lunes, 7 de julio de 2025

IGLESIAS DESCRISTIANIZADAS POR SILENCIAR A CRISTO, VERDADERO DIOS Y HOMBRE

El misterio de la Encarnación del Hijo es el más grande misterio de la fe, y de él derivan todos los demás misterios.

Por el padre José María Iraburu


Introducción

Un converso nos va a introducir hoy en el tema… El padre Clodovis Boff, teólogo católico brasileño, de los Siervos de María, siguió un tiempo las falsas ideas de su hermano Leonardo Boff, propugnando la teología de la liberación de clave comunista. Pero por gracia de Dios se convirtió, volviendo de lleno a la doctrina católica. Recientemente ha escrito una carta a los Obispos del CELAM (Carta abierta a los obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño), en la que señala que:

“…en los últimos 40 años 'la gran preocupación de la Iglesia en nuestro continente no es la causa de Cristo y su salvación, sino causas sociales como la justicia, la paz y la ecología… “Los hijos piden pan y les dais una piedra” (Mt 7,9). Incluso el mundo secular está harto de la secularización y busca la espiritualidad… Se mencionan apenas la gracia, la salvación [por Cristo], la necesidad de la conversión, la oración, la adoración y, en definitiva, la doctrina católica… renovar con todo fervor la primacía de Cristo-Dios, que tiene hoy una presencia tan escasa en la predicación y la vida de nuestra Iglesia… Y nuestra Iglesia pierde a sus ovejas… Sin embargo, este continuo declive no parece preocuparle mucho a ustedes. Me viene a la mente la denuncia del profeta Amós a los dirigentes del pueblo: “no os afligís por la ruina de José” (Am 6,6)”…

El padre Clodovis 
se expresa con palabras muy fuertes, al estilo extremo de los conversos, como León Bloy, y van referidas a las Iglesias de la América hispana orientadas por el CELAM. Pero, al menos, no parecen exageradas, si las aplicamos a no pocas Iglesias descristianizadas del Occidente.

En todo caso, es evidente que la renovación de la Iglesia no se conseguirá en tanto Cristo no recupere la centralidad continua y absoluta en todo lo que sea doctrina y acción pastoral y misionera de la Iglesia. Donde esa centralidad no se procure y consiga, las Iglesias descristianizadas seguirán disminuyendo en número y en fuerza salvífica, hasta donde Dios quiera y permita.

Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3).

Jesús de Nazaret, signo de contradicción

El Hijo de Dios no entra por la encarnación en la raza humana en forma prepotente y majestuosa. Al contrario, entra en la humanidad por la puerta de servicio, en una cuadra de animales. Y se presenta ante los hombres...


● humilde y pobre, suave y humilde de corazón (Mt 11,29), el hijo del carpintero (Mt 13,55), sin ningún signo de poder, menospreciable: los gerasenos lo echan de su tierra (Mc 5,17), también los samaritanos (9,53) y tantos otros. Y al mismo tiempo, tiene

● gran autoridad, tanto en sus palabras (Mt 24,35) como en sus obras (Lc 4,28-30; Jn 18,6). Esto para unos es una provocación intolerable (Jn 2,18), pero para otros es un gozo inmenso (Mt 7,28-29; Mc 1,22.27). Maravillando a la muchedumbre, Jesús habla con autoridad, y no como los doctores (Mt 8,29).

● Es odiado por unos hasta el insulto, la calumnia, la persecución y el asesinato. Y es admirado por otros hasta la devoción más entusiasta: las muchedumbres que vienen de todas partes se agolpan en torno a él (Mc 3,7-10; 6,34-44; Lc 12,1), y hacen de él comentarios de sumo elogio (Lc 4,22; Jn 7,46). Es amado por sus discípulos con un amor muy grande, que a veces tiene rasgos de adoración (Mt 14,33).

● Es misterioso: 1) En lo que hace (sanar, perdonar, resucitar, etc.); 2) en lo que enseña (felices los pobres, amar a los enemigos, etc.); 3) y aún es más misterioso en lo que dice de sí mismo:

Yo soy la verdad, el camino, la vida, la resurrección, el agua viva, el pan vivo bajado del cielo, anterior a Abraham, el pastor de todos, el único Maestro… Vosotros sois de abajo, yo vengo de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. El que me ve a mí, ve a Dios [al Padre].

● Es bandera divisoria. Siempre que Jesús se presenta ante los hombres se dividen sobre él las opiniones apasionadamente (Jn 7,12-13, 30-32, 40-43, 46-49; 9,16; 10,19-21; etc.) Realmente es signo de contradicción, como profetiza Simeón (Lc 2,34-35). No cabe ante él la indiferencia. O se le recibe o se le rechaza: El que no está conmigo está contra mí (Mt 12,30).

El hombre Cristo Jesús (1Tim 2,5)

El Hijo de Dios, por la Encarnación, se hizo 
en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15; +Flp 2,7). Es verdaderamente Dios y es hombre para siempre. (¡…!)

● Cuerpo. Su cuerpo es en todo semejante al nuestro. Crece ante los hombres. Tiene una fisonomía propia –seguro que muy semejante a la de María, pues de ella recibe toda su herencia genética–. Camina, come, duerme, habla… Una vez resucitado, dirá: Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Lc 24,39).


● Entendimiento. Jesús, nuestro único Maestro (Mt 23,8), tiene un entendimiento totalmente lúcido para la verdad, y por tanto invulnerable al error. Cristo no discurre o argumenta laboriosamente, sino que penetra la verdad inmediatamente, como quien es personalmente la Verdad (Jn 14,6). Deshace fácilmente las trampas dialécticas que le tienden (Mt 22,46). Y con admirable sencillez, enseña con parábolas a cultos e ignorantes, irradiando verdad con la misma facilidad con que la luz ilumina. Porque Él es la Luz (Jn 8,12; 9,5; 12,36). Él es la Luz que viene de arriba (8,23), del Padre de las luces (Sant 1,17): el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte (Lc 1,78-79).

Toda la sabiduría de Jesucristo procede del Padre; él solo enseña lo que oye al Padre (Jn 8,38; 12,49-50; 14,10). Conoce a Dios, y lo conoce con un conocimiento exclusivo (6,46; 8,55), como quien de él procede (7,29); y puede revelarlo a los hombres (Mt 11,27). Conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): 
los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro (Jn 2,24-25). Conoce los sucesos futuros que el Padre quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho (Jn 16,4).

● Voluntad. El hombre Cristo Jesús tiene una voluntad santa y poderosa, perfectamente libre e impecable. Jesús es el único hombre completamente libre: libre ante la tentación (Mt 4,1-10), libre de todo pecado (Jn 8,46; 1Pe 2,22; Heb 4,15), libre totalmente de sí mismo para amar al Padre y a los hombres con un amor total (Jn 14,31; 15,13; Rm 8,35-39). Y esta fuerza, libertad y santidad de la voluntad de Cristo procede totalmente de su absoluta obediencia a la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38; Lc 22,42).

● Sensibilidad. Los sentimientos de Jesús son profundos e intensos. Todas las modalidades de la afectividad humana vibran en él con maravillosa armonía. Es enérgico, sin dureza; es compasivo, sin ser blando… Y ninguna dimensión de su vida afectiva domina en exceso sobre las otras…

Jesús es sensible al hambre, a la sed, al sueño, al frío, al calor, al cansancio. El Corazón sagrado de Jesucristo sufre con la traición de Judas, con las negaciones de Pedro o con el abandono de los discípulos. Llora la ruina de Jerusalén (Lc 19,41) o la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33-38). Mira con ira (Mc 3,5), mira con amor (10,21), especial por los niños (Mt 19,14), dice palabras terribles, incluso a personas favorables, pero de poca fe (“¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?” (Mt 17,17). Y sabe usar el látigo cuando conviene (Jn 2,14-17). Tiene deseos ardientes (Lc 22,15), se ve triste hasta la muerte (Jn 12,27; Mc 14,33-34), y llega a sentirse abandonado por el Padre (Mt 27,46). Otras veces está radiante en el gozo del Espíritu (Lc 10,21), es amigo cariñoso con los suyos (Jn 13,1.33-35), pero también ama a sus enemigos: come con ellos, intercede en su favor… No le dan rabia, le dan pena, y para procurar su salvación, entregará su vida…


Pero quizá la más profunda y delicada compasión, la misericordia, sea el sentimiento de Jesús más frecuentemente reflejado en los evangelios: tiene piedad de enfermos y pobres, de niños y pecadores, de la extranjera que tiene una hija endemoniada (Mc 7,26), de la viuda que perdió su hijo (Lc 7,13), de la muchedumbre hambrienta y sin pastor (Mc 8,2; Mt 9,36). Tiene un sagrado Corazón divino.

El hombre Cristo Jesús es la imagen perfecta de Dios

Cristo revela a Dios, porque 
es el esplendor de su gloria, la imagen de su substancia (Heb 1,3). Quien lo ve a él, ve al Padre (Jn 14,9). Y como enseña el concilio Vaticano II, al ser la imagen perfecta de Dios, él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. El, que es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado (Gaud. Spes 22)… Nunca nosotros habíamos conocido, por ejemplo, un hombre totalmente libre (Rm 7,15). Solamente habíamos conocido falsificaciones del ser humano. Es decir, nunca habíamos conocido un hombre perfectamente humano. Cristo es quien nos ha revelado qué es de verdad el hombre.

