miércoles, 4 de julio de 2001

CI RIESCE (6 DE DICIEMBRE DE 1953)

ALOCUCIÓN

CI RIESCE

DE SU SANTIDAD PAPA PÍO XII

Es para Nosotros una gran satisfacción, amados hijos de la Unión de Juristas Católicos Italianos, veros reunidos aquí a Nuestro alrededor y daros nuestra más cordial bienvenida.

A principios de octubre se ha reunido en nuestra residencia de verano un nuevo congreso de juristas dedicado al derecho penal internacional. Vuestro congreso tiene un carácter más bien nacional, pero el tema que se trata, “La nación y la comunidad internacional”, toca de nuevo las relaciones entre los pueblos y los Estados soberanos. No es casualidad que se multipliquen los congresos para el estudio de las cuestiones internacionales, sean científicas, económicas o políticas. El hecho evidente de que las relaciones entre los individuos de diversas naciones y entre las propias naciones crecen en multiplicidad e intensidad hace cada día más urgente un ordenamiento justo de las relaciones internacionales, tanto privadas como públicas; tanto más cuanto que este acercamiento mutuo es causado no sólo por el gran progreso técnico y por la libre elección, sino también por la acción más profunda de una ley intrínseca del desarrollo. Este movimiento, pues, no debe ser reprimido, sino fomentado y promovido.

I

En esta obra de expansión tienen naturalmente una importancia especial las comunidades de Estados y de pueblos, ya sean ya existentes o sólo un fin a alcanzar. Se trata de comunidades en las que Estados soberanos, es decir, Estados que no están subordinados a ningún otro Estado, se unen en una comunidad jurídica para alcanzar determinados fines jurídicos. Daría una idea errónea de estas comunidades jurídicas compararlas con los imperios mundiales del pasado o del presente, en los que diferentes razas, pueblos y Estados se funden, lo quieran o no, en un único conglomerado de Estados. En el caso presente, sin embargo, los Estados, que siguen siendo soberanos, se unen libremente en una comunidad jurídica.

En este sentido, la historia del mundo, que muestra una sucesión continua de luchas por el poder, podría sin duda hacer parecer casi utópica la instauración de una comunidad jurídica de Estados libres. Los conflictos del pasado han sido motivados con demasiada frecuencia por el deseo de subyugar a otras naciones y de ampliar el radio de acción del propio poder, o por la necesidad de defender la propia libertad y la propia existencia independiente. Esta vez, por el contrario, es precisamente la voluntad de evitar conflictos amenazantes lo que empuja a los hombres hacia una comunidad jurídica supranacional. Consideraciones utilitarias, ciertamente de considerable peso, apuntan hacia la realización de la paz; y, finalmente, tal vez sea precisamente esta mezcla de hombres de diferentes naciones a causa del progreso técnico lo que ha despertado la fe, implantada en el corazón y en el alma de los individuos, en una comunidad superior de hombres, querida por el Creador y arraigada en la unidad de su origen común, de su naturaleza y de su destino final.

II

Estas y otras consideraciones semejantes demuestran que el camino hacia la constitución de una comunidad de pueblos no se dirige, como norma única y última, a la voluntad de los Estados, sino más bien a la naturaleza, al Creador. El derecho a la existencia, el derecho al respeto de los demás y al buen nombre, el derecho a la propia cultura y al carácter nacional, el derecho a desarrollarse, el derecho a exigir la observancia de los tratados internacionales y otros derechos semejantes, son exigencias del derecho de gentes, dictadas por la naturaleza misma. El derecho positivo de los diversos pueblos, también indispensable en la comunidad de Estados, tiene la misión de definir más exactamente los derechos derivados de la naturaleza y de adaptarlos a las circunstancias concretas, así como de establecer otras disposiciones, encaminadas, por supuesto, al bien común, sobre la base de un acuerdo positivo, que, una vez contraído libremente, tiene fuerza vinculante.

En esta comunidad de naciones, cada Estado se convierte en parte del sistema del derecho internacional y, por lo tanto, del derecho natural, que es a la vez fundamento y corona del conjunto. De este modo, la nación individual ya no es -ni ha sido nunca- “soberana”, en el sentido de no tener ninguna restricción. “Soberanía” en el sentido verdadero significa autogobierno y competencia exclusiva sobre lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo en relación con los asuntos de un territorio determinado, siempre dentro del marco del derecho internacional, sin llegar a depender, no obstante, del sistema jurídico de ningún otro Estado. Todo Estado está inmediatamente sujeto al derecho internacional. Los Estados que carecerían de esta plenitud de poder, o cuya independencia del poder de cualquier otro Estado no estaría garantizada por el derecho internacional, no serían soberanos. Pero ningún Estado podría quejarse de una limitación de su soberanía si se le negara el poder de actuar arbitrariamente y sin tener en cuenta a los demás Estados. La soberanía no es una divinización del Estado, ni una omnipotencia del Estado en el sentido hegeliano o a la manera del positivismo jurídico absoluto.

III

No es necesario explicarles a ustedes, estudiantes de derecho, que la creación, el mantenimiento y el funcionamiento de una verdadera comunidad de Estados, especialmente de una que abarque a todos los pueblos, genera numerosos deberes y problemas, algunos de ellos extremadamente difíciles y complicados, que no pueden resolverse con una simple respuesta de sí o no. Se trata, por ejemplo, de la cuestión de la raza y del origen, con sus consecuencias biológicas, psicológicas y sociales; la cuestión de la lengua; la cuestión de la vida familiar, con sus relaciones, que varían según las naciones, entre el marido y la mujer, los padres, el grupo familiar más amplio; la cuestión de la igualdad o equivalencia de derechos en materia de bienes, contratos y personas para los ciudadanos de un Estado soberano que viven durante un corto período en un Estado extranjero o, conservando su propia nacionalidad, establecen allí su residencia permanente; la cuestión del derecho de inmigración o de emigración y otras cuestiones similares.

El jurista, el estadista, el Estado individual, así como la comunidad de Estados deben tener aquí en cuenta todas las inclinaciones innatas de los individuos y de las comunidades en sus contratos y relaciones recíprocas, como la tendencia a adaptarse o asimilar, a menudo llevada incluso al intento de absorber; o, por el contrario, la tendencia a excluir y destruir todo lo que parece incapaz de asimilación; la tendencia a expandirse, a abrazar lo que es nuevo, como, por el contrario, la tendencia a retroceder y segregarse; la tendencia a darse enteramente, olvidándose de sí mismo, y su opuesto, el apego a sí mismo, excluyendo todo servicio a los demás; el afán de poder, el anhelo de mantener a los demás en sujeción, etc.

