucesores Romanos Pontífices, a los que no os acompañen sino que envíen y contribuyan, como se ha dicho antes, podréis elegir un confesor idóneo que Vos y cualquiera de ellos, podrá perdonar una sola vez en el momento de la muerte. De este modo, sin embargo, el confesor se ocupa de los asuntos en los que existe una obligación para con un tercero y de que Vos, los que os acompañen, los que envíen y los que contribuyan, la cumplan si Vos y ellos sobreviven o vuestros herederos y los herederos de ellos si Vos y ellos perecen, como se ha dicho antes.

3. Y sin embargo, si sucediera que Vos o los que os acompañan contra los sarracenos y otros infieles de esta especie, en el camino de ida, estando allí o en el camino de regreso, partieran de este mundo, os restauraremos a Vos o a los que os acompañan, permaneciendo en sinceridad y unidad, a través de la presente carta, a la pura inocencia en la que vosotros y ellos existíais después del bautismo.

4. Pero exigimos que todas y cada una de las cosas que los fieles de Cristo, que no os acompañan, que contribuyeron para vuestro apoyo para llevar a cabo esta empresa, sean tomadas por los nobles de los lugares individuales en los que estas contribuciones fueron dadas y como el tiempo lo permita, de inmediato sean reembolsadas y entregadas a Vos a través de mensajeros seguros, o cartas del banco, sin ninguna reducción, gastos y salarios, meramente reservados razonablemente para aquellos que trabajen en esta empresa, y que sean transmitidos bajo auténtica suma total, y que si los nobles mismos, o cualquier otra persona, dedujeran, transfirieran o se apoderaran para su propio uso de la suma enviada para el apoyo de esta empresa cualquier cosa, excepto gastos y salarios, o si permitieran o conspiraran para que el dinero fuera fraudulenta o engañosamente sustraído, transferido o apoderado, incurrirán ipso facto en la sentencia de excomunión, de la que no pueden ser absueltos excepto por la oficina del Pontificado Romano si están in articulo mortis (en el momento de la muerte).

5. Por lo demás, como sería difícil llevar la presente carta a determinados lugares donde tal vez se dudaría de su credibilidad, queremos y decretamos con autoridad que su traslado sea firmado de mano de Notario público y provisto de sello de un obispo o Tribunal Superior, y muestre la misma credibilidad que si se presentara o mostrara la carta original.

6. Por consiguiente, a nadie le está permitido infringir esta hoja de nuestra concesión, perdón, voluntad, indulgencia y decreto, ni atreverse a oponerse a ella temerariamente. Sin embargo, si alguien tratara de alterarla, incurriría en la indignación del Dios Omnipotente y de los benditos Apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Roma, en San Pedro, en el año de la Encarnación del Señor de 1452, el 18 de junio, año sexto de nuestro Pontificado.

Papa Nicolás


Original en latín disponible aquí


domingo, 13 de mayo de 2001

CUM SUMMI APOSTOLATUS (12 DE DICIEMBRE DE 1769)


ENCÍCLICA

CUM SUMMI APOSTOLATUS

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIV

A los Obispos, Arzobispos, Patriarcas y Primados.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Cuando reflexionamos sobre la carga del Apostolado supremo que Nos ha sido impuesto, y consideramos su gravedad e inmenso peso, no podemos evitar, Venerables Hermanos, sentir una profunda emoción ante tan sublime misión y ante Nuestra debilidad personal. Nos parece que hemos llegado al mar y hemos sido retirados de la seguridad de una vida pacífica, como de un puerto seguro, al vernos de repente llamados a dirigir el barco de Pedro, azotado por las olas y casi sumergido por la tormenta.

Pero ésta es la obra del Señor y es admirable a Nuestros ojos. Los juicios inescrutables de Dios y no de la voluntad humana nos han confiado las funciones más serias del Apostolado cuando estábamos lejos de pensar en ellas. Esta persuasión Nos da plena confianza en que Aquel que Nos ha llamado a los pesados ​​cuidados del Ministerio Supremo disipará Nuestros temores, ayudará en Nuestra debilidad y Nos rescatará en la tormenta. Pedro, que debe ser Nuestro modelo, fue tranquilizado por el Señor, que le reprendió por su falta de fe cuando pensó que se sumergiría en el mar.

Aquel que en la persona del Príncipe de los Apóstoles Nos ha confiado el cuidado de la Iglesia universal y las llaves del reino de los cielos, Aquel que Nos ha ordenado pastorear Sus ovejas y confirmar a Nuestros hermanos, ciertamente quiere que Nuestro espíritu no conciba temor alguno de no obtener Su socorro. Quiso que Nos moviera más la esperanza de Su gracia que la aprensión de Nuestra debilidad.

Por lo tanto, nos sometemos a la voluntad de Aquel que es Nuestra fortaleza y Nuestro apoyo, y confiamos en Su fidelidad y Su poder: Él completará la obra que comenzó en Nosotros. De Nuestra nada, la grandeza de su fuerza y ​​bondad recibirán un mayor esplendor. Si Él ha pensado, en estos tiempos, servirse de Nuestro ministerio y emplearnos a Nosotros, que somos un siervo inútil, para hacer algo en bien de Su Iglesia, cada uno reconocerá que sólo Él es el autor de ello, y que sólo a Él se debe rendir honor y gloria. Nos disponemos, pues, sin más dilación, a soportar esta gran carga, dispuestos a poner en ella tanto más celo cuanto que nos apoyamos en un sólido soporte, convencidos de que la alta importancia de las funciones a que hemos sido llamados exige tal cuidado y prudencia que nunca pueden ser demasiado grandes.

Cuando, continuamente preocupados por la vastedad de Nuestra administración, echamos una mirada desde las alturas de la Sede Apostólica sobre todo el universo cristiano, os vemos, Venerables Hermanos, elevados a puestos eminentes e ilustres, y el veros Nos llena de alegría. Reconocemos en vosotros con la mayor satisfacción a Nuestros colaboradores, los guardianes del rebaño del Señor, los obreros de la viña del Evangelio. A vosotros, por lo tanto, que compartís Nuestros cuidados, deseamos ante todo dirigiros la palabra al comienzo de Nuestro Apostolado. En vuestros corazones queremos difundir los sentimientos más íntimos de Nuestra alma; y si en nombre del Señor os dirigimos algunas exhortaciones, atribuidlas a la desconfianza que tenemos de Nos mismos y pensad también que proceden de la confianza que Nos inspiran Vuestra virtud y Vuestro amor filial hacia Nos.

2. En primer lugar, Venerables Hermanos, os pedimos y suplicamos que nunca os canséis de rogar a Dios que sostenga nuestra debilidad con su divino socorro. Corresponded así al amor que os tenemos. Unid a Nuestras oraciones el consuelo de las vuestras, para que apoyándonos mutuamente seamos más constantes y vigilantes. Demostraremos con la unión de los corazones esa unidad por la que todos formamos un solo cuerpo, pues toda la Iglesia no es sino un solo edificio, del que el Príncipe de los Apóstoles puso los cimientos en esta Sede. Muchas piedras unidas contribuyen a este edificio; pero todas ellas descansan y se apoyan en una. El cuerpo de la Iglesia es uno; Jesucristo es su cabeza, y en Él formamos todos uno. Él ha querido que Nosotros, vicario de su poder, seamos elevados sobre los demás, y que Vosotros, unidos a Nosotros como cabeza visible de la Iglesia, seáis las partes principales de su cuerpo.

¿Qué, pues, puede sucederle a uno que no toque también a los demás, y que no afecte a cada uno de ellos? De la misma manera, por tanto, no puede haber nada que reclame Vuestra vigilancia y que no sea al mismo tiempo asunto de Nuestro cuidado y no deba sernos comunicado. De la misma manera, de nuevo, debes pensar que todo lo que Nos concierne y todo lo que requiere Nuestra atención y Nuestra contribución debe concernirte en el más alto grado. Debemos, pues, todos, manteniendo estrechamente unidas nuestras voluntades, estar animados por este único y mismo espíritu que, procediendo de Jesucristo, nuestra cabeza mística, se difunde por todos sus miembros para dispensarles la vida. Debemos poner todo nuestro empeño y aplicar principalmente nuestro cuidado para que el cuerpo de la Iglesia permanezca sin lesión y sin herida, y se desarrolle y fortalezca, resplandeciendo con todas las virtudes cristianas, sin arrugas y sin manchas.

Esta obra será posible con la ayuda de Dios, si cada uno de vosotros se siente inflamado de gran celo por el rebaño que le ha sido confiado, y procura alejar de su pueblo el contagio del mal y las insinuaciones del error, fortificándolo con toda la ayuda de la santidad y de la doctrina.

3. Si alguna vez fue necesario que aquellos a quienes se ha confiado la guarda de la viña del Señor estuvieran animados de estos deseos por la salud de las almas, lo es especialmente en estos tiempos que deben ser convencidos e inflamados por ellos. Porque, ¿cuándo hemos visto propagarse diariamente por todas partes opiniones tan perniciosas, que tienden a debilitar y destruir la Religión? ¿Cuándo hemos visto a los hombres, seducidos por la fascinación de la novedad y llevados por una especie de codicia hacia una ciencia extraña, dejarse arrastrar más tontamente hacia ella y buscarla con tal exceso? Así nos llena de dolor ver esta pestilente enfermedad de las almas, que se extiende desgraciadamente cada día más.

Cuanto mayor sea el mal, Venerables Hermanos, tanto más debéis trabajar activamente y emplear todos los medios de vuestra vigilancia y autoridad para repeler esta temeraria locura que aún se desborda sobre las cosas divinas y santísimas. Esto lo conseguiréis, creedlo, no con el corruptible y vano auxilio de la sabiduría humana, sino únicamente con la sencillez de la doctrina y con la palabra de Dios, más penetrante que una espada de dos filos; cuando en todas vuestras palabras mostréis y prediquéis a Jesucristo crucificado, os será fácil reprimir la osadía de vuestros enemigos y rechazar sus dardos.

Él ha edificado su Iglesia como una ciudad santa y la ha fortificado con sus leyes y preceptos. Le ha confiado la fe como un depósito que debe guardar religiosamente y con pureza. Quiso que fuera el baluarte inexpugnable de su Doctrina y de su Verdad, y que las puertas del infierno no prevalecieran jamás contra ella. Poniéndonos, pues, al frente del gobierno y custodia de esta santa ciudad, defendamos celosamente, Venerables Hermanos, la preciosa herencia de la fe de nuestro Fundador, Señor y Maestro, que nuestros Padres nos confiaron en toda su integridad para que la transmitiéramos pura e íntegra a nuestra posteridad.

Si dirigimos Nuestros actos y Nuestros esfuerzos según esta regla que nos trazan las Sagradas Escrituras, y si seguimos las huellas infalibles de Nuestros Predecesores, podemos estar seguros de que estamos provistos de todos los auxilios necesarios para evitar lo que podría debilitar y herir la fe del pueblo cristiano y romper o disolver en cualquier parte la unidad de la Iglesia.

Sólo de las fuentes de la sabiduría divina, tanto escritas como tradicionales, queremos sacar lo necesario para Nuestra fe y Nuestra obra.

4. Esta doble y rica fuente de toda verdad y de toda virtud contiene plenamente lo que se refiere al culto religioso, a la pureza de costumbres y a las condiciones de una vida santa. De ella hemos aprendido los deberes de piedad, honestidad, justicia y humanidad; por ella comprendemos lo que debemos a Dios, a la Iglesia, a nuestra patria, a nuestros conciudadanos y a los demás hombres.

Es por ella que reconocemos que nada ha contribuido más poderosamente a determinar los derechos de las ciudades y de la sociedad que estas leyes de la verdadera religión. Por eso nunca nadie ha declarado la guerra a las divinas prescripciones de Cristo, sin perturbar al mismo tiempo la tranquilidad de los pueblos, disminuir la obediencia debida a los Soberanos y extender por todas partes la incertidumbre. Pues hay una gran conexión entre los derechos del poder divino y los del poder humano; quienes saben que el poder de los reyes está sancionado por la autoridad de la ley cristiana, los obedecen de buen grado, respetan su poder y honran su dignidad.

5. Teniendo en cuenta que esta parte de las prescripciones divinas está estrechamente relacionada con la tranquilidad de los pueblos no menos que con la salud de las almas, os exhortamos, Venerables Hermanos, a poner todo vuestro cuidado en inspirar a los pueblos -después de todo lo que es debido a Dios y a las santas constituciones de la Iglesia- el legítimo respeto y obediencia que deben a los reyes. Pues éstos han sido colocados por Dios en un lugar eminente para defender el orden público y contener a sus súbditos dentro de los límites de sus derechos. Son los ministros de Dios para el bien, y por eso llevan la espada, severos vengadores contra los que hacen el mal. Son, además, hijos predilectos y defensores de la Iglesia, a la que deben amar como a su madre, defendiendo su causa y sus derechos.

Cuidad, pues, de hacer comprender este divino precepto a aquellos a quienes habréis de instruir en la ley de Cristo. Haced que aprendan desde su infancia que el respeto debido a los reyes debe mantenerse fielmente; que deben obedecer a la autoridad y someterse a la ley no sólo por temor, sino también por sentido del deber. Inspirando en el corazón del pueblo no sólo la obediencia a sus reyes, sino también el respeto y el amor hacia ellos, obraréis por dos cosas indisociables: la paz del pueblo y el bien de la Iglesia.

Cumpliréis vuestra misión aún más plenamente si a las oraciones diarias por el pueblo añadís oraciones especiales por los reyes, para que sean sanos, para que dirijan a sus súbditos con equidad, justicia y paz; para que reconozcan que Dios manda por encima de sus tronos, y defiendan y propaguen piadosa y santamente su causa. Actuando así, cumpliréis no sólo vuestras funciones episcopales, sino también en beneficio de todos. En efecto, ¿qué es más justo y más conveniente que aquellos a quienes se ha confiado la custodia de las cosas santas, en su calidad de intérpretes y ministros, ofrezcan a Dios los votos de todos, suplicándole que sostenga a quienes salvaguardan la tranquilidad de todos los ciudadanos?

6. Creemos superfluo describir aquí las demás funciones del ministerio pastoral. Pues ¿para qué enumerar detalladamente y recomendaros cosas de las que sabemos que tenéis un profundo conocimiento, y en cuya práctica os fortalecéis por el uso diario y por una cierta inclinación de vuestro corazón conforme a vuestras funciones?

Sin embargo, no podemos dejar de repetiros y poner ante vuestros ojos un consejo que las resume todas: y es que en el ejercicio de la virtud toméis por modelo a Jesucristo, nuestra Cabeza, Príncipe de los Pastores, y reproduzcáis en vosotros la imagen de su santidad, caridad y humildad.

Porque si Él, que era el esplendor de la gloria del Padre y la figura de su sustancia, se ha permitido tomar las debilidades de nuestra carne, y del estado de servidumbre hacernos pasar, por sus humillaciones y su amor, al de hijos adoptivos de Dios; Si ha querido que seamos sus coherederos, ¿podemos elegir un objeto más noble y glorioso en nuestras meditaciones y trabajos que el de que nosotros, que somos los instrumentos por los que se mantiene y obra esta unión de los hombres con Cristo, iluminemos con nuestro ejemplo el camino por el que caminan en la bondad, clemencia y mansedumbre de este divino modelo? ¿Y por qué otra razón habría ascendido a las alturas de la montaña, Aquel que evangeliza a Sionne? No puedes arder en deseos de alcanzar esta semejanza sin transmitir a los corazones de todo tu pueblo la llama que arde en tu interior. Ciertamente, la fuerza y el poder del pastor que agita las almas de su rebaño son maravillosos. Cuando el pueblo sepa que todos los pensamientos de su pastor, todas sus acciones se rigen por el modelo de la verdadera virtud, cuando lo vea evitar todo lo que pueda oler a dureza, a altivez, a orgullo, y ocuparse sólo de los deberes que inspiran caridad, mansedumbre, humildad; entonces se sentirá fuertemente animado a emularlo para alcanzar la misma alabanza.

Cuando la gente sepa que el pastor, ajeno a todo provecho personal, sirve a los intereses de los demás, socorre a los necesitados, instruye a los ignorantes, alienta a todos con su esfuerzo, consejo y piedad, y prefiere la salud de la comunidad a su propia vida, entonces, dulcemente atraída por su amor, celo y asiduidad, escuchará con gusto la voz del pastor que enseña, exhorta y amonesta, así como él llama.

