ALOCUCIÓN
CI RIESCE
DE SU SANTIDAD PAPA PÍO XII
Es para Nosotros una gran satisfacción, amados hijos de la Unión de Juristas Católicos Italianos, veros reunidos aquí a Nuestro alrededor y daros nuestra más cordial bienvenida.
A principios de octubre se ha reunido en nuestra residencia de verano un nuevo congreso de juristas dedicado al derecho penal internacional. Vuestro congreso tiene un carácter más bien nacional, pero el tema que se trata, “La nación y la comunidad internacional”, toca de nuevo las relaciones entre los pueblos y los Estados soberanos. No es casualidad que se multipliquen los congresos para el estudio de las cuestiones internacionales, sean científicas, económicas o políticas. El hecho evidente de que las relaciones entre los individuos de diversas naciones y entre las propias naciones crecen en multiplicidad e intensidad hace cada día más urgente un ordenamiento justo de las relaciones internacionales, tanto privadas como públicas; tanto más cuanto que este acercamiento mutuo es causado no sólo por el gran progreso técnico y por la libre elección, sino también por la acción más profunda de una ley intrínseca del desarrollo. Este movimiento, pues, no debe ser reprimido, sino fomentado y promovido.
I
En esta obra de expansión tienen naturalmente una importancia especial las comunidades de Estados y de pueblos, ya sean ya existentes o sólo un fin a alcanzar. Se trata de comunidades en las que Estados soberanos, es decir, Estados que no están subordinados a ningún otro Estado, se unen en una comunidad jurídica para alcanzar determinados fines jurídicos. Daría una idea errónea de estas comunidades jurídicas compararlas con los imperios mundiales del pasado o del presente, en los que diferentes razas, pueblos y Estados se funden, lo quieran o no, en un único conglomerado de Estados. En el caso presente, sin embargo, los Estados, que siguen siendo soberanos, se unen libremente en una comunidad jurídica.
En este sentido, la historia del mundo, que muestra una sucesión continua de luchas por el poder, podría sin duda hacer parecer casi utópica la instauración de una comunidad jurídica de Estados libres. Los conflictos del pasado han sido motivados con demasiada frecuencia por el deseo de subyugar a otras naciones y de ampliar el radio de acción del propio poder, o por la necesidad de defender la propia libertad y la propia existencia independiente. Esta vez, por el contrario, es precisamente la voluntad de evitar conflictos amenazantes lo que empuja a los hombres hacia una comunidad jurídica supranacional. Consideraciones utilitarias, ciertamente de considerable peso, apuntan hacia la realización de la paz; y, finalmente, tal vez sea precisamente esta mezcla de hombres de diferentes naciones a causa del progreso técnico lo que ha despertado la fe, implantada en el corazón y en el alma de los individuos, en una comunidad superior de hombres, querida por el Creador y arraigada en la unidad de su origen común, de su naturaleza y de su destino final.
II
Estas y otras consideraciones semejantes demuestran que el camino hacia la constitución de una comunidad de pueblos no se dirige, como norma única y última, a la voluntad de los Estados, sino más bien a la naturaleza, al Creador. El derecho a la existencia, el derecho al respeto de los demás y al buen nombre, el derecho a la propia cultura y al carácter nacional, el derecho a desarrollarse, el derecho a exigir la observancia de los tratados internacionales y otros derechos semejantes, son exigencias del derecho de gentes, dictadas por la naturaleza misma. El derecho positivo de los diversos pueblos, también indispensable en la comunidad de Estados, tiene la misión de definir más exactamente los derechos derivados de la naturaleza y de adaptarlos a las circunstancias concretas, así como de establecer otras disposiciones, encaminadas, por supuesto, al bien común, sobre la base de un acuerdo positivo, que, una vez contraído libremente, tiene fuerza vinculante.
