EL POEMA DEL
HOMBRE-DIOS
(El Evangelio como me ha sido revelado)
Por María Valtorta
VOLUMEN 1
María Valtorta y sus Escritos
María Valtorta es una personalidad muy conocida en el mundo y, sin embargo, para muchos su nombre es nuevo, porque no resonó nunca en alas de la publicidad sino que se abrió camino secretamente, casi como si hubiera ido llamando con discreción de puerta en puerta, o mejor: de corazón en corazón. Sus obras comenzaron a publicarse en Italia hacia la mitad de la década de los cincuenta y desde aquí, poco a poco, su nombre llegó hasta los más apartados rincones de la tierra.
Quien conoce este nombre sabe que pertenece a una gran escritora que fue, ante todo, una mística. Como mística y como escritora, la personalidad de María Valtorta es muy singular.
Aunque sus padres eran nativos del norte de Italia (Lombardía), María Valtorta nació en el Sur, en Caserta, el 14 de marzo de 1897, y transcurrió el resto de su vida en varias ciudades de la Italia septentrional. Desde niña experimentó hacia Cristo un reclamo casi profético: acompañarlo en el dolor, voluntariamente acogido y generosamente ofrecido. Siguiendo su ejemplo, asoció al dolor el amor, hasta el punto de que se identificaran en una cosa sola. Y a través de los sufrimientos, que no eran, por cierto, un fin anhelado en la edad de los sueños y las esperanzas, cumplió en la madurez su vocación de donarse por completo.
Era hija de un hombre bueno y afable, oficial del ejército, pero tuvo una madre tan despótica, que obstaculizó y reprimió las legítimas aspiraciones de la única hija, que era inteligente, sensible, volitiva, generosa, propensa a la cultura y atraída hacia una profunda espiritualidad. A causa de su madre, que dos veces truncó su incipiente interés sentimental, María no se casó. Y, también por su madre, no pudo gozar plenamente del
vínculo afectivo con su padre ni cursó los estudios más adecuados a su personalidad ni pudo ser libre en su práctica religiosa.
Pero la constricción más dura para María fue la que soportó en los últimos veintisiete años de su vida, cuando se vio obligada a guardar cama permanentemente por una parálisis de los miembros inferiores, cuyo origen se remontaba al bastonazo en los riñones que, en su juventud, le había propinado un subversor.
En 1942, cuando hacía ya ocho años que estaba paralizada, conoció al Padre Romualdo M. Migliorini, un fraile Servita ex misionero, que llegó en calidad de prior y párroco a Viareggio, donde la familia Valtorta se había establecido desde hacía tiempo, luego de varios cambios de residencia.
El Padre Migliorini se convirtió en guía espiritual de María y la indujo a escribir sus memorias. Y ella, en poco más de un mes, volcó en los cuadernos que el mismo religioso le había proporcionado un raudal de recuerdos y sentimientos, revelando un excepcional talento literario al narrar sin reticencias su historia apasionadamente humana y heroicamente ascética.
Antes de enfermarse, María Valtorta había practicado algunas formas de apostolado activo, ya como enfermera samaritana en el hospital militar de Florencia, ya como delegada cultural de las jóvenes de la Acción Católica en su parroquia de Viareggio. Pero sólo después de haber escrito desde su lecho de enferma la Autobiografía, comprendió cuál era el proyecto de Dios a su respecto. Ofreciendo sin reservas, junto con sus sufrimientos, sus dotes naturales, se convirtió en la "pluma del Señor" y en el instrumento de una manifestación sobrenatural que, por amplitud y profundidad, está considerada –excepción hecha de la Sagrada Escritura– única en la historia de la Iglesia.
Escribió sin interrupción desde 1943 hasta 1947, y con intermitencias en los años siguientes hasta 1951. Usaba los cuadernos que el buen Padre Migliorini le seguía proporcionando, en los cuales escribía fluidamente de su propio puño, con una pluma estilográfica. Aun en las fases agudas de su enfermedad y, a veces, entre dolores atroces, siguió escribiendo personalmente, sin dictar nunca, para no ser reemplazada ni siquiera en el acto de escribir. Ella misma había fabricado una carpeta que apoyaba sobre las rodillas, de modo que sirviera de soporte al cuaderno.
La enfermedad crónica y la intensa actividad como escritora no impidieron que María Valtorta, que quiso permanecer ignorada durante su vida, siguiera los acontecimientos del mundo, recibiera visitas de personas conocidas, escribiera cartas y se dedicara a labores femeninas (sin contar con sus plegarias y penitencias, de las cuales fue testigo Marta Diciotti, asistente providencial y fiel compañera desde 1935).
Mas una vez terminada su misión de escritora, comenzó a entrar en un estado de dulce apatía, de misteriosa incomunicabilidad, que se fue acentuando a medida que pasaban los años, como si cada vez más la absorbiera una contemplación interior que, sin embargo, no alteraba su aspecto exterior. Sin recobrarse nunca –exceptuando algunos momentos de lucidez llenos de significado–, terminó sus días, en la casa de Viareggio, el 12 de octubre de 1961.
Descansa en Florencia, en una capilla del Claustro Grande del complejo monumental de la Santísima Anunciación.
María Valtorta escribió de una vez, sin un esquema preparatorio y sin rehacer sus escritos, más o menos quince mil páginas. Esta notable producción literaria está publicada, en el original italiano, en quince volúmenes además de la Autobiografía. De ellos, diez volúmenes encierran la obra mayor y cinco las obras menores.
La obra mayor es L'Evangelo come mi è stato rivelato. En sus diez volúmenes narra el nacimiento y la infancia de María y de su hijo Jesús, los tres años de la vida pública de Jesús, su pasión, muerte, resurrección y ascensión al Cielo, Pentecostés, los albores de la Iglesia y la asunción de María. Describe paisajes, ambientes, personas y acontecimientos con el brío de una representación. Delinea caracteres y situaciones con habilidad introspectiva. Expone alegrías y dramas con el sentimiento de quien es partícipe de ellos realmente. Explica circunstancias históricas, ritos, costumbres, características ambientales y culturales sagradas y profanas, con datos y detalles que los especialistas exentos de prejuicios consideran irreprochables. Y, sobre todo, expone a través de la extensa narración de la vida terrenal de Cristo, toda la doctrina del cristianismo que la Iglesia Católica nos transmite.
Las demás obras de María Valtorta son: el Libro di Azaria (comentario de las Misas festivas), las Lezioni suIl' Epistola di Paolo ai Romani (cuyo título ya expresa el contenido) y un grupo de tres volúmenes titulados, respectivamente, I quaderni del 1943, 1 quaderni del 1944, 1 quaderni dal 1945 al 1950. Los tres volúmenes comprenden una miscelánea de textos que se refieren a explicaciones doctrinales, ilustraciones de pasajes bíblicos, directivas espirituales, notas de crónica, narraciones evangélicas, descripciones del martirio de primeros cristianos, para terminar con un comentario sobre el Apocalipsis.
La presente edición de la Obra mayor de María Valtorta es la traducción en lengua española, llevada a cabo por Alberto Giralda Cid, de la tercera edición italiana.
El título, El Evangelio como me ha sido revelado, traduce el de la edición francesa, L'Evangile tel qu'il m'a été révélé, y el de la tercera edición italiana, L'Evangelo come mi è stato rivelato, inspirados ambos en las indicaciones originarias de María Valtorta.
El precedente título, El Hombre–Dios, correspondiente a la edición traducida por Juan Escobar, era la traducción simplificada del título Il poema dell'Uomo–Dio, el cual, a pesar de no haber sido enunciado por María Valtorta, dio nombre a las dos primeras ediciones italianas.
Esta nueva edición española se compone de 10 volúmenes, como la tercera italiana, de la que toma, además del título, las principales características...
Los capítulos están numerados en serie progresiva desde el primer volumen hasta el décimo. Cada capítulo ha sido dividido, a su vez, en fragmentos numerados, llamados parágrafos, que presentan una completitud textual...
Las notas que no llevan la sigla NdT (nota del traductor) son traducción de notas de la tercera edición italiana; en ellas, la sigla MV significa María Valtorta, y D significa Director de la edición italiana.
EL EDITOR
(Centro Editoriale Valtortiano, srl., viale Piscicelli 89–91 03036 Isola del Liri – ITALIA)
Nacimiento y vida oculta de María y Jesús
1. Pensamiento introductor. Dios quiso un seno sin mancha.
“María puede ser llamada después de Cristo la Primogénita del Padre”
“Dios me poseyó al inicio de sus obras”.
Salomón, Proverbios cap. 8 v. 22.
22 de agosto de 1944.
1 Jesús me ordena: “Coge un cuaderno completamente nuevo. Copia en la primera hoja el dictado del día 16 de agosto. En este libro se hablará de Ella”.
Obedezco y copio.
16 de agosto de 1944.
2 Dice Jesús:
“Hoy escribe esto sólo. La pureza tiene un valor tal, que un seno de criatura pudo contener al Incontenible, porque poseía la máxima pureza posible en una criatura de Dios.
La Santísima Trinidad descendió con sus perfecciones, habitó con sus Tres Personas, cerró su Infinito en pequeño espacio –no por ello se hizo menor, porque el amor de la Virgen y la voluntad de Dios dilataron este espacio hasta hacer de él un Cielo– y se manifestó con sus características:
el Padre, siendo Creador nuevamente (1) de la Criatura como en el sexto día (2) y teniendo una “hija” verdadera, digna, a su perfecta semejanza. La impronta de Dios estaba estampada en María tan nítidamente, que sólo en el Primogénito del Padre era superior. María puede ser llamada la “segundogénita” (3) del Padre, porque, por perfección dada y sabida conservar, y por dignidad de Esposa y Madre de Dios y de Reina del Cielo, viene segunda después del Hijo del Padre y segunda en su eterno Pensamiento, que Aba eterno en Ella se complació;
el Hijo, siendo también para Ella “el Hijo” y enseñándole, por misterio de gracia, su verdad y sabiduría cuando aún era sólo un Embrión que crecía en su seno;
el Espíritu Santo, apareciendo entre los hombres por un anticipado Pentecostés, por un prolongado Pentecostés, Amor en “Aquella que amó”, Consuelo para los hombres por el Fruto de su seno, Santificación por la maternidad del Santo.
1 Veo el interior de una casa. Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad. Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas pero lleno de esa seriedad que viene con los años, yo diría que puede tener de cincuenta a cincuenta y cinco años, no más.