Pero ¿cómo podrá enseñar a los demás el amor de Dios y la benevolencia hacia sus hermanos quien, esclavizado por las ataduras y la codicia de sus intereses privados, prefiere las cosas de la tierra a las del cielo? ¿Cómo podría quien aspira a las alegrías y honores del mundo llevar a los demás al desprecio de las cosas humanas? ¿Cómo podría dar lecciones de humildad y mansedumbre quien se eleva en la pompa del orgullo? Vosotros, pues, que habéis recibido la misión de enseñar al pueblo la moral de Jesucristo, recordad que debéis imitar ante todo su santidad, su inocencia, su mansedumbre. Sabed que vuestro poder nunca aparecerá más brillante que cuando lleváis la insignia de la humildad y del amor, más aún que cuando lleváis la insignia de vuestra dignidad.

Recordad que es propio de vuestro cargo, y que sólo a vosotros pertenece dirigir de este modo al pueblo que os ha sido confiado; es en el cumplimiento de este deber donde debéis buscar toda ventaja y toda alabanza; descuidándolo, sólo encontraréis mala voluntad e ignominia. No ambicionéis otras riquezas que la salud de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, y no busquéis gloria verdadera y sólida sino propagando el culto divino y aumentando la belleza de la casa del Señor, erradicando los vicios y aplicando todos vuestros cuidados a practicar la virtud con perseverante fidelidad. Esto es lo que debéis pensar y hacer asiduamente; éste debe ser el objeto de vuestra ambición y deseos.

7. Y no penséis que, en la multiplicidad de este largo y laborioso ejercicio, os falta tiempo para practicar la virtud. Tal es la condición de vuestro oficio, tal es la razón de la vida episcopal, que nunca debéis ver la llegada del descanso ni el fin de vuestros trabajos. Las acciones de aquellos cuya inmensa caridad debe ser ilimitada, no pueden estar circunscritas por ningún límite; pero la espera de la recompensa infinita e inmortal que os está destinada, dulcificará y aliviará fácilmente todos vuestros dolores. En efecto, ¿qué puede parecer pesado y duro a quien piensa en esa bendita recompensa que el Señor reserva, y que la razón de los deberes pastorales reclama para los que habréis conservado y multiplicado su rebaño?

Pero además de esta magnífica esperanza de la inmortalidad, experimentaréis todavía una gran alegría aun en el peso de los trabajos de la vida pastoral, cuando, acudiendo Dios en vuestra ayuda, veáis a vuestro pueblo unido con los lazos de una mutua caridad, floreciente en piedad y justicia, y cuando contempléis todos los demás admirables frutos que vuestros trabajos y vigilias habrán producido en la Iglesia.

Quiera Dios que podamos, durante el tiempo de Nuestro Apostolado, y por la concurrencia unánime de todas Nuestras voluntades y de todos Nuestros cuidados, ver el retorno de aquella maravillosa felicidad religiosa que fue de la edad antigua.

Quiera Dios que podamos, Venerables Hermanos, alegrarnos juntos y gozar de ella en Jesucristo Nuestro Señor. ¡Que este mismo Jesucristo nos sostenga siempre con su gracia y encienda nuestros corazones con el amor de cuanto pueda agradarle!

8. Al mismo tiempo que os escribimos esta Carta, Venerables Hermanos, con otra concedemos a todos los cristianos el Jubileo para implorar -según la tradición, al comienzo de Nuestro Pontificado- la ayuda divina para el sano gobierno de la Santa Iglesia Católica.

Por lo tanto, os pedimos y os suplicamos que incitéis a los pueblos confiados a vuestro cuidado a elevar devotas oraciones con fe, piedad y humildad. Encendedlos con vuestras exhortaciones, con vuestros consejos y con el ejemplo, para que cuiden tanto de su propia salvación como del bien público de la cristiandad.

Como prenda de nuestro amor, os impartimos, Venerados Hermanos, y a los fieles de vuestras Iglesias, la afectuosa bendición apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 12 de diciembre de 1769, primer año de Nuestro Pontificado.

Papa Clemente XIV.


sábado, 12 de mayo de 2001

CRIMEN SOLLICITATIONIS (16 DE MARZO DE 1962)


INSTRUCCIÓN

DE LA SUPREMA SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO

DIRIGIDO A TODOS LOS PATRIARCAS, ARZOBISPOS, OBISPOS

Y OTROS ORDINARIOS LOCALES

“TAMBIÉN DE RITO ORIENTAL”

SOBRE LA MODALIDAD DE PROCEDIMIENTO ANTE

CRIMEN SOLLICITATIONIS


INSTRUCCIÓN

Sobre la forma de proceder en las causas

que involucran el delito de solicitación


A MANTENERSE CUIDADOSAMENTE EN EL ARCHIVO SECRETO DE LA CURIA PARA USO INTERNO.

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ASUNTOS PRELIMINARES

1. El delito de solicitación se comete siempre que un sacerdote – ya sea en el acto mismo de la confesión sacramental, ya sea antes o inmediatamente después de la confesión, con ocasión o bajo pretexto de la confesión, o incluso fuera de la confesión [pero] en un confesionario u otro lugar asignado o elegido para la audiencia de confesiones y con la apariencia de escuchar confesiones allí – ha intentado solicitar o provocar a un penitente, quienquiera que sea, a actos inmorales o indecentes, ya sea con palabras, signos, movimientos de cabeza, tacto o un mensaje escrito, para ser leído en ese momento o después, o se ha atrevido descaradamente a mantener conversaciones o interacciones impropias e indecentes con esa persona (Constitución Sacramentum Poenitentiae , §1).

2. El procesamiento ante este crimen abominable en primera instancia corresponde a los Ordinarios del lugar en cuyo territorio tiene residencia el acusado (ver infra, núms. 30 y 31), no sólo por derecho propio sino también por delegación especial de la Sede Apostólica;

y se les impone, por una obligación gravemente vinculante en conciencia, asegurar que causas de esta especie sean en adelante introducidas, tratadas y concluidas lo más rápidamente posible ante su propio tribunal. Sin embargo, por razones particulares y graves, conforme a la norma del canon 247, §2, estas causas pueden también ser remitidas directamente a la Sagrada Congregación del Santo Oficio, o convocadas a sí por la misma Sagrada Congregación. Los demandados conservan el derecho, en cualquier grado del juicio, a recurrir al Santo Oficio; pero tal recurso no suspende, salvo el caso de apelación, el ejercicio de la competencia del juez que ya ha comenzado a conocer de la causa. Por lo tanto, el juez puede continuar conociendo de la causa hasta la sentencia definitiva, a menos que haya comprobado que la Sede Apostólica ha llamado a sí la causa (cf. canon 1569).

3. La expresión "Ordinarios locales" significa aquí, cada uno para su propio territorio, los Obispos residenciales, los Abades o Prelados nullius, los Administradores, los Vicarios lo y los Prefectos Apostólicos, así como todos aquellos que, en su ausencia, toman temporalmente su lugar en el gobierno por prescripción de la ley o de las constituciones aprobadas (Can. 198, §1). El término no incluye, sin embargo, a los Vicarios Generales, salvo delegación especial.

4. El Ordinario del lugar es juez en estas causas también para los religiosos, incluidos los exentos. De hecho, sus Superiores tienen estrictamente prohibido involucrarse en causas relativas al Santo Oficio (Canon 501, §2). Sin embargo, sin perjuicio del derecho del Ordinario, esto no impide que los propios Superiores, si descubren que uno de sus súbditos ha cometido un delito en la administración del sacramento de la Penitencia, puedan y estén obligados a ejercer vigilancia sobre él; amonestarlo y corregirlo, también mediante penitencias saludables; y, si fuera necesario, apartarlo de cualquier ministerio. También podrán trasladarlo a otro lugar, a menos que el Ordinario del lugar lo haya prohibido, por haber recibido ya una denuncia y haber iniciado una investigación.

5. El Ordinario del lugar puede presidir estas causas por sí mismo o encomendarlas a otra persona, es decir, a un eclesiástico prudente y mayor de edad. Pero no podrá hacerlo habitualmente, es decir, por todas esas causas; en cambio, se necesita una delegación escrita separada para cada causa individual, teniendo debidamente en cuenta lo prescrito en el Canon 1613, §1.

6. Aunque, por razones de confidencialidad, normalmente se prescribe un juez único para causas de este tipo, en los casos más difíciles no está prohibido al Ordinario nombrar uno o dos asesores, que serán elegidos entre los jueces sinodales (Canon 1575), o incluso de someter una causa al conocimiento de tres jueces, también elegidos entre los jueces sinodales, con mandato de proceder colegialmente conforme a la norma del canon 1577.

7. El promotor de justicia, el abogado del demandado y el notario, que deben ser sacerdotes prudentes, de edad madura y buena reputación, doctores en derecho canónico o expertos en derecho, de probado celo por la justicia (Canon 1589) y ajenos al Demandado en cualquiera de las formas previstas en el Canon 1613 – son nombrados por escrito por el Ordinario. Sin embargo, el promotor de justicia (que puede ser diferente del promotor de justicia de la Curia) puede ser nombrado para todas las causas de esta especie, pero para cada caso particular se nombrará el abogado del demandado y el notario. No se prohíbe al demandado proponer un abogado que le resulte aceptable (Canon 1655); este último, sin embargo, debe ser sacerdote y debe ser aprobado por el Ordinario.

8. En aquellas ocasiones (que se precisarán más adelante) en que se requiera la intervención del promotor de justicia, si no fue citado, los actos se considerarán nulos a menos que, aunque no citado, estuviera efectivamente presente. Pero si el promotor de justicia fue legítimamente citado y no estuvo presente en parte del proceso, los actos serán válidos, pero deberán someterse después a su examen completo, para que pueda observarlos y proponerlos, ya sea oralmente o por escrito, lo que juzgue necesario o conveniente (Canon 1587).

9. Por otra parte, se requiere, bajo pena de nulidad, que el notario esté presente en todas las actuaciones y las registre de su puño y letra o, al menos, las firme (Canon 1585, § 1). Sin embargo, por la particular naturaleza de estos procedimientos, el Ordinario tiene derecho, por causa razonable, a dispensar de la presencia del notario para recibir las denuncias, como se precisará más adelante; en la realización de las llamadas “diligencias”; y en el interrogatorio de los testigos que han sido llamados.

10. No se empleará menos personal que el absolutamente necesario; éste se elegirá, en la medida de lo posible, del orden sacerdotal, y en todo caso debe ser de probada fidelidad y sobre todo excepcional. Cabe señalar, sin embargo, que, cuando sea necesario, también se puede nombrar a personas que no vivan en otro territorio para que reciban determinados actos, o pedir al Ordinario de ese territorio que lo haga (Can. 1570, §2), siempre observando debidamente las precauciones mencionadas anteriormente y en el Canon 1613.

11. Dado que, sin embargo, al tratar estas causas se debe mostrar más diligencia y preocupación de lo habitual para que sean tratadas con la máxima confidencialidad, y que, una vez decididas y ejecutadas, la decisión, quede cubierta por un silencio permanente (Instrucción del Santo Oficio, 20 de febrero de 1867, núm. 14), todas aquellas personas relacionadas de alguna manera con el tribunal, o conocedoras de estos asuntos por razón de su cargo, están obligadas a observar inviolablemente la más estricta confidencialidad, comúnmente conocida como el secreto del Santo Oficio, en todas las cosas y con todas las personas, so pena de incurrir en excomunión automática, ipso facto y no declarada, reservada a la sola persona del Sumo Pontífice, excluyendo incluso la Sagrada Penitenciaría. Los ordinarios están sujetos a esta misma ley, es decir, en virtud de su propio cargo; el resto del personal está obligado en virtud del juramento que siempre debe prestar antes de asumir sus funciones; y, finalmente, los delegados, interrogados o informados [fuera del tribunal], están obligados en virtud del precepto que se les imponga en las cartas de delegación, consulta o información, con expresa mención de el secreto del Santo Oficio y de la mencionada censura.

12. El juramento antes mencionado, cuya fórmula se encuentra en el Apéndice de esta Instrucción (Formulario A), debe ser tomado –una vez por todas por los que son nombrados solo para un único asunto o causa- en presencia del Ordinario o de su delegado sobre los Santos Evangelios de Dios (incluidos los sacerdotes) y no de otro modo, junto con la promesa adicional de desempeñar fielmente sus funciones; la excomunión antes mencionada no se extiende, sin embargo, a estos últimos.
 Quienes presiden estas causas deben tener cuidado de que nadie, incluido el personal del tribunal, llegue a tener conocimiento de los asuntos excepto en la medida en que su función o tarea lo exija necesariamente.

13. En estas causas deberá prestarse siempre juramento de guardar secreto, incluidos los acusadores o querellantes y los testigos. Estas personas, sin embargo, no están sujetas a censura, a menos que hayan sido expresamente advertidas de ello en el proceso de acusación, deposición o interrogatorio. Se debe advertir gravemente al demandado que él también debe mantener la confidencialidad con respecto a todas las personas, excepto su abogado, bajo pena de suspensión a divinis, en la que incurrirá ipso facto en caso de violación.

14. Finalmente, en cuanto a la redacción de las actas, a la lengua utilizada, a su confirmación, custodia y posible nulidad, se seguirán íntegramente las respectivas prescripciones de los cánones 1642-43, 379-80-81-82 y 1680.


TITULO PRIMERO

LA PRIMERA NOTIFICACIÓN DEL DELITO

15. El delito de solicitación se comete ordinariamente en ausencia de testigos; en consecuencia, para que no quede oculto e impune con inestimable perjuicio para las almas, ha sido necesario obligar a la única persona habitualmente consciente del delito, es decir, al penitente solicitado, a revelarlo mediante una denuncia impuesta por el derecho positivo. Por lo tanto:

16. “De acuerdo con las Constituciones Apostólicas y específicamente la Constitución de Benedicto XIV Sacramentum Poenitentiae del 1 de junio de 1741, el penitente debe denunciar al sacerdote culpable del delito de solicitación en confesión al Ordinario del lugar o a la Sagrada Congregación del Santo Oficio. En el plazo de un mes; al sacerdote culpable del delito de solicitación; y el confesor debe, por obligación gravemente vinculante en conciencia, advertir al penitente de este deber
” (Canon 904).

17. Además, a la luz del canon 1935, cualquier fiel puede denunciar un delito de solicitación del que tenga conocimiento; de hecho, existe un deber urgente de hacer tal denuncia cada vez que uno se ve obligado a hacerlo por la propia ley natural, debido a un peligro para la fe o la religión, o algún otro mal público inminente.

18. “El fiel que, contraviniendo la prescripción (antes mencionada) del canon 904, ignora a sabiendas la obligación de denunciar en el plazo de un mes a la persona por quien fue solicitado, incurre en excomunión latae sententiae no reservada a nadie, que no se levantará hasta que haya satisfecho la obligación, o haya prometido seriamente hacerlo” (Can. 2368, § 2).

Art. 19. La responsabilidad de hacer la denuncia es personal y normalmente corresponde a la persona misma que ha sido solicitada. Pero si dificultades muy graves le impiden hacerlo por sí mismo, deberá dirigirse al Ordinario o a la Sagrada Congregación del Santo Oficio o al Sagrado Penitenciario, ya sea por carta o por medio de otra persona que él haya elegido, exponiendo todas las circunstancias. (Instrucción del Santo Oficio, 20 de febrero de 1867, n. 7).

20. En general, no se tendrán en cuenta las denuncias anónimas; sin embargo, pueden tener algún valor corroborativo o proporcionar una ocasión para ulteriores investigaciones, si circunstancias particulares hacen plausible la acusación (cf. Can. 1942, §2).

21. La obligación del penitente requerido a denunciar no cesa por una posible confesión espontánea del confesor requerido, o por su traslado, promoción, condena, presunta enmienda u otras causas semejantes; cesa, sin embargo, por la muerte de éste.

22. Siempre que a un confesor u otro eclesiástico se le encomienda recibir alguna denuncia, junto con instrucciones sobre las actuaciones que han de llevarse en forma judicial, se le debe advertir expresamente que en adelante lo remita todo inmediatamente al Ordinario o a la persona que lo delegó, sin guardar copia ni constancia de ello.

