9. Criterios teológicos y metodologías sinodales para un discernimiento común de cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas.
10. La recepción de los frutos del camino ecuménico en el Pueblo de Dios.
A estos Grupos se añaden la Comisión Canónica al servicio de las necesarias innovaciones en
la normativa eclesiástica, activada de acuerdo con el Dicasterio para los Textos Legislativos, y
el discernimiento, confiado al Simposio de las Conferencias Episcopales de África y
Madagascar, sobre el acompañamiento pastoral de las personas en matrimonios polígamos. Los
trabajos de estos Grupos y Comisiones iniciaron la fase de implementación, enriquecieron los
trabajos de la Segunda Sesión y ayudarán al Santo Padre en sus opciones pastorales y de
gobierno.
9. El proceso sinodal no concluye con el final de la actual Asamblea del Sínodo de los Obispos, sino que incluye la fase de implementación. Como miembros de la Asamblea, sentimos que es nuestra tarea comprometernos en su animación como misioneros de la sinodalidad dentro de las comunidades de las que procedemos. Pedimos a todas las Iglesias locales que continúen su camino cotidiano con una metodología sinodal de consulta y discernimiento, identificando caminos concretos e itinerarios formativos para realizar una conversión sinodal tangible en las diversas realidades eclesiales (Parroquias, Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Asociaciones de Fieles, Diócesis, Conferencias Episcopales, reagrupamientos de Iglesias, etc.). También debería preverse una evaluación de los progresos realizados en materia de sinodalidad y de participación de todos los bautizados en la vida de la Iglesia. Sugerimos que las Conferencias Episcopales y los Sínodos de Iglesias sui iuris dediquen personas y recursos para acompañar el camino de crecimiento como Iglesia sinodal en misión y para mantenerse en contacto con la Secretaría General del Sínodo (cf. EC 19 § 1 y 2). Pedimos que no deje de vigilarse la calidad sinodal del método de trabajo de los Grupos de Estudio.
10. Este Documento final, ofrecido al Santo Padre y a las Iglesias como fruto de la XVI
Asamblea General del Sínodo de los Obispos, valora todos los pasos realizados. Recoge algunas
convergencias importantes surgidas en la Primera Sesión, las aportaciones provenientes de las
Iglesias en los meses transcurridos entre la Primera y la Segunda Sesión, y lo que ha madurado
durante la Segunda Sesión, sobre todo a través de la conversación en el Espíritu.
11. El Documento final expresa la conciencia de que la llamada a la misión es simultáneamente la llamada a la conversión de cada Iglesia local y de la Iglesia toda, en la perspectiva indicada en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (cf. EG 30). El texto consta de cinco partes. La primera, intitulada El corazón de la sinodalidad, esboza los fundamentos teológicos y espirituales que iluminan y alimentan lo que viene a continuación. Reafirma la comprensión compartida de la sinodalidad que surgió en la Primera Sesión y desarrolla sus perspectivas espirituales y proféticas. La conversión de los sentimientos, las imágenes y los pensamientos que habitan nuestros corazones avanza junto con la conversión de la acción pastoral y misionera. La segunda parte, con el título, En la barca, juntos, está dedicada a la conversión de las relaciones que construyen la comunidad cristiana y configuran la misión en el entrelazamiento de vocaciones, carismas y ministerios. La tercera, “Echar la red”, identifica tres prácticas íntimamente relacionadas: el discernimiento eclesial, los procesos decisionales, y una cultura de la transparencia, la rendición de cuentas y la evaluación. También con respecto a éstas se nos pide que iniciemos caminos de “transformación misionera”, para lo cual urge una renovación de los órganos de participación. La cuarta parte, bajo el título Una pesca abundante, delinea cómo sea posible cultivar de forma nueva el intercambio de dones y el tejido de los vínculos que nos unen en la Iglesia, en un momento en que la experiencia de estar arraigado en un lugar está cambiando profundamente. Sigue una quinta parte, “También yo os envío”, que nos permite contemplar un paso indispensable que hay que dar: cuidar la formación de todos, en el Pueblo de Dios, en la sinodalidad misionera.
12. La elaboración del Documento final se ha guiado por los relatos evangélicos de la
Resurrección. La carrera hacia el sepulcro en la madrugada de Pascua, la aparición del
Resucitado en el Cenáculo y en la orilla del lago inspiraron nuestro discernimiento y
alimentaron nuestro diálogo. Hemos invocado el don pascual del Espíritu Santo, pidiéndole que
nos enseñe lo que debemos hacer y nos muestre juntos el camino a seguir. Con este documento,
la Asamblea reconoce y testimonia que la sinodalidad, dimensión constitutiva de la Iglesia, ya
forma parte de la experiencia de muchas de nuestras comunidades. Al mismo tiempo, sugiere
caminos a seguir, prácticas a implementar, horizontes a explorar. El Santo Padre, que ha
convocado a la Iglesia en Sínodo, indicará a las Iglesias, confiadas al cuidado pastoral de los
Obispos, cómo proseguir nuestro camino sostenidos por la esperanza “que no defrauda” (Rm
5,5).
Parte I - El corazón de la sinodalidad
Llamados por el Espíritu Santo a la conversión
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro por la mañana, cuando aún estaba oscuro, y vio que habían quitado la piedra del sepulcro. Fue corriendo a ver a Simón Pedro y al otro discípulo, al que Jesús amaba (Jn 20,1-2).
13. En la mañana de Pascua encontramos a tres discípulos: María Magdalena, Simón
Pedro y el Discípulo a quien Jesús amaba. Cada uno de ellos busca al Señor a su manera; cada
uno tiene su propio papel en el amanecer de la esperanza. María Magdalena está impulsada por
un amor que la lleva primero al sepulcro. Advertidos por ella, Pedro y el Discípulo Amado se
dirigen hacia el sepulcro; el Discípulo Amado corre con la fuerza de la juventud, busca con la
mirada del que intuye primero, pero sabe ceder el paso al mayor que ha recibido el encargo de
guiar; Pedro, agobiado por haber negado al Señor, espera la cita con la misericordia de la que
será ministro en la Iglesia. María permanece en el huerto, oye que la llaman por su nombre,
reconoce al Señor que la envía a anunciar su resurrección a la comunidad de los discípulos. Por
eso la Iglesia la reconoce como Apóstol de los Apóstoles. Su mutua dependencia encarna el
corazón de la sinodalidad.
14. La Iglesia existe para testimoniar al mundo el acontecimiento decisivo de la historia:
la resurrección de Jesús. El Resucitado trae la paz al mundo y nos da el don de su Espíritu.
Cristo vivo es la fuente de la verdadera libertad, el fundamento de la esperanza que no defrauda,
la revelación del verdadero rostro de Dios y del destino último del hombre. Los Evangelios nos
dicen que, para entrar en la fe pascual y ser testigos de ella, es necesario reconocer el propio
vacío interior, las tinieblas del miedo, de la duda y del pecado. Pero quienes, en la oscuridad,
tienen el valor de salir y ponerse a buscar, descubren realmente que son buscados, llamados por
su nombre, perdonados y enviados junto a sus hermanos y hermanas.
La Iglesia Pueblo de Dios, sacramento de unidad
15. Del Bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo brota la identidad
del Pueblo de Dios. Se realiza como llamada a la santidad y envío en misión para invitar a todos
los pueblos a acoger el don de la salvación (cf. Mt 28,18-19). Es, pues, del Bautismo, en el que
Cristo nos reviste de Sí mismo (cf. Ga 3,27) y nos hace renacer por el Espíritu (cf. Jn 3,5-6)
como hijos de Dios, de donde nace la Iglesia sinodal misionera. Toda la vida cristiana tiene su
fuente y su horizonte en el misterio de la Trinidad, que suscita en nosotros el dinamismo de la
fe, de la esperanza y de la caridad.
16. “Quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente, como excluyendo
su mutua conexión, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera
con una vida santa” (LG 9). El Pueblo de Dios, en camino hacia el Reino, se alimenta
continuamente de la Eucaristía, fuente de comunión y de unidad: “Porque el pan es uno,
nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1
Cor 10,17). La Iglesia, alimentada por el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, se
constituye como su Cuerpo (cf. LG 7): “Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un
miembro” (1 Cor 12,27). Vivificada por la gracia, ella es el Templo del Espíritu Santo (cf. LG 17): es Él, en efecto, quien la anima y construye, haciendo de todos nosotros las piedras vivas
de un edificio espiritual (cf. 1 Pe 2,5; LG 6).
17. El proceso sinodal nos ha hecho experimentar el “sabor espiritual” (EG 268) de ser
Pueblo de Dios, reunido de todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones, viviendo en contextos
y culturas diferentes. Ese Pueblo, no es nunca la mera suma de los bautizados, sino el sujeto
comunitario e histórico de la sinodalidad y de la misión, todavía peregrino en el tiempo y ya en
comunión con la Iglesia del cielo. En los diversos contextos en los que están arraigadas cada
una de las Iglesias, el Pueblo de Dios anuncia y testimonia la Buena Nueva de la salvación;
viviendo en el mundo y para el mundo, camina junto a todos los pueblos de la tierra, dialoga
con sus religiones y culturas, reconociendo en ellas las semillas de la Palabra, avanzando hacia
el Reino. Incorporados a este Pueblo por la fe y el Bautismo, somos sostenidos y acompañados
por la Virgen María, “signo de esperanza segura y de consuelo” (LG 68), por los Apóstoles,
por quienes han dado testimonio de su fe hasta dar la vida, por los santos de todo tiempo y
lugar.
18. . En el Pueblo santo de Dios, que es la Iglesia, la comunión de los Fieles (communio
Fidelium) es al mismo tiempo comunión de las Iglesias (communio Ecclesiarum), que se
manifiesta en la comunión de los Obispos (communio Episcoporum), en razón del antiquísimo
principio de que “el Obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo” (S. Cipriano, Epístola
66, 8). Al servicio de esta comunión multiforme, el Señor puso al apóstol Pedro (cf. Mt 16,18)
y a sus sucesores. En virtud del ministerio petrino, el Obispo de Roma es “principio y
fundamento perpetuo y visible” (LG 23) de la unidad de la Iglesia.
19. “El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres” (EG 197), los
marginados y excluidos, y por tanto también en el de la Iglesia. En ellos la comunidad cristiana
encuentra el rostro y la carne de Cristo, que, de rico que era, se hizo pobre por nosotros, para
que nosotros nos enriqueciéramos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). La opción preferencial por los
pobres está implícita en la fe cristológica. Los pobres tienen un conocimiento directo de Cristo
sufriente (cf. EG 198) que los convierte en heraldos de una salvación recibida como don y en
testigos de la alegría del Evangelio. La Iglesia está llamada a ser pobre con los pobres, que a
menudo son la mayoría de los fieles, y a escucharlos y considerarlos sujetos de evangelización,
aprendiendo juntos a reconocer los carismas que reciben del Espíritu.
20. “Cristo es la luz de los pueblos” (LG 1) y esta luz brilla en el rostro de la Iglesia,
aunque esté marcada por la fragilidad de la condición humana y la opacidad del pecado. Ella
recibe de Cristo el don y la responsabilidad de ser fermento eficaz de los vínculos, las relaciones
y la fraternidad de la familia humana (cf. AG 2-4), testimoniando en el mundo el sentido y la
meta de su camino (cf. GS 3 y 42). Asume hoy esta responsabilidad en un tiempo dominado
por la crisis de la participación —es decir, de sentirse parte y actores de un destino común— y
por una concepción individualista de la felicidad y de la salvación. Su vocación y su servicio
profético (LG 12) consisten en dar testimonio del proyecto de Dios de unir a sí a toda la
humanidad en libertad y comunión. La Iglesia, que es “el Reino de Cristo presente actualmente
en misterio” (LG 3) y “de este Reino constituye en la tierra la semilla y el principio” (LG 5),
camina, por tanto, junto con toda la humanidad, comprometiéndose con todas sus fuerzas por
la dignidad humana, el bien común, la justicia y la paz, y “anhela el Reino perfecto” (LG 5),
cuando Dios será “todo en todos” (1 Cor 15,28).
Las raíces sacramentales del Pueblo de Dios
21. El camino sinodal de la Iglesia nos ha llevado a redescubrir que la variedad de
vocaciones, carismas y ministerios tiene una raíz: “todos hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). El bautismo es el fundamento de la vida
cristiana, porque introduce a todos en el don más grande: ser hijos de Dios, es decir, partícipes
de la relación de Jesús con el Padre en el Espíritu. No hay nada más alto que esta dignidad,
concedida por igual a toda persona, que nos hace revestirnos de Cristo e injertarnos en Él como
los sarmientos en la vid. En el nombre de “cristiano”, que tenemos el honor de llevar, está
contenida la gracia que fundamenta nuestra vida y nos hace caminar juntos como hermanos y
hermanas.
22. En virtud del Bautismo “el Pueblo santo de Dios participa del carácter profético de
Cristo, dando testimonio vivo de Él sobre todo con una vida de fe y amor” (LG 12). Gracias a
la unción del Espíritu Santo recibida en el Bautismo (cf. 1 Jn 2,20.27), todos los creyentes
poseen un instinto para la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei. Consiste en una cierta
connaturalidad con las realidades divinas, basada en el hecho de que en el Espíritu Santo los
bautizados “son hechos partícipes de la naturaleza divina” (DV 2). De esta participación deriva
la aptitud para captar intuitivamente lo que es conforme a la verdad de la Revelación en la
comunión de la Iglesia. Por eso, la Iglesia está segura de que el santo Pueblo de Dios no puede
equivocarse al creer cuando la totalidad de los bautizados expresa su consenso universal en
materia de fe y de moral (cf. LG 12). El ejercicio del sensus fidei no debe confundirse con la
opinión pública. Está siempre unido al discernimiento de los Pastores en los distintos niveles
de la vida eclesial, como muestra la articulación de las fases del proceso sinodal. Pretende
alcanzar ese consenso de los Fieles (consensus fidelium) que constituye “un criterio seguro para
determinar si una doctrina o práctica particular pertenece a la fe apostólica” (Comisión
Teológica Internacional, El sensus fidei en la vida de la Iglesia, 2014, n. 3).
23. Por el Bautismo todos los cristianos participan del sensus fidei. Por tanto, además de
ser el principio de la sinodalidad, es también el fundamento del ecumenismo. “El camino de la
sinodalidad, que la Iglesia católica está siguiendo, es y debe ser ecuménico, así como el camino
ecuménico es sinodal” (Papa Francisco, Discurso a Su Santidad Mar Awa III, 19 de noviembre
de 2022). El ecumenismo es ante todo una cuestión de renovación espiritual. Exige procesos de
arrepentimiento y de sanación de la memoria, de las heridas del pasado, hasta la valentía de la
corrección fraterna en un espíritu de caridad evangélica. En la Asamblea resonaron testimonios
esclarecedores de cristianos de distintas tradiciones eclesiales que comparten la amistad, la
oración, la vida y el compromiso al servicio de los pobres, y el cuidado de la casa común. En
no pocas regiones del mundo existe, sobre todo, el ecumenismo de la sangre: cristianos de
distintas tradiciones que juntos dan su vida por la fe en Jesucristo. El testimonio de su martirio
es más elocuente que cualquier palabra: la unidad viene de la Cruz del Señor.
24. No es posible comprender plenamente el Bautismo sino dentro de la Iniciación
cristiana, es decir, el itinerario a través del cual el Señor, por el ministerio de la Iglesia y el don
del Espíritu, nos introduce en la fe pascual y en la comunión trinitaria y eclesial. Este itinerario
conoce una importante variedad de formas, según la edad en la que se emprende, los diferentes
acentos propios de las tradiciones orientales y occidentales, y las especificidades de cada Iglesia
local. La iniciación nos pone en contacto con una gran variedad de vocaciones y ministerios eclesiales. En ellos se expresa el rostro misericordioso de una Iglesia que enseña a sus hijos a
caminar, caminando con ellos. Los escucha y, al mismo tiempo que responde a sus dudas e
interrogantes, se enriquece con la novedad que cada uno aporta, con su historia y su cultura. En
la práctica de esta acción pastoral, la comunidad cristiana experimenta, a menudo sin ser
plenamente consciente de ello, la primera forma de sinodalidad.
25. Dentro del itinerario de la iniciación cristiana, el sacramento de la Confirmación
enriquece la vida de los creyentes con una particular efusión del Espíritu con miras al
testimonio. El Espíritu que llenó a Jesús (cf. Lc 4,1), que lo ungió y lo envió a anunciar el
Evangelio (cf. Lc 4,18), es el mismo Espíritu que se derrama sobre los creyentes como sello de
pertenencia a Dios y como unción que santifica. Por eso la Confirmación, que hace presente la
gracia de Pentecostés en la vida del bautizado y de la comunidad, es un don de gran valor para
renovar el prodigio de una Iglesia movida por el fuego de la misión, que tiene el valor de salir
a los caminos del mundo y la capacidad de hacerse comprender por todos los pueblos y culturas.
Todos los creyentes están llamados a contribuir a este impulso, acogiendo los carismas que el
Espíritu distribuye abundantemente a cada uno y comprometiéndose a ponerlos al servicio del
Reino con humildad e ingenio creativo.
26. La celebración de la Eucaristía, especialmente el domingo, es la primera y
fundamental forma en la que el Pueblo santo de Dios se encuentra y reúne. Por medio de la
celebración eucarística, “se significa y se realiza la unidad de la Iglesia” (UR 2). En la
“participación plena, consciente y activa” (SC 14) de todos los fieles, en la presencia de los
diversos ministerios y en la presidencia del Obispo o Presbítero, se hace visible la comunidad
cristiana, en la que se realiza una corresponsabilidad diferenciada de todos para la misión. Por
eso la Iglesia, Cuerpo de Cristo, aprende de la Eucaristía a articular unidad y pluralidad: unidad
de la Iglesia y multiplicidad de asambleas eucarísticas; unidad del misterio sacramental y
variedad de tradiciones litúrgicas; unidad de la celebración y diversidad de vocaciones,
carismas y ministerios. Nada muestra mejor que la Eucaristía que la armonía creada por el
Espíritu no es uniformidad y que todo don eclesial está destinado a la edificación común. Cada
celebración de la Eucaristía es también expresión del deseo y de la llamada a la unidad de todos
los bautizados, que todavía no es plena y visible. Donde no es posible la celebración dominical
de la Eucaristía, la comunidad, deseándola, se reúne en torno a la celebración de la Palabra,
donde Cristo sigue estando presente
27. Existe un estrecho vínculo entre synaxis y synodos, entre la asamblea eucarística y la
asamblea sinodal. Aunque bajo formas diferentes, en ambas se realiza la promesa de Jesús de
estar presente allí donde dos o tres se reúnen en Su nombre (cf. Mt 18,20). Las asambleas
sinodales son acontecimientos que celebran la unión de Cristo con su Iglesia por la acción del
Espíritu. Es Él quien asegura la unidad del cuerpo eclesial de Cristo en la asamblea eucarística
como en la asamblea sinodal. La liturgia es una escucha de la Palabra de Dios y una respuesta
a su iniciativa de alianza. La asamblea sinodal es también una escucha de la misma Palabra,
que resuena tanto en los signos de los tiempos como en el corazón de los fieles, y una respuesta
de la asamblea que discierne la voluntad de Dios para ponerla en práctica. Profundizar el
vínculo entre liturgia y sinodalidad ayudará a todas las comunidades cristianas, en la
pluriformidad de sus culturas y tradiciones, a adoptar estilos celebrativos que manifiesten el
rostro de una Iglesia sinodal. Con este fin, solicitamos la creación de un Grupo de estudio
específico, al que confiamos la reflexión sobre cómo hacer que las celebraciones litúrgicas sean más expresivas de la sinodalidad; también podría ocuparse de la predicación dentro de las
celebraciones litúrgicas y del desarrollo de una catequesis sobre la sinodalidad en clave
mistagógica.