Pues bien, el Padre nos ha destinado a configurarnos a Jesucristo, de modo que él venga a ser 
Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). Por eso no contemplamos la belleza de Cristo con una admiración distante o impersonal, como si para nosotros fuera totalmente inasequible: la contemplamos como cosa nuestra, como algo a lo que estamos invitados y destinados a participar. Y de este modo, todos participamos de la hermosura y de la bondad de Cristo, lleno de gracia y de verdad…: de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia (Jn 1,14.16).

Hizo muchos milagros

Jesús hizo muchos milagros, como se ve en los Evangelios y como atestigua formalmente el Apóstol San Juan (Jn 20,30; 21,25). En el más antiguo de los Evangelios, el de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31%) se refieren a milagros. Y aumenta la proporción si nos fijamos en la 1ª Parte, los diez primeros capítulos: de 425 versículos, 209 (47%). Los Evangelios, de hecho, se componen básicamente de las enseñanzas y milagros del Señor. Si se eliminan del Evangelio los milagros, todos o una buena parte de ellos, causaríamos en él destrozos irreparables; más aún, casi todo él resultaría ininteligible.


En ocasiones hay una unidad inseparable entre enseñanza y milagro, siendo éste una ilustración y garantía de aquélla. Las palabras increíbles de Jesús en el Evangelio de San Juan (soy el Pan vivo bajado del cielo, soy la Luz del mundo, soy la Vida, etc.) son hechas creíbles por los hechos referidos: multiplica los panes (Jn 6); da luz y visión al ciego de nacimiento (9), resucita un muerto de cuatro días (11), etc. Su argumento es irrebatible: 
Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; creedlo, al menos, por las obras (Jn 14,11).

Los Apóstoles, en su predicación, atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: 
Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis… (Hch 2,22; +10,37-39).

Pero hoy algunos cristianos niegan impunemente la historicidad de los milagros de Cristo, porque, según ellos, no son acciones superiores al orden natural, pues Dios, según alegan, nunca altera el orden que dio a la creación. Y en todo caso el hombre no tiene posibilidad real de discernir algo con certeza como 
milagro (Walter Kasper, Jesus der Christus, 1974; (Jesús, el Cristo), Sígueme, Salamanca 2002, 11ª ed.: 6º capítulo, Los milagros de Jesús)… Lo contrario se enseña en el Catecismo de la Iglesia Católica (156, 547-550, 1335) o, por ejemplo, en la obra de René Latourelle, Milagros de Jesús y teología del milagro, Sígueme, Salamanca 1990.

Jesucristo es Dios

Después de contemplar la sagrada humanidad de Jesucristo y los milagros que realizó, nos preguntamos acerca de su misteriosa identidad personal. 
¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4,4). Estamos felizmente obligados a preguntarnos acerca de Jesús: ¿Quién es éste que multiplica los panes, da vista a los ciegos, resucita muertos, atrae a muchedumbres con su presencia y su palabra, perdona los pecados, combate y avergüenza a los fariseos… El mismo Cristo suscita esta pregunta en sus discípulos más íntimos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?… Simón Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo… (Mt 16,12-19).

Jesús, en palabras del ángel Gabriel, 
será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios (Lc 1,32.35). También confiesan lo mismo los Apóstoles: Jesús es el Hijo de Dios. Pero ¿qué quieren decir con tales palabras formidables?


Quieren decir que Jesús es 
imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra…; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).

Quieren decir que 
en Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es solamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más aún: es una unión hipostática, es decir, en la persona.

Así lo confiesa el Concilio de Calcedonia (a.451): Jesucristo es 
“Él mismo perfecto en la divinidad y Él mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y Él mismo verdaderamente hombre… Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y Él mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad (Denz 301).

Cristo Jesús es el hombre celestial (1Cor 15,47), que se declara mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para ser entre los hombres el Templo definitivo (2,19); plenamente consciente de que sus palabras son espíritu y vida (Jn 6,3) y de que nunca pasarán (Mt 24,35)… Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, de sus acciones y de sus milagros.

Jesús es precisamente el Hijo” de Dios

Toda su fisonomía es netamente filial. Pensemos en la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, recibe en un momento una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele semejarse al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Pero al paso de los años, el hijo se va emancipando de su padre, hasta hacerse una vida independiente. Y no será raro que el padre anciano pase un día a depender de su hijo.

Ya se comprende que esta analogía de la filiación humana resulta muy pobre para expresar la eterna plenitud filial del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino idéntica a la del Padre. Y él no solo se parece, sino que es idéntico al Padre. Por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, recibe siempre todo del Padre, y esa dependencia filial, con todo el amor mutuo que implica: es eterna y no disminuye en modo alguno.


El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos una perfecta unión de amor (14,10). Jesús en ningún momento está solo, sino con el Padre que le ha enviado (8,16). Nunca dice o hace algo por su cuenta: su pensamiento, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: no hace sino lo que el Padre le da hacer (14,10).

La Madre de Cristo

San Luis Mª Grignion de Monfort:

“Creó [Dios] y formó en el seno de Santa Ana a la excelsa María con mayor complacencia que la que había experimentado en la creación del universo… El torrente impetuoso de la bondad de Dios, estancado violentamente por los pecados humanos desde el comienzo del mundo, se explaya con toda su fuerza y plenitud en el corazón de María… ¡Oh María!, obra maestra del Altísimo, milagro de la Sabiduría, prodigio del Omnipotente, abismo de la gracia… Confieso con todos los santos que solamente tu Creador puede comprender la altura, anchura y profundidad de las gracias que te comunicó” (El amor de la Sabiduría eterna 105-106).

La mediación de María en el gran misterio de la Encarnación del Verbo viene a ser el centro del Credo apostólico según el Concilio de Nicea (325). Es el único momento del Credo en el que la norma litúrgica nos manda: “en las palabras que siguen, hasta se hizo hombre, todos se inclinan”.

“Creo en un solo Señor Jesucristo… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. (Inclinación:) Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.

El misterio de la Encarnación del Hijo es el más grande misterio de la fe, y de él derivan todos los demás misterios.

El Hijo divino, por amor, se nos da en Belén

Admirable intercambio, decían los Padres. “Tanto amó Dios [Padre] al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Y el Hijo divino eterno ama a los hombres hasta la locura de encarnarse, para hacerse hermano de ellos, próximo, y poder enseñarles, sanarles y salvarles desde dentro de la raza humana. El eterno, omnipotente y omnisciente se hace niño, pequeño, limitado, vulnerable, ignorante, débil, dependiente, sujeto... para darnos sabiduría, vida, fuerza, libertad, santidad.


“Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza” (2Cor 8,9). Es decir: Cristo, siendo Dios, se hizo hombre, para deificarnos por su encarnación.

El Amor de Cristo a pecadores, pobres, enfermos y niños

● Pecadores. “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia” (Lc 5,31).

“Acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,2 y ss). La samaritana, la adúltera, los publicanos… “Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). Nosotros amamos a los buenos, y sentimos aversión hacia los malos… Cristo revela y comunica a los hombres la vida misma del mismo Dios, y “Dios es amor” (1Jn 4,8).

● Pobres. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres” (Lc 4,18). “Pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí” (14,21). Nosotros amamos a los hombres inteligentes, cultos, prósperos, no a los pobres e ignorantes. Cristo, por el contrario, muestra especial solicitud por pobres, enfermos, marginados, fracasados…

● Enfermos. “Puesto el sol, todos cuantos tenían enfermos de cualquier enfermedad los llevaban a él, y él, imponiendo a cada uno las manos, los curaba. También los demonios salían de muchos gritando: “Tú eres el Hijo de Dios” (Lc 4,40-41; +Mc 1,34; 5,5; 6,55; Lc 4,40).

● Niños, pequeños. “Dejad que los niños se acerquen a mí” (Mc 10,14). “Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de quien los provoque! Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar. Tened cuidado” (Lc 17,1-6).

Él es el Señor, pero no al modo usual entre los hombres

● Humilde. “No gritará, no hablará recio, la caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará” (Is 42,3). “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mt 20,28).

● Perfecto. “Nadie ha hablado nunca como ese hombre” (Jn 7,46). “¡Qué bien lo hace todo!” (Mc 7,37).

● Accesible, compasivo. “Soy yo, no tengáis miedo” (Jn 6,20). “Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).

● Cordial, amistoso. “Hijitos míos… No os dejaré huérfanos… Ya no os llamo siervos, os digo amigos” (Jn 13,33; 14,18; 15,15).

● Resucitado, les prepara el desayuno: un pez en brasas (21,9)… Al aparecerse a los discípulos reunidos, “no creyendo [los discípulos] en fuerza del gozo y de la admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Le dieron un trozo de pez asado. Y tomándolo, comió delante de ellos” (Lc 24,41-43)… No solamente recibe a las personas, sino que nos llama: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy suave y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera” (Mt 11,29-30).
 

¿POR QUÉ AMAS A LA IGLESIA?