Al indicar estas edades femeninas tomo como base el rostro de mi madre, cuya efigie tengo, más que nunca, presente estos días que me recuerdan los últimos suyos cerca de mi cama... Pasado mañana hará un año que ya no la veo... Mi madre era de rostro muy fresco bajo unos cabellos precozmente encanecidos. A los cincuenta años era blanca y negra como al final de la vida. Pero, aparte de la madurez de la mirada, nada denunciaba sus años. Por eso, pudiera ser que me equivocase al dar un cierto número de años a las mujeres ya mayores.
La visión cesa aquí.
5 Me doy cuenta de que se ha abierto el ciclo del nacimiento de María. Y me alegro mucho por ello, porque lo deseaba grandemente. Supongo que también usted se alegrará de ello (6).
Antes de empezar a escribir he oído a la Mamá decirme: “Hija, escribe, pues, acerca de mí. Toda pena tuya será consolada”. Y, mientras decía esto, me ponía la mano sobre la cabeza acariciándome delicadamente. Luego ha venido la visión. Pero al principio, o sea, hasta que no oí llamar por el nombre a la mujer de cincuenta años, no comprendí que me encontraba ante la madre de la Mamá y, por lo tanto, ante la gracia del nacimiento de la Virgen.
3. En la fiesta de los Tabernáculos. Joaquín y Ana poseían la Sabiduría. Ana ora en el Templo. Es escuchada
23 de agosto de 1944.
La casa no me ha parecido la de Nazaret, bien conocida. Al menos la habitación es muy distinta. Con respecto al huerto–jardín, debo decir que es también más amplio; además, se ven los campos, no muchos, pero... los hay. Después, ya casada María, sólo está el huerto (amplio, eso sí, pero sólo huerto).
Y esta habitación que he visto no la he observado nunca en las otras visiones. No sé si pensar que por motivos pecuniarios los padres de María se hubieran deshecho de parte de su patrimonio, o si María, dejado el Templo, pasó a otra casa, que quizás le había dado José. No recuerdo si en las pasadas visiones y lecciones recibí alguna vez alusión segura a que la casa de Nazaret fuera la casa natal.
Mi cabeza está muy cansada. Además, sobre todo por lo que respecta a los dictados, olvido en seguida las palabras, aunque, eso sí, me quedan grabadas las prescripciones que contienen, y, en el alma, la luz. Pero los detalles se borran inmediatamente. Si al cabo de una hora tuviera que repetir lo que he oído, aparte de una o dos frases de especial importancia, no sabría nada más. Las visiones, por el contrario, me quedan vivas en la mente, porque las he tenido que observar por mí misma. Los dictados los recibo. Aquéllas, por el contrario, tengo que percibirlas; permanecen, por lo tanto, vivas en el pensamiento, que ha tenido que trabajar para advertir sus distintas fases.
Esperaba un dictado sobre la visión de ayer, pero no lo ha habido.
2 Empiezo a ver y escribo.
Fuera de los muros de Jerusalén, en las colinas, entre los olivos, hay gran multitud de gente. Parece un enorme mercado, pero no hay ni casetas ni puestos de venta ni voces de charlatanes y vendedores ni juegos. Hay muchas tiendas hechas de lana basta, sin duda impermeables, extendidas sobre estacas hincadas en el suelo. Atados a las estacas hay ramos verdes, como decoración y como medio para dar frescor. Otras, sin embargo, están hechas sólo de ramos hincados en el suelo y atados así ^ ; éstas crean como pequeñas galerías verdes. Bajo todas ellas, gente de las más distintas edades y condiciones y un rumor de conversación tranquilo e íntimo en que sólo desentona algún chillido de niño.
Cae la tarde y ya las luces de las lamparitas de aceite resplandecen acá y allá por el extraño campamento. En torno a estas luces, algunas familias, sentadas en el suelo, están cenando; las madres tienen en su regazo a los más pequeños, muchos de los cuales, cansados, se han quedado dormidos teniendo todavía el trozo de pan en sus deditos rosados, cayendo su cabecita sobre el pecho materno, como los polluelos bajo las alas de la gallina. Las madres terminan de comer como pueden, con una sola mano libre, sujetando con la otra a su hijito contra su corazón. Otras familias, por el contrario, no están todavía cenando. Conversan en la semioscuridad del crepúsculo esperando a que la comida esté hecha. Se ven lumbres encendidas, desperdigadas; en torno a ellas trajinan las mujeres. Alguna nana muy lenta, yo diría casi quejumbrosa, mece a algún niño que halla dificultad para dormirse.
Encima, un hermoso cielo sereno, azul cada vez más oscuro hasta semejar a un enorme toldo de terciopelo suave de un color negro–azul; un cielo en el que, muy lentamente, invisibles artífices y decoradores estuvieran fijando gemas y lamparitas, ya aisladas, ya formando caprichosas líneas geométricas, entre las que destacan la Osa Mayor y Menor, que tienen forma de carro con la lanza apoyada en el suelo una vez liberados del yugo los bueyes. La estrella Polar ríe con todos sus resplandores.
Me doy cuenta de que es el mes de octubre porque una gruesa voz de hombre lo dice: “¡Este octubre es extraordinario como ha habido pocos!” (7).
3 Aparece en la escena Ana. Viene de una de las hogueras con algunas cosas en las manos y colocadas sobre el pan, que es ancho y plano, como una torta de las nuestras, y que hace de bandeja. Trae pegado a las faldas a Alfeo, que va parla que te parla con su vocecita aguda. Joaquín está a la entrada de su pequeña tienda (toda de ramajes). Habla con un hombre de unos treinta años, al que saluda Alfeo desde lejos con un gritito diciendo: “Papá”. Cuando Joaquín ve venir a Ana se da prisa en encender la lámpara.
Ana pasa con su majestuoso caminar regio entre las filas de tiendas; regio y humilde. No se altera con ninguno. Levanta a un niñito, hijo de una pobre, muy pobre, mujer, el cual ha tropezado en su traviesa carrera y ha ido a caer justo a sus pies. Dado que el niñito se ha ensuciado de tierra la carita y está llorando, ella le limpia y le consuela y, habiendo acudido la madre disculpándose, se lo restituye diciendo: “¡Oh, no es nada! Me alegro de que no se haya hecho daño. Es un niño muy majo. ¿Qué edad tiene?”.
“Tres años. Es el penúltimo. Dentro de poco voy a tener otro. Tengo seis niños. Ahora querría una niña... Para una mamá es mucho una niña...”.
“¡Grande ha sido el consuelo que has recibido del Altísimo, mujer!”. –Ana suspira–. La otra mujer dice: “Sí. Soy pobre, pero los hijos son nuestra alegría, y ya los más grandecitos ayudan a trabajar. Y tú, señora, –todos los signos son de que Ana es de condición más elevada, y la mujer lo ha visto– ¿cuántos niños tienes?”.
“Ninguno”.
“¿Ninguno! ¿No es tuyo éste?”.
“No. De una vecina muy buena. Es mi consuelo...”.
“Se te han muerto, o...”.
“No los he tenido nunca”.
“¡Oh!”. La mujer pobre la mira con piedad.
Ana la saluda con un gran suspiro y se dirige a su tienda.
“Te he hecho esperar, Joaquín. Me ha entretenido una mujer pobre, madre de seis hijos varones, ¡fíjate! Y dentro de poco va a tener otro hijo”.
Joaquín suspira.
El padre de Alfeo llama a su hijo, pero éste responde: “Yo me quedo con Ana. Así la ayudo”. Todos se echan a reír.
“Déjale. No molesta. Todavía no le obliga la Ley. Aquí o allí... no es más que un pajarito que come” dice Ana, y se sienta con el niño en el regazo; le da un pedazo de torta y –creo– pescado asado. Veo que hace algo antes de dárselo. Quizás le ha quitado la espina. Antes ha servido a su marido. La última que come es ella.
4 La noche está cada vez más poblada de estrellas y las luces son cada vez más numerosas en el campamento. Luego muchas luces se van poco a poco apagando: son los primeros que han cenado, que ahora se echan a dormir. Va disminuyendo también lentamente el rumor de la gente. No se oyen ya voces de niños. Sólo resuena la vocecita de algún lactante buscando la leche de su mamá. La noche exhala su brisa sobre las cosas y las personas, y borra penas y recuerdos, esperanzas y rencores. Bueno, quizás estos dos sobrevivan, aun cuando hayan quedado atenuados, durante el sueño, en los sueños.
Ana está meciendo a Alfeo, que empieza a dormirse en sus brazos. Entonces cuenta a su marido el sueño que ha tenido: “Esta noche he soñado que el próximo año voy a venir a la Ciudad Santa para dos fiestas en vez de para una sola. Una será el ofrecimiento de mi hijo al Templo... ¡Oh! ¡Joaquín!...”.
“Espéralo, espéralo, Ana. ¿No has oído alguna palabra? ¿El Señor no te ha susurrado al corazón nada?”.
“Nada. Un sueño sólo...”.
“Mañana es el último día de oración. Ya se han efectuado todas las ofrendas. No obstante, las renovaremos solemnemente mañana. Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor. Yo sigo pensando que te sucederá como a Ana de Elcana”.
“Dios lo quiera... ¡Si hubiera, ahora mismo, alguien que me dijera: "Vete en paz. El Dios de Israel te ha concedido la gracia que pides"!...”.
“Si ha de venir la gracia, tu niño te lo dirá revelándose por primera vez en tu seno. Será voz de inocente y, por lo tanto, voz de Dios”.
Ahora el campamento calla en la obscuridad de la noche. Ana lleva a Alfeo a la tienda contigua y le pone sobre la yacija de heno junto a sus hermanitos, que ya están dormidos. Luego se echa al lado de Joaquín. Su lamparita también se apaga –una de las últimas estrellitas de la tierra–. Quedan, más hermosas, las estrellas del firmamento, velando a todos los durmientes.
1 Veo de nuevo la casa de Joaquín y Ana. Nada ha cambiado en su interior, si se exceptúan las muchas ramas florecidas, colocadas aquí y allá en jarrones (sin duda provienen de la podadura de los árboles del huerto, que están todos en flor: una nube que varía del blanco nieve al rojo típico de ciertos corales).
También es distinto el trabajo que está realizando Ana. En un telar más pequeño, teje lindas telas de lino, y canta rimando el movimiento del pie con la voz. Canta y sonríe... ¿A quién? A sí misma, a algo que ve en su interior.
El canto, lento pero alegre –que he escrito aparte para seguirle, porque le repite una y otra vez, como gozándose en él, y cada vez con más fuerza y seguridad, como la persona que ha descubierto un ritmo en su corazón y primero lo susurra calladamente, y luego, segura, va más expedita y alta de tono– dice (y le transcribo porque, dentro de su sencillez, es muy dulce):
“¡Gloria al Señor omnipotente que ha amado a los hijos de David! ¡Gloria al Señor!
