martes, 17 de julio de 2001

MYSTERIUM FILII DEI (21 DE FEBRERO DE 1972)


SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN

PARA SALVAGUARDAR LA FE

DE ALGUNOS ERRORES RECIENTES

SOBRE LOS MISTERIOS DE LA ENCARNACIÓN Y LA TRINIDAD

1. Es necesario que el misterio del Hijo de Dios hecho hombre y el misterio de la Santísima Trinidad, que forman parte de las verdades principales de la Revelación, iluminen con su verdad íntegra la vida de los fieles. Dado que recientes errores perturban estos misterios, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha decidido recordar y salvaguardar la fe transmitida en ellos.

2. La fe católica en el Hijo de Dios hecho hombre. Jesucristo, durante su vida terrena, en diversas formas, con las palabras y con las obras, manifestó el adorable misterio de su persona. Tras “hacerse obediente hasta la muerte” [1] fue exaltado por Dios en la gloriosa Resurrección, tal como convenía al Hijo “mediante el cual todo” [2] ha sido creado por el Padre. De Él afirmó solemnemente San Juan: “En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne” [3].

La Iglesia ha conservado siempre santamente el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, y lo ha propuesto para ser creído “a lo largo de los años y de los siglos” [4], con un lenguaje cada vez más desarrollado. En el Símbolo Constantinopolitano, que hasta hoy se recita durante la celebración eucarística, profesa la fe en “Jesucristo, Unigénito Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos... Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma naturaleza del Padre... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se hizo hombre [5]. El Concilio de Calcedonia ordenó profesar que el Hijo de Dios ha sido engendrado por el Padre según su divinidad antes de todos los siglos, y ha nacido en el tiempo de María Virgen según su humanidad [6]. Además, este mismo Concilio llamó al único y mismo Cristo, Hijo de Dios, persona o hipóstasis, y empleó, en cambio, el término naturaleza para designar su divinidad y su humanidad; con estos nombres ha enseñado que en la única persona de nuestro Redentor se unen las dos naturalezas, divina y humana, sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación [7]. Del mismo modo, el Concilio Lateranense IV ha enseñado a creer y a profesar que el Unigénito Hijo de Dios, coeterno con el Padre, se hizo verdadero hombre y es una sola persona en dos naturalezas [8]. Esta es la fe católica que recientemente el Concilio Vaticano II, siguiendo la constante tradición de toda la Iglesia, ha expresado claramente en muchos lugares [9].

3. Recientes errores sobre la fe en el Hijo de Dios hecho hombre. Son claramente opuestas a esta fe las opiniones según las cuales no nos habría sido revelado y manifestado que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo; e igualmente, las opiniones según las cuales debería abandonarse la noción de la única persona de Jesucristo, nacida antes de todos los siglos del Padre, según la naturaleza divina, y en el tiempo de María Virgen, según la naturaleza humana; y, finalmente, la afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien, en sí misma como persona humana, y, en consecuencia, el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría en grado sumo presente en la persona humana de Jesús.

Los que piensan de semejante modo permanecen alejados de la verdadera fe de Jesucristo, incluso cuando afirman que la presencia única de Dios en Jesús hace que Él sea la expresión suprema y definitiva de la Revelación divina; y no recobran la verdadera fe en la unidad de Cristo, cuando afirman que Jesús puede ser llamado Dios por el hecho de que, en la que dicen su persona humana, Dios está sumamente presente.

4. La fe católica en la Santísima Trinidad y especialmente en el Espíritu Santo. Cuando se abandona el misterio de la persona divina y eterna de Cristo, Hijo de Dios, se destruye también la verdad de la Santísima Trinidad, y con ella, la verdad del Espíritu Santo, que, desde la eternidad, procede del Padre y del Hijo, o dicho con otras palabras, del Padre por medio del Hijo [10]. Por esto, teniendo en cuenta recientes errores, hay que recordar algunas verdades de fe sobre la Santísima Trinidad y particularmente sobre el Espíritu Santo.

La segunda Carta a los Corintios termina con esta fórmula admirable: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros [11]. En el mandato de bautizar, según el Evangelio de san Mateo, se nombran el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como los tres que pertenecen al misterio de Dios y en cuyo nombre deben ser regenerados los nuevos fieles [12]. Finalmente, en el Evangelio de san Juan, Jesús habla de la venida del Espíritu Santo: “Cuando venga el Paráclito, que os enviaré del Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, El dará testimonio de Mí” [13].

Basándose en datos de la divina Revelación, el Magisterio de la Iglesia, solamente al cual está confiado “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición [14], en el Símbolo Constantinopolitano ha profesado su fe “en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida..., y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado [15]. Igualmente, el Concilio Lateranense IV ha enseñado a creer y a profesar “que uno sólo es el verdadero Dios..., Padre e Hijo y Espíritu Santo: tres personas, pero una sola esencia...: el Padre que no procede de ninguno, el Hijo que procede solamente del Padre y el Espíritu Santo, que procede de los dos juntos, siempre sin principio y fin [16].

5. Recientes errores sobre la Santísima Trinidad, y particularmente sobre el Espíritu Santo. Se aparta de la fe la opinión según la cual la Revelación nos dejaría inciertos sobre la eternidad de la Trinidad, y particularmente sobre la eterna existencia del Espíritu Santo como persona distinta, en Dios, del Padre y del Hijo. Es verdad que el misterio de la Santísima Trinidad nos ha sido revelado en la economía de la salvación, principalmente en Cristo, que ha sido enviado al mundo por el Padre y que, juntamente con el Padre, envía al pueblo de Dios el Espíritu vivificador. Pero con esta revelación ha sido dado a los creyentes también un cierto conocimiento de la vida íntima de Dios, en la cual “el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado y el Espíritu Santo que procede” son “de la misma naturaleza, iguales, omnipotentes y eternos [17].

6. Los misterios de la Encarnación y de la Trinidad deben ser fielmente conservados y expuestos. Lo que se ha expresado en los documentos conciliares arriba mencionados sobre el único y mismo Cristo Hijo de Dios, engendrado antes de todos los siglos, según la naturaleza divina, y en el tiempo según la naturaleza humana, así como sobre las personas eternas de la Santísima Trinidad, pertenece a las verdades inmutables de la fe católica.

Esto, ciertamente, no impide que la Iglesia considere su deber, teniendo también en cuenta los nuevos modos de pensar de los hombres, no omitir esfuerzos para que los misterios arriba citados se estudien más profundamente mediante la contemplación de la fe y el estudio de los teólogos y que sean más explicados y de forma apropiada. Pero mientras se cumple el necesario deber de investigar, es preciso estar atentos para que aquellos arcanos misterios jamás sean deformados respecto al sentido en que “la Iglesia los ha entendido y entiende [18].

La verdad incorrupta de estos misterios es de suma importancia para toda la Revelación de Cristo, porque hasta tal punto forman parte de su núcleo, que, si se alteran, queda falsificado también el resto del tesoro de la Revelación. La verdad de estos mismos misterios no es menos importante para la vida cristiana, bien porque nada manifiesta mejor la caridad de Dios, a la que toda la vida del cristiano debe ser una respuesta, que la Encarnación del Hijo de Dios, Redentor nuestro [19], bien porque “los hombres por medio de Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se han hecho partícipes de la naturaleza divina [20].

7. Por lo tanto, sobre las verdades que la presente declaración defiende, es deber de los Pastores de la Iglesia exigir la unidad en la profesión de fe de su pueblo y, sobre todo, de aquellos que, en virtud del mandato recibido del Magisterio, enseñan las ciencias sagradas o predican la palabra de Dios. Este deber de los Obispos forma parte del oficio a ellos confiado por Dios de “conservar puro e íntegro el depósito de la fe”, en comunión con el sucesor de Pedro, y de “anunciar incesantemente el Evangelio [21]; por este mismo oficio están obligados a no permitir en modo alguno que los ministros de la palabra de Dios se aparten de la sana doctrina y la transmitan corrompida o incompleta [22]; el pueblo, en efecto, que está confiado a los cuidados de los Obispos y “del cual” ellos “son responsables ante Dios [23], goza del “derecho imprescriptible y sagrado” de “recibir la palabra de Dios, toda la palabra de Dios, de la que la Iglesia jamás ha cesado de adquirir un conocimiento cada vez más profundo” [24].

Los fieles, por su parte –y sobre todo los teólogos, a causa de su importante oficio y de su necesario servicio en la Iglesia–, deben profesar fielmente los misterios que se recuerdan en esta declaración. Además, mediante la acción y la iluminación del Espíritu Santo, los hijos de la Iglesia deben prestar su adhesión a toda la doctrina de la Iglesia, bajo la guía de sus Pastores y del Pastor de la Iglesia universal [25], de manera que, al conservar, practicar y profesar la fe transmitida, estén de acuerdo los Obispos y los fieles” [26].

El Sumo Pontífice, por la divina Providencia papa Pablo VI, en Audiencia concedida al infrascrito Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 21 de febrero de 1972, ratificó, confirmó y ordenó que se divulgase esta Declaración para salvaguardar de algunos errores recientes la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad.

Dado en Roma, en la sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 21 de febrero de 1972, en la fiesta de San Pedro Damián.

Card. Franjo Seper
Prefecto

Paul Philippe
Arzobispo titular de Heracleópolis
Secretario

Notas:

[1] Cf. Flp 2,6-8.

[2] 1 Cor 8,6.

[3] Jn 1,1-14 (cf. 1,18).

[4] Cf. Conc. Vaticano I, Const. dog. Dei Filius, cap. 4: DS 3020.

[5] Missale Romanum (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970) 389: DS 150. Cf. también Conc. de Nicea I, Símbolo: DS 125s.

[6] Cf. Conc. de Calcedonia, Definición: DS 301.

[7] Cf. ibid.: DS 302.

