martes, 24 de junio de 2025

¿HASTA DONDE LLEGA LA CAÍDA?

¿Para qué sirve la libertad? ¿Y por qué es tan importante que se nos permita ejercerla? ¿Realmente importan las decisiones que tomamos? 

Por Regis Martin


Pregúntale a un ateo y te dirá que es para realizarse a uno mismo en un mundo sin Dios. Por supuesto, en un mundo sin Dios, ¿por qué importaría la libertad? ¿Qué diferencia hay entre las decisiones que tomamos en un mundo en el que, como predijo Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”?

Ah, pero esa es precisamente la cuestión, dirá el ateo: que somos libres, total y locamente libres, para tomar las decisiones que nos dé la gana. Donde no hay Dios, todo está permitido. A menos, claro está, que creas lo contrario. Para los ignorantes no debe haber libertad.

Un santo, por su parte, verá las cosas de manera muy diferente y declarará que la libertad es para entregarnos por completo a Dios, que es el origen y la finalidad de todo lo que existe. Incluyendo incluso a aquellos que se niegan a reconocer su existencia, prefiriendo la blasfemia a arrodillarse. “Si no existiera Dios -dice Chesterton- no habría ateos”. Solo un santo como Ignacio de Loyola, por ejemplo, que fundó la Compañía de Jesús para encabezar una renovación de la fe en medio de una cristiandad destrozada, compondría una oración pidiendo a Dios que se llevara todo —“toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad”— y lo dispusiera como quisiera, dejando solo “tu amor y tu gracia, porque eso me basta”. Porque, como confirmarán todos los santos y místicos, la verdadera santidad solo se alcanza cuando perdemos nuestra libertad, devolviéndosela a Dios para así liberarnos de la tentación de tener que ofenderlo jamás.

¿Y el pecador, para qué cree que sirve la libertad? Bueno, si no es un pecador totalmente impenitente, sino un pecador honesto, que reconoce su pecado y anhela en sus mejores momentos librarse de él, lo más probable es que vea las cosas de forma muy similar a como las ve el santo, es decir, que cuando pecamos disminuimos nuestra libertad, poniendo en peligro su pérdida total.

Entonces, ¿cómo funciona eso? ¿Qué tiene el pecado que hace que un hombre sea menos libre cuando lo comete? Y la respuesta es que el pecado equivale a una doble afrenta, tanto al Dios que nos creó como al mundo que nos dio, cada uno de los cuales posee un orden fijo al que estamos obligados a conformarnos. “Pecar —dice santo Tomás de Aquino, el Doctor Común— no es otra cosa que apartarse del bien que nos pertenece por naturaleza”. Cualquier acto contrario a Dios y a la naturaleza que Él ha puesto en nosotros no puede ser bueno; por lo tanto, se califica como pecado.

Y hasta la llegada de la modernidad, cuando cada vez más normas se desvanecían en medio de las tormentas de un mundo sin Dios, todo el mundo creía y se esperaba que se comportara así. Ser humano significaba simplemente que existe este orden, este espléndido conjunto de normas, cuya existencia y validez no solo no dependen de nosotros, sino que se establecieron mucho antes de que llegáramos a la escena. El hecho de que decidamos seguir o ignorar las normas no alterará el orden de la naturaleza ni el Dios de la naturaleza. Solo podemos acabar haciéndonos daño a nosotros mismos.

Todo gira, por lo tanto, en torno al hecho de que no nos hacemos a nosotros mismos, sino que somos hechos por Otro, por Dios. “La naturaleza del hombre -escribe el filosofo alemán Josef Pieper- puede identificarse prácticamente con su condición de criatura: su ser criatura, su llegada al mundo sin su consentimiento, define su esencia más íntima”. Una naturaleza que, además, le impulsa en todo momento a hacer el bien, a ser bueno.

De hecho, dice Pieper, citando a su gran maestro Santo Tomás, “todo lo que lucha contra la inclinación de la naturaleza es pecado”. Todo lo que hacemos, argumenta Pieper, o esperamos alcanzar, “solo puede ponerse en marcha sobre la base de esta presuposición fundamental: que tanto el mundo como el hombre son seres llamados a la existencia en virtud de su condición de criaturas”. Y que desde el primer momento de nuestra existencia en el mundo, “se nos presenta la norma, el límite, la regla para nuestras decisiones, decisiones que no se toman de la nada, sino que son decisiones de la criatura, como criatura”.

Nunca podremos decir lo suficiente sobre esto, ni reflexionar sobre las consecuencias de no decir nada al respecto. No podría sobrevenirnos mayor desastre que romper la relación que tenemos como criaturas con un orden que Dios, desde toda la eternidad, diseñó para nuestro bien, para la perfección de todo lo que somos y tenemos; que puede (¡Dios lo quiera!) catapultarnos finalmente a los brazos de Dios para una vida de unión íntima e interminable con Él. ¿Qué podría ser peor, pregunta Pieper, “que la destrucción por el pecado de nuestra concordancia final con el fundamento divino del ser, sin el cual sabemos que estamos perdidos junto con todo lo mejor de nosotros mismos?”.

Entonces, ¿cuál es la fuente del pecado, de todo pecado, por leve o trivial que lo disfracemos? Sin duda debe ser algo enorme e intratable si logra desviar, e incluso frustrar, la inclinación natural de la criatura a ver y hacer el bien. La respuesta no está lejos de ninguno de nosotros; tampoco estaba lejos de nuestros primeros padres, que fueron los primeros en caer en ella, mucho después de que algunos ángeles también cayeran.

Es el pecado del orgullo por el cual una criatura, un ser humano libre y racional, sustituye a Dios, eligiendo anclar todo al yo egocéntrico. Es un movimiento en el que, como lo describe San Agustín en La ciudad de Dios, “un ser esencialmente dependiente, cuyo principio de existencia no reside en sí mismo sino en otro, trata de establecerse por sí mismo, de existir para sí mismo”.

Así, nos encontramos en una encrucijada, ante dos opciones diametralmente opuestas, de cuyo resultado depende todo. Sí, cada uno de nosotros es una criatura, que debe todo lo que es a Dios, quien es a la vez nuestro fundamento y nuestro destino; sin embargo, no necesitamos consultar sus deseos para nuestra felicidad. Por lo tanto, somos libres de rechazar cada llamada que Él nos envía, incluso cuando vemos cómo nos acerca cada vez más a un estado de completa caída y ruina. Pieper lo resume así:

Las opciones son o bien la autorrealización como entrega a Dios al reconocer la propia condición de criatura, o bien el amor propio absoluto al intentar realizarse a uno mismo negando o ignorando la propia condición de criatura. Es la decisión fundamental en cada decisión concreta, que precede a todas ellas. Esta decisión por el amor propio absoluto es el pecado original, tanto en el sentido de que fue el primero que se cometió como en el de que se ha convertido en la fuente y el origen de toda culpa concreta.

Es un orgullo positivamente satánico en la medida en que declara, ante Dios mismo, que a pesar de toda la alegría y la felicidad para las que Él me ha creado, he decidido que es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.
 

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