viernes, 30 de julio de 1999

EL INFIERNO: UNA EXIGENCIA DE LA BONDAD DIVINA

Las recientes alocuciones de su santidad Juan Pablo II sobre el Infierno y el Purgatorio han reabierto la discusión sobre la existencia de estos lugares.

Por Atila Sinke Guimarães


Después del Concilio Vaticano II y las innovaciones que generó, muchos progresistas han cuestionado estas realidades. El infierno no sería un lugar físico habitado por los demonios establecidos en el centro de la tierra donde van las almas de los réprobos tras sus juicios privados para permanecer allí por los siglos de los siglos. Sería un estado de espíritu de sufrimiento al que estaría sujeto el hombre en esta vida. Una postura similar se toma sobre el Purgatorio, que tampoco sería un lugar, sino una fase de purificación aquí en la tierra.

Una imagen medieval de un ángel encerrando a las almas condenadas en la boca del infierno - Salterio de Enrique de Blois, c. 1150

Ante la evidencia de frases del Antiguo y Nuevo Testamento que caracterizan al Infierno como un lugar y la constante enseñanza católica al respecto, algunos autores progresistas admiten su existencia. Pero afirman que después de la Redención de Nuestro Señor, el Infierno fue vaciado. Vacío al menos de almas condenadas, pues estos teóricos se “olvidan” de tratar con los demonios que están atados en el Infierno. Según esta noción, los demonios han sido reducidos a las grandes filas de los “desocupados”. No sé cómo los progresistas resolverían este asunto. Me parece que para acomodar la nueva teoría, los diablos tendrían que dejar de ser individuos y convertirse en fuerzas cósmicas. Pero no es este el momento de ahondar más en este asunto.

Sea la primera tesis -que el Infierno no existe- o la segunda -que el Infierno existe pero está vacío- la premisa progresista básica es la misma. Se acostumbra apelar a un sofisma apoyándose en la Bondad Divina, que resumiré: “Dios no sería infinitamente bueno si quisiera el sufrimiento eterno para innumerables almas. Luego el sufrimiento del Infierno no existe, o, si existiera, se habría vaciado con la Redención”. Se emplea un razonamiento similar con el objetivo de eliminar el Purgatorio.

Para responder a este sofisma, podría argumentar la necesidad de que la justicia de Dios equilibre su bondad y muestre que las dos características que existen sustancialmente en Dios no pueden ser contradictorias. La conclusión es que el Infierno, siendo una demanda de la justicia, está en armonía con la Bondad Divina.

Sin embargo, en el artículo de hoy quiero situarme sólo en el ámbito de la Bondad Divina y en este campo hacer mi discusión con los progresistas.

Supongamos que Dios eliminaría el Infierno. ¿Cuál sería la consecuencia sobre los hombres que viven en esta tierra? Permítanme distinguir entre los malos hombres y los buenos hombres.

Como ya no existiría un castigo eterno, los hombres malvados sentirían toda la libertad para ejecutar todos los crímenes que quisieran cometer en su vida personal así como en la sociedad. Es decir, el mal tendería a dañarse a sí mismo dando rienda suelta a sus pasiones y también a dañar a los demás en beneficio de sí mismo y de sus propios intereses. Incluso entre los mismos hombres malvados, la vida en esta tierra sería mucho peor y más infeliz.

Para los hombres buenos, el fin de la existencia del Infierno sería un fuerte desánimo para practicar el bien, ya que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Siguiendo un dinamismo psicológico similar al del mal, los buenos tenderían a preocuparse menos por combatir sus malas tendencias en su vida privada. Además, tendrían que permitir que el mal que ven a su alrededor quede impune. Porque si Dios mismo dejara de castigar, entonces imitarlo exigiría dar libertad al mal en la vida en sociedad.

Ahora bien, si el mal no fuera castigado, entonces desaparecería la lucha, y con ella, el coraje para enfrentar a los adversarios, la nobleza de espíritu que subyace en la entrega a los grandes combates, el honor que nace del concepto de no hacer concesiones al enemigo, el sentido de sacrificarse por el hermano en la lucha, y la sana competencia en el progreso de la militancia católica. Es decir, el bien perdería aquello que lo dignificaba y lo hacía respetable: su capacidad de infundir miedo al enemigo. Vendría a ser un bien sin fibra, un bien sin capacidad de atracción. Si Dios aboliera el Infierno, la vida de los hombres buenos sería extraordinariamente peor.

Por lo tanto, la consecuencia práctica inmediata de la abolición del Infierno como lugar real de castigo de las almas después de su existencia terrena sería transformar la vida en esta tierra en un infierno tanto para los buenos como para los malos. No sería en realidad una abolición del Infierno, sino una transferencia de lugar y una extensión: en lugar de estar situado en el centro de la tierra, el Infierno pasaría a existir en su superficie; en lugar de castigar sólo el mal, afligiría indistintamente al bien y al mal.

Para evitar todo este sufrimiento por el bien y el mal en esta tierra, Dios creó y mantiene el Infierno como un lugar destinado a los condenados. Más que un acto de justicia con relación a los malos que mueren, es una exigencia de la Bondad Divina con respecto a las personas buenas y malas que viven.



miércoles, 28 de julio de 1999

AUDIENCIA DE JUAN PABLO II: EL INFIERNO COMO RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS



JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de julio de 1999

El infierno como rechazo definitivo de Dios


1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno ―y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas― no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial, a los dos grupos de formadores de seminarios que participan en cursos de actualización en Roma, así como a los fieles venidos desde España, México, Chile, Colombia y demás países de América Latina. Muchas gracias por vuestra presencia y atención.

(A los peregrinos húngaros)

Espero de corazón que vuestra visita a la tumba de san Pedro profundice vuestra fe y enriquezca vuestras comunidades parroquiales.

Como de costumbre, saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Mañana se celebrará la memoria litúrgica de santa Marta, a la que el evangelio recuerda por la amorosa hospitalidad que brindó a Jesús en su casa de Betania. Que el ejemplo de esta santa mujer, laboriosa y solícita, os ayude a vosotros, queridos jóvenes, a seguir generosamente a Cristo como testigos de su amor, abierto a todos; os sostenga a vosotros, queridos enfermos, en vuestra búsqueda de Jesús en el momento de la tribulación; y os guíe a vosotros, queridos recién casados, para que hagáis de vuestro hogar un ambiente de cordial acogida del prójimo.