[8] Cf. Conc. de Letrán IV, Const. Firmiter credimus: DS 800ss.

[9] Cf. Lumen Gentium 2, 3; Dei Verbum 2, 3; Gaudium et Spes 22; Unitatis redintegratio 12; Christus Dominus 1; Ad Gentes 3. Ver también Pablo VI, Solemne Profesión de Fe, n. 11: AAS 60 (1968) 437.

[10] Cf. Conc. de Florencia, Bula Leatentur caeli: DS 1300s.

[11] 2 Cor 13,13.

[12] Cf. Mt 28,19.

[13] Cf. Jn 15,26.

[14] Dei Verbum 10.

[15] Missale Romanum, l.c.; DS 150.

[16] Cf. Conc. de Letrán IV, Const. Firmiter credimus: DS 800.

[17] Cf. ibid.

[18] Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 4, can. 3: DS 3043. Cf. Juan XXIII, Alocución en la inauguración del Concilio Vaticano II: AAS 54 (1962) 792; Gaudium et Spes 62. Ver también Pablo VI, Solemne Profesión de Fe, n. 4: AAS 60 (1968) 434.

[19] Cf. 1 Jn 4,9s.

[20] Cf. Dei Verbum 2; cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1,4.

[21] Cf. Pablo VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: ASS 63 (1971) 99.

[22] Cf. 2 Tim 4,1-5. Ver también Pablo VI, ibid.: 103. Cf. También Sínodo de los Obispos (1967); Relatio Commissionis Synodalis constitutae ad examen ulterius peragendum circa opiniones periculosas et atheismum, II, 3; De pastorali ratione agendi in exercitio Magisterii (Typis Polyglottis Vaticanis, 1967) 10s (L’Osservatore Romano 30/31-10-1967, 3).

[23] Pablo VI, ibid.: 103.

[24] Ibid.: 100.

[25] Cf. Lumen Gentium 12, 25; Sínodo de los Obispos (1967) Relatio Commissionis Synodalis..., II, 4: De theologorum opera et responsabilitate, p. 11 (L’Osservatore Romano, l.c.).

[26] Dei Verbum 10.


lunes, 16 de julio de 2001

APOSTOLATUS PERAGENDI (10 DE DICIEMBRE DE 1976)


CARTA APOSTÓLICA

EN FORMA DE MOTU PROPRIO

APOSTOLATUS PERAGENDI

DEL SUMO PONTÍFICE

PABLO VI

CON LA QUE SE REESTRUCTURA EL “CONSILIUM DE LAICIS”

Y TOMA EL NOMBRE DE

“CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS”.

Las diversas formas de ejercicio del apostolado, es decir, aquellas “atribuciones de los ministerios” (cf. 1 Co 12, 5) que sirven para la edificación del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, incumben también legítimamente a los laicos, como ha enseñado en nuestros días el Concilio Ecuménico Vaticano II, arrojando nueva luz sobre la doctrina tradicional al respecto. En efecto, los laicos “viven en el mundo, es decir, en medio de todos y cada uno de los oficios y negocios del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de las que su existencia está, por así decirlo, tejida. Allí están llamados por Dios a contribuir, como desde dentro y a modo de levadura, a la santificación del mundo por el cumplimiento de su deber, por el impulso del espíritu evangélico, y así manifestar a Cristo a los demás principalmente con el testimonio de su vida, haciendo resplandecer su fe, su esperanza y su caridad” (Lumen gentium, 31).

Ahora nuestros tiempos -nadie puede dejar de advertirlo- exigen de su parte un apostolado más intenso y más extenso, y precisamente de esta “múltiple y urgente necesidad es un signo claro la intervención del Espíritu Santo, que hoy hace a los laicos cada vez más conscientes de su responsabilidad, y en todas partes los estimula a ponerse al servicio de Cristo y de la Iglesia” (Apostolicam actuositatem, 1). Ibid. 26), en 1967 instituimos en el seno de la Curia Romana el “Consilium de Laicis”, lo que hicimos con la Carta Apostólica Catholicam Christi Ecclesiam, que publicamos en forma de Motu Proprio el 6 de enero del mismo año. Hay que recordar, sin embargo, que este Consilium se constituyó con carácter experimental y por un cierto período de tiempo, con vistas a posibles cambios oportunos que pudieran sugerir el ejercicio de sus funciones y la experiencia concreta (Cf. AAS 59 (1967) 28).

Hay que reconocer que este Consilium ha cumplido diligentemente las tareas que le fueron encomendadas, tanto promoviendo, articulando bien y coordinando el apostolado de los laicos a nivel nacional y dentro de la propia Iglesia, como asistiendo con sus consejos a la Jerarquía y a los laicos, aplicándose al estudio de esta materia y dando vida a otras iniciativas. Pero como las razones por las que fue instituido el mismo Consilium se han hecho mucho más importantes, y los problemas que hay que afrontar y resolver en este sector del apostolado católico se han hecho mucho más graves y se han ampliado, mientras que la experiencia adquirida en estos años ha proporcionado informaciones útiles, nos ha parecido oportuno asignar a este Organismo de la Curia Romana, que puede considerarse como uno de los mejores frutos del Concilio Vaticano II, una estructura nueva, definida y más elevada.

Por lo tanto, después de haber examinado cuidadosamente todo y recabado la opinión de personas experimentadas, establecemos y decretamos lo siguiente:

I. El “Consilium de Laicis” se llamará en adelante “Consejo Pontificio para los Laicos”.

II. A este Consejo se le asigna un Cardenal Presidente como su cabeza y superior, asistido por un “Comité de Mesa”, que comprende tres Cardenales residentes en Roma y el Secretario de este mismo Consejo. La Mesa se reúne cada dos meses y cuantas veces lo estime necesario el Cardenal Presidente, para tratar asuntos de la mayor importancia. El Cardenal Presidente está asistido por el Secretario y el Subsecretario. Es responsabilidad de todos ellos tratar todos los asuntos que requieran la sagrada potestad de orden y jurisdicción.

III. Los Miembros de este Consejo Pontificio son, en su mayoría, laicos (en él hay también Obispos y Sacerdotes), llamados de las diversas partes del mundo y comprometidos en los diversos sectores del apostolado laical, manteniendo una justa proporción entre hombres y mujeres.
A menos que circunstancias especiales aconsejen otra cosa, los Miembros se reúnen una vez al año junto con el Buró, bajo la dirección del Cardenal Presidente, asistido por el Secretario.

IV. El Consejo está asistido por Consultores distinguidos por su probidad, doctrina y prudencia, y elegidos de manera que los laicos sean más numerosos que los otros y se mantenga una proporción justa entre hombres y mujeres. A ellos se añaden “ex officio” los Secretarios de las Sagradas Congregaciones para los Obispos, para las Iglesias Orientales, para el Clero, para los Institutos Religiosos y Seculares, para la Evangelización de los Pueblos, así como el Secretario de la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax”. Es de esperar que entre los Consultores haya una o más mujeres vinculadas a la vida consagrada.

V. Los Consultores forman un grupo, que es la llamada “Consulta”, cuya tarea es estudiar en profundidad todos los problemas que han de decidir los Miembros del Consejo, y realizar fielmente las tareas que le encomienden los Superiores.
Los Consultores pueden ser convocados todos juntos, o en forma de pequeños grupos para llevar a cabo un trabajo particular, o pueden ser interrogados individualmente sobre temas concretos.

VI. La competencia del Consejo Pontificio para los Laicos comprende tanto el apostolado de los laicos en la Iglesia como la disciplina de los laicos en cuanto tales. En particular, las funciones de este Consejo Pontificio son:

1. animar a los laicos a participar en la vida y en la misión de la Iglesia, tanto, en primer lugar, como miembros de asociaciones cuya finalidad es el apostolado, como a título individual entre los fieles

2. evaluar, dirigir y, si es necesario, promover iniciativas que conciernan al apostolado de los laicos, en los diversos sectores de la vida social, teniendo en cuenta la competencia que en estas mismas materias tienen otros organismos de la Curia Romana

3. tratar todos los asuntos relativos a 
 
- las organizaciones de laicos comprometidas en el apostolado, tanto en el ámbito internacional como en el nacional, sin perjuicio de la competencia de la Secretaría de Estado o de la Secretaría Pontificia

- las asociaciones católicas que promueven el apostolado y la vida y actividad espiritual de los laicos, sin perjuicio del derecho de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos sobre las asociaciones cuyo fin exclusivo es promover la cooperación misionera

- las asociaciones piadosas (es decir, Archicofradías, Cofradías, Pías Uniones y Sodalidades de cualquier tipo, tomando las oportunas disposiciones con la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, siempre que se trate de asociaciones erigidas por una Familia Religiosa o Instituto Secular;

- las Terceras Órdenes seculares sólo en lo que se refiere a su actividad apostólica, sin perjuicio, por tanto, de la competencia de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos seculares en lo demás

- las asociaciones comunes a clérigos y laicos, sin perjuicio de la competencia de la Sagrada Congregación para el Clero en cuanto a la observancia de las leyes generales de la Iglesia (cf. las normas de la Signatura Apostólica);

4. fomentar por propia iniciativa la participación activa de los laicos en los campos catequético, litúrgico, sacramental, educativo y similares, colaborando a estos fines con los diversos Dicasterios de la Curia Romana, que se ocupan de los mismos problemas

5. velar por la escrupulosa observancia de las leyes eclesiásticas que conciernen a los laicos y resolver administrativamente los litigios que les afecten

6. de pleno acuerdo con la Sagrada Congregación para el Clero, encargarse de todo lo concerniente a los consejos pastorales, tanto parroquiales como diocesanos, a fin de que los laicos sean estimulados a participar en la pastoral de conjunto.

