Por monseñor Rob Mutsaerts
Existe un tipo particular de locura moderna que sostiene que nada existe realmente a menos que pueda ser examinado con un microscopio o expresado en una fórmula matemática. Esta visión, que podríamos llamar “reduccionismo científico”, es como un hombre que no cree a su mujer cuando llora, a menos que pueda analizar sus lágrimas en un laboratorio. Esas personas no son sensatas, solo se han vuelto ordenadamente locas.
Es como cualquier niño sabe, hasta que en la escuela le enseñan a pensar de otra manera: que la realidad es demasiado grande para ser capturada en un tubo de ensayo o un modelo informático. Una verdad no tiene por qué ser medible para ser cierta. El amor de una madre, la generosidad de un filántropo, el poder de una oración: todas estas cosas son más reales que lo que nos revela una radiografía y, sin embargo, son difíciles de plasmar en gráficos o números.
El hombre moderno solo confía en lo que “se puede demostrar”. Pero, irónicamente, esta confianza en sí misma no se puede demostrar. El científico cree en la causalidad, en el orden, en la repetibilidad. Pero no sabe por qué la naturaleza es así. Dice: “Porque siempre ha sido así”. Pero eso es un artículo de fe, no una prueba.
La fe en los milagros no es más irracional que la fe en la lógica: solo depende de lo que se acepte como axioma. Y aquí llegamos al quid de la cuestión: la realidad es fundamentalmente poética. No solo se revela en fórmulas, sino también en fábulas. A veces hay más verdad en los cuentos de hadas que en los periódicos.
Un hombre reza a Dios y luego dice que su oración ha sido escuchada. El escéptico pregunta: “¿Puedes demostrarlo?”. Pero el hombre sabe lo que sabe. No es una ilusión, sino experiencia. Y la experiencia es el comienzo de todo conocimiento, incluso del conocimiento científico. Einstein lo expresó así: “La experiencia es la única fuente real de conocimiento, también científico”. La ciencia puede decirnos cómo funcionan las cosas, pero no por qué son importantes. Puede medir el corazón, pero no el amor. Puede cartografiar el cerebro, pero no la conciencia. Puede incluso datar el universo, pero se queda sin palabras ante la pregunta de por qué existe.
Imaginemos una conversación entre Julián, un hombre moderno que cree que solo la ciencia da acceso a la realidad, y Adrián, un pensador tradicional, con sombrero, bastón y una misteriosa tendencia a hacer preguntas difíciles.
Julián: Todo lo que es real puede demostrarse. La ciencia ha desvelado el velo de la superstición y la ilusión. Lo que no se puede medir, simplemente no existe.
Adrián: (deja su sombrero junto a él en el banco): ¿Entonces el amor de madre no existe?
Julián: (frunciendo el ceño): Eso es sentimentalismo. Por supuesto que el amor existe, pero no es más que una reacción química en el cerebro.
Adrián: Bueno, si mañana por la mañana me despierta el despertador, ¿puedo decir que mi despertar fue solo una reacción electromagnética? ¿O puedo admitir que llegué tarde porque la noche anterior estuve pensando en la luna?
Julián: Eso es poético, pero no exacto. La ciencia es exacta.
Adrián: (con una sonrisa pícara): A veces es precisamente incorrecta. Verás, la ciencia mide el tictac del reloj, pero no la razón por la que un hombre se levanta. Nos dice cuántos gramos pesa un libro y cuántas palabras contiene, pero no nos dice si ese libro es bueno. Puede decir lo que hace el cuerpo, pero no lo que hace el alma.
Julián (indignado): Eso no es justo. ¡La ciencia ha curado a enfermos, ha construido aviones, ha llegado al espacio!
Adrián: Y ninguna de esas cosas ha explicado por qué un niño mira las estrellas y se queda en silencio admirándolas. O por qué alguien muere voluntariamente por alguien que no conoce. O por qué la gente escucha música que no resuelve nada, no explica nada, no prueba nada, pero que lo dice todo.
Julián: Pero no puedes aceptar algo solo porque te hace sentir bien, ¿no?
Adrián (señalando un árbol): Ese árbol no sienta bien. Sin embargo, está ahí. Y nadie lo ha explicado completamente nunca. Crece sin fórmulas. La ciencia describe su corteza, cuenta sus anillos, clasifica sus hojas, pero no sabe por qué tiene ese aspecto y no otro.
Julián (lentamente): ¿Quieres decir que existe una realidad... fuera de la ciencia?
Adrián (sonriendo): Eso es exactamente lo que quiero decir. Al igual que existe algo fuera del reloj, es decir, el tiempo. Y algo fuera del libro, es decir, la historia. Y algo fuera del cuerpo, es decir, el alma.