23. Al recibir denuncias, normalmente se seguirá este orden: primero, se prestará juramento de decir la verdad al que hace la denuncia; el juramento debe prestarse tocando los Santos Evangelios. Luego se interroga a la persona según la fórmula (Fórmula E), teniendo cuidado de que cuente, de manera breve y adecuada, pero clara y detallada, todo lo relacionado con las solicitaciones que ha experimentado. Sin embargo, de ninguna manera se le debe preguntar si dio su consentimiento a la solicitud; de hecho, se le debe advertir expresamente que no está obligado a dar a conocer ningún consentimiento que haya otorgado. Las respuestas, no sólo en cuanto al fondo sino también a la redacción misma del testimonio (Canon 1778), deben ponerse inmediatamente por escrito. Luego se leerá la transcripción completa con voz clara y distinta a quien hace la denuncia, dándole la opción de agregar, suprimir, corregir o cambiar cualquier cosa. Se le exigirá entonces su firma o, si no sabe o no sabe escribir, una “x”. Mientras esté presente, el que recibe el testimonio, así como el notario, si está presente, deben firmar (cf. n. 9). Antes de que el que hace la denuncia sea despedido, se le debe prestar el juramento de guardar confidencialidad, como antes, bajo pena de excomunión, reservada al Ordinario del lugar o a la Santa Sede (cf. n. 13). 

24. Si en ocasiones no se puede seguir este procedimiento ordinario por causas graves que siempre deberán indicarse expresamente en las actas, se permite omitir una u otra de las formas prescritas, pero sin perjuicio del fondo. Así, si no se puede prestar juramento sobre los Santos Evangelios, se puede prestar de otra manera, e incluso sólo verbalmente. Si el texto de la denuncia no puede redactarse inmediatamente, podrá ser fijado en momento y lugar más conveniente por el destinatario o por quien la denuncia, y posteriormente confirmado y firmado por el acusador en presencia del destinatario. Si el texto en sí no se puede leer al acusador, se le puede dar para que lo lea.

25. Sin embargo, en los casos más difíciles, también se permite que la denuncia –previa autorización del acusador, para que no parezca que se viola el secreto sacramental– sea recibida por el confesor en el mismo lugar de la confesión. En este caso, si la denuncia no puede hacerse inmediatamente, el confesor o el propio acusador, la escribirán en casa y, en otra fecha, cuando ambos se encuentren nuevamente en el lugar de la confesión, la leerán o la entregarán para que sea leída, y luego el acusador la confirmará con el juramento y su propia firma o la marca de una cruz (a menos que sea completamente imposible colocarlas). La mención expresa de todas estas cosas debe hacerse siempre en las actas, como se dijo en el número anterior.

26. Finalmente, si una razón gravísima y absolutamente extraordinaria lo exige, la denuncia también puede hacerse mediante informe escrito por el acusador, siempre que luego sea confirmada bajo juramento y firmada en presencia del Ordinario del lugar o su delegado y el notario, si este último está presente (cf. n. 9). Lo mismo debe decirse de una denuncia informal, hecha por carta, por ejemplo, u oralmente de manera extrajudicial.

27. Recibida la denuncia, el Ordinario tiene la grave obligación de comunicarla lo antes posible al promotor de justicia, quien deberá declarar por escrito si concurre o no en el caso concreto el delito específico de solicitación, previsto en el n. 1 supra, y, si el Ordinario no está de acuerdo con esto, el promotor de justicia debe remitir el asunto al Santo Oficio en el plazo de diez días.

28. Si, por el contrario, el Ordinario y el promotor de justicia están de acuerdo, o, en todo caso, si el promotor de justicia no recurre al Santo Oficio, entonces el Ordinario, si ha llegado a la conclusión de que no existió el delito específico de solicitación, debe ordenar que las actas sean introducidas en el archivo secreto, o ejercer su derecho y deber de acuerdo con la naturaleza y gravedad de los hechos denunciados. Si, por el contrario, ha llegado a la conclusión de que [el delito] ha existido, debe proceder inmediatamente a la investigación (cf. Can. 1942, §1).


TÍTULO SEGUNDO

EL PROCESO

Capítulo I - La Investigación

29. Cuando, a consecuencia de denuncias, se tiene conocimiento del delito de solicitación, se debe realizar una investigación especial, “para que se determine si la acusación tiene algún fundamento y cuál puede ser” (Canon 1939). , §1); esto es tanto más necesario cuanto que un delito de este tipo, como ya se dijo anteriormente, suele cometerse en privado, y sólo rara vez se puede obtener testimonio directo sobre él, salvo del de la parte agraviada.

Una vez abierta la investigación, si el sacerdote acusado es un religioso, el Ordinario puede impedir que sea trasladado a otro lugar antes de que concluya el proceso.

Hay tres áreas principales que dicha investigación debe abarcar, a saber:
a) precedentes por parte del imputado;

b) la solidez de las denuncias;

c) otras personas solicitadas por el mismo confesor, o en todo caso conscientes del delito, si son presentadas por el acusador, como ocurre no pocas veces.
30. Respecto al primer ámbito (a), el Ordinario, inmediatamente después de recibir una denuncia de delito de solicitación, debe –si el acusado, ya sea miembro del clero secular o religioso (cf. n. 4) ), tiene residencia en su territorio – investigar si los archivos contienen otras acusaciones contra él, incluso sobre otras materias, y recuperarlas; si el acusado hubiera vivido anteriormente en otros territorios, el Ordinario debe preguntar también a los respectivos Ordinarios y, si el acusado es religioso, también a sus superiores religiosos, si tienen algo que pueda perjudicarle. Si recibe tales documentos, deberá añadirlos a las actas, ya sea para emitir sobre ellas un juicio único, ya sea por el contenido común o por la conexión de causas (cf. Canon 1567), bien para establecer y valorar la circunstancia agravante de reincidencia, según el sentido del Canon 2208.

31. En el caso de un sacerdote acusado que no tenga residencia en su territorio, el Ordinario transmitirá todas las actas al Ordinario del acusado o, si no sabe quién puede ser, a la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, sin perjuicio de su derecho a denegar entretanto al sacerdote acusado la facultad de ejercer ministerios eclesiásticos en su diócesis, o de revocar cualquier facultad ya concedida, siempre y cuando el sacerdote ingrese o regrese a la diócesis.

32. Con respecto al segundo ámbito (b), el peso de cada denuncia, sus detalles y circunstancias deben ponderarse seria y atentamente, a fin de aclarar si merecen crédito y en qué medida. No basta con que esto se haga de cualquier manera; más bien debe llevarse a cabo en una forma cierta y judicial, como suele significarse en el Tribunal del Santo Oficio con la frase “realizar las diligencias” (diligentias peragere).

33. A este fin, una vez que el Ordinario haya recibido alguna denuncia del delito de solicitación, citará – personalmente o por medio de un sacerdote especialmente delegado – a dos testigos (por separado y con la debida discreción), que serán elegidos en la medida de lo posible entre los clérigos, pero sin ninguna excepción, que conozcan bien tanto al acusado como al acusador. En presencia del notario (cf. n. 9), que debe dejar constancia por escrito de las preguntas y respuestas, éste las somete a juramento solemne de decir la verdad y de guardar confidencialidad, bajo amenaza, si fuera necesario, de excomunión reservada al Ordinario del lugar o a la Santa Sede (cf. n. 13). Luego debe interrogarlos (Fórmula G) sobre la vida, conducta y reputación pública tanto del acusado como del acusador; si consideran al acusador digno de crédito, o por otra parte capaz de mentir, calumniar o perjurar; y si conocen algún motivo de odio, rencor o enemistad entre el acusador y el acusado.

34. Si las denuncias son varias, nada impide emplear los mismos testigos para todas ellas, o utilizar testigos diferentes para cada una, pero siempre se debe tener cuidado de contar con el testimonio de dos testigos con respecto al 
sacerdote acusado y a cada acusador.

35. Si no pueden encontrarse dos testigos que conozcan cada uno de ellos al acusado y al acusador, o si no pueden ser interrogados sobre los dos al mismo tiempo sin peligro de escándalo o pérdida de la buena reputación, se procederá a las llamadas diligencias divididas (Fórmula H): es decir, interrogar a dos personas sobre el acusado únicamente y a otras dos sobre cada acusador individual. En este caso, sin embargo, habrá que investigar prudentemente desde otras fuentes si los acusadores están afectados por odio, enemistad o cualquier otro sentimiento contra el acusado.

36. Si ni siquiera se pueden realizar diligencias divididas, ya sea porque no se encuentran testigos idóneos, ya sea por un justo temor de escándalo o pérdida de la honorabilidad, esta falta puede suplirse, aunque sea con cautela y prudencia, mediante información extrajudicial, por escrito, sobre el imputado y los acusadores y sus relaciones personales, o incluso mediante pruebas subsidiarias que puedan corroborar o debilitar la acusación.

37. Finalmente, en lo que respecta al tercer ámbito (c), si en las denuncias, como sucede con frecuencia, se nombran otras personas que también pueden haber sido solicitadas, o que por alguna otra razón pueden ofrecer testimonio sobre este delito, todas ellas también serán interrogadas, por separado, en forma judicial (Fórmula I). En primer lugar se les interrogará sobre generalidades, y a medida que se desarrolle el asunto, 
descendiendo a los detalles, se les preguntará si han sido solicitados y de qué manera, o si supieron o escucharon que otras personas habían sido solicitadas (Instrucción de Santo Oficio, 20 de febrero de 1867, núm. 9).

38. Se deberá emplear la mayor discreción al invitar a estas personas a la entrevista; no siempre será apropiado convocarlas al escenario público de la cancillería, especialmente si las personas a interrogar son niñas, mujeres casadas o sirvientas. En tales casos será más aconsejable convocarlas discretamente para ser interrogadas en las sacristías o en otro lugar (por ejemplo, en el lugar de las confesiones), según la prudente estimación del Ordinario o del juez. Si las personas que han de ser examinadas viven en monasterios o en hospitales o en casas religiosas para niñas, deben ser llamadas con gran cuidado y en días diferentes, según las circunstancias particulares (Instrucción del Santo Oficio, 20 de julio de 1890).

39. Lo dicho anteriormente sobre la forma de recibir las denuncias se aplica también, con las debidas adaptaciones, al interrogatorio de otras personas [cuyos nombres fueron] presentados.

40. Si el interrogatorio de estas personas produce resultados positivos, es decir, que el sacerdote investigado u otro resulta estar implicado, las acusaciones deben considerarse como verdaderas denuncias en el sentido propio de la palabra, y se lleve a cabo todo lo prescrito anteriormente en cuanto a la definición del delito, la aportación de precedentes y las diligencias a realizar. 

41. Hecho todo esto, el Ordinario comunicará los actos al promotor de justicia, quien comprobará si todo se ha hecho correctamente o no. Y si [este] concluye que no hay nada en contra de aceptarlas, [el Ordinario] declarará cerrado el proceso de investigación.

Capítulo II – Medidas canónicas y amonestación del acusado

42. Una vez cerradas las diligencias de investigación, el Ordinario, previa audiencia del promotor de justicia, ha de proceder de la siguiente forma, a saber:
a) si resulta evidente que la denuncia es totalmente infundada, ordenará que se haga constar este hecho en las actas y que se destruyan los documentos de acusación;

b) si las pruebas de un delito son vagas e indeterminadas, o inciertas, ordenará el archivo de los actos, para ser reavivados si en el futuro sucediera otra cosa;

c) si, no obstante, los indicios de delito se consideran lo suficientemente graves, pero aún no suficientes para presentar una denuncia formal -como ocurre especialmente cuando sólo hay una o dos denuncias con diligencias regulares pero que carecen o contienen pruebas subsidiarias insuficientemente sólidas (cf. Núm. 36), o incluso cuando hay varias [denuncias] pero con diligencias inciertas o ninguna - debe ordenar que el acusado sea amonestado, según los diversos tipos de casos (Fórmula M), con una primera o una segunda amonestación, paternal, grave o gravísima según la norma del canon 2307, añadiendo, si es necesario, la amenaza explícita de un proceso en caso de que se presente alguna otra nueva acusación contra él. Las actas, como se ha dicho, se conservarán en los archivos y se vigilará durante un tiempo la conducta del acusado. (Canon 1946, §2, núm. 2);

d) finalmente, si existen argumentos ciertos o al menos probables para llevar la acusación a juicio, debe ordenar que el demandado sea citado y formalmente acusado.
Art. 43. La advertencia a que se refiere el inciso c) anterior deberá hacerse siempre en forma confidencial; sin embargo, también puede darse por carta o por intermediario personal, pero en cada caso debe acreditarse mediante un documento que se conservará en el archivo secreto de la Curia (cf. Canon 2309, §§ 1 y 5), junto con información sobre la forma en que el demandado la aceptó.

44. Si, tras la primera advertencia, se formulan otras acusaciones contra el mismo acusado en relación con actos de captación ocurridos con anterioridad a dicha advertencia, el Ordinario deberá determinar, en conciencia y según su propio criterio, si la primera advertencia debe considerarse suficiente o si, por el contrario, debe proceder a una nueva advertencia, o incluso a la siguiente fase (Ibidem, §6).

45. El promotor de justicia tiene derecho a recurrir estas medidas canónicas, y el acusado tiene derecho a recurrir a la Sagrada Congregación del Santo Oficio dentro de los diez días siguientes a su expedición o notificación. En este caso, las actas de la causa deben remitirse a la misma Sagrada Congregación, conforme a lo prescrito en el canon 1890.

46. ​​Estas [medidas], sin embargo, incluso si se han puesto en práctica, no extinguen una acción penal. En consecuencia, si posteriormente se recibieran otras acusaciones, también será necesario tener en cuenta las cuestiones que motivaron las medidas canónicas antes mencionadas.

Capítulo III - De la lectura de cargos del acusado

47. Una vez que se dispone de pruebas suficientes para formular una acusación formal, como se indicó anteriormente en el número 42 (d), el Ordinario –después de haber escuchado al promotor de justicia y observado, en la medida en que la naturaleza particular de estas causas lo permite, todo lo dispuesto en el Libro IV, Título VI, Capítulo II, del Código [de Derecho Canónico] sobre la citación e insinuación de actos judiciales– emitirá un decreto (Fórmula O) citando al demandado a comparecer ante sí mismo o ante un juez que ha delegado (cf. n. 5), para ser acusado de los delitos que se le imputan; en el tribunal del Santo Oficio. Esto se conoce comúnmente como “someter al acusado a los cargos” [Reum constitutis subiicere]. Deberá velar por que el decreto sea comunicado al demandado en la forma prescrita por la ley.

48. Cuando el acusado, habiendo sido citado, ha comparecido, antes de formularse formalmente los cargos, el juez le exhortará de manera paternal y gentil a que haga una confesión; si acepta estas exhortaciones, el juez, habiendo citado al notario o incluso, si lo considera más conveniente (cf. n. 9), sin la presencia de éste, deberá recibir la confesión.

49. En tal caso, si la confesión se considera, a la luz del proceso, sustancialmente completa, una vez que el Promotor de Justicia haya presentado un dictamen escrito, la causa podrá concluirse con sentencia definitiva, omitiendo todas las demás formalidades (ver más abajo, Capítulo IV). Sin embargo, se le dará al acusado la opción de aceptar esa sentencia o solicitar el curso normal de un juicio.

50. Si, por el contrario, el acusado ha negado el delito, o ha hecho una confesión que no es sustancialmente completa, o incluso ha rechazado una sentencia dictada sumariamente sobre la base de su confesión, el juez, en presencia del notario, deberá leerle el decreto antes mencionado en el núm. 47, y declarar abierto el proceso.

51. Abierta la acusación, el juez, a tenor del canon 1956, oído el promotor de justicia, puede suspender al acusado, bien completamente del ejercicio del sagrado ministerio, bien únicamente de la confesión sacramental de los fieles, hasta la conclusión del proceso. Si sospecha, sin embargo, que el acusado es capaz de intimidar o subyugar a los testigos, o de otra manera obstaculizar el curso de la justicia, puede también, habiendo oído de nuevo al promotor de justicia, ordenarle que se retire a un lugar específico y que permanezca allí bajo supervisión especial (Canon 1957). No existe recurso legal contra ninguno de estos decretos (Canon 1958).

52. Después de esto, el interrogatorio del acusado se lleva a cabo de acuerdo con la Fórmula P, con el mayor cuidado por parte del juez para que no se revele la identidad de los acusadores y especialmente de los denunciantes, y por parte del acusado para que no se viole de ninguna manera el sello sacramental. Si el acusado, hablando acaloradamente, deja escapar algo que pudiera sugerir una violación directa o indirecta del secreto, el juez no debe permitir que el notario lo haga constar en las actas; y si, por casualidad, algo así se ha relatado involuntariamente, debe ordenar, tan pronto como llegue a su conocimiento, que se borre por completo. El juez debe recordar siempre que nunca le está permitido obligar al demandado a prestar juramento de decir la verdad (cf. canon 1744).

