Carta al Arzobispo de Boston
Autor: CDF (Santo Oficio)
CARTA DE LA SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO
Arzobispo Richard J. Cushing
Dada el 8 de agosto de 1949 explicando el verdadero sentido de la Doctrina Católica de que no hay salvación fuera de la Iglesia.
Esta importante Carta del Santo Oficio está introducida por una carta del Reverendísimo Arzobispo de Boston.
La Sagrada Congregación Suprema del Santo Oficio ha examinado de nuevo el problema del Padre Leonard Feeney y del Centro San Benito. Habiendo estudiado cuidadosamente las publicaciones del Centro, y habiendo considerado todas las circunstancias de este caso, la Sagrada Congregación me ha ordenado publicar, en su totalidad, la carta que la misma Congregación me envió el 8 de agosto de 1949. El Sumo Pontífice, Su Santidad, el Papa Pío XII, ha dado su plena aprobación a esta decisión. Por lo tanto, en la obediencia debida, publicamos, en su totalidad, el texto de la carta tal como fue recibida del Santo Oficio.
Dado en Boston, Massachusetts, a 4 de septiembre de 1952.
Walter J. Furlong, Canciller
Richard J. Cushing, Arzobispo de Boston.
CARTA DEL SANTO OFICIO
De la Sede del Santo Oficio, 8 de agosto de 1949.
Excelentísimo Señor:
Esta Suprema y Sagrada Congregación ha seguido muy atentamente el surgimiento y el curso de la grave controversia suscitada por ciertos asociados del "Centro San Benito" y del "Boston College" en relación con la interpretación de aquel axioma: "Fuera de la Iglesia no hay salvación".
Después de haber examinado todos los documentos necesarios o útiles en este asunto, entre ellos informaciones de su Cancillería, así como recursos e informes en los que los asociados del "Centro San Benito" explican sus opiniones y quejas, y también muchos otros documentos pertinentes a la controversia, oficialmente recogidos, la misma Sagrada Congregación está convencida de que la desafortunada controversia surgió del hecho de que el axioma, "fuera de la Iglesia no hay salvación", no fue correctamente entendido y ponderado, y que la misma controversia se hizo más amarga por la grave perturbación de la disciplina derivada del hecho de que algunos de los asociados de las instituciones mencionadas anteriormente negaron reverencia y obediencia a las autoridades legítimas.
En consecuencia, los Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales de esta Suprema Congregación, en sesión plenaria celebrada el miércoles 27 de julio de 1949, decretaron, y el augusto Pontífice en audiencia celebrada el jueves siguiente, 28 de julio de 1949, se dignó dar su aprobación, que se dieran las siguientes explicaciones pertinentes a la doctrina, así como las invitaciones y exhortaciones pertinentes a la disciplina:
Estamos obligados por la fe divina y católica a creer todas aquellas cosas que están contenidas en la Palabra de Dios, ya sea en la Escritura o en la Tradición, y que son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, no sólo a través del juicio solemne, sino también a través del magisterio ordinario y universal (Denzinger, n. 1792).
Ahora bien, entre las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca dejará de predicar se encuentra también aquella declaración infalible por la que se nos enseña que no hay salvación fuera de la Iglesia.
Sin embargo, este dogma debe entenderse en el sentido en que la Iglesia misma lo entiende. Pues no fue a los juicios privados a quienes Nuestro Salvador dio por explicación aquellas cosas que están contenidas en el depósito de la fe, sino a la autoridad docente de la Iglesia.
Ahora bien, en primer lugar, la Iglesia enseña que en este asunto se trata de un mandamiento muy estricto de Jesucristo. Pues Él ordenó explícitamente a Sus apóstoles que enseñaran a todas las naciones a observar todas las cosas que Él mismo había mandado (Mt. 28: 19-20).
Por ello, entre los mandamientos de Cristo, no ocupa el menor lugar aquel por el cual se nos ordena ser incorporados por el bautismo al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y permanecer unidos a Cristo y a su Vicario, por medio del cual Él mismo gobierna de manera visible la Iglesia en la tierra.
Por lo tanto, no se salvará nadie que, sabiendo que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, se niegue a someterse a la Iglesia o niegue obediencia al Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra.
El Salvador no sólo ordenó que todas las naciones entraran en la Iglesia, sino que también decretó que la Iglesia fuera un medio de salvación sin el cual nadie puede entrar en el reino de la gloria eterna.
En su infinita misericordia Dios ha querido que los efectos, necesarios para que uno se salve, de aquellas ayudas para la salvación que se dirigen al fin último del hombre, no por necesidad intrínseca, sino sólo por institución divina, puedan también obtenerse en ciertas circunstancias cuando esas ayudas se usan sólo con deseo y anhelo. Esto lo vemos claramente afirmado en el Sagrado Concilio de Trento, tanto en referencia al sacramento de la regeneración como en referencia al sacramento de la penitencia (Denzinger, n. 797, 807).
Lo mismo, en su propio grado, debe afirmarse de la Iglesia, en cuanto ayuda general a la salvación. Por lo tanto, para que uno pueda obtener la salvación eterna, no siempre se requiere que se incorpore a la Iglesia realmente como miembro, pero es necesario que al menos esté unido a ella por el deseo y el anhelo.
Sin embargo, no es necesario que este deseo sea siempre explícito, como lo es en los catecúmenos; sino que, cuando una persona está envuelta en una ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en aquella buena disposición del alma por la que una persona desea que su voluntad se conforme con la voluntad de Dios.
