miércoles, 28 de marzo de 2001

SEMPITERNUS REX CHRISTUS (8 DE SEPTIEMBRE DE 1951)


ENCÍCLICA

SEMPITERNUS REX CHRISTUS

DE SU SANTIDAD

EL

PAPA PÍO XII

A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y OTROS ORDINARIOS DEL LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

SOBRE EL CONCILIO ECUMÉNICO DE CALCEDONIA
CELEBRADO HACE QUINCE SIGLOS

VENERABLES HERMANOS:
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

A los Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

1. Cristo, Rey Eterno, antes de prometer a Pedro, hijo de Juan, el gobierno de la Iglesia, habiendo preguntado a los discípulos que pensaban de Él los hombres y los mismos Apóstoles, alabó con singular encomio aquella fe, que había de vencer los asaltos y las tempestades infernales, y que Pedro, iluminado de la luz del Padre Celestial, había expresado con estas palabras: “Tú eres el Cristo, Hijo del Dios vivo” [1] . Esta fe, que produce las coronas de los Apóstoles, las palmas de los mártires y los lirios de las Vírgenes, y que es virtud de Dios para la salvación de todo creyente [2], ha sido eficazmente defendida y espléndidamente ilustrada de un modo particular por tres Concilios Ecuménicos, el de Nicea, el de Éfeso y el de Calcedonia, cuyo 15º Centenario se celebra al final de este año.

Es, pues, conveniente y justo que tan fausto acontecimiento sea celebrado, tanto en Roma cuanto en todo el mundo católico, con la solemnidad, que, después de haber dado gracias a Dios, inspirador de todo consejo saludable, ordenemos, movidos de un suave sentimiento del alma.

2. Así como Pío XI, Nuestro Predecesor de feliz memoria, conmemoró solemnemente el Concilio de Nicea en 1925 en la ciudad sagrada, y en el año 1931 recordó en la Encíclica Lux veritatis [3] el Sagrado Concilio de Éfeso, así Nos en esta Carta, con igual aprecio e interés recordamos el Concilio de Calcedonia; puesto que los Sínodos de Éfeso y Calcedonia están indisolublemente unidos entre sí en lo que respecta a la unión hipostática del Verbo Encarnado; el uno y el otro, desde la antigüedad, fueron tenidos en grande honor, tanto entre los Orientales, que incluso lo recuerdan en su Liturgia, como entre los Occidentales, como atestigua San Gregorio Magno, el cual exaltándolos en el mismo grado que a los precedentes Concilios Ecuménicos, es decir, el Niceno y el Constantinopolitano, escribió estas memorables palabras: “Sobre ellos, como sobre una piedra de cuatro esquinas, se yergue erguido el edificio de la santa fe, y quien no sostenga su firme doctrina, cualquiera que sea su vida o actividad, aunque parezca una roca, queda, sin embargo, fuera del edificio” [4].

3. Mas al considerar atentamente este acontecimiento y sus circunstancias, resaltan dos puntos sobre todo, que Nos queremos, cuanto es posible, esclarecer: esto es, el primado del Romano Pontífice, que brilló manifiestamente en la gravísima controversia cristológica, y la grandísima importancia de la definición dogmática del Concilio Calcedonense. Rindan sin vacilar el debido y respetuoso homenaje al Primado de Pedro siguiendo el ejemplo y las huellas de sus mayores aquellos que, por la malicia de los tiempos, especialmente en los países orientales, están separados del seno y de la unidad de la Iglesia, y acepten íntegra esta doctrina del Concilio de Calcedonia, penetrando dentro del misterio de Cristo con la más pura mirada aquellos que están enredados en los errores de Nestorio y de Eutiques; consideren esta misma doctrina con más profunda adhesión a la verdad los que animados de un exagerado deseo de novedades, osan de cualquier modo apartarse de los términos legítimos e inviolables cuando estudian el misterio que nos ha redimido. Finalmente todos aquellos que se glorían del nombre de católicos saquen de aquí un fuerte estímulo para cultivar con el pensamiento y la palabra la preciosísima perla evangélica, profesando y conservado pura la fe, pero sin que falte lo que vale más, es decir, el testimonio de la propia vida, en la que, alejando, con la ayuda de la divina misericordia, todo lo que sea disonante, indigno y reprensible, resplandezca la pureza de la virtud, y así venga a participar de la divinidad de Aquel, que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad.

4. Pero, para proceder con orden, conviene empezar desde el origen de los hechos que vamos a recordar. El autor de toda la controversia, que se agitó en el Concilio de Calcedonia, fue Eutiques, sacerdote y abad de un célebre monasterio de Constantinopla. Habiéndose dedicado a combatir a fondo la herejía de Nestorio, que afirmaba dos personas en Cristo, cayó en el error opuesto.

5. “Un hombre temerario y bastante inexperto” [5] con increíble dureza de juicio, hacía estas afirmaciones: conviene distinguir dos momentos: antes de la unión, las naturalezas de Cristo eran dos; es decir, la humana y la divina. Pero después de la unión no había más que una naturaleza habiendo absorbido el Verbo al hombre; de María Virgen tuvo origen el cuerpo del Señor, el cual, sin embargo, no es de la misma sustancia y materia nuestra; es sí, humano como el nuestro, pero no consubstancial a nosotros ni a Aquella que fue Madre de Cristo según al carne [6]. Por eso no nació ni padeció, ni fue crucificado, ni resucitó según la verdadera naturaleza humana.

6. Al decir esto Eutiques no se daba cuenta de que antes de la unión, la naturaleza humana de Cristo no existía, porque comenzó a existir en el momento de su concepción, y que después de la unión es absurdo pensar que de dos naturalezas se hagan una sola, porque en manera alguna dos naturalezas verdaderas y concretas pueden reducirse a una, tanto más cuanto que la naturaleza divina es infinita e inmutable.

7. Quien juzgue sabiamente estas opiniones, pronto concluirá que por ellas el misterio de la divina dispensación se disipa en sombríos absurdos y enigmas. Era bien claro para los que eran de sana piedad y teología que esta absurda novedad, tan repugnante a las enseñanzas de los profetas, a las palabras del Evangelio y al dogma contenido en el Credo de los Apóstoles y la profesión de fe de Nicea, había sido sacada de las fuentes impuras de Valentín y de Apolinar.

8. En un Sínodo particular, reunido en Constantinopla y presidido por San Flaviano, obispo de la misma ciudad, Eutiques, que andaba diseminando obstinadamente por muchos lugares sus errores en los monasterios, después de ser acusado por el Obispo Eusebio de Dorilea, fue condenado. Pero él, como si la condenación hubiera sido una injusticia contra quien estaba combatiendo la naciente impiedad de Nestorio, apeló al juicio de algunos obispos de grande autoridad. Recibió también una carta de protesta San León Magno, Pontífice de la Sede Apostólica, cuyas espléndidas y sólidas virtudes, vigilante solicitud por la Religión y por la paz, esforzada defensa de la verdad y de la dignidad de la Cátedra Romana, y no menor habilidad en el tratar los negocios que gran elocuencia, ha conseguido la admiración sin límites de todos los siglos. Ninguno mejor que él parecía capaz e idóneo para deshacer los errores de Eutiques, porque en sus alocuciones y en sus cartas con igual magnificencia y piedad solía exaltar y celebrar el misterio, nunca suficientemente predicado, de la única persona y de las dos naturalezas en Cristo: “La Iglesia Católica vive y prospera de esta fe, por la que no se cree en Cristo ni en su humanidad sin la Divinidad, ni en la Divinidad sin la Humanidad” [7].

9. Mas el archimandrita Eutiques, por la poca confianza que tenía en el patrocinio del Romano Pontífice, apelando a las astucias y engaños, por medio de Crisafio, a quien estaba ligado con estrecha amistad y era muy acepto al Emperador Teodoro II, obtuvo del mismo Emperador que fuese vista de nuevo su causa y se reuniese en Éfeso otro Concilio, presidido por Dióscoro, obispo de Alejandría. Este, íntimo amigo de Eutiques, pero adverso a Flaviano, obispo de Constantinopla, engañado por la falsa analogía de los dogmas, andaba diciendo que como Cirilo, su predecesor, había defendido una sola naturaleza en Cristo después de la unión.

En aras de la paz, San León Magno envió delegados al Concilio. Entre otras cartas, llevaron al Concilio dos epístolas, una dirigida al sínodo, y otra que contenía una Doctrina perfecta y plenamente desarrollada en la que se refutaban los errores de Eutiques, dirigida a Flaviano.

10. Pero en este Sínodo Efesino, que León denominó justamente Concilio de ladrones, siendo árbitros del mismo Dióscoro y Eutiques, se hizo todo con violencia, se negó a los Legados Apostólicos el primer puesto en la reunión, fue prohibido leer las cartas del Sumo Pontífice, los votos de los Obispos fueron arrancados por medio de engaños y amenazas; juntamente con otros fue Flaviano acusado de herejía; más aún, la audacia del furibundo Dióscoro llegó a tal punto que ¡nefando delito! osó lanzar la excomunión contra la Suprema Autoridad Apostólica.

Cuando León supo por medio del diácono Hilario las fechorías de este Conciliábulo de bandoleros, reprobó, anuló y rechazó todo lo hecho y decretado y sintió un acerbo dolor, exacerbado por las frecuentes apelaciones de los obispos depuestos por el capricho de aquéllos.

11. Dignas de mención son las cosas que escribieron en aquella circunstancia Flaviano y Teodoro de Ciro al Supremo Pastor de la Iglesia. He aquí las palabras de Flaviano: “Procediendo, como en virtud de un prejuicio, inicuamente todas las cosas para mi daño, después de aquella injusta sentencia pronunciada contra mí (por Dióscoro), mientras yo apelaba al trono de la Sede Apostólica de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, como también al Sínodo sujeto a Vuestra Santidad, de repente me vi rodeado de muchos soldados, que no me permitieron refugiarme en el santo altar, sino que trataron de sacarme fuera de la Iglesia” [8]. Y Teodoro escribe: “Si Pablo, heraldo de la verdad...acudió a Pedro...mucho más nosotros, humildes y pequeños, acudimos a Vuestra Apostólica Sede, para obtener de Vos remedio a las heridas de la Iglesia. Porque a Vos toca ejercitar el primado sobre todas...Yo espero el juicio de Vuestra Apostólica Sede...Ante todo ruego ser instruido por Vos sobre si debo resignarme a sufrir esta injusta deposición o no; espero vuestra sentencia” [9]

12. Para borrar tanta iniquidad León urgió con insistentes cartas a Teodosio y a Pulqueria para que pusiesen remedio a tan triste estado de cosas y por eso a reunir dentro de Italia un nuevo Concilio, que reparase los males del Efesino. Un día recibiendo en la Basílica Vaticana a Valentiniano III, a su madre Gala Plácida y a su esposa Eudoxia, rodeado de una numerosa corona de obispos, con gemidos y llantos les pidió que pusiesen remedio en seguida, según sus fuerzas, al creciente daño de la Iglesia. Entonces el Emperador Valentiniano escribió a Teodosio y lo mismo hicieron también las reinas. Pero en vano; Teodosio, envuelto en las astucias y en los engaños, no hizo nada por reparar las injusticias cometidas. Más cuando el dicho Emperador murió inesperadamente, su hermana Pulqueria ocupó el poder y tomó como marido a Marciano, asociándolo al mando, siendo los dos muy estimados por su piedad y sabiduría.

Entonces Anatolio, que Dióscoro había puesto arbitrariamente en la cátedra de Flaviano, suscribió la carta que León había escrito a Flaviano sobre la encarnación del Verbo; los restos de Flaviano fueron llevados con grande pompa a Constantinopla; los Obispos depuestos fueron restituidos a sus sedes; y comenzó a ser unánime la reprobación de la herejía eutiquiana, de modo que no se veía ya la necesidad de un nuevo Concilio, tanto más cuanto que las condiciones del Imperio Romano eran poco seguras por las invasiones de los Bárbaros, que ponían en peligro la seguridad del imperio romano.