53. Cuando el interrogatorio del demandado haya concluido en todos sus detalles y los actos hayan sido revisados ​​y aprobados por el Promotor de Justicia, el juez dictará el decreto que ponga fin a esta fase de la causa (Can. 1860); si es juez delegado, remitirá todas las actas al Ordinario.

54. Sin embargo, si el acusado se muestra contumaz o, por razones muy graves, los cargos no pueden ser presentados en la Curia diocesana, el Ordinario, sin perjuicio de su derecho de suspender al acusado a divinis, debe aplazar toda la causa al Santo Oficio.

Capítulo IV - De la discusión de la causa, de la sentencia definitiva y del recurso de apelación

55. El Ordinario, al recibir las actas, a menos que quiera proceder él mismo a la sentencia definitiva, debe delegar en un juez (cf. n. 5), diferente, en la medida de lo posible, de aquel que llevó a cabo la investigación o el procesamiento. (cf. Canon 1941, §3). Sin embargo, el juez, ya sea el ordinario o su delegado, deberá conceder al abogado del demandado, según su prudente criterio, un plazo adecuado para preparar la defensa y presentarla por duplicado, debiendo entregarse una copia al propio juez y la otra al promotor de justicia (cf. Cánones 1862-63-64). También el promotor de justicia, dentro del plazo igualmente fijado por el juez, deberá presentar por escrito su escrito fiscal (prequisitoriam), como ahora se denomina (Fórmula Q).

56. Finalmente, después de un intervalo adecuado (Canon 1870), el juez, siguiendo su conciencia formada por los actos y las pruebas (Canon 1869), pronunciará la decisión definitiva, ya sea de condena [sententia condenatoria], si está seguro del delito, o de absolución [sentitia absolutoria], si está seguro de la inocencia [del acusado]; o de libertad [sententia dimissoria], si es invenciblemente dudoso por falta de pruebas.

Art. 57. La sentencia escrita debe redactarse según las fórmulas respectivas anexas a esta Instrucción, con la adición de un decreto ejecutorio (Canon 1918), y comunicada previamente al Promotor de Justicia. Luego se comunicará oficialmente en presencia de notario al demandado, citado para comparecer por este motivo ante el juez en sesión. Sin embargo, si el demandado, rechazando la citación, no comparece, la comunicación de la sentencia se hará mediante carta cuyo recibo se acredite por el servicio público de correos.

58. Tanto el demandado, si se considera agraviado, como el promotor de justicia tienen derecho a apelar [esta sentencia] ante el Supremo Tribunal del Santo Oficio, según lo prescrito en los cánones 1879 y siguientes, dentro de los diez días siguientes a su comunicación oficial; tal apelación tiene efecto suspensivo, mientras que la suspensión del demandado de la audiencia de confesiones sacramentales o del ejercicio del sagrado ministerio (cf. n. 51), si se le impuso, permanece en vigor.

59. Una vez debidamente interpuesto el recurso, el juez deberá transmitir al Santo Oficio lo más rápidamente posible copia auténtica, o incluso el propio original, de todos los actos de la causa, añadiendo cuantas informaciones estime necesarias o convenientes (Canon 1890).

60. Finalmente, respecto de la demanda de nulidad, si se interpusiere, se observarán escrupulosamente las prescripciones de los cánones 1892-97; en cuanto a la ejecución de la pena, se observarán las prescripciones de los cánones 1920-24, según la naturaleza de estas causas.


TÍTULO TERCERO

SANCIONES

61. “Quien haya cometido el delito de solicitación... será suspendido de la celebración de la Misa y de oír confesiones sacramentales e incluso, en vista de la gravedad del delito, declarado incapaz de oírlas. Se le privará de todos los beneficios, dignidades, voz activa y pasiva, y se le declarará incapaz para todo ello, y en los casos más graves, incluso se le someterá a la reducción al estado laico [degradatio]” . Así lo establece el Canon 2368, §1 del Código [de Derecho Canónico].

62. Para una correcta aplicación práctica de este canon, al determinar, a la luz del canon 2218, §1, penas justas y proporcionadas contra los sacerdotes condenados por el delito de solicitación, se deben tener especialmente en cuenta las siguientes cosas al evaluar la gravedad del delito, a saber: el número de personas solicitadas y su condición -por ejemplo, si son menores de edad o especialmente consagradas a Dios por votos religiosos-; la forma de solicitud, especialmente si podría estar relacionada con falsa doctrina o falso misticismo; no sólo la vileza formal sino también material de los actos cometidos, y sobre todo la conexión de la solicitación con otros delitos; la duración de la conducta inmoral; la reincidencia del delito; la reincidencia tras una amonestación y la obstinada malicia del abogado.

63. Se debe recurrir a la pena extrema de reducción al estado laical - que para los religiosos acusados puede ser conmutada por la reducción al estado de hermano laico [conversus] - sólo cuando, consideradas todas las cosas, parece evidente que el acusado, en la profundidad de su malicia, en su abuso del sagrado ministerio, con grave escándalo para los fieles y daño para las almas, ha alcanzado tal grado de temeridad y costumbre, que no parece haber esperanza, humanamente hablando, o casi ninguna esperanza, de su enmienda.

64. En estos casos, a las penas propiamente dichas, deberán añadirse las siguientes sanciones complementarias, para que su efecto se alcance de manera más plena y segura, a saber:
a) A todos los reos que hayan sido condenados judicialmente se les impondrán penitencias saludables, adecuadas a la especie de las faltas cometidas, no como sustitutos de las penas propias en el sentido del canon 2312, § 1, sino como complemento de ellas, y entre ellas (cf. Can. 2313) principalmente los ejercicios espirituales, que deben realizarse durante un número determinado de días en alguna casa religiosa, con suspensión de la celebración de la Misa durante ese período.

b) A los acusados que han sido condenados y han confesado, además, se les debe imponer una abjuración, según la variedad de casos, de la leve o fuerte sospecha de herejía en la que incurren los sacerdotes solicitantes debido a la naturaleza misma del delito, o incluso de herejía formal, si por casualidad el delito de solicitación estuviera relacionado con la falsa enseñanza.

c) Los que corren peligro de recaer y, más aún, los reincidentes, deben ser sometidos a vigilancia especial (Canon 2311).

d) Todas las veces que, según el prudente juicio del Ordinario, parezca necesario, ya sea para la enmienda del delincuente, la remoción de una ocasión cercana [de pecado], o la prevención o reparación de un escándalo, se añadirá una orden de residir en un lugar determinado o una prohibición del mismo (Canon 2302).

e) Por último, puesto que, en razón del sello sacramental, nunca puede tenerse en cuenta en el fuero externo el delito de absolver a un cómplice, tal como se describe en la Constitución Sacramentum Poenitentiae, al final de la sentencia condenatoria debe añadirse una advertencia al reo para que, si ha absuelto a un cómplice, provea a su conciencia recurriendo a la Sagrada Penitenciaría.
65. De acuerdo con la norma del canon 2236, § 3, todas estas penas, en cuanto impuestas por el derecho, no pueden, una vez aplicadas de oficio por el juez, ser condonadas sino por la Santa Sede, a través de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio.


TÍTULO CUARTO

COMUNICADOS OFICIALES

66. Ningún Ordinario debe dejar de informar al Santo Oficio inmediatamente después de recibir cualquier denuncia del delito de solicitación. Si se trata de un sacerdote, ya sea secular o religioso, que tiene residencia en otro territorio, debe enviar al mismo tiempo (como ya se ha dicho anteriormente, n. 31) al Ordinario del lugar donde vive actualmente el sacerdote denunciado o, si ésta se desconoce, al Santo Oficio, copia auténtica de la propia denuncia con las diligencias practicadas con el mayor detalle posible, junto con las oportunas informaciones y declaraciones.

67. Todo Ordinario que haya iniciado un proceso contra un sacerdote solicitante no debe dejar de informar a la Sagrada Congregación del Santo Oficio y, si se trata de un religioso, también al Superior General del sacerdote, sobre el resultado de la causa.

68. Si un sacerdote condenado por delito de solicitación, o incluso simplemente amonestado, trasladara su residencia a otro territorio, el Ordinario a quo debe advertir inmediatamente al Ordinario ad quem del historial del sacerdote y de su situación jurídica.

69. Si un sacerdote que, por causa de solicitación, ha sido suspendido de oír confesiones sacramentales, pero no de la predicación sagrada, va a predicar a otro territorio, el Ordinario de ese territorio debe ser informado por su Superior, ya sea seglar o religioso, que no puede ser empleado para escuchar confesiones sacramentales.

70. Todas estas comunicaciones oficiales se harán siempre bajo el secreto del Santo Oficio; y, como son de la mayor importancia para el bien común de la Iglesia, el precepto de hacerlo es obligatorio bajo pena de [pecado] grave.


TITULO QUINTO

CRIMEN PESSIMUM

71. El término crimen pessimum [“el crimen más repugnante”] se entiende aquí como cualquier acto obsceno externo, gravemente pecaminoso, perpetrado o intentado por un clérigo de cualquier forma con una persona de su propio sexo.

72. Todo lo establecido hasta aquí sobre el delito de solicitación es también válido, con el cambio sólo de aquellas cosas que la naturaleza del asunto requiere necesariamente, para el crimen pessimum, si algún clérigo (Dios no lo quiera) llegara a ser acusado de ello ante el Ordinario del lugar, excepto que la obligación de denuncia [impuesta] por el derecho positivo de la Iglesia [no se aplica] a menos que tal vez se unió con el delito de solicitación en la confesión sacramental. Para determinar las penas contra los delincuentes de este tipo, además de lo que se ha dicho anteriormente, se debe tener en cuenta también el canon 2359, § 2.

73. Se equipara con el crimen pessimum, en lo que respecta a sus efectos penales, cualquier acto obsceno externo, gravemente pecaminoso, perpetrado o intentado por un clérigo de cualquier forma con niños preadolescentes [impuberes] de cualquier sexo o con animales brutos (bestialitas).

74. Contra los clérigos culpables de estos delitos, si son religiosos exentos –y salvo que al mismo tiempo se produzca el delito de solicitación–, también pueden proceder los Superiores religiosos, según los sagrados Cánones y sus propias Constituciones, ya sea administrativamente o judicialmente. Sin embargo, deberán comunicar siempre la sentencia dictada, o la decisión administrativa en los casos más graves, a la Suprema Congregación del Santo Oficio. Los Superiores de un religioso no exento sólo pueden proceder administrativamente. En el caso de que el culpable haya sido expulsado de la vida religiosa, la expulsión no produce efectos hasta que haya sido aprobada por el Santo Oficio.


DE UNA AUDIENCIA CON EL SANTO PADRE, 16 DE MARZO DE 1962

Su Santidad el Papa Juan XXIII, en audiencia concedida al Eminentísimo Cardenal Secretario del Santo Oficio el 16 de marzo de 1962, amablemente aprobó y confirmó esta Instrucción, ordenando a los responsables que la observen y se aseguren de que se cumpla en cada detalle.

Dado en Roma, desde la Oficina de la Sagrada Congregación, el 16 de marzo de 1962.

CARDENAL ALFREDO OTTAVIANI


viernes, 11 de mayo de 2001

SOLLICITUDO OMNIUM ECCLESIARUM (7 DE AGOSTO DE 1814)


BULA DE RESTAURACION

SOLLICITUDO OMNIUM ECCLESIARUM

PÍO VII

El papa Pío, siervo de los siervos de Dios. Para dar fe en el futuro.

1. La solicitud de todas las Iglesias confiadas por Dios a nuestra humildad, aunque insuficiente por méritos y por fuerza, nos obliga a poner a disposición todos los medios que están en nuestro poder y que nos son provistos por la divina Providencia para socorrer oportunamente a las necesidades espirituales del mundo cristiano, en tanto lo componen las diversas y múltiples vicisitudes de los tiempos y de los lugares, sin diferencia de pueblos y de naciones.

2. Deseosos de satisfacer al deber de nuestro trabajo pastoral, tan pronto como el aún vivo Francesco Kareu y otros sacerdotes seculares que viven desde hace muchos años en el vastísimo imperio ruso, y una vez agregados a la Compañía de Jesús, suprimida por nuestro predecesor Clemente XIV de feliz memoria, nos presentaron su petición en la cual suplicaban nuestra autorización para permanecer unidos en un solo cuerpo, para, según su institución, emplearse más ágilmente en el instruir a la juventud en las cuestiones de la fe, y en educarla en las buenas costumbres, ejercitar el oficio de la predicación, escuchar las confesiones y administrar los otros sacramentos, nosotros juzgamos oportuno consentir su solicitud, aun más gustosos cuando el emperador Paolo Primero, ahora reinante, nos había recomendado cordialmente a tales sacerdotes con su gentilísima carta del 11 de agosto, dirigida a nosotros, en la cual, comunicando su singular benevolencia hacia ellos, declaraba que le sería agradable si, por el bien de los católicos de su imperio, la Sociedad de Jesús fuese establecida por nuestra disposición.

3. Por tal cosa, considerando nosotros con ánimo atento cuán grandes utilidades serían derivadas a aquellas vastísimas regiones casi privadas de trabajadores evangélicos, y cuánto aumento habrían aportado a la Religión Católica eclesiásticos de tal condición, las justas prácticas de las cuales eran ponderados con tantos elogios por el continuo esfuerzo, por el ferviente celo dedicado a la salud de las almas y por la predicación de la palabra de Dios, nosotros hemos considerado razonable consentir los deseos de un príncipe tan grande y benéfico. Por lo tanto, con nuestra carta en forma de breve, el 7 de marzo de 1801 hemos concedido al ya nombrado Francesco Kareu y a sus allegados habitantes del imperio ruso, o a aquellos que allá fuesen reunidos de otras partes, la facultad de unirse en un cuerpo, o congregación de la Sociedad de Jesús, y acordada la libertad de reunirse en una o más casas, según la autorización del Superior, pero solamente dentro de los confines del imperio ruso, y hemos designado, con nuestro beneplácito y de la Sede Apostólica, Prepósito General de la tal congregación al mismo Sacerdote Francesco Kareu, con las facultades necesarias y oportunas para mantener y seguir la Regla de San Ignacio de Loyola, aprobada y confirmada con sus Constituciones por nuestro predecesor Pablo III de feliz memoria. Esto, a fin de que los socios reunidos en un grupo religioso se ocupasen de educar a la juventud en la religión y en las buenas costumbres, a regir seminarios y colegios y, con la aprobación y el consenso de los oriundos de los lugares, escuchar las confesiones, anunciar la palabra de Dios y administrar libremente los sacramentos. Acogemos a la congregación de la Compañía de Jesús bajo la directa tutela y sujeción nuestra y de la sede apostólica, y reservamos a nosotros y a nuestros sucesores decidir y establecer aquellas cosas que nos parecieran en el Señor eficaces para reforzarla, presidirla y purgarla de aquellos abusos y aquellos vicios que acaso se habrían podido introducir. A tal efecto nosotros expresamente hemos derogado de las constituciones apostólicas, estatutos, costumbres, privilegios e indultos que de algún modo fueron concedidos y confirmados en oposición a nuestra carta preliminar, especialmente a la carta apostólica del mencionado Clemente XIV, que comienza Dominus ac Redemptor Noster en aquellas partes, solamente, que fuesen contrarias a nuestra citada carta en forma de breve, cuyo principio es “Catholicae” y escrita sólo para el Imperio de Rusia.

4. Las decisiones que hemos tomado para el Imperio Ruso, no mucho tiempo después hemos juzgado oportuno extenderlas al Reino de las Dos Sicilias, a petición de nuestro querido hijo en Cristo, el rey Fernando, quien pidió que la Sociedad de Jesús fuese establecida en su jurisdicción y en sus estados de la misma manera en la cual fue establecida por nosotros en el mencionado imperio, dado que en aquellos tiempos funestos él pensaba ayudarse de la obra especialmente de los clérigos regulares de la Sociedad de Jesús para educar en la piedad cristiana y en el temor de Dios —que es el principio de la sabiduría— y para instruir en las letras y en la ciencia a la juventud en los colegios y escuelas públicas. Nosotros, deseosos de asentir a los píos deseos de tan ilustre príncipe, que contemplaban únicamente a la mayor gloria de Dios y a la salud de las almas, por deber de nuestro pastoral oficio hemos extendido nuestra carta, redactada para el Imperio Ruso, al Reino de las Dos Sicilias, con una nueva carta similar en forma de breve, que comienza “Per alias”, expedida el 30 de julio de 1804.

