Por Monseñor Athanasius Schneider
El principio más seguro para dilucidar la crucial cuestión sobre la validez del pontificado de Francisco es la práctica, mantenida hasta hoy en la historia de la Iglesia, con la que se han resuelto situaciones de supuesta invalidez de renuncias o elecciones de papas. En dicha costumbre que permanece hasta hoy se manifiesta el sensus perennis ecclesiae.
Ni el principio de legalidad aplicado al pie de la letra ni el del positivismo jurídico han sido considerados principios absolutos en la costumbre de la Iglesia, dado que la legislación relativa a las elecciones pontificias no es más que una ley humana (positiva), no divina (revelada).
La ley humana que regula la asunción del cargo de papa o la abdicación del mismo tiene que estar subordinada al bien mayor de toda la Iglesia, que en este caso es la verdadera existencia de la cabeza visible de la Iglesia y la certidumbre de su existencia para todo su cuerpo, integrado por el clero y los fieles.
La naturaleza misma de la Iglesia exige la existencia visible de la cabeza y la certidumbre de ella. La Iglesia universal no puede existir durante un tiempo considerable sin un pastor supremo visible, sin el sucesor de San Pedro, ya que la actividad vital de la Iglesia universal depende de su cabeza visible. Por ejemplo, para nombrar obispos diocesanos y cardenales; para ello hace falta un papa legítimo. Y a su vez, el bien espiritual de los fieles depende de que haya prelados válidamente nombrados, pues de ser inválido el nombramiento (por invalidez del Papa), los sacerdotes carecerían de competencia pastoral (es decir, entre otras cosas no podrían confesar ni casar).
Las dispensas e indulgencias que sólo concede el Romano Pontífice, todas las cuales tienen por objeto el bien espiritual y la salvación eterna de las almas, dependen igualmente de la existencia y certidumbre mencionadas. En esos casos, aplicar el principio de suplencia de jurisdicción socavaría la visibilidad que caracteriza a la Iglesia y sería en sustancia una postura sedevacantista.
Aceptar la posibilidad de que la Santa Sede está vacante por un tiempo prolongado (sedisvacantia papalis) puede conducir fácilmente a una actitud sedevacantista, que en el fondo es un fenómeno sectario y poco menos que herético que está presente desde hace sesenta años por culpa de los problemas originados por el Concilio y por los papas conciliares y postconciliares.
El bien espiritual y la salvación de los fieles es la ley suprema en la normativa de la Iglesia. Por ese motivo, existe ese principio de supplet Ecclesia o sanatio in radice (sanar en la raíz). Dicho de otro modo: la Iglesia completa lo que faltaba según la ley positiva humana en el caso de los sacramentos, que exigen facultades jurisdiccionales: confesar, oficiar matrimonios, confirmar, aplicar intenciones de Misa, etc.
Inspirada en este principio auténticamente pastoral, el instinto de la Iglesia ha aplicado siempre los principios de supplet Ecclessia y sanatio in radice siempre que ha habido dudas en la renuncia o elección de un pontífice. Concretamente, la sanatio in radice de una elección papal inválida se manifestó en la aceptación moral universal y sin controversia del nuevo pontífice por parte del episcopado y del pueblo católico, además de que el papa electo actual, inválido para algunos, es nombrado en el Canon de la Misa por la práctica totalidad del clero católico.
La historia de la Iglesia es una maestra segura en este sentido. La vacancia más larga de la Sede en la historia duró dos años y nueve meses (del 29 de noviembre de 1268 al 1 de septiembre de 1271). Y coincidió con la época en que vivía Santo Tomás de Aquino. Ha habido sin duda elecciones en que claramente estaba en duda la validez de la asunción pontificia. Por ejemplo, Gregorio VI subió al trono comprando en 1045 el cargo a su predecesor Benedicto IX por una elevada suma de dinero. A pesar de ello, la Iglesia de Roma siempre consideró a Gregorio VI un papa legítimo, y hasta Hildebrando, que más tarde llegaría a ser San Gregorio VII, consideró legítimo a su predecesor, no obstante la manera ilegítima en que ascendió al pontificado.