Julián: Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que esas cosas son reales?
Adrián: No podemos. Solo podemos creer en ellas. Como un niño cree que su madre lo ama, sin que ella se lo demuestre nunca. Como un creyente reza. Como un poeta escribe. Como un hombre se despierta y piensa: “Hoy todo irá bien”. Sin pruebas, solo verdad.
Julián (en voz baja): ¿Y eso es suficiente?
Adrián (se levanta y se pone el sombrero): Es más que suficiente. Es todo.
Se levantan y se alejan caminando, Adrián golpea rítmicamente con su bastón. Julián se detiene un momento y mira al cielo como si hubiera redescubierto algo que siempre supo...
Un hombre reza a Dios y luego dice que su oración ha sido escuchada. El escéptico pregunta: “¿Puedes demostrarlo?”. Pero el hombre sabe lo que sabe. No es una ilusión, sino experiencia. Y la experiencia es el comienzo de todo conocimiento, incluso del conocimiento científico. Einstein lo expresó así: “La experiencia es la única fuente real de conocimiento, también científico”. La ciencia puede decirnos cómo funcionan las cosas, pero no por qué son importantes. Puede medir el corazón, pero no el amor. Puede cartografiar el cerebro, pero no la conciencia. Puede incluso datar el universo, pero se queda sin palabras ante la pregunta de por qué existe.
Imaginemos una conversación entre Julián, un hombre moderno que cree que solo la ciencia da acceso a la realidad, y Adrián, un pensador tradicional, con sombrero, bastón y una misteriosa tendencia a hacer preguntas difíciles.
Julián: Todo lo que es real puede demostrarse. La ciencia ha desvelado el velo de la superstición y la ilusión. Lo que no se puede medir, simplemente no existe.
Adrián: (deja su sombrero junto a él en el banco): ¿Entonces el amor de madre no existe?
Julián: (frunciendo el ceño): Eso es sentimentalismo. Por supuesto que el amor existe, pero no es más que una reacción química en el cerebro.
Adrián: Bueno, si mañana por la mañana me despierta el despertador, ¿puedo decir que mi despertar fue solo una reacción electromagnética? ¿O puedo admitir que llegué tarde porque la noche anterior estuve pensando en la luna?
Julián: Eso es poético, pero no exacto. La ciencia es exacta.
Adrián: (con una sonrisa pícara): A veces es precisamente incorrecta. Verás, la ciencia mide el tictac del reloj, pero no la razón por la que un hombre se levanta. Nos dice cuántos gramos pesa un libro y cuántas palabras contiene, pero no nos dice si ese libro es bueno. Puede decir lo que hace el cuerpo, pero no lo que hace el alma.
Julián (indignado): Eso no es justo. ¡La ciencia ha curado a enfermos, ha construido aviones, ha llegado al espacio!
Adrián: Y ninguna de esas cosas ha explicado por qué un niño mira las estrellas y se queda en silencio admirándolas. O por qué alguien muere voluntariamente por alguien que no conoce. O por qué la gente escucha música que no resuelve nada, no explica nada, no prueba nada, pero que lo dice todo.
Julián: Pero no puedes aceptar algo solo porque te hace sentir bien, ¿no?
Adrián (señalando un árbol): Ese árbol no sienta bien. Sin embargo, está ahí. Y nadie lo ha explicado completamente nunca. Crece sin fórmulas. La ciencia describe su corteza, cuenta sus anillos, clasifica sus hojas, pero no sabe por qué tiene ese aspecto y no otro.
Julián (lentamente): ¿Quieres decir que existe una realidad... fuera de la ciencia?
Adrián (sonriendo): Eso es exactamente lo que quiero decir. Al igual que existe algo fuera del reloj, es decir, el tiempo. Y algo fuera del libro, es decir, la historia. Y algo fuera del cuerpo, es decir, el alma.
Julián: Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que esas cosas son reales?
Adrián: No podemos. Solo podemos creer en ellas. Como un niño cree que su madre lo ama, sin que ella se lo demuestre nunca. Como un creyente reza. Como un poeta escribe. Como un hombre se despierta y piensa: “Hoy todo irá bien”. Sin pruebas, solo verdad.
Julián (en voz baja): ¿Y eso es suficiente?
Adrián (se levanta y se pone el sombrero): Es más que suficiente. Es todo.
Se levantan y se alejan caminando, Adrián golpea rítmicamente con su bastón. Julián se detiene un momento y mira al cielo como si hubiera redescubierto algo que siempre supo...
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