En esta comunidad de naciones, cada Estado se convierte en parte del sistema del derecho internacional y, por lo tanto, del derecho natural, que es a la vez fundamento y corona del conjunto. De este modo, la nación individual ya no es -ni ha sido nunca- “soberana”, en el sentido de no tener ninguna restricción. “Soberanía” en el sentido verdadero significa autogobierno y competencia exclusiva sobre lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo en relación con los asuntos de un territorio determinado, siempre dentro del marco del derecho internacional, sin llegar a depender, no obstante, del sistema jurídico de ningún otro Estado. Todo Estado está inmediatamente sujeto al derecho internacional. Los Estados que carecerían de esta plenitud de poder, o cuya independencia del poder de cualquier otro Estado no estaría garantizada por el derecho internacional, no serían soberanos. Pero ningún Estado podría quejarse de una limitación de su soberanía si se le negara el poder de actuar arbitrariamente y sin tener en cuenta a los demás Estados. La soberanía no es una divinización del Estado, ni una omnipotencia del Estado en el sentido hegeliano o a la manera del positivismo jurídico absoluto.
III
No es necesario explicarles a ustedes, estudiantes de derecho, que la creación, el mantenimiento y el funcionamiento de una verdadera comunidad de Estados, especialmente de una que abarque a todos los pueblos, genera numerosos deberes y problemas, algunos de ellos extremadamente difíciles y complicados, que no pueden resolverse con una simple respuesta de sí o no. Se trata, por ejemplo, de la cuestión de la raza y del origen, con sus consecuencias biológicas, psicológicas y sociales; la cuestión de la lengua; la cuestión de la vida familiar, con sus relaciones, que varían según las naciones, entre el marido y la mujer, los padres, el grupo familiar más amplio; la cuestión de la igualdad o equivalencia de derechos en materia de bienes, contratos y personas para los ciudadanos de un Estado soberano que viven durante un corto período en un Estado extranjero o, conservando su propia nacionalidad, establecen allí su residencia permanente; la cuestión del derecho de inmigración o de emigración y otras cuestiones similares.
El jurista, el estadista, el Estado individual, así como la comunidad de Estados deben tener aquí en cuenta todas las inclinaciones innatas de los individuos y de las comunidades en sus contratos y relaciones recíprocas, como la tendencia a adaptarse o asimilar, a menudo llevada incluso al intento de absorber; o, por el contrario, la tendencia a excluir y destruir todo lo que parece incapaz de asimilación; la tendencia a expandirse, a abrazar lo que es nuevo, como, por el contrario, la tendencia a retroceder y segregarse; la tendencia a darse enteramente, olvidándose de sí mismo, y su opuesto, el apego a sí mismo, excluyendo todo servicio a los demás; el afán de poder, el anhelo de mantener a los demás en sujeción, etc.
Todos estos instintos, ya de autoengrandecimiento, ya de autodefensa, tienen sus raíces en las disposiciones naturales de los individuos, de los pueblos, de las razas y de las comunidades, y en sus restricciones y limitaciones. Nunca se encuentra en ellos todo lo que es bueno y justo. Sólo Dios, el origen de todas las cosas, posee en Sí, en razón de su infinitud, todo lo que es bueno.
De lo que hemos dicho, es fácil deducir el principio teórico fundamental para hacer frente a estas dificultades y tendencias: promover, dentro de los límites de lo posible y de lo lícito, todo lo que facilite la unión y la haga más eficaz; eliminar todo lo que la perturbe; tolerar a veces lo que es imposible de corregir, pero que, por otra parte, no debe permitirse que haga naufragar la comunidad, de la que se espera un bien superior. La dificultad está en la aplicación de este principio.
IV
A este respecto, deseamos tratar con vosotros, que os declaráis juristas católicos, sobre una de las cuestiones que se plantean en una comunidad de pueblos, es decir, la coexistencia práctica (‘convivenza’) de los Estados católicos con los no católicos.
Según la creencia religiosa de la gran mayoría de los ciudadanos, o en virtud de una declaración explícita de la ley, los pueblos y los Estados miembros de la comunidad internacional se dividirán en cristianos, no cristianos, indiferentes a la religión o conscientemente sin ella, o incluso profesantes ateos. Los intereses de la religión y de la moral exigirán para toda la extensión de la comunidad internacional una regla bien definida, que se aplicará a todo el territorio de cada uno de los Estados miembros soberanos de la comunidad internacional. Según las probabilidades y en función de las circunstancias, se puede prever que esta regla de derecho positivo se enunciará así: en su propio territorio y para sus propios ciudadanos, cada Estado regulará los asuntos religiosos y morales con sus propias leyes. Sin embargo, en todo el territorio de la comunidad internacional de Estados, los ciudadanos de cada Estado miembro podrán ejercer sus propias creencias y prácticas éticas y religiosas, siempre que no contravengan las leyes penales del Estado en el que residen.