5. Urgentes y apremiantes solicitudes para la restauración de la misma Compañía de Jesús, con unánime consenso de casi todo el mundo cristiano nos llegan cada día de nuestros Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos, y de las Ordenes y sectores de todos los personajes insignes, especialmente desde que se difunde por todos lados la fama de los frutos fértiles que esta Sociedad había producido en las mencionadas regiones; puesto que ella era día a día fecunda con su prole en aumento, se creía oportuno adornar y dilatar ampliamente el campo del Señor.

6. La misma dispersión de las piedras del santuario debida a las recientes calamidades y vicisitudes (las cuales conviene más deplorar que llamar a la memoria), la disciplina ruinosa de las Ordenes Regulares (esplendor y salvación de la Religión y de la Iglesia Católica) en las cuales amparar todos nuestros pensamientos y todos nuestros cuidados son ahora enviados, exigen que demos nuestro consentimiento a votos tan justos y tan difundidos. Por lo tanto, nosotros nos creeremos reos de gravísimo delito en presencia del Señor si en necesidad tan grave de la cosa pública desatendiésemos de realizar aquellas ayudas saludables que Dios, con singular providencia, nos provee, y si nosotros, colocados en la barca de Pedro agitada y sacudida por continuas vorágines, lanzáramos a los remeros expertos y valerosos, los cuales se ofrecen a romper las olas del piélago, que en cada momento nos amenazan con el naufragio y la ruina.

7. Inducidos por el peso de tantas y tan fuertes razones y por motivos tan graves que sacudían nuestro ánimo, nosotros hemos finalmente deliberado efectuar aquello que considerablemente deseábamos hacer desde el principio de nuestro pontificado. Por lo tanto, después de haber implorado con férvidas oraciones la ayuda divina, oídas las opiniones y consejos de muchos Venerables Hermanos nuestros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, de cierta ciencia y con la plena potestad apostólica hemos deliberado ordenar y establecer, como un hecho con esta nuestra Constitución, que deberá valer a perpetuidad, ordenamos y establecemos que todas las concesiones y todas las facultades acordadas por nosotros únicamente para el Imperio Ruso y para el Reino de las Dos Sicilias, ahora se entiendan extensas, y por extensas se tengan, así como realmente las extendemos, a todo nuestro Estado Eclesiástico y a todos los otros estados y gobiernos.

8. Por lo tanto, concedemos y acordamos al amado hijo, el Sacerdote Tadeo Borzozowski, actual Prepósito General de la Compañía de Jesús, y a los otros por él legítimamente designados, todas las necesarias y oportunas facultades, a nuestro beneplácito y de la Sede Apostólica, de poder admitir y agregar libre y lícitamente en todos los ya mencionados estados y gobiernos a todos quienes soliciten ser admitidos y agregados a la Orden Regular de la Compañía de Jesús los cuales, congregados en una o más Casas, en uno o más Colegios, en una o más Provincias, y distribuidos según la exigencia de las circunstancias bajo la obediencia del Prepósito General pro tempore, conformasen su manera de vivir según las prescripciones de la Regla de San Ignacio de Loyola aprobada y confirmada por las Constituciones Apostólicas de Pablo III. Concedemos ahora y declaramos que para atender e instruir a la juventud en las nociones de la Religión Católica y para adiestrarla en las buenas costumbres, sea su derecho libre y lícitamente regir Seminarios y Colegios, y con el consenso y la aprobación de los oriundos de los lugares en los cuales ocurriese que ellos permanecieran, escuchar confesiones, predicar la palabra de Dios y administrar sacramentos. Así, todos los colegios, las casas, las provincias y los socios unidos de tal modo, y que en un futuro se unirán y agregarán, que nosotros los recibimos desde este momento bajo la inmediata tutela, presidio y obediencia nuestra, y de esta Apostólica Sede, reservando a nosotros y a los pontífices romanos sucesores nuestros establecer y prescribir aquellas cosas que encuentren conveniente establecer y prescribir para fundamentalmente consolidar, dotar y purgar a la propia Sociedad de aquellos abusos, que acaso se hubieran introducido, que remueva Dios.

9. Por cuanto podemos en el Señor, exhortamos a todos y a cada uno, Superiores, Prepósitos, Rectores, Socios y Alumnos de esta restablecida Sociedad a mostrarse en cada lugar y tiempo fieles seguidores e imitadores de su tan gran Padre y Fundador, a observar exactamente la Regla por él redactada y prescrita, y a procurar seguir con sumo fervor los avisos y consejos por él dejados a sus hijos.

10. Finalmente, recomendamos grandemente en el Señor a la antedicha Sociedad, y a cada uno de sus hijos, a los amados hijos en Cristo, los ilustres y nobles príncipes y señores temporales, como también a los Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos, y a los otros constituidos en cualquier dignidad, y los exhortamos y rogamos no sólo a no permitir que sean molestados por quien sea, sino a recibirlos benignamente y con aquella caridad que es apropiada.

11. Decretamos que la presenta carta y cada cosa en ella contenida sea y deba ser siempre y en perpetuidad válida, firme y eficaz, y que consiga y obtenga sus plenos y enteros efectos, y sea por todos, y por cada uno, a quien compete y en algún modo competerá, inviolablemente observada. De igual forma, y no de otro modo, determinamos que en todas las cosas anticipadas y en cada una de ellas se juzgue y se defina por medio de cualquier juez, de cualquier autoridad investida, y si alguien por cualquier autoridad, consciente o ignorantemente, se arriesga a proceder diferentemente sobre tales cosas, queremos que todo permanezca inútil y sin ningún valor.

12. No obstante, las Constituciones y las Ordenanzas Apostólicas, y especialmente la mencionada carta en forma de breve de Clemente XIV de feliz memoria, la cual comienza “Dominus ac Redemptor Noster”, bajo el anillo del Pescador del 21 de julio de 1773, por los efectos antes dichos expresa y especialmente manifestamos derogada, y a cualquier otra cosa contraria, análoga.

13. Queremos pues que a las copias y a los ejemplares de la presente carta, si bien impresos, escritos a mano por cualquier público notario, y dotados del sigilo de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste la misma fe, tanto en juicio como fuera de aquél, que se haría por el presente original, si fuese exhibido o mostrado.

14. Por lo tanto, no sea lícito a ninguno romper u oponerse con temeridad a esta carta de nuestra ordenanza, estatuto, extensión, concesión, indulto, facultad, declaración, reserva, aviso, decreto y deroga. Si alguno presumiese tentar aquello, sepa que incurrirá en la indignación de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo.

Dada en Roma, cerca de Santa María la Mayor, en el año de la Encarnación del Señor 1814, el 7 de agosto, en el año quindécimo de nuestro pontificado.

Pío VII


jueves, 10 de mayo de 2001

ANNUS QUI HUNC (19 DE FEBRERO DE 1749)


ENCÍCLICA

ANNUS QUI HUNC

DEL SUPREMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV


A los Obispos de los Estados Pontificios.

Venerables hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

Al final del año en curso, lo que vendrá –como bien sabéis– será el año del Jubileo, conocido como Año Santo. Puesto que -por la suprema misericordia de Dios- la guerra ha terminado y se ha hecho la paz entre los Príncipes beligerantes, se puede esperar que habrá una gran concurrencia de extranjeros y peregrinos de todas las naciones, incluso de las más lejanas, a esta nuestra Ciudad de Roma. Oramos sinceramente y hacemos orar a Dios, para que todos los que vengan obtengan el fruto espiritual de las santas Indulgencias, y haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que esto suceda. Deseamos también que todos los que vengan a Roma, no salgan de ella escandalizados, sino llenos de edificación por lo que habrán visto no sólo en Roma, sino también en todas las ciudades de los Estados Pontificios por las que tendrán que pasar, tanto al venir como al volver a sus patrias.

En lo que respecta a Roma, ya hemos tomado algunas medidas y no dejaremos de tomar otras. Necesitamos vuestro celo y vuestra atención experimentada a lo que pertenece a la ciudad y diócesis que vosotros gobernáis encomiablemente. Si Nos prestáis la ayuda necesaria, como esperamos, no sólo se conseguirá el fin deseado por Nosotros, es decir, que los extranjeros salgan edificados y no escandalizados por Nosotros, sino que de ello se derivará otro buen efecto, es decir, que las cosas ordenadas por Nosotros y realizadas por vosotros determinarán la buena disciplina no sólo en el Año Santo, sino durante mucho tiempo por venir. Se repetirá lo que sucede precisamente en Vuestras Visitas Pastorales; la experiencia demuestra que los visitados, ante la inminencia de la Visita, hacen ciertas cosas, corrigen ciertas faltas para no ser reprendidos por Ella, y para no exponerse al debido castigo; el bien hecho con ocasión de la Visita perdura también en el tiempo siguiente.

1. Pero yendo a lo particular, lo primero que recomendamos es que las Iglesias estén en buen estado, limpias, sin mancha y provistas de mobiliario sagrado; se necesita poco para comprender que si los extranjeros vieran las Iglesias de las Ciudades y Diócesis del Estado Eclesiástico en mal estado, sucias o sin mobiliario sagrado, o provistas de mobiliario andrajoso digno de suspensión, volverían a sus países llenos de horror e indignación. Queremos subrayar que no hablamos de la suntuosidad y magnificencia de los templos sagrados, ni de la preciosidad de los muebles sagrados, sabiendo como sabemos que no se pueden tener en todas partes. Hablamos de la decencia y la limpieza que nadie puede descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza. Entre los otros males de que está afligida la Iglesia de Dios, también se quejaba de esto el Venerable Cardenal Belarmino cuando decía: “Paso en silencio lo que se ve en ciertos lugares: los vasos sagrados y los ornamentos que se usan en la celebración de los Misterios son despreciables y sucios, y del todo indignos de ser usados en los tremendos Misterios. Puede ser que los que usan estos objetos sean pobres; esto es posible, pero si no es posible tener muebles preciosos, al menos cuidaos de que tales muebles sean limpios y decorosos”. Benedicto XIII, de santa memoria y benefactor Nuestro, que tanto trabajó durante su vida por la recta disciplina y por la decencia en las Iglesias, solía poner como ejemplo las Iglesias de los Padres Capuchinos, que eran supremamente pobres y supremamente limpias. Dresselius, en el volumen 17 de sus obras impresas en Munich, en el tratado titulado Gazophylacium Christi (§ 2, cap. 2, p. 153), escribe: “Lo primero y más importante que debe cuidarse en las Iglesias es la limpieza. No sólo debe haber el mobiliario necesario para el culto, sino que, en la medida de lo posible, deben estar extremadamente limpias”. Con toda razón arremete contra quienes tienen sus casas bien amuebladas y dejan las Iglesias y los Altares en el miserable estado en que se ven: “Hay quienes tienen casas absolutamente amuebladas y adornadas de todo, pero en sus Iglesias y Capillas todo es escuálido; los Altares están sin adornos y cubiertos con manteles andrajosos y mugrientos; en todo lo demás reina la confusión y la suciedad” (Dresselius, Gazophylacium Christi, § 2, cap. 2).

El gran doctor de la Iglesia San Girolamo, en su carta a Demetriade, se mostró muy indiferente a si las Iglesias eran pobres o ricas: “Que otros construyan Iglesias, recubran sus paredes con losas de mármol, levanten columnas majestuosas, doren sus capiteles, no sentencio sobre adornos tan preciosos; a los que decoran las puertas con marfil y plata y cubren los altares dorados con piedras preciosas, no los culpo ni los impido. Que cada uno abunde en sus propios sentimientos: es mejor hacerlo que ser tacaño guardando las riquezas acumuladas”. En cambio, declaró abiertamente que valoraba la limpieza de las Iglesias cuando alabó con grandes elogios a Nepoziano, que siempre había tenido cuidado de mantener limpias las Iglesias y los altares, como leemos en el epitafio del propio Nepoziano que el Santo escribió a Heliodoro: “Trabajaba con mucho cuidado para que el Altar estuviera limpio, las paredes no estuvieran cubiertas de hollín, los pisos estuvieran limpios, el portero estuviera siempre presente en la entrada; las puertas siempre estaban provistas de cortinas, la sacristía estaba limpia, los vasos sagrados brillaban y en todas las ceremonias no faltaba nada. No descuidaba ningún deber, grande o pequeño”. Ciertamente, hay que tener mucho cuidado y diligencia para que no suceda a la deshonra del Orden Eclesiástico, lo que el citado cardenal Belarmino dice que le sucedió a él: “Yo -dice- una vez, estando de viaje, fui hospedado por un noble obispo que era muy rico; vi su palacio resplandeciente de jarrones de plata y la mesa cubierta de las más exquisitas viandas. Todo lo demás era también resplandeciente y los manteles estaban dulcemente perfumados. Pero al día siguiente, habiendo bajado por la mañana temprano a la Iglesia contigua al palacio para celebrar las sagradas funciones, encontré un contraste absoluto: todo era despreciable y repugnante, tanto que tuve que ponerme violento para atreverme a celebrar los divinos Misterios en semejante lugar y con semejante aparato”.

2. La segunda cosa sobre la que llamamos vuestra atención se refiere a las Horas Canónicas, si son cantadas o recitadas en el Coro según la práctica de cada Iglesia, con la debida diligencia, por quienes están obligados a ellas. Pues nada hay más denigrante y pernicioso para la disciplina eclesiástica que entrar en las Iglesias y ver y oír cantar o recitar con desprecio las Horas Canónicas en el Coro. Conocéis bien la obligación que tienen los Canónigos y los empleados al servicio de las Iglesias Metropolitanas, Catedralicias o Colegiatas, de cantar todos los días las Horas Canónicas en el Coro, y que esta obligación no se cumple si no se hace todo con absoluta devoción.

El Sumo Pontífice Inocencio III en el Concilio de Letrán (al que se refiere el capítulo Dolentes, de Celebratione Missarum) habla de la citada obligación en los siguientes términos:  “Mandamos estrictamente, en virtud de la obediencia, celebrar el Oficio Divino, tanto de noche como y de día, en la medida de lo posible, con diligencia y devoción”. (La Iglesia, al explicar la palabra estudioso -con diligencia- añade que se refiere a la pronunciación exacta y completa de las palabras; y en cuanto al término devota -con devoción- señala que se refiere al fervor del alma).

Nuestro predecesor Clemente V durante el Concilio de Viena, en su Constitución que se encuentra entre los Clementinos y que comienza con la palabra Grave, bajo el título De Celebratione Missarum habla con el mismo lenguaje: “En las Iglesias catedralicias, regulares y colegiatas, la salmodia se reza a las horas señaladas, y con devoción”.

El Concilio de Trento, al tratar sobre las obligaciones de los Cánones Seculares, dice: “Todos deben estar obligados a asistir a los Oficios, personalmente y no por medio de sustitutos; asistir y servir al Obispo cuando celebra o desempeña alguna otra función pontificia; y finalmente alabar el nombre de Dios con himnos y cánticos, con reverencia, claridad y devoción, y esto en el Coro instituido para la salmodia” (Conc. Trid., ses. 24, cap. 12, De reformatione). De lo cual se sigue que hay que tener mucho cuidado para que el canto no sea apresurado: o más apresurado de lo que conviene; se toman descansos en los puntos indicados; una parte del coro no comienza el verso del Salmo si la otra parte no ha terminado el suyo. He aquí las palabras precisas del Concilio de Saumur del año 1253: “Nec prius Psalmi una pars Chori versiculum incipiat, quam ex altera praecedentes Psalmi, et versiculi finiantur”.

Finalmente, el canto debe realizarse al unísono de voces y el coro debe ser dirigido por una persona experta en canto eclesiástico (cantando en voz baja o quieta). Este es el canto que San Gregorio Magno, nuestro predecesor, tanto se esforzó por regular y ordenar según los cánones del arte musical, como atestigua Juan Diácono en su Vida sobre él (libro 2, cap. 7). A lo cual no sería difícil añadir muchas bellas informaciones de la erudición eclesiástica sobre el origen del canto de la Iglesia, sobre la Escuela de Cantores y sobre el Primicerio que la presidía; pero dejando a un lado lo que parece menos útil, volvamos al punto del cual nos hemos desviado un poco, para continuar el tema comenzado. Este canto es el que excita las almas de los fieles a la devoción y a la piedad; es también el que, si se ejecuta en las Iglesias de Dios según las reglas y el decoro, es escuchado con más gusto por los hombres devotos y, con razón, es preferido al canto llamado figurado. Los monjes aprendieron este canto de los Sacerdotes seculares, como bien informa James Eveillon: “El virtuosismo de cualquier armonía musical se vuelve ridículo para los oídos devotos, cuando se compara con el canto llano y la salmodia simple, si ésta está bien interpretada. Por eso hoy el pueblo fiel abandona las Iglesias Colegiatas y Parroquiales y corre gustoso y ansioso a las Iglesias de los Monjes, quienes, teniendo la piedad como maestra del culto divino, salmodian santamente con moderación y -como ya dijo el Príncipe de los Salmistas- con sabiduría; sirven a su Señor, como a Señor y como a Dios, con suprema reverencia. Esto es ciertamente para vergüenza de las Iglesias más importantes y más grandes, de las cuales los Monjes han aprendido el arte y la regla del canto y de la salmodia” (G. Eveillon, De recta ratione psallendi, cap. 9, art. 9). Por esta razón, el Santo Concilio de Trento, que no descuidó nada que pudiera contribuir a la reforma del clero, cuando trata de la fundación de seminarios, entre las otras cosas que deben enseñarse a los seminaristas incluye también el canto: “Para que estén mejor formados en la disciplina eclesiástica, que lleven siempre la tonsura y el hábito eclesiástico tan pronto como los hayan recibido; que estudien las reglas de gramática, canto, cómputo eclesiástico y otras buenas artes” (Conc. Trid., sess. 23, ca. 18, De Reformatione).