13. Sin embargo, por deseo del emperador y con la aprobación del Papa, se celebró un concilio. Calcedonia era una ciudad de Bitinia cerca del Bósforo de Tracia, a la vista de Constantinopla, que estaba situada en la orilla opuesta. Aquí, en la vasta basílica suburbana de Santa Eufemia, Virgen y Mártir, el 8 de octubre se reunieron los padres, que previamente se habían reunido para este propósito en la ciudad de Nicea. Eran unos 600 en número, todos del Este, excepto dos exiliados de África.

14. El libro de los evangelios se colocó en el medio; diecinueve representantes del emperador y del senado ocuparon sus lugares ante las barandillas del altar. Hicieron las veces de Legados Pontificios los piadosísimos personajes Pascasio, obispo de Lilibeo de Cicilia, Lucencio, obispo de Ascoli, Bonifacio y Basilio, sacerdotes, a los cuales se juntó Juliano, obispo de Cos, para ayudarles en su importante tarea. Los Legados del Sumo Pontífice ocupaban el primer puesto entre los obispos; eran los primeros en la lista, fueron los primeros en hablar, los primeros en firmar las actas y, en fuerza de su autoridad delegada, confirmaban o rechazaban los votos de los demás, como ocurrió abiertamente en la condena de Dióscoro, que los Legados del Sumo Pontífice ratificaron con esas palabras: “El Santísimo y beatísimo Arzobispo de la grande y antigua Roma, León, por medio de nosotros y este Santo Sínodo, juntamente con el beatísimo y dignísimo de alabanza Pedro Apóstol, que es la piedra y la base de la Iglesia Católica y el fundamento de la fe ortodoxa, le ha despojado (a Dióscoro) de la dignidad episcopal, como también de todo ministerio sacerdotal” [10].

15. Consta por otra parte claramente que no sólo los Legados Pontificios han ejercitado la autoridad de presidir, sino que también les fue reconocido por todos los Padres del Concilio sin alguna oposición el derecho y el honor de la presidencia, como se deduce de la carta sinodal enviada a León: “Tú en verdad -así escriben- presidías como la cabeza a los miembros, demostrando benevolencia en los que tenían tu puesto” [11].

16. No es nuestro intento detallar aquí todos y cada uno de los actos del Concilio, sino solamente los principales, en cuanto son útiles para poner en claro la verdad y para ayudar a la Religión. Por lo tanto, no podemos pasar en silencio ya que se toca la cuestión de la dignidad de la Sede Apostólica, el Canon 28 de aquel Concilio, en el cual se atribuye el segundo puesto de honor después de la Sede Romana a la sede episcopal de Constantinopla como ciudad imperial. Si bien nada se hubiera hecho contra el divino primado de jurisdicción, que era por todos reconocido, con todo aquel canon, redactado en ausencia y contra la voluntad de los Legados Pontificios, y por consiguiente clandestino y subrepticio, está destituido de todo valor jurídico y fue reprobado y condenado por San León en muchas cartas. Por lo demás, a semejante determinación se adhirieron Marciano y Pulqueria, y también el mismo Anatolio, el cual, excusando la censurable audacia de aquel acto, escribió así a León: “De aquellas cosas que días pasados se decretaron en el Concilio Universal de Calcedonia a favor de la Sede Constantinopolitana quien tuvo ese deseo...; quedando reservada a la autoridad de Vuestra Beatitud toda la validez y la aprobación de tal acto” [12].

17. Pero vayamos ya al punto principal de toda la cuestión, es decir, a la solemne definición de la Fe Católica, con la cual fue rechazado y condenado el pernicioso error de Eutiques.

En la cuarta sesión del sacro Sínodo, pidieron los representantes imperiales que se compusiese una nueva fórmula de fe; pero el Legado Pontificio Pascasino, interpretando el sentir de todos, respondió que no era necesario, bastando los símbolos de la fe y los cánones ya en uso en la Iglesia, entre los que hay que contar primeramente la Carta de León a Flaviano: “Luego en tercer lugar (esto, es, después de los Símbolos Niceno y Constantinopolitano y de su exposición hecha por Cirilo en el Concilio Efesino) los escritos enviados por el Beatísimo y Apostólico León, Papa de la Iglesia Universal, contra tu herejía de Nestorio y de Eutiques, ya han indicado cuál es la verdadera fe. Este Santo Sínodo también sostiene y sigue la misma fe” [13].

18. Conviene recordar aquí que esta importantísima Carta de San León a Flaviano, acerca de la Encarnación del Verbo, fue leída en la tercera sesión del Concilio, y apenas calló la voz del lector, todos los Padres gritaron unánimemente: “Esta es la fe de los Padres, ésta la fe de los Apóstoles. Todos creemos así, los ortodoxos creen así. Sea excomulgado quien no cree así. Pedro ha hablado a través de León” [14].

19. Después de esto, con pleno consentimiento, todos dijeron que el documento del Romano Pontífice concordaba perfectamente con los Símbolos Niceno y Constantinopolitano. Con todo en la quinta sesión sinodal por la insistencia de los representantes de Marciano y del Senado, fue preparada una nueva fórmula de la fe por un Consejo escogido de Obispos de varias regiones, que se reunieron en el oratorio de la basílica de Santa Eufemia. Estaba compuesta de un prólogo, del Símbolo Niceno y del Constantinopolitano, promulgado entonces por primera vez, y de la solemne condenación del error eutiquiano. Tal fórmula fue aprobada por los Padres del Concilio con unánime consentimiento.

20. Nos parece importante, Venerables Hermanos, demorarnos un poco en dilucidar este documento del Romano Pontífice, que fue una reivindicación tan destacada de la Fe Católica. Ante todo contra Eutiques que andaba diciendo: “Confieso que el Señor tenía dos naturalezas antes de la unión; y en cambio después de la unión, una sola naturaleza” [15], y no sin indignación contrapone así el Santísimo Pontífice la luz de la refulgente verdad: “Me sorprende que esta afirmación absurda y perversa haya escapado a la severa reprimenda de quienes dictaron sentencia... se describe impíamente al Hijo Unigénito de Dios como de dos naturalezas antes de la Encarnación y, con la misma maldad, al Verbo hecho Carne se le atribuye una sola naturaleza” [16]. Atacó con igual fuerza y ​​franqueza los errores opuestos de Nestorio: “Es porque hubo una sola persona en ambas naturalezas, que el Hijo de Dios tomó carne de la Virgen de la que nació. Y otra vez se dice que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, porque padeció estas cosas en la debilidad de su naturaleza humana, no en la divinidad misma, porque por la divinidad el Unigénito es coeterno y consustancial con el Padre. Por lo cual, en el Credo todos confesamos “que el Hijo unigénito de Dios fue crucificado y sepultado” [17].

21. Además de la distinción de las dos naturalezas en Cristo, San León reivindica también con mucha claridad la distinción de las propiedades y operaciones de una y otra naturaleza: “Salva pues -dice él- la propiedad de una y otra naturaleza, que confluyen en una única persona, fue asumida la humildad por la majestad, la debilidad por la fuerza, la mortalidad por la eternidad” [18]. Y de nuevo: “Porque una y otra naturaleza conserva sin perder nada de su propiedad” [19].

22. Pero ambos conjuntos de propiedades y actividades se atribuyen a la Persona Una del Verbo, porque “Uno y el mismo es verdaderamente el Hijo de Dios y verdaderamente el Hijo del hombre” [20]. De donde: “Obra en efecto una y otra naturaleza con mutua comunicación lo que le es propio, esto es, el Verbo obra lo que es propio del Verbo y la carne sigue lo que es propio de la carne” [21]. En estas expresiones aparece el uso de lo que se llama la Aplicación Común de los Términos (Communicatio Idiomatum), que Cirilo reivindicó contra Nestorio. Depende del firme fundamento de que ambas naturalezas subsisten por la Persona Una del Verbo engendrado antes de todos los siglos por el Padre y nacido de María según la carne en el transcurso de los tiempos.

23. Esta profunda doctrina sacada del Evangelio, sin negar lo que fue definido en el Concilio Efesino, condenó a Eutiques, sin perdonar a Nestorio, y con ella concuerda perfectamente la definición dogmática del Concilio Calcedonense, que en el mismo sentido afirma con claridad y energía dos distintas naturalezas y una persona en Cristo con estas palabras: “Este gran y santo concilio ecuménico condena a los que pretenden que hubo dos naturalezas en el Señor antes de la unión, e imagina que sólo hubo una después de la unión. Siguiendo, pues, con las Tradiciones de los Santos Padres enseñamos que todos a una sola voz confiesen que el Hijo [de Dios] y nuestro Señor Jesucristo son uno y el mismo, y que es perfecto en su divinidad, perfecto en su humanidad , verdadero Dios y verdadero hombre, hecho de un alma racional y de un cuerpo, consustancial al Padre en su divinidad, y el mismo también en su humanidad recibida de la Virgen María en tiempos recientes, por nosotros y para nuestra salvación, uno y el mismo Cristo, el Hijo, el Señor, el Unigénito, teniendo dos naturalezas sin confusión, cambio, división o separación; la distinción entre las naturalezas no fue eliminada por la unión, pero las propiedades de cada una permanecen inviolables y se unen en una sola persona. No está partido ni dividido en dos personas, sino que es uno y el mismo Hijo y Unigénito Dios Verbo, el Señor, Jesucristo” [22].

24. Y si se pregunta por qué motivo el lenguaje del Concilio de Calcedonia se tan claro y tan eficaz en impugnar el error, creemos que eso depende de que, quitada toda ambigüedad, se usan en él, términos muy apropiados. En efecto, en la definición Calcedonense a las palabras persona e hipóstasis (prósopon - hipóstasis) se atribuye el mismo significado; al contrario al término naturaleza (fysis) se da un sentido diverso y nunca su significado se da a los dos primeros.

Por lo tanto, sin razón pensaban los Nestorianos y Eutiquianos, como también dicen ahora algunos historiadores, que el Concilio de Calcedonia corrigió lo que estaba definido en el Concilio de Éfeso. Todo lo contrario, puesto que el uno completa al otro; pero de tal forma que la síntesis armónica de la doctrina cristológica fundamental aparece más vigorosamente en el segundo y en el tercer Concilio de Constantinopla.

25. Es doloroso que algunos antiguos adversarios del Concilio Calcedonense, que se dicen también Monofisitas, hayan rechazado una doctrina tan pura, tan sincera e íntegra por haber entendido mal algunas expresiones de los antiguos. En efecto, aun siendo contrarios a Etiques, que hablaba absurdamente de mezclas de naturalezas de Cristo, sin embargo defendían tenazmente la conocida fórmula: “Una es la naturaleza del Verbo encarnado”, de la que se había servido San Cirilo Alejandrino, como dicho de San Atanasio, pero en sentido ortodoxo, porque él entendía la naturaleza en el significado de persona. Los Padres de Calcedonia, por lo tanto, eliminaron totalmente lo que era ambiguo o susceptible de causar error en estas expresiones. En efecto, aplicaron a la exposición de la encarnación de Nuestro Señor los mismos términos que se emplean en la teología de la Trinidad. Así, hicieron que “naturaleza” y “esencia” (essentia, ousia) fueran lo mismo, e igualmente “Persona” e “Hipóstasis”, y trataron los dos últimos nombres como totalmente diferentes en significado de los dos primeros. Su enfoque, por otra parte, había hecho “naturaleza” el equivalente de “Persona” no de “esencia” (essentia).