Significado y dimensiones de la sinodalidad
28. Los términos “sinodalidad” y “sinodal” derivan de la antigua y constante práctica
eclesial de reunirse en sínodo. En las tradiciones de las Iglesias orientales y occidentales, la
palabra “sínodo” se refiere a instituciones y acontecimientos que han adoptado diferentes
formas a lo largo del tiempo, implicando una pluralidad de sujetos. En su variedad, todas estas
formas están unidas por el hecho de reunirse para dialogar, discernir y decidir. Gracias a la
experiencia de los últimos años, el significado de estos términos se ha comprendido mejor y se
ha vivido aún más. Se han asociado cada vez más al deseo de una Iglesia más cercana a las
personas y más relacional, que sea hogar y familia de Dios. A lo largo del proceso sinodal, ha
madurado una convergencia sobre el significado de la sinodalidad que subyace en este
Documento: la sinodalidad es el caminar juntos de los cristianos con Cristo y hacia el Reino de
Dios, en unión con toda la humanidad; orientada a la misión, implica reunirse en asamblea en
los diferentes niveles de la vida eclesial, la escucha recíproca, el diálogo, el discernimiento
comunitario, llegar a un consenso como expresión de la presencia de Cristo en el Espíritu, y la
toma de decisiones en una corresponsabilidad diferenciada. En esta línea entendemos mejor lo
que significa que la sinodalidad sea una dimensión constitutiva de la Iglesia (CTI, n. 1). En
términos simples y sintéticos, podemos decir que la sinodalidad es un camino de renovación
espiritual y de reforma estructural para hacer a la Iglesia más participativa y misionera, es decir,
para hacerla más capaz de caminar con cada hombre y mujer irradiando la luz de Cristo.
29. En la Virgen María, Madre de Cristo, de la Iglesia y de la humanidad, vemos
resplandecer a plena luz los rasgos de una Iglesia sinodal, misionera y misericordiosa. Ella es,
en efecto, la figura de la Iglesia que escucha, ora, medita, dialoga, acompaña, discierne, decide
y actúa. De ella aprendemos el arte de la escucha, la atención a la voluntad de Dios, la
obediencia a su Palabra, la capacidad de captar las necesidades de los pobres, la valentía de
ponerse en camino, el amor que ayuda, el canto de alabanza y la exultación en el Espíritu. Por
eso, como afirmaba san Pablo VI, “la acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación
de la solicitud de María” (MC 28).
30. Más detalladamente, la sinodalidad designa tres aspectos distintos de la vida de la Iglesia:
(a) en primer lugar, se refiere al “estilo peculiar que califica la vida y la misión de la Iglesia
expresando su naturaleza como el caminar juntos y el reunirse en asamblea del Pueblo de
Dios convocado por el Señor Jesús en la fuerza del Espíritu Santo para anunciar el
Evangelio. Debe expresarse en el modo ordinario de vivir y obrar de la Iglesia.
Este modus vivendi et operandi se realiza mediante la escucha comunitaria de la Palabra
y la celebración de la Eucaristía, la fraternidad de la comunión y la corresponsabilidad y
participación de todo el Pueblo de Dios, en sus diferentes niveles y en la distinción de los
diversos ministerios y roles, en su vida y en su misión” (CTI, n. 70a).
b) en segundo lugar, “la sinodalidad designa entonces, en un sentido más específico y
determinado desde el punto de vista teológico y canónico, aquellas estructuras y procesos eclesiales en los que la naturaleza sinodal de la Iglesia se expresa a nivel institucional, de
modo análogo, en los diversos niveles de su realización: local, regional, universal. Tales
estructuras y procesos están al servicio del discernimiento autorizado de la Iglesia,
llamada a identificar la dirección a seguir en la escucha del Espíritu Santo” (CTI, n. 70b);
c) en tercer lugar, la sinodalidad designa “la realización puntual de aquellos eventos
sinodales en los que la Iglesia es convocada por la autoridad competente y según
procedimientos específicos determinados por la disciplina eclesiástica, implicando de
diferentes modos, a nivel local, regional y universal todo el Pueblo de Dios bajo la
presidencia de los Obispos en comunión colegial y jerárquica con el Obispo de Roma,
para el discernimiento de su camino y de las cuestiones particulares, y para la toma de
decisiones y orientaciones en orden al cumplimiento de su misión evangelizadora” (CTI,
n. 70c).
31. En el contexto de la eclesiología conciliar del Pueblo de Dios, el concepto de
comunión expresa la sustancia profunda del misterio y de la misión de la Iglesia, que tiene en
la celebración de la Eucaristía su fuente y su culmen, es decir, la unión con Dios Trinidad y la
unidad entre las personas humanas que se realiza en Cristo por medio del Espíritu Santo. En
este contexto, la sinodalidad “indica la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et
operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en
el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus
miembros en su misión evangelizadora” (CTI, n. 6).
32. La sinodalidad no es un fin en sí misma, sino que apunta a la misión que Cristo ha
confiado a la Iglesia en el Espíritu. Evangelizar es “la misión esencial de la Iglesia [...] es la
gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad profunda” (EN 14). Estando cerca de
todos, sin diferencia de personas, predicando y enseñando, bautizando, celebrando la Eucaristía
y el sacramento de la Reconciliación, todas las Iglesias locales y la Iglesia entera responden
concretamente al mandato del Señor de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt
28,19-20; Mc 16,15-16). Valorando todos los carismas y ministerios, la sinodalidad permite al
Pueblo de Dios anunciar y testimoniar auténtica y eficazmente el Evangelio a las mujeres y a
los hombres de todo lugar y tiempo, haciéndose “sacramento visible” (LG 9) de la fraternidad
y unidad en Cristo querida por Dios. Sinodalidad y misión están íntimamente ligadas: la misión
ilumina la sinodalidad y la sinodalidad impulsa a la misión.
33. La autoridad de los pastores “es un don específico del Espíritu de Cristo Cabeza para
la edificación de todo el Cuerpo” (CTI, n. 67). Este don está vinculado al sacramento del Orden,
que configura a quienes lo reciben con Cristo Cabeza, Pastor y Siervo, y los pone al servicio
del Pueblo santo de Dios para salvaguardar la apostolicidad del anuncio y promover la
comunión eclesial a todos los niveles. La sinodalidad ofrece “el marco interpretativo más
adecuado para comprender el propio ministerio jerárquico” (Francisco, Discurso en
conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre
de 2015) y sitúa en la justa perspectiva el mandato que Cristo confía, en el Espíritu Santo, a los
Pastores. Por ello, invita a toda la Iglesia, incluidos los que ejercen la autoridad, a la conversión
y a la reforma.
Unidad como armonía
34. “La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones
interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la
propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con
los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental” (CV 53).
Una Iglesia sinodal se caracteriza por ser un espacio donde las relaciones pueden prosperar,
gracias al amor mutuo que constituye el mandamiento nuevo dejado por Jesús a sus discípulos
(cf. Jn 13,34-35). Dentro de culturas y sociedades cada vez más individualistas, la Iglesia,
“pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4), puede
dar testimonio de la fuerza de las relaciones fundadas en la Trinidad. Las diferencias de
vocación, edad, sexo, profesión, condición y pertenencia social, presentes en toda comunidad
cristiana, ofrecen a cada persona ese encuentro con la alteridad indispensable para la
maduración personal.
35. Es ante todo en el seno de la familia, que con el Concilio podría llamarse “Iglesia
doméstica” (LG 11), donde se experimenta la riqueza de las relaciones entre personas unidas
en su diversidad de carácter, sexo, edad y función. Por eso las familias son un lugar privilegiado
para aprender y experimentar las prácticas esenciales de una Iglesia sinodal. A pesar de las
fracturas y el sufrimiento que experimentan las familias, siguen siendo lugares donde
aprendemos a intercambiar el don del amor, la confianza, el perdón, la reconciliación y la
comprensión. Es en la familia donde aprendemos que tenemos la misma dignidad, que hemos
sido creados para la reciprocidad, que necesitamos ser escuchados y somos capaces de escuchar,
de discernir y decidir juntos, de aceptar y ejercer una autoridad animada por la caridad, de ser
corresponsables y rendir cuentas de nuestras acciones. “La familia humaniza a las personas
mediante la relación del 'nosotros' y, al mismo tiempo, promueve las legítimas diferencias de
cada uno” (Francisco, Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Academia de
Ciencias Sociales, 29 de abril de 2022).
36. El proceso sinodal ha mostrado que el Espíritu Santo suscita constantemente una gran
variedad de carismas y ministerios en el Pueblo de Dios. “También en la constitución del cuerpo
de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que
distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de
ministerios (1 Cor 12,1-11)” (LG 7). Del mismo modo, surgió la aspiración de ampliar las
posibilidades de participación y ejercicio de la corresponsabilidad diferenciada de todos los
bautizados, hombres y mujeres. En este sentido, sin embargo, se expresó la tristeza por la falta
de participación de tantos miembros del Pueblo de Dios en este camino de renovación eclesial
y el cansancio generalizado para experimentar plenamente una sana relacionalidad entre
hombres y mujeres, entre generaciones y entre personas y grupos de diferentes identidades
culturales y condiciones sociales, especialmente los pobres y excluidos.
37. Además, el proceso sinodal ha puesto de relieve el patrimonio espiritual de las Iglesias
locales, en las cuales y a partir de las cuales existe la Iglesia católica, y la necesidad de articular
sus experiencias. En virtud de la catolicidad, “cada una de las partes colabora con sus dones
propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las
partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en
la unidad” (LG 13). El ministerio del Sucesor de Pedro “garantiza las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla” (ibid.; cf.
AG 22).
38. La Iglesia entera ha sido siempre una pluralidad de pueblos y lenguas, de Iglesias con
sus ritos, disciplinas y patrimonios teológicos y espirituales particulares, de vocaciones,
carismas y ministerios al servicio del bien común. La unidad de esta diversidad es realizada por
Cristo, piedra angular, y el Espíritu, maestro de armonía. Esta unidad en la diversidad está
designada precisamente por la catolicidad de la Iglesia. Signo de ello es la pluralidad de Iglesias
sui iuris, cuya riqueza ha puesto de relieve el proceso sinodal. La Asamblea pide que
continuemos por el camino del encuentro, de la comprensión mutua y del intercambio de dones
que alimentan la comunión de una Iglesia de Iglesias.
39. La renovación sinodal favorece la valoración de los contextos como el lugar donde se
hace presente y se realiza la llamada universal de Dios a formar parte de su Pueblo, de ese Reino
de Dios que es “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). De este modo, las
diferentes culturas son capaces de acoger la unidad que subyace a su pluralidad y las abre a la
perspectiva del intercambio de dones. “La unidad de la Iglesia no es la uniformidad, sino la
integración orgánica de las legítimas diversidades” (NMI 46). La variedad de expresiones del
mensaje salvífico evita reducirlo a una comprensión única de la vida de la Iglesia y de las formas
teológicas, litúrgicas, pastorales y disciplinares en que se expresa.
40. La valoración de los contextos, culturas y diversidades, y de las relaciones entre ellos,
es clave para crecer como Iglesia sinodal misionera y caminar, bajo el impulso del Espíritu
Santo, hacia la unidad visible de los cristianos. Reafirmamos el compromiso de la Iglesia
católica de continuar e intensificar el camino ecuménico con los demás cristianos, en virtud de
nuestro Bautismo común y en respuesta a la llamada a vivir juntos la comunión y la unidad
entre los discípulos por la que Cristo oró en la Última Cena (cf. Jn 17,20-26). La Asamblea
saluda con alegría y gratitud el progreso de las relaciones ecuménicas en los últimos sesenta
años, los documentos de diálogo y las declaraciones que expresan la fe común. La participación
de los Delegados Fraternos enriqueció los trabajos de la Asamblea, y esperamos con interés los
próximos pasos en el camino hacia la plena comunión mediante la incorporación de los frutos
del camino ecuménico a las prácticas eclesiales.
41. En todas partes de la tierra, los cristianos conviven con personas que no están
bautizadas y sirven a Dios practicando una religión diferente. Por ellos rezamos solemnemente
en la liturgia del Viernes Santo, con ellos colaboramos y luchamos por construir un mundo
mejor, y junto con ellos imploramos al único Dios que libre al mundo de los males que lo
afligen. El diálogo, el encuentro y el intercambio de dones propios de una Iglesia sinodal están
llamados a abrirse a las relaciones con otras tradiciones religiosas, con el fin de “establecer la
amistad, la paz, la armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un
espíritu de verdad y amor” (Conferencia Episcopal Católica de la India, Respuesta de la Iglesia
en la India a los desafíos actuales, 9 de marzo de 2016, citado en FT 271). En algunas regiones,
los cristianos que se comprometen a construir relaciones fraternas con personas de otras
religiones sufren persecución. La Asamblea les anima a perseverar en sus esfuerzos con
esperanza.
42. La pluralidad de religiones y culturas, la variedad de tradiciones espirituales y
teológicas, la variedad de los dones del Espíritu y de las tareas de la comunidad, así como la diversidad de edad, sexo y pertenencia social dentro de la Iglesia, son una invitación a que cada
uno reconozca y asuma su propia parcialidad, renunciando a la pretensión de ser el centro y
abriéndose a acoger otras perspectivas. Cada uno es portador de una contribución peculiar e
indispensable para completar la obra común. La Iglesia sinodal puede describirse recurriendo a
la imagen de la orquesta: la variedad de instrumentos es necesaria para dar vida a la belleza y a
la armonía de la música, dentro de la cual la voz de cada uno mantiene sus propios rasgos
distintivos al servicio de la misión común. Así se manifiesta la armonía que el Espíritu obra en
la Iglesia, siendo él la armonía en persona (cf. S. Basilio, Sobre el Salmo 29.1; Sobre el Espíritu
Santo, XVI.38).
Espiritualidad sinodal
43. La sinodalidad es ante todo una disposición espiritual que impregna la vida cotidiana
de los bautizados y todos los aspectos de la misión de la Iglesia. Una espiritualidad sinodal
brota de la acción del Espíritu Santo y requiere escucha de la Palabra de Dios, la contemplación,
el silencio y la conversión del corazón. Como afirmó el Papa Francisco en el discurso de
apertura de esta Segunda Sesión, “el Espíritu Santo es un guía seguro, y nuestra primera tarea
es aprender a discernir su voz, porque Él habla en todos y en todas las cosas” (Intervención en
la Primera Congregación General de la segunda sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos, 2 de octubre de 2024). Una espiritualidad sinodal exige también
ascesis, humildad, paciencia y disponibilidad para perdonar y ser perdonado. Acoge con
gratitud y humildad la variedad de dones y tareas distribuidos por el Espíritu Santo para el
servicio del único Señor (cf. 1 Cor 12,4-5). Lo hace sin ambiciones ni envidias, ni deseos de
dominio o control, cultivando los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que “se despojó de sí
mismo asumiendo la condición de siervo” (Flp 2,7). Reconocemos el fruto cuando la vida
cotidiana de la Iglesia está marcada por la unidad y la armonía en la pluriformidad. Nadie puede
proceder solo en un camino de auténtica espiritualidad. Tenemos necesidad de apoyo,
incluyendo la formación y el acompañamiento espiritual, como individuos y como comunidad.
44. La renovación de la comunidad cristiana sólo es posible reconociendo la primacía de
la gracia. Si falta la profundidad espiritual personal y comunitaria, la sinodalidad se reduce a
un expediente organizativo. Estamos llamados no sólo a traducir los frutos de la experiencia
espiritual personal en procesos comunitarios, sino a tener la experiencia de, cómo la práctica
del mandamiento nuevo del amor recíproco es lugar y forma del encuentro con Dios. En este
sentido, la perspectiva sinodal, a la vez que se inspira en el rico patrimonio espiritual de la
Tradición, contribuye a renovar las formas: una oración abierta a la participación, un
discernimiento vivido juntos, una energía misionera que nace del compartir y se irradia como
servicio.
45. La conversación en el Espíritu es una herramienta que, aun con sus limitaciones,
resulta fructífera para permitir la escucha y el discernimiento de “lo que el Espíritu dice a las
Iglesias” (Ap 2,7). Su práctica ha provocado alegría, asombro y gratitud y se ha experimentado
como un camino de renovación que transforma a las personas, a los grupos y a la Iglesia. La
palabra “conversación” expresa algo más que un mero diálogo: entrelaza armoniosamente
pensamiento y sentimiento y genera un mundo de vida compartido. Por eso puede decirse que
en la conversación está en juego la conversión. Es un dato antropológico que se encuentra en
pueblos y culturas diferentes, unidos por la práctica de reunirse solidariamente para tratar y decidir sobre cuestiones vitales para la comunidad. La gracia lleva a término esta experiencia
humana: conversar “en el Espíritu” significa vivir la experiencia de compartir a la luz de la fe
y en la búsqueda del querer de Dios, en un clima evangélico en el que el Espíritu Santo puede
hacer oír Su voz inconfundible.
46. En todas las etapas del proceso sinodal, resonó la necesidad de sanación,
reconciliación y reconstrucción de la confianza dentro de la Iglesia, en particular tras
demasiados escándalos de abusos, y dentro de la sociedad. La Iglesia está llamada a poner en
el centro de su vida y de su acción el hecho de que, en Cristo, por el Bautismo, estamos
confiados los unos a los otros. Reconocer esta realidad profunda se convierte en un deber
sagrado que nos permite reconocer los errores y reconstruir la confianza. Recorrer este camino
es un acto de justicia, un compromiso misionero del Pueblo de Dios en nuestro mundo y un don
que debemos invocar desde lo alto. El deseo de seguir recorriendo este camino es el fruto de la
renovación sinodal.
La sinodalidad como profecía social
47. Practicado con humildad, el estilo sinodal puede hacer de la Iglesia una voz profética
en el mundo de hoy. “La Iglesia sinodal es como un estandarte alzado entre las naciones (cf. Is
11,12)” (Francisco, Discurso para la conmemoración del 50 aniversario de la constitución del
Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015). Vivimos en una época marcada por el aumento
de las desigualdades, la creciente desilusión con los modelos tradicionales de gobierno, el
desencanto con el funcionamiento de la democracia, las crecientes tendencias autocráticas y
dictatoriales, el dominio del modelo de mercado sin tener en cuenta la vulnerabilidad de las
personas y la creación, y la tentación de resolver los conflictos por la fuerza en lugar del diálogo.