Sus hijos la amamos ante todo porque es la verdadera Iglesia que fundó Jesucristo, pero también por mil detalles que despiertan nuestra admiración...

Por Bruno M.


Los seres humanos somos una obra maravillosa de Dios. Somos seres racionales, pero no nos quedamos en la mera razón, como si fuésemos un ordenador. 

Si a uno le preguntasen por qué quiere a su mujer, sin duda recordaría razones y momentos importantes: la entrega mutua, el haber permanecido juntos en momentos difíciles, la generosidad al dar la vida por los hijos… Pero, si uno es sincero, también hablaría de cosas pequeñas o incluso insignificantes que están unidas indisolublemente a ese amor por su mujer: el color de sus mejillas a la luz de la tarde, el vestido que llevaba en aquella ocasión, el placer de que ella tenga razón y uno esté equivocado, las pequeñas bromas compartidas…

Lo mismo sucede, a mi juicio, con la Iglesia. Sus hijos la amamos ante todo porque es la verdadera Iglesia que fundó Jesucristo, pero también por mil detalles que despiertan nuestra admiración, nuestro asombro o nuestra ternura. 

Creo que de vez en cuando conviene recordar por qué queremos a la Iglesia. Invito a los lectores a que piensen en las razones por las que aman a la Iglesia y le tienen cariño, sin orden ni concierto y sin preocuparse de si son cosas importantes o detalles insignificantes. No importa repetir ni dejarse muchas cosas en el tintero. Simplemente, cumpliendo las palabras del salmista: “Me brota del corazón un poema bello”. Empezaré yo:

Porque es la Esposa de mi Señor, porque siendo un pecador me ha abierto los brazos, por los mártires, los confesores, los doctores, las vírgenes y los santos, por el cirio pascual, por la confesión, por las imágenes sagradas, por los cartujos, por los ritos orientales, por el incienso, por la señal de la Cruz, porque está hecha de pecadores y de santos, por los Cristos románicos, por las vidrieras góticas, por el matrimonio indisoluble, por la apertura a la vida, por Pentecostés, porque el primer papa fue un simple pescador, por los mendigos a la puerta de las iglesias, por un emperador vestido de saco y cenizas, por los silencios de la Misa, por Jerusalén, por no avergonzarse de la Cruz, por el gregoriano, por la Liturgia de las Horas, por San Simeón el Estilita, por el canto del Aleluya, por las iglesias que miran hacia Oriente, por Santo Tomás de Aquino y Santa Teresa de Lisieux, porque en ella refresca siempre la brisa del Espíritu, por las bienaventuranzas y los mandamientos, por las basílicas romanas, las catedrales góticas y las ermitas de pueblo, porque no se ha escandalizado de mí, por el Gloria al Padre, por la liturgia del Corpus Christi, por la devoción a la Virgen, por un obispo santo, por Concilios tumultuosos, Papas inmorales y una fe cimentada sobre roca, por el Sagrario de la Ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, por la Divina Pastora del Pardo, por el Crucificado de Fra Angelico, porque en ella nací a la Vida eterna, porque el Credo se puede cantar, por los púlpitos, por los conversos llenos de fuego, por las viudas generosas, por la imagen de la Inmaculada de mi familia a la que siempre puse flores de pequeño, por los sacerdotes santos y porque no soy digno de besar los pies del más indigno de sus sacerdotes, por el amor al enemigo, por las lágrimas de Pedro, por el sentido común de Santa Teresa, por los poemas de San Juan de la Cruz, por las vestiduras rojas de los cardenales, por el Santo Crisma perfumado, por haber brotado del costado abierto de Jesús…
 

ITALIA: OTRO JOVEN SACERDOTE SE HA QUITADO LA VIDA

El silencio se ha vuelto ensordecedor en el hogar del Oratorio de Cannobio, donde Don Matteo Balzano, de 35 años, sacerdote de la diócesis de Novara, decidió quitarse la vida


Solo. En una casa parroquial. En lo que por definición debería ser la casa de la acogida, la fraternidad, la misericordia.

En Pascua, en Bérgamo, otro sacerdote se quitó la vida. 

Pero ¿cuántas rectorías son ahora casas de cristal? ¿Cuántos sacerdotes viven una soledad adornada con sonrisas y palabras de “entusiasmo”, mientras por dentro gritan como Job en la noche?

“¿Por qué no morí en el vientre de mi madre? ¿Por qué dos rodillas y dos pechos vinieron a mi encuentro para amamantarme? ¿Por qué sigo vivo, cuando todo es dolor?” (Job 3:11.12.23).

Job es nuestro hermano mayor en el sufrimiento. No ofrece respuestas prefabricadas. No se refugia en la respetabilidad litúrgica. Job clama, acusa, discute con Dios. Y Dios no lo condena por ello. Más bien, condena a sus “amigos” religiosos, aquellos que quisieran explicar, justificar y espiritualizar todo: “No has hablado de mí con rectitud, como mi siervo Job” (Job 42:7).

El dolor que no tiene derecho a hablar

¿Cuántos sacerdotes se encuentran hoy presos de un dolor silencioso? No porque no quieran hablar, sino porque cada palabra corre el riesgo de convertirse en instrumento de juicio, estigma y exclusión. Los mecanismos clericales suelen ser los más despiadados. No prevén las heridas. O las ocultan. O las atribuyen a la “debilidad” de quienes no han podido soportarlo.

Y así, el dolor permanece ahí, sin voz, sin oídos, sin hogar. La rectoría se convierte en una prisión. El oratorio, desierto. Y el sacerdote, como pastor, se siente como un cordero llevado al matadero, ante la indiferencia general. Algunos se engañan pensando que tener a los jóvenes de la parroquia a su alrededor es suficiente para no sentirse solos. Que las relaciones que giran en torno al sacerdote son garantía de compañía, bienestar y equilibrio. Pero no es así. Las conexiones, las actividades, los contactos se pueden multiplicar… pero ¿cuántas relaciones verdaderas hay, aquellas en las que un sacerdote puede finalmente sentirse acogido, escuchado, comprendido, sin el miedo constante de ser incomprendido, juzgado, chantajeado o ridiculizado?

Simone Weil, judía, filósofa, mística, lo había intuido con feroz lucidez: “El sufrimiento extremo no tiene voz. El dolor que supera cierto umbral es como el frío: paraliza, aísla, extingue” (Simone Weil, Attesa di Dio [Esperando a Dios]). Y añadía que solo quienes han experimentado esa soledad pueden realmente “esperar a Dios” de forma auténtica. No como devotos profesionales del consuelo, sino como mendigos desarmados de la verdad.

Cuando los superiores son la herida

Hay casos en los que el dolor del sacerdote no surge de un pecado, una falta, un error, sino de la ferocidad del sistema. Superiores que abusan de su poder, que humillan, que silencian, que usan la fraternidad como amenaza y no como promesa. Hay quienes han recibido llamadas telefónicas amenazándoles con que serán “devueltos a su lugar”, hay quienes han sido movidos por venganza, hay quienes han sido “visitados” por su obispo para someterlos a un juicio de intenciones, hay quienes han sido objeto de burla pública, hay quienes han sido expulsados ​​del presbiterio sin juicio ni culpa.

Don Matteo, como muchos, había regresado recientemente para ejercer su ministerio entre los jóvenes. Pero nadie sabe realmente qué llevaba dentro. Y quizás nunca lo sepamos. Porque el dolor de los sacerdotes se entierra dos veces: una con el cuerpo, otra con el silencio

Christian Bobin escribió: “Hay dolores que ninguna palabra consuela. Pero hay palabras —o silencios— que añaden dolor al dolor” (Autoritratto con radiatore [Autorretrato con radiador]) ¿Quién consuela a los que consuelan? ¿Quién escucha a los predicadores? ¿Quién sostiene a los confesores cuando tienen el corazón agotado?

La Iglesia que no sabe escuchar a los suyos

Es doloroso decirlo, pero es la verdad: la Iglesia hoy no sabe escuchar verdaderamente a sus sacerdotes. En los presbiterios, más que confianza y fraternidad, reinan la sospecha, la desconfianza y la táctica. Se forman grupos, facciones y pequeños círculos. Las estructuras de acompañamiento espiritual a menudo se reducen a burocracias desalmadas, mientras que los servicios psicológicos diocesanos se transforman en trampas peligrosas, confiadas a personas que se hacen pasar por terapeutas pero nunca han hojeado seriamente un libro de psicología. En lugar de tratar, monitorean. En lugar de comprender, supervisan. Así, el sacerdote herido nunca es acogido como un hermano al que apoyar, sino tratado como un caso que hay que contener. Un “problema que debe resolverse rápidamente” para que no cause demasiada incomodidad. Que no afecte las apariencias.

Francisco dijo varias veces que los sacerdotes deben tener “olor a oveja”. Pero ¿quién está dispuesto a asumir el olor de su dolor? 

¿Quién es capaz de reconocer que incluso un sacerdote puede caer, enfermar, sentirse inútil, querer desaparecer?

