domingo, 31 de diciembre de 2000

DISCURSO DEL PAPA PABLO VI A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ PERMANENTE DEL CONGRESO INTERNACIONAL PARA EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS (8 DE MARZO DE 1966)


DISCURSO DEL PAPA PABLO VI

A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ PERMANENTE DEL

CONGRESO INTERNACIONAL

PARA EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS

martes, 8 de marzo de 1966

Queridos hijos:

Es para Nos una gran alegría recibir a los miembros del consejo directivo, de la comisión eclesiástica y del secretariado del comité permanente de los congresos internacionales para el apostolado de los laicos, junto a un distinguido grupo de expertos eclesiásticos y laicos pertenecientes a diversas organizaciones católicas internacionales y que vienen de varios continentes para participar en esta reunión preparatoria del tercer congreso mundial. Y estamos felices de saludar también a los observadores no católicos que tuvieron la amabilidad de unirse a vosotros.

La audiencia de esta mañana evoca en Nuestra memoria la preparación del primer congreso mundial, durante el Año Santo de 1950, así como la creación por el Papa Pío XII, de venerada memoria, del comité permanente, al frente del cual el Sr. Vittorino Veronese - a quien Nos complace reconocer entre vosotros- trabajó incansablemente para organizar los dos primeros congresos. Y recordamos con emoción el segundo congreso en el que tuvimos el privilegio de hablar personalmente en una presentación sobre la misión de la Iglesia.

Cuántos acontecimientos han tenido lugar desde entonces en la vida de la Iglesia, en particular el breve pero intenso pontificado de Nuestro amado Predecesor Juan XXIII, a quien corresponde el mérito de convocar el Concilio Ecuménico.

Recogiendo de sus manos esta pesada herencia, pudimos, con la gracia de Dios, llevar a buen término esta inmensa empresa. Pero si la obra de los Padres ha llegado a su fin, su puesta en práctica está comenzando, y a ello pretendéis dedicaros generosamente, preparando el próximo Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, que se celebrará en 1967.

El Concilio ha dado lugar a una renovada conciencia de la naturaleza y la misión de la Iglesia y ha proporcionado valiosas directrices para la participación responsable de todos los miembros del Pueblo de Dios en la misión salvadora confiada por Cristo a sus apóstoles al final de su vida terrenal. La preparación del Congreso será una ocasión providencial para que los laicos católicos, en la diversidad de sus razas, culturas, situaciones sociales y estados de vida, descubran más plenamente la vocación de todo bautizado al apostolado, y lo que se requiere de cada uno de ellos en su participación consciente y activa en las tareas de la Iglesia después del Concilio.

Porque no se trata sólo de recoger y difundir las enseñanzas del Concilio, sino de transformarse para ponerse a imagen de la Iglesia conciliar renovada en su oración, en la expresión de su fe y de su esperanza, y en la caridad de su diálogo con todos los cristianos, con todos los hombres. Así cada católico podrá ayudar a su hermano a creer en Cristo y a reconocerlo en su Iglesia.

Esto muestra el estado de ánimo con el que los laicos deben dedicarse a su tarea: lo que la Iglesia espera de ellos no es una actitud negativa, un cuestionamiento arbitrario, una ansiedad estéril, sino una actitud positiva, una colaboración constructiva, un compromiso responsable. El período postconciliar debe ciertamente cuestionar ciertas formas de apostolado y estimular en este ámbito, como en todos los demás, el necesario aggiornamento, las indispensables adaptaciones y las nuevas iniciativas que las necesidades del tiempo actual conllevan. ¿Pero quién puede dejar de ver que esta actualización no es un cuestionamiento?

Crear estructuras más adecuadas, coordinar mejor la acción emprendida, es preocuparse por hacer más orgánico y más profundo el apostolado en el mundo de hoy. Pero quien dice apostolado dice necesariamente apóstol, y por lo tanto, más que nunca almas ardientes, generosas, abrasadas del amor de Cristo y dedicadas incansablemente a esparcirlo a su alrededor. ¿Y quién podría merecer este hermoso nombre de apóstol si no estuviera, con todas las fibras de su ser, profundamente unido a los que son los sucesores de los doce, y especialmente al primero de ellos, que recibió el Estado de Pedro? Os corresponde, pues, queridos hijos, en amorosa fidelidad a la Iglesia, en docilidad filial a los que en su seno han recibido el encargo de pastorear al pueblo de Dios, en constante disponibilidad a la inspiración del Espíritu, estar dispuestos a prestar generosamente la colaboración que se os pide para la renovación interior de la Iglesia, el acercamiento de todos los cristianos y el testimonio de la caridad en el mundo de hoy: "que sean uno, para que el mundo crea".

Tales son las exaltantes tareas que se os ofrecen en esta importantísima hora posterior al Concilio, que estará marcada por su Tercer Congreso Mundial. Este encuentro será la ocasión providencial para demostrar a todos la admirable vitalidad del laicado católico. En medio de las corrientes ideológicas que hoy disputan al mundo, algunas de las cuales sólo pueden conducirlo en direcciones que todo católico debe rechazar, el laico podrá dar testimonio del poder de la gracia de Cristo y de la fecundidad de la Iglesia siempre joven, dando expresiones vivas y originales al espíritu específico del catolicismo, para marcar las mentes y mover los corazones hacia Aquel que se hizo uno de nosotros para llamarnos a ser sus amados hermanos, el Emmanuel, Dios con nosotros.