VII. El Consejo Pontificio para los Laicos está presidido por el “Comité para la Familia”, que, sin embargo, mantiene su propia estructura y composición. El Cardenal Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos preside este Comité, y también en esta materia el Cardenal es asistido de modo especial por el Secretario de este mismo Consejo. El Cardenal encargará a uno de los Oficiales del Consejo para los Laicos que mantenga relaciones ordinarias con el Comité para la Familia. Todo lo establecido por Nos en esta Carta en forma de Motu Proprio, ordenamos que tenga plena y estable vigencia, no obstante cualquier disposición en contrario.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el diez de diciembre de 1976, décimo trimestre de Nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI


domingo, 15 de julio de 2001

CATHOLICAM CHRISTI ECCLESIAM (6 DE ENERO DE 1967)


PABLO VI

CARTA APOSTÓLICA MOTU PROPRIO

CATHOLICAM CHRISTI ECCLESIAM

Se instituyen el “Consejo de los Laicos” y la Pontificia Comisión de Estudio “Justicia y Paz”

En su continuo esfuerzo de renovación interior y de actualización de sus estructuras, conforme a los tiempos en que está llamada a vivir, la Iglesia católica de Cristo se propone madurar, en virtud de la experiencia adquirida a lo largo de los siglos, sus relaciones con el mundo (Cf. CF. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 43), para cuya salvación fue fundada por el divino Redentor.

Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, todos los cristianos, cada uno según sus fuerzas, como miembros del Pueblo de Dios, deben ejercer esta misión de salvación (cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, nn. 17 y 31). El mismo Concilio, que en varios documentos ha considerado la posición especial de los laicos en medio del Pueblo de Dios, haciendo de esta consideración una de sus características peculiares, dedicó finalmente un Decreto especial a la actividad de los laicos en la Iglesia, en el que se decidió instituir un organismo para el servicio y la promoción del apostolado de los laicos (Cf. IVA. II, Decr. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, n. 26).

Al mismo tiempo, deseoso de establecer un diálogo con el mundo contemporáneo, el Concilio centró su atención en algunas de las mayores aspiraciones del mundo actual (como los problemas del desarrollo, la promoción de la justicia entre las naciones, la causa de la paz), pidiendo la creación por parte de la Sede Apostólica de un organismo con el fin de sensibilizar al mundo católico sobre estos problemas (Cf. CF. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 90).

Al final del Concilio, una Comisión postconciliar, por mandato Nuestro, estudió el mejor modo de poner en práctica las deliberaciones conciliares sobre el n. 26 del decreto Apostolicam actuositatem, mientras que un grupo especial de estudio, igualmente por mandato Nuestro, llevó a cabo sus reflexiones sobre el organismo deseado en el n. 90 de la Constitución Gaudium et spes.

En su continuo esfuerzo de renovación interior y de actualización de sus estructuras, conforme a los tiempos en que está llamada a vivir, la Iglesia católica de Cristo se propone madurar, en virtud de la experiencia adquirida a lo largo de los siglos, sus relaciones con el mundo (Cf. CF. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 43), para cuya salvación fue fundada por el divino Redentor.

Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, todos los cristianos, cada uno según sus fuerzas, como miembros del Pueblo de Dios, deben ejercer esta misión de salvación (cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, nn. 17 y 31). El mismo Concilio, que en varios documentos ha considerado la posición especial de los laicos en medio del Pueblo de Dios, haciendo de esta consideración una de sus características peculiares, dedicó finalmente un Decreto especial a la actividad de los laicos en la Iglesia, en el que se decidió instituir un organismo para el servicio y la promoción del apostolado de los laicos (Cf. IVA. II, Decr. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, n. 26).

Al mismo tiempo, deseoso de establecer un diálogo con el mundo contemporáneo, el Concilio centró su atención en algunas de las mayores aspiraciones del mundo actual (como los problemas del desarrollo, la promoción de la justicia entre las naciones, la causa de la paz), pidiendo la creación por parte de la Sede Apostólica de un organismo con el fin de sensibilizar al mundo católico sobre estos problemas (Cf. CF. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 90).

Al final del Concilio, una Comisión postconciliar, por mandato Nuestro, estudió el mejor modo de poner en práctica las deliberaciones conciliares sobre el n. 26 del decreto Apostolicam actuositatem, mientras que un grupo especial de estudio, igualmente por mandato Nuestro, llevó a cabo sus reflexiones sobre el organismo deseado en el n. 90 de la Constitución Gaudium et spes.

Sobre la base de las conclusiones de estos grupos de trabajo, se puso a trabajar la Comisión provisional creada por nosotros el 7 de julio de 1966, con la tarea de dar una aplicación orgánica a lo que se había decidido o deseado en los documentos conciliares.

El hecho de haber estudiado conjuntamente las dos cuestiones ha permitido ver sus aspectos diferentes y los comunes, por lo que ha parecido oportuno constituir dos organismos distintos, pero unidos por una única dirección en la cumbre: el Consejo de los Laicos y la Pontificia Comisión para el Estudio de Iustitia et Pax.

I. Veamos, en primer lugar, los fines propios del Consejo de Laicos.

Su finalidad será trabajar por el servicio y la promoción del apostolado de los laicos. En particular se esforzará por:

1) promover el apostolado de los laicos a nivel internacional o realizar su coordinación y su incorporación cada vez mayor al apostolado general de la Iglesia; cuidar los contactos con el apostolado a nivel nacional; actuar de modo que sea un lugar de encuentro y de diálogo dentro de la Iglesia entre la jerarquía y los laicos, y entre las diferentes formas de actividad de los laicos, de acuerdo con el espíritu de las últimas páginas de la Encíclica Ecclesiam suam; promover congresos internacionales para el apostolado de los laicos; preocuparse por la fiel observancia de las leyes eclesiásticas, que conciernen a los laicos;

2) ayudar con su consejo a la jerarquía y a los laicos en las obras apostólicas (Cf. CONC. IVA. II, Decr. sobre el Apostolado de los Laicos Apostolicam actuositatem, n. 26);

3) promover estudios, para contribuir a la profundización doctrinal de las cuestiones que conciernen a los laicos, estudiando especialmente los problemas del apostolado con particular atención a la asociación de los laicos a la pastoral de conjunto. Estos estudios podrían publicarse;

4) Crear un centro de documentación que reciba y proporcione información sobre los problemas del apostolado de los laicos, con el fin de ofrecer orientaciones para la formación de los laicos y prestar una valiosa ayuda a la Iglesia.

II. Tratemos ahora de la Pontificia Comisión de Estudio Iustitia et Pax.

Tendrá como objetivo despertar en el Pueblo de Dios la plena conciencia de su misión en el momento actual, para promover el progreso de los países pobres y fomentar la justicia social entre las naciones subdesarrolladas, y trabajar ellas mismas por su propio desarrollo. En particular, la Pontificia Comisión se esforzará por:

1) Recoger y sintetizar la documentación sobre los mejores estudios científicos y técnicos tanto en el campo del desarrollo en todos sus aspectos: educativo y cultural, económico y social, etc., como para los problemas de la paz, más amplios que los del desarrollo;

2) Contribuir a la profundización de los aspectos doctrinales, pastorales y apostólicos de los problemas del desarrollo y de la paz;

3) Dar a conocer los resultados de estos estudios a todos los Organismos de la Iglesia interesados en los problemas;

4) Establecer contactos entre todos los Organismos de la Iglesia que trabajen con fines similares, para favorecer una coordinación de esfuerzos, apoyando los más válidos y evitando duplicidades.

III. Esta será la estructura de los dos Organismos:

1) El Consilium de Laicos y la Pontificia Comisión para el Estudio de Iustitia et Pax tendrán como Presidente común a un Cardenal.

2) Compartirán también un Vicepresidente, que tendrá dignidad episcopal.

3) El Consejo de Laicos y la Pontificia Comisión para el Estudio de Iustitia et Pax tendrán cada uno su propio Secretario.

4) Para el Consejo de Laicos, el Secretario estará asistido por dos Vicesecretarios.

5) Ambos Órganos estarán compuestos también por miembros y consultores, elegidos según criterios apropiados. Los nombramientos serán competencia de la Santa Sede.

6) Todos los cargos (es decir, los de Presidente, Vicepresidente, Secretario y Vicesecretario), durarán cinco años. No obstante, la Sede Apostólica, una vez transcurrido el quinquenio, podrá renovar los nombramientos a las mismas personas.

7) El Consilium dei Laici y la Pontificia Comisión para el Estudio de Iustitia et Pax se instituyen con carácter experimental por un período de cinco años. El ejercicio y la experiencia podrán sugerir modificaciones oportunas en los objetivos y en la estructura definitivos.

8) Los dos Organismos tendrán su sede en Roma.

9) Decretamos que a partir de hoy cesa la vacatio legis relativa al Decreto conciliar Apostolicam actuositatem. Los Obispos y las Conferencias Episcopales aplicarán el Decreto en sus diócesis y naciones.

De estos dos organismos, que hemos instituido con espíritu confiado, se deriva la firme esperanza de que los laicos del Pueblo de Dios, a quienes con esta organización oficial damos una prueba de Nuestra estima y benevolencia, se sentirán más estrechamente vinculados a la acción de esa Sede Apostólica, y por lo tanto, en el futuro dedicarán con generosidad cada vez mayor su trabajo, sus fuerzas, su actividad a la santa Iglesia.

Mandamos, pues, que, no obstante cualquier disposición anterior en contrario, permanezca firme e inmutable cuanto hemos ordenado con esta Nuestra Carta dada en forma de motu proprio.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 6 de enero de 1967, Epifanía del Señor, cuarto año de Nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI


sábado, 14 de julio de 2001

MUNUS APOSTOLICUM (10 DE JUNIO DE 1966)

PABLO VI

CARTA APOSTÓLICA MOTU PROPRIO

MUNUS APOSTOLICUM

Se aplaza la entrada en vigor de algunos decretos del Concilio Vaticano II


El Oficio Apostólico, del que actuamos como Pastor de todos, así como nos hizo solícitos por el decoro de la santa Iglesia de Cristo durante el Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado el 7 de diciembre del año pasado bajo los auspicios de la Madre de Dios, María, inmune de toda mancha desde el principio, así ahora nos mueve y estimula para que se ponga en práctica con diligencia y fe sincera lo que en el mismo Concilio se decretó.