No es bueno que el hombre esté solo. Pero ¿cuántos sacerdotes hoy en día mueren solos, sin que nadie se dé cuenta? Don Matteo murió así. Pero con él también murieron los muchos silencios forzados, las cartas nunca escritas, las lágrimas contenidas durante la adoración eucarística, las noches de insomnio preguntándose si Dios realmente llama o si simplemente se marcó el número equivocado.

No necesitamos palabras, sino la verdad

Su suicidio no necesita comentarios piadosos ni frases circunstanciales. Necesita conversión eclesial. Necesita justicia, no solo oraciones. Reforma, no retórica. Que los obispos, superiores religiosos y hermanos aprendan a mirar a los ojos a los sacerdotes que están a su lado, a leer las señales de dolor, a no volver a usar el poder como un garrote espiritual. Porque incluso una simple frase mal dicha, una amenaza, un traslado punitivo, puede convertirse en un golpe mortal.

“Teníamos que haberlos protegido. Los matamos con nuestro silencio”
, podríamos escribir en algunas lápidas.

Al igual que Job, rechazamos las explicaciones fáciles

En este tiempo, como Iglesia, debemos tener la valentía de no dar explicaciones. De llorar, gritar, rezar, abrazar. Como los verdaderos amigos, que se sientan junto a Job durante siete días y siete noches sin abrir la boca. Antes de arruinarlo todo con sus teorías. Don Mateo es uno de los nuestros. No debería ser transformado en un mártir ni en un problema. Debería ser recordado como un hombre, un sacerdote, un hermano que necesitó una mano amiga. Y no la encontró. 

Que al menos ahora, en el misterio de Dios, alguien lo haya abrazado de verdad.


Silere Non Possum

7 DE JULIO: SAN PANTENO, PADRE DE LA IGLESIA


7 de Julio: San Panteno, Padre de la Iglesia

(✞ 212)

El sapientísimo y apostólico Doctor de la Iglesia San Panteno, a quien San Clemente de Alejandría llamó por su elocuencia la Abeja siciliana, fue natural de Sicilia, y antes de convertirse a la verdadera Fe, profesaba la filosofía en la secta de los estoicos. 

Más habiendo conversado y trabado amistad con algunos cristianos, quedó tan enamorado de la Doctrina de Jesucristo que le enseñaron que, dejando de lado las supersticiones de los falsos dioses y los libros de la humana filosofía, abrió los ojos a la luz de la Fe y abrazó de todo corazón la Sacrosanta Ley del Evangelio. 

Después de su conversión, estudió con gran cuidado las Divinas Escrituras, conferenciando sobre ellas con algunos varones virtuosos y eruditos que habían sido discípulos de los santos Apóstoles; y pasando luego a la ciudad de Alejandría se hizo discípulo de los que lo habían sido del Evangelista San Marcos, y enseñaban en aquella famosa escuela Alejandrina, la Doctrina misteriosa del Hijo de Dios. 

Escuchaba en silencio sus lecciones, y ocultaba con rara modestia y humildad sus grandes talentos, que costó harto trabajo a sus maestros el descubrirlos; hasta que el año 179, por voz común de todos, fue nombrado maestro de aquella cátedra, en la cual por espacio de muchos años explicó la filosofía de las Divinas Escrituras con gran aplauso y reputación de sabiduría. 

Porque fue en efecto San Panteno el primer maestro cristiano de su siglo, y glorioso Padre y Doctor de la Iglesia, y como enseñaba con excelente método, atraía de muchas y lejanas tierras numerosos discípulos, los cuales, viendo la gran ventaja que tenía aquella Doctrina del cielo con las de los otros filósofos, abrazaban la Fe Cristiana, y pregonaban por todas partes la admirable sabiduría de su maestro.

Los cristianos de la India, que venían a Alejandría para atender en sus negocios, le enviaron un mensaje, rogándole que fuese a sus tierras a refutar a los doctores brahmanes, y el santo, vencido por sus ruegos, dejó por algún tiempo su escuela, y se encaminó a aquellas apartadas regiones, y Demetrio, obispo de Alejandría, confirmó su misión y le nombró predicador del Evangelio en las naciones del Oriente.

Refiere Eusebio que San Panteno vio sembrada ya en aquellas Indias alguna semilla de la Fe, y halló un libro del Evangelio de San Mateo escrito en lengua hebrea que había dejado allí San Bartolomé, apóstol del Señor, y que San Panteno lo trajo a Alejandría, después de haber evangelizado con gran fruto a los indios durante algunos años. 

Finalmente, mientras el glorioso doctor San Clemente gobernaba la célebre escuela pública de Alejandría, su maestro San Panteno, que era ya de edad muy avanzada, continuaba todavía leyendo algunas lecciones privadamente hasta que lleno de méritos y virtudes, durante el reinado del emperador Caracalla, acabó la peregrinación de su vida gloriosa. 

Reflexión

Utilísima es para la Iglesia de Dios la profunda sabiduría de los Sagrados Doctores, no porque nuestra Sacrosanta Fe tenga necesidad de filósofos que demuestren su divina verdad, porque la Religión Católica no es una teoría o sistema filosófico, sino un acontecimiento histórico público y notorio a más no poder; sino por que los Santos Doctores enseñaron la Doctrina Cristiana en toda su pureza, y como la recibieron de mano de los Apóstoles y discípulos de Jesucristo, y la defendieron contra todos los herejes y filósofos libertinos. 

Oración

¡Oh Dios! Que nos alegras con la anual solemnidad de tu confesor San Panteno, concédenos propicio, que imitemos las virtuosas acciones de aquel Santo cuyo nacimiento para el cielo celebramos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. 


domingo, 6 de julio de 2025

CLODOVIS BOFF: LOS OBISPOS DEL CELAM ESCONDEN LA FE CATÓLICA

El padre Clodovis M. Boff, OSM, converso a la fe católica desde la marxista teología de la liberación, ha escrito una carta abierta a los Obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM).


Carta abierta a los obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM)

Queridos hermanos obispos:

He leído el mensaje que publicaron al final de la 40ª Asamblea celebrada en Río a finales de mayo. ¿Qué buena noticia he encontrado en el mensaje? Disculpen mi franqueza: Ninguna. Ustedes, los obispos del CELAM, repiten la misma cantinela de siempre: social, social, social. Llevan más de cincuenta años haciéndolo. Queridos hermanos mayores, ¿es que no ven que esa música ya cansa? ¿Cuándo nos darán las buenas noticias sobre Dios Padre, Cristo y su Espíritu? ¿Sobre la gracia y la salvación? ¿Sobre la conversión del corazón y la meditación de la Palabra? ¿Sobre la oración y la adoración, la devoción a la Madre del Señor y otros temas similares? Finalmente, ¿cuándo nos anunciarán un mensaje verdaderamente religioso y espiritual?

Eso es precisamente lo que más necesitamos hoy y lo que llevamos esperando mucho tiempo. Me vienen a la mente las palabras de Cristo: los hijos piden pan y les dais una piedra (Mt 7,9). Incluso el mundo secular está harto de la secularización y busca la espiritualidad. Pero no, ustedes siguen ofreciéndoles lo social y siempre lo social; de lo espiritual, apenas unas migajas. Y pensar que son ustedes los guardianes de la riqueza más importante, la que más necesita el mundo y la que ustedes, en cierto modo, le niegan. Las almas piden lo sobrenatural, y ustedes insisten en darles lo natural. Esta paradoja es evidente incluso en las parroquias: mientras los laicos se complacen en mostrar signos de su identidad católica (cruces, medallas, velos y blusas con estampados religiosos), los sacerdotes y las monjas van a contracorriente y aparecen sin ningún signo distintivo.

No obstante, ustedes se atreven a decir, muy convencidos, que escuchan los “gritos” del pueblo y que son “conscientes de los desafíos” de hoy. ¿Acaso escuchan de verdad o se quedan en la superficie? Leo su lista de gritos desafíos de hoy y veo que no es más que lo que dicen los periodistas y sociólogos ordinarios. ¿Es que no escuchan cómo, desde las profundidades del mundo, se alza hoy un clamor formidable a Dios? ¿Un clamor que ya oyen incluso muchos analistas no católicos? ¿Es que el motivo de la existencia de la Iglesia y sus ministros no es precisamente escuchar este clamor y darle una respuesta, una respuesta verdadera y completa? Los gobiernos y las ONG están ahí para atender los clamores sociales. La Iglesia, sin duda, no puede quedarse al margen, pero no es la protagonista en este campo. Su ámbito de acción es otro más elevado: responder precisamente al clamor que busca a Dios.

Sé que ustedes, como obispos, sufren día y noche el acoso de la opinión pública para que se definan como “progresistas” o “tradicionalistas”, “de derecha” o “de izquierda”. Pero ¿son estas las categorías adecuadas para los obispos? ¿No son, más bien, las de “hombres de Dios” y “ministros de Cristo”? En esto, San Pablo es categórico: “que los hombres nos tengan como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1). No es ocioso recordar aquí que la Iglesia es, ante todo, un “sacramento de salvación” y no una simple institución social, progresista o no. Existe para proclamar a Cristo y su gracia. Ese es fin principal, su compromiso mayor y permanente. Todo lo demás es secundario. Perdónenme, queridos obispos, si les recuerdo lo que ya saben. Pero, si lo saben, ¿por qué, entonces, no aparece todo esto en su mensaje y en los escritos del CELAM en general? Al leerlos, uno casi inevitablemente llega a la conclusión de que, hoy, la gran preocupación de la Iglesia en nuestro continente no es la causa de Cristo y su salvación, sino causas sociales, como la justicia, la paz y la ecología, que ustedes mencionan en su mensaje a modo de cantinela.