Para el jurista, el estadista y el Estado católico surge aquí la pregunta: ¿pueden dar su consentimiento a tal decisión cuando se trata de entrar y permanecer en una comunidad internacional?
Ahora bien, en lo que respecta a los intereses religiosos y morales, se plantea una doble cuestión: la primera se refiere a la verdad objetiva y a la obligación de la conciencia hacia lo que es objetivamente verdadero y bueno; la segunda se refiere a la actitud práctica de la comunidad internacional hacia el Estado soberano individual y a la actitud del Estado individual hacia la comunidad internacional en lo que respecta a la religión y la moral.
La primera cuestión difícilmente puede ser objeto de debate y resolución jurídica entre los distintos Estados y la comunidad internacional, especialmente en el caso de una pluralidad de creencias religiosas diferentes dentro de la comunidad internacional. En cambio, la segunda cuestión puede ser de extrema importancia y urgencia.
V
Ahora bien, para dar la respuesta correcta a la segunda pregunta, es preciso, sobre todo, afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna comunidad de Estados, cualquiera que sea su carácter religioso, puede dar un mandato positivo o una autorización positiva para enseñar o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este tipo no tendrían poder obligatorio y quedarían sin efecto. Ninguna autoridad puede dar un mandato así, porque es contrario a la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal, o considerar indiferentes a uno u otro. Ni siquiera Dios podría dar un mandato o una autorización tan positivos, porque estarían en contradicción con su verdad y santidad absolutas.
Otra cuestión, esencialmente distinta, es ésta: ¿podría establecerse en una comunidad de Estados, al menos en determinadas circunstancias, la norma de que el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa o moral que tengan validez en uno de los Estados miembros no sea obstaculizado en todo el territorio de la comunidad de naciones por leyes estatales o medidas coercitivas? En otras palabras, se plantea la cuestión de si en esas circunstancias es admisible el “non impedire” (no impedir) o la tolerancia y si, en consecuencia, la represión positiva no es siempre un deber.
Acabamos de aducir la autoridad de Dios. Acabamos de aducir la autoridad de Dios. ¿Podría Dios, aunque le fuera posible y fácil reprimir el error y la desviación moral, elegir en algunos casos el “non impedire” sin contradecir Su infinita perfección? ¿Será que en “ciertas circunstancias” no daría a los hombres ningún mandato, no impondría ningún deber, ni siquiera les comunicaría el derecho de impedir o reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a las cosas tal como son da una respuesta afirmativa. La realidad muestra que el error y el pecado están en el mundo en gran medida. Dios los reprueba, pero permite que existan. De ahí la afirmación: el error religioso y moral debe ser impedido siempre, cuando sea posible, porque tolerarlos es en sí mismo inmoral, no es válido de manera absoluta e incondicional.
Además, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un mandato tan absoluto y universal en materia de fe y moralidad. Tal mandato es desconocido para las convicciones comunes de la humanidad, para la conciencia cristiana, para las fuentes de la Revelación y para la praxis de la Iglesia. Por omitir aquí otros textos de la Escritura que se aducen en apoyo de este argumento, Cristo en la parábola de la cizaña da el siguiente consejo: dejad que la cizaña crezca en el campo del mundo junto con la buena semilla en vista de la cosecha (cf. Mt 13, 24-30). El deber de reprimir el error moral y religioso no puede, por lo tanto, ser una norma última de acción. Debe estar subordinado a normas “más elevadas y generales”, que “en algunas circunstancias” permiten, e incluso parecen indicar como la mejor política, la tolerancia del error con el fin de promover un “bien mayor”.