Todos estos instintos, ya de autoengrandecimiento, ya de autodefensa, tienen sus raíces en las disposiciones naturales de los individuos, de los pueblos, de las razas y de las comunidades, y en sus restricciones y limitaciones. Nunca se encuentra en ellos todo lo que es bueno y justo. Sólo Dios, el origen de todas las cosas, posee en Sí, en razón de su infinitud, todo lo que es bueno.

De lo que hemos dicho, es fácil deducir el principio teórico fundamental para hacer frente a estas dificultades y tendencias: promover, dentro de los límites de lo posible y de lo lícito, todo lo que facilite la unión y la haga más eficaz; eliminar todo lo que la perturbe; tolerar a veces lo que es imposible de corregir, pero que, por otra parte, no debe permitirse que haga naufragar la comunidad, de la que se espera un bien superior. La dificultad está en la aplicación de este principio.

IV

A este respecto, deseamos tratar con vosotros, que os declaráis juristas católicos, sobre una de las cuestiones que se plantean en una comunidad de pueblos, es decir, la coexistencia práctica (‘convivenza’) de los Estados católicos con los no católicos.

Según la creencia religiosa de la gran mayoría de los ciudadanos, o en virtud de una declaración explícita de la ley, los pueblos y los Estados miembros de la comunidad internacional se dividirán en cristianos, no cristianos, indiferentes a la religión o conscientemente sin ella, o incluso profesantes ateos. Los intereses de la religión y de la moral exigirán para toda la extensión de la comunidad internacional una regla bien definida, que se aplicará a todo el territorio de cada uno de los Estados miembros soberanos de la comunidad internacional. Según las probabilidades y en función de las circunstancias, se puede prever que esta regla de derecho positivo se enunciará así: en su propio territorio y para sus propios ciudadanos, cada Estado regulará los asuntos religiosos y morales con sus propias leyes. Sin embargo, en todo el territorio de la comunidad internacional de Estados, los ciudadanos de cada Estado miembro podrán ejercer sus propias creencias y prácticas éticas y religiosas, siempre que no contravengan las leyes penales del Estado en el que residen.

Para el jurista, el estadista y el Estado católico surge aquí la pregunta: ¿pueden dar su consentimiento a tal decisión cuando se trata de entrar y permanecer en una comunidad internacional?

Ahora bien, en lo que respecta a los intereses religiosos y morales, se plantea una doble cuestión: la primera se refiere a la verdad objetiva y a la obligación de la conciencia hacia lo que es objetivamente verdadero y bueno; la segunda se refiere a la actitud práctica de la comunidad internacional hacia el Estado soberano individual y a la actitud del Estado individual hacia la comunidad internacional en lo que respecta a la religión y la moral.

La primera cuestión difícilmente puede ser objeto de debate y resolución jurídica entre los distintos Estados y la comunidad internacional, especialmente en el caso de una pluralidad de creencias religiosas diferentes dentro de la comunidad internacional. En cambio, la segunda cuestión puede ser de extrema importancia y urgencia.

V

Ahora bien, para dar la respuesta correcta a la segunda pregunta, es preciso, sobre todo, afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna comunidad de Estados, cualquiera que sea su carácter religioso, puede dar un mandato positivo o una autorización positiva para enseñar o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este tipo no tendrían poder obligatorio y quedarían sin efecto. Ninguna autoridad puede dar un mandato así, porque es contrario a la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal, o considerar indiferentes a uno u otro. Ni siquiera Dios podría dar un mandato o una autorización tan positivos, porque estarían en contradicción con su verdad y santidad absolutas.

Otra cuestión, esencialmente distinta, es ésta: ¿podría establecerse en una comunidad de Estados, al menos en determinadas circunstancias, la norma de que el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa o moral que tengan validez en uno de los Estados miembros no sea obstaculizado en todo el territorio de la comunidad de naciones por leyes estatales o medidas coercitivas? En otras palabras, se plantea la cuestión de si en esas circunstancias es admisible el “non impedire” (no impedir) o la tolerancia y si, en consecuencia, la represión positiva no es siempre un deber.

Acabamos de aducir la autoridad de Dios. Acabamos de aducir la autoridad de Dios. ¿Podría Dios, aunque le fuera posible y fácil reprimir el error y la desviación moral, elegir en algunos casos el “non impedire” sin contradecir Su infinita perfección? ¿Será que en “ciertas circunstancias” no daría a los hombres ningún mandato, no impondría ningún deber, ni siquiera les comunicaría el derecho de impedir o reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a las cosas tal como son da una respuesta afirmativa. La realidad muestra que el error y el pecado están en el mundo en gran medida. Dios los reprueba, pero permite que existan. De ahí la afirmación: el error religioso y moral debe ser impedido siempre, cuando sea posible, porque tolerarlos es en sí mismo inmoral, no es válido de manera absoluta e incondicional.

Además, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un mandato tan absoluto y universal en materia de fe y moralidad. Tal mandato es desconocido para las convicciones comunes de la humanidad, para la conciencia cristiana, para las fuentes de la Revelación y para la praxis de la Iglesia. Por omitir aquí otros textos de la Escritura que se aducen en apoyo de este argumento, Cristo en la parábola de la cizaña da el siguiente consejo: dejad que la cizaña crezca en el campo del mundo junto con la buena semilla en vista de la cosecha (cf. Mt 13, 24-30). El deber de reprimir el error moral y religioso no puede, por lo tanto, ser una norma última de acción. Debe estar subordinado a normas “más elevadas y generales”, que “en algunas circunstancias” permiten, e incluso parecen indicar como la mejor política, la tolerancia del error con el fin de promover un “bien mayor”.

De este modo se aclaran los dos principios a los que hay que recurrir en los casos concretos para dar respuesta a la grave cuestión relativa a la actitud que el jurista, el estadista y el Estado católico soberano deben adoptar en relación con la comunidad de las naciones en relación con una fórmula de tolerancia religiosa y moral como la descrita anteriormente. En primer lugar, lo que no corresponde objetivamente a la verdad o a la norma de la moral no tiene derecho a existir, a difundirse o a activarse. En segundo lugar, el hecho de no impedirlo con leyes civiles y medidas coercitivas puede, no obstante, justificarse en interés de un bien superior y más general.