Respecto a los numerosos decretos de este Concilio, determinamos en su momento que entraran legítimamente en vigor el día 29 de este mes, sagrado a la memoria de los santos Apóstoles Pedro y Pablo.

Durante este tiempo Nos hemos esforzado por preparar las normas según las cuales los Decretos se llevarán a la práctica. Para ello, con la Carta Apostólica Finis Concilio del 3 de enero de este año, habíamos creado las llamadas Comisiones Postconciliares Para los Obispos y el Gobierno de las Diócesis, Para los Religiosos, Para las Misiones, Para la Educación Cristiana, Para el Apostolado de los Laicos, a las que propusimos estudiar y elaborar las normas de las que hemos hablado, bajo la guía de la llamada Comisión Central que coordinaría todos los trabajos.

Y como cada una de estas Comisiones postconciliares trabajó asidua y cuidadosamente en la materia que le había sido confiada, todas pudieron entregar a la Comisión Central la totalidad de las actas en el tiempo establecido; ésta, después de madura reflexión, redactó algunas anotaciones y moniciones, y finalmente sometió a Nuestra consideración lo que había recogido de la conclusión de las actas mismas. Al mismo tiempo Nos indicó que parecía oportuno que la Comisión Central y las mismas Comisiones postconciliares publicasen gradualmente los decretos de aplicación relativos a las leyes del Concilio.

Por lo tanto, mientras alabamos la diligencia y los estudios dedicados en este trabajo por las mismas Comisiones para la preparación de normas lo más adecuadas posible para captar el sentido del célebre Concilio, anunciamos con alegría que dentro de poco tiempo se publicarán todos los llamados decretos de aplicación.

Sin embargo, esto se hará paso a paso; no sólo para que se comprenda el seguro parecer de la Comisión central, sino también para que los decretos del Concilio puedan ser más conveniente y ordenadamente llevados a la práctica; tanto más cuanto que ciertas normas constitutivas y organismos postconciliares, evidentes en las prescripciones del Concilio Ecuménico, están estrechamente relacionados con la propuesta de reforma de la Curia romana, que ya hemos iniciado.

Por estas razones decretamos que la entrada en vigor, ya establecida para el 29 de este mes, se posponga un poco y tenga efecto a partir del día indicado en los decretos individuales de aplicación, los cuales, como es Nuestra intención, serán promulgados lo antes posible.

Mientras ordenamos esto, confiamos grandemente en que estas normas de aplicación, destinadas a asegurar que se recojan abundantes frutos de los sagrados decretos del Concilio, sean aceptadas por todos los cristianos con ánimo dispuesto y comprometido; y así la santa Iglesia de Dios brille con nuevo esplendor, como un signo levantado en la montaña, para la salvación de todo el género humano.

Lo que hemos decretado por medio de este motu proprio, mandamos que se establezca y ratifique, no obstante cualquier disposición en contrario.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el diez de junio de 1966, tercero de Nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI

 

viernes, 13 de julio de 2001

AD ABOLENDUM CONTRA LOS HEREJES (1184)


PAPA LUCIO III (1181-1185)

CONCILIO DE VERONA (1184)

De los Sacramentos (contra los albigenses)

A todos los que no temen sentir o enseñar de otro modo que como predica y observa la sacrosanta Iglesia Romana, acerca del sacramento del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo, del bautismo, de la confesión de los pecados, del matrimonio o de los demás sacramentos de la Iglesia; y en general, a cuantos la misma Iglesia Romana o los obispos en particular por sus diócesis con el consejo de sus clérigos, o los clérigos mismos, de estar vacante la sede, con el consejo -si fuere menester-, de los obispos vecinos, hubieren juzgado por herejes, nosotros ligamos con igual vínculo de perpetuo anatema (D.402).


jueves, 12 de julio de 2001

AB AEGIPTIS (7 DE JULIO DE 1228)


PAPA GREGORIO IX (1227-1241)

Debe guardarse la terminología y tradición teológicas

De la carta Ab Aegiptis a los teólogos parisienses, (7 de julio de 1228)

442. Tocados de dolor de corazón íntimamente (Gen. 6,6), nos sentimos llenos de la amargura del ajenjo (cf. Thren.3,15) porque, según se ha comunicado a nuestros oídos, algunos entre vosotros, hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, pugnan por traspasar con profana vanidad los términos puestos por los Padres (Prov. 22:28), inclinando la inteligencia de la página celeste, limitada en sus términos por los estudios ciertos de las exposiciones de los Santos Padres, que es no solo temerario, sino profano traspasar, a la doctrina filosófica de las cosas naturales, para ostentación de ciencia, no para provecho alguno de los oyentes, de suerte que más parecen theofantos, que no teodidactos o teólogos. Pues siendo su deber exponer la teología según las aprobadas tradiciones de los Santos y destruir, no por armas carnales, sino poderosas en Dios, toda altura que se levante contra la ciencia de Dios y reducir cautivo todo entendimiento en obsequio de Cristo (2 Cor. 10,4 s); ellos, llevados de doctrinas varias y peregrinas (Heb. 13:9), reducen la cabeza a la cola (Deut. 28:13 y 44) y obligan a la reina a servir a su esclava, el documento celeste a los terrenos, atribuyendo lo que es de la gracia a la naturaleza. A la verdad, insistiendo más de lo debido en la ciencia de la naturaleza, vueltos a los elementos del mundo, débiles y pobres, a los que, siendo niños, sirvieron, y hechos otra vez esclavos suyos (Gal. 4:9), como flacos en Cristo, se alimentan de leche, no de manjar sólido (Hebr. 5: 12 s), y no parece hayan afirmado su corazón en la gracia (Hebr. 13,9); por ello, "despojados de lo gratuito y heridos en lo natural" , no traen a su memoria lo del Apóstol, que creemos han leído a menudo: Evita las profanas novedades de palabras y las opiniones de la ciencia de falso nombre, que por apetecerla algunos han caído de la fe (1 Tim. 6:20 s). ¡Oh necios y tardos de corazón en todas las cosas que han dicho los asertores de la gracia de Dios, es decir, los Profetas, los Evangelistas y los Apóstoles (Lc. 24:25), cuando la naturaleza no puede por sí misma nada en orden a la salvación, si no es ayudada de la gracia! (v. 105 y 138). Digan estos presumidores que, abrazando la doctrina de las cosas naturales, ofrecen a sus oyentes hojarasca de palabras y no frutos; ellos, cuyas mentes, como si se alimentaran de bellotas, permanecen vacías y vanas, y cuya alma no puede deleitarse en manjares suculentos (Is. 55:2), pues andando sedienta y árida, no se abreva en las aguas de Siloé que corren en silencio (Is. 8:6), sino de las que sacan de los torrentes filosóficos, de los que se dice que cuanto más se beben, más sed producen, pues no dan saciedad, sino más bien ansiedad y trabajo; ¿no es así que al doblar con forzadas o más bien torcidas exposiciones las palabras divinamente inspiradas según el sentido de la doctrina de filósofos que desconocen a Dios, colocan el arca de la alianza junto a Dagón (1 Reg. 5:2) y ponen para ser adorada en el templo de Dios la estatua de Antíoco? Y al empeñarse en asentar la fe más de lo debido sobre la razón natural, ¿no es cierto que la hacen hasta cierto punto inútil y vana? Porque "no tiene mérito de fe, a la que la humana razón le ofrece experimento". Cree desde luego la naturaleza entendida; pero la fe, por virtud propia, comprende con gratuita inteligencia lo creído y, audaz y denodada, penetra donde no puede alcanzar el entendimiento natural. Digan esos seguidores de las cosas naturales, ante cuyos ojos parece haber sido proscrita la gracia, si es obra de la naturaleza o de la gracia que el Verbo que en el principio estaba en Dios, se haya hecho carne y habitado entre nosotros (Ioh. 1). Lejos de nosotros, por lo demás, que la más hermosa de las mujeres (Cant. 5:9), untada de estibio los ojos por los presuntuosos (4 Reg. 9:80), se tiña con colores adulterinos, y la que por su esposo fue rodeada de toda suerte de vistosos vestidos (Ps. 44:10) y, adornada con collares (Is. 61:10), marcha espléndida como una reina, con mal cocidas fajas de filósofos se vista de sórdido ropaje. Lejos de nosotros que las vacas feas y consumidas de puro magras, que no dan señal alguna de hartura, devoren a las hermosas y consuman a las gordas (Gen. 41:18 ss).