3. Lo tercero que debemos advertiros es que el canto musical, que ahora ha entrado en las iglesias y que comúnmente va acompañado de la armonía del órgano y otros instrumentos, se ejecuta de tal manera que no parezca profano, mundano o teatral. El uso del órgano y otros instrumentos musicales aún no es aceptado en todo el mundo cristiano. De hecho (por no hablar de los rutenos de rito griego, quienes, según el testimonio del padre Le Brun, en Explication Miss (volumen 2, p. 215 publicado en 1749), no tienen 
 en sus iglesias ni el órgano ni otros instrumentos musicales), Nuestra Capilla Pontificia, como todos saben, aunque admite el canto musical, a condición de que sea serio, decente y devoto, nunca ha admitido el órgano, como también señala el Padre Mabillon, diciendo: “El domingo de la Trinidad, asistimos a la Capilla Pontificia, como se llama. En estas ceremonias no se utilizan órganos musicales, sino que sólo se permite la música vocal, de ritmo grave, con canto plano” (Mabillon, Museo Itálico, tomo 1, p. 47, § 17).

Grancolas informa que aún hoy en Francia hay Iglesias distinguidas que no utilizan el órgano o el canto figurativo en funciones sagradas: “Sin embargo, aún hoy hay Iglesias distinguidas de la Galia que ignoran el uso de órganos y música” (Grancolas, Commentario storico del Breviario Romano, cap. 17).

La ilustre Iglesia de Lyon, siempre opuesta a las innovaciones, siguiendo hasta hoy el ejemplo de la Capilla Pontificia, nunca ha querido introducir el uso del órgano: “De lo dicho se desprende que los instrumentos musicales no fueron permitidos ni desde el principio ni en todos los lugares. De hecho, incluso ahora, en Roma, en la Capilla del Sumo Pontífice, los Oficios solemnes se celebran siempre sin instrumentos, y la Iglesia de Lyon, que ignora las innovaciones, siempre ha rechazado el órgano, y en la actualidad todavía no lo ha aceptado”. Estas son las palabras del cardenal Bona en su tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5).

Siendo así, todos pueden fácilmente imaginar qué opinión se formarán de nosotros los peregrinos de regiones donde no se usan instrumentos musicales, y que, viniendo a nosotros y a nuestras ciudades, oirán el sonido de ellos en las Iglesias, como se hace en los teatros y otros lugares profanos. Ciertamente vendrán también extranjeros de regiones donde se canta y se usan instrumentos musicales en las Iglesias, como sucede en algunas de nuestras regiones; pero, si estos hombres son sabios y están animados de verdadera piedad, se sentirán ciertamente defraudados al no encontrar en el canto y en la música de nuestras Iglesias el remedio que deseaban aplicar para curar el mal que hace estragos en su país. Pues, dejando a un lado la disputa que ve a los adversarios divididos en dos bandos (los que condenan y detestan el uso del canto y de los instrumentos musicales en las Iglesias, y, por otra parte, los que lo aprueban y alaban), no hay ciertamente nadie que no desee una cierta diferenciación entre el canto eclesiástico y las melodías teatrales, y que no reconozca que el uso del canto teatral y profano no debe ser tolerado en las Iglesias.


4. Hemos dicho que hay algunos que han reprobado el uso en las Iglesias del canto armonioso con instrumentos musicales. El príncipe de éstos puede considerarse en cierto modo el abad Elredo, contemporáneo y discípulo de san Bernardo, quien, en el libro 2 de su obra titulada Speculum Charitatis, escribe: “¿De dónde vienen tantos órganos y címbalos, a pesar de que los tipos y figuras han dejado de existir? ¿De dónde, por favor, ese terrible aliento que sale del fuelle y expresa más bien el rugido del trueno que la dulzura del canto? ¿A qué esa contracción y quebrantamiento de la voz? Éste canta con acompañamiento, aquél canta solo, un tercero canta en un tono más agudo, un cuarto finalmente parte unas notas medias y las trunca” (cap. 23, volumen 23, de la Biblioteca dei Padri, p. 118).

No nos atreveremos a afirmar que, en tiempos de Santo Tomás de Aquino, no existía en algunas Iglesias el uso del canto musical acompañado de instrumentos musicales. Sin embargo, se puede decir que esta costumbre no existía en las Iglesias conocidas por el Santo Doctor; y por lo tanto, parece que no era partidario de este tipo de canciones. De hecho, al abordar la cuestión de la Summa theologica (2, 2, quest. 91, art. 2) “si el canto debe utilizarse en las alabanzas divinas”, responde que . Pero a la cuarta objeción, formulada por él, de que la Iglesia no suele utilizar instrumentos musicales, como la cítara y el arpa, en las alabanzas divinas, para no parecer querer a los judaicos – según lo que leemos en el Salmo: “Confitemini Domino in cythara, in psalterio decem chordarum psallite illi; Celebrad al Señor en la cítara, cantadle alabanzas con un arpa de diez cuerdas” – él responde: “Estos instrumentos musicales excitan el placer en lugar de disponer interiormente a la piedad; en el Antiguo Testamento se usaban porque el pueblo era más burdo y más carnal, y era necesario atraerlos por medio de estos instrumentos, como con las promesas terrenas”. Añade además que los instrumentos, en el Antiguo Testamento, tenían valor de tipos o prefiguraciones de determinadas realidades: “También porque estos instrumentos materiales representaban otras cosas”.

Del Sumo Pontífice Marcelo II nos ha legado la historia que había decidido abolir la música en las Iglesias, reduciendo el canto eclesiástico a canto quieto. Esto se puede comprobar leyendo la Vida de dicho Pontífice, escrita por Pietro Polidori, recientemente fallecido, ex Beneficiario de la Basílica de San Pedro y hombre conocido entre los hombres de letras.

Hemos visto en nuestros días que el cardenal Tomasi, hombre de gran virtud, ilustre liturgista, no quería que sonara música en su Iglesia titular de San Martino ai Monti, en la fiesta de este santo, en cuyo honor esa Iglesia está dedicada. No quería música ni en la misa ni en las vísperas, sino que ordenó que en las funciones sagradas se utilizara el canto sencillo, como es costumbre entre los religiosos.

5. Hemos dicho que hay algunos que aprueban el uso del canto musical y el toque de instrumentos en los Oficios Divinos. De hecho, en el mismo siglo en que vivió el elogiado abad Elred, también fue famoso Juan Sariberiense, obispo de Chartres, quien en su Policratius (libro 1, cap. 6) ensalza la música instrumental, y el canto vocal acompañado de instrumentos: “Para elevar las costumbres y atraer a las almas hacia el culto del Señor, en una sana alegría, los Santos Padres consideraron necesario recurrir no sólo al consenso de los hombres, sino también a la armonía de los instrumentos: con tal de que esto sirviera para unirlos más estrechamente al Señor y aumentar su respeto por la Iglesia”. San Antonino en su Sommano rechaza el uso del canto figurado en los Oficios Divinos: “El canto quieto, en los Oficios Divinos, fue establecido por los Santos Doctores, por Gregorio Magno, por Ambrosio y por otros. No sé quién introdujo el canto a varias voces en los cargos eclesiásticos. Este canto parece más bien hecho para hacer cosquillas en los oídos que para alimentar la devoción, aunque una mente devota puede sacar frutos incluso de escuchar este canto” (parte 3, tit. 8, cap. 4, par. 12) . Y un poco más adelante, admite en los Oficios Divinos no sólo el órgano, sino también otros instrumentos musicales: “El sonido de los órganos y de otros instrumentos comenzó a ser utilizado fructíferamente, en alabanza de Dios, por el profeta David”.

Ciertamente el Papa Marcelo II había decidido prohibir el canto musical y los instrumentos musicales en las Iglesias, pero Giovanni Pier Luigi da Palestrina, maestro de capilla de la Basílica Vaticana, compuso una canción musical, para ser utilizada en las Misas solemnes, con un arte tan excelente para mover a los hombres a la devoción y al recogimiento. El Sumo Pontífice escuchó este himno en una misa a la que asistió, y cambió de opinión, desistiendo de lo que ya había planeado hacer. Lo atestiguan documentos antiguos citados por Andrea Adami en Prefazione storica delle Osservazioni sulla Cappella Pontificia (p. 11) .

En el Concilio de Trento se decidió eliminar la música de las Iglesias, pero el emperador Fernando, habiendo anunciado, a través de sus legados, que el canto musical o figurativo servía como incitación a la devoción de los fieles y favorecía la piedad, mitigó el Decreto ya preparado; y ahora este decreto se encuentra en la sesión 22, bajo el título: De observandis et evitandis in Celebratione Missae. Con él, sólo quedaban excluidas de los templos sagrados aquellas músicas en las que, “tanto en el sonido como en el canto, se mezcla algo lascivo o impuro”
.

Grancolas relata el hecho en su elogiado Commentario (p. 56), y el Cardenal Pallavicino en Storia del Concilio (libro 22, cap. 5, n. 14).

Ciertamente, los escritores eclesiásticos de gran nombre siguen de buen grado el mismo juicio. El Venerable Cardenal Belarmino en el volumen 4 de su Controversie, en el libro 1 De bonis operibus in particulari, cap. 17, al final, enseña que el uso de los órganos debe ser mantenido en las Iglesias, pero que otros instrumentos musicales no deben ser fácilmente admitidos: “De aquí se sigue que, así como el órgano debe ser conservado en las Iglesias por consideración a los débiles, así otros instrumentos no deben ser introducidos a la ligera”.

También el cardenal Gaetano es de esta opinión, y en su Somma, bajo el epígrafe organum, escribe: “El uso del órgano, aunque es una novedad para la Iglesia -de ahí que la Iglesia romana hasta ahora no lo utilice en presencia del Pontífice-, es sin embargo lícito respecto a los fieles todavía carnales e imperfectos”.

El Venerable Cardenal Baronio, en el año 60 de Cristo [de su Annali], escribe así: “En verdad nadie podrá con razón desaprobar que después de muchos siglos se haya introducido en la Iglesia el uso de órganos, instrumentos compuestos de tuberías de distintos tamaños unidas entre sí”.

El Cardenal Bona, en De Divina Psalmodia, cap. 17, al tratar sobre los órganos que se tocan en las Iglesias, dice: “No debe condenarse su uso moderado. El sonido del órgano trae alegría a las almas tristes de los hombres, y llama a la alegría de la Ciudad celestial, sacude a los perezosos, restaura a los diligentes, provoca a los justos al amor, llama a los pecadores a la penitencia”.

Suárez (volumen 2 De Religione, en libro 4 De Horis Canonicis, cap. 8, n. 5) señala que la palabra órgano no indica sólo aquel instrumento musical particular que hoy se llama ordinariamente órgano -que antes que él fue advertido por San Isidoro en el libro 2 Originum, cap. 20: “La palabra órgano indica en general todos los instrumentos musicales” -; al decir que se puede utilizar el órgano en las Iglesias, queremos decir que se pueden utilizar otros instrumentos musicales.

Silvio (tomo 3 de su Opere sobre la 2, 2 de Santo Tomás, quest. 91, art. 2) no rechaza el canto armónico o figurado de las Iglesias: “Por lo tanto, debe cuidarse mucho el canto eclesiástico, ya sea el llamado canto llano o gregoriano, que es propiamente canto eclesiástico, o el introducido más tarde en la Iglesia, y que se llama canto figurado o armónico”. Y un poco más adelante dice: “Sin embargo, la costumbre de acompañar los Oficios Eclesiásticos con instrumentos musicales ha sido aceptada después de muchos siglos, esto no debe ser desaprobado”.

Bellotte, en el libro De Ritibus Ecclesiae Laudunensis (p. 209, n. 8), después de haber hablado larga y detalladamente sobre los instrumentos musicales que a veces se tocan en los Oficios Divinos; y, después de demostrar que en la antigüedad estos instrumentos no se utilizaban en las Iglesias, cree que la causa de esta costumbre antigua y diferente debe radicar en la necesidad que entonces impulsaba a los cristianos a alejarse, en la medida de lo posible, de los 
ritos profanos de los paganos, quienes, en los teatros, en las fiestas, en los sacrificios, utilizaban instrumentos musicales.

“Por lo tanto” -dice Bellotte- “no se debe ver un inconveniente en los instrumentos musicales en sí, si la Iglesia ha utilizado cantantes e instrumentos musicales sólo en los últimos siglos. La razón radica únicamente en el hecho de que los paganos utilizaban instrumentos musicales similares con fines vergonzosos e inmorales, precisamente en teatros, banquetes y sacrificios”.

Persico, en su tratado De Divino et Ecclesiastico Officio (en dubbio 5, n. 7) escribe así sobre el canto figurativo en las Iglesias: “En segundo lugar, digo: aunque pueden introducirse muchos abusos en el canto orgánico o figurado -como es habitual en todas las demás ceremonias eclesiásticas-, es, sin embargo, lícito en sí mismo, y de ningún modo prohibido, cuando se ejecuta de manera regulada, devota y decente”.

En la dubbio 6, número 3, sostiene que “el uso ya universal de tocar el órgano y otros instrumentos musicales, durante los Oficios Divinos, es un uso encomiable, y muy útil para elevar las almas de las personas imperfectas a la contemplación de Dios”.

El uso del canto armónico o figurado y de instrumentos musicales, tanto en las misas como en las vísperas y otras funciones de la Iglesia, está ahora tan extendido que ha llegado también al Paraguay.

Siendo esos nuevos fieles americanos dotados de una extraordinaria propensión y capacidad para cantar la música y el sonido de los instrumentos musicales, hasta el punto de aprender con toda facilidad lo que concierne al arte de la música, los Misioneros aprovechan esta tendencia para acercarlos a la Fe cristiana, a través de cantos piadosos y devotos. De modo que, en la actualidad, casi no hay diferencia, tanto en el canto como en el sonido, entre las Misas y Vísperas de nuestra casa con las de las citadas regiones. Así lo relata el Abad Muratori, reportando relatos dignos de fe, en su obra: Descrizione delle Missioni del Paraguay (cap. 12).

6. Hemos dicho también que no hay nadie que no condene el canto teatral en las Iglesias, y que no desee una diferenciación entre el canto sagrado de la Iglesia y el canto profano de las escenas. Célebre es el texto de San Jerónimo, recogido en Canone Cantantes: “Cantad y salmodiad en vuestros corazones al Señor. Que lo oigan los adolescentes; que lo oigan los que en la Iglesia tienen el deber de salmodiar. No basta cantar en honor de Dios con el sonido de la voz, sino que es necesario unir el corazón. Tampoco es necesario, a la manera de los actores teatrales, untar la garganta y los labios con dulce ungüento para que en la Iglesia se oigan melodías y cantos teatrales” (distinción 92).

La autoridad de San Jerónimo fue invocada abusivamente por quienes, con demasiada audacia, querían eliminar de las iglesias toda clase de cantos. Pero Santo Tomás, en el lugar ya citado, responde lo siguiente a la segunda objeción derivada del citado texto de San Jerónimo: “En cuanto a la segunda objeción, conviene señalar que San Jerónimo no condena el canto, sino que reprocha a aquellos que cantan en las iglesias como cantarían en un teatro”.

San Nicecio, en el libro De Psalmodiae bono (cap. 3, en el volumen 1 del Spicilegio), así describe el canto que debe usarse en las Iglesias: “Que se use un sonido y un canto de salmodia que se ajuste a la santidad de la Religión, y no más bien expresiones de canto trágico; que os haga parecer verdaderos cristianos, y no más bien ecos de sonidos teatrales; que os induzca a la compunción de los pecados”.