26. Por la razón que acabamos de dar, hoy en día hay algunos cuerpos separados en Egipto, Etiopía, Siria, Armenia y otros lugares, que se equivocan principalmente en el uso de palabras al definir la doctrina de la Encarnación. Esto puede demostrarse a partir de sus libros litúrgicos y teológicos.

27. Por lo demás ya en el siglo XII, un hombre, que entre los  Armenios gozaba de gran autoridad, confesaba cándidamente su pensamiento respecto a esta materia: “Nosotros decimos que Cristo es una naturaleza no por confusión a la manera de Eutiques, ni por mutilación como quería Apolinario, sino según la mente de Cirilo de Alejandría, el cual en el Libro Scholiorum adversus, Nestorium dice: ‘Una es la naturaleza del Verbo encarnado, como lo han enseñado los Padres... Y también nosotros hemos aprendido de la tradición de los Santos, no introduciendo en la unión de Cristo confusión o mutación o alteración según el pensamiento de los heterodoxos, afirmando una naturaleza, pero en el sentido de hipóstasis, que vosotros mismos ponéis en Cristo’; lo cual es justo y nosotros lo reconocemos, y equivale perfectamente a nuestra fórmula: ‘Una naturaleza...’. Ni rehusamos decir ‘dos naturalezas’, pero con tal de que no se entienda por vía de división, como quiere Nestorio, sino se mantenga clara la no confusión contra Eutiques y Apolinario” [23].

28. Si el gozo y la alegría llegan al extremo cuando se realiza la palabra del Salmo: “Oh cuán buena y cuán dulce cosa es el vivir los hermanos en mutua unión” [24]; si la gloria de Dios resplandece especialmente junta con la utilidad de todos, cuando la plena verdad y la plena caridad liga entre sí las ovejas de Cristo, vean aquellos que con amor y dolor hemos recordado más arriba, si es lícito y útil estar lejos, especialmente por un equívoco inicial de palabras, de la Iglesia una y santa, fundada sobre zafiros [25], es decir, sobre los Profetas y los Apóstoles, sobre la misma piedra angular, Cristo Jesús [26].

29. Repugna también abiertamente con la definición de fe del Concilio de Calcedonia la opinión, bastante difundida fuera del Catolicismo, apoyada en un texto de la Epístola de San Pablo Apóstol a los Filipenses [27], mala y arbitrariamente interpretado, esto es, la doctrina llamada Kenótica, según la cual en Cristo se admite una limitación de la divinidad del Verbo; invención verdaderamente sacrílega, que, siendo digna de reprobación como el opuesto error de los Docetas, reduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención a una sombra vana y sin cuerpo. “Con la naturaleza entera y perfecta del verdadero hombre -así nos enseña elocuentemente León Magno- aquel que era verdadero Dios nació, completo en su propia naturaleza, completo en la nuestra” [28].

30. Si bien nada hay que prohíba escrutar más profundamente la humanidad de Cristo, aun en el aspecto psicológico, con todo en el arduo campo de tales estudios no faltan quienes abandonan más de lo justo las posiciones antiguas para construir las nuevas, y se sirven de mala manera de la autoridad y de la definición del Concilio Calcedonense para apoyar sus propias elucubraciones.

31. Estos ensalzan tanto el estado y la condición de la naturaleza humana de Cristo que parece que ella es considerada como sujeto suis iuris, como si no subsistiese en la persona del mismo Verbo. Pero el Concilio de Calcedonia, en pleno acuerdo con el de Éfeso, afirma claramente que ambas naturalezas están unidas en 'Una Persona y subsistencia', y descarta la colocación de dos individuos en Cristo, como si un solo hombre, completamente autónomo en sí mismo, hubiera sido tomado y puesto al lado de la Palabra. San León no sólo se adhiere a esta opinión (es decir, la de Calcedonia), sino que también indica la fuente de donde deriva su sana doctrina. “Todo lo que hemos escrito -dice- ha sido claramente tomado de la doctrina de los Apóstoles y de los Evangelios” [29].

32. En efecto, la Iglesia desde los primeros tiempos, sea en los documentos escritos, sea en la predicación, sea en las preces litúrgicas, profesa de un modo claro y preciso que el Unigénito Hijo de Dios, nació en la tierra, y ha padecido, y estuvo clavado en la Cruz, y, después de salir resucitado del sepulcro, subió a los cielos. Además la Sagrada Escritura atribuye al único Cristo, el Hijo de Dios, propiedades humanas y siendo al mismo tiempo Hijo del hombre, propiedades divinas.

33. En efecto, el Evangelista Juan declara: “El Verbo se hizo carne” [30]. Luego Pablo escribe de Él: “El cual teniendo la naturaleza de Dios...se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte” [31].Y también: “Mas cumplido que fue el tiempo, envió Dios a su Hijo, formado de una mujer” [32] y el mismo divino Redentor afirma de un modo perentorio: “Mi Padre y yo somos una misma cosa” [33] y también: “Salí del Padre y vine al mundo” [34]. El origen celestial de nuestro Redentor resplandece también en este texto del Evangelio: “He descendido del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” [35]. Y también de este otro: “El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos” [36]. Santo Tomás de Aquino explica esta última frase así: “El que desciende es el mismo que asciende. En esto se indica la unidad de la Persona del Dios hombre. Desciende en efecto... el Hijo de Dios asumiendo la naturaleza humana, pero sube el Hijo del hombre según la naturaleza humana a la sublimidad de la vida inmortal. Y así el mismo es el Hijo de Dios que baja y el Hijo del hombre que sube” [37].

34. Este mismo concepto había ya expresado Nuestro Predecesor León Magno con estas palabras: “Porque ... a la justificación de los hombres lo que principalmente contribuye es que el Unigénito de Dios se ha dignado ser también el Hijo del hombre, de tal manera que el mismo que es όμοούσιος al Padre, esto es, de la misma substancia del Padre, fuese también verdaderamente hombre y consubstancial a la Madre según la carne, nosotros gozamos de lo uno y de lo otro, ya que no nos salvamos sino en virtud de ambos, no dividiendo sin embargo lo visible de lo invisible, lo corpóreo de lo incorpóreo, lo pasible de lo impasible, lo palpable de lo impalpable, la forma del siervo de la forma de Dios, porque, si bien uno subsiste desde la eternidad y el otro ha comenzado en el tiempo, con todo, una vez unidos no pueden ya tener separación ni fin” [38].

35. Sólo, pues, si nos adherimos a la santa fe inviolable de que hay una sola Persona en Cristo, la del Verbo, en la que dos naturalezas enteramente distintas entre sí, la divina y la humana, distintas también en sus propiedades y actividades, confluyen — sólo si nos adherimos a esta doctrina resplandece la magnificencia y la misericordia paternal de nuestra inefable redención.

36. ¡Oh altura de la misericordia y de la justicia de Dios, que acudiste en ayuda de las criaturas culpables y las convertiste en hijos suyos! Cómo se inclinaron los cielos hacia nosotros, desaparecieron las heladas invernales, aparecieron las flores en nuestra tierra, y nos convertimos en hombres nuevos, en una nueva creación, en una nueva estructura, en un pueblo santo, en un vástago celestial. Verdaderamente el Verbo padeció en su carne y derramó su sangre en la cruz y pagó por nosotros pecadores al Padre Eterno el sobreabundante precio de nuestra satisfacción. De ahí que la esperanza cierta de la salvación ilumine a los que con verdadera fe y ardiente caridad se adhieren a él y, con la ayuda de las gracias que de él brotan, producen frutos de justicia.

37. La evocación misma del recuerdo de estos insignes y gloriosos acontecimientos de la historia de la Iglesia nos lleva naturalmente a dirigir nuestros pensamientos a los orientales con un calor aún más cariñoso de afecto paternal. En efecto, el concilio ecuménico de Calcedonia es un monumento de su gloria, que sin duda perdurará a través de los siglos. Porque en este concilio, bajo la dirección de la Sede Apostólica, una asamblea de 600 obispos orientales defendió vigilantemente y expuso maravillosamente contra la temeridad del innovador, la doctrina de la unidad de Cristo, en cuya persona se reúnen sin confusión dos naturalezas distintas, la divina y la humana. Pero, ¡ay! durante largos siglos muchos de los que habitan en Oriente se han alejado infelizmente de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la que la unión hipostática es el prototipo más luminoso. ¿No sería santo, saludable y conforme a la voluntad de Dios que todos ellos volvieran por fin al único redil de Cristo?

38. Por nuestra parte, deseamos que tengan siempre presente que Nuestros pensamientos son pensamientos de paz y no de aflicción (cf. Jer. xxix, 11). Es bien sabido, además, que lo hemos demostrado con nuestros actos. Si bajo presión nos gloriamos de ello, entonces nos gloriamos en el Señor, que es el dador de toda buena voluntad. Pues hemos seguido el camino de nuestros predecesores y hemos trabajado diligentemente para facilitar el retorno de los pueblos orientales a la Iglesia Católica. Hemos custodiado sus ritos legítimos. Hemos promovido el estudio de sus asuntos. Hemos promulgado leyes benéficas para ellos. Hemos mostrado profunda solicitud en nuestro trato con el sagrado consejo de la curia romana para los asuntos orientales. Hemos concedido la púrpura romana al patriarca de los armenios.

39. Mientras ardía la reciente guerra con su secuela de miseria, hambre y enfermedades, Nos, sin distinguir entre los pueblos, que Nos suelen llamar Padre, hemos trabajado por aliviar dondequiera el peso de las desgracias; Nos hemos esforzado por ayudar a las viudas, a los niños, a los ancianos, a los enfermos y Nos hubiéramos considerado más felices si hubiéramos podido equiparar los medios a los deseos. No vaciléis, pues, en rendir el debido homenaje a esta Sede Apostólica, para la que el presidir es ayudar, a esta inquebrantable roca de verdad plantada por Dios, aquellos que por calamidad de los tiempos se han separado de ella, mirando e imitando a Flaviano, nuevo Juan Crisóstomo en el soportar las pruebas más duras por la justicia, a los Padres Calcedonenses, elegidos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, al fuerte Marciano, bondadoso y sabio príncipe, a Pulqueria, fúlgido lirio de regia e inmaculada pureza. Nos prevemos cuán rica fuente de bienes para provecho común del orbe cristiano brotará de este retorno a la unidad de la Iglesia.

40. Verdaderamente somos conscientes de la acumulación de prejuicios que impiden tenazmente el feliz cumplimiento de la oración ofrecida por Cristo en la última Cena a su Padre Eterno por los seguidores del Evangelio: “Que todos sean una misma cosa” [41]. Pero sabemos también que la fuerza de la oración es grande, si los que oran, formando un solo ejército, arden en una sincera fe y pura conciencia capaz de arrancar una montaña y precipitarla en el mar [42]. Deseando, pues, ardientemente que todos aquellos, que sienten en el corazón la calurosa llamada para abrazar la unidad cristiana ( y ninguno que pertenezca a Cristo puede prestar poca atención a cosa tan grave) eleven oraciones y súplicas a Dios, autor y fuente del orden, unidad y belleza, a fin que los laudables deseos de los hombres mejores se realicen cuanto antes. Para allanar el camino, que lleva a esta meta, conviene hacer la investigación sin ira ni apasionamiento del modo como hoy, más que en el pasado suelen ser construidos y depurados los hechos antiguos.

41. Hay, además, otro motivo, que con grande urgencia exige que las falanges cristianas cuanto antes se unan y combatan bajo una sola bandera central los tempestuosos asaltos del enemigo infernal. ¿A quién no horroriza el odio y la ferocidad con que los enemigos de Dios, en muchos países del mundo, amenazan y tienden a destruir todo lo que es divino y cristiano? Contra sus confederadas milicias no podemos seguir divididos y dispersos, perdiendo el tiempo, todos los que señalados con el carácter bautismal, estamos destinados a combatir con valor los combates de Cristo.