Queridos hijos, nos alegramos vivamente de vuestro ardor en el estudio y aplicación de las orientaciones conciliares sobre el apostolado de los laicos en el mundo de hoy. Bendecimos de todo corazón el trabajo con el que van a preparar el próximo congreso mundial, y a todos los que van a trabajar allí. Y saludamos ya con Nuestros deseos a los laicos que pronto vendrán de todo el mundo a Roma para poner en común su entusiasmo militante al servicio de nuestra Santa Madre Iglesia, como testigos gozosos y vivos del amor de Cristo Salvador. En estos sentimientos os damos, como prenda de la abundancia de las gracias divinas sobre vuestra generosa actividad apostólica, nuestra paternal y afectuosa bendición apostólica.


sábado, 30 de diciembre de 2000

DISCURSO DEL PAPA PABLO VI DURANTE LA ÚLTIMA REUNIÓN GENERAL DEL CONCILIO VATICANO II (7 DE DICIEMBRE DE 1965)


DISCURSO DEL PAPA PABLO VI

DURANTE LA ÚLTIMA REUNIÓN GENERAL

DEL CONCILIO VATICANO II

7 de diciembre de 1965

Hoy estamos concluyendo el Concilio Vaticano II. Lo concluimos en la plenitud de su eficacia: la presencia de tantos de vosotros aquí lo demuestra claramente; el patrón bien ordenado de esta asamblea da testimonio de ello; la conclusión normal de los trabajos del concilio lo confirma; la armonía de sentimientos y decisiones lo proclama. Y si bastantes preguntas planteadas durante el transcurso del mismo concilio todavía esperan respuestas apropiadas, esto muestra que sus trabajos están ahora llegando a su fin no por cansancio, sino en un estado de vitalidad que este sínodo universal ha despertado. En el período posconciliar esta vitalidad aplicará, si Dios quiere, sus energías generosas y bien reguladas al estudio de tales cuestiones.

Este concilio lega a la historia una imagen de la Iglesia católica simbolizada por esta sala, llena como está de pastores de almas que profesan la misma fe, respiran la misma caridad, asociados en la misma comunión de oración, disciplina y actividad y que es maravilloso, todos deseando una cosa: a saber, ofrecerse como Cristo, nuestro Maestro y Señor, por la vida de la Iglesia y por la salvación del mundo. Este concilio entrega a la posteridad no sólo la imagen de la Iglesia sino también el patrimonio de su doctrina y de sus mandamientos, el "depósito" recibido de Cristo y meditado a lo largo de los siglos, vivido y expresado ahora y esclarecido en tantas de sus partes, asentado y arreglado en su integridad. El depósito, es decir, que vive por el poder divino de la verdad y de la gracia que lo constituye, y es, por lo tanto, capaz de vivificar a quien lo recibe y alimenta con él su propia existencia humana.

¿Qué fue entonces el concilio? ¿Qué ha logrado? La respuesta a estas preguntas sería el tema lógico de nuestra presente meditación. Pero requeriría demasiado de nuestra atención y tiempo: esta última y estupenda hora tal vez no nos daría la suficiente tranquilidad de espíritu para hacer tal síntesis. Quisiéramos dedicar este precioso momento a un solo pensamiento que doblega nuestro espíritu en la humildad y al mismo tiempo lo eleva a la cumbre de nuestras aspiraciones. Y ese pensamiento es: ¿cuál es el valor religioso de este concilio? Nos referimos a él como religioso por su relación directa con el Dios vivo, esa relación que es la razón de ser de la Iglesia, de todo lo que ella cree, espera y ama; de todo lo que es y hace.

¿Podemos hablar de haber dado gloria a Dios, de haber buscado el conocimiento y el amor de Él, de haber progresado en nuestro esfuerzo de contemplarlo, en nuestro afán de honrarlo y en el arte de anunciarlo a los hombres que nos admiran en cuanto a pastores y maestros de la vida de Dios? Con toda sinceridad, creemos que la respuesta es sí. También porque a partir de este propósito básico se desarrolló el principio rector que debía dar dirección al futuro concilio. Aún están frescas en nuestra memoria las palabras pronunciadas en esta basílica por nuestro venerado predecesor, Juan XXIII, a quien en verdad podemos llamar el iniciador de este gran sínodo. En su discurso de apertura ante el concilio dijo lo siguiente: "La mayor preocupación del concilio ecuménico es esta: que el depósito sagrado de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado más eficazmente... El Señor ha dicho: 'Buscad primero el reino de Dios y su justicia.' La palabra 'primero' expresa la dirección en la que deben moverse nuestros pensamientos y energías" (Discorsi, 1962, p. 583).

Su gran propósito ahora se ha logrado. Para apreciarlo adecuadamente es necesario recordar el tiempo en que se realizó: un tiempo que todo el mundo admite que está orientado hacia la conquista del reino de la tierra más que del cielo; un tiempo en el que el olvido de Dios se ha vuelto habitual y parece, muy equivocadamente, ser impulsado por el progreso de la ciencia; un tiempo en que el acto fundamental de la persona humana, más consciente ahora de sí misma y de su libertad, tiende a pronunciarse a favor de su propia autonomía absoluta, en emancipación de toda ley trascendente; un tiempo en el que el laicismo parece la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta sabiduría en el ordenamiento temporal de la sociedad; un tiempo, además, en que el alma del hombre ha sondeado las profundidades de la irracionalidad y la desolación; un tiempo, finalmente, que se caracteriza por las convulsiones y un declive hasta ahora desconocido incluso en las grandes religiones del mundo.