Los Padres del Concilio de Toledo (reunidos en el año 1566, en la acción 3, en el capítulo 11 del volumen 10 de Collezione dei Concilii dell’Arduino), después de mucha discusión sobre la calidad del canto a utilizar en las Iglesias, concluyen lo siguiente : “Es absolutamente necesario evitar que el sonido musical aporte algo de teatralidad al canto de las alabanzas divinas; o que evoque amores profanos, y hazañas bélicas, como suele hacerlo la música clásica”.

No faltan escritores eruditos que condenan severamente la paciente tolerancia de las representaciones y cantos teatrales en las Iglesias, y exigen que se elimine tal abuso de las Iglesias.

Véase Casadio (De veteribus sacris Christianorum ritibus, cap. 34) y el abad Lodovico Antonio Muratori (Antiqua Romana Liturgia tomo I; disertación De rebus liturgicis, cap. 22, in fine).

Y para concluir Nuestra declaración sobre este tema, a saber, el abuso de los conciertos teatrales en las Iglesias (que es algo evidente por sí mismo y no requiere palabras para demostrarlo), basta mencionar que todos aquellos a quienes hemos citado anteriormente, como partidarios del canto figurado y del uso de instrumentos musicales en las Iglesias, afirman y atestiguan claramente que en sus escritos siempre han pretendido y querido excluir ese canto y ese sonido propios de los escenarios y teatros. Canto y sonido que ellos, como otros, condenan y deprecian. Cuando se declararon a favor del canto y del sonido, siempre se refirieron al canto y al sonido que es apropiado para las Iglesias, y que excita al pueblo a la devoción. Todos pueden conocer esta intención leyendo sus escritos.

7. Habiendo establecido que la costumbre del canto armónico o figurado y de los instrumentos musicales ya había sido introducida en los Oficios de la Iglesia, sólo se condena su abuso; Bingamo (Delle Origini Ecclesiastiche, Volumen 6, Libro 14, Párr. 16), aunque es un autor heterodoxo, está de acuerdo; de ello se deduce que hay que estudiar diligentemente cuál es el uso correcto y cuál el abuso.

Reconocemos que para hacer bien lo que nos hemos propuesto, necesitaríamos la maestría musical con la que fueron adornados algunos de Nuestros santos e ilustres Predecesores, como Gregorio Magno, León II, León IX y Víctor III. Pero no tuvimos el tiempo ni la oportunidad de aprender música. Sin embargo, nos contentaremos con decir algunas cosas tomadas de las Constituciones de Nuestros Predecesores y de los escritos de hombres virtuosos y eruditos.

Sin embargo, para proceder en orden, hablaremos primero de lo que se debe cantar en las Iglesias. Luego hablaremos de la forma y método que se debe utilizar en el canto. Finalmente hablaremos de los instrumentos musicales aptos para las Iglesias, y que deben tocarse en los Templos sagrados.

8. Guglielmo Durando, que vivió bajo el Pontificado de Nicolás III, en su tratado De modo Generalis Concili i celebrandi (cap. 19), reprueba abiertamente el uso entonces frecuente de esos cantos llamados motetes: “Parece muy oportuno extirpar de la Iglesia ese canto poco devoto y desordenado de motetes y otras cosas semejantes”. Posteriormente, el Papa Juan XXII, Nuestro Predecesor, promulgó su Decretal, que comienza con las palabras Docta Sanctorum y se encuentra entre las Extravagancias Comunes, bajo el título De vita et honestate Clericorum. En esta su Decreto, el Papa está en contra del canto de motetes en lengua vernácula: “A veces insertan motetes en lengua vernácula”.

Los teólogos han investigado este tipo de cantilenas o motetes que suelen cantarse en las Iglesias. Uno de ellos, el Paludano (Sentenze, Libro IV, dist. 15, q. 5, art. 2), consideró el canto de motetes como una especie de canto teatral, y reprende a quienes hacen uso de ellos: “aquellos, es decir, que en las solemnidades cantan motetes, ya que el canto (en las Iglesias) no debe ser semejante al de las tragedias”.

Suárez (De Religione, tomo 2, libro 4; De Horis Canonicis, cap. 13, n. 16) parece favorable al canto de motetes, aunque estuvieran escritos en lengua vernácula, siempre que sean serios y devotos. Para probar lo que afirma, cita la costumbre y uso de algunas Iglesias gobernadas por sabios prelados, que no condenan estas cantilenas o poemas modulados. Añade también que, en los primeros tiempos de la Iglesia, cada creyente cantaba en el templo aquellos piadosos y devotos himnos que él mismo había compuesto; y que esta antigua costumbre sirve, en cierto modo, para aprobar el uso de los motetes.

Anticipándose a la objeción que se le puede hacer de que la salmodia eclesiástica es interrumpida por cantos modulados similares, llamados motetes, responde de la siguiente manera: “Esta interrupción, o pausa, que por este hecho se establece entre las partes de una Hora (canónica), no debe ser condenada. Esta parte de la officiatura permanece moralmente ininterrumpida, debido a la devoción que este canto pretende excitar. Así pues, este himno puede considerarse como una preparación para el oficio que sigue, y como una conclusión solemne y digna del oficio precedente, y como un ornamento para el conjunto de las Horas”.

El Sumo Pontífice Alejandro VII, en el año 1657, dictó una Constitución, que comienza con las palabras Piae sollicitudinis, y que es la trigésima sexta entre las Constituciones de este Pontífice. En este documento, el Papa manda que a la hora de los Oficios Divinos, y en el momento en que el Sacramento de la Eucaristía esté expuesto en las Iglesias a la pública veneración de los fieles, no se cante ningún himno que no esté formado con palabras tomadas del Breviario o del Misal Romano. Estos cantos pueden tomarse de la oficiación propia o común de la solemnidad de cada día, o de la fiesta del Santo; estas piezas pueden tomarse también de la Sagrada Escritura o de las obras de los Santos Padres, pero deben someterse previamente al examen y aprobación de la Sagrada Congregación de Ritos.

De esta Constitución Pontificia se desprende, sin lugar a dudas, que fue declarado legítimo el canto de los motetes, compuestos según las normas prescritas por el mismo Alejandro VII, Nuestro Predecesor, y revisadas y aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Esta Constitución de Alejandro VII fue confirmada por el Venerable Siervo de Dios Inocencio XI, en su Decreto del 3 de diciembre de 1678.

Sin embargo, como surgieron algunas dudas sobre el significado y la interpretación de la Constitución de Alejandro y del Decreto de Inocencio XI, nuestro predecesor de feliz memoria, Inocencio XII, emitió un nuevo Decreto el 20 de agosto de 1692, que es el septuagésimo sexto de su Bullario. Este decreto, disipando la confusión causada por la diversidad de interpretaciones e iluminando todo el asunto, prohibía en general el canto de cualquier cantilena o motete. En las santas Misas solemnes, además de cantar el Gloria y el Símbolo, sólo permitía cantar el Introito, el Gradual y el Ofertorio. En Vísperas no admitió ningún cambio, ni siquiera el más mínimo, en las antífonas que se dicen al principio y al final de cada Salmo.

Además, quiso y mandó que los cantores-músicos siguiesen en todo las reglas del Coro y que se conformasen perfectamente con él. Y así como en el Coro no está permitido añadir nada al Oficio o a la Misa, así también lo prohibió a los músicos, y sólo les permitió tomar del Oficio y de la Misa de la Solemnidad del Santísimo Sacramento del Cuerpo del Señor -es decir, de los himnos de Santo Tomás o de las antífonas o de otros pasajes pasados al Breviario desde el Misal Romano- algún verso o motete, sin cambiar las palabras, y poder cantarlos, para excitar la devoción en los fieles, durante la elevación de la sagrada Hostia, o cuando está expuesta a la veneración y adoración del público.

9. Después de regular con una ley el uso de cancioncillas, o estrofas cantadas o motetes, hay que admitir que ya se había hecho mucho para eliminar el canto teatral de las Iglesias, pero también hay que confesar que esto no fue suficiente para lograr el objetivo deseado.

Todavía era posible, y todavía demasiado para Nuestro disgusto, cantar todas las partes que están permitidas y que se acostumbran a cantar en las Misas y Vísperas, como se ha dicho anteriormente (es decir, el Gloria, el Credo, el Introito, el Gradual, el Ofertorio y todo lo demás), pero cantarlos teatralmente y con clamor escénico.

El gran obispo Guillermo Lindano, en su Panoplia Evangelica, libro 4, capítulo 78, no está en contra del canto musical en la Iglesia, pero desaprueba las muchas repeticiones y confusiones de voces, y propone que las Iglesias utilicen una música adecuada a las cosas que se cantan: “Sé bien -dice- que algunos juzgan más conveniente conservar la música, con instrumentos y músicos. Con mucho gusto les daría mi consentimiento, si al mismo tiempo se sustituyera el método actualmente en vigor en todas partes en las Iglesias, por otro más serio, más conforme a las cosas, y, si no más cercano a la pronunciación que a la melodía, al menos mejor adaptado a las cosas que se cantan y más en armonía con ellas”.

Dresselio, en su obra Rhetorica caelestis (libro I, cap. 5), escribe acertadamente sobre el tema: “Aquí, oh músicos, que se diga con vuestra paz, prevalece ahora en las Iglesias un tipo de canto nuevo, pero excéntrico, entrecortado, bailable y ciertamente poco religioso; más propio del teatro y de la danza que del Templo. Se busca el artificio y se pierde el deseo primigenio de rezar y cantar. Se procura despertar la curiosidad, pero en realidad se descuida la piedad. Porque, ¿qué es esta forma nueva y danzante de cantar sino una comedia, en la que los cantantes se transforman en actores? Actúan: ahora uno solo, ahora dos, ahora todos juntos, y conversan entre sí cantando; luego vuelve a dominar uno solo, y poco después le siguen los demás”.

Un escritor moderno, Benedetto Girolamo Feijóo, Maestro General de la Orden de San Benito en España, en el Theatrum criticum universale, discurso 14, basado en la pericia y el conocimiento de las notas musicales, indica el método que debe seguirse para obtener composiciones musicales para Iglesias, muy diferentes de los conciertos musicales en teatros.

Pero nos contentaremos aquí con recordar - teniendo en cuenta las prescripciones de los Sagrados Concilios y las sentencias de escritores autorizados - que el canto musical de los teatros se hace de tal manera (según Nos dijeron) que el público presente, al escuchar los cantos musicales, se deleite en ellos y disfrute de los artificios de la música, se sienta exaltado por la melodía, por la música misma; se complazca en la dulzura de las diversas voces, sin percibir, la mayoría de las veces, el sentido exacto de las palabras. No debería ser así en el canto eclesiástico, sino más bien lo contrario.

En el canto eclesiástico hay que tener ante todo cuidado de obtener una perfecta y fácil audición de las palabras. En las Iglesias, de hecho, la música es bienvenida para elevar la mente de los hombres a Dios, como enseña San Isidoro en el libro I del De Ecclesiasticis Officiis, en el cap. 5: “Es costumbre en la Iglesia cantar dulces melodías y cantar canciones para llevar más fácilmente a las almas a la compunción”; esto no se puede lograr si no se entienden las palabras.

El Concilio de Cambrai (celebrado en 1565, bajo el título 6, cap. 4, volumen 10, p. 582 de la Colección Arduino) prescribe lo siguiente: “Después de todo, lo que debe cantarse en coro tiene como objetivo instruir; cántese, pues, de tal modo que la mente lo entienda”.

En el Concilio de Colonia (reunido en 1536, en el capítulo 12 de De officiis privatis) leemos lo siguiente: “En algunas Iglesias se llegó al abuso de omitir o abreviar, para favorecer la armonía del canto y del sonido, lo que era más importante. Y lo más importante es precisamente la recitación de las palabras de los Profetas, los Apóstoles o Epístola, el Símbolo de la Fe, el Prefacio o acción de gracias y el Padrenuestro. Por su importancia, estos textos deben, como todos los demás, cantarse de forma muy clara e inteligible”.

En el primer Concilio de Milán (celebrado en el año 1565, en la parte 2, n. 51 de la Colección Arduino, p. 687) leemos: “En los Divinos Oficios, y en general en las Iglesias, no deben cantarse ni tocarse cosas profanas; las sagradas, pues, deben cantarse sin lánguidas inflexiones de voz, sin sonidos más guturales que labiales; nunca debe usarse un tono de canto apasionado. Que el canto y el sonido sean serios, devotos, claros, adecuados a la casa de Dios y acordes con las alabanzas divinas; que se haga de tal modo que los que oyen comprendan las palabras y se sientan movidos a devoción”.

Sobre el asunto aquí tratado hay palabras muy serias de los Padres que se reunieron en el año 1566 en el Concilio de Toledo (Acción 3, cap. 2, p. 1164 de la Colección Arduino): “Puesto que todo lo que se canta en las Iglesias para alabar a Dios debe ser cantado de tal manera que favorezca, en la medida de lo posible, la instrucción de los fieles, y debe ser un medio de regular la piedad y la devoción y de estimular las mentes de los fieles oyentes a adorar a Dios, y a desear las cosas celestiales; Vigilen los Obispos para que, admitiendo en la música coral la práctica de variaciones melódicas en las que se mezclen las voces según diferentes órdenes, las palabras de los salmos y las demás partes que han de cantarse, no queden incomprendidas y sofocadas por un clamor desordenado. Que los Obispos cultiven, en cambio, una música llamada orgánica, que permita comprender las palabras de las partes que se cantan, y que los corazones de los oyentes sean conducidos a alabar a Dios más por la pronunciación de las palabras que por curiosos gorjeos” .

Esto justifica los lamentos expresados ​​por Mons. Lindano en el texto citado (Panoplia Evangelica): “En nuestros días, el canto de los músicos se hace más para distraer, desviar, distanciar las almas de los oyentes, que para excitarlos a la piedad y a los deseos celestiales. De hecho, recuerdo haber participado algunas veces en las alabanzas divinas, haber prestado mucha atención mientras cantaba para poder entender las palabras, pero no podía entender ni una sola. Todo era una maraña de sílabas repetidas, de voces confusas; el sentido quedó sumergido por lo que, más que canto, era un clamor ensordecedor, un rugido descompuesto”.

Esto demuestra cuán sabio era el deseo, y cuán prudente es la exhortación con la que Dresselio, también en la obra citada (Rethorica caelestis) exhorta a los músicos a la devoción: “Revivid, os lo suplico, al menos algo del antiguo fervor religioso en la música sagrada. Si tenéis en el corazón, si deseáis el honor divino, esforzaos por esto, esforzaos por este fin: es decir, que las palabras que se cantan sean puramente entendidas. ¿De qué me sirve oír en el templo una variedad de sonidos, una profusión de voces, si todo eso carece de alma, si no puedo comprender el sentido y las palabras, que en cambio el canto debe infundirme?”

Esto justifica finalmente la respuesta dada por el cardenal Domenico Capranica al Sumo Pontífice Nicolás V, después de haber asistido a una función sagrada y al Oficio Divino, realizado con canto musical, de tal modo, sin embargo, que las palabras no se podían escuchar. El Pontífice preguntó al Cardenal qué pensaba de esa música; la respuesta que dio el Cardenal puede leerse en Poggio, en la Vita de este Cardenal editada por Baluzio, en Miscellanea (libro 3, § 18, p. 289).

El gran Padre Agostino cuenta de sí mismo que al escuchar los himnos cantados suavemente en la Iglesia, lloró amargamente: “¡Cuánto lloré entre tus himnos y cánticos, vivamente conmovido por las voces de tu Iglesia que resonaban! Esas voces se derramaban en mis oídos, tu verdad rezumaba en mi corazón, y de él brotaba el fervor. De él brotaban sentimientos de devoción, y las lágrimas fluían, ¡y me hacían bien!” (Confesiones, libro 9, cap. 6). Pero entonces le asaltó el escrúpulo del gran deleite que sentía al oír cantar himnos en las Iglesias, como si fuera una ofensa contra Dios, y la severidad le llevó a desaprobar dicho canto, pero volvió al primer pensamiento de aprobarlo, porque su mente se conmovía, no por la armonía sola, sino por las palabras que la armonía acompañaba, como declaró abiertamente (Confesiones, libro 10, cap. 33).

Por eso Agustín lloró con devota ternura, escuchando las sagradas alabanzas cantadas en las Iglesias y comprendiendo bien las palabras acompañadas del canto. Quizás todavía lloraría hoy, si escuchara algo de la música de las Iglesias, pero no lloraría por devoción, sino por el dolor de escuchar el canto, pero no entender las palabras.