42. Las cárceles, los sufrimientos, los tormentos, los gemidos, la sangre de aquellos que, conocidos o ignorados, pero ciertamente muchos en estos últimos tiempos y aun hoy día, han sufrido y están sufriendo por la constancia de la virtud y la profesión de fe, llaman a todos con voz cada vez más alta, para que abracen esta santa unidad de la Iglesia.

43. La esperanza de la vuelta de los hermanos y de los hijos, separados hace ya mucho tiempo de esta Sede Apostólica, se hace más fuerte con la amarga y sangrienta cruz de los sufrimientos de tantos otros hermanos e hijos: ¡que ninguno impida y descuide la obra salvadora de Dios! A estos beneficios y al gozo de esta unidad invitamos con paterna súplica y llamamos de nuevo también a aquellos que siguen los errores nestorianos y monofisistas. Persuádanse ellos que Nos consideraríamos como la más fúlgida joya de la corona de Nuestro apostolado, el que Nos fuera concedido poder abrazar con amor y honor aquellos que nos son tanto más queridos cuanto su larga separación ha avivado más Nuestros deseos.

44. Finalmente es nuestro anhelo que cuando por Vuestro solícito trabajo, Venerables Hermanos, se celebre la conmemoración del Sacrosanto Concilio Calcedonense, todos sean exhortados a adherirse con la más firme fe a Cristo nuestro Redentor y nuestro Rey. Ninguno, halagado por las aberraciones de la humana filosofía y engañado de los caprichos del lenguaje humano, ose destruir con duda o adulterar con innovaciones en Calcedonia, es decir: que en Cristo hay dos verdaderas y perfectas naturalezas, una divina y otra humana, unidas a la vez, pero sin confusión, y subsistentes en la única Persona del Verbo. Antes bien unidos con el autor de nuestra salvación, que es “Camino de santas costumbres, Verdad de divina doctrina, y Vida de eterna bienaventuranza” [43] todos amen en Él la naturaleza restaurada, honren la libertad redimida, y, rechazando la necesidad del mundo viejo, pasen con plena alegría a la sabiduría de la infancia espiritual, que nunca envejece.

45. Reciba estos ardentísimos deseos Dios, Uno y Trino, cuya naturaleza es bondad, y cuya voluntad es poder, por intercesión de la Virgen María, Madre de Dios, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de Eufemia Virgen Calcedonense y Mártir triunfante. Y vosotros, Venerables Hermanos, unid por esta intención vuestras oraciones a las Nuestras, y haced que todo esto que acabamos de escribiros llegue a conocimiento del mayor número posible de personas. Agradecidos por esta, vuestra ayuda, a vosotros y a todos los sacerdotes y fieles confiados a Nuestra cura pastoral, impartimos de todo corazón la Apostólica Bendición, en virtud de la cual podáis someteros más generosamente al yugo no pesado ni molesto de Cristo Rey y ser siempre semejantes en humildad a Aquel, de cuya gloria queréis participar.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María Virgen, año 1951, 13º de Nuestro Pontificado.

PAPA PÍO XII.

 

Notas:

[1] Mt 16, 16.

[2] Cfr.. Rm 1, 16.

[3] Pío XI Encíclica Lux veritatis, 25-XII-1931; A.A.S. 23 (1931) 493-517.

[4] S. Gregorio Magno, Registrum Epistolarum, I, 25 (al. 24) (Migne PL 77, col. 478; edic. Ewald I, 36).

[5] S. León M. A Flaviano, Epist. 28 1; (Migne PL 54, col. 755 s.)

[6] Cfr. Flaviano, a León M. Ep. 26, (Migne PL 54, 745).

[7]S. León Magno, Ep. 28, 5 (Migne PL 54, 777)

[8] Schwartz, Acta Conciliorum Oecumenicorum, II, vol. II, pars, prior, p. 78.

[9] Theodoretus ad Leonem M.; Ep. 52, 1. 5. 6: (Migne PL 54, 847 y 851; cfr. Migne PG 83, 1311 s. y 1315 s.)

[10] Mansi, Conciliorum amplissima collectio. VI, 1047 (Act. III); Schwartz, II, vol. I. Pars altera, p. 29 (225) (Act. II).

[11] Sínodo de Calcedonia a León M. Ep. 98, 1 (Migne PL 54, 951; Mansi, VI, 147).

[12] Anatolio a León M. Ep. 132, 4 (Migne PL 54, 1084; Mansi, VI, 278 s.).

[13] Mansi, VII, 10.

[14] Schwartz, II, vol. I, pars altera, p. 81 (277) (Act. III); Mansi, VI, 971 (Act. II).

[15] S. León M. Ep. 28, 6 (Migne PL 54, 777).

[16] S. León M. Ep. 28, 6 (Migne PL 54, 777).

[17] S. León M. Ep. 28, 5 (Migne PL 54, 771; cfr. Augustinus, Contra sermonem Arianorum, c. 8 (Migne PL 42, 688).

[18] S. León M. Ep. 28,3 (Migne PL 54, 763). Cfr. S. Leonis M. Serm. 21,2 (PL 54, 192).

[19] S. León M.; Ep. 28, 3 (Migne PL 54, 765, Cfr. Serm. 23, 2 (PL 54, 201).

[20] S. León M. Ep. 28,4 (Migne PL 54, 767).

[21] Ibid..

[22] Mansi, Conc. Ampl.. Coll. VII, 114 y 115.

[23] Así Nerses IV (+ 1173) en Libello confessionis fidei, ad Alexium supremum exercitus byzantini Ducem (I. Cappelletti. S. Narsetis Claiensis, Armenorum Catholici, opera, I, Venetiis, 1833, pp. 182-183).

[24] Ps. 132, 1.

[25] Cfr. Is. 54, 11.

[26] Cfr. Ef 2, 20.

[27] Flp 2,7.

[28] San León M. Ep. 28, 3 (Migne P. L. 54, 763); Cfr. Serm. 23, 2 (PL 54, 201).

[29] S. León M. Ep. 152 (Migne PL 54, 1123).

[30] Jn 1, 14.

[31] Filip. 2, 6-8.

[32] Gal. 4, 4.

[33] Jn 10, 30.

[34] Jn 16, 28.

[35] Jn 6, 38.

[36] Ef 4, 10.

[37] S. Tomas, Comm. In Ep. Ad Ephesios, c. IV, lect. III, circa finem.

[38] S. Leonis M., Serm. 30, 6 (Migne PL 54, 233 2.).

[39] Cfr. Cant 2, 11 s.

[40] Cfr. Jr 29, 11.

[41] Jn 17, 21.

[42] Cfr. Mc 11, 23.

[43] San León M., Serm. 72, 1 (Migne PL 54, 390)


martes, 27 de marzo de 2001

PROVIDENTISSIMA MATER ECCLESIA (27 DE MAYO DE 1917)


BULA

PROVIDENTISSIMA MATER ECCLESIA

DE BENEDICTO XV

EL OBISPO BENDITO,

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS.

EN PERPETUA MEMORIA

A los Venerables Hermanos y Amadísimos Hijos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios, así como a los Doctores y Estudiantes de las Universidades y Seminarios Católicos.

La Iglesia, Madre sapientísima, querida por Cristo, su Fundador, de tal modo que poseyera todas las características de una sociedad perfecta, desde sus mismos comienzos, cuando según la tarea que le encomendó el Señor, comenzó a educar y gobernar a todos los pueblos, se entregó a regular y defender con ciertas leyes la conducta de las personas consagradas y del pueblo cristiano.

Con el tiempo, y sobre todo cuando hubo obtenido su libertad de acción y, creciendo día a día, se extendió por todas partes, nunca dejó de extender y ejercer su derecho natural de hacer leyes por medio de una multitud de decretos promulgados según los tiempos. y circunstancias por los Romanos Pontífices y por los Sínodos Ecuménicos. Por medio de estas leyes y prescripciones no sólo proveyó sabiamente al gobierno del clero y del pueblo cristiano, sino que al mismo tiempo contribuyó de manera admirable al progreso civil y cultural de la sociedad, como lo demuestra la historia. En efecto, la Iglesia no se limitó a derogar las normas de los pueblos bárbaros y a civilizar sus costumbres primitivas, sino que, con la ayuda de la luz divina, corrigió e imprimió de perfección cristiana el propio derecho romano, ilustre monumento de la sabiduría antigua que fue justamente definido “razón escrita”: así, habiendo disciplinado sobre una base de equidad y refinado, donde era necesario, las costumbres públicas y privadas, proporcionó amplio material para la formación de las leyes tanto en la Edad Media como en tiempos más recientes.

Sin embargo, como el mismo Pío X, Nuestro Predecesor de feliz memoria, sabiamente señaló en el Motu Proprio “Arduum sane” del 19 de marzo de 1904, habiendo cambiado las condiciones históricas y las necesidades de los hombres, como es natural, el derecho canónico ya no parecía capaz de responder en todos los aspectos a sus objetivos. A lo largo de los siglos, de hecho, se han promulgado muchas leyes; algunas de estas fueron derogadas por la suprema autoridad de la Iglesia o cayeron en desuso; otras aparecían de difícil aplicación en relación con los tiempos o menos útiles para el bien común o menos adecuadas. A esto se suma el hecho de que el número de leyes canónicas había crecido tanto, y estaban tan descoordinadas y dispersas, que muchas de ellas eran desconocidas no sólo por el pueblo, sino por los propios juristas.

Por estos motivos, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, que acababa de ascender al Pontificado, reflexionando sobre lo que sería útil para un firme restablecimiento de la disciplina eclesiástica, a fin de eliminar los graves inconvenientes antes enumerados, concibió el designio de reunir a todas las leyes de la Iglesia promulgadas hasta entonces, con exclusión de las ya abrogadas o caducadas, y adaptar a las costumbres de hoy en la forma más adecuada las que así lo requieran (1), así como promulgar otras nuevas cuando sea necesario o conveniente. Por lo tanto, emprendió esta ardua empresa después de una madura reflexión; y considerando necesario consultar este proyecto con los Obispos, “a quienes el Espíritu Santo ha puesto en el gobierno de la Iglesia de Dios”, y plenamente consciente de sus pensamientos, ante todo, se preocupó y quiso que el Cardenal Secretario de Estado, con cartas dirigidas a cada uno de los Venerables Hermanos Arzobispos del mundo católico, les encomendara la tarea, “después de haber oído a sus Sufragáneos y a todos los demás Ordinarios, si los hubiere, que debían participar en el Sínodo Provincial, envíen cuanto antes a esta Santa Sede un breve informe en el que indiquen si en el derecho canónico vigente había, a su juicio, algún punto que requiriese alguna modificación o corrección más que otros” (2).

Posteriormente, habiendo convocado a numerosos expertos en disciplina canónica, tanto de Roma como de varias naciones, para colaborar en el trabajo, dio un mandato a nuestro amado hijo, el Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Pietro Gasparri, entonces Arzobispo de Cesarea, para dirigir, coordinar y, si es necesario, completar el trabajo de los Consultores. Luego formó una asamblea o, como se le llama, una Comisión de Cardenales de la Santa Romana Iglesia, en la que cooptó a los Cardenales Domenico Ferrata, Casimiro Gennari, Beniamino Cavicchioni, Giuseppe Calasanzio Vives y Tuto y Felice Cavagni, quienes, tras el informe del mismo amado hijo Nuestro Cardenal Pietro Gasparri, examinaron atentamente los cánones los prepararon, los modificaron, los corrigieron, los perfeccionaron según su opinión (3). Dado que estos cinco prelados murieron, uno tras otro, fueron reemplazados por Nuestros amados hijos, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Vincenzo Vannutelli, Gaetano De Lai, Sebastiano Martinelli, Basilio Pompili, Gaetano Bisleti, Guglielmo van Rossum, Filippo Giustini y Michele Lega, quienes cumplieron de manera excelente la tarea que se les encomendó.