Su suprema gracia desde el Cielo me ha visitado.
El árbol viejo ha echado nueva rama y yo soy bienaventurada.
Por la Fiesta de las Luces echó semilla la esperanza;
ahora de Nisán la fragancia la ve germinar.
Como el almendro, se cubre de flores mi carne en primavera.
Su fruto, cercano ya el ocaso, ella siente llevar.
En la rama hay una rosa, hay uno de los más dulces pomos.
Una estrella reluciente, un párvulo inocente.
La alegría de la casa, del esposo y de la esposa.
Loor a Dios, a mi Señor, que piedad tuvo de mí.
Me lo dijo su luz: "Una estrella te llegará".
¡Gloria, gloria! Tuyo será este fruto del árbol,
primero y extremo, santo y puro como don del Señor.
Tuyo será. ¡Que por él venga alegría y paz a la tierra!
¡Vuela, lanzadera! Aprieta el hilo para la tela del recién nacido.
¡El nace! Laudatorio a Dios vaya el canto de mi corazón”.
2 Entra Joaquín en el momento en que ella iba a repetir por cuarta vez su canto. “¿Estás contenta, Ana? Pareces un ave en primavera. ¿Qué canción es ésta? A nadie se la he oído nunca. ¿De dónde nos viene?”.
“De mí corazón, Joaquín”. Ana se ha levantado y ahora se dirige hacia su esposo, toda sonriente. Parece más joven y más guapa.
“No sabía que fueras poetisa” dice su marido mirándola con visible admiración. No parecen dos esposos ya mayores. En su mirada hay una ternura de jóvenes cónyuges. “He venido desde la otra parte del huerto oyéndote cantar. Hacía años que no oía tu voz de tórtola enamorada. ¿Quieres repetirme esa canción?”.
“Te la repetiría aunque no lo pidieras. Los hijos de Israel han encomendado siempre al canto los gritos más auténticos de sus esperanzas, alegrías y dolores. Yo he encomendado al canto la solicitud de anunciarme y de anunciarte una gran alegría. Sí, también a mí, porque es cosa tan grande que, a pesar de que yo ya esté segura de ella, me parece aún no verdadera...”. Y empieza a entonar de nuevo la canción. Pero cuando llega al punto: “En la rama hay una rosa, hay uno de los más dulces pomos, una estrella...”, su bien entonada voz de contralto primero se oye trémula y luego se rompe; se echa a llorar de alegría, mira a Joaquín y, levantando los brazos, grita: “¡Soy madre, amado mío!”, y se refugia en su corazón, entre los brazos que él ha tendido para volver a cerrarlos en torno a ella, su esposa dichosa. Es el más casto y feliz abrazo que he visto desde que estoy en este mundo. Casto y ardiente, dentro de su castidad.
Y la delicada reprensión entre los cabellos blanco–negros de Ana: “¿Y no me lo decías?”.
“Porque quería estar segura. Siendo vieja como soy... verme madre... No podía creer que fuera verdad... y no quería darte la más amarga de las desilusiones. Desde finales de diciembre siento renovarse mis entrañas profundas y echar, como digo, una nueva rama. Mas ahora en esa rama el fruto es seguro... ¿Ves? Esa tela ya es para el que ha de venir”.
“¿No es el lino que compraste en Jerusalén en octubre?”.
“Sí. Lo he hilado durante la espera... y con esperanza.
3 Tenía esperanza por lo que sucedió el último día mientras oraba en el Templo –lo más que puede una mujer en la Casa de Dios– ya de noche. ¿Te acuerdas que decía: "Un poco más, todavía un poco más"? ¡No sabía separarme de allí sin haber recibido gracia! Pues bien, descendiendo ya las sombras, desde el interior del lugar sagrado al que yo miraba con arrobo para arrancarle al Dios presente su asentimiento, vi surgir una luz. Era una chispa de luz bellísima. Cándida como la luna pero que tenía en sí todas las luces de todas las perlas y gemas que hay en la tierra. Parecía como si una de las estrellas preciosas del Velo –las que están colocadas bajo los pies de los querubines–, se separase y adquiriese esplendor de luz sobrenatural... Parecía como si desde el otro lado del Velo sagrado, desde la Gloria misma, hubiera salido un fuego y viniera veloz hacia mí, y que al cortar el aire cantara con voz celeste diciendo: "Recibe lo que has pedido". Por eso canto: "Una estrella te llegará". ¿Y qué hijo será éste, nuestro, que se manifiesta como luz de estrella en el Templo y que dice "existo" en la Fiesta de las Luces (14)? ¿Será que has acertado al pensar en mí como una nueva Ana de Elcana (15)?
4 ¿Cómo la llamaremos a esta criatura nuestra que, dulce como canción de aguas, siento que me habla en el seno con su corazoncito, latiendo, latiendo, como el de una tortolita entre los huecos de las manos?”.
“Si es varón, le llamaremos Samuel; si es niña, Estrella, la palabra que ha detenido tu canto para darme esta alegría de saber que soy padre, la forma que ha tomado para manifestarse entre las sagradas sombras del Templo”.
“Estrella. Nuestra Estrella, porque... no lo sé, pero creo que es una niña. Pienso que unas caricias tan delicadas no pueden provenir sino de una dulcísima hija. Porque no la llevo yo, no me produce dolor; es ella la que me lleva por un sendero azul y florido, como si ángeles santos me sostuvieran y la tierra estuviera ya lejana... Siempre he oído decir a las mujeres que el concebir y el llevar al hijo en el seno supone dolor (16), pero yo no lo siento. Me siento fuerte, joven, fresca; más que cuando te entregué mi virginidad en la lejana juventud. Hija de Dios –porque es más de Dios que nuestra, siendo así que nacerá de un tronco aridecido– que no da dolor a su madre; sólo le trae paz y bendición: los frutos de Dios, su verdadero Padre”.
“Entonces la llamaremos María. Estrella de nuestro mar, perla, felicidad, el nombre de la primera gran mujer de Israel (17). Pero no pecará nunca contra el Señor, que será el único al que dará su canto, porque ha sido ofrecida a Él como hostia antes de nacer”.
“Está ofrecida a Él, sí. Sea niño o niña nuestra criatura, se la daremos al Señor, después de tres años de júbilo con ella. Nosotros seremos también hostias, con ella, para la gloria de Dios”.
No veo ni oigo nada más.
“La Inmaculada jamás se vio privada del pensamiento de Dios”.
5 Dice Jesús:
“La Sabiduría, tras haberlos iluminado con los sueños de la noche, descendió; Ella, que es "emanación de la potencia de Dios, genuino efluvio de la gloria del Omnipotente" (18) y se hizo Palabra para la estéril. Quien ya veía cercano su tiempo de redimir, Yo, el Cristo, nieto de Ana, casi cincuenta años después, mediante la Palabra, obraría milagros en las estériles y en las enfermas, en las obsesas, en las desoladas; los obraría en todas las miserias de la tierra.
Pero, entretanto, por la alegría de tener una Madre, he aquí que susurro una arcana palabra en las sombras del Templo que contenía las esperanzas de Israel, del Templo que ya estaba en la frontera de su vida. En efecto, un nuevo y verdadero Templo, no ya portador de esperanzas para un pueblo, sino certeza de Paraíso para el pueblo de toda la tierra, y por los siglos de los siglos hasta el fin del mundo, estaba para descender sobre la tierra. Esta Palabra obra el milagro de hacer fecundo lo que era infecundo, y de darme una Madre, la cual no tuvo sólo óptimo natural, como era de esperarse naciendo de dos santos, y no tuvo sólo un alma buena, como muchos también la tienen, y continuo crecimiento de esta bondad por su buena voluntad, ni sólo un cuerpo inmaculado... Tuvo –caso único entre las criaturas– inmaculado el espíritu.
6 Tú has visto la generación continua de las almas por Dios. Piensa ahora cuál debió ser la belleza de esta alma que el Padre había soñado antes de que el tiempo fuera, de esta alma que constituía las delicias de la Trinidad, Trinidad que ardientemente deseaba adornarla con sus dones para donársela a sí misma. ¡Oh, Todo Santa que Dios creó para sí, y luego para salud de los hombres! Portadora del Salvador, tú fuiste la primera salvación; vivo Paraíso, con tu sonrisa comenzaste a santificar la tierra.
¡Oh, el alma creada para ser alma de la Madre de Dios!... Cuando, de un más vivo latido del trino Amor, surgió esta chispa vital, se regocijaron los ángeles, pues luz más viva nunca había visto el Paraíso. Como pétalo de empírea rosa, pétalo inmaterial y preciado, gema y llama, aliento de Dios que descendía a animar a una carne de forma muy distinta que a las otras, con un fuego tan vivo que la Culpa no pudo contaminarla, traspasó los espacios y se cerró en un seno santo (19).
La tierra tenía su Flor y aún no lo sabía. La verdadera, única Flor que florece eterna: azucena y rosa, violeta y jazmín, helianto y ciclamino sintetizados, y con ellas todas las flores de la tierra fusionadas en una sola Flor, María, en la cual toda virtud y gracia se unen.
En abril, la tierra de Palestina parecía un enorme jardín. Fragancias y colores deleitaban el corazón de los hombres. Sin embargo, aún ignorábase la más bella Rosa. Ya florecía para Dios en el secreto del claustro materno, porque mi Madre amó desde que fue concebida (20), mas sólo cuando la vid da su sangre para hacer vino, y el olor de los mostos, dulce y penetrante, llena las eras y el olfato, Ella sonreiría, primero a Dios y luego al mundo, diciendo con su superinocente sonrisa: "Mirad: la Vid que os va a dar el Racimo para ser prensado y ser Medicina eterna para vuestro mal está entre vosotros".
He dicho que María amó desde que fue concebida. ¿Qué es lo que da al espíritu luz y conocimiento? La Gracia (21). ¿Qué es lo que quita la Gracia? El pecado original y el pecado mortal. María, la Sin Mancha, nunca se vio privada del recuerdo de Dios, de su cercanía, de su amor, de su luz, de su sabiduría. Ella pudo por ello comprender y amar cuando no era más que una carne que se condensaba en torno a un alma inmaculada que continuaba amando.
7 Más adelante te daré a contemplar mentalmente la profundidad de las virginidades en María. Te producirá un vértigo celeste semejante a cuando te di a considerar nuestra eternidad. Entretanto, piensa cómo el hecho de llevar en las entrañas a una criatura exenta de la Mancha que priva de Dios le da a la madre –que, no obstante, la concibió en modo natural, humano– una inteligencia superior, y la hace profeta, la profetisa de su hija, a la que llama "Hija de Dios". Y piensa lo que habría sido si de los Primeros Padres inocentes hubieran nacido hijos inocentes, como Dios quería.