La misma carta que el papa León envió al CELAM, a través de su Presidente, habla inequívocamente de la “urgente necesidad de recordar que es el Resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia, reavivándola en la esperanza”, etc. El santo padre también les recuerda que la misión propia de la Iglesia es, en sus propias palabras, “salir al encuentro de tantos hermanos y hermanas, para anunciarles el mensaje de salvación de Cristo Jesús”. Sin embargo, ¿cuál fue la respuesta que dieron al papa? En la carta que le escribieron, no se hicieron ningún eco de estas advertencias papales. Más bien, en lugar de pedirle que les ayudara a mantener viva en la Iglesia la memoria del Resucitado y a sus hermanos la salvación en Cristo, le pidieron que los apoyara en su lucha por “incentivar la justicia y la paz” y en “la denuncia de toda forma de injusticia”. En resumen, lo que le dijeron al papa fue la vieja cantinela de siempre: “social, social…”, como si él, que trabajó durante décadas entre nosotros, nunca la hubiese oído. Dirán ustedes: “todas esas verdades se dan por supuestas, no hace falta repetirlas todo el tiempo”. No es cierto, queridos obispos. Necesitamos repetirlas con renovado fervor cada día; de lo contrario, se perderán. Si no fuera necesario repetirlas una y otra vez, ¿por qué las recordó el papa León? Sabemos lo que sucede cuando un hombre da por supuesto el amor de su esposa y no se preocupa por alimentarlo. Esto se aplica infinitamente más en relación con la fe y el amor a Cristo.

Ciertamente, en su mensaje no falta el vocabulario de la fe. Leo en él: “Dios”, “Cristo”, “evangelización”, “resurrección”, “Reino”, “misión” y “esperanza”. Sin embargo, son palabras colocadas en el documento de forma genérica. No se ve en ellas un claro contenido espiritual. Más bien, hacen pensar en la cantinela habitual “social, social y social”. Tomemos, por ejemplo, las dos primeras palabras, que son fundamentales y más que básicas para nuestra fe: “Dios” y “Cristo”. En cuanto a “Dios”, solo lo mencionan en las expresiones estereotipadas “Hijo de Dios” y “Pueblo de Dios”. Hermanos, ¿es que esto no es pasmoso? En cuanto a “Cristo”, solo aparece dos veces, y en ambas ocasiones de pasada. Una de ellas es cuando, recordando los 1.700 años de Nicea, hablan de “nuestra fe en Cristo Salvador”, algo importantísimo en sí mismo, pero que carece de relevancia alguna en su mensaje. Me pregunto por qué no aprovechamos esta inmensa verdad dogmática para renovar, con todo fervor, la primacía de Cristo-Dios, que tiene hoy una presencia tan escasa en la predicación y la vida de nuestra Iglesia.

Sus Excelencias declaran, y con razón, que desean una Iglesia que sea “hogar y escuela de comunión” y, además, “misericordiosa, sinodal y en salida”. ¿Y quién no desea eso? Pero ¿dónde está Cristo en esta imagen ideal de la Iglesia? Una Iglesia que no tiene a Cristo como razón de ser y de hablar no es, en palabras del papa Francisco, más que una “ONG piadosa”. ¿No es precisamente a eso a lo que se dirige nuestra Iglesia? En el mejor de los casos, en lugar de hacerse agnósticos, a veces los fieles se hacen evangélicos. En cualquier caso, nuestra Iglesia pierde a sus ovejas. Vemos a nuestro alrededor iglesias, seminarios y conventos vacíos. En nuestra América, siete u ocho países ya no tienen una mayoría católica. El propio Brasil va camino de convertirse en “el mayor país ex católico del mundo”, en palabras de un conocido escritor brasileño [Nelson Rodrigues]. Sin embargo, este continuo declive no parece preocuparles mucho a ustedes. Me viene a la mente la denuncia del profeta Amós a los dirigentes del pueblo: “no os afligís por la ruina de José” (Am 6,6). Es extraño que, ante un declive tan evidente, ustedes no digan ni pío en su mensaje. Aún más terrible es que el mundo no católico hable más de este fenómeno que los obispos, quienes prefieren callar. ¿Cómo no recordar aquí la acusación de “perros mudos” que hizo San Gregorio Magno y que hace unos días repitió San Bonifacio [en el oficio de lecturas]?

Ciertamente, la Iglesia en nuestra América no solo está en un proceso de decadencia, sino también de ascenso. Ustedes mismos afirman en su mensaje que nuestra Iglesia “sigue latiendo con fuerza” y que de ella brotan “semillas de resurrección y esperanza”. Pero ¿dónde están estas “semillas”, queridos obispos? No parecen estar en el ámbito social, como podrían imaginar, sino en el religioso. Se encuentran especialmente en las parroquias renovadas, así como en los nuevos movimientos y comunidades, fecundados por lo que el papa Francisco llamó la “corriente de gracia carismática”, de la cual la Renovación Carismática Católica es la forma más conocida. Aunque estas expresiones de espiritualidad y evangelización constituyen la parte eclesial que más llena nuestras iglesias (y los corazones de los fieles), no han merecido ni un solo saludo en el mensaje episcopal. Sin embargo, allí, en ese semillero espiritual, es donde se encuentra el futuro de nuestra Iglesia. Un signo elocuente de este futuro es que, mientras que en el ámbito social actualmente casi solo vemos “cabezas canosas”, en el ámbito espiritual podemos observar una afluencia masiva de los jóvenes de hoy.

Queridos obispos, ya me parece oír su reacción reprimida y quizás indignada: “pero entonces, con ese discurso supuestamente “espiritual”, ¿debería la Iglesia dejar de lado ahora a los pobres, la violencia social, la destrucción ecológica y tantos otros dramas sociales? ¿No sería eso un signo de ceguera e incluso de cinismo?”. De acuerdo, hermanos. Que la Iglesia tiene que involucrarse en dramas como esos es indiscutible. La verdadera pregunta, sin embargo, es esta: Cuándo la Iglesia se involucra en esos dramas, ¿lo hace en nombre de Cristo? ¿Su intervención social y la de sus activistas están verdaderamente transformadas por la fe y, específicamente, aunque sea redundante, por la fe cristiana? De hecho, si la Iglesia entra en la lucha social sin estar informada y animada por su fe, la fe cristológica, no hará más que cualquier ONG. Por lo tanto, hará “más de lo mismo” y, con el tiempo, irá a peor: su acción social será incoherente, porque, sin la levadura de una fe viva, la propia lucha social termina pervirtiéndose: de liberadora se vuelve ideológica y, finalmente, opresiva. Esta es la lúcida y seria advertencia que dio san Pablo VI (Evangelii nuntiandi 35) sobre la entonces emergente “teología de la liberación” (una advertencia que, por lo que hemos visto, esta teología no aprovechó en absoluto).

Queridos hermanos mayores, permítanme preguntarles: ¿adónde quieren llevar a nuestra Iglesia? Hablan mucho del “Reino”, pero ¿cuál es el contenido concreto de ese “Reino”? Dado que hablan tanto de construir una “sociedad justa y fraterna” (otra de sus cantinelas), se podría pensar que dicha sociedad es el contenido central del “Reino” que evocan. No ignoro la parte de verdad que hay en ello. Sin embargo, ustedes no dicen nada sobre el contenido principal del “Reino”, es decir, el Reino presente tanto en nuestros corazones, hoy, como en su consumación, mañana. No hay escatología en su discurso. Es cierto: hablan dos veces de “esperanza”, pero de una manera tan vaga que, dado el sesgo social de su mensaje, nadie, al oír esa palabra de sus bocas, alzaría la vista al cielo. No niego, queridos hermanos, que el cielo sea también su “gran esperanza”, pero entonces, ¿por qué esta vergüenza de hablar alto y claro, como tantos obispos del pasado, sobre el “Reino de los Cielos”, y también sobre el “infierno”, sobre la “resurrección de los muertos”, sobre la “vida eterna” y sobre otras verdades escatológicas que ofrecen tanta luz y fortaleza para las luchas del presente, además del sentido último de todo? No es que el ideal terrenal de una “sociedad justa y fraterna” no sea hermoso y grandioso. Pero nada se puede comparar con la Ciudad Celeste (Flp 3,20; Hb 11,10.16), de la que, afortunadamente, por nuestra fe, somos ciudadanos y trabajadores, y ustedes, por su ministerio episcopal, son los grandes artífices. Sí, también contribuirán a la Ciudad terrena, pero esa no es su especialidad, sino la de los políticos y activistas sociales.