Finalmente, confiando nuevamente en la prudencia y autoridad de todos los Venerables Hermanos en el Episcopado, les envió, así como a todos los Prelados de las Órdenes Regulares que suelen ser convocados legítimamente al Concilio Ecuménico, una copia para cada uno de los nuevos Código ya redactado y concluido, antes de su promulgación, para que todos pudieran expresar libremente sus opiniones sobre los cánones reelaborados (4).

Sin embargo, habiendo fallecido, entre los lamentados generales del mundo católico, Nuestro Predecesor de inmortal memoria, nos correspondió a Nosotros, al comenzar el Pontificado por misteriosa decisión divina, evaluar con la debida deferencia los juicios recogidos por doquier entre los que constituyen con nosotros la Iglesia docente. Y ahora, finalmente, hemos revisado en todas sus partes, aprobado y ratificado el nuevo Código de todo el derecho canónico, que ya había sido invocado por muchos obispos durante el Concilio Vaticano y cuya redacción duró doce años enteros.

Por lo tanto, habiendo invocado el auxilio de la gracia divina, consolados por la autoridad de los Beatos Apóstoles Pedro y Pablo, con motu proprio, con cierto conocimiento y en la plenitud del poder apostólico de que estamos investidos, con esta Constitución nuestra, que pretendemos atribuirle vigencia perpetua, “promulgamos este Código, tal como ha sido redactado, y decretamos y mandamos que tenga desde ahora fuerza de ley para toda la Iglesia”, y lo encomendamos a vuestra custodia y vigilancia.

Para que todos los encargados tengan pleno conocimiento de los decretos de este Código antes de que entren en vigor, establecemos y mandamos que adquieran fuerza de ley sólo desde el día de Pentecostés del año siguiente, es decir desde 19 de mayo del año 1918.

Esto sin perjuicio de cualquier ordenanza, constitución, privilegio, aunque sea digno de mención especial e individual, así como de todas las costumbres, incluso las más remotas, y cualquier cosa en contrario.

Por lo tanto, nadie puede violar esta página de nuestra Constitución, ordenanza, restricción, supresión, derogación y voluntad expresada como quiera, ni se atreva a oponerse temerariamente a ella. Quien tenga la intención de intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de sus benditos Apóstoles Pedro y Pablo

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de Pentecostés de 1917, año tercero de Nuestro Pontificado.


Notas:

(1) Cf. Motu proprio “Arduum sane” (en latín aquí).

(2) Cf. Epistolam “Pergratum mihi” del 25 de Marzo de 1904.

(3) Cf. Motu proprio “Arduum sane” (en latín aquí).

(4) Cf. Epistolam “De mandato” del 20 de marzo de 1912.


lunes, 26 de marzo de 2001

EL CONCILIO DE TRENTO: VIGÉSIMA SEGUNDA SESIÓN, DOCTRINA (17 DE SEPTIEMBRE DE 1562)


DEL SACRIFICIO DE LA MISA

Siendo el sexto bajo el Sumo Pontífice, Pío IV, celebrado el día diecisiete de septiembre, MDLXII.

El sagrado y santo Concilio ecuménico y general de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por los mismos Legados de la Sec Apostólica, a fin de que la antigua, completa y en todas partes perfecta fe y doctrina tocante al gran misterio de la Eucaristía sea retenido en la Santa Iglesia Católica; y que, siendo repelidos todos los errores y herejías, sea preservado en su propia pureza; (el Sínodo) instruido por la iluminación del Espíritu Santo, enseña, declara; y decreta lo que sigue, para ser predicado a los fieles, sobre el tema de la Eucaristía, considerada como verdadero y singular sacrificio.


CAPÍTULO I

Sobre la institución del santísimo Sacrificio de la Misa.

Puesto que bajo el antiguo Testamento, según el testimonio del apóstol Pablo, no había perfección, a causa de la debilidad del sacerdocio levítico, fue necesario que Dios, Padre de misericordias, ordenara que se levantara otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, nuestro Señor Jesucristo, que consumara y condujera a lo perfecto a cuantos habían de ser santificados. Él, pues, nuestro Dios y Señor, aunque iba a ofrecerse una sola vez en el altar de la cruz a Dios Padre, por medio de su muerte, para operar allí una redención eterna; sin embargo, para que su sacerdocio no se extinguiera con su muerte, en la última cena, la noche en que fue entregado, para dejar a su amada Esposa, la Iglesia, un sacrificio visible, tal como lo requiere la naturaleza del hombre, por medio del cual pudiera representarse aquel sacrificio sangriento, que una vez había de cumplirse en la cruz, declarándose sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su propio cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino; y, bajo los símbolos de esas mismas cosas, entregó (Su propio cuerpo y sangre) para ser recibidos por Sus apóstoles, a quienes entonces constituyó sacerdotes del Nuevo Testamento; y con esas palabras: “Haced esto en conmemoración mía”, les ordenó a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que los ofrecieran; tal como la Iglesia Católica siempre ha entendido y enseñado. Porque, habiendo celebrado la antigua Pascua, que la multitud de los hijos de Israel inmolaba en memoria de su salida de Egipto, instituyó la nueva Pascua, es decir, Él mismo para ser inmolado, bajo signos visibles, por la Iglesia mediante (el ministerio de) los sacerdotes, en memoria de su propio paso de este mundo al Padre, cuando por la efusión de su propia sangre nos redimió, nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino. Y ésta es en verdad esa oblación limpia, que no puede ser contaminada por ninguna indignidad o malicia de los que la ofrecen; que el Señor predijo por Malaquías que sería ofrecida en todo lugar, limpia a su nombre, que iba a ser grande entre los gentiles; y que el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, no ha indicado oscuramente, cuando dice que los que están contaminados por la participación de la mesa de los demonios, no pueden ser partícipes de la mesa del Señor; por la mesa, significando en ambos lugares el altar. Esta, en fin, es aquella oblación que fue prefigurada por varios tipos de sacrificios, durante el período de la naturaleza, y de la ley; en tanto que comprende todas las cosas buenas significadas por aquellos sacrificios, como siendo la consumación y perfección de todos ellos.


CAPITULO DOS

Que el Sacrificio de la Misa es propiciatorio tanto para los vivos como para los muertos.

Y puesto que, en este divino sacrificio que se celebra en la Misa, está contenido e inmolado de manera incruenta el mismo Cristo, que una vez se ofreció de manera cruenta en el altar de la cruz; el santo Sínodo enseña que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y que por medio de él se realiza lo siguiente: que obtenemos misericordia y hallamos gracia en la ayuda oportuna, si nos acercamos a Dios contritos y penitentes, con corazón sincero y fe recta, con temor y reverencia. Porque el Señor, apaciguado por su oblación, y concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona incluso los crímenes y pecados atroces. Porque la víctima es una y la misma, la misma que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, la misma que entonces se ofreció a sí misma en la cruz, siendo diferente sólo el modo de la ofrenda. Los frutos de aquella oblación, es decir, de aquella sangrienta, se reciben en abundancia a través de esta oblación incruenta. Por lo tanto, no sólo por los pecados, castigos, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven, sino también por los que han fallecido en Cristo, y que aún no están completamente purificados, se ofrece correctamente, de acuerdo con una tradición de los apóstoles.


CAPÍTULO III

Sobre las Misas en honor de los Santos.

Y aunque la Iglesia se ha acostumbrado a veces a celebrar, ciertas Misas en honor y memoria de los Santos; no por eso, sin embargo, enseña que se ofrece sacrificio a ellos, sino sólo a Dios, que los coronó; por lo que tampoco el sacerdote suele decir: “Te ofrezco sacrificio, Pedro o Pablo”; pero, dando gracias a Dios por sus victorias, implora su patrocinio, para que se dignen interceder por nosotros en el cielo, cuya memoria celebramos en la tierra.


CAPÍTULO IV

Sobre el Canon de la Misa.


Y considerando que conviene que las cosas santas se administren de manera santa, y de todas las cosas santas, este sacrificio es el más santo; a fin de que sea digno y reverentemente ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó, hace muchos años, el sagrado Canon, tan puro de todo error, que nada está contenido en él que no tenga el más alto grado de sabor a cierta santidad y piedad, y elevar a Dios las mentes de los que ofrecen. Porque se compone, de las mismas palabras del Señor, de las tradiciones de los apóstoles, y también de las piadosas instituciones de los santos pontífices.


CAPÍTULO V

Sobre las ceremonias solemnes del Sacrificio de la Misa.

Y siendo tal la naturaleza del hombre, que, sin ayudas externas, no puede elevarse fácilmente a la meditación de las cosas divinas; por eso ha instituido la Santa Madre Iglesia ciertos ritos, a saber, que ciertas cosas se pronuncien en la Misa en voz baja y otras en tono más alto. Ella también ha empleado ceremonias, tales como bendiciones místicas, luces, incienso, vestiduras, y muchas otras cosas de este tipo, derivadas de una Disciplina Apostólica y la Tradición, por lo que tanto la majestad de un sacrificio tan grande podría ser recomendado, y las mentes de los fieles se excitan, por esos signos visibles de la Religión y la piedad, a la contemplación de las cosas más sublimes que se ocultan en este sacrificio.


CAPÍTULO VI

En la Misa en la que sólo el sacerdote comulga.

El sagrado y santo Sínodo desearía ciertamente que, en cada Misa, los fieles presentes se comunicasen, no sólo en el deseo espiritual, sino también por la participación sacramental de la Eucaristía, para que de este santísimo sacrificio se derivase para ellos un fruto más abundante: pero no por eso, si esto no se hace siempre, condena, como privadas e ilícitas, sino que aprueba y, por lo tanto, elogia, aquellas Misas en las que sólo el sacerdote comunica sacramentalmente; ya que también esas Misas deben considerarse como verdaderamente comunes; en parte porque en ellas el pueblo se comunica espiritualmente; en parte también porque las celebra un ministro público de la Iglesia, no sólo para sí mismo, sino para todos los fieles, que pertenecen al cuerpo de Cristo.


CAPÍTULO VII

Sobre el agua que se ha de mezclar con el vino que se ha de ofrecer en el cáliz.


El santo Concilio advierte, en segundo lugar, que la Iglesia ha mandado a los sacerdotes mezclar agua con el vino que se ha de ofrecer en el cáliz; tanto porque se cree que Cristo el Señor hizo esto, como también porque de Su costado salió sangre y agua; la memoria de cuyo misterio se renueva por esta mezcla; y, mientras que en el apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos se llaman aguas, aquí se representa la unión de ese pueblo fiel con Cristo, su cabeza.


CAPÍTULO VIII

De no celebrar la Misa en todas partes en lengua vulgar; los misterios de la Misa para ser explicados al pueblo.

Aunque la Misa contiene gran instrucción para el pueblo fiel, sin embargo, no ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua vulgar. Por lo tanto, siendo conservado en cada lugar el uso antiguo de cada iglesia, y el rito aprobado por la Santa Iglesia Romana, la madre y maestra de todas las iglesias; y, para que las ovejas de Cristo no pasen hambre, ni los pequeños pidan pan, y no haya quien se los parta, el santo Concilio manda a los pastores, y a todos los que tienen la cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de la Misa, expongan por sí mismos o por otros, alguna parte de las cosas que se leen en la Misa, y que, entre las demás, expliquen algún misterio de este santísimo sacrificio, especialmente en los días y fiestas del Señor.


CAPÍTULO IX

Observación preliminar sobre los siguientes cánones.