Este, ¡Oh, hombres que decís que vais hacia el "superhombre" y que de hecho con vuestros vicios estáis yendo únicamente hacia el super–demonio!, éste habría sido el medio que conduciría al "superhombre": saber estar libres de toda contaminación de Satanás, para dejarle a Dios la administración de la vida, del conocimiento, del bien; no deseando más de cuanto Dios os hubiera dado, que era poco menos que infinito, para poder engendrar, en una continua evolución hacia lo perfecto, hijos que fueran hombres en el cuerpo y, en el espíritu, hijos de la Inteligencia, es decir, triunfadores, es decir, fuertes, es decir, gigantes contra Satanás, que habría mordido el polvo muchos miles de siglos antes de la hora en que lo haga, y con él todo su mal”.
5. Nacimiento de la Virgen María.
Su virginidad en el eterno pensamiento del Padre.
26 de agosto de 1944.
1 Veo a Ana saliendo al huerto–jardín. Va apoyándose en el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada –quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mí me hace sentirme abatida–.
A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, y en torno a los rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses).
La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.
Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.
Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
“¿Has llegado hasta aquí?”.
“La casa está caliente como un horno”.
“Y te hace sufrir”.
“Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín”.
“El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene con vida. ¡Si lloviera!...”. Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico (parece hecho con una hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).
La pariente dice: “Allí, al otro lado del Gran Hermon, están formándose nubes que avanzan velozmente. Viento del norte. Bajará la temperatura y dará agua”.
“Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez”. Joaquín está desalentado.
“Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver...”. dice Ana, que ahora parece de tez todavía más olivastra debido a que se le ha puesto al improviso pálida la cara.
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
1) Por razón de una creación preservativa.
2) Cfr. Gén. 1, 26–27.
3) La Iglesia en su Liturgia al aplicar a la Virgen el paso del Eclesiástico 24, 5, la proclama “Primogénita entre todas las
creaturas”. La Escritora la llama sin embargo “Secondogénita del Padre” (término que no puede traducirse literalmente, porque significaría en español, que hay una Primogénita), y a Cristo le da el título de “Primogénito” conforme a Rom. 8, 29;
Col. 1, 15 y 18; Hebr. 1, 6; Apoc. 1,5.
4) Cfr. Ex. 23, 14–17.
5) Cfr. 1 Rey. 1 y 2, 11.
6) Es decir, el director espiritual de la escritora, el P. Romualdo M. Migliorini o.s.m., al que MV se dirige a menudo, en estilo epistolar, a lo largo de toda la Obra. Algunas veces se dedica al padre Migliorini un episodio o una enseñanza (véase, por ejemplo, 58.1).
7) Octubre es un mes de nuestro calendario, que regula los meses con referencia al año solar. Pero frecuentemente MV reseña los nombres del calendario hebreo, regulado con referencia al año lunar, que empieza en primavera. La correspondencia de los meses hebreos con los nuestros es aproximada: 1. Nisán (abril); 2. Ziv (mayo); 3. Siván (junio); 4. Tammuz (julio); 5. Ab (agosto); 6. Elul (septiembre); 7. Tisrí (octubre); 8. Etanim (noviembre); 9. Kisléu (diciembre); 10. Tébet (enero); 11. Sabat (febrero); 12. Adar (marzo), que se dobla en los años embolismales.
8) Cfr. Sab. 8, 2.
9) Cfr. Prov. 31, 10–31.
10) Cfr. por ej. Prov. 17, 6.
11) Cfr. Prov. 5, 18–19.
12) Como por ej. en 1 Rey. 1, 8.
13) Cfr. Sab. 8, 13.
14) Fiesta de las Luces: esto es, fiesta de las “Hogueras” o Fiesta de los Tabernáculos. La razón del nombre es que se encendían fogatas.
15) Cfr. 1 Rey. 1, 9 ss.
16) Entiéndase: renunciar a la virginidad y lo que consigo trae.
17) Cfr. Ex. 15, 20–21; Núm. 12, 1–15.
18) Cfr. Sab. 7, 25
19) Este álito vital o chispa divina que Dios inspiró e infundió para animar el cuerpo de la Predestinada Madre del Verbo, este acto de Amor, que amó infinitamente a su amada Hija, Esposa, Madre futura, omnipotente en su amor y en su querer de tal modo que la mancha del Odio no pudo deshojarla, se infundió en un santo seno, en el cuerpo de María.
20) La gracia es amor, es sabiduría, es todo. Y María que todo lo tuvo, amó desde el momento en que tuvo alma.
21) Adán y Eva desde el momento en que fueron creados, fueron capaces de amar, por conocer sus perfecciones (pues las conocían), a Dios. La Gracia y los otros dones recibidos junto con la vida, los hacía capaces de ello. María llena de gracia en su alma amó con su espíritu purísimo, desde el momento en que la poseyó, adelantándose al tiempo en que – con todo su ser, dotada con todos los dones divinos que se le dieron con plenitud y sobreabundancia en vista de su futura misión y perfección – amó con toda su mente, con todo su corazón, con todas sus fuerzas. Esta fuerza de amor no debe extrañar a nadie si se medita en el Evangelio de Lucas 1, 44 y 15, donde se dice que el Bautista – encerrado en el seno materno, pero presantificado, esto es, limpio de la culpa original y por lo tanto convertido en ser sumamente inteligente, esto es, proporcionado a la condición de una criatura elevada al orden sobrenatural – reconoció, se alegró, amó, adoró a su Señor encerrado en el seno de María, confirmando las palabras que el Arcángel Gabriel había dicho a Zacarías: “Juan... será lleno del Espíritu Santo desde el seno materno”.
22) Cfr. Gén. 28, 12.
23) Cfr. Tob. 12.
24) Cfr. ib. 13, 13–15.
3 Dios, para manifestarse a los hombres en la forma nueva y completa que abre la era de la Redención, no eligió como trono suyo un astro del cielo, ni el palacio de un grande. No quiso tampoco las alas de los ángeles como base para su pie. Quiso un seno sin mancha.
Eva también había sido creada sin mancha. Mas, espontáneamente, quiso corromperse. María, que vivió en un mundo corrompido –Eva estaba, por el contrario, en un mundo puro– no quiso lesionar su candor ni siquiera con un pensamiento vuelto hacia el pecado. Conoció la existencia del pecado y vio de él sus distintas y horribles manifestaciones, las vio todas, incluso la más horrenda: el deicidio. Pero las conoció para expiarlas y para ser, eternamente, Aquella que tiene piedad de los pecadores y ruega por su redención.
2. Joaquín y Ana hacen voto al Señor.
22 de agosto de 1944.
Eva también había sido creada sin mancha. Mas, espontáneamente, quiso corromperse. María, que vivió en un mundo corrompido –Eva estaba, por el contrario, en un mundo puro– no quiso lesionar su candor ni siquiera con un pensamiento vuelto hacia el pecado. Conoció la existencia del pecado y vio de él sus distintas y horribles manifestaciones, las vio todas, incluso la más horrenda: el deicidio. Pero las conoció para expiarlas y para ser, eternamente, Aquella que tiene piedad de los pecadores y ruega por su redención.
2. Joaquín y Ana hacen voto al Señor.
22 de agosto de 1944.
1 Veo el interior de una casa. Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad. Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas pero lleno de esa seriedad que viene con los años, yo diría que puede tener de cincuenta a cincuenta y cinco años, no más.
Al indicar estas edades femeninas tomo como base el rostro de mi madre, cuya efigie tengo, más que nunca, presente estos días que me recuerdan los últimos suyos cerca de mi cama... Pasado mañana hará un año que ya no la veo... Mi madre era de rostro muy fresco bajo unos cabellos precozmente encanecidos. A los cincuenta años era blanca y negra como al final de la vida. Pero, aparte de la madurez de la mirada, nada denunciaba sus años. Por eso, pudiera ser que me equivocase al dar un cierto número de años a las mujeres ya mayores.
Esta, a la que veo tejer, está en una habitación llena de claridad. La luz penetra por la puerta, abierta de par en par, que da a un espacioso huerto–jardín. Yo diría que es una pequeña finca rústica, porque se prolonga onduladamente sobre un suave columpiarse de verdes pendientes. Ella es hermosa, de rasgos sin duda hebreos. Ojos negros y profundos que, no sé por qué, me recuerdan los del Bautista. Sin embargo, estos ojos, además de tener gallardía de reina, son dulces; como si su centelleo de águila estuviera velado de azul. Ojos dulces, con un trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas. El color del rostro es moreno, aunque no excesivamente. La boca, ligeramente ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo: una nariz aguileña que va bien con esos ojos. Es fuerte, mas no obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatura estando sentada, creo que es alta.
Me parece que está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren, rápidas, la trama marrón oscura. Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersectan y funden como en un mosaico. La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado–rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.
2 Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.
Una mujer le dice: “Ana, ¿me dejas tu ánfora? Te la lleno”.
La mujer trae consigo a un rapacillo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana. Esta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer diciendo: “Tú siempre eres buena con la vieja Ana. Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes y que tendrás. ¡Dichosa tú!”. Ana suspira.
La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe, dice: “Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros”.
Alfeo está muy contento de quedarse, y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre: Ana le coge en brazos y le lleva al huerto, le aúpa hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice: “Come, come, que es buena”, y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente. Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro todo abiertos, dice: “¿Y ahora qué me das?”, se echa a reír con ganas, y, al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que viste su rostro. Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas y diciendo: “¿Qué me das si te doy... si te doy?... ¡Adivina!”. Y el niño, dando palmadas con sus manecitas, todo sonriente, dice: “¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, mamá Ana!...”.
Ana, al sentirse llamar "mamá Ana", emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo, diciendo: “¡Oh, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!”. Y por cada "amor" un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas. Luego van a un vasar y de un plato bajan tortitas de miel. “Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres. Dime, ¿cuánto me quieres?”. Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado, dice: “Como al Templo del Señor”. Ana le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja. Y el niño se restriega contra ella como un gatito.
La madre va y viene con un jarro colmo y ríe sin decir nada. Les deja con sus efusiones de afecto.
3 Entra del huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio. Está vestido de un marrón oscuro.
Ana no le ve porque da la espalda a la puerta. El hombre se acerca a ella por detrás diciendo: “¿Y a mí nada?”. Ana se vuelve y dice: “¡Oh, Joaquín! ¿Has terminado tu trabajo?”. Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas diciendo: “También a ti, también a ti”, y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manecitas y los besos.
También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica, y, sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas le dice: “Espera, que te la parto en trozos. Así no puedes. Es más grande que tú”, y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas; y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente.