443. A fin, pues, de que esta doctrina temeraria y perversa no se infiltre como una gangrena (2 Tim. 2:17) y envenene a muchos y tenga Raquel que llorar a sus hijos perdidos (Ier. 31:15), por autoridad de las presentes letras os mandamos y os imponemos riguroso precepto de que, renunciando totalmente a la antedicha locura, enseñéis la pureza teológica sin fermento de ciencia mundana, no adulterando la palabra de Dios (2 Cor. 2:17) con las invenciones de los filósofos, no sea que parezca que, contra el precepto del Señor, queréis plantar un bosque junto al altar de Dios y fermentar con mezcla de miel un sacrificio que ha de ofrecerse en los ázimos de la sinceridad y la verdad (1 Cor. 5:8); antes bien, conteniéndoos en los términos señalados por los Padres, cebad las mentes de vuestro oyentes con el fruto de la celeste palabra, a fin de que, apartando el follaje de las palabras, saquen de las fuentes del Salvador (Is. 12:2) aguas limpias y puras, que solamente atiendan a firmar la fe e informar las costumbres, y con ellas reconfortados se deleiten en internos manjares suculentos.


miércoles, 11 de julio de 2001

DECRETAL A HONORIO (28 DE JULIO DE 493)


SAN GELASIO I, 492-496

DE LA CARTA O DECRETAL A HONORIO, OBISPO DE DALMACIA:

De los apócrifos, que no se aceptan

[4] Después de presentar una larga serie de apócrifos, concluye así el Decretum Gelasianum:

Estos y otros escritos semejantes que enseñaron y escribieron todos los heresiarcas y sus discípulos o los cismáticos, no sólo confesamos que fueron repudiados por toda la Iglesia Romana Católica y Apostólica, sino también desterrados y juntamente con sus autores y los secuaces de ellos para siempre condenados bajo el vínculo indisoluble del anatema (D.166)


martes, 10 de julio de 2001

CUPEREM QUIDEM (9 DE ENERO DE 476)


Magisterio de San Simplicio

De la inmutabilidad de la doctrina cristiana

[De la Carta Cuperem quidem, a Basilisco August., de 9 de enero de 476]

(5) Lo que, sincero y claro, manó de la fuente purísima de las Escrituras, no podrá revolverse por argumento alguno de astucia nebulosa. Porque persiste en sus sucesores esta y la misma norma de la doctrina apostólica, la del Apóstol a quien el Señor encomendó el cuidado de todo su rebaño [Ioh. 21, 15 ss], a quien le prometió que no le faltaría Él en modo alguno hasta el fin del mundo [Mt. 28, 20] y que contra él no prevalecerían las puertas del infierno, y a quien le atestiguó que cuanto por sentencia suya fuera atado en la tierra, no puede ser desatado ni en los cielos [Mt. 16, 18 ss]. (6)... Cualquiera que, como dice el Apóstol, intente sembrar otra cosa fuera de lo que hemos recibido, sea anatema [Gal. 1, 8 s]. No se abra entrada alguna por donde se introduzcan furtivamente en vuestros oídos perniciosas ideas, no se conceda esperanza alguna de volver a tratar nada de las antiguas constituciones; porque y es cosa que hay que repetir muchas veces, lo que por las manos apostólicas, con asentimiento de la Iglesia universal, mereció ser cortado a filo de la hoz evangélica no puede cobrar vigor para renacer, ni puede volver a ser sarmiento feraz de la viña del Señor lo que consta haber sido destinado al fuego eterno. Así, en fin, las maquinaciones de las herejías todas, derrocadas por los decretos de la Iglesia, nunca puede permitirse que renueven los combates de una impugnación ya liquidada...


lunes, 9 de julio de 2001

QUANTUM HRESBYTEROKUM (9 DE ENERO DE 476)


Magisterio de San Simplicio

De la guarda de la fe recibida

[De la carta Quantum presbyterorum, a Acacio, obispo de Constantinopla, de 9 de enero de 476]

(2) Puesto que mientras esté firme la doctrina de nuestros predecesores, de santa memoria, contra la cual no es licito disputar, cualquiera que parezca sentir rectamente, no necesita ser enseñado por nuevas aserciones, sino que llano y perfecto está todo para instruir al que ha sido engañado por los herejes y para ser adoctrinado el que va a ser plantado en la viña del Señor, haz que se rechace la idea de reunir un Concilio, implorada para ello la fe del clementísimo Emperador... 

(3) Te exhorto, pues, hermano carísimo, a que por todos los modos se resista a los conatos de los perversos de reunir un Concilio, que jamás se convocó por otros motivos que por haber surgido alguna novedad en entendimientos extraviados o alguna ambigüedad en la aserción de los dogmas, a fin de que, tratando los asuntos en común, si alguna oscuridad había, la iluminara la autoridad de la deliberación sacerdotal, como fue forzoso hacerlo primero por la impiedad de Arrio, luego por la de Nestorio y, últimamente, por la de Dióscoro y Eutiques. Y, lo que no permita la misericordia de Cristo Dios Salvador nuestro, hay que intimar que es abominable restituir a los que han sido condenados, contra las sentencias de los sacerdotes del Señor, de todo el orbe, y las de los emperadores, que rigen ambos mundos...


domingo, 8 de julio de 2001

SINGULARI NOBIS (9 DE FEBRERO DE 1749)


Breve del Papa Benedicto XIV

SINGULARI NOBIS

al cardenal Enrique, duque de York

9 de febrero de 1749


Incorporación a la Iglesia por medio del Bautismo

2566 § 12. ... Cuando un hereje bautiza a alguien, siempre que use la forma y materia legítimas, ... éste queda marcado con el carácter bautismal....

2567 § 13. Además, se encontró también que quien ha recibido el bautismo válido de un hereje se hace miembro de la Iglesia católica en virtud de ese ⟨bautismo⟩; porque el error personal del que bautiza no puede privarle de esta felicidad, con tal que el bautizante confiera el sacramento en la fe de la verdadera Iglesia y observe sus disposiciones en lo que se refiere a la validez del bautismo. Suárez afirma esto admirablemente en su Fidei catholicae defensio contra errores sectae Anglicanae [Defensa de la fe católica contra los errores de la secta anglicana], libro 1, capítulo 24, donde prueba que la persona bautizada se hace miembro de la Iglesia Católica, añadiendo también esto, que si el hereje, como sucede a menudo, bautiza a un infante incapaz de hacer un acto de fe, esto no es obstáculo para que reciba el hábito de la fe en el bautismo. [1. Francisco Suárez, Opera Omnia, ed. C. Berton, vol. 24 (París, 1859), 117.]

2568 § 14. Por último, hemos establecido que, si llegan a la edad en que pueden distinguir por sí mismos el bien del mal y luego se adhieren a los errores de quien los bautizó, las personas que fueron bautizadas por herejes son rechazadas de la unidad de la Iglesia y privadas de todos aquellos beneficios que disfrutan los que permanecen en la Iglesia, pero no están libres de su autoridad y leyes, como explica sabiamente González en la sección "Sicut", n. 12, sobre los herejes. [2. Emanuel González Téllez, Commentaria perpetua in singulos textus 5 librorum Decretalium Gregorii IX (Lyon, 1673, y eds. posteriores), en 1. V, tit. 7, c. 8.]

2569 § 15. Esto lo vemos en el caso de los fugitivos y traidores, a quienes las leyes civiles excluyen completamente de los privilegios de los súbditos fieles. Del mismo modo, las leyes de la Iglesia no conceden privilegios clericales a aquellos clérigos que desobedecen los mandamientos de los cánones sagrados. Pero nadie piensa que los traidores o clérigos que violan los cánones no estén sujetos a la autoridad de sus príncipes o prelados.

2570 § 16. Estos ejemplos, a no ser que nos equivoquemos, son pertinentes a la cuestión, pues, como ellos, también los herejes están sujetos a la Iglesia y están sujetos a las leyes eclesiásticas.

sábado, 7 de julio de 2001

CANTATE DOMINO - BULA DE UNIÓN CON LOS COPTOS (4 DE FEBRERO DE 1442)


CONCILIO DE FLORENCIA

(BASILEA-FERRARA-FLORENCIA)

1431-1445 D. C.


SESIÓN 11 

4 DE FEBRERO DE 1442


BULA DE UNIÓN CON LOS COPTOS

CANTATE DOMINO 

Eugenio, obispo, siervo de los siervos de Dios, para que perdure la memoria eterna. Cantad al Señor, porque ha obrado con grandeza; que esto sea conocido en toda la tierra. Grita y canta de alegría, moradora de Sión, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel. Cantar y exultar en el Señor es propio de la Iglesia de Dios, por su gran magnificencia y la gloria de su nombre, que el Dios misericordioso se ha dignado realizar en este mismo día. Es justo, en verdad, alabar y bendecir con todo nuestro corazón a nuestro Salvador, que cada día edifica su santa Iglesia con nuevos miembros. Sus beneficios a su pueblo cristiano son siempre muchos y grandes y manifiestan más claramente que la luz del día su inmenso amor por nosotros. Pero si miramos más de cerca los beneficios que la divina misericordia se ha dignado efectuar en los tiempos más recientes, seguramente podremos juzgar que en estos días nuestros los dones de su amor han sido más numerosos y mayores en especie que en muchas épocas pasadas.

En menos de tres años, nuestro Señor Jesucristo, con su infatigable bondad, para alegría común y duradera de toda la cristiandad, ha realizado generosamente en este santo Concilio Ecuménico la unión más saludable de tres grandes naciones. De este modo, casi todo el Oriente que adora el glorioso nombre de Cristo y una parte no pequeña del Norte, después de una prolongada discordia con la santa Iglesia Romana, se han unido en el mismo vínculo de fe y amor. En efecto, primero los griegos y los sujetos a las cuatro sedes patriarcales, que abarcan muchas razas, naciones y lenguas, luego los armenios, que son una raza de muchos pueblos, y hoy en día incluso los jacobitas, que son un gran pueblo en Egipto, se han unido a la santa Sede Apostólica.