Y porque en este tiempo se difunden muchos errores y muchas cosas se enseñan y sostienen por diversas personas, en oposición a esta fe antigua, que se funda en el sagrado Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la Doctrina de los Santos Padres; el sacrosanto y santo Concilio, después de muchas y graves deliberaciones maduras sobre estas materias, ha resuelto, con el consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y eliminar de la Santa Iglesia, mediante los cánones adjuntos, todo lo que se oponga a esta purísima fe y Sagrada Doctrina.


domingo, 25 de marzo de 2001

REGNANS IN EXCELSIS (25 DE FEBRERO DE 1570)


BULA

REGNANS IN EXCELSIS

EXCOMUNIÓN DE ISABEL I DE INGLATERRA

DE SU SANTIDAD PÍO V

Pío Obispo, siervo de los siervos de Dios, en memoria perdurable de la materia.

El que reina en las alturas, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, ha encomendado una sola Iglesia santa, católica y apostólica, fuera de la cual no hay salvación, a uno solo sobre la tierra, a saber, a Pedro, el primero de los apóstoles, y al sucesor de Pedro, el papa de Roma, para que sea gobernada por él en plenitud de poder. Sólo a Él ha constituido soberano de todos los pueblos y reinos, para arrancar, destruir, dispersar, esparcir, plantar y edificar, a fin de que conserve a su pueblo fiel (unido con el ceñidor de la caridad) en la unidad del Espíritu y lo presente seguro y sin mancha a su Salvador.

1. En obediencia a este deber, nosotros (que por la bondad de Dios hemos sido llamados al mencionado gobierno de la Iglesia) no escatimamos esfuerzos y trabajamos con todas nuestras fuerzas para que la unidad y la religión católica (que su Autor, para la prueba de la fe de sus hijos y nuestra corrección, ha permitido que sea afligida con tan grandes problemas) se conserven íntegras. Pero el número de los impíos ha crecido tanto en poder que no queda lugar en el mundo que no hayan intentado corromper con sus doctrinas más perversas; y entre otros, Isabel, la pretendida reina de Inglaterra y la sierva del crimen, ha ayudado en esto, en quien como en un santuario, los más perniciosos de todos han encontrado refugio. Esta misma mujer, habiéndose apoderado de la corona y usurpado monstruosamente el puesto de cabeza suprema de la Iglesia en toda Inglaterra para reunirse con la principal autoridad y jurisdicción que le pertenecen, ha vuelto a reducir este mismo reino -que ya había sido restaurado a la Fe Católica y a los buenos frutos- a una ruina miserable.

2. Prohibiendo con mano dura el uso de la Verdadera Religión, que después de su anterior derrocamiento por Enrique VIII (un desertor de la misma) María, la legítima reina de famosa memoria, había restaurado con la ayuda de esta Sede, ha seguido y abrazado los errores de los herejes. Ha suprimido el Consejo Real, compuesto por la nobleza de Inglaterra, y lo ha llenado de hombres oscuros, herejes; ha oprimido a los seguidores de la Fe Católica; ha instituido falsos predicadores y ministros de la impiedad; ha abolido el sacrificio de la Misa, las oraciones, los ayunos, la elección de las carnes, el celibato y las ceremonias católicas; y ha ordenado que libros de contenido manifiestamente herético sean propuestos a todo el reino y que ritos impíos e instituciones según la regla de Calvino, mantenidos y observados por ella misma, sean también observados por sus súbditos. Se ha atrevido a expulsar a obispos, rectores de iglesias y otros sacerdotes católicos de sus iglesias y beneficios, a conceder estas y otras cosas eclesiásticas a herejes, y a determinar causas espirituales; ha prohibido a los prelados, al clero y al pueblo reconocer a la Iglesia de Roma u obedecer sus preceptos y sanciones canónicas; ha obligado a la mayoría de ellos a avenirse a sus perversas leyes, a abjurar de la autoridad y obediencia del Papa de Roma, y a aceptarla, bajo juramento, como su única señora en asuntos temporales y espirituales; ha impuesto penas y castigos a los que no accedían a esto y ha exigido luego a los que perseveraban en la unidad de la fe y en la obediencia antedicha; ha arrojado a los prelados y párrocos católicos a la cárcel, donde muchos, agotados por largas languideces y penas, han acabado miserablemente su vida. Todos estos asuntos son manifiestos y notorios entre todas las naciones; están tan bien probados por el testimonio de peso de muchos hombres, que no queda lugar para excusas, defensas o evasivas.

3. Nosotros, viendo que las impiedades y los crímenes se multiplican unos sobre otros, que la persecución de los fieles y las aflicciones de la religión se agravan cada día más bajo la dirección y por la actividad de la mencionada Isabel, y reconociendo que su mente está tan fija y establecida que no sólo ha despreciado las oraciones piadosas y las amonestaciones con las que los príncipes católicos han tratado de curarla y convertirla, sino que ni siquiera ha permitido que los nuncios enviados a ella en este asunto por esta Sede cruzaran a Inglaterra, nos vemos obligados por necesidad a tomar contra ella las armas de la justicia, aunque no podemos dejar de lamentar que nos veamos forzados a dirigirnos contra alguien cuyos antepasados han merecido tanto de la comunidad cristiana. Por lo tanto, apoyándonos en la autoridad de Aquel cuyo placer fue colocarnos (aunque desiguales para semejante carga) en este supremo asiento de justicia, declaramos desde la plenitud de nuestro poder apostólico que la mencionada Isabel es hereje y favorecedora de herejes, y que sus adherentes en los asuntos antes mencionados han incurrido en la sentencia de excomunión y han sido cortados de la unidad del cuerpo de Cristo.

4. Y además (la declaramos) privada de su pretendido título a la mencionada corona y de todo señorío, dignidad y privilegio alguno.

5. Y también (declaramos) a los nobles, súbditos y pueblo de dicho reino y a todos los demás que de algún modo le hayan prestado juramento, absueltos para siempre de tal juramento y de cualquier deber derivado de señorío, lealtad y obediencia; y por la autoridad de estos presentes los absolvemos y privamos a la misma Isabel de su pretendido título a la corona y de todos los demás asuntos arriba mencionados. Encargamos y ordenamos a todos y cada uno de los nobles, súbditos, pueblos y otros antes mencionados que no se atrevan a obedecer sus órdenes, mandatos y leyes. A los que obraren en contrario los incluimos en la misma sentencia de excomunión.

6. Porque en verdad puede resultar demasiado difícil llevar estos presentes dondequiera que sea necesario, queremos que las copias hechas bajo la mano de un notario público y selladas con el sello de un prelado de la Iglesia o de su tribunal tengan tal fuerza y confianza dentro y fuera de los procedimientos judiciales, en todos los lugares entre las naciones, como estos presentes tendrían si fueran exhibidos o mostrados.

Dado en San Pedro de Roma, el 25 de febrero de 1570 de la Encarnación, en el quinto año de nuestro pontificado.

Pío PP.



sábado, 24 de marzo de 2001

MAGNIFICATE DOMINUM (2 DE NOVIEMBRE DE 1954)


ALOCUCIÓN

MAGNIFICATE DOMINUM

DE SU SANTIDAD

PAPA PÍO XII

A los cardenales, arzobispos y obispos sobre la Iglesia Católica y sus poderes de santificación y gobierno.

“Engrandeced al Señor conmigo; juntos ensalcemos su nombre” (Sal 33,4), porque por un nuevo favor del Cielo se ha cumplido Nuestro deseo, y al mismo tiempo nos regocijamos al veros a vosotros, amados hijos y Venerables Hermanos, reunidos ante Nosotros en número tan grande. Y la consideración de la nueva fiesta litúrgica de María, Madre de Dios y Reina del Cielo y de la Tierra, que hace poco proclamamos solemnemente, engrandece Nuestro santo gozo; porque es justo que sus hijos se regocijen cuando ven un aumento de honor otorgado a su madre.

Sin embargo, aunque es Reina de todos, la Santísima Virgen María gobierna sobre vosotros y vuestros proyectos y empresas con un título especial y de una manera más íntima, porque desde hace mucho tiempo se la invoca con ese título singular y glorioso de Reina de los Apóstoles. Porque, siendo madre del hermoso amor, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza (cf. Ecl. 24, 24), ¿qué desea con más ansia y por qué se esfuerza con más ahínco, que el auténtico culto al verdadero Dios se implante cada vez más profundamente en las almas, resplandezca en ellas una caridad más genuina, un puro temor de Dios rija sus designios, una esperanza, sólidamente fundada en la promesa de la inmortalidad, sea un consuelo en este triste destierro terrenal? Todas estas virtudes están siendo cultivadas entre los hombres a través de los trabajos y esfuerzos que empleáis en vuestras tareas apostólicas, para que, llevando sus vidas terrenales con sobriedad, justicia y piedad, puedan ganar la felicidad eterna en el cielo. Por eso, bajo la guía y protección de María, siempre Virgen, Madre y Reina nuestra, hemos decidido tratar algunos puntos que, confiamos, os serán útiles en la obra que devotamente realizáis para cuidar la mies del Señor.

A principios de junio, con motivo de la canonización de san Pío X, nos dirigimos al nutrido grupo de obispos que había venido a Roma para honrar al nuevo Papa-santo [ver Alocución Si Diligis]. Nuestro tema fue aquel oficio docente que por institución y derecho divino corresponde a los sucesores de los Apóstoles, bajo la autoridad del Romano Pontífice. Ahora, continuando con ese discurso, por así decirlo, nos complace hablaros de otras dos funciones estrechamente relacionadas que os conciernen y exigen vuestro pensamiento y cuidado: el sacerdocio y el gobierno de la Iglesia. Volvamos Nuestros pensamientos una vez más a San Pío X.

Por la historia de su vida, sabemos lo que significaba para él el altar y el Sacrificio de la Misa, desde el mismo día en que ofreció por primera vez el Santo Sacrificio a Dios, un sacerdote recién ordenado pronunciando por primera vez con labios temblorosos “Introibo ad altare Dei”. Fue lo mismo a lo largo de su vida sacerdotal, como pastor, como director espiritual de un seminario, como obispo, como cardenal-patriarca, finalmente como Sumo Pontífice. El altar y la Misa fueron la fuente y el centro mismo de su piedad, su reposo y fortaleza en los trabajos y las dificultades, fuente de luz, de coraje, de celo incansable por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Este Pontífice, así como fue y es un maestro modelo, fue y es un sacerdote modelo.

El deber particular y principal del sacerdote ha sido siempre "ofrecer sacrificio"; donde no hay verdadero poder para ofrecer sacrificio, no hay verdadero sacerdocio.

Esto también es perfectamente cierto para el sacerdote de la Nueva Ley. Su principal potestad y deber es ofrecer el único y divino sacrificio del Sumo Sacerdote Eterno, Jesucristo Nuestro Señor, que Nuestro Divino Redentor ofreció cruentamente en la Cruz, y anticipó incruentamente en la Última Cena. Él quiso que se repitiera constantemente, pues mandó a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). A los Apóstoles, pues, y no a todos los fieles, ordenó y nombró Cristo sacerdotes; a ellos dio el poder de ofrecer sacrificios. Sobre este noble deber de ofrecer el sacrificio de la Nueva Ley, enseñó el Concilio de Trento: “En este divino sacrificio que tiene lugar en la Misa, está presente y es inmolado de manera incruenta el mismo Cristo, que una vez en la Cruz se ofreció de manera cruenta. Porque la víctima es una y la misma, que ahora se ofrece a través del ministerio de los sacerdotes, Quien entonces se ofreció a Sí mismo en la Cruz; sólo el modo de ofrecerse es diferente” (Sessio XXII, cap. 2 -Denzinger, n. 940). Así pues, el sacerdote-celebrante, revistiéndose de la persona de Cristo, es el único que ofrece el sacrificio, y no el pueblo, ni los clérigos, ni siquiera los sacerdotes que asisten reverentemente. Todos, sin embargo, pueden y deben tomar parte activa en el Sacrificio. “El pueblo cristiano, aunque participa en el Sacrificio eucarístico, no posee por ello una potestad sacerdotal”, afirmamos en la Encíclica Mediator Dei (AAS, vol. 39, 1947, p. 553).