Las prácticas auténticas de sinodalidad permiten a los cristianos desarrollar una cultura capaz
de profetizar críticamente frente al pensamiento dominante y ofrecer así una contribución
distintiva a la búsqueda de respuestas a muchos de los retos a los que se enfrentan las sociedades
contemporáneas y a la construcción del bien común.
48. El modo sinodal de vivir las relaciones es una forma de testimonio con relación a la
sociedad. Además, responde a la necesidad humana de ser acogido y sentirse reconocido dentro
de una comunidad concreta. Es un desafío al creciente aislamiento de las personas y al
individualismo cultural, que incluso la Iglesia ha absorbido con frecuencia, y nos llama al
cuidado recíproco, a la interdependencia y a la corresponsabilidad por el bien común.
Asimismo, desafía un exagerado comunitarismo social que asfixia a las personas y no les
permite ser sujetos de su propio desarrollo. La disponibilidad de escuchar a todos,
especialmente a los pobres, contrasta con un mundo en el que la concentración de poder deja
fuera a los pobres, a los marginados, a las minorías y a la tierra, nuestra casa común. Tanto la
sinodalidad como la ecología integral asumen la perspectiva de las relaciones e insisten en la
necesidad de cuidar los vínculos: por eso se corresponden y se integran en el modo de vivir la
misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
Parte II - En la barca, juntos
La conversión de las relaciones
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea;
los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos
contestan: «Vamos también nosotros contigo» (Jn 21,2-3)
49. El lago de Tiberíades fue el lugar en el que empezó todo. Pedro, Andrés, Santiago y
Juan habían dejado la barca y las redes para ir tras Jesús. Después de Pascua, partieron de nuevo
de aquel lago. Por la noche, un diálogo resuena en la orilla: “Voy a pescar”. “Nosotros también
vamos contigo”. También el camino sinodal comenzó así: escuchamos la invitación del sucesor
de Pedro y la acogimos; partimos con él y detrás de él. Juntos hemos orado, reflexionado,
luchado y dialogado. Pero sobre todo hemos experimentado que son las relaciones las que
sostienen su vitalidad, animando sus estructuras. Una Iglesia sinodal misionera necesita renovar
ambas cosas.
Nuevas relaciones
50. A lo largo del recorrido del Sínodo y en todas las latitudes, surgió la llamada a una
Iglesia más capaz de alimentar las relaciones: con el Señor, entre hombres y mujeres, en las
familias, en las comunidades, entre todos los cristianos, entre los grupos sociales, entre las
religiones, con la creación. Muchos expresaron su sorpresa por haber sido interpelados y su
alegría por poder hacer oír sus voces en la comunidad; tampoco faltaron quienes compartieron
el sufrimiento de sentirse excluidos o juzgados también por su situación matrimonial, su
identidad y su sexualidad. El deseo de relaciones más auténticas y significativas no sólo expresa
la aspiración a pertenecer a un grupo cohesionado, sino que corresponde a una profunda
conciencia de fe: la calidad evangélica de las relaciones comunitarias es decisiva para el
testimonio que el Pueblo de Dios está llamado a dar en la historia. “En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Las relaciones renovadas por la
gracia y la hospitalidad ofrecida a los últimos según la enseñanza de Jesús son el signo más
elocuente de la acción del Espíritu Santo en la comunidad de los discípulos. Ser Iglesia sinodal
exige, pues, una verdadera conversión relacional. Debemos aprender de nuevo del Evangelio
que el cuidado de las relaciones no es una estrategia o una herramienta para una mayor eficacia
organizativa, sino que es la forma en que Dios Padre se ha revelado en Jesús y en el Espíritu.
Cuando nuestras relaciones, incluso en su fragilidad, dejan traslucir la gracia de Cristo, el amor
del Padre y la comunión del Espíritu, confesamos con nuestra vida nuestra la fe en Dios Uno y
Trino.
51. Es a los Evangelios a donde debemos mirar para trazar el mapa de la conversión que
se requiere de nosotros, aprendiendo a hacer nuestras las actitudes de Jesús. Los Evangelios lo
“presentan constantemente en escucha de la gente que se encuentra con él por los caminos de
Tierra Santa” (DEC 11). Hombres o mujeres, judíos o paganos, doctores de la ley o publicanos,
justos o pecadores, mendigos, ciegos, leprosos o enfermos, Jesús no despide a nadie sino que
se detiene a escuchar y a entablar un diálogo. Ha revelado el rostro del Padre saliendo al
encuentro de cada persona allí donde está su historia y su libertad. De la escucha profunda de las necesidades y de la fe de las personas con las que se encontraba, brotaban palabras y gestos
que renovaban sus vidas, abriendo el camino para sanar las relaciones. Jesús es el Mesías que
“hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37). Nos pide a nosotros, sus discípulos, que
nos comportemos de la misma manera y nos da, con la gracia del Espíritu Santo, la capacidad
de hacerlo, modelando nuestro corazón según el suyo: sólo “el corazón hace posible cualquier
vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar
la fragmentación del individualismo” (DN 17). Cuando escuchamos a nuestros hermanos,
participamos de la actitud con la que Dios, en Jesucristo, sale al encuentro de cada uno.
52. La necesidad de una conversión en las relaciones concierne inequívocamente a las
relaciones entre hombres y mujeres. El dinamismo relacional está inscrito en nuestra condición
de criaturas. La diferencia sexual constituye la base de la relacionalidad humana. “Y creó Dios
al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1,27). En el
proyecto de Dios, esta diferencia originaria no implica desigualdad entre el hombre y la mujer.
En la nueva creación, esta es reinterpretada a la luz de la dignidad del bautismo: “Cuantos
habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo
y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,27-28). Como
cristianos, estamos llamados a acoger y respetar, en las distintas formas y contextos en que se
expresa, esta diferencia que es don de Dios y fuente de vida. Damos testimonio del Evangelio
cuando intentamos vivir relaciones que respeten la igual dignidad y la reciprocidad entre
hombres y mujeres. Las expresiones recurrentes de dolor y sufrimiento por parte de mujeres de
todas las regiones y continentes, tanto laicas como consagradas, durante el proceso sinodal
revelan con qué frecuencia no logramos a hacerlo.
En una pluralidad de contextos
53. La llamada a la renovación de las relaciones en el Señor Jesús resuena en la pluralidad
de contextos en los que sus discípulos viven y realizan la misión de la Iglesia. Cada uno de
estos contextos posee riquezas particulares que, indispensablemente, hay que tener en cuenta,
vinculadas al pluralismo de las culturas. Sin embargo, todos ellos, aunque de manera diferente,
llevan los signos de lógicas relacionales distorsionadas y a veces opuestas a las del Evangelio.
A lo largo de la historia, el cierre a las relaciones se solidifica en verdaderas estructuras de
pecado (cf. SRS 36), que influyen en el modo de pensar y actuar de las personas. En particular,
generan bloqueos y miedos, que es necesario afrontar cara a cara y atravesar para poder
emprender el camino de la conversión relacional.
54. Enraizados en esta dinámica están los males que afligen a nuestro mundo, empezando
por las guerras y los conflictos armados, y la ilusión de que se puede alcanzar una paz justa por
la fuerza de las armas. Igualmente, letal es la creencia de que toda la creación, incluso las
personas, puedan ser explotados a capricho con fines lucrativos. Esta es la consecuencia de las
muchas y variadas barreras que dividen a las personas, incluso en las comunidades cristianas,
y limitan las posibilidades de unos en comparación con las que disfrutan otros: desigualdades
entre hombres y mujeres, racismo, división de castas, discriminación de las personas con
discapacidad, violación de los derechos de las minorías de todo tipo, falta de voluntad para
acoger a los migrantes. Incluso la relación con la tierra, nuestra hermana y madre (cf. LS 1),
presenta los signos de una fractura que pone en peligro la vida de innumerables comunidades,
sobre todo en las regiones más empobrecidas, cuando no de pueblos enteros y tal vez de toda la humanidad. El cierre más radical y dramático es el que se refiere a la propia vida humana,
que conduce al descarte de los niños, desde el seno materno, y de los ancianos.
55. Tantos males que asolan nuestro mundo se manifiestan también en la Iglesia. La crisis
de los abusos, en sus diversas y trágicas manifestaciones, ha traído un sufrimiento indecible y
a menudo duradero a las víctimas y supervivientes, y a sus comunidades. La Iglesia debe
escuchar con particular atención y sensibilidad la voz de las víctimas y de los sobrevivientes de
los abusos sexuales, espirituales, institucionales, de poder o de conciencia de parte de miembros
del clero o de personas con cargos eclesiales. La auténtica escucha es un elemento fundamental
en el camino hacia la sanación, el arrepentimiento, la justicia y la reconciliación. En una época
que experimenta una crisis global de confianza y que incita a las personas a vivir en la
desconfianza y la sospecha, la Iglesia debe reconocer sus propios defectos, pedir perdón
humildemente, hacerse cargo de las víctimas, dotarse de herramientas de prevención y
esforzarse por reconstruir la confianza mutua en el Señor.
56. La escucha de los que sufren la exclusión y la marginación refuerza la conciencia de
la Iglesia de que es parte de su misión hacerse cargo del peso de estas relaciones heridas para
que el Señor, el “Viviente”, pueda sanarlas. Sólo así puede ser “en Cristo como un sacramento
o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”
(LG 1). Al mismo tiempo, la apertura al mundo nos permite descubrir que en cada rincón del
planeta, en cada cultura y en cada grupo humano, el Espíritu ha sembrado las semillas del
Evangelio. Éstas fructifican en la capacidad de vivir relaciones sanas, de cultivar la confianza
mutua y el perdón, de superar el miedo a la diversidad y dar vida a comunidades acogedoras,
de promover una economía que cuide de las personas y del planeta, de reconciliarse después de
un conflicto. La historia nos deja un legado de conflictos motivados también en nombre de la
afiliación religiosa, que socavan la credibilidad de las propias religiones. Una fuente de
sufrimiento es el escándalo de la división entre comuniones cristianas, la enemistad entre
hermanos y hermanas que han recibido el mismo Bautismo. La renovada experiencia de
impulso ecuménico que acompaña el camino sinodal, uno de los signos de la conversión
relacional, abre la esperanza.
Carismas, vocaciones y ministerios para la misión
57. Los cristianos, personalmente o en forma asociada, están llamados a hacer fructificar
los dones que el Espíritu concede con vistas al testimonio y al anuncio del Evangelio. “Hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo
Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a
cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12,4-7). En la
comunidad cristiana, todos los bautizados están enriquecidos con dones para compartir, cada
uno según su vocación y condición de vida. Las diferentes vocaciones eclesiales son, de hecho,
expresiones múltiples y articuladas de la única llamada bautismal a la santidad y a la misión.
La variedad de carismas, que tiene su origen en la libertad del Espíritu Santo, tiene como
finalidad la unidad del cuerpo eclesial de Cristo (cf. LG 32) y la misión en los diversos lugares
y culturas (cf. LG 12). Estos dones no son propiedad exclusiva de quienes los reciben y ejercen,
ni pueden ser motivo de reivindicación para sí mismos o para un grupo. Están llamados a
contribuir tanto a la vida de la comunidad cristiana, como al desarrollo de la sociedad en sus
múltiples dimensiones, mediante una adecuada pastoral vocacional.
58. Cada bautizado responde a las exigencias de la misión en los contextos en los que
vive y trabaja desde sus propias inclinaciones y capacidades, manifestando así la libertad del
Espíritu en la concesión de sus dones. Gracias a este dinamismo en el Espíritu, el Pueblo de
Dios, escuchando la realidad en la que vive, puede descubrir nuevos ámbitos de compromiso y
nuevas formas de realizar su misión. Los cristianos que, en distintas capacidades —en la familia
y en otros estados de vida, en el lugar de trabajo y en las profesiones, en el compromiso cívico
o político, social o ecológico, en el desarrollo de una cultura inspirada en el Evangelio como en
la evangelización de la cultura del ambiente digital—, recorren los caminos del mundo y en sus
ambientes de vida anuncian el Evangelio, están sostenidos por los dones del Espíritu.
59. Piden a la Iglesia que no les deje solos, sino que se sientan enviados y apoyados. Piden
alimentarse del pan de la Palabra y de la Eucaristía, así como de los lazos fraternos de la
comunidad. Piden que se reconozca su compromiso como lo que es: una acción de la Iglesia a
en favor del Evangelio, y no una opción privada. Por último, piden que la comunidad acompañe
a quienes, por su testimonio, se han sentido atraídos por el Evangelio. En una Iglesia sinodal
misionera, bajo la guía de sus Pastores, las comunidades podrán enviar y sostener a quienes ha
sido enviados. Por tanto, se concebirán a sí mismas principalmente al servicio de la misión que
los fieles llevan a cabo en la sociedad, en la vida familiar y laboral, sin centrarse exclusivamente
en las actividades que tienen lugar en su interior y en sus necesidades organizativas.
60. En virtud del Bautismo, hombres y mujeres gozan de igual dignidad en el Pueblo de
Dios. Sin embargo, las mujeres siguen encontrando obstáculos para obtener un reconocimiento
más pleno de sus carismas, de su vocación y de su lugar en los diversos ámbitos de la vida de
la Iglesia, en detrimento del servicio a la misión común. La Escritura atestigua la función
destacada de muchas mujeres en la historia de la salvación. A una mujer, María Magdalena, se
le confió el primer anuncio de la Resurrección; el día de Pentecostés, en el Cenáculo, estaba
presente María, la Madre de Dios, junto a muchas mujeres que habían seguido al Señor. Es
importante que los pasajes pertinentes de la Escritura encuentren un espacio apropiado en los
leccionarios litúrgicos. Algunas coyunturas cruciales en la historia de la Iglesia confirman la
contribución esencial de las mujeres movidas por el Espíritu. Las mujeres constituyen la
mayoría de los fieles y a menudo son los primeros testigos de la fe en las familias. Participan
activamente en la vida de pequeñas comunidades cristianas y parroquias; dirigen escuelas,
hospitales y centros de acogida; lideran iniciativas en favor de la reconciliación y la promoción
de la dignidad humana y la justicia social. Las mujeres contribuyen a la investigación teológica
y están presentes en puestos de responsabilidad en instituciones vinculadas a la Iglesia, la Curia
diocesana y la Curia Romana. Hay mujeres que ejercen funciones de autoridad o son líderes de
comunidades. Esta Asamblea hace un llamamiento a la plena aplicación de todas las
oportunidades ya previstas en la legislación vigente en relación con la función de la mujer, en
particular en los lugares donde aún no se han implementado. No hay nada que impida que las
mujeres desempeñen funciones de liderazgo en la Iglesia: lo que viene del Espíritu Santo no
puede detenerse. También sigue abierta la cuestión del acceso de las mujeres al ministerio
diaconal y es necesario proseguir con el discernimiento a este respecto. La Asamblea pide
también que se preste más atención al lenguaje y a las imágenes utilizadas en la predicación, la
enseñanza, la catequesis y la redacción de los documentos oficiales de la Iglesia, dando más
espacio a la contribución de mujeres santas, teólogas y místicas.
61. Dentro de la comunidad cristiana, hay que prestar una atención especial a los niños:
no sólo tienen necesidad de ser acompañados en la aventura de crecer, sino que tienen mucho
que aportar a la comunidad de los creyentes. Cuando los apóstoles discuten entre ellos quién es
el más grande, Jesús pone en el centro a un niño, presentándolo como criterio para entrar en el
Reino (cf. Mc 9, 33-37). La Iglesia no puede ser sinodal sin la aportación de los niños,
portadores de un potencial misionero que hay que valorizar. Su voz es necesaria para la
comunidad: debemos escucharla y comprometernos para que todos en la sociedad la escuchen,
especialmente los que tienen responsabilidades políticas y educativas. Una sociedad que no
sabe acoger y cuidar a los niños es una sociedad enferma; el sufrimiento que muchos de ellos
padecen a causa de la guerra, la pobreza y el abandono, los abusos y el tráfico es un escándalo
que requiere el valor de la denuncia y el compromiso de la solidaridad.
62. Los jóvenes tienen también una contribución que aportar a la renovación sinodal de
la Iglesia. Son particularmente sensibles a los valores de fraternidad y de compartir, al tiempo
que rechazan las actitudes paternalistas o autoritarias. A veces su actitud hacia la Iglesia aparece
como una crítica, pero a menudo adopta la forma positiva de un compromiso personal en favor
de una comunidad acogedora, comprometida en la lucha contra la injusticia social y en el
cuidado de la casa común. La petición de “caminar juntos en la vida cotidiana”, planteada por
los jóvenes en el Sínodo a ellos dedicado en 2018, corresponde exactamente al horizonte de una
Iglesia sinodal. Por eso, es esencial ofrecerles un acompañamiento atento y paciente; en
particular, merece ser asumida la propuesta, surgida gracias a su contribución, de “una
experiencia de acompañamiento con vistas al discernimiento”, que incluye la vida fraterna
compartida con educadores adultos, un compromiso apostólico para vivir juntos al servicio de
los más necesitados; la oferta de una espiritualidad enraizada en la oración y la vida sacramental
(cf. Documento final de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, “Los
jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, 161).
63. Al promover la corresponsabilidad en la misión de todos los bautizados, reconocemos
las capacidades apostólicas de las personas con discapacidades que se sienten llamadas y
enviadas como sujetos activos de evangelización. Queremos valorar la aportación que proviene
de la inmensa riqueza de humanidad que traen consigo. Reconocemos sus experiencias de
sufrimiento, marginación, discriminación, a veces sufridas incluso dentro de la propia
comunidad cristiana, debido a actitudes paternalistas de lástima. Para favorecer su participación
en la vida y misión de la Iglesia, se propone la creación de un Observatorio Eclesial de la
Discapacidad.
64. Entre las vocaciones con las que la Iglesia se enriquece, destaca la de los esposos. El
Concilio Vaticano II enseñó que “tienen en su modo y estado su carisma propio dentro del
Pueblo de Dios” (LG 11). El sacramento del matrimonio confiere una misión particular que
concierne al mismo tiempo a la vida de la familia, a la edificación de la Iglesia y al compromiso
en la sociedad. En particular, en los últimos años ha crecido la conciencia de que las familias
son sujetos y no sólo destinatarios de la pastoral familiar. Por eso necesitan encontrarse y
trabajar en red, también con la ayuda de las instituciones eclesiales dedicadas a la educación de
niños y jóvenes. Una vez más, la Asamblea expresa su propia cercanía y apoyo a todos aquellos
que viven una condición de soledad como elección de fidelidad a la tradición y al magisterio
de la Iglesia in materia matrimonial y de ética sexual, en la que reconocen una fuente de vida.
