CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO XII
DE LA TERCERA PETICION
Hágase tu voluntad
Habiendo dicho Cristo Señor nuestro: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, este entrará en el reino de los Cielos; todos los que desean llegar al Reino celestial, deben pedir a Dios que se haga su voluntad. Y por esto se puso aquí esta petición seguida inmediatamente a la petición del Reino de los Cielos.
Más para que entiendan los fieles lo muy necesario que es lo que pedimos aquí, y las grandes riquezas de saludables dones que conseguimos, si lo alcanzamos, declararán los Párrocos, a cuantas miserias y desdichas quedó sujeto el linaje de los hombres por el pecado del primer Padre.
Desde el principio imprimió Dios a todas las criaturas apetito de su propio bien; para que con esta natural inclinación buscasen y anhelasen a su fin. Y nunca se extravían del camino, si no se les pone algún impedimento de afuera. Tuvo también el hombre en su principio esta inclinación y apetito de anhelar a su fin que es Dios, Autor y Padre de su bienaventuranza, y tanto más noble y excelente, cuanto él era capaz de razón y consejo. Pero habiendo conservado las demás criaturas incapaces de razón este amor engendrado con ellas (porque como fueron criadas por naturaleza buenas, así se mantuvieron, y permanecen hoy en el mismo estado y condición) el miserable linaje humano no siguió su camino. Porque no solo perdió los bienes de la justicia original, con los que fue dotado y enriquecido por Dios sobre toda virtud de su naturaleza; sino que oscureció también aquel primer amor de la virtud injerto en su alma. Todos -dice el profeta- se torcieron, todos a una se hicieron inútiles; No hay quien obre bien, no hay siquiera uno. Porque los sentidos y pensamientos del corazón del hombre están inclinados al mal desde su mocedad. Para que de aquí pueda entenderse con facilidad, que ninguno puede gustar saludablemente de las cosas buenas; sino que todos están inclinados al mal, y que son innumerables las aficiones y apetitos estragados de los hombres; pues están prontos y con ardiente ímpetu se dejan arrebatar por la ira, por el odio, por la soberbia, por la ambición, y por casi todo género de males.
Y aunque continuamente nos hallamos metidos entre tantos males, con todo eso, muchísimos de ellos en manera ninguna nos parecen males; que es la mayor miseria que podemos tener. Esto prueba una muy grande calamidad en los hombres; que obcecados con sus antojos y apetitos, no pueden ver que las cosas que juzgan saludables, son muchas veces pestíferas; antes se arrojan precipitados a esos mismos males perniciosos, como si fueran bienes muy apetecibles, y miran con horror y como contrarias las cosas que verdaderamente son honestas y buenas. Esta opinión y juicio corrompido, reprueba Dios con estas palabras: ¡Ay de los que decís lo bueno malo, y lo malo bueno, poniendo las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, poniendo lo amargo por dulce y lo dulce por amargo.
Para ponernos pues las Letras divinas estas miserias delante de los ojos, nos comparan a los que perdieron el verdadero sentido de gustar, por lo cual miran con gran hastío los manjares saludables, y apetecen los dañosos. También nos asemejan a los enfermos. Porque así como estos, mientras no mejoran, no pueden cumplir los oficios y cargos de los que están sanos y buenos, así no podemos ejercitar nosotros las obras que son agradables a Dios sin el auxilio de la divina gracia.
Y si estando así indispuestos hacemos algunas cosas buenas, son levísimas y de poco o ningún momento para conseguir la eterna salud. Pero jamás podremos si no somos fortalecidos con el socorro de la divina gracia amar y adorar a Dios, como es debido. Porque esto es cosa mayor y más alta, de lo que nosotros, caídos en tierra, podemos alcanzar por fuerzas humanas.