Nos damos cuenta, Venerables Hermanos, que lo que acabamos de deciros, os es bastante familiar; sin embargo, quisimos recordarlo, ya que es la base y el motivo de lo que vamos a decir. Porque hay “algunos que no han cesado de pretender cierto poder verdadero para ofrecer sacrificio de parte de todos, incluso laicos, que asisten piadosamente al sacrificio de la Misa. Contra ellos, debemos distinguir la verdad del error, y eliminar la toda confusión. Hace siete años, en la misma Encíclica que acabamos de citar, reprochamos el error de quienes no dudaron en afirmar que el mandato de Cristo, “haced esto en memoria mía”, “se refiere directamente a toda la asamblea de los fieles, y sólo después siguió un sacerdocio jerárquico. Por lo tanto, dicen, el pueblo posee un verdadero poder sacerdotal, el sacerdote actúa sólo con una autoridad delegada por la comunidad. Por eso piensan que la 'concelebración' es el verdadero sacrificio eucarístico, y que es más apropiado que sacerdotes y pueblo juntos 'concelebren' que ofrecer el Sacrificio en privado, sin la congregación presente”. Recordamos también, en aquella Encíclica, en qué sentido puede decirse que el sacerdote celebrante “ocupa el lugar del pueblo”; a saber, “porque lleva la persona de Jesucristo Nuestro Señor, que es la cabeza de todos los miembros, y se ofrece por ellos; así el sacerdote va al altar como ministro de Cristo, subordinado a Cristo, pero de rango superior al pueblo. El pueblo, sin embargo, puesto que de ninguna manera lleva la persona de nuestro Divino Redentor, y no es mediador entre él y Dios, no puede de ninguna manera participar de los derechos sacerdotales” (AAS, 1947, pp. 553, 554).

Al considerar este asunto, no se trata sólo de medir el fruto que se deriva de la audición o de la ofrenda del sacrificio eucarístico, sino que es posible que se obtenga más fruto de una Misa oída devota y religiosamente que de una Misa celebrada con negligencia casual, sino de establecer la naturaleza del acto de oír y celebrar la Misa, de la que brotan los demás frutos del sacrificio. Omitiendo cualquier mención de los actos de adoración a Dios, y acción de gracias a Él, Nos referimos a aquellos frutos de propiciación e impetración en favor de aquellos por quienes se ofrece el Sacrificio, aunque no estén presentes; asimismo los frutos “por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles aún vivos, así como por los que han muerto en Cristo, pero aún no están completamente purificados” (Conc. Trid. Ses. XXII cap. 2— Denzinger nº 940). Si se considera así el asunto, debe rechazarse como una opinión errónea una afirmación que se hace hoy, no sólo por los laicos, sino también a veces por ciertos teólogos y sacerdotes y difundida por ellos, a saber, que la ofrenda de una Misa, a la que asisten con religiosa devoción un centenar de sacerdotes, es lo mismo que cien Misas celebradas por cien sacerdotes. Eso no es verdad. Con respecto a la ofrenda del sacrificio eucarístico, las acciones de Cristo, Sumo Sacerdote, son tantas como los sacerdotes que celebran, no tantas como los sacerdotes que escuchan con reverencia la Misa de un Obispo o de un sacerdote; porque los presentes en la Misa en ningún sentido sostienen o actúan en la persona de Cristo sacrificando, sino que deben ser comparados con los fieles laicos que están presentes en la Misa.

Por otro lado, no se debe negar ni poner en duda que los fieles tengan una especie de “sacerdocio”, y no se puede menospreciar ni minimizar. Pues el Príncipe de los Apóstoles, en su primera Carta, dirigiéndose a los fieles, usa estas palabras: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido” (1 P 2, 9). ; y justo antes de esto, afirma que los fieles poseen “un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (ibid. 2, 5). Pero cualquiera que sea el significado completo de este honorable título y pretensión, debe sostenerse firmemente que el “sacerdocio” común a todos los fieles, elevado y reservado como es, difiere no sólo en grado, sino también en esencia, del sacerdocio plenamente y propiamente así llamado, que radica en el poder de ofrecer el sacrificio del mismo Cristo,

Observamos con alegría que en muchas diócesis han surgido institutos litúrgicos especiales, que se han establecido grupos litúrgicos, que se han nombrado moderadores para promover el interés en la liturgia, que se han celebrado mítines diocesanos o interdiocesanos sobre asuntos litúrgicos, y se han celebrado o se organizarán encuentros a nivel internacional. Nos alegra saber que, en algunos lugares, los obispos estuvieron presentes personalmente y presidieron estas reuniones. Estas reuniones a veces siguen un programa definido, a saber, sólo uno ofrece la Misa, y los demás (todos o la mayoría) asisten a esta misma Misa, y reciben durante ella la Sagrada Eucaristía de manos del celebrante. Si esto se hace por una buena y sana razón, y si el Obispo no ha tomado una decisión contraria para evitar cualquier escándalo entre los fieles, la práctica no debe oponerse, mientras no esté subyacente el error que hemos mencionado anteriormente. Luego, en cuanto a los asuntos tratados en estas reuniones, se discuten puntos de historia, doctrina y conducta de vida; se han llegado a conclusiones y se han redactado mociones que parecen necesarias o de acuerdo con un mayor progreso en este estudio, pero sujetas a la decisión de la autoridad eclesiástica apropiada. Pero este movimiento de estudio de la Sagrada Liturgia no se detiene en la celebración de estos encuentros; junto a ellos crezcan y desarrollen continuamente la experiencia y la práctica, de modo que los fieles, en número cada vez mayor, sean incitados a una unión y comunión activas con el sacerdote que realiza el sacrificio.

Pero, Venerables Hermanos, por mucho que favorezcáis —y con razón— la práctica y el desarrollo de la Sagrada Liturgia, no permitáis que quienes estudian este tema en vuestras Diócesis se aparten de vuestra guía y vigilancia, o adapten y cambien la Sagrada Liturgia según su propio juicio, contrariamente a las normas claramente declaradas por la Iglesia: “Corresponde únicamente a la Sede Apostólica determinar la Sagrada Liturgia y aprobar los Libros Litúrgicos” (can. 1257), y en particular con respecto a la celebración de Misa: “Revocada toda otra costumbre en contrario, el sacerdote que celebra debe observar con precisión y devoción las rúbricas de los libros de su propio rito, y cuidarse de no añadir otras ceremonias u oraciones a su antojo” (can. 818) . Y no deis vuestro consentimiento ni permiso a intentos de este tipo, ni a movimientos más atrevidos que prudentes.

“Siendo modelo del rebaño” (1 Pedro 5, 3): las palabras de San Pedro se refieren especialmente a los obispos, que tienen y ejercen el oficio de pastor. La nota especial y personal del Pontificado de Pío X fue precisamente este aspecto y hábito de “Pastor”. En pocas palabras, después de alcanzar el más alto cargo en el ministerio apostólico, quedó claro para todos que había sido elevado a la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles un sacerdote que había crecido en el cuidado de las almas, que había sido desde el comienzo de su sacerdocio, y que siguió siendo, pastor de almas, hasta que fue puesto a apacentar todo el rebaño de Cristo. El principio invariable que mantuvo en su acción, el fin de vida que se fijó, fue la “salvación de las almas”. Si deseaba “renovar todo en Cristo”, era un deseo por la salvación de las almas. A este fin y función subordinó, de alguna manera, todas sus acciones. Era el buen pastor en medio de su rebaño, inquieto por sus necesidades, turbado por los peligros que lo amenazaban, enteramente dedicado a conducir y guiar el rebaño de Cristo en el camino de Cristo.

Pero no es nuestro propósito actual, Venerables Hermanos, mientras nos dirigimos a vosotros, pastores de vuestro rebaño, esbozar de nuevo una imagen noble y modelo perfecto del santo Pontífice y pastor. Queremos más bien —como hicimos con el magisterio y el sacerdocio de los obispos— mencionar algunos puntos que, especialmente en nuestro tiempo, exigen el interés, la voz y la actividad de un pastor entregado.

Y, en primer lugar, hay algunas actitudes y tendencias mentales notables que pretenden controlar y poner límites al poder de los obispos (sin excepción del Romano Pontífice), como estrictamente pastores del rebaño a ellos confiado. Fijan su autoridad, oficio y vigilancia dentro de ciertos límites, que se refieren a asuntos estrictamente religiosos, la declaración de las verdades de la fe, la regulación de las prácticas devocionales, la administración de los Sacramentos de la Iglesia y la celebración de las ceremonias litúrgicas. Quieren refrenar a la Iglesia de todas las empresas y asuntos que conciernen a la vida como realmente se lleva a cabo, “las realidades de la vida”, como dicen. En resumen, esta forma de pensar en las declaraciones oficiales de algunos laicos católicos, incluso en altos cargos, se muestra a veces cuando dicen: “Estamos perfectamente dispuestos a ver, escuchar y acercarnos a los obispos y sacerdotes en sus Iglesias y en los asuntos de su competencia; pero en los lugares de negocios oficiales y públicos, donde se tratan y deciden asuntos de esta vida, no deseamos verlos ni escuchar lo que dicen. Porque allí, somos nosotros, los laicos, y no el clero, sin importar el rango o la calificación, quienes somos los jueces legítimos”.

Debemos tomar una posición abierta y firme contra errores de este tipo. El poder de la Iglesia no está sujeto a los límites de las “materias estrictamente religiosas”, como dicen, sino que todo el asunto de la ley natural, su fundamento, su interpretación, su aplicación, en cuanto se extienden sus aspectos morales, están dentro del poder de la Iglesia. Pues la observancia de la Ley Natural, por mandato de Dios, se refiere al camino por el cual el hombre ha de acercarse a su fin sobrenatural. Pero, en este camino, la Iglesia es guía y guardiana del hombre en lo que concierne a su fin supremo. Los Apóstoles observaron esto en tiempos pasados, y después, desde los primeros siglos, la Iglesia ha mantenido esta manera de actuar, y la mantiene hoy, no ciertamente como una guía o consejera privada, sino en virtud del mandato y la autoridad del Señor. Por lo tanto, cuando se trata de instrucciones y proposiciones que los pastores debidamente constituidos (es decir, el Romano Pontífice para toda la Iglesia, y los Obispos para los fieles a ellos confiados) publican sobre cuestiones de derecho natural, los fieles no deben invocar ese dicho (que suele emplearse respecto a las opiniones de los particulares): “la fuerza de la autoridad no es más que la fuerza de los argumentos”. Por tanto, aunque a alguien ciertas declaraciones de la Iglesia no le parezcan probadas por los argumentos esgrimidos, su obligación de obedecer sigue en pie. Esta era la mente, y estas son las palabras de San Pío X en su Carta Encíclica Singulari Quadam del 24 de septiembre de 1912 (A.A.S., vol. 4, 1912, p. 658) : “Todo lo que un hombre cristiano pueda hacer, incluso en los asuntos de este mundo, no puede ignorar lo sobrenatural, es más, debe dirigirlo todo al mayor bien como a su último fin, de acuerdo con los dictados de la sabiduría cristiana; pero todas sus acciones, en la medida en que sean moralmente buenas o malas, es decir, que estén de acuerdo o en oposición a la ley divina y natural, están sujetas al juicio y a la autoridad de la Iglesia”. E inmediatamente traslada este principio a la esfera social: “La cuestión social y las controversias que subyacen en ella... no son meramente de naturaleza económica y, por consiguiente, pueden resolverse ignorando la autoridad de la Iglesia, ya que, por el contrario, es muy cierto que (la cuestión social) es principalmente moral y religiosa, y por ello debe resolverse principalmente de acuerdo con la ley moral y el juicio basado en la religión...”.