65. A lo largo de los siglos, los dones espirituales han dado origen también a diversas
expresiones de vida consagrada. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha reconocido la acción
del Espíritu en la vida de aquellos hombres y mujeres que han elegido seguir a Cristo por el
camino de los consejos evangélicos, consagrándose al servicio de Dios tanto en la
contemplación como en las múltiples formas de servicio. La vida consagrada está llamada a
interpelar a la Iglesia y a la sociedad con su voz profética. En su experiencia secular, las familias
religiosas han madurado prácticas de vida sinodal y discernimiento en común, aprendiendo a
armonizar los dones individuales y la misión común. Las órdenes y congregaciones, las
sociedades de vida apostólica, los institutos seculares, así como las asociaciones, movimientos
y nuevas comunidades tienen una contribución especial que hacer al crecimiento de la
sinodalidad en la Iglesia. Hoy, muchas comunidades de vida consagrada son un laboratorio de
interculturalidad que constituye una profecía para la Iglesia y el mundo. Al mismo tiempo, la
sinodalidad invita —y a veces desafía— a los pastores de las Iglesias locales, así como a los
responsables de la vida consagrada y las agregaciones eclesiales, para fortalecer las relaciones
de modo que se dé vida a un intercambio de dones al servicio de la misión común.
66. La misión implica a todos los bautizados. La primera tarea de los laicos, hombres y
mujeres, es impregnar y transformar las realidades temporales con el espíritu del Evangelio (cf.
LG 31.33; AA 5-7). El proceso sinodal, sostenido con el estímulo del Papa Francisco (cf. Carta
Apostólica en forma de Motu proprio Spiritus Domini, 10 de enero de 2021), ha exhortado a
las Iglesias locales a responder con creatividad y valentía a las necesidades de la misión,
discerniendo entre los carismas algunos que conviene que tomen una forma ministerial,
dotándose de criterios, instrumentos y procedimientos adecuados. No todos los carismas deben
configurarse como ministerios, ni todos los bautizados deben ser ministros, ni todos los
ministerios deben ser instituidos. Para que un carisma se configure como ministerio, es
necesario que la comunidad identifique una verdadera necesidad pastoral, acompañada de un
discernimiento realizado por el pastor junto con la comunidad sobre la conveniencia de crear
un nuevo ministerio. Como fruto de este proceso, la autoridad competente toma la decisión. En
una Iglesia sinodal misionera, se pide la promoción de más formas de ministerios laicales, es
decir, ministerios que no requieren el sacramento del Orden, no sólo en el ámbito litúrgico.
Pueden ser instituidos o no instituidos. También se debe reflexionar sobre cómo confiar los
ministerios laicales en una época en la que las personas se desplazan de un lugar a otro cada
vez con mayor facilidad, precisando los tiempos y los espacios para su ejercicio.
67. Entre los muchos servicios eclesiales, la Asamblea reconoció la contribución a la
comprensión de la fe y al discernimiento que ofrece la teología en la variedad de sus
expresiones. Los teólogos y teólogas ayudan al Pueblo de Dios a desarrollar una comprensión
de la realidad iluminada por la Revelación y a elaborar respuestas adecuadas y un lenguaje
apropiado para la misión. En la Iglesia sinodal y misionera “el carisma de la teología está
llamado a desempeñar un servicio específico [...]. Junto con la experiencia de fe y la
contemplación de la verdad del Pueblo fiel y con la predicación de los Pastores, la teología
contribuye a la penetración cada vez más profunda del Evangelio. Además, ‘como en el caso
de todas las vocaciones cristianas, el ministerio de los teólogos, al tiempo que personal, es
también comunitario y colegial’” (CTI, n. 75), sobre todo cuando se ejerce en forma de
enseñanza a la que se confía una misión canónica en instituciones académicas eclesiásticas. “La
sinodalidad eclesial compromete también a los teólogos a hacer teología en forma sinodal, promoviendo entre ellos la capacidad de escuchar, dialogar, discernir e integrar la multiplicidad
y la variedad de las instancias y de los aportes” (ibid.). En esta línea, es urgente fomentar, a
través de formas institucionales adecuadas, el diálogo entre los Pastores y los que se dedican a
la investigación teológica. La Asamblea invita a las instituciones teológicas a continuar la
investigación dirigida a clarificar y profundizar el significado de la sinodalidad y la formación
que la acompaña en las Iglesias locales.
El ministerio ordenado al servicio de la armonía
68. Como todos los ministerios de la Iglesia, el episcopado, el presbiterado y el diaconado
están al servicio del anuncio del Evangelio y de la edificación de la comunidad eclesial. El
Concilio Vaticano II ha recordado que el ministerio ordenado, de institución divina, “está
ejercido en diversos órdenes que ya desde antiguo recibían los nombres de obispos, presbíteros
y diáconos” (LG 28). En este contexto, el Concilio Vaticano II afirmó la sacramentalidad del
episcopado (cf. LG 21), recuperó la realidad comunitaria del presbiterado (cf. LG 28) y abrió
el camino para la restauración del ejercicio permanente del diaconado en la Iglesia latina (cf.
LG 29).
El ministerio del obispo: componer los dones del Espíritu en la unidad
69. La tarea del obispo es presidir una Iglesia local, como principio visible de unidad en
su interior y vínculo de comunión con todas las Iglesias. La afirmación del Concilio según la
cual “por la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden” (LG 21)
permite comprender la identidad del obispo en el entramado de las relaciones sacramentales
con Cristo y con la ''porción del Pueblo de Dios'' (CD 11) que le ha sido confiada y a la que está
llamado a servir en nombre de Cristo Buen Pastor. Al que es ordenado obispo no se le confían
prerrogativas y tareas que deba realizar solo. Al contrario, recibe la gracia y la tarea de
reconocer, discernir y componer en la unidad los dones que el Espíritu derrama sobre las
personas y las comunidades, actuando al interior del vínculo sacramental con los presbíteros y
los diáconos, corresponsables con él del servicio ministerial en la Iglesia local. De este modo,
realiza lo que es más propio y específico de su misión en el contexto de la preocupación por la
comunión de las Iglesias.
70. El del obispo es un servicio en, con y para la comunidad (cf. LG 20), realizado a través
de la proclamación de la Palabra, la presidencia de la celebración de la Eucaristía y de los demás
sacramentos. Por ello, la Asamblea sinodal desea que el Pueblo de Dios tenga más voz en la
elección de los obispos. Recomienda también que la ordenación del Obispo tenga lugar en la
Diócesis a la que está destinado como Pastor y no en la Diócesis de origen, como sucede a
menudo, y que los principales consagrantes sean elegidos entre los Obispos de la provincia
eclesiástica, incluido, en la medida de lo posible, el Metropolitano. Así aparecerá mejor que
quien llega a ser Obispo contrae un vínculo con la Iglesia a la que está destinado, asumiendo
públicamente ante ella los compromisos de su ministerio. Es igualmente importante que, sobre
todo durante las visitas pastorales, pueda pasar tiempo con los fieles, para escucharlos con vistas
a su discernimiento. Esto les ayudará a experimentar la Iglesia como familia de Dios. La
relación constitutiva del Obispo con la Iglesia local no aparece hoy con suficiente claridad en
el caso de los Obispos titulares, por ejemplo, los Representantes Pontificios o los que sirven en
la Curia Romana. Será oportuno seguir reflexionando sobre esta cuestión.
71. Los Obispos también necesitan ser acompañados y apoyados en su ministerio. El
Metropolitano puede desempeñar un papel en la promoción de la fraternidad entre Obispos de
Diócesis vecinas. A lo largo del camino sinodal, surgió la necesidad de ofrecer a los Obispos
caminos de formación permanente también en los contextos locales. Se recordó la necesidad de
clarificar el rol de los Obispos auxiliares y de ampliar las tareas que el Obispo puede delegar.
También debe valorizarse la experiencia de los obispos eméritos en su nuevo modo de estar al
servicio del Pueblo de Dios. Es importante ayudar a los fieles a no cultivar expectativas
excesivas e irreales respecto al Obispo, recordando que también él es un hermano frágil,
expuesto a la tentación, necesitado de ayuda como todos. Una visión idealizada del Obispo no
facilita su delicado ministerio, que en cambio se sostiene por la participación de todo el Pueblo
de Dios en la misión en una Iglesia verdaderamente sinodal.
Con el Obispo: Presbíteros y Diáconos
72. En una Iglesia sinodal, los presbíteros están llamados a vivir su servicio en una actitud
de cercanía a las personas, de acogida y escucha de todos, abriéndose a un estilo auténticamente
sinodal. Los presbíteros “forman con su Obispo un único Presbiterio” (LG 28) y colaboran con
él en el discernimiento de los carismas y en el acompañamiento y guía de la Iglesia local, con
particular atención al servicio de la unidad. Están llamados a vivir la fraternidad presbiteral y a
caminar juntos en el servicio pastoral. También forman parte del presbiterio los presbíteros
miembros de Institutos de vida consagrada y de Sociedades de vida apostólica, que lo
enriquecen con la peculiaridad de su carisma. Ellos, así como los presbíteros que proceden de
Iglesias Orientales sui iuris, célibes o casados, y los presbíteros fidei donum y aquellos que
provienen de otras naciones, ayudan al clero local a abrirse a los horizontes de toda la Iglesia,
mientras que los presbíteros diocesanos ayudan a los otros hermanos a insertarse en la historia
de una diócesis concreta, con sus tradiciones y riquezas espirituales. De este modo, también en
el presbiterio se realiza un verdadero intercambio de dones con vistas a la misión. Los
presbíteros también tienen necesidad ser acompañados y apoyados, especialmente en las
primeras etapas de su ministerio y en los momentos de debilidad y fragilidad.
73. Servidores de los misterios de Dios y de la Iglesia (cf. LG 41), los diáconos son
ordenados “no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio” (LG 29). Lo ejercen en el
servicio de la caridad, en el anuncio y en la liturgia, mostrando en cada contexto social y eclesial
en el que están presentes la relación entre el Evangelio anunciado y la vida vivida en el amor,
y promoviendo en toda la Iglesia una conciencia y un estilo de servicio hacia todos,
especialmente hacia los más pobres. Las funciones de los diáconos son múltiples, como
muestran la Tradición, la oración litúrgica y la práctica pastoral. Deben especificarse en
respuesta a las necesidades de cada Iglesia local, en particular para despertar y sostener la
atención de todos hacia los más pobres, en el marco de una Iglesia sinodal misionera y
misericordiosa. El ministerio diaconal sigue siendo desconocido para muchos cristianos,
también porque, aunque fue restaurado por el Vaticano II en la Iglesia latina como un grado
propio y permanente (cf. LG 29), todavía no ha sido aceptado en todas las áreas geográficas.
La enseñanza del Concilio deberá ser profundizada ulteriormente, también sobre la base de una
revisión de las numerosas experiencias en curso, pero ya ofrece sólidas motivaciones a las
Iglesias locales para que no tarden en promover de manera más generosa el diaconado
permanente, reconociendo en este ministerio un factor precioso para la maduración de una Iglesia Sierva en el seguimiento del Señor Jesús, que se hizo servidor de todos. Esta
profundización puede ayudar también a comprender mejor el significado de la ordenación
diaconal de quienes llegarán a ser presbíteros.
Colaboración entre ministros ordenados dentro de la Iglesia sinodal
74. Varias veces, durante el proceso sinodal, se expresó gratitud a los obispos, presbíteros
y diáconos por la alegría, el compromiso y la dedicación con que desempeñan su servicio.
También se escucharon las dificultades que los pastores encuentran en su ministerio,
principalmente relacionadas con la sensación de aislamiento, soledad, así como el sentirse
abrumados por las exigencias de atender todas las necesidades. La experiencia del Sínodo puede
ayudar a obispos, presbíteros y diáconos a redescubrir la corresponsabilidad en el ejercicio de
su ministerio, que requiere también la colaboración con otros miembros del Pueblo de Dios.
Una distribución más articulada de tareas y responsabilidades, un discernimiento más valiente
de lo que pertenece propiamente al ministerio ordenado y de lo que puede y debe delegarse en
otros, favorecerá su ejercicio de una manera espiritualmente más sana y pastoralmente más
dinámica en cada uno de sus órdenes. Esta perspectiva no dejará de repercutir en unos procesos
de toma de decisiones caracterizados por un estilo más claramente sinodal. También ayudará a
superar el clericalismo entendido como el uso del poder en beneficio propio y la distorsión de
la autoridad de la Iglesia que está al servicio del Pueblo de Dios. Este se expresa especialmente
en abusos sexuales, económicos, de conciencia y de poder por parte de los ministros de la
Iglesia. “El clericalismo, fomentado tanto por los mismos sacerdotes como por los laicos,
genera un cisma en el cuerpo eclesial que fomenta y ayuda a perpetuar muchos de los males
que hoy denunciamos” (Francisco, Carta al Pueblo de Dios, 20 de agosto de 2018).
Juntos por la misión
75. En respuesta a las necesidades de la comunidad y de la misión, a lo largo de su historia
la Iglesia ha dado origen a ciertos ministerios, distintos de los ordenados. Estos ministerios son
la forma que toman los carismas cuando son reconocidos públicamente por la comunidad y por
los responsables de guiarla, y se ponen de manera estable al servicio de la misión. Algunos se
orientan más específicamente al servicio de la comunidad cristiana. De particular relevancia
son los ministerios instituidos, que son conferidos por el obispo, una vez en la vida, con un rito
específico, tras un discernimiento apropiado y una formación adecuada de los candidatos. No
se trata de un simple mandato o asignación de tareas; la atribución del ministerio es un
sacramental que configura a la persona y define su modo de participar en la vida y misión de la
Iglesia. En la Iglesia latina, son el ministerio del lector y del acólito (cf. Francisco, Carta
apostólica en forma de Motu proprio Spiritus Domini, 10 de enero de 2021), y el del catequista
(cf. Francisco, Carta apostólica en forma de Motu proprio Antiquum ministerium, 10 de mayo
de 2021). Los términos y modalidades de su ejercicio deben ser definidos por un mandato de la
autoridad legítima. Corresponde a las Conferencias Episcopales establecer las condiciones
personales que deben cumplir los candidatos y elaborar los itinerarios de formación para
acceder a estos ministerios.
76. A estos los acompañan ministerios no instituidos ritualmente, pero ejercidos con
estabilidad por mandato de la autoridad competente, como, por ejemplo, el ministerio de
coordinar una pequeña comunidad eclesial, dirigir la oración comunitaria, organizar acciones caritativas, etc., que admiten una gran variedad según las características de la comunidad local.
Un ejemplo de ello son los catequistas que siempre, en muchas regiones de África, han estado
a cargo de comunidades carentes de presbíteros. Aunque no exista un rito prescrito, es
aconsejable hacer pública la encomienda mediante un mandato ante la comunidad para
favorecer su reconocimiento efectivo. También existen ministerios extraordinarios, como el
ministerio extraordinario de la comunión, la presidencia de las celebraciones dominicales en
espera de presbítero, la administración de ciertos sacramentales y otros. El ordenamiento
canónico latino y el oriental ya prevé que, en algunos casos, los fieles laicos, hombres o mujeres,
puedan ser también ministros extraordinarios del bautismo. En el ordenamiento canónico latino,
el Obispo (con autorización de la Santa Sede) puede delegar la asistencia en los matrimonios a
fieles laicos, hombres o mujeres. Sobre la base de las necesidades de los contextos locales, se
debe considerar la posibilidad de ampliar y estabilizar estas oportunidades de ejercicio
ministerial por parte de los fieles laicos. Por último, están los servicios espontáneos, que no
necesitan más condiciones ni reconocimiento explícito. Muestran que todos los fieles, de
diversas maneras, participan en la misión a través de sus dones y carismas.
77. A los fieles laicos, hombres y mujeres, se les deben ofrecer más oportunidades de
participación, explorando también otras formas de servicio y ministerio en respuesta a las
necesidades pastorales de nuestro tiempo, en un espíritu de colaboración y corresponsabilidad
diferenciada. Del proceso sinodal surgen, en particular, algunas necesidades concretas, a las
que se debe responder de manera adecuada a los diferentes contextos:
a) una participación más amplia de laicos y laicas en los procesos de discernimiento eclesial
y en todas las fases de los procesos decisionales (elaboración y toma de decisiones);
b) un acceso más amplio de laicos y laicas a los puestos de responsabilidad en las diócesis
y las instituciones eclesiásticas, incluidos los Seminarios, los Institutos y las Facultades
de teología, en consonancia con las disposiciones vigentes;
c) un mayor reconocimiento y apoyo a la vida y a los carismas de los consagrados y
consagradas y a su empleo en puestos de responsabilidad eclesial;
d) el aumento del número de laicos y laicas cualificados que se desempeñen como jueces en
los procesos canónicos;
e) el reconocimiento efectivo de la dignidad y el respeto de los derechos de quienes trabajan
como empleados de la Iglesia y de sus instituciones.
78. El proceso sinodal ha renovado la conciencia de que la escucha es un componente
esencial de todos los aspectos de la vida de la Iglesia: la administración de los sacramentos,
especialmente el de la Reconciliación, la catequesis, la formación y el acompañamiento
pastoral. En este marco, la Asamblea dedicó atención a la propuesta de crear un ministerio de
escucha y acompañamiento, mostrando diversas orientaciones. Algunos se mostraron a favor,
porque dicho ministerio sería una forma profética de subrayar la importancia de la escucha y el
acompañamiento en la comunidad. Otros afirmaron que la escucha y el acompañamiento son
tarea de todos los bautizados, sin necesidad de que sea un ministerio específico. Otros
subrayaron la necesidad de profundizar, por ejemplo, en la relación entre este posible ministerio
y el acompañamiento espiritual, el counseling pastoral y la celebración del sacramento de la
reconciliación. También surgió la sugerencia de que el posible ministerio de escucha y acompañamiento debería dirigirse especialmente a acoger a los que están al margen de la
comunidad eclesial, a los que vuelven después de haberse alejado, a los que buscan la verdad y
desean que se les ayude a encontrarse con el Señor. Por tanto, sigue siendo necesario proseguir
el discernimiento a este respecto. Los contextos locales donde esta necesidad es más sentida
podrán promover su experimentación y desarrollar posibles modelos sobre los que discernir.
Parte III – “Echar la red”
La conversión de los procesos
Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad
la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la
multitud de peces (Jn 21, 5-6)
79. La pesca no ha dado fruto y es hora de volver a la orilla. Pero resuena una Voz, con
autoridad, que les invita a hacer algo que los discípulos solos no habrían hecho, señalándoles
una posibilidad que sus ojos y sus mentes no podían percibir: “Echad la red a la derecha de la
barca y encontraréis”. A lo largo del proceso sinodal, intentamos escuchar esta Voz y acoger lo
que nos decía. En la oración y el diálogo fraterno, reconocimos que el discernimiento eclesial,
el cuidado de los procesos decisionales y el compromiso de rendir cuentas del propio trabajo y
evaluar el resultado de las decisiones tomadas son prácticas con las que respondemos a la
Palabra que nos muestra los caminos de la misión.