De este modo se aclaran los dos principios a los que hay que recurrir en los casos concretos para dar respuesta a la grave cuestión relativa a la actitud que el jurista, el estadista y el Estado católico soberano deben adoptar en relación con la comunidad de las naciones en relación con una fórmula de tolerancia religiosa y moral como la descrita anteriormente. En primer lugar, lo que no corresponde objetivamente a la verdad o a la norma de la moral no tiene derecho a existir, a difundirse o a activarse. En segundo lugar, el hecho de no impedirlo con leyes civiles y medidas coercitivas puede, no obstante, justificarse en interés de un bien superior y más general.
El estadista católico debe juzgar, ante todo, si esta condición se verifica en lo concreto: ésta es la “cuestión de hecho”. En su decisión se dejará guiar por la ponderación de las consecuencias peligrosas que se derivan de la tolerancia frente a las que se evitarían a la comunidad de las naciones si se aceptase la fórmula de la tolerancia. Además, se dejará guiar por el bien que, según un sabio pronóstico, puede derivar de la tolerancia para la comunidad internacional en cuanto tal e indirectamente para el Estado miembro. En lo que se refiere a la religión y a la moral, pedirá también el juicio de la Iglesia. Para ella, sólo Aquel a quien Cristo ha confiado la guía de toda su Iglesia es competente para hablar en última instancia sobre cuestiones tan vitales que afectan a la vida internacional: es decir, el Romano Pontífice.
VI
La institución de una comunidad de naciones, hoy parcialmente realizada pero que tiende a establecerse y consolidarse en un nivel más alto y perfecto, es un ascenso de lo inferior a lo superior, es decir, de una pluralidad de Estados soberanos a la mayor unidad posible.
La Iglesia de Cristo tiene, en virtud de un mandato de su divino Fundador, una misión universal similar. Debe atraer hacia sí y unir en unidad religiosa a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. Pero aquí el proceso es en cierto sentido el contrario: se desciende de lo superior a lo inferior. En el primer caso, la unidad jurídica superior de las naciones debía y debe crearse todavía. En el segundo, la comunidad jurídica con su fin universal, su constitución, sus poderes y aquellos en quienes están investidos estos poderes están ya establecidos desde el principio, por voluntad y decreto de Cristo mismo. El deber de esta comunidad universal es desde el principio incorporar a todos los hombres y a todas las razas (cf. Mt 28, 19) y, de este modo, llevarlos a la verdad plena y a la gracia de Jesucristo.
La Iglesia, en el cumplimiento de su misión, se ha encontrado siempre y se encuentra todavía en gran medida ante los mismos problemas que debe superar el funcionamiento de una comunidad de Estados soberanos; sólo que los siente más agudamente, porque está obligada a la finalidad de su misión, determinada por su mismo Fundador, finalidad que penetra hasta lo más profundo del espíritu y del corazón del hombre. En este estado de cosas, los conflictos son inevitables, y la historia demuestra que siempre los ha habido, los sigue habiendo y, según las palabras del Señor, los seguirá habiendo hasta el fin de los tiempos.
Porque la Iglesia con su misión se ha encontrado y se encuentra confrontada con hombres y naciones de cultura maravillosa, con otros de falta de civilización casi increíble, y con todos los grados intermedios posibles: diversidad de extracción, de lengua, de filosofía, de creencias religiosas, de aspiraciones y características nacionales; pueblos libres y pueblos esclavizados; pueblos que nunca han pertenecido a la Iglesia y pueblos que han sido separados de su comunión.
La Iglesia debe vivir entre ellos y con ellos; jamás puede declarar ante nadie que “no le interesa”. El mandato que le ha impuesto su divino Fundador le hace imposible seguir una política de no intervención o de laissez-faire (dejar hacer). Tiene el deber de enseñar y educar en toda la inflexibilidad de la verdad y del bien, y con esta obligación absoluta debe permanecer y trabajar entre hombres y naciones que, en su mentalidad, son completamente diferentes entre sí.
Pero volvamos ahora a las dos proposiciones mencionadas más arriba, y en primer lugar a la que niega incondicionalmente todo lo que es religiosamente falso y moralmente incorrecto. Con respecto a este punto, nunca ha habido, ni hay ahora, en la Iglesia vacilación alguna ni compromiso alguno, ni en teoría ni en la práctica.