Nada es más grato a nuestro Salvador, el Señor Jesucristo, que el amor mutuo entre los hombres, y nada puede dar más gloria a su nombre y provecho a la Iglesia que el que los cristianos, desterrada toda discordia entre ellos, se reúnan en la misma pureza de fe. Con razón todos nosotros debemos cantar de alegría y exultar en el Señor, a quienes la clemencia divina nos ha hecho dignos de ver en nuestros días tan gran esplendor de la fe cristiana. Por eso, con la mayor prontitud anunciamos estos hechos maravillosos a todo el mundo cristiano, para que, así como nosotros estamos llenos de un gozo inefable por la gloria de Dios y la exaltación de la Iglesia, hagamos que otros participen de esta gran felicidad. Así, todos a una voz, magnifiquemos y glorifiquemos a Dios y demos gracias abundantes y diarias, como es debido, a su majestad por tantos y tan grandes beneficios maravillosos otorgados a su santa Iglesia en este siglo. El que trabaja diligentemente en la obra de Dios no sólo espera méritos y recompensas en el cielo, sino que también merece generosa gloria y alabanza entre los hombres. Por eso, consideramos que nuestro venerable hermano Juan, patriarca de los jacobitas, cuyo celo por esta santa unión es inmenso, debe ser alabado y ensalzado por Nosotros y por toda la Iglesia y merece, junto con toda su raza, la aprobación general de todos los cristianos. Movido por Nosotros, por medio de nuestro enviado y nuestra carta, a enviarnos una embajada a Nosotros y a este sagrado Concilio y a unirse él mismo y a su pueblo en la misma fe con la Iglesia romana, nos envió a Nosotros y a este Concilio a su amado hijo Andrés, egipcio, dotado en grado no menor de fe y costumbres y abad del monasterio de San Antonio en Egipto, en el que se dice que San Antonio mismo vivió y murió. El patriarca, encendido de gran celo, le ordenó y comisionó que aceptara reverentemente, en nombre del patriarca y de sus jacobitas, la doctrina de la fe que la Iglesia romana sostiene y predica, y que después llevara esta doctrina al patriarca y a los jacobitas para que la reconocieran y aprobaran formalmente y la predicaran en sus tierras.

Nosotros, a quienes el Señor encomendó la tarea de apacentar las ovejas de Cristo, hicimos que algunos hombres ilustres de este sagrado concilio interrogaran cuidadosamente al abad Andrés sobre los artículos de la fe, los Sacramentos de la Iglesia y algunas otras cuestiones relativas a la salvación. Finalmente, después de una exposición de la fe católica al abad, en la medida en que parecía necesaria, y su humilde aceptación, hemos presentado en nombre del Señor en esta sesión solemne, con la aprobación de este sagrado concilio ecuménico de Florencia, la siguiente doctrina verdadera y necesaria.

En primer lugar, pues, la santa Iglesia romana, fundada sobre las palabras de nuestro Señor y Salvador, cree, profesa y predica firmemente un solo Dios verdadero, todopoderoso, inmutable y eterno, Padre, Hijo y Espíritu Santo; uno en esencia, tres en personas; Padre ingénito, Hijo engendrado del Padre, Espíritu Santo procedente del Padre y del Hijo; el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni el Hijo; el Padre es sólo el Padre, el Hijo es sólo el Hijo, el Espíritu Santo es sólo el Espíritu Santo. Sólo el Padre de su sustancia engendró al Hijo; sólo el Hijo es engendrado del sólo Padre; sólo el Espíritu Santo procede a la vez del Padre y del Hijo. Estas tres personas son un solo Dios, no tres dioses, porque hay una sola sustancia de los tres, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola divinidad, una sola inmensidad, una sola eternidad, y todo es uno allí donde la diferencia de una relación no lo impide. Por esta unidad, el Padre es todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo es todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo es todo en el Padre, todo en el Hijo. Ninguno de ellos precede a otro en la eternidad ni supera en grandeza ni en poder. La existencia del Hijo desde el Padre es ciertamente eterna y sin principio, y la procesión del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo es eterna y sin principio. Todo lo que el Padre es o tiene, no lo tiene de otro, sino de sí mismo y es principio sin principio. Todo lo que el Hijo es o tiene, lo tiene del Padre y es principio de principio. Todo lo que el Espíritu Santo es o tiene, lo tiene del Padre junto con el Hijo. Pero el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio, así como el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo principio. Por eso condena, reprende, anatematiza y declara fuera del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, a todo aquel que tenga puntos de vista opuestos o contrarios. Por eso condena a Sabelio, que confundió las personas y eliminó por completo su distinción real; condena a los arrianos, a los eunomianos y a los macedonios, que dicen que sólo el Padre es verdadero Dios y colocan al Hijo y al Espíritu Santo en el orden de las criaturas; condena también a todos los demás que hacen grados o desigualdades en la Trinidad.

Cree, profesa y predica firmemente que el único y verdadero Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es el creador de todas las cosas visibles e invisibles, que, cuando quiso, hizo por su bondad todas las criaturas, tanto espirituales como corporales, buenas, en verdad, porque están hechas por el sumo bien, pero mutables, porque están hechas de la nada; y afirma que no hay naturaleza del mal, porque toda naturaleza, en cuanto naturaleza, es buena. Profesa que uno y el mismo Dios es el autor del Antiguo y del Nuevo Testamento, es decir, de la ley, los profetas y el Evangelio, ya que los santos de ambos Testamentos hablaron bajo la inspiración del mismo Espíritu. Acepta y venera sus libros, cuyos títulos son los siguientes.

Cinco libros de Moisés, a saber, Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; Josué, Jueces, Rut, cuatro libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester, Job, Salmos de David, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel; los doce profetas menores, a saber, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías; dos libros de los Macabeos; los cuatro evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; catorce cartas de Pablo, a los Romanos, dos a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, dos a los Tesalonicenses, a los Colosenses, dos a Timoteo, a Tito, a Filemón, a los Hebreos; dos cartas de Pedro, tres de Juan, una de Santiago, una de Judas; Hechos de los Apóstoles; Apocalipsis de Juan.

Por eso anatematiza la locura de los maniqueos que postulaban dos primeros principios, uno de las cosas visibles, otro de las cosas invisibles, y decían que uno era el Dios del Nuevo Testamento, el otro del Antiguo Testamento. Cree firmemente, profesa y predica que una sola persona de la Trinidad, verdadero Dios, Hijo de Dios engendrado por el Padre, consubstancial y coeterno con el Padre, en la plenitud de los tiempos que la inescrutable profundidad del divino consejo determinó, para la salvación del género humano, tomó una naturaleza humana real y completa del seno inmaculado de la virgen María, y la unió a sí en una unión personal de tan gran unidad, que todo lo que allí es de Dios, no está separado del hombre, y todo lo que es humano no está dividido de la Divinidad, y él es uno y el mismo indiviso, perdurando cada naturaleza en sus propiedades, Dios y hombre, Hijo de Dios e hijo del hombre, igual al Padre según su divinidad, menor que el Padre según su humanidad, inmortal y eterno por la naturaleza de la Divinidad, pasible y temporal por la condición de humanidad asumida. Cree, profesa y predica firmemente que el Hijo de Dios nació verdaderamente de la virgen en su humanidad asumida, verdaderamente sufrió, verdaderamente murió y fue sepultado, verdaderamente resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo y está sentado a la diestra del Padre y vendrá al final de los tiempos a juzgar a los vivos y a los muertos. Anatematiza, execra y condena toda herejía que esté contaminada con lo contrario. En primer lugar, condena a Ebión, Cerinto, Marción, Pablo de Samosata, Fotino y todos los blasfemos similares que, fallando en ver la unión personal de la humanidad con el Verbo, negaron que nuestro Señor Jesucristo fuera verdadero Dios y lo profesaron simplemente como un hombre que por una mayor participación en la gracia divina, que había recibido por el mérito de su vida más santa, debería ser llamado un hombre divino.

Anatematiza también a Manes y a sus seguidores quienes, imaginando que el Hijo de Dios tomó para sí no un cuerpo real sino uno fantasmal, rechazaron completamente la verdad de la humanidad en Cristo; a Valentín, quien declaró que el Hijo de Dios no tomó nada de su madre virgen sino que asumió un cuerpo celestial y pasó a través del vientre de la virgen como el agua que fluye por un acueducto; a Arrio, quien con su afirmación de que el cuerpo tomado de la virgen no tenía alma, quería que la Deidad tomara el lugar del alma; y a Apolinario quien, dándose cuenta de que si se negaba el alma que informaba al cuerpo no habría verdadera humanidad en Cristo, postuló solo un alma sensible y sostuvo que la deidad del Verbo tomaba el lugar del alma racional. Anatematiza también a Teodoro de Mopsuestia y a Nestorio, quienes afirmaron que la humanidad estaba unida al Hijo de Dios por la gracia, y por lo tanto que hay dos personas en Cristo, así como profesan que hay dos naturalezas, ya que no podían entender que la unión de la humanidad con el Verbo fuera hipostática y, por lo tanto, negaron que hubiera recibido la subsistencia del Verbo. Porque según esta blasfemia, el Verbo no se hizo carne, sino que el Verbo habitó en la carne por la gracia, es decir, el Hijo de Dios no se hizo hombre, sino que el Hijo de Dios habitó en un hombre. También anatematiza, execra y condena al archimandrita Eutiques, quien, cuando entendió que la blasfemia de Nestorio excluía la verdad de la encarnación, y que, por lo tanto, era necesario que la humanidad estuviera tan unida al Verbo de Dios que debería haber una y la misma persona de la divinidad y la humanidad; y también porque, admitida la pluralidad de naturalezas, no podía comprender la unidad de la persona, puesto que postulaba una sola persona en Cristo de divinidad y humanidad; por lo que afirmó que había una naturaleza, sugiriendo que antes de la unión había una dualidad de naturalezas que pasó a una sola naturaleza en el acto de la asunción, concediendo así una gran blasfemia e impiedad al decir que o bien la humanidad se convirtió en la divinidad o bien la divinidad en la humanidad. También anatematiza, execra y condena a Macario de Antioquía y a todos los demás de puntos de vista similares que, aunque son ortodoxos en cuanto a la dualidad de naturalezas y la unidad de persona, se han equivocado enormemente en cuanto a los principios de acción de Cristo al declarar que de las dos naturalezas en Cristo, había solo un principio de acción y una voluntad. La Santa Iglesia Romana anatematiza a todos estos y sus herejías y afirma que en Cristo hay dos voluntades y dos principios de acción.