El estadista católico debe juzgar, ante todo, si esta condición se verifica en lo concreto: ésta es la “cuestión de hecho”. En su decisión se dejará guiar por la ponderación de las consecuencias peligrosas que se derivan de la tolerancia frente a las que se evitarían a la comunidad de las naciones si se aceptase la fórmula de la tolerancia. Además, se dejará guiar por el bien que, según un sabio pronóstico, puede derivar de la tolerancia para la comunidad internacional en cuanto tal e indirectamente para el Estado miembro. En lo que se refiere a la religión y a la moral, pedirá también el juicio de la Iglesia. Para ella, sólo Aquel a quien Cristo ha confiado la guía de toda su Iglesia es competente para hablar en última instancia sobre cuestiones tan vitales que afectan a la vida internacional: es decir, el Romano Pontífice.

VI

La institución de una comunidad de naciones, hoy parcialmente realizada pero que tiende a establecerse y consolidarse en un nivel más alto y perfecto, es un ascenso de lo inferior a lo superior, es decir, de una pluralidad de Estados soberanos a la mayor unidad posible.

La Iglesia de Cristo tiene, en virtud de un mandato de su divino Fundador, una misión universal similar. Debe atraer hacia sí y unir en unidad religiosa a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. Pero aquí el proceso es en cierto sentido el contrario: se desciende de lo superior a lo inferior. En el primer caso, la unidad jurídica superior de las naciones debía y debe crearse todavía. En el segundo, la comunidad jurídica con su fin universal, su constitución, sus poderes y aquellos en quienes están investidos estos poderes están ya establecidos desde el principio, por voluntad y decreto de Cristo mismo. El deber de esta comunidad universal es desde el principio incorporar a todos los hombres y a todas las razas (cf. Mt 28, 19) y, de este modo, llevarlos a la verdad plena y a la gracia de Jesucristo.

La Iglesia, en el cumplimiento de su misión, se ha encontrado siempre y se encuentra todavía en gran medida ante los mismos problemas que debe superar el funcionamiento de una comunidad de Estados soberanos; sólo que los siente más agudamente, porque está obligada a la finalidad de su misión, determinada por su mismo Fundador, finalidad que penetra hasta lo más profundo del espíritu y del corazón del hombre. En este estado de cosas, los conflictos son inevitables, y la historia demuestra que siempre los ha habido, los sigue habiendo y, según las palabras del Señor, los seguirá habiendo hasta el fin de los tiempos.

Porque la Iglesia con su misión se ha encontrado y se encuentra confrontada con hombres y naciones de cultura maravillosa, con otros de falta de civilización casi increíble, y con todos los grados intermedios posibles: diversidad de extracción, de lengua, de filosofía, de creencias religiosas, de aspiraciones y características nacionales; pueblos libres y pueblos esclavizados; pueblos que nunca han pertenecido a la Iglesia y pueblos que han sido separados de su comunión.

La Iglesia debe vivir entre ellos y con ellos; jamás puede declarar ante nadie que “no le interesa”. El mandato que le ha impuesto su divino Fundador le hace imposible seguir una política de no intervención o de laissez-faire (dejar hacer). Tiene el deber de enseñar y educar en toda la inflexibilidad de la verdad y del bien, y con esta obligación absoluta debe permanecer y trabajar entre hombres y naciones que, en su mentalidad, son completamente diferentes entre sí.

Pero volvamos ahora a las dos proposiciones mencionadas más arriba, y en primer lugar a la que niega incondicionalmente todo lo que es religiosamente falso y moralmente incorrecto. Con respecto a este punto, nunca ha habido, ni hay ahora, en la Iglesia vacilación alguna ni compromiso alguno, ni en teoría ni en la práctica.

Su comportamiento no ha cambiado en el curso de la historia, ni puede cambiar cuando y dondequiera que, bajo las más diversas formas, se encuentre ante la disyuntiva: o incienso para los ídolos o sangre para Cristo. El lugar donde ahora estáis presentes, la Roma eterna, con los restos de una grandeza que fue y con los recuerdos gloriosos de sus mártires, es el testimonio más elocuente de la respuesta de la Iglesia. No se quemó incienso ante los ídolos, y la sangre cristiana fluyó y consagró la tierra. Pero los templos de los dioses yacen en la fría devastación de ruinas por más majestuosas que sean; mientras que ante las tumbas de los mártires, los fieles de todas las naciones y de todas las lenguas repiten fervientemente el antiguo Credo de los Apóstoles.

En cuanto a la segunda proposición, es decir, la tolerancia en determinadas circunstancias, tolerancia incluso en casos en que se podría llegar a la represión, la Iglesia, por consideración a aquellos que en buena conciencia (aunque errónea, pero invenciblemente) tienen opiniones diferentes, se ha visto obligada a actuar y ha actuado con esa tolerancia, después de convertirse en Iglesia de Estado bajo Constantino el Grande y los demás emperadores cristianos, siempre por motivos más altos y convincentes. Así actúa hoy, y también en el futuro se verá ante la misma necesidad. En tales casos individuales, la actitud de la Iglesia está determinada por lo que se exige para salvaguardar y considerar el bonum commune (bien común), por una parte, el bien común de la Iglesia y del Estado en los estados individuales, y, por otra, el bien común de la Iglesia universal, el reino de Dios en todo el mundo. Al considerar los pros y los contras para resolver la “cuestión de hechos”, así como lo que concierne al juez final y supremo en estas materias, no valen para la Iglesia otras normas que las que acabamos de indicar para el jurista y el estadista católico.

VII

Las ideas que hemos expuesto pueden ser también útiles al jurista y al estadista católico cuando, en sus estudios o en el ejercicio de su profesión, entren en contacto con los acuerdos (Concordatos, Tratados, Convenios, Modus vivendi, etc.) que la Iglesia (es decir, desde hace mucho tiempo, la Sede Apostólica) ha concluido y concluye todavía con los Estados soberanos. Los Concordatos son para ella una expresión de la colaboración entre la Iglesia y el Estado. En principio, es decir, en teoría, no puede aprobar la separación completa de los dos poderes. Los Concordatos, por lo tanto, deben asegurar a la Iglesia una condición estable de derecho y de hecho en el Estado con el que se concluyen, y deben garantizarle la plena independencia en el cumplimiento de su misión divina.