80. Estas tres prácticas están estrechamente interrelacionadas. Los procesos de toma de
decisiones requieren un discernimiento eclesial, que exige escuchar en un clima de confianza,
favorecido por la transparencia y la rendición de cuentas. La confianza debe ser recíproca: los
responsables de la toma de decisiones deben ser capaces de confiar y escuchar al Pueblo de
Dios, que a su vez debe ser capaz de confiar en aquellos que ejercen la autoridad. Esta visión
integral subraya que cada una de estas prácticas dependen mutuamente y se apoyan entre sí,
sirviendo a la capacidad de la Iglesia para cumplir su misión. Comprometerse con procesos de
toma de decisiones basados en el discernimiento eclesial y asumir una cultura de transparencia,
de la rendición de cuentas y la evaluación requiere una formación adecuada que no sea sólo
técnica, sino capaz de explorar sus fundamentos teológicos, bíblicos y espirituales. Todos los
bautizados tienen necesidad de esta formación para el testimonio, la misión, la santidad y el
servicio, que pone en relieve la corresponsabilidad. Esto adquiere formas particulares para
quienes ocupan puestos de responsabilidad o están al servicio del discernimiento eclesial.
Discernimiento eclesial para la misión
81. Para promover relaciones capaces de sostener y orientar la misión de la Iglesia, es una
exigencia prioritaria ejercitar la sabiduría evangélica que permitió a la comunidad apostólica de
Jerusalén sellar el resultado del primer acontecimiento sinodal con las palabras: “Hemos
decidido, el Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15,28). Es el discernimiento que, ejercido por el
Pueblo de Dios en vista de la misión, podemos calificar de “eclesial”. El Espíritu, que el Padre
ha enviado en nombre de Jesús y que enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26), guía en todo
momento a los creyentes “a toda la verdad” (Jn 16,13). Por su presencia y acción continuas, la
“Tradición, que viene de los apóstoles, progresa en la Iglesia” (DV 8). Invocando su luz, el
Pueblo de Dios, partícipe de la función profética de Cristo (cf. LG 12), “procura discernir en
los acontecimientos, exigencias y deseos, que comparte con sus contemporáneos, cuáles son en
ellos los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios” (GS 11). Tal discernimiento
se sirve de todos los dones de sabiduría que el Señor distribuye en la Iglesia y hunde sus raíces
en el sensus fidei comunicado por el Espíritu a todos los bautizados. En este espíritu se debe
comprender y reorientar la vida de la Iglesia sinodal misionera.
82. El discernimiento eclesial no es una técnica organizativa, sino una práctica espiritual
que hay que vivir en la fe. Requiere libertad interior, humildad, oración, confianza mutua,
apertura a la novedad y abandono a la voluntad de Dios. No es nunca la afirmación de un punto
de vista personal o de grupo, ni se resuelve en la simple suma de opiniones individuales; cada
uno, hablando según su conciencia, está abierto a escuchar lo que los demás comparten en
conciencia, para buscar juntos reconocer “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2,7).
Previendo la contribución de todas las personas implicadas, el discernimiento eclesial es a la
vez condición y expresión privilegiada de la sinodalidad, en la que se viven juntos comunión,
misión y participación. El discernimiento es tanto más rico cuanto más se escucha a todos. Por
eso es esencial promover una amplia participación en los procesos de discernimiento, cuidando
especialmente la implicación de quienes se encuentran en los márgenes de la comunidad
cristiana y de la sociedad.
83. La escucha de la Palabra de Dios es el punto de partida y el criterio de todo
discernimiento eclesial. La Sagrada Escritura, en efecto, testimonia que Dios ha hablado a su
Pueblo, hasta darnos en Jesús la plenitud de toda la Revelación (DV 2), e indica los lugares
donde podemos escuchar su voz. Dios se comunica con nosotros ante todo en la liturgia, porque
es Cristo mismo quien habla “cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura” (SC 7). Dios
habla a través de la Tradición viva de la Iglesia, de su magisterio, de la meditación personal y
comunitaria de la Escritura y de las prácticas de la piedad popular. Dios sigue manifestándose
a través del clamor de los pobres y de los acontecimientos de la historia humana. Además, Dios
se comunica con su Pueblo a través de los elementos de la creación, cuya existencia misma nos
refiere a la acción del Creador y está llena de la presencia del Espíritu vivificador. Por último,
Dios habla también en la conciencia personal de cada uno, que es “el núcleo más secreto y el
sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto
más íntimo de aquélla” (GS 16). El discernimiento eclesial exige el continuo cuidado y
formación de las conciencias, y la maduración del sensus fidei, para no descuidar ninguno de
los lugares donde Dios habla y sale al encuentro de su Pueblo.
84. Las etapas del discernimiento eclesial pueden articularse de diferentes maneras, según
los lugares y las tradiciones. También sobre la base de la experiencia sinodal, es posible
identificar algunos elementos clave que no deberían faltar:
a) la presentación clara del objeto de discernimiento y el suministro de información e
instrumentos adecuados para su comprensión;
b) un tiempo adecuado para prepararse con la oración, la escucha de la Palabra de Dios y la
reflexión sobre el tema;
c) una disposición interior de libertad con respecto a los propios intereses, personales y de
grupo, y un compromiso con la búsqueda del bien común
d) una escucha respetuosa y profunda de las palabras del otro;
e) la búsqueda del consenso más amplio posible, que surgirá a través de aquello que más
hace arder los corazones (cf. Lc 24,32), sin ocultar los conflictos y sin buscar
compromisos que lo rebajen;
f) la formulación, por parte de quienes dirigen el proceso, del consenso alcanzado y su
presentación a todos los participantes, para que puedan expresar si se reconocen o no en
él.
A partir del discernimiento madurará la decisión adecuada que compromete la adhesión de
todos, incluso cuando la opinión de uno no haya sido aceptada, y un tiempo de recepción en la
comunidad que podrá llevar a verificaciones y evaluaciones posteriores.
85. El discernimiento se realiza siempre en un contexto concreto, cuyas complejidades y
peculiaridades es necesario conocer lo mejor posible. Para que el discernimiento sea
efectivamente “eclesial”, es necesario valerse de los medios necesarios, entre los cuales una
adecuada exégesis de los textos bíblicos que ayude a interpretarlos y comprenderlos, evitando
enfoques parciales o fundamentalistas; el conocimiento de los Padres de la Iglesia, de la
Tradición y de las enseñanzas magisteriales, según sus diversos grados de autoridad; las
aportaciones de las diversas disciplinas teológicas; las contribuciones de las ciencias humanas,
históricas, sociales y administrativas, sin las cuales no es posible conocer seriamente el contexto
en el que y con vistas al cual se realiza el discernimiento.
86. En la Iglesia existe una gran variedad de enfoques del discernimiento y de
metodologías establecidas. Esta variedad es una riqueza: con las oportunas adaptaciones a los
distintos contextos, la pluralidad de enfoques puede resultar fecunda. Con vistas a la misión
común, es importante que entablen un diálogo cordial, sin dispersar las especificidades de cada
uno y sin atrincheramientos identitarios. En las Iglesias locales, a partir de las pequeñas
comunidades eclesiales y de las parroquias, es esencial ofrecer oportunidades de formación que
difundan y alimenten una cultura de discernimiento eclesial para la misión, particularmente
quienes tienen roles de responsabilidad. Igualmente importante es la formación de
acompañantes o facilitadores, cuya contribución resulta a menudo crucial para llevar a cabo los
procesos de discernimiento.
La articulación de los procesos de toma de decisiones
87. En la Iglesia sinodal “toda la comunidad, en la libre y rica diversidad de sus miembros,
es convocada para orar, escuchar, analizar, dialogar, discernir y aconsejar para que se tomen las
decisiones” (CTI, n. 68) para la misión. Fomentar la participación más amplia posible de todo
el Pueblo de Dios en los procesos decisionales es la manera más eficaz de promover una Iglesia
sinodal. Si es cierto, en efecto, que la sinodalidad define el modo de vivir y operar que califica
a la Iglesia, indica al mismo tiempo una práctica esencial en el cumplimiento de su misión:
discernir, alcanzar el consenso, decidir mediante el ejercicio de las diferentes estructuras e
instituciones de la sinodalidad.
88. La comunidad de los discípulos convocados y enviados por el Señor no es un sujeto
uniforme y amorfo. Es su Cuerpo con muchos y diversos miembros, un sujeto histórico
comunitario en el que acaece el Reino de Dios como “semilla y principio” al servicio de su
venida en toda la familia humana. Ya los Padres de la Iglesia reflexionan sobre el carácter de
comunión de la misión del Pueblo de Dios a través de un triple “nada sin” (nihil sine): “nada
sin el obispo” (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos, 2,2), “nada sin vuestro consejo
[de los Presbíteros y Diáconos] y sin el consentimiento del Pueblo” (San Cipriano de Cartago, Carta a los hermanos Presbíteros y Diáconos 14,4). Cuando se rompe esta lógica del nihil sine,
se oscurece la identidad de la Iglesia y se inhibe su misión.
89. Se sitúa en este marco de referencia eclesiológica el compromiso de promover la
participación sobre la base de la corresponsabilidad diferenciada. Cada miembro de la
comunidad debe ser respetado, valorando sus capacidades y dones con vistas a una decisión
compartida. Se requieren formas más o menos articuladas de mediación institucional, en
función del tamaño de la comunidad. La legislación vigente ya prevé órganos de participación
a distintos niveles, de los que se ocupará el documento más adelante.
90. Para facilitar su funcionamiento, parece oportuno reflexionar sobre la articulación de
los procesos decisionales. Esto suele incluir una fase de elaboración o instrucción “mediante un
trabajo conjunto de discernimiento, consulta y cooperación” (CTI, n. 69), que informa y apoya
la posterior toma de decisiones, que corresponde a la autoridad competente. Entre ambas fases
no hay competencia ni contraposición, sino que por su articulación contribuyen a que las
decisiones que se tomen sean fruto de la obediencia de todos a lo que Dios quiere para su Iglesia.
Por ello, es necesario promover procedimientos que hagan efectiva la reciprocidad entre la
asamblea y quienes la presiden, en un clima de apertura al Espíritu y confianza mutua, en busca
de un consenso lo más unánime posible. El proceso debe prever también la fase de aplicación
de la decisión y la de su evaluación, en las que las funciones de los sujetos implicados se
articulan en nuevas modalidades.
91. Hay casos en los que la legislación vigente ya prescribe que la autoridad está obligada
a consultar antes de tomar una decisión. La autoridad pastoral tiene el deber de escuchar a
quienes participan en la consulta y, por consiguiente, no puede actuar como si no los hubiera
escuchado. No se apartará, por tanto, del fruto de la consulta, cuando esté de acuerdo, sin una
razón que prevalezca y que debe ser convenientemente expresada (cf. CIC, can. 127, § 2, 2°;
CCEO can. 934, § 2, 3°). Como en toda comunidad que vive según la justicia, en la Iglesia el
ejercicio de la autoridad no consiste en la imposición de una voluntad arbitraria. En las diversas
formas en que se ejerce, está siempre al servicio de la comunión y de la acogida de la verdad
de Cristo, en la cual y hacia la cual el Espíritu Santo nos guía en tiempos y contextos diversos
(cf. Jn 14,16).
92. En una Iglesia sinodal, la competencia del Obispo, del Colegio episcopal y del Obispo
de Roma en la toma de decisiones es irrenunciable, ya que hunde sus raíces en la estructura
jerárquica de la Iglesia establecida por Cristo al servicio de la unidad y del respeto de la legítima
diversidad (cf. LG 13). Sin embargo, no es incondicional: no se puede ignorar una orientación
que surge en el proceso consultivo como resultado de un correcto discernimiento, sobre todo si
es llevado a cabo por los órganos de participación. Una oposición entre consulta y deliberación
es, por tanto, inadecuada: en la Iglesia, la deliberación tiene lugar con la ayuda de todos, nunca
sin la autoridad pastoral, que decide en virtud de su oficio. Por eso, la fórmula recurrente en el
Código de derecho canónico (CIC), que habla de un “voto sólo consultivo” (tantum
consultivum), debe ser reexaminada para eliminar posibles ambigüedades. Parece oportuna una
revisión de las normas canónicas en clave sinodal, que aclare tanto la distinción como la
articulación entre consultivo y deliberativo, e ilumine las responsabilidades de quienes, según
sus diversas funciones, participan en los procesos decisionales.
93. El cuidado de un desarrollo ordenado y una clara asunción de las responsabilidades
de los participantes, son factores cruciales para la fecundidad de los procesos decisionales,
según las modalidades aquí previstas:
a) incumbe en particular a la autoridad: definir claramente el objeto de la consulta y la
deliberación, así como el sujeto responsable a quien compete la toma de la decisión;
identificar a las personas que deben ser consultadas, también en razón de sus
competencias específicas o de su implicación en el asunto a tratar; hacer que todos los
participantes tengan acceso efectivo a la información pertinente, de modo que puedan
formular su opinión razonadamente;
b) Quienes expresan su opinión en una consulta, individualmente o como miembros de un
órgano colegiado, asumen la responsabilidad de: ofrecer una opinión sincera y honesta,
en consciencia; respetar la confidencialidad de las informaciones recibidas; ofrecer una
formulación clara de su opinión, identificando sus puntos principales, de modo que la
autoridad, en caso de decidir de manera distinta a la opinión recibida, pueda explicar
cómo la tuvo en cuenta en su deliberación;
c) una vez que la autoridad competente ha formulado la decisión, habiendo respetado el
proceso de consulta y expresado claramente las razones que la motivan, todos, en razón
del vínculo de comunión que une a los bautizados, están obligados a respetarla y a ponerla
en práctica, incluso cuando no corresponda al propio punto de vista, sin perjuicio del
deber de participar honestamente también en la fase de evaluación. Siempre queda la
posibilidad de apelar a una autoridad superior, en las formas establecidas por el derecho.
94. Una correcta y decidida puesta en práctica de procesos decisionales auténticamente
sinodales contribuirá al progreso del Pueblo de Dios en una perspectiva participativa, en
particular a través de las mediaciones institucionales previstas por el derecho canónico,
especialmente los organismos de participación. Sin cambios concretos a corto plazo, la visión
de una Iglesia sinodal no será creíble y esto alejará a los miembros del Pueblo de Dios que han
sacado fuerza y esperanza del camino sinodal. Corresponde a las Iglesias locales encontrar
modalidades adecuadas para poner en práctica estos cambios.
Transparencia, rendición de cuentas y evaluación
95. El proceso decisional no concluye con la toma de decisiones. Debe ir acompañada y
seguida de prácticas de rendición de cuentas y evaluación, en un espíritu de transparencia
inspirado en criterios evangélicos. La rendición de cuentas del propio ministerio a la comunidad
pertenece a la tradición más antigua, que se remonta a la Iglesia apostólica. El capítulo 11 de
los Hechos de los Apóstoles nos ofrece un ejemplo de ello: cuando Pedro regresa a Jerusalén
tras haber bautizado a Cornelio, un pagano, y “los creyentes circuncidados le increparon
diciendo: '¡Has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos!” (Hch 11,2-
3). Pedro les responde explicando las razones de sus acciones.
96. En particular, con respecto a la transparencia, surgió la necesidad de iluminar su
significado vinculándola a una serie de términos como verdad, lealtad, claridad, honradez,
integridad, coherencia, rechazo de la opacidad, la hipocresía y la ambigüedad, y ausencia de
segundas intenciones. Se hizo referencia a la bienaventuranza evangélica de los puros de corazón (Mt 5,8), al mandato de ser “sencillos como palomas” (Mt 10,16) y a las palabras del
apóstol Pablo: “hemos renunciado a la clandestinidad vergonzante, no actuando con intrigas ni
falseando la palabra de Dios; sino que, manifestando la verdad, nos recomendamos a la
conciencia de todo el mundo delante de Dios” (2 Cor 4,2). Se hace referencia, por tanto, a una
actitud subyacente, enraizada en la Escritura, más que a un conjunto de procedimientos o
requisitos administrativos o de gestión. La transparencia, en su correcto sentido evangélico, no
compromete el respeto a la intimidad y a la confidencialidad, la protección y el cuidado de las
personas, de su dignidad y de sus derechos, incluso frente a pretensiones indebidas de la
autoridad civil. Todo ello, sin embargo, nunca puede justificar prácticas contrarias al Evangelio
ni convertirse en pretexto para eludir o encubrir acciones del mal. En todo caso, por lo que se
refiere al secreto confesional, “el sello sacramental es indispensable y ningún poder humano
tiene jurisdicción sobre él, ni puede revocarlo” (Francisco, Discurso a los participantes en el
XXX Curso sobre el Foro Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, 29 de marzo de
2019).
97. La actitud de transparencia, en el sentido que acabamos de indicar, constituye un
guardián de esa confianza y credibilidad de las que una Iglesia sinodal, atenta a las relaciones,
no puede prescindir. Cuando se viola la confianza, son los más débiles y vulnerables quienes
sufren las consecuencias. Allí donde la Iglesia goza de confianza, las prácticas de transparencia,
rendición de cuentas y evaluación contribuyen a consolidarla, y son un elemento aún más crítico
allí donde la credibilidad de la Iglesia debe ser reconstruida. Esto es especialmente importante
en el cuidado y la protección de menores y de personas vulnerables (safeguarding).
98. Estas prácticas contribuyen a asegurar la fidelidad de la Iglesia a su misión. Su
ausencia es una de las consecuencias del clericalismo y, al mismo tiempo, lo alimenta. Se basa
en la suposición implícita de que los que tienen autoridad en la Iglesia no deben rendir cuentas
de sus acciones y decisiones, como si estuvieran aislados o por encima del resto del Pueblo de
Dios. La transparencia y la responsabilidad no sólo deben exigirse cuando se trata de abusos
sexuales, financieros y de otro tipo. También concierne al estilo de vida de los pastores, los
planes pastorales, los métodos de evangelización y el modo en que la Iglesia respeta la dignidad
de la persona humana, por ejemplo, en lo que respecta a las condiciones de trabajo dentro de
sus instituciones.
99. Si la Iglesia sinodal quiere ser acogedora, la rendición de cuentas debe convertirse en
una práctica habitual a todos los niveles. Sin embargo, quienes ocupan puestos de autoridad
tienen una mayor responsabilidad a este respecto y están llamados a rendir cuentas a Dios y a
su Pueblo. Si bien la práctica de rendir cuentas a los superiores se ha conservado a lo largo de
los siglos, es preciso recuperar la dimensión de la rendición de cuentas que la autoridad está
llamada a dar a la comunidad. Las instituciones y procedimientos consolidados en la
experiencia de la vida consagrada (como los capítulos, las visitas canónicas, etc.), pueden ser
fuente de inspiración en este sentido.
100. Igualmente necesarias son las estructuras y formas de evaluación periódica del modo
en que se ejercen las responsabilidades ministeriales de todo tipo. La evaluación no constituye
un juicio sobre las personas, sino que permite poner de relieve los aspectos positivos y las áreas
de posible mejora en la actuación de quienes tienen responsabilidades ministeriales, y ayuda a
la Iglesia a aprender de la experiencia, a recalibrar los planes de acción y a permanecer atenta a la voz del Espíritu Santo, centrando la atención en los resultados de las decisiones en relación
con la misión.