Aunque para significar la miserable condición del linaje humano, también es muy propia la comparación, de que somos como los niños, los que dejados a su libertad se mueven a todo sin consideración. Es así que somos niños e imprudentes, dados a parlerías y acciones vanas si nos desampara el socorro de Dios. Porque así nos reprende la Sabiduría: ¿Hasta cuándo, niños, amaréis la infancia, y apetecerán los necios las cosas que les son perjudiciales? Y el Apóstol exhorta de este modo: No seáis niños en vuestros sentimientos. Y aún en mayor vanidad y error andamos, que aquella edad pueril. Porque a esta solo falta la prudencia humana, la que con el tiempo puede alcanzar por sí; pero a la prudencia divina que es necesaria para la salvación, en manera ninguna podemos aspirar sin el favor y ayuda de Dios. Porque si su Majestad no nos socorre pronto con su gracia, desechamos los verdaderos bienes, y voluntariamente nos precipitamos en la perdición.
Pero si alguno habiendo ahuyentado con la divina luz la oscuridad del alma, llega a ver estas miserias de los hombres, y libre de aquella insensatez, experimenta la ley de la carne, y reconoce los apetitos sensuales que repugnan al espíritu, y considera asimismo toda la inclinación de nuestra naturaleza a lo malo; ¿cómo podrá menos que buscar con ardientes deseos remedio oportuno para una enfermedad tan grave, como la que nos aflige por lo viciado de la naturaleza, y de pedir con instancia la regla saludable, con la cual debe ajustarse, y medirse la vida de un hombre cristiano?
Pues esto es lo que pedimos cuando rogamos así a Dios: Hágase tu voluntad. Porque como caímos en estas miserias por haber negado la obediencia a Dios y menospreciado su voluntad, el remedio único que para tantos males nos dejó su providencia divina es, que últimamente vivamos según la voluntad de Dios, la que habíamos despreciado pecando, y que midamos por esta regla todos nuestros pensamientos y acciones. Y para que lo podamos conseguir, pedimos rendidamente a Dios: Hágase tu voluntad.
Con igual encarecimiento tienen que hacer esta petición aquellos en cuyas almas reina ya Dios, y que ilustrados ya con los rayos de la divina luz, cumplen por beneficio de la gracia la voluntad de Dios. Porque aunque se hallen en tan buen estado, con todo eso les hacen mucha guerra las propias pasiones por la inclinación al mal, entrañada en los sentidos de los hombres. Y así aunque seamos justos, tenemos en esta parte mucho por que temer de nosotros mismos; no sea que atraídos, y acariciados por las concupiscencias que guerrean en nuestros miembros, volvamos a salirnos del camino de la salud. Sobre este peligro nos avisó Cristo Señor nuestro por estas palabras: Velad, y orad, porque no entréis en tentación. El espíritu está pronto, más la carne débil.
Porque no está en mano del hombre, aunque sea en la de aquel que está justificado por la gracia de Dios, tener tan domados los movimientos de la carne, que jamás vuelvan a recalcitrar. Porque la gracia de Dios sana el alma de los que están justificados; más no sana la carne. Acerca de esto dijo el Apóstol: Sé ciertamente, que no mora en mí, esto es, en mi carne, el bien. Porque una vez que perdió el primer hombre la justicia original, con la cual se regían las pasiones como con un freno, no pudo después la razón en manera ninguna traerlas tan a raya, que no apetezcan aún aquellas cosas que repugnan a la razón misma. Y así dice el Apóstol, que mora en aquella parte del hombre el pecado, esto es el fomite del pecado, para que tengamos entendido, que no está aposentado en nosotros por algunos días como un huésped; sino que mientras vivimos, está siempre de asiento en nuestros miembros como morador de nuestro cuerpo. Estando pues de continuo combatidos por enemigos caseros e interiores, dicho se está, que hemos de recurrir al auxilio de Dios, y pedirle que se haga su voluntad en nosotros. Pero ya es razón hacer saber a los fieles cuál sea el sentido de esta petición.