Por su parte, Urbano VI fue elegido bajo una enorme presión y amenazas por parte del pueblo romano. Algunos de los cardenales electores llegaron a temer por sus vidas. Ese fue el ambiente en que se eligió a Urbano VI en 1378. En la coronación del nuevo pontífice todos los cardenales del cónclave le rindieron pleitesía y lo reconocieron como papa durante los primeros meses de su pontificado. Pocos meses después, algunos cardenales, sobre todo franceses, comenzaron a dudar de la validez de la elección en vista de las intimidatorias circunstancias y las presiones de que habían sido objeto durante el cónclave. Esto llevó a dichos purpurados a elegir un nuevo pontífice, que se llamó Clemente VII, era francés y fijó su residencia en Aviñón. Tanto él como sus sucesores fueron siempre considerados antipapas por la Iglesia Católica Romana (véanse las ediciones del Anuario pontificio). Así se inició una de las crisis más desastrosas de la historia de la Iglesia, el gran Cisma de Occidente, que duró casi cuarenta años, desgarró la unidad de la Iglesia y fue tan perjudicial para el bien espiritual de las almas.
La Iglesia Católica Romana siempre ha reconocido a Urbano VI como un papa legítimo a pesar de los factores que probablemente hicieron inválida su elección. El hecho de que incluso personas canonizadas como San Vicente Ferrer reconocieran por un tiempo a al antipapa Clemente VI como único pontífice legítimo no es un argumento convincente, ya que los santos no son infalibles en todas sus opiniones. El santo valenciano abandonó más tarde su apoyó al antipapa de Aviñón y reconoció al Papa de Roma.
San Celestino V hizo su renuncia en medio de presiones e insinuaciones del poderoso cardenal Benedetto Gaetani, que le sucedió con el nombre de Bonifacio VIII en 1294. Ante estas circunstancias, un sector de fieles y clero de la época nunca llegó a reconocer a Bonifacio VIII como legítimo papa. Pero la Iglesia Católica siempre ha considerado legítimo a este pontífice, porque su aceptación por parte de una mayoría abrumadora del episcopado y los fieles sanó en la raíz las circunstancias que pudiesen haber invalidado la renuncia de Celestino V y la elección de su sucesor.
La siguiente explicación del profesor Roberto de Mattei demuestra de modo convincente la incoherencia de las teorías sobre la ilegitimidad de Francisco como papa: “De nada ha servido que en una declaración a LifeSiteNews publicada el 14 de febrero de 2019 el propio monseñor Gänswein corroborase la validez de la renuncia al ministerio petrino, afirmando: 'Sólo hay un papa legítimamente elegido: Francisco'. La idea de una posible redefinición del munus petrino ya estaba lanzada”.
Algunos afirman que la intención de Benedicto era seguir siendo papa, entendiendo que el cargo podía desdoblarse en dos; pero esto es un error sustancial, ya que la naturaleza monárquica y unitaria del pontificado es de derecho divino.
“Sólo Dios juzga las intenciones –prosigue De Mattei–, mientras que el derecho canónico se limita a evaluar el comportamiento externo de los bautizados. Una célebre sentencia del derecho romano, recordada tanto por el cardenal Walter Brandmüller como por el cardenal Raymond Leo Burke, afirma: De internis non iudicat praetor: un juez no juzga cuestiones internas”.
De Mattei se pregunta qué pasaría después de morir Benedicto si él fuera el único papa legítimo. Y responde: “La paradoja está en que para demostrar la nulidad de la renuncia de Benedicto se valen de sofismas jurídicos, pero luego, para resolver el problema de la sucesión de Benedicto o de Francisco sería necesario recurrir a soluciones extracanónicas”.
La hipótesis de la ilegitimidad de la renuncia de Benedicto, y por consiguiente de la ilegitimidad de Francisco como papa, no conduce en realidad a ninguna parte. Equivaldría a decir que durante once años la Sede habría estado de facto vacante, ya que Benedicto no realizó ningún acto gubernativo, no creó a ningún obispo ni cardenal, no concedió dispensa ni indulgencia alguna, etc. Esto habría tenido como consecuencia que la Iglesia estuviera paralizada en el aspecto visible. En la práctica, equivaldría a una postura sedevacantista.
Desde hace once años, todos los nombramientos de nuncios apostólicos, obispos diocesanos y cardenales, todas las dispensas pontificias y todas las indulgencias recibidas por los fieles habrían sido nulas e írritas, lo cual habría tenido unas consecuencias perjudiciales para las almas (prelados ilegítimos, jurisdicciones inválidas, etc.). Ningún cardenal creado por Francisco sería legítimo. O sea, que no habría cardenales, lo cual afectaría a la mayor parte del Colegio Cardenalicio.