Fue en un momento como éste cuando nuestro concilio se celebró en honor de Dios, en el nombre de Cristo y bajo el impulso del Espíritu: que "lo escudriña todo", "haciéndonos comprender los dones que Dios nos da" (cf. 1 Co 2, 10-12), y que ahora está vivificando a la Iglesia, dándole una visión a la vez profunda y global de la vida del mundo. El concilio ha dado una nueva importancia al concepto teocéntrico y teológico del hombre y el universo, casi desafiando la acusación de anacronismo e irrelevancia, a través de afirmaciones que el mundo juzgará al principio como tontas, pero que, esperamos, más tarde llegará a reconocer como verdaderamente humano, sabio y saludable: a saber, Dios es, y más aún, es real, vive, un Dios personal, providente, infinitamente bueno; y no sólo bueno en sí mismo, sino también inconmensurablemente bueno con nosotros. Él será reconocido como Nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad; tanto es así que el esfuerzo de mirarlo y de centrar nuestro corazón en Él, lo que llamamos contemplación, es el acto más alto, el más perfecto del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe estar en la cúspide de toda actividad del ser humano.

Los hombres se darán cuenta de que el Concilio dedicó su atención no tanto a las verdades divinas, sino más bien, y principalmente, a la Iglesia: su naturaleza y composición, su vocación ecuménica, su actividad apostólica y misionera. Esta sociedad religiosa laica, que es la Iglesia, se ha esforzado en realizar un acto de reflexión sobre sí misma, para conocerse mejor, para definirse mejor y, en consecuencia, para enderezar lo que siente y lo que manda. Todo esto es cierto. Pero esta introspección no ha sido un fin en sí mismo, no ha sido simplemente un ejercicio de comprensión humana o de una cultura meramente mundana. La Iglesia se ha reunido en profunda conciencia espiritual, no para producir un erudito análisis de psicología religiosa, o un relato de sus propias experiencias, ni siquiera para dedicarse a reafirmar sus derechos y explicar sus leyes. Más bien se trataba de encontrar en ella, activo y vivo, el Espíritu Santo, la palabra de Cristo; y de sondear más profundamente aún el misterio, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de ella; de revitalizar en sí misma esa fe que es el secreto de su confianza y de su sabiduría, y ese amor que la impulsa a cantar sin cesar las alabanzas de Dios. "Cantare amantis est" (El canto es la expresión de un amante), dice San Agustín (Serm. 336; P. L. 38, 1472).

Los documentos conciliares -especialmente los relativos a la revelación divina, a la liturgia, a la Iglesia, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos- dejan bien a la vista esta intención religiosa primaria y focal, y muestran cuán clara, fresca y rica es la corriente espiritual que el contacto con el Dios vivo hace brotar en el corazón de la Iglesia, y que fluye desde ella sobre los áridos desechos de nuestro mundo.

Pero no podemos pasar por alto una consideración importante en nuestro análisis del significado religioso del concilio: ha estado profundamente comprometido con el estudio del mundo moderno. Nunca antes, tanto como en esta ocasión, la Iglesia ha sentido la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar la sociedad en la que vive; y enfrentarse a ella, casi correr tras ella, en su cambio rápido y continuo. Esta actitud, respuesta a las distancias y divisiones que hemos presenciado en los últimos siglos, en el siglo pasado y especialmente en el nuestro, entre la Iglesia y la sociedad secular, esta actitud ha obrado fuerte e incesantemente en el Concilio; tanto es así que algunos se han inclinado a sospechar que una receptividad excesiva y despreocupada hacia el mundo exterior, hacia los eventos pasajeros, modas culturales, necesidades temporales, una forma de pensar ajena... pueden haber influido en las personas y en los actos del sínodo ecuménico, a expensas de la fidelidad que se debe a la tradición, y esto en detrimento de la orientación religiosa del mismo concilio. No creemos que se le deba imputar esta carencia, a sus intenciones reales y profundas, a sus manifestaciones auténticas.

Preferimos señalar cómo la caridad ha sido el principal rasgo religioso de este concilio. Ahora bien, nadie puede reprochar como falta de religión o infidelidad al Evangelio una orientación tan básica, cuando recordamos que es Cristo mismo quien nos enseñó que el amor a los hermanos es la marca distintiva de sus discípulos (cf. Jn 13, 35). ); cuando escuchamos las palabras del apóstol: "La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo" (Santiago 1:27) y otra vez: "Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" (1 Juan 4:20).

Sí, la Iglesia del Concilio se ha preocupado, no sólo de sí misma y de su relación de unión con Dios, sino del hombre, del hombre tal como es hoy: hombre vivo, hombre envuelto en sí mismo, hombre que se hace no sólo el centro de todos sus intereses, sino que se atreve a afirmar que él es el principio y la explicación de toda la realidad. Cada elemento perceptible en el hombre, cada una de las innumerables formas en que se presenta, ha sido, en cierto modo, manifestado a la vista de los Padres conciliares, quienes, a su vez, son meros hombres y, sin embargo, todos ellos son pastores y hermanos cuya posición los llena de solicitud y de amor. Entre estos disfraces podemos citar al hombre como el actor trágico de sus propias obras; el hombre como el superhombre de ayer y de hoy, siempre frágil, irreal, egoísta y salvaje; el hombre infeliz consigo mismo mientras ríe y llora; el hombre como actor versátil dispuesto a interpretar cualquier papel; el hombre como devoto estrecho de nada más que la realidad científica; el hombre tal como es, una criatura que piensa y ama y trabaja y siempre está esperando algo, el "hijo creciente"  (Gn 49, 22); el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la entrega de su sufrimiento; el hombre como individuo y el hombre en sociedad; el hombre que vive en las glorias del pasado y sueña con las del futuro; el hombre pecador y el hombre santo, etc.