Quisiera creer que la experiencia pastoral de muchos de ustedes, como obispos, es más rica e incluso más diversa que la que se desprende de su mensaje. Esto se debe a que los obispos, al no estar sujetos al CELAM (que es simplemente un órgano a su servicio), sino únicamente a la Santa Sede (y, por supuesto, a Dios), tienen la libertad de imponer a sus respectivas iglesias la línea pastoral que consideren mejor. Esto a veces resulta en una legítima disonancia con la línea propuesta por el CELAM. Cabe añadir otra disonancia: la que se encuentra entre los ricos documentos de las Conferencias Generales del CELAM y la línea más restringida del propio CELAM. Añadiría, con su permiso, una tercera disonancia, más cercana a ustedes: la que puede ocurrir, y ocurre a menudo, entre el magisterio episcopal y los órganos de asesoramiento teológico, es decir, entre los obispos y los redactores de sus documentos. Sin embargo, aun con todas estas discrepancias, que nos dan una visión muy diferente de la situación de nuestra Iglesia, su Mensaje para el 70º aniversario del CELAM parece ser un fiel reflejo de la situación general de nuestra Iglesia: una Iglesia que otorga prioridad a lo social sobre lo religioso. Y ustedes, obispos del CELAM, quisieron aprovechar su 40ª Asamblea General para renovar el compromiso” de continuar en esta línea, es decir, dando prioridad a lo social. Y decidieron retomar esta opción con toda determinación y de forma explícita, como lo demuestra el triple uso que hicieron de las palabras “renovar” y “compromiso”.

Entiendo, queridos obispos, sin querer justificar nada, que al insistir, no sin razón, en lo social y sus dolorosos dramas, hayan terminado dejando en la sombra lo religioso, sin, por supuesto, negar su primacía. Este, de hecho, fue un proceso que, casi sin darnos cuenta y no sin gran peligro, comenzó en Medellín [en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en 1968] y ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, ustedes saben por experiencia que, sin sacar la cuestión religiosa de esa sombra lo antes posible y exponerla a la luz con discursos y hechos, su primacía termina perdiéndose. Esto es lo que ocurrió con la figura central de Cristo: terminó relegada a un segundo plano. Si se le sigue confesando como Señor y Cabeza de la Iglesia y del mundo, es de manera superficial, o casi. La prueba de este lento deterioro está ante nuestros ojos: la decadencia de nuestra Iglesia. Si continuamos por el mismo camino, decaeremos cada vez más. Todo porque, antes de declinar en número, lamentablemente decayó el fervor de la fe, de la fe en Cristo, el centro dinámico de la Iglesia. Como pueden ver, hermanos, son las cifras las que nos desafían a todos, pero especialmente a los señores obispos del CELAM, a rectificar la línea general de nuestra Iglesia, para que, retomando con fervor nuestra opción por Cristo, esta vuelva a crecer en calidad y cantidad.

Por lo tanto, es hora, y más que hora, de sacar a Cristo de las sombras y llevarlo a la plena luz. Es hora de restituirle la primacía absoluta, tanto en la Iglesia ad intra (en la conciencia individual, en la espiritualidad y en la teología), como en la Iglesia ad extra (en la evangelización, en la ética y en la política). La Iglesia de nuestro continente necesita urgentemente volver a su verdadero centro, a su “primer amor” (Ap 2,4). Un predecesor suyo, el obispo san Cipriano, lo instó con estas lapidarias palabras: “no anteponer nada a Cristo” (Christo nihil omnino praeponere). Al decir esto, queridos obispos, ¿les pido algo nuevo? En absoluto. Simplemente les recuerdo la exigencia más evidente de la fe, de la fe “antigua y siempre nueva”: la opción absoluta por Cristo el Señor, el amor incondicional por Él, que se les exige particularmente, como Él lo hizo con Pedro (Jn 21,15-17). Por lo tanto, es urgente adoptar y practicar con claridad y decisión un cristocentrismo fuerte y sistemático; un cristocentrismo verdaderamente “abrumador”, como lo expresó san Juan Pablo II. No se trata en absoluto de caer en un cristomonismo alienante (nótese la palabra “cristomonismo”). Se trata de vivir un cristocentrismo abierto, que fermenta y transforma todo: las personas, la Iglesia y la sociedad.

Si me he atrevido a dirigirme directamente a ustedes, queridos obispos, es porque desde hace tiempo veo, con consternación, repetidas señales de que nuestra amada Iglesia corre un grave riesgo: el de alejarse de su esencia espiritual, en detrimento propio y del mundo. Cuando la casa está ardiendo, cualquiera puede gritar. Como estamos entre hermanos, les hago una última confidencia. Tras leer su mensaje, me ocurrió algo que sentí hace casi 20 años, cuando, incapaz de soportar por más tiempo los repetidos errores de la teología de la liberación, surgió de lo más profundo de mi alma un impulso tal que di un golpe en la mesa y dije: “¡Basta! Tengo que hablar”. Es una moción interior similar lo que me hace escribir esta carta, con la esperanza de que el Espíritu Santo haya tenido algo que ver.

Pidiendo a la Madre de Dios que invoque la luz del mismo Espíritu sobre ustedes, queridos obispos, firmo como hermano y siervo:

P. Clodovis M. Boff, OSM

Rio Branco (Acre), 13 de junio de 2025, fiesta de San Antonio, Doctor de la Iglesia.

EL POEMA DEL HOMBRE-DIOS (APENDICE)

Continuamos con la publicación del libro escrito por la mística Maria Valtorta (1897-1961) en el cual afirmó haber tenido visiones sobre la vida de Jesús.


EL PECADO ORIGINAL

Para conocer el pensamiento de esta Obra, con respecto al Pecado Original, conviene tener presente el Génesis, y reunir ordenadamente varios elementos diseminados en estos y en otros escritos de la misma autora, y sobre todo en los capítulos 17 y 29.

1. Dios creó buenos a todos los ángeles. Uno de ellos se hizo malo y arrastró consigo una multitud de otros espíritus angélicos: “Lucifer era un ángel, el más hermoso de los ángeles. Espíritu perfecto. Sólo Dios era superior a él. Pues bien, con todo, en su ser luminoso nació un vapor de soberbia, y Lucifer no lo dispersó, sino que, por el contrario, lo condensó dándole vida en su interior. De esta incubación nació el Mal” (capítulo 
17). En otro escrito se dice que tal pecado de soberbia consistió en el deseo desordenado de ser semejante a Dios, de ser como Dios, esto es: creador. Los ángeles que, siguiendo el ejemplo divinamente mostrado con anticipación de la humildísima, obendientísima y castísima Madre (pro-creadora) de Dios, permanecieron humildes, obedientes y espiritualmente dueños de sí, obtuvieron en premio una mansión fija en el cielo de Dios; Lucifer por su parte y los otros espíritus, soberbios, desobedientes y espiritualmente fuera de sí, fueron castigados con ser arrojados para siempre del paraíso celestial.

2. Además de ellos Dios creó el universo que se ve, y en él, el mundo con minerales, plantas, animales: “…y todas las cosas fueron buenas” (Gén. 1, 1–25).

3. Finalmente, Dios creó, a su imagen y semejanza, al hombre y de este sacó a la mujer, los bendijo y les dijo que fuesen fecundos, que se multiplicasen, llenasen la tierra, y fuesen dueños de todos los animales. Adán intuyó y profetizó que por la mujer el hombre debería abandonar a su padre y madre, se uniría a su esposa, y los dos formarían una sola carne. Los dos vivían desnudos y no tenían vergüenza de sí. Dios los colocó en el paraíso terrestre para que lo cultivasen y lo guardasen y les dio por alimento hierbas y plantas (Gén. 1, 26; 2, 35), pero no los animales (sino hasta después del pecado y del diluvio: Gén. 9, 1–7).

4. Entre las plantas estaban el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal (Gén. 2, 9). ¿Arboles verdaderos o solamente simbólicos? ¿Arboles verdaderos, y además símbolo y causa de la realidad o efectos reales? Parece que la Escritora se incline por lo primero, esto es, por árboles reales con frutos verdaderos, pero con alcance también simbólico. Por ejemplo cap. 
17, notas 94, 97, 100, 101y 102, en que se dice: “El árbol del bien y del mal, verdadero árbol por naturaleza y estructura era también un árbol simbólico”.

5. Dios que había permitido que el hombre comiese de cualquier árbol o planta, le prohibió por el contrario, bajo pena de muerte, comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gén. 2, 16–17). El sentido profundo de tal prohibición, según la Escritora sería este: “…Dios había dicho al hombre y a la mujer: "Conoced todas las leyes y los misterios de la creación. Pero no pretendáis usurparme el derecho de ser el Creador del hombre. Para propagar la estirpe humana bastará el amor mío que circulará por vosotros, y, sin libídine sensual, sólo por latido de caridad, dará vida a los nuevos hombres como Adán de la estirpe. Todo os lo doy; sólo me reservo este misterio de la formación del hombre"… (
cap. 17). Según la Escritora, pues, este “conocimiento” se refería a la procreación, al misterio y al rito procreativo, algo así como en Gén. 4, 1 y luego a través de toda la Biblia. Y hasta que no tuvieron este “conocimiento” particular no se avergonzaron de su desnudez, como universalmente y aun hoy en día los pequeños no se sonrojan hasta que son capaces de discernir entre el bien y el mal moral o al menos de advertirlo.