Veamos otra situación hipotética: si Benedicto XVI hubiese sido un papa liberal en extremo y herético, y hubiera abdicado en 2013 en circunstancias similares a las del momento en que lo hizo (con lo que podría haber causas de invalidez); y a continuación se hubiera elegido a un nuevo pontífice que fuera verdaderamente tradicional, y este nuevo papa –la invalidez de cuya elección se podría suponer debido a la invalidad de la renuncia de su predecesor liberal y por haber quebrantado algunas normas del cónclave– se hubiera puesto a reformar la Iglesia en un sentido auténticamente católico, como creando obispos y cardenales buenos, promulgando profesiones de fe y declaraciones ex cátedra para sostener la Fe verdadera ante los errores que pululan actualmente en la Iglesia, desde luego ningún buen cardenal, obispo o católico de a pie consideraría ilegítimo a ese nuevo papa que es ciento por ciento católico, ni pediría su renuncia ni que el liberal que abdicó volviera a gobernar.
Otra posible hipótesis: si se murieran todos los cardenales que crearon Juan Pablo II y Benedicto XVI, el Colegio Cardenalicio estaría integrado exclusivamente por cardenales nombrados por Francisco. Pero entonces, según la teoría del pontificado ilegítimo de Francisco, todos serían ilegítimos, y ya no habría Colegio Cardenalicio. De donde se desprende que no quedarían electores válidos que pudieran proceder a la elección de un nuevo pontífice.
La ley del Derecho Canónico que prescribe que sólo los cardenales son electores válidos en los cónclaves está en vigor desde el siglo XI, y fue sancionada por los romanos pontífices, por lo que sólo un papa podría modificar las normas jurídicas que regulan las elecciones pontificias y promulgar una que permitiera votar a quienes no tuvieran la púrpura cardenalicia. Hipotéticamente, de acuerdo con la teoría de que Francisco es un papa ilegítimo, una vez que murieran todos los cardenales creados antes de la elección del actual pontífice no sería ya posible elegir a un papa legítimo. La Iglesia se habría metido en un callejón sin salida, sería un dilema insoluble.
La hipótesis según la cual Benedicto sería el único pontífice legítimo y por tanto Francisco ilegítimo contradice la razonable costumbre, de demostrada eficacia, de la gran Tradición de la Iglesia, y también el sentido común. No sólo eso; se da un carácter absoluto al aspecto de la legitimidad; en este caso, a las normas humanas que rigen las renuncias y las elecciones, en detrimento del bien de las almas, al haberse introducido la incertidumbre en cuanto a la validez de los actos de gobierno de la Iglesia. Y eso socava la naturaleza visible de la Iglesia. Y por otra parte, roza la mentalidad sedevacantista. En este caso hay que seguir la vía más segura (via tutior) y el ejemplo de la práctica constante de la gran Tradición de la Iglesia.
La manera de reaccionar a la conducta del papa Francisco es amonestarlo públicamente por sus errores. Eso sí, hay que hacerlo con el debido respeto. Luego, hay que hacer una profesión de fe especificando las verdades que Francisco ha contradicho o socavado con sus ambigüedades. Y después es preciso realizar actos de reparación. También hay que implorar a Dios la gracia de la conversión para el papa Francisco, y su intervención divina para resolver esta crisis sin precedentes. En todo caso, Francisco es sin duda alguna el papa legítimo.
Nuestro Señor Jesucristo está al timón de la nave de la Iglesia, incluso en las más torrenciales tempestades, entre las que puede darse el pontificado de un papa doctrinalmente ambiguo, aunque esas tormentas suelen ser relativamente breves en comparación con otras graves crisis que han afectado a la Iglesia Militante en sus dos mil años de existencia.
En medio de la confusión y la tempestad que se han desatado en la Iglesia actual, Nuestro Señor se alzará y reprenderá el mar y los vientos (véase Mt.8,24). Entonces, está garantizado un tiempo de calma, seguridad doctrinal, sacralidad en la liturgia y santidad en los sacerdotes, prelados y papas. Ante una situación que, a los ojos humanos, parece irremediable, debemos renovar la fe inquebrantable en que las puertas del Infierno no prevalecerán contra la Iglesia Católica.
+Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la diócesis de Santa María de Astaná
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