“¡Te has fijado qué ojos, Joaquín! ¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo?”. Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella: gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal.
Joaquín la mira con amor, y asiente diciendo: “¡Bellísimos! ¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol? Mira, en su interior hay mezcla de oro y cobre”.
“¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo!...”. Ana se ha curvado, es más, se ha arrodillado, y, con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul–grises.
También suspira Joaquín, y, queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso, y le dice: “Todavía hay que esperar. Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos”. Joaquín recalca mucho estas últimas palabras.
Más Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada, para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo, el cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto.
“¡No llores, Ana! Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti”.
“Yo también por ti. Pero no te he dado un hijo... Pienso que he desagradado al Señor porque ha hecho infecundas mis entrañas...”.
“¡Oh, esposa mía! ¿En qué crees tú, santa, que has podido desagradarle? Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos (4), hacemos una larga oración... Quizás te suceda como a Sara... o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles, y, sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo (5). Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole... Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. El es inocente... Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio”.
“Sí. Hagamos un voto al Señor. Suyo será el hijo; si es que nos lo concede... ¡Oh, sentirme llamar "mamá"!”.
Y Alfeo, espectador asombrado e inocente, dice: “¡Yo te llamo "mamá"!”.
“Sí, tesoro amado... pero tú ya tienes mamá, y yo... yo no tengo niño...”.
Me parece que está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren, rápidas, la trama marrón oscura. Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersectan y funden como en un mosaico. La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado–rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.
2 Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.
Una mujer le dice: “Ana, ¿me dejas tu ánfora? Te la lleno”.
La mujer trae consigo a un rapacillo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana. Esta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer diciendo: “Tú siempre eres buena con la vieja Ana. Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes y que tendrás. ¡Dichosa tú!”. Ana suspira.
La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe, dice: “Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros”.
Alfeo está muy contento de quedarse, y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre: Ana le coge en brazos y le lleva al huerto, le aúpa hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice: “Come, come, que es buena”, y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente. Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro todo abiertos, dice: “¿Y ahora qué me das?”, se echa a reír con ganas, y, al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que viste su rostro. Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas y diciendo: “¿Qué me das si te doy... si te doy?... ¡Adivina!”. Y el niño, dando palmadas con sus manecitas, todo sonriente, dice: “¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, mamá Ana!...”.
Ana, al sentirse llamar "mamá Ana", emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo, diciendo: “¡Oh, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!”. Y por cada "amor" un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas. Luego van a un vasar y de un plato bajan tortitas de miel. “Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres. Dime, ¿cuánto me quieres?”. Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado, dice: “Como al Templo del Señor”. Ana le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja. Y el niño se restriega contra ella como un gatito.
La madre va y viene con un jarro colmo y ríe sin decir nada. Les deja con sus efusiones de afecto.
3 Entra del huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio. Está vestido de un marrón oscuro.
Ana no le ve porque da la espalda a la puerta. El hombre se acerca a ella por detrás diciendo: “¿Y a mí nada?”. Ana se vuelve y dice: “¡Oh, Joaquín! ¿Has terminado tu trabajo?”. Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas diciendo: “También a ti, también a ti”, y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manecitas y los besos.
También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica, y, sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas le dice: “Espera, que te la parto en trozos. Así no puedes. Es más grande que tú”, y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas; y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente.
“¡Te has fijado qué ojos, Joaquín! ¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo?”. Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella: gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal.
Joaquín la mira con amor, y asiente diciendo: “¡Bellísimos! ¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol? Mira, en su interior hay mezcla de oro y cobre”.
“¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo!...”. Ana se ha curvado, es más, se ha arrodillado, y, con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul–grises.
También suspira Joaquín, y, queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso, y le dice: “Todavía hay que esperar. Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos”. Joaquín recalca mucho estas últimas palabras.
Más Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada, para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo, el cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto.
“¡No llores, Ana! Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti”.
“Yo también por ti. Pero no te he dado un hijo... Pienso que he desagradado al Señor porque ha hecho infecundas mis entrañas...”.
“¡Oh, esposa mía! ¿En qué crees tú, santa, que has podido desagradarle? Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos (4), hacemos una larga oración... Quizás te suceda como a Sara... o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles, y, sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo (5). Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole... Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. El es inocente... Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio”.
“Sí. Hagamos un voto al Señor. Suyo será el hijo; si es que nos lo concede... ¡Oh, sentirme llamar "mamá"!”.
Y Alfeo, espectador asombrado e inocente, dice: “¡Yo te llamo "mamá"!”.
“Sí, tesoro amado... pero tú ya tienes mamá, y yo... yo no tengo niño...”.
La visión cesa aquí.
5 Me doy cuenta de que se ha abierto el ciclo del nacimiento de María. Y me alegro mucho por ello, porque lo deseaba grandemente. Supongo que también usted se alegrará de ello (6).
Antes de empezar a escribir he oído a la Mamá decirme: “Hija, escribe, pues, acerca de mí. Toda pena tuya será consolada”. Y, mientras decía esto, me ponía la mano sobre la cabeza acariciándome delicadamente. Luego ha venido la visión. Pero al principio, o sea, hasta que no oí llamar por el nombre a la mujer de cincuenta años, no comprendí que me encontraba ante la madre de la Mamá y, por lo tanto, ante la gracia del nacimiento de la Virgen.
3. En la fiesta de los Tabernáculos. Joaquín y Ana poseían la Sabiduría. Ana ora en el Templo. Es escuchada
23 de agosto de 1944.
1 Antes de proseguir hago una observación.
La casa no me ha parecido la de Nazaret, bien conocida. Al menos la habitación es muy distinta. Con respecto al huerto–jardín, debo decir que es también más amplio; además, se ven los campos, no muchos, pero... los hay. Después, ya casada María, sólo está el huerto (amplio, eso sí, pero sólo huerto).
Y esta habitación que he visto no la he observado nunca en las otras visiones. No sé si pensar que por motivos pecuniarios los padres de María se hubieran deshecho de parte de su patrimonio, o si María, dejado el Templo, pasó a otra casa, que quizás le había dado José. No recuerdo si en las pasadas visiones y lecciones recibí alguna vez alusión segura a que la casa de Nazaret fuera la casa natal.
Mi cabeza está muy cansada. Además, sobre todo por lo que respecta a los dictados, olvido en seguida las palabras, aunque, eso sí, me quedan grabadas las prescripciones que contienen, y, en el alma, la luz. Pero los detalles se borran inmediatamente. Si al cabo de una hora tuviera que repetir lo que he oído, aparte de una o dos frases de especial importancia, no sabría nada más. Las visiones, por el contrario, me quedan vivas en la mente, porque las he tenido que observar por mí misma. Los dictados los recibo. Aquéllas, por el contrario, tengo que percibirlas; permanecen, por lo tanto, vivas en el pensamiento, que ha tenido que trabajar para advertir sus distintas fases.
Esperaba un dictado sobre la visión de ayer, pero no lo ha habido.
2 Empiezo a ver y escribo.
Fuera de los muros de Jerusalén, en las colinas, entre los olivos, hay gran multitud de gente. Parece un enorme mercado, pero no hay ni casetas ni puestos de venta ni voces de charlatanes y vendedores ni juegos. Hay muchas tiendas hechas de lana basta, sin duda impermeables, extendidas sobre estacas hincadas en el suelo. Atados a las estacas hay ramos verdes, como decoración y como medio para dar frescor. Otras, sin embargo, están hechas sólo de ramos hincados en el suelo y atados así ^ ; éstas crean como pequeñas galerías verdes. Bajo todas ellas, gente de las más distintas edades y condiciones y un rumor de conversación tranquilo e íntimo en que sólo desentona algún chillido de niño.
Cae la tarde y ya las luces de las lamparitas de aceite resplandecen acá y allá por el extraño campamento. En torno a estas luces, algunas familias, sentadas en el suelo, están cenando; las madres tienen en su regazo a los más pequeños, muchos de los cuales, cansados, se han quedado dormidos teniendo todavía el trozo de pan en sus deditos rosados, cayendo su cabecita sobre el pecho materno, como los polluelos bajo las alas de la gallina. Las madres terminan de comer como pueden, con una sola mano libre, sujetando con la otra a su hijito contra su corazón. Otras familias, por el contrario, no están todavía cenando. Conversan en la semioscuridad del crepúsculo esperando a que la comida esté hecha. Se ven lumbres encendidas, desperdigadas; en torno a ellas trajinan las mujeres. Alguna nana muy lenta, yo diría casi quejumbrosa, mece a algún niño que halla dificultad para dormirse.
Encima, un hermoso cielo sereno, azul cada vez más oscuro hasta semejar a un enorme toldo de terciopelo suave de un color negro–azul; un cielo en el que, muy lentamente, invisibles artífices y decoradores estuvieran fijando gemas y lamparitas, ya aisladas, ya formando caprichosas líneas geométricas, entre las que destacan la Osa Mayor y Menor, que tienen forma de carro con la lanza apoyada en el suelo una vez liberados del yugo los bueyes. La estrella Polar ríe con todos sus resplandores.
Me doy cuenta de que es el mes de octubre porque una gruesa voz de hombre lo dice: “¡Este octubre es extraordinario como ha habido pocos!” (7).
3 Aparece en la escena Ana. Viene de una de las hogueras con algunas cosas en las manos y colocadas sobre el pan, que es ancho y plano, como una torta de las nuestras, y que hace de bandeja. Trae pegado a las faldas a Alfeo, que va parla que te parla con su vocecita aguda. Joaquín está a la entrada de su pequeña tienda (toda de ramajes). Habla con un hombre de unos treinta años, al que saluda Alfeo desde lejos con un gritito diciendo: “Papá”. Cuando Joaquín ve venir a Ana se da prisa en encender la lámpara.
Ana pasa con su majestuoso caminar regio entre las filas de tiendas; regio y humilde. No se altera con ninguno. Levanta a un niñito, hijo de una pobre, muy pobre, mujer, el cual ha tropezado en su traviesa carrera y ha ido a caer justo a sus pies. Dado que el niñito se ha ensuciado de tierra la carita y está llorando, ella le limpia y le consuela y, habiendo acudido la madre disculpándose, se lo restituye diciendo: “¡Oh, no es nada! Me alegro de que no se haya hecho daño. Es un niño muy majo. ¿Qué edad tiene?”.
“Tres años. Es el penúltimo. Dentro de poco voy a tener otro. Tengo seis niños. Ahora querría una niña... Para una mamá es mucho una niña...”.
“¡Grande ha sido el consuelo que has recibido del Altísimo, mujer!”. –Ana suspira–. La otra mujer dice: “Sí. Soy pobre, pero los hijos son nuestra alegría, y ya los más grandecitos ayudan a trabajar. Y tú, señora, –todos los signos son de que Ana es de condición más elevada, y la mujer lo ha visto– ¿cuántos niños tienes?”.