Es posible que la Iglesia y el Estado proclamen en un Concordato su común convicción religiosa; pero puede suceder también que un Concordato tenga, junto con otros fines, el de prevenir disputas sobre cuestiones de principio y eliminar desde el principio posibles materias de conflicto. Cuando la Iglesia ha puesto su firma en un Concordato, éste se aplica a todo lo que en él se contiene; pero, con el reconocimiento mutuo de las dos altas partes contratantes, puede que no se aplique del mismo modo a todo. Puede significar una aprobación expresa, pero también puede significar una simple tolerancia, según esos dos principios que son la norma para la coexistencia (“convivenza”) de la Iglesia y sus fieles con los poderes civiles y con los hombres de otra creencia.

Esto, hijos amados, es lo que hemos querido tratar con vosotros con bastante amplitud. Por lo demás, confiamos en que la comunidad internacional podrá desterrar todo peligro de guerra y establecer la paz, y, en lo que se refiere a la Iglesia, podrá garantizarle en todas partes la libertad de acción, para que pueda establecer en el espíritu y en el corazón, en los pensamientos y en las acciones de los hombres, el Reino de Aquel que es el Redentor, el Legislador, el Juez, el Señor del mundo, Jesucristo, que reina como Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos (Rom 9, 5).

Mientras, con paternales deseos seguimos vuestro trabajo por el mayor bien de las naciones y por el perfeccionamiento de las relaciones internacionales, de lo más profundo de Nuestro corazón os impartimos, como prenda de las más ricas gracias divinas, la Bendición Apostólica.


martes, 3 de julio de 2001

EXPOSITIO FIDEI CONTRA LOS PRISCILIANISTAS (675)


PAPA ADEODATO, 672-676

XI CONCILIO DE TOLEDO, 675

Símbolo de la fe (sobre todo acerca de la Trinidad y de la Encarnación)

Expositio fidei contra los priscilianistas

Sobre la Trinidad

525 Confesamos y creemos que la santa e inefable Trinidad, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, es naturalmente un solo Dios de una sola sustancia, de una naturaleza, de una sola también majestad y virtud. Y confesamos que el Padre no es engendrado ni creado, sino ingénito. Porque Él de ninguno trae su origen, y de Él recibió su nacimiento el Hijo y el Espíritu Santo su procesión. Él es también Padre de su esencia, que de su inefable sustancia engendró inefablemente al Hijo y, sin embargo, no engendró otra cosa que lo que Él es (v. 1. el Padre, esencia ciertamente inefable, engendró inefablemente al Hijo...) Dios a Dios, luz a la luz; de Él, pues, se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra [Ef. 3, 15].

526 Confesamos también que el Hijo nació de la sustancia del Padre, sin principio antes de los siglos, y que, sin embargo, no fue hecho; porque ni el Padre existió jamás sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Y, sin embargo, no como el Hijo del Padre, así el Padre del Hijo, porque no recibió la generación el Padre del Hijo, sino el Hijo del Padre. El Hijo, pues, es Dios procedente del Padre; el Padre, es Dios, pero no procedente del Hijo; es ciertamente Padre del Hijo, pero no Dios que venga del Hijo; Este, en cambio, es Hijo del Padre y Dios que procede del Padre. Pero el Hijo es en todo igual a Dios Padre, porque ni empezó alguna vez a nacer ni tampoco cesó. Este es creído ser de una sola sustancia con el Padre, por lo que se le llama omoousioV al Padre, es decir, de la misma sustancia que el Padre, pues omoV en griego significa uno solo y ousia sustancia, y unidos los dos términos suena “una sola sustancia”. Porque ha de creerse que el mismo Hijo fue engendrado o nació no de la nada ni de ninguna otra sustancia, sino del seno del Padre, es decir, de su sustancia. Sempiterno, pues, es el Padre, sempiterno también el Hijo. Y si siempre fue Padre, siempre tuvo Hijo, de quien fuera Padre; y por esto confesamos que el Hijo nació del Padre sin principio. Y no, porque el mismo Hijo de Dios haya sido engendrado del Padre, lo llamamos una porcioncilla de una naturaleza seccionada; sino que afirmamos que el Padre perfecto engendró un Hijo perfecto sin disminución y sin corte, porque, sólo a la divinidad pertenece no tener un Hijo desigual. Además, este Hijo de Dios es Hijo por naturaleza y no por adopción, a quien hay que creer que Dios Padre no lo engendró ni por voluntad ni por necesidad; porque ni en Dios cabe necesidad alguna, ni la voluntad previene a la sabiduría.

527 También creemos que el Espíritu Santo, que es la tercera persona en la Trinidad, es un solo Dios e igual con Dios Padre e Hijo; no, sin embargo, engendrado y creado, sino que procediendo de uno y otro, es el Espíritu de ambos. Además, este Espíritu Santo no creemos sea ingénito ni engendrado; no sea que si le decimos ingénito, hablemos de dos Padres; y si engendrado, mostremos predicar a dos Hijos; sin embargo, no se dice que sea sólo del Padre o sólo del Hijo, sino Espíritu juntamente del Padre y del Hijo. Porque no procede del Padre al Hijo, o del Hijo procede a la santificación de la criatura, sino que se muestra proceder a la vez del uno y del otro; pues se reconoce ser la caridad o santidad de entrambos. Así, pues, este Espíritu se cree que fue enviado por uno y otro, como el Hijo por el Padre; pero no es tenido por menor que el Padre o el Hijo, como el Hijo por razón de la carne asumida atestigua ser menor que el Padre y el Espíritu Santo.

528 Esta es la explicación relacionada de la Santa Trinidad, la cual no debe ni decirse ni creerse triple, sino Trinidad. Tampoco puede decirse rectamente que en un solo Dios se da la Trinidad, sino que un solo Dios es Trinidad. Mas en los nombres de relación de las personas, el Padre se refiere al Hijo, el Hijo al Padre, el Espíritu Santo a uno y a otro; y diciéndose por relación tres personas, se cree, sin embargo, una sola naturaleza o sustancia. Ni como predicamos tres personas, así predicamos tres sustancias, sino una sola sustancia y tres personas. Porque lo que el Padre es, no lo es con relación a sí, sino al Hijo; y lo que el Hijo es, no lo es con relación a Sí, sino al Padre; y de modo semejante, el Espíritu Santo no a Sí mismo, sino al Padre y al Hijo se refiere en su relación: en que se predica Espíritu del Padre y del Hijo. Igualmente, cuando decimos “Dios”, no se dice con relación a algo, como el Padre al Hijo o el Hijo al Padre o el Espíritu Santo al Padre y al Hijo, sino que se dice Dios con relación a sí mismo especialmente.