101. Además de observar lo ya previsto por las normas canónicas sobre los criterios y
mecanismos de control, corresponde a las Iglesias locales, y sobre todo a sus agrupaciones,
construir sinodalmente formas y procedimientos eficaces de rendición de cuentas y de
evaluación, adecuados a la variedad de contextos, a partir del marco normativo civil, de las
legítimas expectativas de la sociedad y de la disponibilidad efectiva de competencias en la
materia. En este trabajo, es necesario privilegiar las metodologías de evaluación participativa,
potenciar las competencias de quienes, especialmente los laicos, están más familiarizados con
los procesos de rendición de cuentas y evaluación, y discernir las buenas prácticas ya presentes
en la sociedad civil local, adaptándolas a los contextos eclesiales. El modo en que se aplican
los procesos de rendición de cuentas y evaluación a nivel local forman parte del informe
presentado durante las visitas ad limina.
102. En particular, en formas adecuadas a los distintos contextos, parece necesario
garantizar como mínimo:
a) un funcionamiento eficaz de los Consejos de Asuntos Económicos;
b) la implicación efectiva del Pueblo de Dios, especialmente de los miembros más
competentes, en la planificación pastoral y económica;
c) la preparación y publicación (adecuada al contexto local y con accesibilidad efectiva) de
un informe de rendición de cuentas económico anual, certificado en la medida de lo
posible por auditores externos, que haga transparente la gestión de los bienes y de los
recursos financieros de la Iglesia y de sus instituciones;
d) la elaboración y publicación de un informe de rendición de cuentas anual sobre el
desempeño de la misión, que incluya una ilustración de las iniciativas emprendidas en el
ámbito de la salvaguardia (safeguarding: protección y cuidado de menores y personas
vulnerables) y la promoción del acceso de los laicos a puestos de autoridad y su
participación en los procesos decisionales, especificando la proporción en relación con el
género;
e) procedimientos para la evaluación periódica del desempeño de todos los ministerios y
tareas dentro de la Iglesia.
Tenemos que darnos cuenta de que no se trata de un empeño burocrático en sí mismo, sino de
un esfuerzo comunicativo que se revela como una poderosa herramienta educativa para cambiar
la cultura, además de permitirnos dar mayor visibilidad a muchas iniciativas valiosas de la
Iglesia y sus instituciones, que con demasiada frecuencia permanecen ocultas.
Sinodalidad y organismos de participación
103. La participación de los bautizados en los procesos decisionales, así como las
prácticas de rendición de cuentas y de evaluación, se desarrollan a través de mediaciones
institucionales, en primer lugar, los órganos de participación que, a nivel de la Iglesia local, ya
prevé el derecho canónico. En la Iglesia latina, éstos son Sínodo diocesano (cf. CIC, can. 466),
Consejo presbiteral (cf. CIC, can. 500, § 2), Consejo pastoral diocesano (cf. CIC, can. 514, § 1), Consejo pastoral parroquial (cf. CIC, can. 536), Consejo diocesano y parroquial para los
asuntos económicos (cf. CIC, cc. 493 y 537). En las Iglesias orientales católicas son: Asamblea
eparquial (cf. CCEO, cc. 235 ss.), Consejo eparquial para asuntos económicos (cf. CCEO, cc.
262 ss.), Consejo presbiteral (cf. CCEO can. 264), Consejo pastoral eparquial (cf. CCEO cc.
272 ss.), Consejos parroquiales (cf. CCEO can. 295). Los miembros lo son en función de su rol
eclesial, según sus responsabilidades diferenciadas en las distintas capacidades (carismas,
ministerios, experiencia o competencia, etc.). Cada uno de estos organismos participa en el
discernimiento necesario para el anuncio inculturado del Evangelio, la misión de la comunidad
en su propio ambiente y el testimonio de los bautizados que la componen. También les
competen los procesos decisionales en las formas establecidas y constituyen un ámbito para la
rendición de cuentas y la evaluación, ya que a su vez deben evaluar y rendir cuentas de su labor.
Los organismos de participación constituyen uno de los ámbitos de actuación más prometedores
para una rápida aplicación de las orientaciones sinodales que conduzca a cambios perceptibles
a corto plazo.
104. Una Iglesia sinodal se basa en la existencia, eficiencia y vitalidad efectiva, y no
meramente nominal, de estos órganos de participación, así como en su funcionamiento
conforme a las disposiciones canónicas o a la costumbre legítima, y en el cumplimiento de los
estatutos y reglamentos que los rigen. Por esta razón, deberían ser obligatorios, como se
requiere en todas las etapas del proceso sinodal, y poder desempeñar plenamente su papel, no
de manera puramente formal, sino de forma adecuada a los diferentes contextos locales.
105. En esta misma línea, resulta oportuno intervenir en el funcionamiento de estos
organismos, empezando por la adopción de una metodología de trabajo sinodal. La
Conversación en el Espíritu, con las adaptaciones oportunas, puede ser un punto de referencia.
Debe prestarse especial atención al modo de designación de los miembros. Cuando no esté
prevista la elección, deberá realizarse una consulta sinodal que exprese lo más posible la
realidad de la comunidad o de la Iglesia local, y la autoridad deberá hacer el nombramiento en
función de sus resultados, respetando la articulación entre consulta y deliberación descrita
anteriormente. También debe preverse que los miembros de los Consejos pastorales diocesanos
y parroquiales tengan la facultad de proponer temas para su inclusión en el orden del día, de
forma análoga a lo que sucede con los miembros del Consejo presbiteral.
106. La misma atención debe prestarse a la composición de los órganos de participación,
de modo que se favorezca una mayor implicación de las mujeres, de los jóvenes y de quienes
viven en condiciones de pobreza o marginación. Además, es esencial que estos órganos incluyan
a personas bautizadas comprometidas con el testimonio de la fe en las realidades ordinarias de la
vida y en las dinámicas sociales, con una reconocida disposición apostólica y misionera, y no sólo
a personas dedicadas a organizar la vida y los servicios dentro de la comunidad. De este modo, el
discernimiento eclesial se beneficiará de una mayor apertura, capacidad de análisis de la realidad
y pluralidad de perspectivas. En función de las necesidades de los distintos contextos, puede ser
oportuno prever la participación de representantes de otras Iglesias y Comuniones cristianas, a
semejanza de lo que ocurre en la Asamblea sinodal, o de representantes de otras religiones
presentes en el territorio. Las Iglesias locales y sus agrupaciones pueden indicar más fácilmente
algunos criterios para la composición de los organismos de participación adecuados a cada
contexto.
107. La Asamblea prestó especial atención a las experiencias de reforma y a las buenas
prácticas ya existentes, como la creación de redes de Consejos pastorales a nivel de
comunidades de base, parroquias y zonas, hasta llegar al consejo pastoral diocesano. Como
modelo de consulta y de escucha, se propone también que se celebren con cierta regularidad
asambleas eclesiales a todos los niveles, procurando no limitar la consulta dentro de la Iglesia
católica, sino abriéndose a escuchar la aportación de las demás Iglesias y Comuniones
cristianas, y permanecer atentos a las otras religiones presentes en el territorio.
108. La Asamblea propone que se valoricen más el Sínodo diocesano y la Asamblea
eparquial como instancias para una consulta periódica por parte del Obispo de la porción del
Pueblo de Dios que le ha sido confiada, como lugar de escucha, oración y discernimiento,
especialmente cuando se trata de opciones relevantes para la vida y la misión de una Iglesia
local. El sínodo diocesano puede ser también un foro de rendición de cuentas y de evaluación:
ante él, el obispo presenta una relación de la actividad pastoral en los diversos sectores, de la
aplicación del plan pastoral, de la acogida de los procesos sinodales de toda la Iglesia, de las
iniciativas en materia de safeguarding (protección y cuidado de menores), así como de la
administración de las finanzas y de los bienes temporales. Por tanto, es necesario reforzar las
disposiciones canónicas en la materia para reflejar mejor el carácter sinodal misionero de cada
Iglesia local, previendo que los Sínodos diocesanos y las Asambleas eparquiales se reúnan con
una periodicidad regular. Lo más frecuente posible.
Parte IV – Una pesca abundante
La conversión de los vínculos
Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos
doscientos codos, remolcando la red con los peces […] Simón Pedro subió a la barca y
arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque
eran tantos, no se rompió la red (Jn 21,8.11).
109. Las redes echadas por la palabra del Resucitado permiten una pesca abundante.
Todos colaboran en el arrastre de la red, Pedro tiene un rol especial. En el Evangelio, la pesca
es una acción realizada en común: cada uno tiene una tarea precisa, distinta pero coordinada
con la de los demás. Así es la Iglesia sinodal, hecha de vínculos que unen en la comunión y de
espacios para la variedad de pueblos y culturas. En un momento en el que cambia la experiencia
de los lugares donde la Iglesia está arraigada y peregrina, es necesario cultivar en formas nuevas
el intercambio de dones y el entrelazamiento de los vínculos que nos unen, sostenidos por el
ministerio de los Obispos en comunión entre sí y con el Obispo de Roma.
Arraigado y peregrino
110. El anuncio del Evangelio, suscitando la fe en el corazón de los hombres y las
mujeres, lleva a la fundación de una Iglesia en un lugar particular. La Iglesia no puede
entenderse sin estar enraizada en un territorio concreto, en un espacio y en un tiempo donde se
forma una experiencia compartida de encuentro con Dios que salva. La dimensión local de la
Iglesia conserva la rica diversidad de las expresiones de fe arraigadas en contextos culturales e
históricos específicos, y la comunión de las Iglesias manifiesta la comunión de los fieles dentro
de la única Iglesia. De este modo, la conversión sinodal invita a cada persona a ampliar el
espacio del propio corazón, el primer “lugar” donde resuenan todas nuestras relaciones,
enraizadas en la relación personal de cada uno con Cristo Jesús y su Iglesia. Esta es la fuente y
la condición de toda reforma en clave sinodal de los vínculos de pertenencia y de los lugares
eclesiales. La acción pastoral no puede limitarse a cuidar las relaciones entre personas que se
sienten en sintonía entre ellas, sino que debe favorecer el encuentro con cada hombre y cada
mujer.
111. La experiencia del enraizamiento debe hacer frente a profundos cambios
socioculturales que están modificando la percepción de los lugares. El concepto de lugar ya no
puede ser entendido en términos puramente geográficos y espaciales, sino que en nuestra época
evoca la pertenencia a una red de relaciones y a una cultura cuyas raíces territoriales son más
dinámicas y flexibles que nunca. La urbanización es uno de los principales factores de este
cambio: hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, la mayoría de la población mundial
vive en contextos urbanos. Las grandes ciudades son a menudo aglomeraciones humanas sin
historia ni identidad, en las que las personas viven como islas. Los vínculos territoriales
tradicionales cambian de significado, haciendo que los límites de las parroquias y de las diócesis
estén menos definidos. La Iglesia está llamada a vivir en estos contextos, reconstruyendo la
vida comunitaria, dando rostro a realidades anónimas y tejiendo relaciones fraternas. Para ello,
además de aprovechar al máximo las estructuras todavía adecuadas, se requiere una creatividad misionera que explore nuevas formas de pastoral e identifique caminos concretos de atención.
Sin embargo, también es cierto que las realidades rurales, algunas de las cuales son verdaderas
periferias existenciales, no deben descuidarse y requieren una atención pastoral específica, al
igual que los lugares de marginación y exclusión.
112. Nuestra época también se caracteriza por el aumento de la movilidad humana,
motivada por diversas razones. Los refugiados y los migrantes forman a menudo comunidades
dinámicas, incluso en sus prácticas religiosas, haciendo que el lugar donde se instalan sea
multicultural. Algunos de ellos mantienen estrechos lazos con sus países de origen, sobre todo
gracias a los medios digitales, y experimentan dificultades para tejer vínculos en el nuevo país;
otros permanecen desarraigados. Los habitantes de los lugares de inmigración también se ven
interpelados por la acogida de los que llegan. Todos experimentan el impacto causado por el
encuentro con la diversidad de orígenes geográficos, culturales y lingüísticos, y están llamados
a construir comunidades interculturales. No debe pasarse por alto el impacto de los fenómenos
migratorios en la vida de las Iglesias. Es emblemática, en este sentido, la situación de algunas
Iglesias Católicas Orientales, debido al creciente número de fieles en la diáspora; se requieren
nuevos enfoques para que se mantengan los vínculos con su Iglesia de origen y se creen otros
nuevos, respetando las diferentes raíces espirituales y culturales.
113. La difusión de la cultura digital, especialmente evidente entre los jóvenes, también
está cambiando profundamente la percepción del espacio y del tiempo, influyendo en las
actividades cotidianas, las comunicaciones y las relaciones interpersonales, incluida la fe. Las
posibilidades que ofrece la red reconfiguran las relaciones, los vínculos y las fronteras. Aunque
hoy estamos más conectados que nunca, a menudo experimentamos soledad y marginación.
Además, las redes sociales pueden ser utilizadas por quienes tienen intereses económicos y
políticos que, manipulando a las personas, difunden ideologías y generan polarizaciones
agresivas. Esta realidad nos encuentra desprevenidos y requiere la decisión de dedicar recursos
para que el ambiente digital sea un lugar profético para la misión y el anuncio. Las iglesias
locales deben animar, apoyar y acompañar a quienes se dedican a la misión en el ambiente
digital. Las comunidades y grupos digitales de inspiración cristiana, especialmente de jóvenes,
también están llamados a reflexionar sobre el modo cómo crean vínculos de pertenencia, a
promover el encuentro y el diálogo, a ofrecer formación entre iguales y desarrollar un modo
sinodal de ser Iglesia. La red, constituida por conexiones, ofrece nuevas oportunidades para
vivir mejor la dimensión sinodal de la Iglesia.
114. Esta evolución social y cultural exige que la Iglesia se interrogue sobre el significado
de su dimensión “local” y cuestione sus formas organizativas para servir mejor a su misión. Sin
dejar de reconocer el valor de la presencia en contextos geográficos y culturales concretos, es
esencial entender el “lugar” como la realidad histórica en la que toma forma la experiencia
humana. Es allí, en la trama de relaciones que se establecen, donde la Iglesia está llamada a
expresar su sacramentalidad (cf. LG 1) y a realizar su misión.
115. La relación entre lugar y espacio sugiere también una reflexión sobre la Iglesia como
“casa”. Cuando no se entiende como un espacio cerrado, inaccesible, que hay que defender a
toda costa, la imagen de la casa evoca posibilidades de acogida, hospitalidad e inclusión. La
creación misma es una casa común, en la que los miembros de la única familia humana viven
con todas las demás criaturas. Nuestro compromiso, sostenido por el Espíritu, es asegurar que la Iglesia sea percibida como una casa acogedora, un sacramento de encuentro y de salvación,
como una escuela de comunión para todos los hijos e hijas de Dios. La Iglesia es también Pueblo
de Dios en camino con Cristo, en el que cada uno está llamado a ser peregrino de esperanza. La
práctica tradicional de las peregrinaciones es un signo de ello. También la piedad popular es
uno de los lugares de una Iglesia sinodal misionera.
116. La Iglesia local, entendida como Diócesis o Eparquía, es el ámbito fundamental en
el que se manifiesta de modo más pleno la comunión en Cristo de todos los bautizados. En ella
se reúne la comunidad en la celebración de la Eucaristía presidida por el Obispo. Cada Iglesia
local se articula en sí misma y, al mismo tiempo, está en relación con las demás Iglesias locales.
117. Una de las principales articulaciones de la Iglesia local que nos ha legado la historia
es la parroquia. La comunidad parroquial, que se reúne en la celebración de la Eucaristía, es un
lugar privilegiado de relaciones, acogida, discernimiento y misión. Los cambios en la
concepción y en la forma de vivir la relación con el territorio obligan a reconsiderar su
configuración. Lo que la caracteriza es ser una propuesta comunitaria sobre una base no
electiva. Reúne a personas de diferentes generaciones, profesiones, orígenes geográficos, clases
sociales y condiciones de vida. Para responder a las nuevas exigencias de la misión, está
llamada a abrirse a formas inéditas de acción pastoral que tengan en cuenta la movilidad de las
personas y el “territorio existencial” en el que se desarrolla su vida. Promoviendo de manera
particular la iniciación cristiana y ofreciendo acompañamiento y formación, podrá apoyar a las
personas en las diferentes etapas de la vida y en el cumplimiento de su misión en el mundo. De
este modo, quedará más claro que la parroquia no está centrada en sí misma, sino orientada a la
misión y llamada a apoyar el compromiso de tantas personas que, de diferentes maneras, viven
y dan testimonio de su fe en su profesión y en las actividades sociales, culturales y políticas. En
muchas regiones del mundo, las pequeñas comunidades cristianas o comunidades eclesiales de
base son el terreno en el que pueden florecer intensas relaciones de proximidad y reciprocidad,
ofreciendo la oportunidad de vivir concretamente la sinodalidad.
118. Reconocemos la capacidad de los Institutos de vida consagrada, de las Sociedades
de vida apostólica, así como de las Asociaciones, Movimientos y nuevas Comunidades, de
arraigarse en el territorio y, al mismo tiempo, de conectar lugares y ámbitos diversos, incluso a
nivel nacional o internacional. A menudo es su acción, junto con la de tantas personas
individuales y grupos informales, la que lleva el Evangelio a los lugares más diversos:
hospitales, cárceles, residencias de ancianos, centros de acogida para emigrantes, menores,
marginados y víctimas de la violencia; lugares de educación y formación, escuelas y
universidades, donde se encuentran jóvenes y familias; lugares de la cultura, la política y el
desarrollo humano integral donde se imaginan y construyen nuevas formas de convivencia.
También miramos con gratitud a los monasterios, lugares de convocatoria y discernimiento,
profecía de un “más allá”, que concierne a toda la Iglesia y guía el camino. Es responsabilidad
específica del obispo diocesano o eparquial animar esta multiplicidad y cuidar los lazos de
unidad. Los institutos y agregaciones (asociaciones, movimientos y nuevas comunidades) están
llamados a actuar en sinergia con la Iglesia local, participando en el dinamismo de la
sinodalidad.
119. La valorización de los lugares “intermedios” entre la Iglesia local y la Iglesia toda
—como la provincia eclesiástica y las agrupaciones de Iglesias de ámbito nacional o continental— puede favorecer también una presencia más significativa de la Iglesia en los
lugares de nuestro tiempo. La creciente movilidad y las interconexiones actuales hacen que las
fronteras entre las Iglesias sean fluidas y exigen a menudo pensar y actuar dentro de un “vasto
territorio sociocultural”, en el que, excluyendo cualquier forma de “falso particularismo, la vida
cristiana se acomodará al carácter y la idiosincrasia de cada cultura” (AG 22).