“Ninguno”.
“¿Ninguno! ¿No es tuyo éste?”.
“No. De una vecina muy buena. Es mi consuelo...”.
“Se te han muerto, o...”.
“No los he tenido nunca”.
“¡Oh!”. La mujer pobre la mira con piedad.
Ana la saluda con un gran suspiro y se dirige a su tienda.
“Te he hecho esperar, Joaquín. Me ha entretenido una mujer pobre, madre de seis hijos varones, ¡fíjate! Y dentro de poco va a tener otro hijo”.
Joaquín suspira.
El padre de Alfeo llama a su hijo, pero éste responde: “Yo me quedo con Ana. Así la ayudo”. Todos se echan a reír.
“Déjale. No molesta. Todavía no le obliga la Ley. Aquí o allí... no es más que un pajarito que come” dice Ana, y se sienta con el niño en el regazo; le da un pedazo de torta y –creo– pescado asado. Veo que hace algo antes de dárselo. Quizás le ha quitado la espina. Antes ha servido a su marido. La última que come es ella.
4 La noche está cada vez más poblada de estrellas y las luces son cada vez más numerosas en el campamento. Luego muchas luces se van poco a poco apagando: son los primeros que han cenado, que ahora se echan a dormir. Va disminuyendo también lentamente el rumor de la gente. No se oyen ya voces de niños. Sólo resuena la vocecita de algún lactante buscando la leche de su mamá. La noche exhala su brisa sobre las cosas y las personas, y borra penas y recuerdos, esperanzas y rencores. Bueno, quizás estos dos sobrevivan, aun cuando hayan quedado atenuados, durante el sueño, en los sueños.
Ana está meciendo a Alfeo, que empieza a dormirse en sus brazos. Entonces cuenta a su marido el sueño que ha tenido: “Esta noche he soñado que el próximo año voy a venir a la Ciudad Santa para dos fiestas en vez de para una sola. Una será el ofrecimiento de mi hijo al Templo... ¡Oh! ¡Joaquín!...”.
“Espéralo, espéralo, Ana. ¿No has oído alguna palabra? ¿El Señor no te ha susurrado al corazón nada?”.
“Nada. Un sueño sólo...”.
“Mañana es el último día de oración. Ya se han efectuado todas las ofrendas. No obstante, las renovaremos solemnemente mañana. Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor. Yo sigo pensando que te sucederá como a Ana de Elcana”.
“Dios lo quiera... ¡Si hubiera, ahora mismo, alguien que me dijera: "Vete en paz. El Dios de Israel te ha concedido la gracia que pides"!...”.
“Si ha de venir la gracia, tu niño te lo dirá revelándose por primera vez en tu seno. Será voz de inocente y, por lo tanto, voz de Dios”.
Ahora el campamento calla en la obscuridad de la noche. Ana lleva a Alfeo a la tienda contigua y le pone sobre la yacija de heno junto a sus hermanitos, que ya están dormidos. Luego se echa al lado de Joaquín. Su lamparita también se apaga –una de las últimas estrellitas de la tierra–. Quedan, más hermosas, las estrellas del firmamento, velando a todos los durmientes.
“Joaquín se había casado con la mujer en cuyo corazón estaba encerrada la Sabiduría de Dios”
5 Dice Jesús:
“Los justos son siempre sabios, porque, siendo como son amigos de Dios, viven en su compañía y reciben instrucción de Él, de Él que es Infinita Sabiduría.
Mis abuelos eran justos; poseían, por lo tanto, la sabiduría. Podían decir con verdad cuanto dice la Escritura cantando las alabanzas de la Sabiduría en el libro que lleva su nombre: "Yo la he amado y buscado desde mi juventud y procuré tomarla por esposa" (8).
Ana de Aarón era la mujer fuerte de que habla el Antepasado nuestro (9). Y Joaquín, de la estirpe del rey David, no había buscado tanto belleza y riqueza cuanto virtud. Ana poseía una gran virtud. Todas las virtudes unidas como ramo fragante de flores para ser una única, bellísima cosa, que era la Virtud, una virtud real, digna de estar delante del trono de Dios.
Joaquín, por tanto, había tomado por esposa dos veces a la sabiduría "amándola más que a cualquier otra mujer": la sabiduría de Dios contenida dentro del corazón de la mujer justa. Ana de Aarón no había tratado sino de unir su vida a la de un hombre recto, con la seguridad de que en la rectitud se halla la alegría de las familias (6). Y, para ser el emblema de la "mujer fuerte", no le faltaba sino la corona de los hijos, gloria de la mujer casada, justificación del vínculo matrimonial, de que habla Salomón (10); como también a su felicidad sólo le faltaban estos hijos, flores del árbol que se ha hecho uno con el árbol cercano obteniendo copiosidad de nuevos frutos en los que las dos bondades se funden en una, pues de su esposo nunca había recibido ningún motivo de infelicidad.
7 Ella, ya tendente a la vejez, mujer de Joaquín desde hacía varios lustros, seguía siendo para éste "la esposa de su juventud, su alegría, la cierva amadísima, la gacela donosa'' (11), cuyas caricias tenían siempre el fresco encanto de la primera noche nupcial y cautivaban dulcemente su amor, manteniéndolo fresco como flor que el rocío asperja y ardiente como fuego que siempre una mano alimenta. Por lo tanto, dentro de su aflicción, propia de quien no tiene hijos, recíprocamente se decían "palabras de consuelo (12) en las preocupaciones y fatigas".
8 Y la Sabiduría eterna, llegada la hora, después de haberlos instruido en la vida, los iluminó con los sueños de la noche, lucero de la mañana del poema de gloria que había de llegar a ellos, María, la Madre mía. Si su humildad no pensó en esto, su corazón sí se estremeció esperanzado ante el primer tañido de la promesa de Dios. Ya de hecho hay certeza en las palabras de Joaquín: "Espéralo, espéralo... Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor". Soñaban un hijo, tuvieron a la Madre de Dios.
9 Las palabras del libro de la Sabiduría parecen escritas para ellos: "Por ella adquiriré gloria ante el pueblo... por ella obtendré la inmortalidad y dejaré eterna memoria de mí a aquellos que vendrán después de mí" (13). Pero, para obtener todo esto, tuvieron que hacerse reyes de una virtud veraz y duradera no lesionada por suceso alguno. Virtud de fe. Virtud de caridad. Virtud de esperanza. Virtud de castidad. ¡Oh, la castidad de los esposos! Ellos la vivieron –pues no hace falta ser vírgenes para ser castos–. Los tálamos castos tienen por custodios a los ángeles, y de tales tálamos provienen hijos buenos que de la virtud de sus padres hacen norma para su vida.
10 Mas ahora ¿dónde están? Ahora no se desean hijos, pero no se desea tampoco la castidad. Por lo cual Yo digo que se profana el amor y se profana el tálamo”.
4. Ana, con una canción, anuncia que es madre.
En su seno está el alma inmaculada de María.
5 Dice Jesús:
“Los justos son siempre sabios, porque, siendo como son amigos de Dios, viven en su compañía y reciben instrucción de Él, de Él que es Infinita Sabiduría.
Mis abuelos eran justos; poseían, por lo tanto, la sabiduría. Podían decir con verdad cuanto dice la Escritura cantando las alabanzas de la Sabiduría en el libro que lleva su nombre: "Yo la he amado y buscado desde mi juventud y procuré tomarla por esposa" (8).
Ana de Aarón era la mujer fuerte de que habla el Antepasado nuestro (9). Y Joaquín, de la estirpe del rey David, no había buscado tanto belleza y riqueza cuanto virtud. Ana poseía una gran virtud. Todas las virtudes unidas como ramo fragante de flores para ser una única, bellísima cosa, que era la Virtud, una virtud real, digna de estar delante del trono de Dios.
Joaquín, por tanto, había tomado por esposa dos veces a la sabiduría "amándola más que a cualquier otra mujer": la sabiduría de Dios contenida dentro del corazón de la mujer justa. Ana de Aarón no había tratado sino de unir su vida a la de un hombre recto, con la seguridad de que en la rectitud se halla la alegría de las familias (6). Y, para ser el emblema de la "mujer fuerte", no le faltaba sino la corona de los hijos, gloria de la mujer casada, justificación del vínculo matrimonial, de que habla Salomón (10); como también a su felicidad sólo le faltaban estos hijos, flores del árbol que se ha hecho uno con el árbol cercano obteniendo copiosidad de nuevos frutos en los que las dos bondades se funden en una, pues de su esposo nunca había recibido ningún motivo de infelicidad.
7 Ella, ya tendente a la vejez, mujer de Joaquín desde hacía varios lustros, seguía siendo para éste "la esposa de su juventud, su alegría, la cierva amadísima, la gacela donosa'' (11), cuyas caricias tenían siempre el fresco encanto de la primera noche nupcial y cautivaban dulcemente su amor, manteniéndolo fresco como flor que el rocío asperja y ardiente como fuego que siempre una mano alimenta. Por lo tanto, dentro de su aflicción, propia de quien no tiene hijos, recíprocamente se decían "palabras de consuelo (12) en las preocupaciones y fatigas".
8 Y la Sabiduría eterna, llegada la hora, después de haberlos instruido en la vida, los iluminó con los sueños de la noche, lucero de la mañana del poema de gloria que había de llegar a ellos, María, la Madre mía. Si su humildad no pensó en esto, su corazón sí se estremeció esperanzado ante el primer tañido de la promesa de Dios. Ya de hecho hay certeza en las palabras de Joaquín: "Espéralo, espéralo... Persuadiremos a Dios con nuestro fiel amor". Soñaban un hijo, tuvieron a la Madre de Dios.
9 Las palabras del libro de la Sabiduría parecen escritas para ellos: "Por ella adquiriré gloria ante el pueblo... por ella obtendré la inmortalidad y dejaré eterna memoria de mí a aquellos que vendrán después de mí" (13). Pero, para obtener todo esto, tuvieron que hacerse reyes de una virtud veraz y duradera no lesionada por suceso alguno. Virtud de fe. Virtud de caridad. Virtud de esperanza. Virtud de castidad. ¡Oh, la castidad de los esposos! Ellos la vivieron –pues no hace falta ser vírgenes para ser castos–. Los tálamos castos tienen por custodios a los ángeles, y de tales tálamos provienen hijos buenos que de la virtud de sus padres hacen norma para su vida.
10 Mas ahora ¿dónde están? Ahora no se desean hijos, pero no se desea tampoco la castidad. Por lo cual Yo digo que se profana el amor y se profana el tálamo”.