529 Porque si de cada una de las personas somos interrogados, forzoso es la confesemos Dios. Así, pues, singularmente se dice Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Igualmente, el Padre se dice omnipotente y el Hijo omnipotente y el Espíritu Santo omnipotente; y, sin embargo, no se predica a tres omnipotentes, sino a un solo omnipotente, como también a una sola luz y a un solo principio. Singularmente, pues, cada persona es confesada y creída plenamente Dios, y las tres personas un solo Dios. Su divinidad única o indivisa e igual, su majestad o su poder, ni se disminuye en cada uno, ni se aumenta en los tres; porque ni tiene nada de menos cuando singularmente cada persona se dice Dios, ni de más cuando las tres personas se enuncian un solo Dios.

530 Así, pues, esta santa Trinidad, que es un solo y verdadero Dios, ni se aparta del número ni cabe en el número.

Porque el número se ve en la relación de ]as personas; pero en la sustancia de la divinidad, no se comprende qué se haya numerado. Luego sólo indican número en cuanto están relacionadas entre sí; y carecen de número, en cuanto son para sí. Porque de tal suerte a esta santa Trinidad le conviene un solo nombre natural, que en tres personas no puede haber plural. Por esto, pues, creemos que se dijo en las Sagradas Letras: Grande el Señor Dios nuestro y grande su virtud, y su sabiduría no tiene número [Salmos 146, 5]. Y no porque hayamos dicho que estas tres personas son un solo Dios, podemos decir que el mismo es Padre que es Hijo, o que es Hijo el que es Padre, o que sea Padre o Hijo el que es Espíritu Santo. Porque no es el mismo el Padre que el Hijo, ni es el mismo el Hijo que el Padre, ni el Espíritu Santo es el mismo que el Padre o el Hijo, no obstante que el Padre sea lo mismo que el Hijo, lo mismo el Hijo que el Padre, lo mismo el Padre y el Hijo que el Espíritu Santo, es decir: un solo Dios por naturaleza. Porque cuando decimos que no es el mismo Padre que es Hijo, nos referimos a la distinción de personas. En cambio, cuando decimos que el Padre es lo mismo que el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, lo mismo el Espíritu Santo que el Padre y el Hijo, se muestra que pertenece a la naturaleza o sustancia por la que es Dios, pues por sustancia son una sola cosa; porque distinguimos las personas, no separamos la divinidad.

531 Reconocemos, pues, a la Trinidad en la distinción de personas; profesamos la unidad por razón de la naturaleza o sustancia. Luego estas tres cosas son una sola cosa, por naturaleza, claro está, no por persona. Y, sin embargo, no ha de pensarse que estas tres personas son separables, pues no ha de creerse que existió u obró nada jamás una antes que otra, una después que otra, una sin la otra. Porque se halla que son inseparables tanto en lo que son como en lo que hacen; porque entre el Padre que engendra y el Hijo que es engendrado y el Espíritu Santo que procede, no creemos que se diera intervalo alguno de tiempo, por el que el engendrador precediera jamás al engendrado, o el engendrado faltara al engendrador, o el Espíritu que procede apareciera posterior al Padre o al Hijo. Por esto, pues, esta Trinidad es predicada y creída por nosotros como inseparable e inconfusa. Consiguientemente, estas tres personas son afirmadas, como lo definen nuestros mayores, para que sean reconocidas, no para que sean separadas. Porque si atendemos a lo que la Escritura Santa dice de la Sabiduría: Es el resplandor de la luz eterna [Sab. 7, 26]; como vemos que el resplandor está inseparablemente unido a la luz, así confesamos que el Hijo no puede separarse del Padre. Consiguientemente, como no confundimos aquellas tres personas de una sola e inseparable naturaleza, así tampoco las predicamos en manera alguna separables.

532 Porque, a la verdad, la Trinidad misma se ha dignado mostrarnos esto de modo tan evidente, que aun en los nombres por los que quiso que cada una de las personas fuera particularmente reconocida, no permite que se entienda la una sin la otra; pues no se conoce al Padre sin el Hijo ni se halla al Hijo sin el Padre. En efecto, la misma relación del vocablo de la persona veda que las personas se separen, a las cuales, aun cuando no las nombra a la vez, a la vez las insinúa. Y nadie puede oír cada uno de estos nombres, sin que por fuerza tenga que entender también el otro: Así, pues, siendo estas tres cosas una sola cosa, y una sola, tres; cada persona, sin embargo, posee su propiedad permanente. Porque el Padre posee la eternidad sin nacimiento, el Hijo la eternidad con nacimiento, y el Espíritu Santo la procesión sin nacimiento con eternidad.

Sobre la Encarnación

533 Creemos que, de estas tres personas, sólo la persona del Hijo, para liberar al género humano, asumió al hombre verdadero, sin pecado, de la santa e inmaculada María Virgen, de la que fue engendrado por nuevo orden y por nuevo nacimiento. Por nuevo orden, porque invisible en la divinidad, se muestra visible en la carne; y por nuevo nacimiento fue engendrado, porque la intacta virginidad, por una parte, no supo de la unión viril y, por otra, fecundada por el Espíritu Santo, suministró la materia de la carne. Este parto de la Virgen, ni por razón se colige, ni por ejemplo se muestra, porque si por razón se colige, no es admirable; si por ejemplo se muestra, no es singular.

No ha de creerse, sin embargo, que el Espíritu Santo es Padre del Hijo, por el hecho de que María concibiera bajo la sombra del mismo Espíritu Santo, no sea que parezca afirmamos dos padres del Hijo, cosa ciertamente que no es lícito decir.

534 En esta maravillosa concepción al edificarse a sí misma la Sabiduría una casa, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [Juan 1, 19]. Sin embargo, el Verbo mismo no se convirtió y mudó de tal manera en la carne que dejara de ser Dios el que quiso ser hombre; sino que de tal modo el Verbo se hizo carne que no sólo esté allí el Verbo de Dios y la carne del hombre, sino también el alma racional del hombre; y este todo, lo mismo se dice Dios por razón de Dios, que hombre por razón del hombre. En este Hijo de Dios creemos que hay dos naturalezas: una de la divinidad, otra de la humanidad, a las que de tal manera unió en sí la única persona de Cristo, que ni la divinidad podrá jamás separarse de la humanidad, ni la humanidad de la divinidad. De ahí que Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre en la unidad de una sola persona. Sin embargo, no porque hayamos dicho dos naturalezas en el Hijo, defenderemos en Él dos personas, no sea que a la Trinidad “lo que Dios no permita” parezca sustituir la cuaternidad. Dios Verbo, en efecto, no tomó la persona del hombre, sino la naturaleza, y en la eterna persona de la divinidad, tomó la sustancia temporal de la carne.