6. Pero como en Lucifer nació espontáneamente un vapor de soberbia (deseando ser como Dios, esto es, creador), así por odio, envidia, y rabia de querer tener al hombre socio suyo en el pecado y de no estar en el paraíso, por instigación satánica nació en Eva un vapor de soberbia, deseando desordenadamente ser semejante a Dios, igual a Dios (pro) creadora… Para llegar a conocer este misterio, estas leyes de la vida, presumiendo de sí, no se alejó de la planta del conocimiento del bien y del mal, sino se acercó a ella: dispuesta a recibir la revelación del misterio, no de la enseñanza pura y del influjo divino, sino de la enseñanza impura e influjo satánico: “Eva va al árbol… Su presunción la pierde. La presunción es ya levadura de soberbia” (capítulo 
17).

7. En el árbol del conocimiento del bien y del mal, Eva encontró al Seductor que mentirosamente la indujo a la desobediencia, esto es, a traspasar la orden de Dios (Gén. 3, 1–5). Esto es, según la Escritora, a desear desordenamente ser semejante a Dios, creador de la procreación (soberbia), por lo tanto desobedecerlo (desobediencia) comiendo del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: “En el árbol encuentra al Seductor, el cual canta la canción de la mentira: "¿Tú crees que aquí hay mal? No. Dios te lo ha dicho porque quiere teneros bajo la esclavitud de su poder. ¿Creéis que sois reyes? No tenéis ni siquiera la libertad de las fieras. Ellas tienen concedido el amarse con amor verdadero… ser creadoras como Dios… La verdadera vida está en conocer las leyes de la vida. Entonces seréis como dioses y podréis decirle a Dios: 'Somos tus iguales' " 
(capítulo 17).

8. Eva, con tal de alcanzar el fin de la prometida y decantada semejanza o igualdad con Dios creador, por medio de la procreación; engañada con tales palabras y cediendo a los halagos del Seductor, no rehúsa los medios: por lo tanto traspasa el divino mandamiento o la divina prohibición (Gén. 3, 6), se entrega al placer de la glotonería y de la carne. Por esto, además de soberbia, pecó de desobediencia, glotonería, lujuria: “…Dios había dicho al hombre y a la mujer: "Todo os lo doy; sólo me reservo este misterio de la formación del hombre". Satanás quiso quitarle al hombre esta virginidad intelectual y, con su lengua serpentina, hechizó y halagó miembros y ojos de Eva, suscitando en ellos reflejos y sutilezas que antes no tenían porque no estaban intoxicados de Malicia. Ella "vió", y, viendo, quiso probar. Había sido despertada la carne. ¡Ah, si hubiera llamado a Dios! … El Padre la habría… curado... Pero no, Eva no va al Padre, Eva vuelve donde la Serpiente. Esa sensación le es dulce. "Viendo que el fruto del árbol se podía comer y que era bonito y de aspecto agradable, lo cogió y comió de él". Y "comprendió". Ya la malicia había penetrado y le mordía las entrañas. Vio con ojos nuevos y oyó con oídos nuevos los usos y la voz de las bestias; y los deseó febrilmente. Inició sola el pecado. Lo consumó con su compañero…” 
(capítulo 17).

9. Amaestrada y seducida por Satanás, por la Serpiente, Eva cayó en un pecado de cuatro ramas: soberbia, desobediencia, glotonería, lujuria. Y ya seducida y hecha discípula del demonio, se convierte para Adán en maestra y seductora: el pecado cuádruple que Eva había cometido por instigación diabólica, Adán lo cometió por instigación de la mujer: Fue la primera en pecar. Condujo a su compañero a igual cosa. Por esto sobre la mujer pesa una sentencia mayor. Por Eva el hombre se rebeló contra Dios y por ella conoció la lujuria y la muerte. Por ella no pudo más dominar sus tres estadios o reinos: el del espíritu, porque permitió que las pasiones se enseñoreasen de él; el de la carne, porque se envileció hasta seguir los instintos de los brutos. “La Serpiente me engañó” dijo Eva. “La mujer me presentó el fruto y comí de él” dijo Adán. Desde aquel momento la concupiscencia triple se apoderó de los tres estadios o reinos del hombre” (
capítulo 17). Y en otra parte: “… y el árbol prohibido se convierte en realidad para el género humano en algo mortal, porque de sus ramas pende el fruto del saber amargo que proviene de Satanás. Y la mujer se convierte en hembra, y con el fermento del conocimiento satánico en el corazón, va a corromper a Adán…” (capítulo 17).

10. A consecuencia de este cuádruple pecado (esto es, de soberbia, desobediencia, glotonería, lujuria) y particularmente por causa del cuarto (lujuria) remate de toda infeliz obra pecaminosa, como cosa que se puede conectar con la culpa de soberbia o desobediencia o glotonería, pero que se une mejor con la de lujuria, los ojos de Adán y Eva se abren y caen en la cuenta de estar desnudos, se hacen taparrabos con hojas de higuera y se los ponen (Gén. 3, 7).

11. Así pecando los dos mueren en el espíritu a la gracia, y en corrección del pecado Dios castiga a los primeros padres y descendientes con la pena de la muerte y la destrucción del cuerpo que se realiza a su tiempo: además castiga a la mujer en su condición de madre y esposa; al hombre en la de trabajar (Gén. 3, 16–19). Además de condenarlos los arroja del paraíso terrestre (imagen de la exclusión del paraíso celestial) y por lo tanto la pérdida de la amistad divina (Gén. 3, 22–24). “…llegada a este nivel la carne, corrompido lo moral, degradado lo espiritual, conocieron el dolor y la muerte del espíritu privado de la gracia, y de la carne privada de la inmortalidad. La herida de Eva engendró el sufrimiento, que no terminará sino hasta cuando muera la última pareja sobre la tierra” (
capítulo 17). Y en otro lugar: “El Padre Creador concedió la maternidad también a Eva, libre de todo cuanto ahora la envilece. Una maternidad dulce y pura sin el lastre de los sentidos… ¡De cuánta riqueza se despojó Eva! ¡Más que de la inmortalidad!... Pero la maternidad, que me dejó intocable, yo la nueva Eva, la conocí para que pudiese decir al mundo cuál hubiera sido la dulce suerte de la mujer al dar a luz sin ningún sufrimiento…” (capítulo 17).

12. El Génesis narra el pecado de los primeros padres y el castigo que Dios infligió, a ellos y a sus descendientes. Ha sido, sobre todo, S. Pablo (Rom. 5) quien puso en luz, la culpa que de los primeros padres se transmite a sus descendientes, esto es, a la humanidad, de generación en generación, y que es exactamente el pecado original. El apóstol, propone su doctrina estableciendo una especie de paralelismo o parangón entre Adán y Jesús, entre el primero y el Segundo Adán. Muy pronto los Santos Padres, por ejemplo S. Justino, S. Ireneo a fines del siglo II, extendieron este paralelismo y así, teniendo ante sus ojos la Anunciación, compararon a Eva y a María, esto es, a la primera y a la segunda Eva. Nuestra Escritora procede en modo análogo y pone en boca de María las siguientes expresiones: “Yo he recorrido al contrario, el camino de los dos pecadores… Obedecí en todas las formas…” “…semejante a Dios, creando la carne que tendrá Dios” …me aniquilé en mi humildad… Escala de Dios… Dije el “sí” que anuló el “no” de Eva al mandamiento de Dios… De mi seno nacerá el nuevo Árbol que producirá el Fruto que conocerá todo el mal por haberlo padecido en Sí y producirá todo el bien…” (
capítulo 17).

13. Este paralelismo o comparación entre María y Eva, retocado o completado en algún punto por razón de claridad, puede expresarse brevemente así:

a) a María se le aparece y le habla un ángel bueno, a Eva uno malo;

b) a María el ángel le habla de una Maternidad divina, a Eva de una procreación humana;

c) María, con su Maternidad divina, se haría semejante a Dios Engendrador de su Verbo y Creador de todos los seres; Eva, con la procreación humana, sería semejante al Dios Creador;

d) María, a tal propuesta, se humilla profundamente. Eva se ensoberbece mucho;

e) María obedece a Dios y resiste al Seductor; Eva desobedece a Dios (que se reserva la revelación del misterio de la formación del hombre) y obedece al Seductor;

f) En María no hay ninguna golosidad espiritual por el Fruto, en Eva sí una desenfrenada glotonería por el fruto ( físico y simbólico);

g) Dios hace que María sea fecunda y sublima su castidad. La Virgen permanece castísima tanto en su corazón como en su cuerpo; la Serpiente seductora fascina a Eva, y ella que era virgen cae de su estado, se hace lujuriosa tanto en el corazón como en su cuerpo;

h) María permanece siempre como Dios la pensó, como quiso y como la creó. Aun más, la Llena de gracia se convierte en Portadora de ella, y de la Vida en sí misma para darla a la humanidad; Eva, por el contrario, se vacía de la gracia, y se convierte en causa de la pérdida de la misma para Adán y mediante este, para la humanidad;

i) María permanece hija de Dios y no quiere tener ningún trato con el padre de la mentira; Eva se convierte en hija pródiga y rebelde y hace caso al padre de la mentira;

j) María, por enseñanza e intervención divinas, es elevada para ser la criatura más amada de Dios y Madre del Verbo Encarnado. Dios no abandona a Eva en la creación, antes bien continúa influyendo en todo matrimonio comunicando al esposo la energía humana fecundante, y presidiendo de una manera misteriosa la formación del cuerpo, creando e infundiendo el alma de cada hijo de Eva hasta el fin del mundo; y así puede decirse que es padre más que todo padre humano. Pero Eva y por lo tanto Adán y la raza humana que es heredera de los dos primeros padres por generación netamente humana, amaestrada y seducida por Satanás, traicionó y abandonó a Dios y se convirtió, como dicen los profetas, en esposa infiel, que comete adulterio con Satanás, que continúa inyectando siempre y sin cesar ese deseo de soberbia, de desobediencia, de glotonería y de lujuria de procrear no según la voluntad divina sino contra ella, contento que en el instante en que Dios crea –pura– el alma y la infunde en una carne que en la de los primeros padres se alió con Satanás, en ese mismo momento el alma misma contraiga también un oscurecimiento (por la privación de la belleza de la gracia) del parentesco filial con Dios. (Por lo cual la mujer, después del parto, en el Antiguo Testamento, siente la necesidad de sujetarse a la purificación y en el Nuevo Testamento, el deseo de hacerla).