4. Ana, con una canción, anuncia que es madre.
En su seno está el alma inmaculada de María.
24 de agosto de 1944.
1 Veo de nuevo la casa de Joaquín y Ana. Nada ha cambiado en su interior, si se exceptúan las muchas ramas florecidas, colocadas aquí y allá en jarrones (sin duda provienen de la podadura de los árboles del huerto, que están todos en flor: una nube que varía del blanco nieve al rojo típico de ciertos corales).
También es distinto el trabajo que está realizando Ana. En un telar más pequeño, teje lindas telas de lino, y canta rimando el movimiento del pie con la voz. Canta y sonríe... ¿A quién? A sí misma, a algo que ve en su interior.
El canto, lento pero alegre –que he escrito aparte para seguirle, porque le repite una y otra vez, como gozándose en él, y cada vez con más fuerza y seguridad, como la persona que ha descubierto un ritmo en su corazón y primero lo susurra calladamente, y luego, segura, va más expedita y alta de tono– dice (y le transcribo porque, dentro de su sencillez, es muy dulce):
“¡Gloria al Señor omnipotente que ha amado a los hijos de David! ¡Gloria al Señor!
Su suprema gracia desde el Cielo me ha visitado.
El árbol viejo ha echado nueva rama y yo soy bienaventurada.
Por la Fiesta de las Luces echó semilla la esperanza;
ahora de Nisán la fragancia la ve germinar.
Como el almendro, se cubre de flores mi carne en primavera.
Su fruto, cercano ya el ocaso, ella siente llevar.
En la rama hay una rosa, hay uno de los más dulces pomos.
Una estrella reluciente, un párvulo inocente.
La alegría de la casa, del esposo y de la esposa.
Loor a Dios, a mi Señor, que piedad tuvo de mí.
Me lo dijo su luz: "Una estrella te llegará".
¡Gloria, gloria! Tuyo será este fruto del árbol,
primero y extremo, santo y puro como don del Señor.
Tuyo será. ¡Que por él venga alegría y paz a la tierra!
¡Vuela, lanzadera! Aprieta el hilo para la tela del recién nacido.
¡El nace! Laudatorio a Dios vaya el canto de mi corazón”.
2 Entra Joaquín en el momento en que ella iba a repetir por cuarta vez su canto. “¿Estás contenta, Ana? Pareces un ave en primavera. ¿Qué canción es ésta? A nadie se la he oído nunca. ¿De dónde nos viene?”.
“De mí corazón, Joaquín”. Ana se ha levantado y ahora se dirige hacia su esposo, toda sonriente. Parece más joven y más guapa.
“No sabía que fueras poetisa” dice su marido mirándola con visible admiración. No parecen dos esposos ya mayores. En su mirada hay una ternura de jóvenes cónyuges. “He venido desde la otra parte del huerto oyéndote cantar. Hacía años que no oía tu voz de tórtola enamorada. ¿Quieres repetirme esa canción?”.
“Te la repetiría aunque no lo pidieras. Los hijos de Israel han encomendado siempre al canto los gritos más auténticos de sus esperanzas, alegrías y dolores. Yo he encomendado al canto la solicitud de anunciarme y de anunciarte una gran alegría. Sí, también a mí, porque es cosa tan grande que, a pesar de que yo ya esté segura de ella, me parece aún no verdadera...”. Y empieza a entonar de nuevo la canción. Pero cuando llega al punto: “En la rama hay una rosa, hay uno de los más dulces pomos, una estrella...”, su bien entonada voz de contralto primero se oye trémula y luego se rompe; se echa a llorar de alegría, mira a Joaquín y, levantando los brazos, grita: “¡Soy madre, amado mío!”, y se refugia en su corazón, entre los brazos que él ha tendido para volver a cerrarlos en torno a ella, su esposa dichosa. Es el más casto y feliz abrazo que he visto desde que estoy en este mundo. Casto y ardiente, dentro de su castidad.
Y la delicada reprensión entre los cabellos blanco–negros de Ana: “¿Y no me lo decías?”.
“Porque quería estar segura. Siendo vieja como soy... verme madre... No podía creer que fuera verdad... y no quería darte la más amarga de las desilusiones. Desde finales de diciembre siento renovarse mis entrañas profundas y echar, como digo, una nueva rama. Mas ahora en esa rama el fruto es seguro... ¿Ves? Esa tela ya es para el que ha de venir”.
“¿No es el lino que compraste en Jerusalén en octubre?”.
“Sí. Lo he hilado durante la espera... y con esperanza.
3 Tenía esperanza por lo que sucedió el último día mientras oraba en el Templo –lo más que puede una mujer en la Casa de Dios– ya de noche. ¿Te acuerdas que decía: "Un poco más, todavía un poco más"? ¡No sabía separarme de allí sin haber recibido gracia! Pues bien, descendiendo ya las sombras, desde el interior del lugar sagrado al que yo miraba con arrobo para arrancarle al Dios presente su asentimiento, vi surgir una luz. Era una chispa de luz bellísima. Cándida como la luna pero que tenía en sí todas las luces de todas las perlas y gemas que hay en la tierra. Parecía como si una de las estrellas preciosas del Velo –las que están colocadas bajo los pies de los querubines–, se separase y adquiriese esplendor de luz sobrenatural... Parecía como si desde el otro lado del Velo sagrado, desde la Gloria misma, hubiera salido un fuego y viniera veloz hacia mí, y que al cortar el aire cantara con voz celeste diciendo: "Recibe lo que has pedido". Por eso canto: "Una estrella te llegará". ¿Y qué hijo será éste, nuestro, que se manifiesta como luz de estrella en el Templo y que dice "existo" en la Fiesta de las Luces (14)? ¿Será que has acertado al pensar en mí como una nueva Ana de Elcana (15)?
4 ¿Cómo la llamaremos a esta criatura nuestra que, dulce como canción de aguas, siento que me habla en el seno con su corazoncito, latiendo, latiendo, como el de una tortolita entre los huecos de las manos?”.
“Si es varón, le llamaremos Samuel; si es niña, Estrella, la palabra que ha detenido tu canto para darme esta alegría de saber que soy padre, la forma que ha tomado para manifestarse entre las sagradas sombras del Templo”.
“Estrella. Nuestra Estrella, porque... no lo sé, pero creo que es una niña. Pienso que unas caricias tan delicadas no pueden provenir sino de una dulcísima hija. Porque no la llevo yo, no me produce dolor; es ella la que me lleva por un sendero azul y florido, como si ángeles santos me sostuvieran y la tierra estuviera ya lejana... Siempre he oído decir a las mujeres que el concebir y el llevar al hijo en el seno supone dolor (16), pero yo no lo siento. Me siento fuerte, joven, fresca; más que cuando te entregué mi virginidad en la lejana juventud. Hija de Dios –porque es más de Dios que nuestra, siendo así que nacerá de un tronco aridecido– que no da dolor a su madre; sólo le trae paz y bendición: los frutos de Dios, su verdadero Padre”.
“Entonces la llamaremos María. Estrella de nuestro mar, perla, felicidad, el nombre de la primera gran mujer de Israel (17). Pero no pecará nunca contra el Señor, que será el único al que dará su canto, porque ha sido ofrecida a Él como hostia antes de nacer”.
“Está ofrecida a Él, sí. Sea niño o niña nuestra criatura, se la daremos al Señor, después de tres años de júbilo con ella. Nosotros seremos también hostias, con ella, para la gloria de Dios”.
No veo ni oigo nada más.
“La Inmaculada jamás se vio privada del pensamiento de Dios”.
5 Dice Jesús:
“La Sabiduría, tras haberlos iluminado con los sueños de la noche, descendió; Ella, que es "emanación de la potencia de Dios, genuino efluvio de la gloria del Omnipotente" (18) y se hizo Palabra para la estéril. Quien ya veía cercano su tiempo de redimir, Yo, el Cristo, nieto de Ana, casi cincuenta años después, mediante la Palabra, obraría milagros en las estériles y en las enfermas, en las obsesas, en las desoladas; los obraría en todas las miserias de la tierra.
Pero, entretanto, por la alegría de tener una Madre, he aquí que susurro una arcana palabra en las sombras del Templo que contenía las esperanzas de Israel, del Templo que ya estaba en la frontera de su vida. En efecto, un nuevo y verdadero Templo, no ya portador de esperanzas para un pueblo, sino certeza de Paraíso para el pueblo de toda la tierra, y por los siglos de los siglos hasta el fin del mundo, estaba para descender sobre la tierra. Esta Palabra obra el milagro de hacer fecundo lo que era infecundo, y de darme una Madre, la cual no tuvo sólo óptimo natural, como era de esperarse naciendo de dos santos, y no tuvo sólo un alma buena, como muchos también la tienen, y continuo crecimiento de esta bondad por su buena voluntad, ni sólo un cuerpo inmaculado... Tuvo –caso único entre las criaturas– inmaculado el espíritu.
6 Tú has visto la generación continua de las almas por Dios. Piensa ahora cuál debió ser la belleza de esta alma que el Padre había soñado antes de que el tiempo fuera, de esta alma que constituía las delicias de la Trinidad, Trinidad que ardientemente deseaba adornarla con sus dones para donársela a sí misma. ¡Oh, Todo Santa que Dios creó para sí, y luego para salud de los hombres! Portadora del Salvador, tú fuiste la primera salvación; vivo Paraíso, con tu sonrisa comenzaste a santificar la tierra.
¡Oh, el alma creada para ser alma de la Madre de Dios!... Cuando, de un más vivo latido del trino Amor, surgió esta chispa vital, se regocijaron los ángeles, pues luz más viva nunca había visto el Paraíso. Como pétalo de empírea rosa, pétalo inmaterial y preciado, gema y llama, aliento de Dios que descendía a animar a una carne de forma muy distinta que a las otras, con un fuego tan vivo que la Culpa no pudo contaminarla, traspasó los espacios y se cerró en un seno santo (19).
La tierra tenía su Flor y aún no lo sabía. La verdadera, única Flor que florece eterna: azucena y rosa, violeta y jazmín, helianto y ciclamino sintetizados, y con ellas todas las flores de la tierra fusionadas en una sola Flor, María, en la cual toda virtud y gracia se unen.
En abril, la tierra de Palestina parecía un enorme jardín. Fragancias y colores deleitaban el corazón de los hombres. Sin embargo, aún ignorábase la más bella Rosa. Ya florecía para Dios en el secreto del claustro materno, porque mi Madre amó desde que fue concebida (20), mas sólo cuando la vid da su sangre para hacer vino, y el olor de los mostos, dulce y penetrante, llena las eras y el olfato, Ella sonreiría, primero a Dios y luego al mundo, diciendo con su superinocente sonrisa: "Mirad: la Vid que os va a dar el Racimo para ser prensado y ser Medicina eterna para vuestro mal está entre vosotros".