10. Hasta ahora hemos hablado del canto musical; Ahora debemos hablar del sonido del órgano musical y de los demás instrumentos cuyo uso, como hemos dicho anteriormente, está permitido en algunas Iglesias. También es necesario ocuparse del sonido, porque si el canto no quiere ser teatral, lo mismo debe decirse del sonido. Los judíos no necesitaban esta investigación, es decir, establecer diferencias entre el canto en el Templo y el canto profano en los teatros. De hecho, se puede deducir de las Sagradas Escrituras que el canto y el toque de instrumentos musicales se utilizaban en el Templo, pero no en los teatros, como señala excelentemente Calmet en su disertación sobre la música de los judíos.

Hay que establecer límites entre el canto y el sonido de las Iglesias y los de los teatros. Tenemos que definir la diferencia entre ambos, porque hoy en día, el canto figurado o armónico, con el sonido de los instrumentos, se utiliza tanto en los teatros como en las Iglesias.

Habiendo hablado ya largo y tendido sobre el canto, queda ahora hablar también del sonido. Y para hablar de ello en orden, trataremos en primer lugar de los instrumentos musicales, que pueden tolerarse en las Iglesias; en segundo lugar, hablaremos del sonido de los instrumentos que suelen acompañar al canto; en tercer lugar, hablaremos del sonido separado del canto, es decir, de la sinfonía instrumental.

11. En cuanto a los instrumentos, que pueden ser tolerados en las Iglesias, el citado Benedetto Girolamo Feijó o, en el discurso citado (Theatrum criticum universale, discurso 14, pár. 11, n. 43) admite los órganos y otros instrumentos, pero quisiera excluir los tetracordos (violines), porque el arco hace que las cuerdas emitan sonidos armoniosos pero demasiado agudos, que excitan en nosotros más bien la hilaridad pueril que la veneración compuesta por los misterios sagrados, y el recogimiento.

Bauldry (Manuale nelle sacre cerimonie, § I, cap. 8, n. 14) no quería instrumentos de viento o neumáticos en las Iglesias: “Que con el órgano no se toquen otros instrumentos musicales como trompetas, flautas o cornetas”. Por el contrario, los Padres del Primer Concilio Provincial de Milán, celebrado bajo San Carlos Borromeo, en el título De Musica et Cantoribus, destierran de las Iglesias los instrumentos de viento: “En la Iglesia no haya más que el órgano; exclúyanse las flautas, las cornetas y todos los demás instrumentos musicales”.

No hemos dejado de pedir el consejo de hombres prudentes y de distinguidos Profesores de Música. Conforme a vuestra opinión, Venerables Hermanos, procuraréis que en vuestras Iglesias, si existe la costumbre de tocar instrumentos musicales, con el órgano, sólo se admitan aquellos instrumentos que tienen por misión fortalecer y sostener la voz de los cantantes, como la cítara, el tetracordio mayor y menor, el fagot, la viola, el violín. En cambio, excluiréis timbales, cuernos de caza, trompetas, oboes, flautas, arpas, mandolinas e instrumentos similares, que hacen que la música sea teatral.

12. En cuanto al uso de los instrumentos que pueden admitirse en la música sacra, sólo amonestamos a que se empleen exclusivamente para apoyar el canto de las palabras, a fin de que el sentido de las mismas quede impreso en la mente de los oyentes, y las almas de los fieles sean excitadas a la contemplación de las cosas espirituales, y estimuladas a amar más a Dios y las cosas divinas. Valenza, hablando de la utilidad de la música y de los instrumentos musicales, dice con razón: “Sirven para avivar el propio fervor y el de los demás, especialmente de los incultos, que a menudo son débiles, y a los que hay que hacer gustar las realidades espirituales, no sólo con el canto vocal, sino también con el sonido del órgano y de los instrumentos musicales” (en el volumen 3 sobre 2, 2 de San Tomas, disp. 6, quest. 9).

Sin embargo, si los instrumentos tocan continuamente, y sólo a veces se detienen, como se acostumbra hoy en día, para dejar tiempo a los oyentes para escuchar las modulaciones armónicas, las puntuaciones vibrantes de las voces, comúnmente llamadas trinos; si, por lo demás, no hacen más que oprimir y sepultar las voces del coro y el sentido de las palabras, entonces el uso de los instrumentos no alcanza el fin deseado, se vuelve inútil, incluso queda prohibido y no admitido.

El Papa Juan XXII, en su citada Extravagante Docta Sanctorum, sitúa entre los abusos de la música los siguientes, que expresa con estas palabras: “Romper la melodía con estertores” o con sollozos, como explica Carlo Dufresne en su Glossario: este nombre indica esas modulaciones concisas, vulgarmente conocidas como trinos.

El gran obispo Lindano, en el lugar citado, arremete contra el abuso de tapar las palabras de los cantores con el sonido de los instrumentos: “El clamor de las trompetas, el chirrido de los cuernos y otros estruendos diversos, nada se omite que pueda hacer incomprensibles las palabras que se cantan, oscurecerlas, sepultar su sentido”.

El piadoso y erudito cardenal Bona, en el muy elogiado tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5), escribe así sobre el tema: “Antes de terminar, haré una advertencia a los cantores eclesiásticos: que no hagan servir de pasión ilícita lo que los Santos Padres han ordenado para ayudar a la devoción. El sonido debe ejecutarse de manera grave y moderada, de modo que no absorba todas las facultades del alma, sino que deje la mayor parte de la atención para comprender el sentido de lo que se canta, y para los sentimientos de piedad”.

13. Finalmente, en cuanto a las sinfonías, donde ya está introducido su uso, pueden tolerarse, siempre que sean serias, y no causen, por su duración, molestias o graves inconvenientes a los que están en el Coro, o trabajan en el Altar, en las Vísperas y Misas. Suárez habla de estas sinfonías: “De aquí se puede entender que, en sí mismo, no es condenable el uso de intercalar los Divinos Oficios con el sonido del órgano sin cantar, usando solamente la música de los instrumentos, como sucede algunas veces durante la Misa solemne, o en las Horas Canónicas, entre los Salmos. En estos casos tal sonido no forma parte del Oficio, y redunda en la solemnidad y veneración del Oficio mismo y en la elevación de los espíritus de los fieles, para que se muevan más fácilmente a la devoción o se dispongan a ella. Sin embargo, aunque no se asocie ningún canto vocal a este sonido, es necesario que éste sea grave y adecuado para excitar la devoción” (Suárez, De Religione, libro 4, cap. 13, n. 7).

Sin embargo, no debemos callar aquí que es algo muy inapropiado y que ya no se debe tolerar, que algunos días del año se celebren suntuosas y ruidosas sinfonías, se canten en los Templos cantos musicales, completamente inapropiados para los Sagrados Misterios que la Iglesia en ese momento propone para la veneración de los fieles.

El celo con el que estaba animado impulsó al varias veces nombrado Maestro General de la Orden de San Benito en España a protestar en el discurso citado (Theatrum criticum universale, discurso 14, § 9) contra los aires y recitativos, ¡ay!, que se usan demasiado al cantar las Lamentaciones del profeta Jeremías, cuya recitación prescribe la Iglesia en los días de Semana Santa, y en las que ahora lloramos la destrucción de la ciudad de Jerusalén por los caldeos, ahora la desolación del mundo por el pecado, ahora la aflicción de la Iglesia militante en la persecución, ahora la angustia de nuestro Redentor en sus dolores.

Mientras Nuestro Santo Predecesor Pío V ocupaba la Sede Apostólica, la Iglesia de Lucca era gobernada por Alejandro, un Obispo celoso de la disciplina eclesiástica. Había observado que, durante la Semana Santa, se celebraban en las Iglesias conciertos solemnes con numerosos cantantes y la ejecución de diversos instrumentos. Esto no estaba en absoluto en consonancia con el ambiente de luto de los servicios sagrados celebrados en esos días. Una gran multitud de hombres y mujeres acudía a escuchar tales conciertos, y se producían graves pecados y escándalos. El obispo prohibió por edicto estos conciertos durante la Semana Santa y los tres días siguientes a la Pascua. Como algunos, exentos de la jurisdicción episcopal, alegaron que no estaban obligados a obedecer al obispo, éste remitió el asunto al Sumo Pontífice Pío V, quien respondió con un Breve, fechado el 4 de abril de 1571.

El Papa deplora la ceguera de las mentes humanas y de los hombres carnales, que no sólo en los días santos, sino especialmente en los señalados por la Iglesia de modo especial para venerar la memoria de la pasión del Señor Cristo, dejando a un lado la piedad, y la sincera pureza de ánimo, se dejan llevar por los placeres del mundo, y se abandonan a merced y se dejan dominar por las pasiones. “Esto -prosigue- debe evitarse siempre en todo tiempo santo, pero debe evitarse de modo muy especial en aquel tiempo fijado por la Iglesia para conmemorar la pasión del Señor. En tal tiempo, sin embargo, es muy conveniente que todos los cristianos vuelvan sus mentes a la contemplación de un beneficio tan grande y exaltado que nos hizo Nuestro Redentor, y que se mantengan libres e inmunes de toda impureza de corazón y de sentido” .

Luego se refiere al abuso introducido en la Iglesia de Lucca de elegir buenos músicos durante la Semana Santa y de reunir toda clase de instrumentos para celebrar conciertos musicales solemnes. Le dijo al Obispo: “Recientemente, para nuestro gran disgusto, hemos sabido que en esta Ciudad, donde usted ejerce el oficio de Obispo, se comete un abuso muy detestable, es decir, el de realizar conciertos en las Iglesias, durante la Semana Santa, con el encuentro de cantantes escogidos y todo tipo de instrumentos. En estos conciertos, más que en los Oficios Divinos, acude a vosotros una multitud de jóvenes de ambos sexos, atraídos por una verdadera pasión, y la experiencia ha demostrado que se cometen pecados graves y se producen escándalos no menos graves”.

Finalmente, alaba el orden del Obispo, y, basándose en los decretos del sacrosanto Concilio de Trento, declara que este orden se extiende y obliga incluso a aquellas Iglesias que pretenden estar exentas de la autoridad del Ordinario, por privilegio apostólico o por cualquier otra razón.

En el Concilio Romano (celebrado recientemente en Roma, en el año 1726, en el Título 15, n. 6) leemos varios decretos sobre el uso de cantos e instrumentos musicales, durante el Adviento, los domingos de Cuaresma y durante los funerales de los difuntos. Nos basta mencionarlos.

14. Recordamos haber leído que el emperador Carlomagno, habiéndose propuesto reducir a las reglas del arte el canto eclesiástico, que entonces se interpretaba de manera desordenada y grosera en las Iglesias de la Galia, pidió al Pontífice Adriano I que enviara desde Roma personas instruidas en la música eclesiástica. Estos enviados introdujeron fácilmente el Canto Romano en el reino de las Galias, como cualquiera puede aprender leyendo la información de Pablo el Diácono (Vita di San Gregorio, libro 2, cap. 9); de Rudolf de Tongres (De Canonum observantia, prop. 12); de San Antonino (Summa Historica, parte 2, tit. 12, cap. 3). El monje de Angulema (Vita di Carlo Magno, cap. 8), cuenta también que los cantores venidos de Roma enseñaban también en las Galias el arte de tocar el órgano musical, que había sido introducido en el reino de las Galias bajo el rey Pipino.

Puesto que es costumbre y regla general que la ciudad de Roma preceda a todas las demás ciudades, con ejemplo y enseñanza, en lo que respecta a los Sagrados Ritos y otras cosas eclesiásticas, también esto lo confirma la historia, como lo confirma lo que ahora hemos narrado. Carlo Magno, que deseaba introducir el canto eclesiástico en su reino, lo hizo venir de Roma como de su propia sede.

Este hecho Nos empuja y estimula urgentemente a eliminar por completo todos los abusos que se han introducido en el canto Eclesiástico, y que Hemos condenado anteriormente; hacerlas desaparecer de cada Iglesia, si fuera posible, pero de manera especial de las Iglesias de la ciudad de Roma.

Y así como Nosotros no dejamos de dar las órdenes necesarias y oportunas a Nuestro Cardenal Vicario en Roma, así también vosotros, Venerables Hermanos, no dejéis de publicar, si es necesario, edictos y leyes que estén en armonía con esta Carta circular Nuestra, y que regulan el canto eclesiástico sobre la base de las disposiciones prescritas y establecidas en esta carta nuestra, para que finalmente pueda iniciarse la reforma de la música eclesiástica.

Esta reforma ya era ardientemente deseada y anhelada por muchos, hasta el punto de que, hace ya cien años, Giovanni Battista Doni, un patricio florentino, escribió en uno de sus tratados, De Praestantia Musicae Veteris (libro I, p. 49 ): “Las cosas están ahora en este punto, que no hay nadie que establezca una ley estricta que prohíba este canto casi afeminado y suave, que se ha introducido en todas partes; nadie que vea la necesidad de imponer disciplina a estas melodías afectadas, de largo aliento y a menudo secas; nadie, finalmente, que no esté convencido de que los días de fiesta solemnes y los edificios sagrados perderían su celebridad y dejarían de ser frecuentados si no resonaran con cantos suaves y a menudo impropios, y con la gran confusión de voces y sonidos que compiten entre sí”.

15. Hemos dicho “si es necesario”, sabiendo muy bien que, en el Estado Eclesiástico, hay algunas Ciudades en las que es necesario reformar la música de las Iglesias; y en cambio hay otras Ciudades que no tienen esta necesidad.

Tememos, sin embargo, y estamos profundamente preocupados, que en algunas ciudades, las Iglesias y Altares sagrados necesitan una limpieza y decoración muy necesarias. En muchas Catedrales y Colegiatas habrá que reformar, y bien, el canto coral, según las reglas que hemos dado más arriba.

Si es necesario en vuestras diócesis, debéis poner toda la diligencia y preocupación posibles para corregir tales abusos.

¡Quiera el Cielo que en todas las Diócesis de nuestro Estado los Sacerdotes celebren el sagrado Sacrificio de la Misa con ese devoto decoro extrínseco que es debido! Que cada Sacerdote apareciera en público vestido con el hábito de un Sacerdote; y, en el vestido decente del cuerpo, también con esa manera, con esa modestia y con todo ese decoro propio de un Eclesiástico.

Sobre este tema no añadiremos nada más aquí, habiéndolo ya tratado extensamente en Nuestra Notificación XIV (§ 4 y 6, libro 2 edición italiana, que es XXXIV en la edición latina), y en la Notificación IV (tomo 4, italiano edición, que es la LXXI en la edición latina): a ellos nos referimos los que son solícitos de la disciplina eclesiástica.

Concluimos alentando vuestro celo sacerdotal recordándoos que no hay nada más evidente para los hombres si las Iglesias están mal dirigidas y mal gobernadas por los Obispos, que ver a los Sacerdotes celebrando funciones sagradas haciendo mal u omitiendo ceremonias Eclesiásticas, vistiendo ropas indecentes, o ropas que no son en absoluto adecuadas para la dignidad sacerdotal, realizando todo con precipitación y negligencia

Estas cosas caen bajo la mirada de todos, se ofrecen al juicio de propios y extraños. Escandalizan especialmente a quienes proceden de regiones donde los Sacerdotes visten ropas adecuadas y celebran la misa con la debida devoción.

El piadoso y erudito Cardenal Belarmino se lamentaba no sin lágrimas: “Es también motivo de gran llanto que los sagrados Misterios sean tratados de manera tan indecorosa, debido a la negligencia e impiedad de algunos Sacerdotes. Quienes lo hacen demuestran que no creen que la Majestad del Señor esté presente. Así, algunos celebran la Misa sin ánimo, sin cariño, sin miedo y temblor, ¡con increíble prisa! Actúan como si no creyeran en la presencia de Cristo el Señor, y como si no creyeran que Cristo el Señor los ve”.

Después de algunas otras consideraciones, el Cardenal Belarmino continúa: “Sé que hay en la Iglesia de Dios muchos Sacerdotes excelentes y religiosos, que celebran los Divinos Misterios con un corazón puro y con vestiduras muy limpias. Por esto todos deben dar gracias a Dios, pero hay también algunos que se conmueven hasta las lágrimas, y no son pocos, cuyo exterior sórdido revela las vilezas e impurezas de sus almas”.

Mientras tanto, os abrazamos, Venerables Hermanos, en la caridad de Cristo, y de todo corazón os impartimos a vosotros y al rebaño confiado a vuestro cuidado la bendición apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 19 de febrero de 1749, noveno año de Nuestro Pontificado.

Papa Benedicto XIV