14. a) Dios, pues, por medio de un ángel, trata con María de una generación o maternidad divina; Satanás, por medio de una serpiente, trató con Eva de una generación o maternidad humana.

b) María, pues, espera que Dios le revele el misterio de la Encarnación de Dios; Eva no espera que Dios lo haga, sino acepta le revele un ser usurpador, sin esperar al tiempo establecido por Dios, el misterio de la formación del hombre.

c) Dios, pues, penetra más profundamente en María, y se hace dueño de Ella, y así el parentesco de ésta con Él es grandísimo; pues no sólo es madre, sino también hija, y el ser más amado; Satanás profana a Eva, y esta cae bajo su poder: a los ojos de Dios se convierte en hija pródiga, en mujer, como dicen los profetas, adúltera, en un ser a quien Dios no puede amar, pues traba parentesco con el demonio que es el padre de la mentira y un seductor.

d) En este parentesco de María con Dios, se halla la raíz de toda su grandeza, de todas la bendiciones que recibimos; en el parentesco de Eva con Satanás, se halla la raíz de todas sus calamidades y de todas las maldiciones que recibimos.

e) Debido a las sublimes gracias del Espíritu Santo, esto es, en virtud de la eterna predestinación y de la Inmaculada Concepción, María fue preservada de cualquier parentesco con Satanás y por lo tanto del pecado original; en virtud de estos mismos privilegios y además de la Maternidad divina, de su íntima asociación con la vida y sacrificio de Jesús y de la Asunción en cuerpo y alma al cielo, el parentesco admirable de María con Dios, ha encontrado su origen y perfeccionamiento.

f) Debido a otros dones del Espíritu Santo, y por lo tanto en virtud de la buena voluntad (en cuanto es posible) y del acto y sacramento de la fe, se realiza una obra de muerte y de vida; de muerte, porque se destruye el parentesco con Satanás (aunque en esta tierra se queda el Seductor y la criatura conserva tendencia hacia él); en la Iglesia esposa de Cristo y madre y maestra con Cristo: obra de restablecimiento que otros sacramentos, sacramentales, toques de la divina gracia incesantemente nutrirán e intensificarán; y encontrará en el Purgatorio, en la resurrección de la carne y en su ingreso en el cielo, con la plenitud de la humana substancia, un coronamiento al cual jamás el hombre hubiera llegado, si a consecuencia del pecado, Cristo no lo hubiese regenerado.

15. Estas comparaciones, paralelismos y explicaciones no valdrían nada o sólo parte, si se demostrase como imposible, o si se rechazase que el ángel malo hubiera hablado a Eva de una generación humana (fruto), como después el Ángel bueno habló a María de una generación divino–humana (Fruto).

SAN JOSE

Para comprender bien, en esta Obra, la actitud interior y exterior de San José para con María, desde el momento en que cayó en la cuenta del estado de Ella hasta el momento en que el Ángel le reveló el misterio sobrenatural, es menester tener presentes los capítulos 1112
1314182526272831353643. Juntando alguno que otro elemento que hay aquí y allá, resulta lo siguiente:

1. Jesús, como el Hijo de Dios, hecho hombre, María Santísima como Inmaculada y Madre de Dios, Juan Bautista como santificado desde el seno materno, cooperando a las prerrogativas divinas que se les dieron, fueron siempre perfectos y estuvieron exentos de cualquier imperfección moral, aun la mínima. El único de quien se podría dudar, hablando con precisión, sería de Juan Bautista, pero no consta que haya cometido imperfección alguna. José, por el contrario, pese a la sublime misión a la que había sido destinado y para la que había sido preparado, pese a la gran santidad y justicia iniciales, no habiendo recibido privilegios como los que se concedieron a María y al Bautista, por lo menos en una única y terrible circunstancia, esto es en el momento de la prueba establecida por Dios, antes de que viviese con el Dios–Hombre y su Madre, tal vez no se vió exento de alguna imperfección moral.

2. José conocía perfectamente la santidad de María y su propósito de conservarse virgen para siempre, por esto, cuando cayó en la cuenta de que estaba encinta, no creyó que fuese una pecadora adúltera, ni la expuso a que fuera apedreada, según estaba prescrito (Lev. 20, 10; Deut. 22, 22–24). El que creía en la virtud de María, hubiera dejado de ser justo (Mt. 1, 19) si la hubiese hecho lapidar… “Hubiera sido menos santo, hubiera obrado humanamente, denunciándome como adúltera para que fuese lapidada y el hijo de mi pecado muriese conmigo. Hubiera sido menos santo, Dios no le habría concedido sus luces como guías en semejante prueba” (capítulo 25).

3. Pero José, antes de que el ángel se le apareciera en sueños (Mat. 1, 20–23), ignora la causa por la cual su esposa está encinta y no puede explicarse el hecho. Es en este momento en que tal vez incurre en una triple imperfección:

a) por no haber preguntado, como era su deber, a su esposa. Esto es, por no haberle pedido explicación de lo ocurrido (Gén. 3, 9);

b) por un “pensamiento” de sospecha que pudo haberle pasado por la cabeza y causado dolor, tal vez sin persistir en él voluntariamente y sin transformar el simple pensamiento de “juicio”: “…me desagradaba que pudiese, insistiendo en su acusación, faltar a la caridad” (capítulo 26);

c) por una decisión (Mat. 1, 19–20), efecto e indicio del sobredicho “pensamiento”, decisión tomada sin haber preguntado y que si no era físicamente grave como la lapidación, era penosa moralmente y humillante a lo más respecto de la Virgen, y en un punto, coincidía con la lapidación en lo que se refiere al efecto: el de no haber intentado realizar el rito de las nupcias, y así, prácticamente, quebrantar el vínculo de los esponsalicios.

4. Es Dios, quien por medio de un ángel, dice a José en sueño que no despida a su esposa, y lo exhorta a que la tome consigo, porque la maternidad que se verifica en Ella, debe atribuirse a Dios mismo.

5. La santidad de José, esto es, del justo que, si comete alguna imperfección, se levanta al punto (Prov. 24, 16), resplandece inmediatamente con una luz mucho más brillante:

a) porque al punto hizo caso al ángel (Mt. 1, 24);

b) porque sin dejar pasar el tiempo, con una humildad se acusó ante María, y no se excusó como nuestros primeros padres (Gén. 3, 12–13), sino que con toda claridad dijo: “Perdóname, María. Desconfié de tí. Ahora lo sé. No soy digno de tener un tesoro tan grande. Falté a la caridad. Te acusé en mi corazón. Te acusé injustamente porque no te pregunté la verdad. Falté a la Ley de Dios, porque no te amé, como me habría amado yo mismo… No quería que te defendieses, porque estaba para tomar mis decisiones sin preguntar cosa alguna. Falté al haber sospechado de ti. Aún una sola sospecha es ofensa, María. Quien sospecha, no conoce. No te conocí como debía haberlo sido…” 
(capítulo 26);

c) porque al punto tomó la decisión de cumplir la voluntad de Dios (Mt. 1, 24): “…cumpliremos con la ceremonia del matrimonio…”
(capítulo 26).

6. La santidad de María resplandece, de una manera indecible en esta terrible circunstancia:

a) porque obedeció a Dios, que se reservó el derecho de revelar a José el misterio. No dijo nada a él, aun cuando sufría dolorosamente por la angustia larga y penosísima de su esposo, y por el peligro “que faltase un justo, él, que nunca faltaba…”
(capítulo 26);

b) en que no permitió a José que le pidiese perdón, que lo excusó completamente, que aprovechó de la ocasión para manifestarle, como tal vez nunca había sucedido, su cariño de Virgen y su estima que por él tenía.

Verdaderamente María y José, también en esta dolorosa circunstancia y prueba, aparecen como dos santos, cuales el mundo no ha tenido (capítulo 38).
 
Continúa...
 





 





 

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