Cree, profesa y predica firmemente que nadie, concebido por un hombre y una mujer, fue liberado del dominio del diablo, sino por la fe en nuestro Señor Jesucristo, el mediador entre Dios y la humanidad, que fue concebido sin pecado, nació y murió. Él solo con su muerte derrotó al enemigo de la raza humana, cancelando nuestros pecados, y abrió la entrada al reino celestial, que el primer hombre con su pecado había cerrado contra sí mismo y toda su posteridad. Todos los santos sacrificios, sacramentos y ceremonias del Antiguo Testamento habían prefigurado que él vendría en algún momento.

Cree, profesa y enseña firmemente que las prescripciones legales del Antiguo Testamento o de la ley mosaica, que se dividen en ceremonias, santos sacrificios y sacramentos, por haber sido instituidas para significar algo en el futuro, aunque eran adecuadas para el culto divino de aquel siglo, una vez que hubo venido nuestro Señor Jesucristo, que fue significado por ellas, terminaron y tuvieron su comienzo los Sacramentos del Nuevo Testamento. Quien, después de la pasión, pone su esperanza en las prescripciones legales y se somete a ellas como necesarias para la salvación y como si la fe en Cristo sin ellas no pudiera salvar, peca mortalmente. No niega que desde la pasión de Cristo hasta la promulgación del evangelio se hubieran podido conservar, con tal de que de ninguna manera se creyera que fueran necesarias para la salvación. Pero afirma que después de la promulgación del evangelio no se pueden observar sin pérdida de la salvación eterna. Por eso denuncia a todos los que después de ese tiempo observan la circuncisión, el sábado y otras prescripciones legales como extraños a la fe de Cristo e incapaces de participar de la salvación eterna, a menos que en algún momento se aparten de estos errores. Por eso ordena estrictamente a todos los que se glorían en el nombre de cristianos que no practiquen la circuncisión ni antes ni después del bautismo, ya que, pongan o no su esperanza en ella, no es posible observarla sin perder la salvación eterna.

Respecto a los niños, como el peligro de muerte está a menudo presente y el único remedio disponible para ellos es el Sacramento del Bautismo, por el cual son arrebatados del dominio del diablo y adoptados como hijos de Dios, amonesta que el sagrado bautismo no debe diferirse por cuarenta u ochenta días o cualquier otro período de tiempo de acuerdo con el uso de algunas personas, sino que debe conferirse tan pronto como sea conveniente; y si hay peligro inminente de muerte, el niño debe ser bautizado inmediatamente y sin demora, incluso por un laico o una mujer en la forma de la Iglesia, si no hay sacerdote, como se contiene más completamente en el decreto sobre los armenios.

Cree, profesa y enseña firmemente que toda criatura de Dios es buena y nada se debe rechazar si se recibe con acción de gracias, porque según la palabra del Señor no es lo que entra en la boca lo que contamina a la persona, y porque la diferencia en la ley mosaica entre alimentos limpios e inmundos pertenece a prácticas ceremoniales, que han pasado y han perdido su eficacia con la llegada del Evangelio. También declara que la prohibición apostólica de abstenerse de lo que ha sido sacrificado a los ídolos y de la sangre y de lo estrangulado, era adecuada para ese tiempo en que una sola Iglesia estaba surgiendo de judíos y gentiles, que anteriormente vivían con diferentes ceremonias y costumbres. Esto era para que los gentiles tuvieran algunas observancias en común con los judíos, y se ofreciera ocasión de unirse en un solo culto y fe en Dios y se pudiera eliminar una causa de disensión, ya que según la antigua costumbre la sangre y los alimentos estrangulados parecían abominables a los judíos, y se podía pensar que los gentiles estaban volviendo a la idolatría si comían alimentos sacrificados. En los lugares, sin embargo, donde la religión cristiana se ha promulgado hasta tal punto que no se encuentra ningún judío y todos se han unido a la Iglesia, practicando uniformemente los mismos ritos y ceremonias del Evangelio y creyendo que para los limpios todas las cosas son limpias, como la causa de aquella prohibición apostólica ha cesado, así también su efecto ha cesado. Condena, pues, ninguna clase de alimento que la sociedad humana acepta y nadie en absoluto, ni hombre ni mujer, debe hacer distinción entre los animales, no importa cómo hayan muerto; aunque por la salud del cuerpo, por la práctica de la virtud o por causa de la disciplina regular y eclesiástica se pueden y deben omitir muchas cosas que no están proscritas, como dice el apóstol que todas las cosas son lícitas, pero no todas son útiles.

Cree firmemente, profesa y predica que todos los que están fuera de la Iglesia Católica, no sólo los paganos, sino también los judíos o herejes y cismáticos, no pueden participar de la vida eterna e irán al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, a menos que se unan a la Iglesia Católica antes del fin de sus vidas; que la unidad del cuerpo eclesiástico es de tal importancia que sólo para los que permanecen en él los Sacramentos de la Iglesia contribuyen a la salvación y los ayunos, limosnas y otras obras de piedad y prácticas de la milicia cristiana producen recompensas eternas; y que nadie puede salvarse, por mucho que haya dado en limosnas y aunque haya derramado su sangre en nombre de Cristo, si no ha perseverado en el seno y en la unidad de la Iglesia Católica.

Abraza, aprueba y acepta el Santo Concilio de Nicea, convocado en tiempo de nuestro predecesor el bienaventurado Silvestre y del grande y piadosísimo emperador Constantino, en el que se condenó la impía herejía arriana y a su autor, y se definió que el Hijo de Dios es consustancial y coeterno con el Padre. Abraza, aprueba y acepta también el Santo Concilio de Constantinopla, convocado en tiempo de nuestro predecesor el bienaventurado Dámaso y del anciano Teodosio, en el que se anatematizó el impío error de Macedonio, que afirmó que el Espíritu Santo no es Dios, sino criatura. A quienes ellos condenan, los condena; lo que ellos aprueban, los aprueba; y en todo aspecto quiere que lo allí definido permanezca inmutable e inviolable.

También acoge, aprueba y acepta el primer Santo Concilio de doscientos Padres en Éfeso, que es el tercero en el orden de los Concilios universales y fue convocado bajo nuestro predecesor el bienaventurado Celestino y el joven Teodosio. En él se condenó la blasfemia del impío Nestorio y se determinó que la persona de nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es una y que la bienaventurada siempre Virgen María debe ser predicada por toda la Iglesia no sólo como portadora de Cristo, sino también como portadora de Dios, es decir, como Madre de Dios y Madre del hombre.

Pero condena, anatematiza y rechaza el impío segundo Concilio de Éfeso, convocado bajo nuestro predecesor el bienaventurado León y el emperador antes mencionado, en el que Dióscoro, obispo de Alejandría, defensor del heresiarca Eutiques e impío perseguidor de san Flaviano, obispo de Constantinopla, con astucia y amenazas llevó al execrable Concilio a aprobar la impiedad de Eutiquia.

También abraza, aprueba y acepta el Santo Concilio de Calcedonia, que es el cuarto en el orden de los Concilios universales y se celebró en tiempo de nuestro predecesor el bienaventurado León y del emperador Marciano, en el que se condenó la herejía eutiquiana y a su autor Eutiques y a su defensor Dióscoro, y se definió que nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre y que en una sola y misma persona las naturalezas divina y humana permanecen íntegras, invioladas, incorruptas, inconfundibles y distintas, haciendo la humanidad lo que conviene al hombre, la divinidad lo que conviene a Dios. A quienes condenan, los condena; a quienes aprueban, los aprueba.

También acoge, aprueba y acepta el quinto Santo Concilio, el segundo de Constantinopla, que se celebró en tiempo de nuestro predecesor beatísimo Vigilio y del emperador Justiniano, en el que se renovó la definición del Sagrado Concilio de Calcedonia sobre las dos naturalezas y la única persona de Cristo y se refutaron y condenaron muchos errores de Orígenes y sus seguidores, especialmente sobre la penitencia y liberación de los demonios y otros seres condenados.

También abraza, aprueba y acepta el tercer Santo Concilio de 150 padres en Constantinopla, que es el sexto en el orden de los concilios universales y fue convocado en tiempo de nuestro predecesor beatísimo Agatón y del emperador Constantino IV. En él se condenó la herejía de Macario de Antioquía y sus partidarios, y se definió que en nuestro Señor Jesucristo hay dos naturalezas perfectas y completas y dos principios de acción y también dos voluntades, aunque hay una y la misma persona a quien pertenecen las acciones de cada una de las dos naturalezas, la divinidad haciendo lo que es de Dios, la humanidad haciendo lo que es humano.

También abraza, aprueba y acepta todos los demás sínodos universales que fueron legítimamente convocados, celebrados y confirmados con la autoridad de un pontífice romano, y especialmente este Santo Sínodo de Florencia, en el cual, entre otras cosas, se han logrado santísimas uniones con los griegos y los armenios y se han emitido muchas y salutísimas definiciones respecto de cada una de estas uniones, como se contiene íntegramente en los decretos promulgados anteriormente, que son los siguientes: Alégrense los cielos... 1; Exultad en Dios... 2

Sin embargo, como en el decreto de los armenios antes mencionado no se dio ninguna explicación con respecto a la forma de las palabras que la Santa Iglesia Romana, apoyándose en la enseñanza y autoridad de los apóstoles Pedro y Pablo, siempre ha tenido la costumbre de usar en la consagración del cuerpo y la sangre del Señor, concluimos que debería insertarse en este texto actual. Usa esta forma de palabras en la consagración del cuerpo del Señor: Porque esto es mi cuerpo, y de su sangre: Porque este es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno pacto, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados.