Intercambio de dones
120. Caminar juntos en los diferentes lugares como discípulos de Jesús en la diversidad
de carismas y ministerios, así como en el intercambio de dones entre las Iglesias, es un signo
eficaz de la presencia del amor y de la misericordia de Dios en Cristo que acompaña, sostiene
y orienta con el soplo del Espíritu Santo el camino de la humanidad hacia el Reino. El
intercambio de dones implica todas las dimensiones de la vida de la Iglesia. Constituida en
Cristo como Pueblo de Dios por todos los pueblos de la tierra y articulada dinámicamente en la
comunión de las Iglesias locales, de sus agrupaciones, de las Iglesias sui iuris en el seno de la
Iglesia una y católica, vive su misión favoreciendo y acogiendo “todas las riquezas, recursos y
formas de vida de los pueblos en lo que tienen de bueno y al acogerlos los purifica, consolida
y eleva” (LG 13). La exhortación del apóstol Pedro —”como buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios, ponga cada uno al servicio de los demás el don que ha recibido” (1
Pe 4,10)— puede aplicarse ciertamente a cada Iglesia local. Un ejemplo paradigmático e
inspirador de este intercambio de dones, que debe vivirse y revisarse hoy con particular atención
debido a las cambiantes y apremiantes circunstancias históricas, es el que se da entre las Iglesias
de tradición latina y las Iglesias católicas orientales. Un horizonte significativo de novedad y
esperanza en el que se pueden realizar formas de intercambio de dones, de búsqueda del bien
común y de compromiso coordinado en cuestiones sociales de relevancia global es el que se
está configurando, por ejemplo, en grandes áreas geográficas supranacionales e interculturales
como la Amazonia, la cuenca del río Congo, y el mar Mediterráneo.
121. La Iglesia, a nivel local y en su unidad católica, se propone como una red de
relaciones a través de la cual circula y se promueve la profecía de la cultura del encuentro, de
la justicia social, de la inclusión de los grupos marginados, de la fraternidad entre los pueblos,
del cuidado de la casa común. El ejercicio concreto de esta profecía exige que los bienes de
cada Iglesia sean compartidos con espíritu de solidaridad, sin paternalismos ni asistencialismos,
respetando las diferentes identidades y promoviendo una sana reciprocidad, con el compromiso
—cuando sea necesario— de curar las heridas de la memoria y de emprender caminos de
reconciliación. El intercambio de dones y la puesta en común de recursos entre Iglesias locales
de diferentes regiones fomentan la unidad de la Iglesia, creando vínculos entre las comunidades
cristianas implicadas. Es preciso centrarse sobre las condiciones que garanticen que los
presbíteros que van a ayudar a las Iglesias pobres en clero no se conviertan sólo en un remedio
funcional, sino que sean un recurso de crecimiento para la Iglesia que los envía y para aquella
que los recibe. De igual modo hay que procurar que las ayudas económicas no degeneren en
asistencialismo, sino que promuevan la auténtica solidaridad evangélica y sean gestionados de
manera transparente y confiable.
122. El intercambio de dones tiene también un significado crucial en el camino hacia la
unidad plena y visible entre todas las Iglesias y Comuniones cristianas y, además, es un signo
eficaz de esa unidad, en la fe y el amor de Cristo, que favorece la credibilidad y el impacto de la misión cristiana (cf. Jn 17,21). San Juan Pablo II aplicó esta expresión al diálogo ecuménico:
“el diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de todos modos un ‘intercambio de
dones’” (UUS 28). Ha sido en el compromiso de encarnar el único Evangelio en la diversidad
de contextos culturales, circunstancias históricas y desafíos sociales donde las distintas
tradiciones cristianas, a la escucha de la Palabra de Dios y de la voz del Espíritu Santo, han
generado a lo largo de los siglos copiosos frutos de santidad, caridad, espiritualidad, teología y
solidaridad a nivel social y cultural. Ha llegado el momento de atesorar estas preciosas riquezas
con generosidad, con sinceridad, sin prejuicios, con gratitud al Señor, con apertura recíproca,
haciéndonos don los unos a los otros sin asumir que son propiedad exclusiva nuestra. El ejemplo
de los santos y testigos de la fe de otras Iglesias y Comuniones cristianas es también un don
que podemos recibir, incluyendo su memoria en nuestro calendario litúrgico, especialmente la
de los mártires.
123. En el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivenciacomún, firmado por el Papa Francisco y el Gran Imán de Al-Azhar Ahmed Al-Tayyeb en Abu
Dabi el 4 de febrero de 2019, se declara la voluntad de “asumir la cultura del diálogo como
camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y
criterio”. No se trata de una aspiración anhelada ni de un aspecto opcional en el camino del
Pueblo de Dios en el hoy de la historia. En este camino, una Iglesia sinodal se compromete a
caminar, en los diferentes lugares donde vive, con creyentes de otras religiones y con personas
de otras convicciones, compartiendo gratuitamente la alegría del Evangelio y acogiendo con
gratitud sus respectivos dones, para construir juntos, como hermanos y hermanas todos, en un
espíritu de intercambio y ayuda mutua (cf. GS 40), la justicia, la fraternidad, la paz y el diálogo
interreligioso. En algunas regiones, las pequeñas comunidades de barrio, donde se reúnen las
personas independientemente de su pertenencia religiosa, ofrecen un ambiente propicio para un
triple diálogo: de vida, de acción y de oración.
Vínculos para la unidad: Conferencias Episcopales y Asambleas Eclesiales
124. El horizonte de comunión en el intercambio de dones es el criterio inspirador de las
relaciones entre las Iglesias. Combina la atención a los vínculos que forman la unidad de toda
la Iglesia con el reconocimiento y la valoración de las particularidades ligadas al contexto en el
que vive cada Iglesia local, con su historia y su tradición. Adoptar un estilo sinodal permite a
las Iglesias moverse a ritmos diferentes. Las diferencias de ritmo pueden valorarse como
expresión de una diversidad legítima y como una oportunidad para intercambiar dones y
enriquecerse mutuamente. Este horizonte común requiere discernir, identificar y promover
estructuras y prácticas concretas para ser una Iglesia sinodal en misión.
125. Las Conferencias Episcopales expresan y ponen en práctica la colegialidad de los
Obispos para favorecer la comunión entre las Iglesias y responder más eficazmente a las
necesidades de la vida pastoral. Son un instrumento fundamental para crear vínculos, compartir
experiencias y buenas prácticas entre las Iglesias, adaptando la vida cristiana y la expresión de
la fe a las diferentes culturas. También desempeñan un papel importante en el desarrollo de la
sinodalidad, con la participación de todo el Pueblo de Dios. Sobre la base de lo que surgió
durante el proceso sinodal, se propone:
a) recoger los frutos de la reflexión sobre el estatuto teológico y jurídico de las Conferencias Episcopales;
b) precisar el ámbito de la competencia doctrinal y disciplinar de las Conferencias
Episcopales. Sin comprometer la autoridad del Obispo en la Iglesia que le ha sido
confiada, ni poner en peligro la unidad y la catolicidad de la Iglesia, el ejercicio colegial
de esta competencia puede favorecer la auténtica enseñanza de la única fe de manera
adecuada e inculturada en los diversos contextos, identificando las expresiones litúrgicas,
catequéticas, disciplinares, pastorales, teológicas y espirituales apropiadas (cf. AG 22);
c) realizar una evaluación de la experiencia del funcionamiento efectivo de las Conferencias
Episcopales, de las relaciones entre los Episcopados y con la Santa Sede, con el fin de
identificar las reformas concretas a realizar. Las visitas ad limina Apostolorum podrían
ser una ocasión propicia para dicha evaluación;
d) garantizar que todas las diócesis formen parte de una Provincia Eclesiástica y de una
Conferencia Episcopal (cf. CD 40);
e) precisar el vínculo eclesial que las decisiones tomadas por una Conferencia Episcopal
generan, respecto a su propia diócesis, para cada Obispo que haya participado en esas
mismas decisiones;
126. En el proceso sinodal, las siete Asambleas Eclesiales Continentales, celebradas a
comienzos de 2023, representaron una novedad significativa y son un legado que hay que
valorar como una forma eficaz de poner en práctica la enseñanza del Concilio sobre el valor de
“cada gran territorio sociocultural” en la búsqueda de “una acomodación más profunda en todo
el ámbito de la vida cristiana” (AG 22). Su estatuto teológico y canónico, así como el de las
agrupaciones continentales de Conferencias Episcopales, deberá clarificarse mejor para poder
explotar su potencial para el ulterior desarrollo de una Iglesia sinodal. Corresponde
especialmente a los presidentes de las agrupaciones continentales de Conferencias Episcopales
alentar y apoyar la prosecución de esta experiencia.
127. En las asambleas eclesiales (regionales, nacionales, continentales) los miembros,
que expresan y representan la variedad del Pueblo de Dios (incluidos los Obispos), participan
en el discernimiento que permitirá a los Obispos, colegialmente, tomar las decisiones a las que
están obligados en virtud del ministerio que les ha sido confiado. Esta experiencia muestra
cómo la sinodalidad permite articular concretamente la implicación de todos (el Pueblo santo
de Dios) y el ministerio de algunos (el colegio episcopal) en el proceso de toma de decisiones
sobre la misión de la Iglesia. Se propone que el discernimiento pueda incluir, en formas
adaptadas a la diversidad de los contextos, espacios de escucha y diálogo con los otros
cristianos, representantes de otras religiones, instituciones públicas, organizaciones de la
sociedad civil y la sociedad en general.
128. A causa de particulares situaciones sociales y políticas, algunas Conferencias
Episcopales tienen dificultades para participar en asambleas continentales o en organismos
eclesiales supranacionales. Estará a cargo de la Santa Sede el ayudar a estas Conferencias
Episcopales promoviendo el diálogo y la confianza recíproca con los Estados, para que se les
dé la posibilidad de entrar en relación con otras Conferencias Episcopales, con vistas al
intercambio de dones.
129. Para lograr una “saludable ‘descentralización’” (EG 16) y una efectiva inculturación de la fe, es necesario no sólo reconocer el papel de las Conferencias Episcopales, sino también
revalorizar la institución de los Concilios particulares, tanto provinciales como plenarios, cuya
celebración periódica ha sido una obligación durante gran parte de la historia de la Iglesia y que
están previstos por el derecho vigente en el ordenamiento latino (cf. CIC cc. 439-446). Deberían
convocarse periódicamente. El procedimiento de reconocimiento de las conclusiones de los
Concilios particulares por parte de la Santa Sede (recognitio) debería ser reformado, para
favorecer su publicación oportuna, indicando plazos precisos o, en el caso de cuestiones
puramente pastorales o disciplinares (que no se refieran directamente a cuestiones de fe, moral
o disciplina sacramental), introduciendo una presunción jurídica, equivalente al consentimiento
tácito.
El servicio del Obispo de Roma
130. El proceso sinodal ha ayudado también a revisar los modos de ejercicio del
ministerio del Obispo de Roma a la luz de la sinodalidad. En efecto, la sinodalidad articula de
manera sinfónica las dimensiones comunitaria (“todos”), colegial (“algunos”) y personal
(“uno”) de cada Iglesia local y de toda la Iglesia. En esta perspectiva, el ministerio petrino es
inherente a la dinámica sinodal, así como la dimensión comunitaria, que incluye a todo el
Pueblo de Dios, y aquella colegial del ministerio episcopal (cf. CTI, n. 64).
131. Se comprende así el alcance de la afirmación conciliar según la cual “dentro de la
comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones
propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea
universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las
divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla” (LG 13). El Obispo de Roma, principio y
fundamento de la unidad de la Iglesia (LG 23), es el garante de la sinodalidad: a él corresponde
convocar a la Iglesia en Sínodo, presidirlo y confirmar sus resultados. Como sucesor de Pedro,
tiene un papel único en la salvaguardia del depósito de la fe y de las costumbres, asegurando
que los procesos sinodales sean fructíferos para la unidad y el testimonio. Junto con el Obispo
de Roma, el Colegio episcopal tiene un papel insustituible en apacentar la Iglesia toda (cf. LG
22-23) y en promover la sinodalidad en todas las Iglesias locales.
132. Como garante de la unidad en la diversidad, el Obispo de Roma vela por la
salvaguardia de la identidad de las Iglesias católicas orientales, en el respeto de sus antiguas
tradiciones teológicas, canónicas, litúrgicas, espirituales y pastorales. Estas Iglesias están
dotadas de sus propias estructuras sinodales deliberativas: Sínodo de los Obispos de las Iglesias
patriarcales y arquidiocesanas mayores (cf. CCEO cc. 102 ss., 152), Concilio provincial (cf.
CCEO can. 137), Consejo de Jerarcas (cf. CCEO cc. 155, § 1, 164 ss.) y, finalmente, Asambleas
de Jerarcas de diversas Iglesias sui iuris (cf. CCEO can. 322). Como Iglesias sui iuris en plena
comunión con el Obispo de Roma, conservan su identidad oriental y autonomía. En el marco
de la sinodalidad, es oportuno revisar juntos la historia para curar las heridas del pasado y
profundizar nuevos modos de vivir la comunión que produzcan un cambio en las relaciones
entre las Iglesias católicas orientales y la Curia romana. Las relaciones entre la Iglesia latina y
las Iglesias católicas orientales deben caracterizarse por el intercambio de dones, la
colaboración y el enriquecimiento recíproco.
133. Para incrementar estas relaciones, la Asamblea sinodal propone instituir un Consejo
de Patriarcas, Arzobispos Mayores y Metropolitas de las Iglesias Católicas Orientales, presidido
por el Papa, que sea expresión de la sinodalidad e instrumento para promover la comunión y la
puesta en común del patrimonio litúrgico, teológico, canónico y espiritual. El éxodo de muchos
fieles orientales a regiones de rito latino corre el riesgo de comprometer su identidad. Para hacer
frente a esta situación, deben desarrollarse instrumentos y normas que refuercen al máximo la
colaboración entre la Iglesia latina y las Iglesias católicas orientales. La Asamblea sinodal
recomienda un diálogo sincero y una colaboración fraterna entre los Obispos latinos y
orientales, para asegurar una mejor atención pastoral a los fieles orientales que carecen de
Presbíteros del propio rito y para garantizar, con la debida autonomía, la participación de los
Obispos orientales en las Conferencias Episcopales. Por último, propone al Santo Padre que
convoque un Sínodo especial para promover la consolidación y el renacimiento de las Iglesias
católicas orientales.
134. La reflexión sobre el ejercicio del ministerio petrino en clave sinodal debe realizarse
en la perspectiva de la “saludable ‘descentralización’” (EG 16), pedida con insistencia por el
Papa Francisco y solicitada por muchas Conferencias Episcopales. En la formulación dada por
la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, esta supone “dejar a la competencia de los
Pastores la facultad de resolver en el ejercicio de ‘su propia competencia de maestros’ y
Pastores las cuestiones que conocen bien y que no afectan a la unidad de doctrina, disciplina y
comunión de la Iglesia, actuando siempre con esa corresponsabilidad que es fruto y expresión
de ese mysterium communionis específico que es la Iglesia” (PE II, 2). Para proceder en esta
dirección, se podría identificar mediante un estudio teológico y canónico qué materias deben
reservarse al Papa (reservatio papalis) y cuáles deben ser restituidas a los Obispos en sus
Iglesias o agrupaciones de Iglesias, en línea con el reciente Motu Proprio Competentias quasdam decernere (15 de febrero de 2022). De hecho, “asignar algunas competencias, sobre
disposiciones del código destinadas a garantizar la unidad de la disciplina de la Iglesia
universal, a la potestad ejecutiva de las Iglesias y de las instituciones eclesiales locales,
corresponde a la dinámica eclesial de la comunión algunas competencias, sobre disposiciones
del código destinadas a garantizar la unidad de la disciplina de la Iglesia toda, a la potestad
ejecutiva de las Iglesias y de las instituciones eclesiales locales, sobre la base de la dinámica
eclesial de la comunión” (Proemio). La elaboración de la legislación canónica por parte de
quienes tienen la tarea y la autoridad debería tener un estilo sinodal y madurar como fruto de
un discernimiento eclesial.
135. La Constitución Apostólica Praedicate Evangelium ha configurado el servicio de la
Curia Romana en sentido sinodal y misionero, insistiendo en que “no se sitúa entre el Papa y
los Obispos, sino que se pone al servicio de ambos en la forma que conviene a la naturaleza de
cada uno” (PE I.8). Su aplicación debe promover una mayor colaboración entre los Dicasterios
y favorecer la escucha de las Iglesias locales. Antes de publicar documentos normativos
importantes, se exhorta a los Dicasterios a iniciar una consulta con las Conferencias Episcopales
y con los organismos correspondientes de las Iglesias católicas orientales. En la lógica de la
transparencia y de la rendición de cuentas, esbozada con anterioridad, podrían preverse formas
de evaluación periódica del trabajo de la Curia. Dicha evaluación, en una perspectiva sinodal
misionera, podría concernir también a los Representantes Pontificios. Las Visitas ad limina
Apostolorum son el momento culminante de las relaciones de los Pastores de las Iglesias locales con el Obispo de Roma y sus más estrechos colaboradores de la Curia Romana. Muchos
Obispos desearían que se revisara la forma en que se realizan, para que sean cada vez más
ocasiones de intercambio abierto y de escucha recíproca. Es importante para el bien de la Iglesia
favorecer el conocimiento mutuo y los lazos de comunión entre los miembros del Colegio
cardenalicio, teniendo en cuenta también su diversidad de origen y de cultura. La sinodalidad
debe inspirar su colaboración al ministerio petrino y su discernimiento colegial en los
Consistorios ordinarios y extraordinarios.
136. Entre los lugares para practicar la sinodalidad y la colegialidad a nivel de la Iglesia
toda, destaca ciertamente el Sínodo de los Obispos, que la Constitución apostólica Episcopalis
communio ha transformado de ser un evento a un proceso eclesial. Establecido por san Pablo
VI como asamblea de Obispos convocada para participar, a través del consejo, en la solicitud
del Romano Pontífice por toda la Iglesia, es ahora, en forma de proceso por etapas, expresión e
instrumento de la relación constitutiva entre todo el Pueblo de Dios, el Colegio de los Obispos
y el Papa. En efecto, todo el santo Pueblo de Dios, los Obispos a quienes se les confía sus
porciones y el Obispo de Roma, participan plenamente en el proceso sinodal, cada uno según
su propia función. Esta participación se manifiesta en la Asamblea sinodal reunida en torno al
Papa, que, en su composición, muestra la catolicidad de la Iglesia. En particular, como explicó
el Papa Francisco, la composición de esta XVI Asamblea General Ordinaria es “más que un
hecho contingente. Esta expresa una modalidad del ejercicio del ministerio episcopal coherente
con la Tradición viva de la Iglesia y con la enseñanza del Concilio Vaticano II” (Discurso en
la Primera Congregación General de la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 2 de octubre de 2024). El Sínodo de los Obispos, aun
conservando su naturaleza episcopal, ha visto y podría ver en el futuro, en la participación de
otros miembros del Pueblo de Dios, “la forma en que está llamado a asumir el ejercicio de la
autoridad episcopal en una Iglesia consciente de ser constitutivamente relacional y por ello
sinodal” (ibid.), para la misión. En la profundización de la identidad del Sínodo de los Obispos
es esencial que, en el proceso sinodal y en las Asambleas, aparezca y se realice concretamente
la articulación entre la implicación de todos (el Pueblo santo de Dios), el ministerio de algunos
(el Colegio episcopal) y la presidencia de uno (el Sucesor de Pedro).