Su comportamiento no ha cambiado en el curso de la historia, ni puede cambiar cuando y dondequiera que, bajo las más diversas formas, se encuentre ante la disyuntiva: o incienso para los ídolos o sangre para Cristo. El lugar donde ahora estáis presentes, la Roma eterna, con los restos de una grandeza que fue y con los recuerdos gloriosos de sus mártires, es el testimonio más elocuente de la respuesta de la Iglesia. No se quemó incienso ante los ídolos, y la sangre cristiana fluyó y consagró la tierra. Pero los templos de los dioses yacen en la fría devastación de ruinas por más majestuosas que sean; mientras que ante las tumbas de los mártires, los fieles de todas las naciones y de todas las lenguas repiten fervientemente el antiguo Credo de los Apóstoles.
En cuanto a la segunda proposición, es decir, la tolerancia en determinadas circunstancias, tolerancia incluso en casos en que se podría llegar a la represión, la Iglesia, por consideración a aquellos que en buena conciencia (aunque errónea, pero invenciblemente) tienen opiniones diferentes, se ha visto obligada a actuar y ha actuado con esa tolerancia, después de convertirse en Iglesia de Estado bajo Constantino el Grande y los demás emperadores cristianos, siempre por motivos más altos y convincentes. Así actúa hoy, y también en el futuro se verá ante la misma necesidad. En tales casos individuales, la actitud de la Iglesia está determinada por lo que se exige para salvaguardar y considerar el bonum commune (bien común), por una parte, el bien común de la Iglesia y del Estado en los estados individuales, y, por otra, el bien común de la Iglesia universal, el reino de Dios en todo el mundo. Al considerar los pros y los contras para resolver la “cuestión de hechos”, así como lo que concierne al juez final y supremo en estas materias, no valen para la Iglesia otras normas que las que acabamos de indicar para el jurista y el estadista católico.
VII
Las ideas que hemos expuesto pueden ser también útiles al jurista y al estadista católico cuando, en sus estudios o en el ejercicio de su profesión, entren en contacto con los acuerdos (Concordatos, Tratados, Convenios, Modus vivendi, etc.) que la Iglesia (es decir, desde hace mucho tiempo, la Sede Apostólica) ha concluido y concluye todavía con los Estados soberanos. Los Concordatos son para ella una expresión de la colaboración entre la Iglesia y el Estado. En principio, es decir, en teoría, no puede aprobar la separación completa de los dos poderes. Los Concordatos, por lo tanto, deben asegurar a la Iglesia una condición estable de derecho y de hecho en el Estado con el que se concluyen, y deben garantizarle la plena independencia en el cumplimiento de su misión divina.
Es posible que la Iglesia y el Estado proclamen en un Concordato su común convicción religiosa; pero puede suceder también que un Concordato tenga, junto con otros fines, el de prevenir disputas sobre cuestiones de principio y eliminar desde el principio posibles materias de conflicto. Cuando la Iglesia ha puesto su firma en un Concordato, éste se aplica a todo lo que en él se contiene; pero, con el reconocimiento mutuo de las dos altas partes contratantes, puede que no se aplique del mismo modo a todo. Puede significar una aprobación expresa, pero también puede significar una simple tolerancia, según esos dos principios que son la norma para la coexistencia (“convivenza”) de la Iglesia y sus fieles con los poderes civiles y con los hombres de otra creencia.
Esto, hijos amados, es lo que hemos querido tratar con vosotros con bastante amplitud. Por lo demás, confiamos en que la comunidad internacional podrá desterrar todo peligro de guerra y establecer la paz, y, en lo que se refiere a la Iglesia, podrá garantizarle en todas partes la libertad de acción, para que pueda establecer en el espíritu y en el corazón, en los pensamientos y en las acciones de los hombres, el Reino de Aquel que es el Redentor, el Legislador, el Juez, el Señor del mundo, Jesucristo, que reina como Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos (Rom 9, 5).
Mientras, con paternales deseos seguimos vuestro trabajo por el mayor bien de las naciones y por el perfeccionamiento de las relaciones internacionales, de lo más profundo de Nuestro corazón os impartimos, como prenda de las más ricas gracias divinas, la Bendición Apostólica.