Y omitiendo sobre este punto muchas cosas que útil y copiosamente se disputan por los Doctores Escolásticos acerca de la voluntad de Dios, decimos: que en este lugar se toma por aquella voluntad que suelen llamar Signo: Esto es, por aquello que Dios nos manda, o nos aconseja que hagamos, o que dejemos de hacer. Y así están aquí comprendidas por el nombre de voluntad todas aquellas cosas, que se nos proponen, para conseguir la bienaventuranza celestial, sean pertenecientes a la fe o a las costumbres: en suma, todo aquello que Cristo Señor nuestro por sí o por su Iglesia nos ha mandado o prohibido hacer. De esta voluntad escribe así el Apóstol: No seáis imprudentes, sino entendedores de cuál sea la voluntad de Dios.
Cuando pedimos pues: Hágase tu voluntad, primeramente pedimos, que el Padre celestial nos dé fuerzas para guardar sus divinos mandamientos, y para servirle en santidad y justicia por toda nuestra vida; que hagamos todas las cosas según su ley y voluntad; que cumplamos todos aquellos oficios de que somos amonestados en las Sagradas Escrituras; que siendo nuestra guía y nuestro Autor, obremos como corresponde a los que son nacidos, no de la voluntad de la carne, sino de Dios, siguiendo el ejemplo de Cristo Señor nuestro, quien se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y que estemos prontos para pasar antes por todos los tormentos, que apartarnos un ápice de su voluntad.
Pero ninguno hace esta petición con más ardor, ni con mayores veras, que aquel a quien ha sido concedido entender la suma dignidad de los que obedecen a Dios. Porque este es el que sabe, con cuánta verdad se dice: Servir a Dios, y obedecerle es reinar. Cualquiera -dice el Señor- que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi Madre. Esto es, estoy con él muy estrechado con todos los lazos de amor y benevolencia. Apenas habrá uno de los Santos que no pidiese con gran ahínco a Dios el don particular de esta petición. Y todos se valieron de esta oración a la verdad excelente, aunque muchas veces variada. Pero entre todos vemos maravilloso y suavísimo a David, quien pide esto con gran variedad. Porque ahora dice: ¡Ojalá se dirijan mis caminos, para guardar tus justificaciones! Ahora: Llévame por la senda de tus mandamientos. Ya: Endereza mis pasos según tu palabra, porque no reine en mi maldad ninguna. Y a esto pertenecen también aquellas expresiones: Dame entendimiento, para que aprenda tus mandamientos, y enséñame tus juicios. Dame entendimiento, para que sepa tus testimonios. Muchas veces también trata y maneja la misma sentencia con otras palabras; Y estos lugares se han de notar con cuidado y explicarse a los fieles, para que entiendan todos, cuánta abundancia y riqueza de saludables bienes hay encerrada en la primera parte de esta petición.
En segundo lugar cuando pedimos: Hágase tu voluntad: abominamos las obras de la carne, de las cuales escribe el Apóstol: Manifiestas son las obras de la carne; que son fornicación, inmundicia, impureza, lujuria, etc. Y: Si viviereis según la carne, moriréis. Y pedimos que no permita Dios que hagamos las cosas que nos persuaden nuestros sentidos, antojos y flaquezas, sino que en todo se gobierne nuestra voluntad por la suya. Muy lejos están de esta voluntad los hombres entregados a deleites, que están sumergidos en los cuidados y pensamientos de las cosas terrenas. Porque se dejan llevar arrebatados por sus apetitos, a gozar de lo que se les antoja, y poner la felicidad en el logro de sus desordenados deseos, de manera que, aún llaman dichosos a los que consiguen cuanto apetecen. Más nosotros por el contrario pedimos a Dios, como dice el Apóstol, que no hagamos caso de los antojos de la carne, sino que se haga la voluntad de Dios.
Aunque no nos vencemos fácilmente a pedir a Dios, que no satisfaga a nuestros apetitos. Porque este vencimiento del ánimo trae consigo la dificultad, de que pidiendo esto parece que en alguna manera nos aborrecemos a nosotros mismos; y esto también lo tienen por locura, los que están del todo pegados al cuidado de su carne. Pero nosotros pasemos de buena gana por la nota de locos por amor a Cristo, cuya es aquella sentencia: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo. Mayormente sabiendo, que es mucho mejor desear lo que es recto y justo, que conseguir lo que es ajeno de razón, de virtud y de las leyes de Dios. Y a la verdad en peor estado se halla el que alcanzó lo que deseaba temerariamente y a impulsos de su apetito, que el que dejó de lograr lo que deseaba muy concertadamente.