535 Igualmente, de una sola sustancia creemos que es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo; sin embargo, no decimos que María Virgen engendrara la unidad de esta Trinidad, sino solamente al Hijo que fue el solo que tomó nuestra naturaleza en la unidad de su persona. También ha de creerse que la encarnación de este Hijo de Dios fue obra de toda la Trinidad, porque las obras de la Trinidad son inseparables. Sin embargo, sólo el Hijo tomó la forma de siervo [Fil. 2, 7] en la singularidad de la persona, no en la unidad de la naturaleza divina, para aquello que es propio del Hijo, no lo que es común a la Trinidad; y esta forma se le adaptó a Él para la unidad de persona, es decir, para que el Hijo de Dios y el Hijo del hombre sea un solo Cristo. Igualmente el mismo Cristo, en estas dos naturalezas, existe en tres sustancias: del Verbo, que hay que referir a la esencia de solo Dios, del cuerpo y del alma, que pertenecen al verdadero hombre.

536 Tiene, pues, en sí mismo una doble sustancia: la de su divinidad y la de nuestra humanidad. Éste, sin embargo, en cuanto salió de su Padre sin comienzo, sólo es nacido, pues no se toma por hecho ni por predestinado; mas, en cuanto nació de María Virgen, hay que creerlo nacido, hecho y predestinado. Ambas generaciones, sin embargo, son en Él maravillosas, pues del Padre fue engendrado sin madre antes de los siglos, y en el fin de los siglos fue engendrado de la madre sin padre. Y el que en cuanto Dios creó a María, en cuanto hombre fue creado por María: Él mismo es padre e hijo de su madre María. Igualmente, en cuanto Dios es igual al Padre; en cuanto hombre es menor que el Padre.

Igualmente hay que creer que es mayor y menor que sí mismo: porque en la forma de Dios, el mismo Hijo es también mayor que sí mismo, por razón de la humanidad asumida, que es menor que la divinidad; y en la forma de siervo es menor que sí mismo, es decir, en la humanidad, que se toma por menor que la divinidad. Porque a la manera que por la carne asumida no sólo se toma como menor al Padre sino también a sí mismo; así por razón de la divinidad es igual con el Padre, y Él y el Padre son mayores que el hombre, a quien sólo asumió la persona del Hijo.

537 Igualmente, en la cuestión sobre si podría ser igual o menor que el Espíritu Santo, al modo como unas veces se cree igual, otras menor que el Padre, respondemos: Según la forma de Dios, es igual al Padre y al Espíritu Santo; según la forma de siervo, es menor que el Padre y que el Espíritu Santo, porque ni el Espíritu Santo ni Dios Padre, sino sola la persona del Hijo, tomó la carne, por la que se cree menor que las otras dos personas. Igualmente, este Hijo es creído inseparablemente distinto del Padre y del Espíritu Santo por razón de su persona; del hombre, empero (v. l. asumido), por la naturaleza asumida. Igualmente, con el hombre está la persona; mas con el Padre y el Espíritu Santo, la naturaleza de la divinidad o sustancia.

538 Sin embargo, hay que creer que el Hijo fue enviado no sólo por el Padre, sino también por el Espíritu Santo, puesto que Él mismo dice por el Profeta: Y ahora el Señor me ha enviado, y también su Espíritu [Is. 48, 16]. También se toma como enviado de sí mismo, pues se reconoce que no sólo la voluntad, sino la operación de toda la Trinidad es inseparable. Porque éste, que antes de los siglos es llamado unigénito, temporalmente se hizo primogénito: unigénito por razón de la sustancia de la divinidad; primogénito por razón de la naturaleza de la carne asumida.

De la redención

539 En esta forma de hombre asumido, concebido sin pecado según la verdad evangélica, nacido sin pecado, sin pecado es creído que murió el que solo por nosotros se hizo pecado [2 Cor. 5, 21], es decir, sacrificio por nuestros pecados. Y, sin embargo, salva la divinidad, padeció la pasión misma por nuestras culpas y, condenado a muerte y a cruz, sufrió verdadera muerte de la carne, y también al tercer día, resucitado por su propia virtud, se levantó del sepulcro.

540 Ahora bien, por este ejemplo de nuestra cabeza, confesamos que se da la verdadera resurrección de la carne (v. l.: con verdadera fe confesamos en la resurrección...) de todos los muertos. Y no creemos, como algunos deliran, que hemos de resucitar en carne aérea o en otra cualquiera, sino en esta en que vivimos, subsistimos y nos movemos. Cumplido el ejemplo de esta santa resurrección, el mismo Señor y Salvador nuestro volvió por su ascensión al trono paterno, del que por la divinidad nunca se había separado. Sentado allí a la diestra del Padre, es esperado para el fin de los siglos como juez de vivos y muertos. De allí vendrá con los santos ángeles, y los hombres, para celebrar el juicio y dar a cada uno la propia paga debida, según se hubiere portado, o bien o mal [2 Cor. 5, 10], puesto en su cuerpo. Creemos que la Santa Iglesia Católica comprada al precio de su sangre, ha de reinar con Él para siempre. Puestos dentro de su seno, creemos y confesamos que hay un solo bautismo para la remisión de todos los pecados. Bajo esta fe creemos verdaderamente la resurrección de los muertos y esperamos los gozos del siglo venidero. Sólo una cosa hemos de orar y pedir, y es que cuando, celebrado y terminado el juicio, el Hijo entregue el reino a Dios Padre [1 Cor. 15, 24], nos haga partícipes de su reino, a fin de que por esta fe, por la que nos adherimos a Él con Él reinemos sin fin. 

Ésta es la confesión y exposición de nuestra fe, por la que se destruye la doctrina de todos los herejes, por la que se limpian los corazones de los fieles, por la que se sube también gloriosamente a Dios por los siglos de los siglos. Amén.


lunes, 2 de julio de 2001

CONTRA LOS MONOTELITAS (649)


PAPA SAN MARTIN I, 649-653 (655)

CONCILIO DE LETRAN, 649

Contra los monotelitas

De la Trinidad, Encarnación, etc.