El humanismo secular, revelándose en su horrible realidad anticlerical, ha desafiado en cierto sentido al concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios. ¿Y que pasó? ¿Hubo un choque, una batalla, una condena? Podría haberlo, pero no lo hubo. La vieja historia del samaritano ha sido el modelo de la espiritualidad del concilio. Un sentimiento de simpatía sin límites lo ha impregnado todo. La atención de nuestro concilio ha sido absorbida por el descubrimiento de las necesidades humanas (y estas necesidades crecen en proporción a la grandeza que el hijo de la tierra reclama para sí). Pero hacemos un llamamiento a los que se autodenominan humanistas modernos, y que han renunciado al valor trascendente de las realidades más elevadas, para que den crédito al concilio al menos por una cualidad y reconozcan nuestro propio nuevo tipo de humanismo: nosotros también, de hecho, nosotros más que nadie, honramos a la humanidad.

¿Y qué aspecto de la humanidad ha estudiado este augusto senado? ¿Qué meta se fijó bajo inspiración divina? Se detuvo también en la siempre doble faceta de la humanidad, a saber, la miseria del hombre y su grandeza, su profunda debilidad —que es innegable y no puede ser curada por sí mismo— y el bien que subsiste en él, que está siempre marcado por una belleza oculta y una serenidad invencible. Pero hay que darse cuenta de que este concilio, que se expuso al juicio humano, insistió mucho más en este lado agradable del hombre que en el desagradable. Su actitud era muy y deliberadamente optimista. Una ola de afecto y admiración fluyó desde el concilio sobre el mundo moderno de la humanidad. Los errores eran condenados, ciertamente, porque la caridad lo exigía no menos que la verdad, pero para las personas mismas sólo había advertencia, respeto y amor. En vez de diagnósticos deprimentes, remedios alentadores; en vez de pronósticos funestos, mensajes de confianza salían del concilio hacia el mundo actual. Los valores del mundo moderno no sólo fueron respetados, sino honrados, sus esfuerzos aprobados, sus aspiraciones purificadas y bendecidas.

Ved, por ejemplo, cómo las innumerables lenguas diferentes de los pueblos existentes hoy fueron admitidas para la expresión litúrgica de la comunicación de los hombres con Dios y de Dios con los hombres: al hombre como tal se le reconoció su pretensión fundamental de gozar de la plena posesión de sus derechos y de su destino trascendental. Se purificaron y promovieron sus supremas aspiraciones a la vida, a la dignidad personal, a su justa libertad, a la cultura, a la renovación del orden social, a la justicia y a la paz; y a todos los hombres se dirigió la invitación pastoral y misionera a la luz del Evangelio.

Ahora podemos hablar muy brevemente sobre las muchas y vastas cuestiones, relativas al bienestar humano, de las que se ocupó el concilio. No intentó resolver todos los problemas urgentes de la vida moderna; algunos de estos han sido reservados para un estudio ulterior que la Iglesia pretende hacer de ellos, muchos de ellos fueron presentados en términos muy restringidos y generales, y por eso están abiertos a ulteriores investigaciones y diversas aplicaciones.

Pero una cosa debe señalarse aquí, a saber, que el magisterio de la Iglesia, aun sin querer emitir pronunciamientos dogmáticos extraordinarios, ha dado a conocer cabalmente su enseñanza autorizada sobre una serie de cuestiones que pesan hoy sobre la conciencia y la actividad del hombre, descendiendo, por así decirlo, en un diálogo con él, pero siempre conservando su propia autoridad y fuerza; ha hablado con la voz amable y complaciente de la caridad pastoral; su deseo ha sido ser escuchado y comprendido por todos; no se ha concentrado únicamente en la comprensión intelectual sino que también ha buscado expresarse en un estilo conversacional sencillo, actual, derivado de la experiencia real y de un trato cordial que lo hacen más vital, atractivo y persuasivo; le ha hablado al hombre moderno tal como es.

Otro punto que debemos subrayar es este: toda esta rica enseñanza está encauzada en una sola dirección, al servicio del hombre, de toda condición, en toda debilidad y necesidad. La Iglesia se ha declarado, por así decirlo, servidora de la humanidad, en el mismo momento en que su función docente y su gobierno pastoral, con motivo de la solemnidad del Concilio, han cobrado mayor esplendor y vigor: la idea de servicio ha sido central.

Se podría decir que todo esto y todo lo demás que podamos decir sobre los valores humanos del concilio ha desviado la atención de la Iglesia en concilio hacia la tendencia de la cultura moderna, centrada en la humanidad. Diríamos que no desviada, sino dirigida. Cualquier observador cuidadoso del interés predominante del Concilio por los valores humanos y temporales no puede negar que es de carácter pastoral que el Concilio ha hecho virtualmente su programa, y ​​debe reconocer que el mismo interés nunca está divorciado del más genuino interés religioso, ya sea por la razón de la caridad, su única inspiración (¡donde está la caridad, está Dios!), o los intentos constantes y explícitos del Concilio de vincular los valores humanos y temporales con los específicamente espirituales, religiosos y eternos; su preocupación es con el hombre y con la tierra, pero se eleva al reino de Dios.

La mente moderna, acostumbrada a evaluar todo en términos de utilidad, admitirá fácilmente que el valor del concilio es grande aunque sólo sea porque todo se ha referido a la utilidad humana. Por eso nadie debe decir jamás que una religión como la católica es inútil, ya que cuando tiene su mayor autoconciencia y eficacia, como la tiene en el concilio, se declara enteramente del lado del hombre y en su servicio. De este modo, la religión católica y la vida humana reafirman su alianza, el hecho de que convergen en una sola realidad humana: la religión católica es para la humanidad. En cierto sentido es la vida de la humanidad. Lo es por la interpretación extremadamente precisa y sublime que nuestra religión da de la humanidad (ciertamente el hombre por sí mismo es un misterio para sí mismo) y da esta interpretación en virtud de su conocimiento de Dios: un conocimiento de Dios es un requisito previo para un conocimiento del hombre tal como es realmente, en toda su plenitud; como prueba de ello baste recordar la ardiente expresión de Santa Catalina de Siena: "En tu naturaleza, Dios eterno, conoceré la mía". La religión católica es la vida del hombre, porque determina la naturaleza y el destino de la vida; le da su verdadero sentido, establece la ley suprema de la vida y le infunde esa misteriosa actividad que podemos decir que la diviniza.