137. Entre los frutos más significativos del Sínodo 2021-2024 está la intensidad del
impulso ecuménico. La necesidad de encontrar “una forma de ejercicio del primado que [...] se
abra a una situación nueva” (UUS 95) es un desafío fundamental tanto para una Iglesia sinodal
misionera como para la unidad de los cristianos. El Sínodo acoge con satisfacción la reciente
publicación del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos El Obispo de Roma.
Primado y sinodalidad en los diálogos ecuménicos y en las respuestas a la encíclica Ut unum
sint, que ofrece perspectivas para una ulterior profundización. El documento muestra que la
promoción de la unidad de los cristianos es un aspecto esencial del ministerio del Obispo de
Roma y que el camino ecuménico ha favorecido una comprensión más profunda del mismo.
Las propuestas concretas que contiene sobre una relectura o un comentario oficial de las
definiciones dogmáticas del Concilio Vaticano I sobre el primado, una distinción más clara
entre las distintas responsabilidades del Papa, la promoción de la sinodalidad y la búsqueda de
un modelo de unidad basado en una eclesiología de comunión, ofrecen perspectivas
prometedoras para el camino ecuménico. La Asamblea sinodal espera que este documento sirva
de base para ulteriores reflexiones con los otros cristianos, “por supuesto juntos”, sobre el ejercicio del ministerio de unidad del Obispo de Roma como “servicio de amor reconocido por
unos y otros” (UUS 95).
138. La riqueza que representa la participación de Delegados fraternos de otras Iglesias y
Comuniones cristianas en la Asamblea sinodal nos invita a prestar más atención a las prácticas
sinodales de nuestros interlocutores ecuménicos, tanto de Oriente como de Occidente. El
diálogo ecuménico es fundamental para desarrollar una comprensión de la sinodalidad y de la
unidad de la Iglesia. Nos empuja a imaginar prácticas sinodales auténticamente ecuménicas,
incluso hasta formas de consulta y discernimiento sobre cuestiones urgentes de interés común,
como podría ser la celebración de un sínodo ecuménico sobre la evangelización. También nos
invita a rendir cuentas recíprocamente de lo que somos, lo que hacemos y lo que enseñamos.
En la raíz de esta posibilidad está el hecho de que estamos unidos en el único Bautismo, del que
brota la identidad del Pueblo de Dios y el dinamismo de la comunión, la participación y la
misión.
139. El 2025, Año del Jubileo, es también el aniversario del primer Concilio Ecuménico,
en el que se formuló, de manera sinodal, el símbolo de la fe que une a todos los cristianos. La
preparación y conmemoración conjunta del 1700 aniversario del Concilio de Nicea debería ser
una ocasión para profundizar y confesar juntos la fe cristológica y poner en práctica formas de
sinodalidad entre los cristianos de todas las tradiciones. Será también una ocasión para
promover iniciativas audaces en favor de una fecha común de pascua, de modo que podamos
celebrar la resurrección del Señor el mismo día, como providencialmente sucederá en 2025, y
dar así mayor fuerza misionera al anuncio de Aquel que es la vida y la salvación del mundo
entero.
Parte V – “También yo los envío”
Formar un pueblo de discípulos misioneros
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». 2Y,
dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,21-22)
140. En la tarde de Pascua, Cristo entrega a los discípulos el don mesiánico de su paz y
los hace partícipes de su misión. Su paz es plenitud de ser, armonía con Dios, con los hermanos
y las hermanas, y con la creación; la misión es anunciar el Reino de Dios, ofreciendo a toda
persona, sin excluir a nadie, la misericordia y el amor del Padre. El gesto delicado que acompaña
las palabras del Resucitado recuerda lo que Dios hizo al principio. Ahora, en el Cenáculo, con
el soplo del Espíritu comienza la nueva creación: nace un pueblo de discípulos misioneros.
141. Para que el Pueblo santo de Dios pueda testimoniar a todos la alegría del Evangelio,
creciendo en la práctica de la sinodalidad, necesita una formación adecuada: ante todo en la
libertad de hijos e hijas de Dios en el seguimiento de Jesucristo, contemplado en la oración y
reconocido en los pobres. La sinodalidad, en efecto, implica una profunda conciencia
vocacional y misionera, fuente de un estilo renovado en las relaciones eclesiales, de nuevas
dinámicas participativas y de discernimiento eclesial, así como de una cultura de la evaluación,
que no puede establecerse sin el acompañamiento de procesos formativos específicos. La
formación en el estilo sinodal de la Iglesia promoverá la conciencia de que los dones recibidos
en el Bautismo son talentos que hay que hacer fructificar para el bien de todos: no pueden
ocultarse ni permanecer inoperantes.
142. La formación del discípulo misionero comienza con la iniciación cristiana y hunde
sus raíces en ella. En la historia de cada uno está el encuentro con muchas personas y grupos o
pequeñas comunidades que han contribuido a introducirnos en la relación con el Señor y en la
comunión de la Iglesia: padres y familiares, padrinos y madrinas, catequistas y educadores,
animadores de la liturgia y trabajadores en el campo de la caridad, diáconos, presbíteros y el
mismo Obispo. A veces, una vez terminado el camino de la Iniciación, el vínculo con la
comunidad se debilita y se descuida la formación. Sin embargo, ser discípulos misioneros del
Señor no es una meta que se alcanza de una vez para siempre. Implica conversión continua,
crecimiento en el amor “hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13) y apertura
a los dones del Espíritu para un testimonio vivo y gozoso de la fe. Por eso es importante
redescubrir como la celebración dominical de la Eucaristía forma a los cristianos: “la plenitud
de nuestra formación es la conformación con Cristo [...]: no se trata de un proceso mental y
abstracto, sino de llegar a ser Él” (DD 41). Para muchos fieles, la Eucaristía dominical es el
único contacto con la Iglesia: cuidar su celebración de la mejor manera, con particular atención
a la homilía y a la “participación activa” (SC 14) de todos, es decisivo para la sinodalidad. En
la Misa, de hecho, acontece como una gracia concedida desde lo alto, antes de ser el resultado
de nuestros propios esfuerzos: bajo la presidencia de uno y gracias al ministerio de algunos,
todos pueden participar en la doble mesa de la Palabra y del Pan. El don de la comunión, de la
misión y de la participación —las tres piedras angulares de la sinodalidad— se realiza y se
renueva en cada Eucaristía.
143. Una de las peticiones que ha surgido con más fuerza de todas las partes a lo largo
del proceso sinodal es que la formación sea integral, continua y compartida. Su finalidad no es sólo la adquisición de conocimientos teóricos, sino la promoción de la capacidad de apertura y
encuentro, de compartir y colaborar, de reflexión y discernimiento en común, de lectura
teológica de las experiencias concretas. Por tanto, debe cuestionar todas las dimensiones de la
persona (intelectual, afectiva, relacional y espiritual) e incluir experiencias concretas
debidamente acompañadas. Igualmente fue manifestada la insistencia en la necesidad de una
formación en la que participen juntos hombres y mujeres, laicos, consagrados, ministros
ordenados y candidatos para el ministerio ordenado, que les permita crecer en el conocimiento
y estima mutuos y en la capacidad de colaborar. Esto requiere la presencia de formadores
idóneos y competentes, capaces de confirmar con la vida lo que transmiten con la palabra: sólo
así la formación será verdaderamente generadora y transformadora. Tampoco debemos pasar
por alto la contribución que las disciplinas pedagógicas pueden aportar a la preparación de
cursos de formación bien orientados, atentos a los procesos de aprendizaje en la edad adulta y
al acompañamiento de las personas y las comunidades. Por tanto, debemos invertir en la
formación de formadores.
144. La Iglesia dispone ya de muchos lugares y recursos para la formación de discípulos
misioneros: familias, pequeñas comunidades, parroquias, agregaciones eclesiales (institutos,
movimientos y nuevas comunidades), seminarios, comunidades religiosas, instituciones
académicas, pero también lugares de servicio y de trabajo con los marginados, experiencias
misioneras y de voluntariado. En todos estos ámbitos la comunidad expresa su capacidad de
educar en el discipulado y de acompañar en el testimonio, en un encuentro que a menudo reúne
a personas de distintas generaciones, desde los más jóvenes hasta los ancianos. En la Iglesia
nadie es mero destinatario de la formación: todos somos sujetos activos y tenemos algo que
donar a los demás. La piedad popular es también un tesoro precioso de la Iglesia, que enseña el
camino a todo el Pueblo de Dios.
145. Entre las prácticas formativas que pueden recibir un nuevo impulso de la sinodalidad,
se debe prestar particular atención a la catequesis para que, además de declinarse en los
itinerarios de la Iniciación, sea cada vez más “en salida” y hacia afuera. Las comunidades de
discípulos misioneros sabrán practicarla en el signo de la misericordia y acercarla a la
experiencia de cada uno, llevándola a las periferias existenciales, sin perder en esto la referencia
al Catecismo de la Iglesia Católica. Puede convertirse así en un “laboratorio de diálogo” con
los hombres y mujeres de nuestro tiempo (cf. Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización, Directorio general para la catequesis, 54) e iluminar su búsqueda de sentido.
En muchas Iglesias, los catequistas son el recurso fundamental para el acompañamiento y la
formación; en otras, su servicio debe ser más valorado y sostenido por la comunidad, alejándose
de una lógica de delegación, que contradice la sinodalidad. Teniendo en cuenta la amplitud de
los fenómenos migratorios, es importante que la catequesis promueva el conocimiento mutuo
entre las Iglesias de los países de origen y de acogida.
146. Además de los ambientes y recursos específicamente pastorales, la comunidad
cristiana está presente en muchas otras instituciones de formación, como la escuela, la
formación profesional, la universidad, la formación para el compromiso social y político, el
mundo del deporte, la música y el arte. A pesar de la diversidad de contextos culturales, que
determinan prácticas y tradiciones muy diferentes, las instituciones de formación de inspiración
católica están a menudo en contacto con personas que no frecuentan otros ambientes eclesiales.
Inspiradas en las prácticas de la sinodalidad, pueden convertirse en un laboratorio de relaciones amistosas y participativas, en un contexto en el que el testimonio de vida, las competencias y
la organización educativa son principalmente laicales e implican prioritariamente a las familias.
En particular, las escuelas y universidades de inspiración católica desempeñan un papel
importante en el diálogo entre fe y cultura y en la educación moral en valores, ofreciendo una
formación orientada a Cristo, icono de la vida en plenitud. Cuando lo consiguen, se muestran
capaces de promover una alternativa a los modelos dominantes, a menudo inspirados en el
individualismo y la competencia, asumiendo así también una función profética. En algunos
contextos, son el único ámbito en el que los niños y los jóvenes entran en contacto con la Iglesia.
Cuando se inspiran en el diálogo intercultural e interreligioso, su acción educativa es apreciada
también por personas de otras tradiciones religiosas como una forma de auténtica promoción
humana.
147. La formación sinodal compartida para todos los bautizados constituye el horizonte
dentro del cual comprender y practicar la formación específica necesaria para los ministerios
individuales y para los diversos estados de vida. Para ello es necesario que se realice como
intercambio de dones entre las diversas vocaciones (comunión), en la perspectiva de un servicio
a realizar (misión) y en un estilo de implicación y educación en la corresponsabilidad
diferenciada (participación). Esta exigencia, surgida con fuerza del proceso sinodal, requiere
no pocas veces un exigente cambio de mentalidad y un enfoque renovado de los ambientes y
procesos formativos. Implica, sobre todo, una disposición interior a dejarse enriquecer por el
encuentro con hermanos y hermanas en la fe, superando prejuicios y visiones partidistas. La
dimensión ecuménica de la formación no puede sino favorecer este cambio de mentalidad.
148. A lo largo del proceso sinodal se ha expresado ampliamente la petición de que los
itinerarios de discernimiento y formación de los candidatos al ministerio ordenado se
configuren al estilo sinodal. Esto significa que deben prever una presencia significativa de
figuras femeninas, una inserción en la vida cotidiana de las comunidades y una educación para
colaborar con todos en la Iglesia y practicar el discernimiento eclesial. Esto implica una valiente
inversión de energía en la preparación de los formadores. La Asamblea pide una revisión de la
Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis que incorpore las peticiones maduradas en el
Sínodo, traduciéndolas en indicaciones precisas para una formación a la sinodalidad. Los cursos
de formación deben ser capaces de despertar en los candidatos la pasión por la misión ad gentes.
No menos necesaria es la formación de los Obispos, para que puedan asumir mejor su misión
de componer en la unidad los dones del Espíritu y ejercer en estilo sinodal la autoridad que les
ha sido conferida. El estilo sinodal de formación implica que la dimensión ecuménica esté
presente en todos los aspectos del camino hacia el ministerio ordenado.
149. En la formación del Pueblo de Dios a la sinodalidad, es necesario considerar también
algunos ámbitos específicos, a los que el proceso sinodal ha llamado insistentemente la
atención. El primero se refiere al impacto del ambiente digital en los procesos de aprendizaje,
en la capacidad de concentración, en la percepción de sí mismo y del mundo, y en la
construcción de las relaciones interpersonales. La cultura digital constituye una dimensión
crucial del testimonio de la Iglesia en la cultura contemporánea, así como un campo misionero
emergente. Por eso es necesario cuidar que el mensaje cristiano esté presente en la red de formas
fiables que no distorsionen su contenido de forma ideológica. Aunque lo digital tiene un gran
potencial para mejorar nuestras vidas, también puede causar daños y perjuicios, a través del
acoso, la desinformación, la explotación sexual y la adicción. Es importante que las instituciones educativas de la Iglesia ayuden a niños y adultos a desarrollar habilidades críticas
para navegar con seguridad por la red.
150. Otro ámbito de gran importancia es la promoción en todos los ambientes eclesiales
de una cultura de tutela y protección (safeguarding), para hacer de las comunidades lugares
cada vez más seguros para los menores y las personas vulnerables. Ya se ha comenzado a
trabajar para dotar a las estructuras eclesiales de normas y procedimientos legales que permitan
prevenir los abusos y responder a tiempo ante comportamientos inadecuados. Es necesario
continuar con este compromiso, ofreciendo una formación específica y continua, adecuada a
quienes trabajan en contacto con menores y adultos vulnerables, para que puedan actuar con
competencia y sepan captar las señales, a menudo silenciosas, de quienes están viviendo un
drama y necesitan ayuda. La acogida y el apoyo a las víctimas es una tarea delicada e
indispensable que requiere una gran humanidad y debe llevarse a cabo con la ayuda de personas
cualificadas. Todos debemos dejarnos estremecer por su sufrimiento y practicar esa proximidad
que, mediante opciones concretas, les alivia, les ayuda y prepara un futuro diferente para todos.
Los procesos de safeguarding deben ser objeto de seguimiento y evaluación constantes. Las
víctimas y los sobrevivientes deben ser acogidos y apoyados con gran sensibilidad.
151. Los temas de la doctrina social de la Iglesia, el compromiso por la paz y la justicia,
el cuidado de la casa común y el diálogo intercultural e interreligioso también deben ser más
difundidos en el Pueblo de Dios, para que la acción de los discípulos misioneros incida en la
construcción de un mundo más justo y fraterno. El compromiso por la defensa de la vida y los
derechos de la persona, por el orden justo de la sociedad, por la dignidad del trabajo, por una
economía justa y solidaria, por una ecología integral, forman parte de la misión evangelizadora
que la Iglesia está llamada a vivir y encarnar en la historia.
Conclusión
Un banquete para todos los pueblos
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
«Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque
sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
(Jn 21,9.12.13)
152. El relato de la pesca milagrosa termina con un banquete. El Resucitado ha pedido
a los discípulos que obedezcan su palabra, que echen las redes y las saquen a tierra; es Él, sin
embargo, quien prepara la mesa y les invita a comer. Hay panes y peces para todos, como
cuando los había multiplicado para la multitud hambrienta. Por encima de todo, está el estupor
y el encanto de su presencia, tan clara y resplandeciente que no se hacen preguntas. Al comer
con los suyos, después de que le habían abandonado y negado, el Resucitado abre de nuevo
el espacio de la comunión e imprime para siempre en los discípulos la huella de una
misericordia que se abre de par en par al futuro. Por eso, los testigos de la Pascua se calificarán
así: “nosotros que hemos comido y hemos bebido con él después de su resurrección de entre
los muertos” (Hch 10,41).
153. En el banquete del Resucitado con los discípulos encuentra cumplimiento la
imagen del profeta Isaías que inspiró los trabajos de la Asamblea sinodal: una mesa
sobreabundante y deliciosa preparada por el Señor en la cima del monte, símbolo de
convivialidad y comunión, destinada a todos los pueblos (Is 25,6-8). La mesa que el Señor
prepara para los suyos después de la Pascua es un signo de que el banquete escatológico ya
ha comenzado. Aunque sólo en el cielo tendrá su plenitud, la mesa de la gracia y de la
misericordia ya está puesta para todos y la Iglesia tiene la misión de llevar este espléndido
anuncio a un mundo cambiante. Mientras se alimenta en la Eucaristía del Cuerpo y de la
Sangre del Señor, sabe que no puede olvidar a los pobres, a los últimos, a los excluidos, a los
que no conocen el amor y están sin esperanza, ni a los que no creen en Dios o no se reconocen
en ninguna religión instituida. Los lleva al Señor en la oración y luego sale a su encuentro,
con la creatividad y audacia que le inspira el Espíritu. Así, la sinodalidad de la Iglesia se
convierte en profecía social, inspirando nuevos caminos también para la política y la
economía, colaborando con todos los que creen en la fraternidad y la paz en un intercambio
de dones con el mundo.
154. Viviendo el proceso sinodal hemos tomado nueva conciencia de que la salvación
que hay que recibir y proclamar pasa a través de las relaciones. Se vive y se testimonia juntos.
La historia se nos presenta trágicamente marcada por la guerra, la rivalidad por el poder, por
miles injusticias y represiones. Sabemos, sin embargo, que el Espíritu ha puesto en el corazón
de cada ser humano un deseo profundo y silencioso de relaciones auténticas y de vínculos
verdaderos. La creación misma habla de unidad y de compartir, de variedad y de
entrelazamiento entre las distintas formas de vida. Todo nace de la armonía y tiende a la
armonía, incluso cuando sufre la herida devastadora del mal. El sentido último de la
sinodalidad es el testimonio que la Iglesia está llamada a dar de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la armonía del amor que se derrama de sí misma para darse al mundo. Caminando en
estilo sinodal, en el entrelazamiento de nuestras vocaciones, carismas y ministerios, y
saliendo al encuentro de todos para llevar la alegría del Evangelio, podremos vivir la
comunión que salva: con Dios, con toda la humanidad y con toda la creación. De este modo,
gracias al compartir, comenzaremos ya a experimentar el banquete de vida que Dios ofrece a
todos los pueblos.
155. A la Virgen María, que lleva el espléndido título de Odigitria, Aquella que indica y
guía el camino, confiamos los resultados de este Sínodo. Que Ella, Madre de la Iglesia, que en
el Cenáculo ayudó a la comunidad naciente a abrirse a la novedad de Pentecostés, nos enseñe a
ser un Pueblo de discípulos misioneros que caminan juntos: una Iglesia sinodal.