501 Can. 1. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propia y verdaderamente al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad, esto es, a un solo Dios en tres subsistencias consustanciales y de igual gloria, una sola y la misma divinidad de los tres, una sola naturaleza, sustancia, virtud, potencia, reino, imperio, voluntad, operación increada, sin principio, incomprensible, inmutable, creadora y conservadora de todas las cosas, sea condenado [v. 78-82 y 213].

502 Can. 2. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según la verdad que el mismo Dios Verbo, uno de la santa, consustancial y veneranda Trinidad, descendió del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María siempre Virgen y se hizo hombre, fue crucificado en la carne, padeció voluntariamente por nosotros y fue sepultado, resucitó al tercer día, subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre y ha de venir otra vez en la gloria del Padre con la carne por Él tomada y animada intelectualmente a juzgar a los vivos y a los muertos, sea condenado [v. 2, 6, 65 y 215].

503 Can. 3. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad como Madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado [v. 218].

504 Can. 4. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, dos nacimientos del mismo y único Señor nuestro y Dios Jesucristo, uno incorporal y sempiternamente, antes de los siglos, del Dios y Padre, y otro, corporalmente en los últimos tiempos, de la santa siempre Virgen madre de Dios María, y que el mismo único Señor nuestro y Dios, Jesucristo, es consustancial a Dios Padre según la divinidad y consustancial al hombre y a la madre según la humanidad, y que el mismo es pasible en la carne e impasible en la divinidad, circunscrito por el cuerpo e incircunscrito por la divinidad, el mismo creado e increado, terreno y celeste, visible e inteligible, abarcable e inabarcable, a fin de que quien era todo hombre y juntamente Dios, reformara a todo el hombre que cayó bajo el pecado, sea condenado [v. 21-1].

505 Can. 5. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que una sola naturaleza de Dios Verbo se encarnó, por lo cual se dice encarnada en Cristo Dios nuestra sustancia perfectamente y sin disminución, sólo no marcada con el pecado, sea condenado [v. 220].

506 Can. 6. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que uno solo y el mismo Señor y Dios Jesucristo es de dos y en dos naturalezas sustancialmente unidas sin confusión ni división, sea condenado [v. 148].

507 Can. 7. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que en Él se conservó la sustancial diferencia de las dos naturalezas sin división ni confusión, sea condenado [v. 148].

508 Can. 8. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, la unión sustancial de las naturalezas, sin división ni confusión, en Él reconocida, sea condenado [v. 148].

509 Can. 9. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, que se conservaron en Él las propiedades naturales de su divinidad y de su humanidad, sin disminución ni menoscabo, sea condenado.

510 Can. 10. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, que las dos voluntades del único y mismo Cristo Dios nuestro están coherentemente unidas, la divina y la humana, por razón de que, en virtud de una y otra naturaleza suya, existe naturalmente el mismo voluntario obrador de nuestra salud, sea condenado.

511 Can. 11. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, dos operaciones, la divina y la humana, coherentemente unidas, del único y el mismo Cristo Dios nuestro, en razón de que por una y otra naturaleza suya existe naturalmente el mismo obrador de nuestra salvación, sea condenado.

512 Can. 12. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, confiesa una sola voluntad de Cristo Dios nuestro y una sola operación, destruyendo la confesión de los Santos Padres y rechazando la economía redentora del mismo Salvador, sea condenado.

513 Can. 13. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, no obstante haberse conservado en Cristo Dios en la unidad sustancialmente las dos voluntades y las dos operaciones, la divina y la humana, y haber sido así piadosamente predicado por nuestros Santos Padres, confiesa contra la doctrina de los Padres una sola voluntad y una sola operación, sea condenado.

514 Can. 14. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, con una sola voluntad y una sola operación que impíamente es confesada por los herejes, niega y rechaza las dos voluntades y las dos operaciones, es decir, la divina y la humana, que se conservan en la unidad en el mismo Cristo Dios y por los Santos Padres son con ortodoxia predicadas en Él, sea condenado.

515 Can. 15. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, toma neciamente por una sola operación la operación divino-humana, que los griegos llaman teándrica, y no confiesa de acuerdo con los Santos Padres, que es doble, es decir, divina y humana, o que la nueva dicción del vocablo “teándrica” que se ha establecido significa una sola y no indica la unión maravillosa y gloriosa de una y otra, sea condenado.

516 Can. 16. Si alguno, siguiendo para su perdición a los criminales herejes, no obstante haberse conservado esencialmente en Cristo Dios en la unión las dos voluntades y las dos operaciones, esto es, la divina y la humana, y haber sido piadosamente predicadas por los Santos Padres, pone neciamente disensiones y divisiones en el misterio de su economía redentora, y por eso las palabras del Evangelio y de los Apóstoles sobre el mismo Salvador no las atribuye a una sola y la misma persona y esencialmente al mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo, de acuerdo con el bienaventurado Cirilo, para demostrar que el mismo es naturalmente Dios y hombre, sea condenado.

517 Can. 17. Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, no confiesa propiamente y según verdad, todo lo que ha sido trasmitido y predicado a la Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Dios, e igualmente por los Santos Padres y por los cinco venerables Concilios universales, hasta el último ápice, de palabra y corazón, sea condenado.