En consecuencia, si recordamos, venerables hermanos y todos vosotros, hijos nuestros, aquí reunidos, cómo en todos podemos y debemos reconocer el semblante de Cristo (cf. Mt. 25,40), el Hijo del Hombre, sobre todo cuando las lágrimas y las penas lo hacen ver, y si podemos y debemos reconocer en el rostro de Cristo el rostro de nuestro Padre celestial "El que me ve a mí -dijo Nuestro Señor- ve también al Padre" (Juan 14,9), nuestro humanismo se convierte en cristianismo, nuestro cristianismo se centra en Dios; de tal manera que podemos decir, por decirlo de otra manera: el conocimiento del hombre es una condición previa para el conocimiento de Dios.

Entonces, este concilio, que se ha concentrado principalmente en el hombre, ¿no estaría destinado a proponer de nuevo al mundo de hoy la escalera que conduce a la libertad y al consuelo? ¿No sería, en definitiva, una enseñanza sencilla, nueva y solemne amar al hombre para amar a Dios? Amar al hombre, decimos, no como un medio sino como el primer paso hacia la meta final y trascendente que es la base y la causa de todo amor. Y así este concilio se puede resumir en su sentido religioso último, que no es sino una apremiante y amistosa invitación a los hombres de hoy a redescubrir en el amor fraterno a Dios "darte a ti la espalda es morir, volver a ti es revivir, morar en ti es vivir" (San Agustín, Solil. I, 1, 3; PL 32, 870).

Esta es nuestra esperanza al término de este Concilio Ecuménico Vaticano II y al inicio de la renovación humana y religiosa que el Concilio se propuso estudiar y promover; esta es nuestra esperanza para vosotros, hermanos y Padres del Concilio; esta es nuestra esperanza para toda la humanidad que aquí hemos aprendido a amar más y a servir mejor.

Con este fin invocamos de nuevo la intercesión de San Juan Bautista y de San José, que son los patronos del concilio ecuménico; de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cimientos y columnas de la Santa Iglesia; y con ellos de San Ambrosio, el obispo cuya fiesta celebramos hoy, como uniendo en él la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Imploramos también encarecidamente la protección de María Santísima, Madre de Cristo y, por lo tanto, llamada por nosotros también, Madre de la Iglesia. Con una sola voz y con un solo corazón damos gracias y gloria al Dios vivo y verdadero, al Dios único y soberano, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.




viernes, 29 de diciembre de 2000

WIR HEISSEN SIE (3 DE JUNIO DE 1956)


ALOCUCIÓN 

WIR HEISSEN SIE

DISCURSO DEL PAPA PÍO XII

A LOS ESTUDIANTES Y PROFESORES DE LA

UNIVERSIDAD DE VIENA*


Salón del Trono - Domingo, 3 de junio de 1956


Os damos la bienvenida, honorables caballeros, a quienes el camino ha traído desde Viena a Roma y a Nos.

Os dedicáis al estudio y la investigación del derecho canónico y la historia jurídica. Ambos campos, el primero intrínsecamente necesario, pero también el segundo os ponen en contacto con la vida jurídica de la Iglesia Católica.

El derecho canónico no es un fin en sí mismo. Siempre es un medio para un fin que está por encima de él. Como todo en la Iglesia, está al servicio de la "salus animarum", y por lo tanto, de la pastoral. Debe ayudar a abrir y allanar el camino para la verdad y la gracia de Jesucristo en los corazones de las personas.

Sin embargo, esto no significa que sea algo que sólo se añada a la estructura interna, a la esencia de la Iglesia desde fuera y que sea sólo obra de los hombres. Ciertamente, muchos cánones son sólo normas de protección, por ejemplo, para proteger la posesión de la fe de la destrucción, la dignidad de la gracia y los sacramentos de la profanación. Pero además, hay normas jurídicas que están incorporadas a la propia estructura eclesiástica y que, según su contenido, proceden directamente del divino fundador de la Iglesia: formas de división del cuerpo místico de Cristo, como en el derecho constitucional eclesiástico, en las disposiciones sobre la autoridad del Papa y de los obispos. Cristo fundó su Iglesia no como un movimiento espiritual no formado, sino como una comunidad firmemente establecida.

Ciertamente, el derecho canónico no debe sobrepasar los valores espirituales y sobrenaturales a cuyo servicio se encuentra. Se le ha reprochado que lo haga y se ha hablado de "juridificación" de la Iglesia. Pero, por una vez, el reproche se dirige con demasiada frecuencia a la adhesión inflexible de la Iglesia a la indisolubilidad del matrimonio cristiano válidamente celebrado y consumado. Y sin embargo, precisamente en este caso, no actúa por insensibilidad y dureza jurídica, como si no sintiera la tragedia que a menudo es inherente a estos casos, sino simplemente en fiel aplicación de la ley del matrimonio que su divino Fundador mismo estableció y sobre la que la Iglesia no tiene competencia para gobernar.

A continuación, no hace falta que os digamos a vosotros, que sois juristas, que las escasas leyes de los tiempos apostólicos no bastarían para gobernar hoy una Iglesia universal de más de 400 millones de fieles. Cada vez que la Iglesia se expandía geográficamente o la vida religiosa se fortalecía y florecía de nuevas maneras, el desarrollo posterior de la jurisprudencia eclesiástica también comenzó, casi espontáneamente, a regular y proteger el flujo de esa vida religiosa.