Estas cosas se enseñan claramente en aquella carta dogmática que fue publicada por el Soberano Pontífice, el Papa Pío XII, el 29 de junio de 1943, “Sobre el Cuerpo Místico de Jesucristo” (AAS, Vol. 35, an. 1943, p. 193 ss.). En efecto, en esta carta el Sumo Pontífice distingue claramente entre los que están efectivamente incorporados a la Iglesia como miembros, y los que están unidos a la Iglesia sólo por deseo.
Hablando de los miembros de los que se compone el Cuerpo místico aquí en la tierra, el mismo augusto Pontífice dice: "En realidad sólo deben ser incluidos como miembros de la Iglesia aquellos que han sido bautizados y profesan la verdadera fe, y que no han sido tan desafortunados como para separarse de la unidad del Cuerpo, o han sido excluidos por la autoridad legítima por faltas graves cometidas".
Hacia el final de esta misma carta encíclica, al invitar muy afectuosamente a la unidad a quienes no pertenecen al cuerpo de la Iglesia católica, menciona a quienes "están relacionados con el Cuerpo místico del Redentor por un cierto anhelo y deseo inconscientes", y a éstos no los excluye en absoluto de la salvación eterna, sino que, por el contrario, afirma que se encuentran en una condición "en la que no pueden estar seguros de su salvación", ya que "siguen privados de aquellos muchos dones y auxilios celestiales de los que sólo se puede gozar en la Iglesia católica" (AAS, 1. c., p. 243). Con estas sabias palabras reprende tanto a los que excluyen de la salvación eterna a todos los unidos a la Iglesia sólo por deseo implícito, como a los que afirman falsamente que los hombres pueden salvarse igualmente bien en todas las religiones (cf. Papa Pío IX, Alocución, Singulari quadam; también Papa Pío IX en la carta encíclica, Quanto conficiamur moerore.
Pero no debe pensarse que cualquier deseo de entrar en la Iglesia basta para salvarse. Es necesario que el deseo por el que uno se relaciona con la Iglesia esté animado por la caridad perfecta. Tampoco un deseo implícito puede producir su efecto, a menos que la persona tenga una fe sobrenatural: "Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que Dios existe y que es galardonador de los que le buscan" (Heb. 11, 6). El Concilio de Trento declara (Sesión VI, cap. 8): "La fe es el principio de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y alcanzar la comunión de sus hijos" (Denzinger, n. 801).
De lo que se ha dicho es evidente que las cosas que se proponen en la revista “Desde los tejados”, fascículo 3, como enseñanza genuina de la Iglesia Católica están lejos de serlo y son muy perjudiciales tanto para los que están dentro de la Iglesia como para los que están fuera.
De estas declaraciones que pertenecen a la doctrina, se siguen ciertas conclusiones que se refieren a la disciplina y a la conducta, y que no pueden ser desconocidas para aquellos que defienden vigorosamente la necesidad por la que todos están obligados' a pertenecer a la verdadera Iglesia y a someterse a la autoridad del Romano Pontífice y de los Obispos "a quienes el Espíritu Santo ha puesto... para regir la Iglesia" (Hechos 20:28).
Por lo tanto, no se puede entender cómo el Centro San Benito puede afirmar sistemáticamente ser una escuela católica y desear ser considerada como tal, y sin embargo no ajustarse a las prescripciones de los cánones 1381 y 1382 del Código de Derecho Canónico, y seguir existiendo como fuente de discordia y rebelión contra la autoridad eclesiástica y como fuente de perturbación de muchas conciencias.
Además, no se comprende cómo un miembro de un Instituto religioso, a saber, el Padre Feeney, se presenta como "Defensor de la Fe", y al mismo tiempo no duda en atacar la instrucción catequética propuesta por las autoridades legítimas, y ni siquiera ha temido incurrir en graves sanciones amenazadas por los sagrados cánones a causa de sus graves violaciones de sus deberes como religioso, sacerdote y miembro ordinario de la Iglesia.
Por último, de ningún modo debe tolerarse que algunos católicos se arroguen el derecho de publicar una revista, con el fin de difundir doctrinas teológicas, sin el permiso de la autoridad eclesiástica competente, llamado "imprimatur" que prescriben los sagrados cánones.
Por lo tanto, los que en grave peligro se alzan contra la Iglesia, tengan seriamente presente que después que "Roma ha hablado" no pueden ser excusados ni siquiera por razones de buena fe. Ciertamente, su vínculo y deber de obediencia hacia la Iglesia es mucho más grave que el de aquellos que todavía están relacionados con la Iglesia "sólo por un deseo inconsciente". Que se den cuenta de que son hijos de la Iglesia, alimentados amorosamente por ella con la leche de la doctrina y de los sacramentos, y que, por lo tanto, habiendo oído la clara voz de su Madre, no pueden ser excusados de ignorancia culpable, y que, por lo tanto, se les aplique sin restricción alguna aquel principio: la sumisión a la Iglesia Católica y al Soberano Pontífice se requiere como necesaria para la salvación.
Al enviar esta carta, declaro mi profunda estima, y quedo,
el más devoto de Vuestra Excelencia,
F. Cardenal Marchetti-Selvaggiani.
A. Ottaviani, Asesor.
(Privado); Santo Oficio, 8 de agosto de 1949.
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