518 Can. 18. Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, a una voz con nosotros y con la misma fe, no rechaza y anatematiza, de alma y de boca, a todos los nefandísimos herejes con todos sus impíos escritos hasta el último ápice, a los que rechaza y anatematiza la Santa Iglesia de Dios, Católica y Apostólica, esto es, los cinco santos y universales Concilios, y a una voz con ellos todos los probados Padres de la Iglesia, esto es, a Sabelio, Arrio, Eunomio, Macedonio, Apolinar, Polemón, Eutiques, Dioscuro, Timoteo el Eluro, Severo, Teodosio, Coluto, Temistio, Pablo de Samosata, Diodoro, Teodoro, Nestorio, Teodulo el Persa, Orígenes, Dídimo, Evagrio, y en una palabra, a todos los demás herejes que han sido reprobados y rechazados por la Iglesia Católica, y cuyas doctrinas son engendros de la acción diabólica; con los cuales hay que condenar a los que sintieron de modo semejante a ellos obstinadamente, hasta el fin de su vida, o a los que aún sienten o se espera que sientan, y con razón, pues son a ellos semejantes y envueltos en el mismo error; de los cuales se sabe que algunos dogmatizaron y terminaron su vida en su propio error, como Teodoro, obispo antaño de Farán, Ciro de Alejandría, Sergio de Constantinopla, o sus sucesores Pirro y Pablo, que permanecen en su perfidia; y los impíos escritos de aquéllos y a aquellos que sintieron de modo semejante a ellos obstinadamente hasta el fin, o aún sienten, o se espera que sientan, es decir, que tienen una sola voluntad y una sola operación la divinidad y la humanidad de Cristo; y la impiísima Ecthesis, que a persuasión del mismo Sergio fue compuesta por Heraclio, en otro tiempo emperador, en contra de la fe ortodoxa y que define que sólo se venera una voluntad de Cristo y una operación por armonía; mas también todo lo que en favor de la Ecthesis se ha escrito o hecho impíamente por aquellos, o a quienes la reciben, o algo de lo que por ella se ha escrito o hecho; y junto con todo esto también el criminal Typos, que a persuasión del predicho Pablo ha sido recientemente compuesto por el serenísimo Principe, el emperador Constantino [léase: Constancio] en contra de la Iglesia Católica, como quiera que manda negar y que por el silencio se constriñan las dos naturales voluntades y operaciones, la divina y la humana, que por los Santos Padres son piadosamente predicadas en el mismo Cristo, Dios verdadero y Salvador nuestro, con una sola voluntad y operación que impíamente es en Él venerada por los herejes, y que por tanto define que a par de los Santos Padres, también los criminales herejes han de verse libres de toda reprensión y condenación, injustamente; con lo que se amputan las definiciones o reglas de la Iglesia Católica.

520 Si alguno, pues, según se acaba de decir, no rechaza y anatematiza a una voz con nosotros todas estas impiísimas doctrinas de la herejía de aquéllos y todo lo que en favor de ellos o en su definición ha sido escrito por quienquiera que sea, y a los herejes nombrados, es decir, a Teodoro, Ciro y Sergio, Pirro y Pablo, como rebeldes que son a la Iglesia Católica, o si a alguno de los que por ellos o por sus semejantes han sido temerariamente depuestos o condenados por escrito o sin escrito, de cualquier modo y en cualquier lugar y tiempo, por no creer en modo alguno como ellos, sino confesar con nosotros la doctrina de los Santos Padres, lo tiene por condenado o absolutamente depuesto, y no considera a ese tal, quienquiera que fuere, obispo, presbítero o diácono, o de cualquier otro orden eclesiástico, o monje o laico, como pío y ortodoxo y defensor de la Iglesia Católica y por más consolidado en el orden en que fue llamado por el Señor, y no piensa por lo contrario que aquéllos son impíos y sus juicios en esto detestables o sus sentencias vacuas, inválidas y sin fuerza o, más bien, profanas y execrables o reprobables, ese tal sea condenado.

521 Can. 19. Si alguno profesando y entendiendo indubitablemente lo que sienten los criminales herejes, por vacua protervia dice que estas son las doctrinas de la piedad que desde el principio enseñaron los vigías y ministros de la palabra, es decir, los cinco santos y universales Concilios, calumniando a los mismos Santos Padres y a los mentados cinco santos Concilios, para engañar a los sencillos o para sustentación de su profana perfidia, ese tal sea condenado.

522 Can. 20. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, ilícitamente removiendo en cualquier modo, tiempo o lugar los términos que con más firmeza pusieron los Santos Padres de la Iglesia Católica [Prov 22, 28], es decir, los cinco santos y universales Concilios, se dedica a buscar temerariamente novedades y exposiciones de otra fe, o libros o cartas o escritos o firmas, o testimonios falsos, o sínodos o actas de monumentos, u ordenaciones vacuas, desconocidas de la regla eclesiástica, o conservaciones de lugar inconvenientes e irracionales, o, en una palabra, hace cualquiera otra cosa de las que acostumbran los impiísimos herejes, tortuosa y astutamente por operación del diablo en contra de las piadosas, es decir, paternas y sinodales predicaciones de los ortodoxos de la Iglesia Católica, para destrucción de la sincerísima confesión del Señor Dios nuestro, y hasta el fin permanece haciendo esto impíamente, sin penitencia, ese tal sea condenado por los siglos de los siglos y todo el pueblo diga: Amén, amén [Ps. 105, 48].


domingo, 1 de julio de 2001

DOMINUS QUI DIXIT (641)


PAPA JUAN IV, 640-642

DOMINUS QUI DIXIT

Del sentido de las palabras de Honorio acerca de las dos voluntades

[De la Carta Dominus qui dixit, al emperador Constantino, de 641]

496 ... Uno solo es sin pecado, el mediador de Dios y de los hombres el hombre Cristo Jesús [1 Tim. 2, 5], que fue concebido y nació libre entre los muertos [Ps. 87, 6]. Así en la economía de su santa encarnación, nunca tuvo dos voluntades contrarias, ni se opuso a la voluntad de su mente la voluntad de su carne... De ahí que, sabiendo que ni al nacer ni al vivir hubo en Él absolutamente ningún pecado, convenientemente decimos y con toda verdad confesamos una sola voluntad en la humanidad de su santa dispensación, y no predicamos dos contrarias, de la mente y de la carne, como se sabe que deliran algunos herejes, como si fuera puro hombre.

497 En este sentido, pues, se ve que el ya dicho predecesor nuestro Honorio escribió al antes nombrado Patriarca Sergio que le consultó, que no se dan en el Salvador, es decir, en sus miembros, dos voluntades contrarias, pues ningún vicio contrajo de la prevaricación del primer hombre... Y es que suele suceder que donde está la herida, allí se aplica el remedio de la medicina. Y, en efecto, también el bienaventurado Apóstol se ve que hizo esto muchas veces, adaptándose a la situación de sus oyentes; y así a veces, enseñando de la suprema naturaleza, se calla totalmente sobre la humana; otras, empero, disputando de la dispensación humana, no toca el misterio de su divinidad...

498 Así, pues, el predicho predecesor mío decía del misterio de la encarnación de Cristo que no había en Él, como en nosotros pecadores, dos voluntades contrarias de la mente y de la carne. Algunos, acomodando esta doctrina a su propio sentido, han sospechado que Honorio enseñó que la divinidad y la humanidad de Aquél no tienen más que una sola voluntad, interpretación que es de todo punto contraria a la verdad...