He dicho que María amó desde que fue concebida. ¿Qué es lo que da al espíritu luz y conocimiento? La Gracia (21). ¿Qué es lo que quita la Gracia? El pecado original y el pecado mortal. María, la Sin Mancha, nunca se vio privada del recuerdo de Dios, de su cercanía, de su amor, de su luz, de su sabiduría. Ella pudo por ello comprender y amar cuando no era más que una carne que se condensaba en torno a un alma inmaculada que continuaba amando.
7 Más adelante te daré a contemplar mentalmente la profundidad de las virginidades en María. Te producirá un vértigo celeste semejante a cuando te di a considerar nuestra eternidad. Entretanto, piensa cómo el hecho de llevar en las entrañas a una criatura exenta de la Mancha que priva de Dios le da a la madre –que, no obstante, la concibió en modo natural, humano– una inteligencia superior, y la hace profeta, la profetisa de su hija, a la que llama "Hija de Dios". Y piensa lo que habría sido si de los Primeros Padres inocentes hubieran nacido hijos inocentes, como Dios quería.
Este, ¡Oh, hombres que decís que vais hacia el "superhombre" y que de hecho con vuestros vicios estáis yendo únicamente hacia el super–demonio!, éste habría sido el medio que conduciría al "superhombre": saber estar libres de toda contaminación de Satanás, para dejarle a Dios la administración de la vida, del conocimiento, del bien; no deseando más de cuanto Dios os hubiera dado, que era poco menos que infinito, para poder engendrar, en una continua evolución hacia lo perfecto, hijos que fueran hombres en el cuerpo y, en el espíritu, hijos de la Inteligencia, es decir, triunfadores, es decir, fuertes, es decir, gigantes contra Satanás, que habría mordido el polvo muchos miles de siglos antes de la hora en que lo haga, y con él todo su mal”.
5. Nacimiento de la Virgen María.
Su virginidad en el eterno pensamiento del Padre.
26 de agosto de 1944.
1 Veo a Ana saliendo al huerto–jardín. Va apoyándose en el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada –quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mí me hace sentirme abatida–.
A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, y en torno a los rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses).
La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.
Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.
Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
“¿Has llegado hasta aquí?”.
“La casa está caliente como un horno”.
“Y te hace sufrir”.
“Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín”.
“El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene con vida. ¡Si lloviera!...”. Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico (parece hecho con una hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).
La pariente dice: “Allí, al otro lado del Gran Hermon, están formándose nubes que avanzan velozmente. Viento del norte. Bajará la temperatura y dará agua”.
“Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez”. Joaquín está desalentado.
“Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver...”. dice Ana, que ahora parece de tez todavía más olivastra debido a que se le ha puesto al improviso pálida la cara.
2 “¿Sientes dolor?”.
“No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: "Soy esposa de un justo", sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se
prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles (22). O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael (23). Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo... y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit (24). Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora... para esta alegría... para la tierra de Israel que es su destinataria... para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada... bueno... no os riáis de los delirios de una madre... pero, cuando digo: "Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su Tabernáculo", yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer.. y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor. ¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!... cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz...”.
El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan conmovidos en silencio.
3 Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al umbral de la puerta, un primer relámpago lívido surca el cielo.
El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.
Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo. “Si rompe la nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de nosotros!”.
Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. El está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre las cuales la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que, jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice: “Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal...”.
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos... de todo, menos el granizo, que ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice: “Parece como si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!”.
El otro peón se echa a reír y dice: “Se le habrá escapado una importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y tendrá cuernos y cola cortados y quemados”.
Pasa corriendo una mujer y grita: “Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!”. Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
4 Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer arrullo).
Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol, parece de alabastro de un blanco–rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
“¡Qué cosa más insólita!”.
“¡Mirad, mirad!”.
“Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y.. ya... ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!...”.
“¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!”
5 Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un "ovillejo" rosado entre cándidos paños.
¡Es María, la Madre! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas... ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles de marfil, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa... ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz.
Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente –si, como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso– latir un corazoncito... Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre.
¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este capullo de azucena que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente profanar ese candor.
Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios –Padre, Hijo, Esposo– que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.
De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones –más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer!–; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una palma alta y flexible), sino la finura del padre.
6 También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde la madre feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del enorme arco iris.
Ana sonríe ante un pensamiento propio: “Es la estrella” dice. “Su signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María, perla nuestra!”.
“María la llamas?”.
“Sí. María, estrella y perla y luz y paz...”.
“Pero también quiere decir amargura... ¿No temes acarrearle alguna desventura?”.
“Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. El la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá... todavía un poco, antes de ser toda de Dios...”.
“No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: "Soy esposa de un justo", sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se
prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles (22). O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael (23). Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo... y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit (24). Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora... para esta alegría... para la tierra de Israel que es su destinataria... para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada... bueno... no os riáis de los delirios de una madre... pero, cuando digo: "Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su Tabernáculo", yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer.. y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor. ¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!... cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz...”.
El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan conmovidos en silencio.
3 Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al umbral de la puerta, un primer relámpago lívido surca el cielo.
El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.
Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo. “Si rompe la nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de nosotros!”.
Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. El está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre las cuales la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que, jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice: “Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal...”.
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos... de todo, menos el granizo, que ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice: “Parece como si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!”.
El otro peón se echa a reír y dice: “Se le habrá escapado una importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y tendrá cuernos y cola cortados y quemados”.
Pasa corriendo una mujer y grita: “Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!”. Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
4 Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer arrullo).
Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol, parece de alabastro de un blanco–rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
“¡Qué cosa más insólita!”.
“¡Mirad, mirad!”.
“Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y.. ya... ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!...”.
“¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!”
5 Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un "ovillejo" rosado entre cándidos paños.
¡Es María, la Madre! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas... ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles de marfil, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa... ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz.
Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente –si, como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso– latir un corazoncito... Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre.
¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este capullo de azucena que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente profanar ese candor.
Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios –Padre, Hijo, Esposo– que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.
De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones –más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer!–; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una palma alta y flexible), sino la finura del padre.
6 También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde la madre feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del enorme arco iris.
Ana sonríe ante un pensamiento propio: “Es la estrella” dice. “Su signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María, perla nuestra!”.
“María la llamas?”.
“Sí. María, estrella y perla y luz y paz...”.
“Pero también quiere decir amargura... ¿No temes acarrearle alguna desventura?”.
“Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. El la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá... todavía un poco, antes de ser toda de Dios...”.
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
Continúa...
Notas:
1) Por razón de una creación preservativa.
2) Cfr. Gén. 1, 26–27.
3) La Iglesia en su Liturgia al aplicar a la Virgen el paso del Eclesiástico 24, 5, la proclama “Primogénita entre todas las
creaturas”. La Escritora la llama sin embargo “Secondogénita del Padre” (término que no puede traducirse literalmente, porque significaría en español, que hay una Primogénita), y a Cristo le da el título de “Primogénito” conforme a Rom. 8, 29;
Col. 1, 15 y 18; Hebr. 1, 6; Apoc. 1,5.
4) Cfr. Ex. 23, 14–17.
5) Cfr. 1 Rey. 1 y 2, 11.
6) Es decir, el director espiritual de la escritora, el P. Romualdo M. Migliorini o.s.m., al que MV se dirige a menudo, en estilo epistolar, a lo largo de toda la Obra. Algunas veces se dedica al padre Migliorini un episodio o una enseñanza (véase, por ejemplo, 58.1).
7) Octubre es un mes de nuestro calendario, que regula los meses con referencia al año solar. Pero frecuentemente MV reseña los nombres del calendario hebreo, regulado con referencia al año lunar, que empieza en primavera. La correspondencia de los meses hebreos con los nuestros es aproximada: 1. Nisán (abril); 2. Ziv (mayo); 3. Siván (junio); 4. Tammuz (julio); 5. Ab (agosto); 6. Elul (septiembre); 7. Tisrí (octubre); 8. Etanim (noviembre); 9. Kisléu (diciembre); 10. Tébet (enero); 11. Sabat (febrero); 12. Adar (marzo), que se dobla en los años embolismales.
8) Cfr. Sab. 8, 2.
9) Cfr. Prov. 31, 10–31.
10) Cfr. por ej. Prov. 17, 6.
11) Cfr. Prov. 5, 18–19.
12) Como por ej. en 1 Rey. 1, 8.
13) Cfr. Sab. 8, 13.
14) Fiesta de las Luces: esto es, fiesta de las “Hogueras” o Fiesta de los Tabernáculos. La razón del nombre es que se encendían fogatas.
15) Cfr. 1 Rey. 1, 9 ss.
16) Entiéndase: renunciar a la virginidad y lo que consigo trae.
17) Cfr. Ex. 15, 20–21; Núm. 12, 1–15.
18) Cfr. Sab. 7, 25
19) Este álito vital o chispa divina que Dios inspiró e infundió para animar el cuerpo de la Predestinada Madre del Verbo, este acto de Amor, que amó infinitamente a su amada Hija, Esposa, Madre futura, omnipotente en su amor y en su querer de tal modo que la mancha del Odio no pudo deshojarla, se infundió en un santo seno, en el cuerpo de María.
20) La gracia es amor, es sabiduría, es todo. Y María que todo lo tuvo, amó desde el momento en que tuvo alma.
21) Adán y Eva desde el momento en que fueron creados, fueron capaces de amar, por conocer sus perfecciones (pues las conocían), a Dios. La Gracia y los otros dones recibidos junto con la vida, los hacía capaces de ello. María llena de gracia en su alma amó con su espíritu purísimo, desde el momento en que la poseyó, adelantándose al tiempo en que – con todo su ser, dotada con todos los dones divinos que se le dieron con plenitud y sobreabundancia en vista de su futura misión y perfección – amó con toda su mente, con todo su corazón, con todas sus fuerzas. Esta fuerza de amor no debe extrañar a nadie si se medita en el Evangelio de Lucas 1, 44 y 15, donde se dice que el Bautista – encerrado en el seno materno, pero presantificado, esto es, limpio de la culpa original y por lo tanto convertido en ser sumamente inteligente, esto es, proporcionado a la condición de una criatura elevada al orden sobrenatural – reconoció, se alegró, amó, adoró a su Señor encerrado en el seno de María, confirmando las palabras que el Arcángel Gabriel había dicho a Zacarías: “Juan... será lleno del Espíritu Santo desde el seno materno”.
22) Cfr. Gén. 28, 12.
23) Cfr. Tob. 12.
24) Cfr. ib. 13, 13–15.
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