Y no solo pedimos a Dios que no nos conceda, lo que nosotros mismos apetecemos por propia inclinación, cuando nuestro deseo es claramente malo; sino también que no nos dé lo que a veces pedimos como bueno a persuasión o impulso del demonio disfrazado de ángel de luz. Muy justo y muy lleno de piedad parecía el deseo del Príncipe de los Apóstoles, cuando intentaba retraer al Señor del propósito de ir a padecer muerte. Sin embargo le reprendió agriamente su Majestad: porque se gobernaba, no por razón divina, sino por afectos humanos. ¿Qué cosa al parecer de mayor amor hacia Cristo se pudo haber pedido, que lo que los discípulos Santiago y San Juan que airados contra los Samaritanos, que no quisieron hospedar a su divino Maestro, le pidieron mandase bajar fuego del Cielo, que consumiese aquellos duros e inhumanos? Más fueron reprendidos por Cristo Señor nuestro con estas palabras: No sabéis, de que espíritu sois hijos. No vino el hijo del hombre a perder las almas, sino a salvarlas.
Pero no solo se ha de pedir a Dios que se haga su voluntad, cuando es malo lo que deseamos, o tiene apariencia de mal, sino también cuando en realidad no es cosa mala, como cuando sigue la voluntad la primer inclinación de la naturaleza, apeteciendo lo que la conserva y desechando lo que le parece contrario. Por esto, cuando llegue el caso de pedir cosas de esta calidad, digamos con todas veras: Hágase tu voluntad. Imitemos al mismo Señor, de quien hemos recibido la salud y la doctrina de la salud, quien siendo conmovido del temor natural de los tormentos y atrocísima muerte, con todo eso, en medio del horror del mayor de los dolores, resignó su voluntad en la del Padre eterno, diciendo: No se haga mi voluntad, sino la tuya.
Pero está el linaje de los hombres tan extrañamente corrompido y dañado, que aún después de haber hecho fuerza a sus apetitos, y sujetado su voluntad a la divina, todavía no pueden evitar los pecados sin el auxilio de Dios, con el cual somos defendidos del mal y encaminados al bien. Debemos pues recurrir a esta petición, y suplicar a su Majestad, que perfeccione la obra comenzada, que refrene los movimientos concertados de la concupiscencia, que haga los apetitos obedientes a la razón, y en fin, que nos conforme en todo con su voluntad. Pedimos también, que toda la tierra reciba el conocimiento de la voluntad de Dios: para que aquel misterio escondido desde los siglos y generaciones se haga notorio y manifiesto a todos.
Así en la tierra, como en el Cielo
Demás de esto pedimos la forma y el modo de cumplir esta voluntad: conviene a saber, que nos ajustemos con aquella regla, que guardan en el Cielo los Santos Ángeles, y observa todo el Coro de los Bienaventurados; para que así como ellos obedecen a la Majestad de Dios con toda voluntad y sumo placer, así obedezcamos nosotros de muy buena gana a la voluntad divina y en aquella manera señaladamente que quiere su Majestad.
Más aún en las obras y servicios que hacemos a Dios, requiere de nosotros un amor sumo, y una caridad singularísima; de modo que, aunque nos hayamos enteramente sujetado a servir a Dios por la esperanza de los premios del Cielo, con todo esperemos esos premios, porque plugo a su divina Majestad, que tuviésemos esa esperanza. Por lo tanto toda nuestra esperanza ha de estar apoyada en el amor de Dios, quien quiso proponer por premio a nuestro amor la eterna bienaventuranza. Porque hombres hay que sirven a uno con lealtad y amor; pero ordenan este amor al interés por cuya causa le sirven. Otros hay también que únicamente sirven movidos de caridad y piedad, sin mirar otra cosa que aquel a quien sirven, que su bondad y virtud, y considerando y admirando esto, se tienen por dichosos en poderle hacer algún servicio.