En la creación del Codex Iuris Canonici, el actual código jurídico de la Iglesia, podemos ver también la acción de la Providencia; la reorganización del derecho canónico estuvo, en cualquier caso, muy en consonancia con la expansión espacial y el desarrollo interior de la Iglesia en el siglo XIX, que a este respecto probablemente no alcanzó ninguno de sus predecesores. Esto no condujo a una "juridificación" de la Iglesia. Hoy en día, en particular, se encuentra una voluntad religiosa, poderes espirituales y una vida sacramental en el mundo de los fieles que no fueron más poderosos en el pasado, tal vez nunca existieron.

La vida eclesiástica y el derecho eclesiástico van juntos. Símbolo de ello es San Pío X, creador del nuevo código jurídico eclesiástico, que abrió los resortes y las compuertas de esa vida sacramental.

Os deseamos, queridos señores, éxito escolar y enriquecimiento interior con vuestros estudios jurídicos y, con paternal benevolencia, os concedemos la bendición apostólica.


*Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, XVIII,
 18. Pontifikatsjahr, 2. März 1956 - 1. März 1957, SS. 259 - 260


jueves, 28 de diciembre de 2000

CUM SUPREMAE (25 DE MARZO DE 1928)


DECRETO

CUM SUPREMAE

sobre la Abolición de la Asociación

comúnmente llamada “Amici Israel”

Cuando esta Suprema Congregación del Santo Oficio consideró formalmente la naturaleza y finalidad de la asociación denominada “Amici Israel” [“Amigos de Israel”], así como el folleto titulado Pax super Israel [Paz sobre Israel], que había sido publicado y distribuidos a lo largo y ancho para que la misión y el modo de proceder de la asociación fueran conocidos por el público en general, los Eminentísimos Padres, encargados de salvaguardar la fe y la moral, reconocieron ante todo su loable propósito de exhortar a los fieles a orar a Dios y trabajar por la conversión de los israelitas al Reino de Cristo.

No es de extrañar que, desde el principio, no sólo un número de fieles cristianos y sacerdotes, conscientes de este objetivo, se unieran a esa asociación, sino también no pocos obispos y señores cardenales. La razón es que la Iglesia Católica siempre ha estado acostumbrada a orar por el pueblo judío, que fue depositario de las promesas divinas hasta la llegada de Jesucristo, a pesar de su posterior ceguera, o mejor dicho, a causa de esta misma ceguera. Movida por esa caridad, la Sede Apostólica ha protegido al mismo pueblo de los malos tratos injustos, y así como censura todo odio y enemistad entre los hombres, así también condena en el más alto grado posible el odio contra el pueblo una vez elegido por Dios, a saber: el odio que ahora es lo que generalmente se entiende en el lenguaje común por el término conocido generalmente como "antisemitismo".

Sin embargo, notando y considerando que la asociación “Amici Israel” emprendió entonces un plan de actuar y comunicar en desacuerdo con el sentido de la Iglesia, la mente de los Santos Padres de la Iglesia y la Sagrada Liturgia, los Eminentísimos Padres, sobre la anterior recomendación de los Consultores, decretada en la sesión plenaria celebrada el miércoles 21 de marzo de 1928, que la asociación “Amici Israel” debía ser abolida, y la declararon abolida de hecho, y ordenaron que en el futuro nadie aventurarse a escribir o publicar libros o folletos que de cualquier forma promuevan iniciativas erróneas de este tipo.

Y el jueves siguiente, día 22 del mismo mes y año, Su Santidad Pío XI, por la divina Providencia Papa, en la acostumbrada audiencia compartida con el Asesor del Santo Oficio, aprobó, confirmó y mandó publicar la decisión de los Eminentísimos Padres, que le habían sido referidos.

Dado en Roma, en el Palacio del Santo Oficio, el 25 de marzo de 1928.


A. Castellano
Notario de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio


miércoles, 27 de diciembre de 2000

HOMILÍA DE PABLO VI: "EL HUMO DE SATANÁS HA ENTRADO EN EL PUEBLO DE DIOS" (29 DE JUNIO DE 1972)


IX ANIVERSARIO DE LA CORONACIÓN DE SU SANTIDAD

HOMILÍA DE PABLO VI

“RESISTITE FORTES IN FIDE” 

Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo

Jueves, 29 de junio de 1972

Al atardecer del jueves 29 de junio, Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, en presencia de una considerable multitud de fieles de todo el mundo, el Santo Padre celebró la Misa y el inicio de su décimo año de Pontificado como Sucesor de San Pedro.

Con el Decano del Sagrado Colegio, Su Eminencia el Cardenal Amleto Giovanni Cicognani y el Subdiácono, Su Eminencia el Cardenal Luigi Traglia, están presentes hoy en Roma treinta Cardenales, de la Curia, y algunos Pastores de diócesis.
Dos Señores Cardenales de cada Orden acompañan procesionalmente al Santo Padre hasta el altar.

El Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede está completo, con el Sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Giovanni Benelli, y el Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, monseñor Agostino Casaroli.

Damos cuenta de la homilía de Su Santidad.