No tiene importancia alguna que el pan de trigo con el que se prepara el Sacramento haya sido horneado el mismo día o antes, pues, siempre que permanezca la sustancia del pan, no debe haber duda alguna de que, después de que el sacerdote haya pronunciado las palabras antes mencionadas de la consagración del cuerpo con la intención de consagrarlo, inmediatamente se transforma en sustancia en el verdadero cuerpo de Cristo.

Se afirma que algunos rechazan los cuartos matrimonios, considerándolos como algo condenado. Para que no se atribuya pecado donde no lo hay, puesto que el Apóstol dice que la mujer, al morir su marido, está libre de su ley y libre en el Señor para casarse con quien quiera, y puesto que no se hace distinción entre la muerte del primero, segundo y tercer marido, declaramos que no sólo se pueden contraer lícitamente los segundos y terceros matrimonios, sino también los cuartos y ulteriores, siempre que no haya impedimento canónico. Decimos, sin embargo, que serían más loables si después se abstuvieran del matrimonio y perseveraran en la castidad, porque consideramos que, así como la virginidad es preferible en alabanza y mérito a la viudez, así también la viudez casta es preferible al matrimonio.

Después de todas estas explicaciones, el susodicho abad Andrés, en nombre del susodicho patriarca y en el de él mismo y de todos los jacobitas, recibe y acepta con toda devoción y reverencia este salutísimo decreto sinodal con todos sus capítulos, declaraciones, definiciones, tradiciones, preceptos y estatutos y toda la doctrina contenida en él, y también todo lo que la santa Sede Apostólica y la Iglesia Romana sostienen y enseñan. También acepta reverentemente a aquellos doctores y santos padres que la Iglesia Romana aprueba, y tiene por rechazadas y condenadas todas las personas y cosas que la Iglesia Romana rechaza y condena, prometiendo como hijo de verdadera obediencia, en nombre de las personas susodichas, obedecer fiel y siempre las normas y mandamientos de dicha Sede Apostólica.

viernes, 6 de julio de 2001

MANDAT SANCTA SYNODUS (3 DE DICIEMBRE DE 1563)


CONCILIO ECUMENICO DE TRENTO

SESIÓN XXV

DECRETO 

MANDAT SANCTA SYNODUS

(3 diciembre 1563)

DECRETO SOBRE EL PURGATORIO

Considerando que la Iglesia Católica, instruida por el Espíritu Santo, ha enseñado en los Sagrados Concilios y últimamente en este Concilio Ecuménico, por las Sagradas Escrituras y por la antigua Tradición de los Padres, que existe el Purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles, pero principalmente por el sacrificio aceptable del altar, el Santo Concilio manda a los Obispos que procuren diligentemente que la sana Doctrina acerca del Purgatorio, transmitida por los Santos Padres y por los Sagrados Concilios, sea creída, mantenida, enseñada y proclamada en todas partes por los fieles de Cristo.

Pero exclúyanse de los discursos populares ante la multitud inculta las cuestiones más difíciles y sutiles, que no tienden a la edificación y de las que en su mayor parte no se obtiene un aumento de la piedad. Del mismo modo, las cosas que son inciertas, o que trabajan bajo una apariencia de error, no permitáis que se hagan públicas y sean tratadas. Mientras que las cosas que tienden a un cierto tipo de curiosidad o superstición, o que huelen a lucro indecente, que las prohíban como escándalos y tropiezos de los fieles. Pero cuiden los obispos de que los sufragios de los fieles que viven, es decir, los sacrificios de Misas, oraciones, limosnas y otras obras de piedad, que han acostumbrado hacer los fieles por los demás fieles difuntos, se cumplan piadosa y devotamente, conforme a los institutos de la Iglesia; y que todo lo que se debe en su nombre, de las dotes de los testadores, o de otra manera, sea cumplido, no de manera superficial, sino con diligencia y precisión, por los sacerdotes y ministros de la Iglesia, y otros que están obligados a prestar este servicio.

SOBRE LA INVOCACIÓN, VENERACIÓN Y RELIQUIAS DE LOS SANTOS, Y SOBRE LAS IMÁGENES SAGRADAS

El Santo Sínodo ordena a todos los obispos y demás personas que tienen el oficio y el cargo de enseñar que, de acuerdo con los usos de la Iglesia Católica y Apostólica, recibidos desde los tiempos primitivos de la Religión Cristiana, y de acuerdo con el consentimiento de los Santos Padres y los Decretos de los Sagrados Concilios, instruyan especialmente a los fieles con diligencia acerca de la intercesión y la invocación de los santos, el honor [que se rinde] a las reliquias y el uso legítimo de las imágenes: enseñándoles que los santos, que reinan junto con Cristo, ofrecen a Dios sus propias oraciones por los hombres; que es bueno y útil invocarlos suplicantemente, y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para obtener beneficios de Dios, por medio de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que es nuestro único Redentor y Salvador; pero que piensan impíamente quienes niegan que los santos, que gozan de felicidad eterna en el cielo, deban ser invocados; o que afirman que no oran por los hombres; o que invocarlos para que oren por cada uno de nosotros, aunque sea en particular, es idolatría; o que repugna a la Palabra de Dios y se opone al honor del único mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim. ii. 5); o que es insensato suplicar, vocal o mentalmente, a los que reinan en el cielo.

Además, que los cuerpos santos de los santos mártires, y de otros que ahora viven con Cristo, -cuyos cuerpos fueron los miembros vivos de Cristo, y templos del Espíritu Santo (1 Cor. iii. 6) y que por él han de ser resucitados a la vida eterna, y ser glorificados, -deben ser venerados por los fieles; por medio de los cuales [cuerpos] muchos beneficios son otorgados por Dios a los hombres; de modo que quienes afirman que no se debe venerar y honrar las reliquias de los santos; o que éstos, y otros monumentos sagrados, son inútilmente honrados por los fieles; y que los lugares dedicados a la memoria de los santos son en vano visitados con el fin de obtener su ayuda, son totalmente condenables, como la Iglesia ya condenó hace mucho tiempo, y ahora también los condena.

Además, que las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de los demás santos deben tenerse y conservarse particularmente en los templos, y que debe tributárseles el debido honor y veneración; no porque se crea que hay en ellas alguna divinidad o virtud por la que deban ser adoradas, ni porque deba pedírseles nada; ni que haya que depositar la confianza en las imágenes, como hacían antiguamente los gentiles, que ponían su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se les tributa está referido a los prototipos que esas imágenes representan; de tal modo que por las imágenes que besamos, y ante las cuales descubrimos la cabeza y nos postramos, adoramos a Cristo y veneramos a los santos, cuya semejanza llevan: como, por los decretos de los Concilios, y especialmente del segundo Sínodo de Nicea, ha sido definido contra los oponentes de las imágenes.

Y los obispos enseñarán cuidadosamente esto: que, por medio de las historias de los misterios de nuestra Redención, representados por medio de pinturas u otras representaciones, el pueblo es instruido y confirmado en [el hábito de] recordar continuamente los artículos de la fe; como también que de todas las imágenes sagradas se saca gran provecho, no sólo porque con ellas se amonesta al pueblo acerca de los beneficios y dones que Cristo le ha concedido, sino también porque se ponen ante los ojos de los fieles los milagros que Dios ha realizado por medio de los santos, y sus saludables ejemplos, para que así den gracias a Dios por esas cosas, ordenen sus propias vidas y costumbres a imitación de los santos, y se sientan estimulados a adorar y amar a Dios, y a cultivar la piedad. Pero si alguno enseñare o tuviese sentimientos contrarios a estos decretos, sea anatema.

Y si se ha introducido algún abuso entre estas santas y saludables observancias, el Santo Sínodo desea ardientemente que sean abolidas por completo; de tal manera que no se coloquen imágenes [sugerentes] de falsa doctrina y que proporcionen ocasión de peligroso error a los incultos. Y si a veces, cuando es conveniente para el pueblo iletrado, sucede que los hechos y narraciones de la Sagrada Escritura son retratados y representados, el pueblo será enseñado, que no por ello la Divinidad es representada, como si pudiera ser vista por los ojos del cuerpo, o ser retratada por colores o figuras.

Además, en la invocación de los santos, la veneración de las reliquias y el uso sagrado de las imágenes, se eliminará toda superstición, se abolirá todo lucro indecente y, por último, se evitará toda lascivia, de modo que no se pinten ni adornen las figuras con una belleza que incite a la lujuria, ni se pervierta la celebración de los santos y la visita de las reliquias en juergas y borracheras, como si las fiestas se celebraran en honor de los santos con lujo y desenfreno.

En fin, pongan en esto los obispos tanto cuidado y diligencia, que no se vea nada que sea desordenado, o que esté dispuesto de manera impropia o confusa, nada que sea profano, nada indecoroso, ya que la santidad es propia de la casa de Dios (Salmos xcii. 5).

Y para que estas cosas se observen más fielmente, el Santo Sínodo ordena que a nadie se le permita colocar, o hacer que se coloque, ninguna imagen inusual, en ningún lugar o iglesia, sea cual fuere su exención, a menos que dicha imagen haya sido aprobada por el obispo; asimismo, que no se reconozcan nuevos milagros ni nuevas reliquias, a menos que dicho obispo haya tomado conocimiento de ellos y los haya aprobado; quien, tan pronto como haya obtenido alguna información cierta respecto a estos asuntos, después de haber tomado el consejo de teólogos y de otros hombres piadosos, actuará al respecto como juzgue que está en consonancia con la verdad y la piedad. Pero si hubiere que extirpar algún abuso dudoso o difícil; o, en fin, si se suscitare alguna cuestión más grave acerca de estas materias, el obispo, antes de decidir la controversia, esperará la sentencia del metropolitano y de los obispos de la provincia, en un concilio provincial; pero de manera que nada nuevo, o que antes no haya sido usual en la Iglesia, se resuelva sin haber consultado antes al santísimo Romano Pontífice.