Muchos y graves son los problemas en el campo social, sean meramente sociales o socio-políticos, pertenecen al orden moral, conciernen a la conciencia y a la salvación de los hombres; por lo tanto, no pueden ser declarados fuera de la autoridad y del cuidado de la Iglesia. En efecto, hay problemas fuera del campo social, no estrictamente “religiosos”, problemas políticos, que conciernen bien a las naciones individuales, bien a todas las naciones, que pertenecen al orden moral, pesan sobre la conciencia y pueden obstaculizar, y muy a menudo lo hacen, la consecución del último fin del hombre. Tales son: la finalidad y los límites de la autoridad temporal; las relaciones entre el individuo y la sociedad, el llamado “Estado totalitario”, cualquiera que sea el principio en que se base; la “completa laicización del Estado” y de la vida pública; la completa laicización de las escuelas; la guerra, su moralidad, licitud o no licitud cuando se hace como se hace hoy, y si una persona consciente puede dar o negar su cooperación en ella; las relaciones morales que unen y gobiernan las diversas naciones.

El sentido común, y también la verdad, son contradichos por quien afirma que estos y otros problemas similares están fuera del campo de la moral y, por lo tanto, están, o al menos pueden estar, más allá de la influencia de esa autoridad establecida por Dios para velar por un orden justo y orientar las conciencias y acciones de los hombres por el camino de su verdadero y último destino. Esto lo ha de hacer ciertamente no sólo “en secreto”, dentro de los muros de la Iglesia y de la sacristía, sino también al aire libre, clamando “desde los tejados” (para usar las palabras del Señor, Mt. 10, 27), en la primera línea, en medio de la lucha que se libra entre la verdad y el error, la virtud y el vicio, entre el “mundo” y el reino de Dios, entre el príncipe de este mundo y Cristo su Salvador.

Debemos añadir algunas observaciones sobre la disciplina eclesiástica. El clero y los laicos deben comprender que la Iglesia está capacitada y autorizada, como lo están también los Obispos para los fieles a ellos encomendados, de acuerdo con el Derecho Canónico, para promover la disciplina eclesiástica y velar por su observancia, es decir, para establecer una norma externa de acción y conducta en asuntos que conciernen al orden público y que no tienen su origen inmediato en la ley natural o divina. Los clérigos y los laicos no pueden eximirse de esta disciplina; más bien todos deben preocuparse de obedecerla, para que por la fiel observancia de la disciplina de la Iglesia la acción del pastor sea más fácil y eficaz, y la unión entre él y su rebaño más fuerte; que dentro del rebaño reine la armonía y la cooperación, y cada uno sea ejemplo y apoyo para su prójimo.

Sin embargo, aquellos puntos que acabamos de mencionar en relación con la jurisdicción de los obispos, que son pastores de las almas encomendadas a su cuidado en todas aquellas cuestiones que tienen que ver con la religión, la ley moral y la disciplina eclesiástica, son objeto de críticas, a menudo no por encima de un susurro, y no reciben el firme asentimiento que merecen. De ahí que algunos espíritus orgullosos y modernos provoquen serias y peligrosas confusiones, cuyos rastros son más o menos claros en varias regiones. La conciencia, cada día más insistente, de haber llegado a la madurez les produce un espíritu agitado y febril. No pocos modernos, hombres y mujeres, piensan que el liderazgo y la vigilancia de la Iglesia no debe sufrirla el que es adulto; no sólo lo dicen, sino que lo tienen como firme convicción. No están dispuestos a ser, como niños, “bajo tutores y mayordomos” (Gál. 4, 2). Quieren ser tratados como adultos que están en pleno ejercicio de sus derechos y pueden decidir por sí mismos lo que deben o no deben hacer en una situación determinada. Que la Iglesia -no dudan en decir- proponga su doctrina, apruebe sus leyes como normas de nuestro actuar. Aun así, cuando se trata de una aplicación práctica a la vida de cada individuo, la Iglesia no debe interferir; ella debe dejar que cada uno de los fieles siga su propia conciencia y juicio. Declaran que esto es tanto más necesario cuanto que la Iglesia y sus ministros desconocen ciertos conjuntos de circunstancias personales o extrínsecas a los individuos; en ellos ha sido colocada cada persona, y debe tomar su propio consejo y decidir lo que debe hacer. Tales personas, además, no están dispuestas a que en sus decisiones personales finales se coloque ningún intermediario o intercesor entre ellos y Dios, sin importar su rango o título. Hace dos años, en Nuestras alocuciones de23 de marzo y 18 de abril de 1952, Hablamos de estas teorías censurables y examinamos sus argumentos (Discorsi e Radio-messaggi, vol. 14, 1952, pp. 19 sq., pp. 69 sq.). En cuanto a la importancia que se da a la consecución de la mayoría de edad, esta afirmación es correcta: es justo y correcto que los adultos no sean gobernados como niños. El Apóstol hablando de sí mismo dice: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, pensaba como niño. Ahora que he llegado a ser hombre, he dejado las cosas de niño” (I Cor. 13, 11). No es un verdadero arte de educación el que sigue otro principio o procedimiento, ni es un verdadero pastor de almas el que persigue otro fin que el de elevar a los fieles confiados a su cuidado “a la virilidad perfecta, a la medida madura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Pero una cosa es ser adulto y haberse despojado de las cosas de la niñez, y otra muy distinta ser adulto y no estar sujeto a la guía y gobierno de autoridad legítima. Porque el gobierno no es una especie de guardería para los niños, sino la dirección eficaz de los adultos hacia el fin propuesto al estado.

Mas como os hablamos a vosotros, Venerables Hermanos, y no a los fieles; cuando estas ideas empiecen a aparecer y a arraigarse en vuestro rebaño, recordad a los fieles: (1) que Dios puso pastores de almas en la Iglesia no para poner una carga sobre el rebaño, sino para socorrerlo y protegerlo; (2) que la verdadera libertad de los fieles está salvaguardada por la guía y vigilancia de los pastores; que son protegidos de la esclavitud del vicio y del error, son fortalecidos contra las tentaciones que vienen del mal ejemplo y de las costumbres de los hombres malos entre los cuales deben vivir; (3) que, por lo tanto, obran contra la prudencia y la caridad que se deben a sí mismos, si desprecian esta protección de Dios y su ayuda certera. Si entre el clero y los sacerdotes encontráis algunos infectados con este falso celo y actitud, os presento las graves advertencias que Nuestro Predecesor, Benedicto XV, pronunció: “Hay una cosa que no debe pasarse en silencio: Queremos advertir a todos los sacerdotes, que son Nuestros amados hijos, cuán absolutamente necesario es, no sólo para su propia salvación, sino para la fecundidad de su sagrado ministerio, que cada uno sea muy devoto y obediente a su propio Obispo. Como deploramos al pasar, no todos los dispensadores de los sagrados misterios están libres de ese espíritu orgulloso y arrogante que es característico de nuestro tiempo; y sucede con frecuencia que los pastores de la Iglesia se entristecen y se oponen, donde con razón podrían esperar consuelo y ayuda” (Carta Encíclica, Ad Beatissimi Apostolorum, 1 de noviembre de 1914; AAS, vol. 6, 1914, pág. 579).

Hasta aquí hemos hablado de la pastoral, de las personas en cuyo beneficio se ejerce; no es justo terminar Nuestro discurso sin dirigir Nuestra atención a los mismos pastores. Para Nosotros y para vosotros, pastores, son pertinentes las santas palabras del Eterno Pastor: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10, 11). A Pedro el Señor le dijo: “Si me amas, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Juan 21, 16, 17). A estos buenos pastores opone el asalariado, que se busca a sí mismo y a sus propios intereses y no está dispuesto a dar la vida por su rebaño (cf. Juan 10, 12-13). Los contrasta con los escribas y fariseos que, ávidos de poder y dominio, y buscando su propia gloria, estaban sentados en la cátedra de Moisés, acumulando cargas pesadas y opresivas e imponiéndolas sobre los hombros de los hombres (cf. Mt 23, 1, 4). De su propio yugo, el Señor dijo: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11, 29-30).

La comunicación frecuente y recíproca entre los obispos es de gran ayuda para el ejercicio fructífero y eficaz del oficio pastoral. Así uno perfecciona al otro al ensayar las lecciones de la experiencia pasada; se hace más uniforme el gobierno, se evita el asombro de los fieles, que muchas veces no comprenden por qué en una Diócesis se sigue una determinada política, mientras que en otra, quizás contigua, se sigue una política diferente o incluso muy contraria. Para realizar estos fines, son de gran ayuda las asambleas generales, que ahora se celebran en casi todas partes, y también los Consejos Provinciales y Plenarios, más solemnemente convocados, que prevé el Código de Derecho Canónico y que se rigen por leyes definidas.

A esta unión y relación entre hermanos en el episcopado hay que añadir una estrecha unión y frecuente comunicación con esta Sede Apostólica. La costumbre de consultar a la Santa Sede no sólo en asuntos doctrinales, sino también en asuntos de gobierno y disciplina, ha florecido desde los primeros tiempos del cristianismo. Muchas pruebas y ejemplos se encuentran en los registros históricos antiguos. Cuando se les preguntó por su decisión, los Romanos Pontífices no respondieron como teólogos particulares, sino en virtud de su autoridad y conscientes del poder que recibieron de Cristo para gobernar sobre todo el rebaño y cada una de sus partes. Lo mismo se deduce de los casos en los que los Romanos Pontífices, sin ser preguntados, resolvieron disputas que habían surgido o mandaron que se les presentaran “dudas” [dubia] para ser resueltas. Esta unión, por lo tanto, y comunicación armoniosa con la Santa Sede no surge de una especie de deseo de centralizar y unificar todo, sino por derecho divino y en razón de un elemento esencial de la constitución de la Iglesia de Cristo. El resultado de esto no es perjudicial sino ventajoso para los Obispos a quienes se les confía el gobierno de los rebaños individuales. Porque de la comunicación con la Sede Apostólica obtienen luz y seguridad “en las dudas”, consejo y fuerza en las dificultades, ayuda en los trabajos, consuelo y solaz en la angustia. Por otra parte, de los “informes” de los Obispos a la Sede Apostólica, ésta alcanza un conocimiento más amplio del estado de todo el rebaño, aprende con mayor rapidez y precisión qué peligros amenazan y qué remedios pueden aplicarse para curar los males.

Venerables Hermanos, el día antes de sufrir, Cristo rogó al Padre por los Apóstoles y al mismo tiempo por todos sus sucesores en el Oficio Apostólico: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros somos... Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo... que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17; 11, 18, 26).

Y así Nosotros, también presbítero, Vicario en la tierra del Eterno Pastor, os hemos hablado a vosotros, compañeros presbíteros (1 Pedro 5, 1) y pastores de vuestro rebaño, junto a las tumbas del Príncipe de los Apóstoles y San Pío X, Sumo Pontífice; y al final de Nuestro discurso, volvemos Nuestro pensamiento a la Misa “Si diligis”, con la que comenzamos, en cuyo prefacio oramos: “Para que Tú, Eterno Pastor, no abandones Tu rebaño, sino por Tus bienaventurados Apóstoles la vigilen continuamente. para que sea gobernada por aquellos mismos gobernantes que Tú pusiste sobre ella como pastores en Tu lugar”; y en la segunda oración poscomunión añadimos: “Aumenta, Señor, en tu Iglesia el espíritu de gracia que le has dado, para que, por intercesión del Beato Pío, Sumo Pontífice, no falten ni el rebaño en la obediencia al Pastor ni el Pastor en el cuidado del rebaño”.

¡Que Dios os conceda esta oración a todos vosotros según la medida de su divina liberalidad!


Publicado originalmente en latín.

Acta Apostolicae Sedis, vol. 46 (1954)