Pues este último modo de servir es el sentido de esas palabras que se añaden: Así en la tierra como en el Cielo; porque hemos de hacer todos los esfuerzos posibles por ser obedientes a Dios al modo que según dijimos, lo son aquellos bienaventurados espíritus, cuyas alabanzas por una tan perfecta obediencia celebra David, diciendo: Bendecid al Señor, todas sus virtudes y sus Ministros, que hacéis su voluntad. Pero si alguno siguiendo a San Cipriano explica esas palabras de manera, que diga: En el Cielo, en los buenos y justos, y en la tierra en los pecadores y malos, aprobamos también su sentimiento: como el que se entienda por el Cielo el espíritu, y por la tierra la carne; para que todos y todas las cosas estén obedientes a la voluntad de Dios en todo y por todo.
Contiene además de esto esta petición acción de gracias. Porque veneramos la voluntad santísima de Dios, y llenos del mayor gozo celebramos con sumas alabanzas y plácemes todas sus obras, teniendo por muy cierto que todo lo hizo bien. Porque constando que Dios es todopoderoso, necesariamente se sigue que entendamos, haber sido hechas todas las cosas por su voluntad. Y cuando sobre esto decimos que Él mismo es el sumo bien, como es así, confesamos que nada hay en sus obras que no sea bueno: pues Él mismo comunicó a todas su bondad. Y aunque no alcanzamos en todas las cosas los designios de Dios, sin embargo en todas despreciando la duda, y desechando toda perplejidad, protestamos con el Apóstol: que sus caminos son inescrutables. Más por lo que principalmente veneramos también la voluntad de Dios, es por haberse dignado comunicarnos su divina luz; pues sacándonos del poder de las tinieblas nos trasladó al Reino del Hijo de su amor.
Y para declarar últimamente lo que pertenece a la meditación de esta petición, se ha de volver a lo que tocamos al principio: que debe el pueblo fiel hacer esta petición con ánimo rendido y humilde, considerando atentamente aquella fuerza de las pasiones tan arraigada en la naturaleza y tan repugnante a la voluntad divina; y pensando que en este punto es vencido de todas las criaturas de las cuales está escrito: Todas las cosas te sirven, Señor, y que es en tal manera frágil, que no solamente no puede acabar obra alguna agradable a Dios, más ni empezarla siquiera, si no es socorrido con la ayuda de Dios. Y no habiendo cosa, como ya dijimos, ni más noble, ni más esclarecida que servir a Dios y guardar sus divinos mandamientos, ¿qué puede haber tan apetecible para el Cristiano como andar en los caminos del Señor, nada revolver en su ánimo, nada poner por obra, que sea contrario a la voluntad divina? Pues para que abrace este tenor de vida, y después de empezado persevere en él con todo desvelo, tome de los divinos libros los ejemplos de aquellos, a quienes todas las cosas sucedieron mal, por no haber arreglado sus consejos por la voluntad de Dios.
Últimamente se enseñará a los fieles que descansen en la sencilla y absoluta voluntad de Dios. El que pensare que se halla en lugar inferior al que pide su dignidad, lleve su condición con igualdad de ánimo, no invierta su orden, sino persevere en aquella vocación para que fue llamado, y rinda su propio juicio a la voluntad de Dios, quien mira por nosotros aún mejor de lo que podemos desear. Si nos oprime la pobreza, si las enfermedades y persecuciones, si otras molestias y angustias, se ha de tener por cierto y por sentado, que nada de esto puede sobrevenirnos sin la voluntad de Dios, que es la razón suprema de todas las cosas; y así que no por eso nos hemos de alterar demasiado, sino sufrirlo con ánimo constante, trayendo siempre en la boca: Hágase la voluntad del Señor, y lo del santo Job: Como plugo el Señor, así se hizo. Sea bendito el nombre del Señor.