El Santo Padre comenzó afirmando que debía un sentidísimo agradecimiento a todos aquellos, hermanos e hijos, presentes en la Basílica y a los que, lejos pero espiritualmente asociados a ellos, asistieron al sagrado rito, que, a la intención celebratoria del Apóstol Pedro, a quien está dedicada la Basílica Vaticana, custodio privilegiado de su tumba y de sus reliquias, y del Apóstol Pablo, siempre unido a él en el designio y el culto apostólico, une otra intención, la de conmemorar el aniversario de su elección para suceder en el ministerio pastoral al pescador Simón, hijo de Jonás, a quien Cristo llamó Pedro, y por lo tanto, en la función de Obispo de Roma, Pontífice de la Iglesia universal y visible y humildísimo Vicario en la tierra de Cristo el Señor. El agradecimiento más vivo es por lo que la presencia de tantos fieles le muestra el amor al mismo Cristo en el signo de su pobre persona, y por lo tanto, le asegura su fidelidad e indulgencia hacia él, así como su intención consoladora de ayudarle con sus oraciones.

LA IGLESIA DE JESÚS, LA IGLESIA DE PEDRO

Pablo VI continúa diciendo que no quiere hablar, en su breve discurso, de él, de San Pedro, pues sería demasiado largo y quizá superfluo para quienes ya conocen su admirable historia; ni de él mismo, de quien la prensa y la radio ya hablan demasiado, a quien, además, expresa su debida gratitud. Queriendo más bien hablar de la Iglesia, que en ese momento y desde esa sede parece aparecer ante sus ojos como extendida en su vasto y complicadísimo panorama, se limita a repetir una palabra del propio apóstol Pedro, tal como fue pronunciada por él a la inmensa comunidad católica; por él, en su primera carta, recogida en el canon de los escritos del Nuevo Testamento. Este hermoso mensaje, dirigido desde Roma a los primeros cristianos de Asia Menor, de origen en parte judío y en parte pagano, como para demostrar ya entonces la universalidad del ministerio apostólico de Pedro, tiene un carácter parenético, es decir, exhortativo, pero no carece de enseñanzas doctrinales, y la palabra que cita el Papa es precisamente tal, hasta el punto de que el reciente Concilio se ha servido de ella para una de sus enseñanzas características. Pablo VI nos invita a escucharla tal y como la pronunció el propio San Pedro para aquellos a los que se dirige en ese momento.

Después de recordar el pasaje del Éxodo en el que se cuenta cómo Dios, hablando a Moisés antes de darle la Ley, dijo: "Haré de este pueblo un pueblo sacerdotal y real", Pablo VI declara que San Pedro recogió esta palabra exaltante, tan grande, y la aplicó al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel de la Biblia para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. San Pedro dice: Será el pueblo sacerdotal y real el que glorifique al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación.

Esta palabra, señala el Santo Padre, ha sido malinterpretada por algunos, como si el sacerdocio fuera sólo de un orden, es decir, se comunicara a los que están incluidos en el Cuerpo Místico de Cristo, a los que son cristianos. Esto es cierto en lo que se refiere al llamado sacerdocio común, pero el Concilio nos dice, y la Tradición ya nos había enseñado, que hay otro grado del sacerdocio, el sacerdocio ministerial, que tiene facultades, prerrogativas particulares y exclusivas.

Pero lo que interesa a todos es el sacerdocio real y el Papa se detiene en el significado de esta expresión. El sacerdocio significa la capacidad de adorar a Dios, de comunicarse con Él, de ofrecerle dignamente algo en su honor, de conversar con Él, de buscarlo siempre en una nueva profundidad, en un nuevo descubrimiento, en un nuevo amor. Este impulso de la humanidad hacia Dios, que nunca es suficientemente alcanzado, ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de uno que está incluido en el único Sacerdote, que es Cristo, después de la inauguración del Nuevo Testamento. Quien es cristiano está dotado, por eso mismo, de esta cualidad, de esta prerrogativa de poder hablar con el Señor en términos verdaderos, como el hijo con el padre.

LA NECESARIA CONVERSACIÓN CON DIOS

"Audemus dicere": sí podemos celebrar, ante el Señor, un rito, una liturgia de oración común, una santificación incluso de la vida profana que distingue al cristiano de los que no lo son. Este pueblo es distinto, aunque se confunda en medio de la gran marea de la humanidad. Tiene su propia distinción, su propia característica inconfundible. San Pablo se llamó a sí mismo 'segregatus', desligado, distinto del resto de la humanidad, precisamente porque está investido de prerrogativas y funciones que no tienen quienes no poseen la extrema fortuna y excelencia de ser miembros de Cristo.

Pablo VI añade, por lo tanto, que los fieles, llamados a la filiación de Dios, a la participación en el Cuerpo Místico de Cristo, animados por el Espíritu Santo y hechos templo de la presencia de Dios, deben ejercitar este diálogo, este coloquio, esta conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto privado, y extender el sentido de lo sagrado incluso a las acciones profanas. "Tanto si comes como si bebes -dice San Pablo-, hazlo por la gloria de Dios". Y lo dice varias veces, en sus cartas, como para reclamar para el cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de iluminar, de sacralizar incluso las cosas temporales, externas, pasajeras, profanas.

Se nos invita a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y sentimos que debemos contener la ola de profanación, de desacralización, de secularización que se levanta y quiere confundir y arrollar el sentido religioso en lo secreto del corazón, en la vida privada o incluso en las afirmaciones de la vida exterior. Hoy se tiende a afirmar que no es necesario distinguir a un hombre de otro, que no hay nada que pueda hacer esta distinción. Por el contrario, se tiende a devolver al hombre su autenticidad, su ser como los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a tomar conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, "comprado" por Cristo, un pueblo que debe ejercer una relación especial con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida no debe ser hoy borrada, expurgada de la costumbre y de la realidad cotidiana como si ya no tuviera que figurar.

LA SACRALIDAD DEL PUEBLO CRISTIANO

Hemos perdido, señala Pablo VI, el hábito religioso, y tantas otras manifestaciones externas de la vida religiosa. Sobre esto hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero debemos mantener el concepto, y con el concepto también algunos signos, de la sacralidad del pueblo cristiano, de los que están insertos en Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote.

Hoy, ciertas corrientes sociológicas tienden a estudiar a la humanidad al margen de este contacto con Dios. La sociología de San Pedro, en cambio, la sociología de la Iglesia, al estudiar al hombre, pone el acento precisamente en este aspecto sacral, de conversación con lo inefable, con Dios, con el mundo divino. Esto debe afirmarse en el estudio de toda diferenciación humana. Por muy heterogéneo que sea el género humano, no debemos olvidar esta unidad fundamental que el Señor nos concede cuando nos da la gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay judío, griego, escita, bárbaro, hombre o mujer. Todos somos uno en Cristo. Todos estamos santificados, todos compartimos esta elevación sobrenatural que Cristo nos ha otorgado. San Pedro nos lo recuerda: es la sociología de la Iglesia la que no debemos borrar ni olvidar.

LA SOLICITUD Y EL AFECTO POR LOS DÉBILES Y DESCONCERTADOS

Pablo VI se pregunta entonces si la Iglesia de hoy puede afrontar con serenidad las palabras que Pedro legó y ofrecerlas para su meditación. "Pensemos en este momento con inmensa caridad -dijo el Santo Padre- en todos los hermanos y hermanas que nos dejan, en tantos fugitivos y olvidados, en tantos que tal vez nunca llegaron a tomar conciencia de su vocación cristiana, aunque recibieron el Bautismo. Cómo quisiéramos realmente tenderles la mano y decirles que el corazón está siempre abierto, que la puerta es fácil, y cómo quisiéramos hacerles partícipes de la gran e inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no quita nada a la visión temporal y al realismo positivo del mundo exterior".

Tal vez este estar en comunicación con Dios nos obligue a hacer renuncias, a hacer sacrificios, pero a la vez que nos priva de algo nos multiplica sus dones. Sí, impone renuncias pero nos hace rebosar de otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. Pues bien -añadió el Papa-, quisiéramos decir a estos hermanos, cuyas lágrimas casi sentimos en las entrañas de nuestra alma sacerdotal, cuánto están presentes para nosotros, cuánto los amamos ahora y siempre y cuánto rezamos por ellos y cuánto intentamos con este esfuerzo que los persigue, los rodea, suplir la interrupción que ellos mismos interponen a nuestra comunión con Cristo.

Refiriéndose a la situación de la Iglesia en la actualidad, el Santo Padre dice que tiene la sensación de que a través de alguna grieta el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios. Hay duda, incertidumbre, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no nos fiamos de la Iglesia, nos fiamos del primer profeta profano que venga a hablarnos desde algún periódico o algún movimiento social para perseguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la vida verdadera. Y no nos sentimos ya sus dueños y señores. La duda ha entrado en nuestras conciencias, y lo ha hecho a través de ventanas que deberían haberse abierto a la luz. De la ciencia, que está hecha para darnos verdades que no nos alejen de Dios, sino que nos hagan buscarlo aún más y celebrarlo con mayor intensidad, ha venido en cambio la crítica, la duda. Los científicos son los que más reflexionan y más dolorosamente doblan la frente. Y acaban enseñando: 'No lo sé, no lo sabemos, no podemos saberlo'. La escuela se convierte en un campo de entrenamiento para la confusión y las contradicciones a veces absurdas. Se celebra el progreso para luego demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo conquistado, para volver a lo primitivo después de haber ensalzado tanto el progreso del mundo moderno.

Este estado de incertidumbre también reina en la Iglesia. Se creía que después del Concilio llegaría un día soleado para la historia de la Iglesia. En cambio, ha llegado un día de nubes, de tormenta, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los demás. Hemos logrado cavar abismos en vez de allanarlos

POR UN "CREDO" VIVIFICANTE Y REDENTOR

¿Cómo ha ocurrido esto? El Papa confió a los presentes su pensamiento: que existía la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que también se alude en la Carta de San Pedro. Muchas veces, en cambio, en el Evangelio, en los mismos labios de Cristo, vuelve a mencionarse a este enemigo de los hombres. Creemos -observa el Santo Padre- en algo preternatural que vino al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico, y para impedir que la Iglesia estalle en el himno de la alegría por haber recuperado la plena conciencia de sí misma. Precisamente por eso quisiéramos ser capaces, más que nunca en este momento, de ejercer la función asignada por Dios a Pedro, de confirmar a nuestros hermanos en la Fe. Nos gustaría comunicaros este carisma de certeza que el Señor da a quien le representa incluso indignamente en esta tierra. La fe nos da certeza, seguridad, cuando se basa en la Palabra de Dios aceptada y encontrada de acuerdo con nuestra propia razón y alma humana. Quien cree con sencillez, con humildad, siente que está en el camino correcto, que tiene un testimonio interior que le reconforta en la difícil conquista de la verdad.

El Señor, concluye el Papa, se muestra luz y verdad a los que lo acogen en su Palabra, y su Palabra ya no se convierte en un obstáculo para la verdad y el camino del ser, sino en un peldaño por el que podemos subir y ser verdaderamente vencedores del Señor que se muestra a través del camino de la fe, esta anticipación y garantía de la visión definitiva.

Destacando otro aspecto de la humanidad contemporánea, Pablo VI recuerda la existencia de un gran número de almas humildes, sencillas, puras, rectas y fuertes que siguen la invitación de San Pedro a ser "fortes in fide". Y deseamos -así lo dice- que esta fuerza de la fe, esta seguridad, esta paz, triunfen sobre todos los obstáculos. Por último, el Papa invita a los fieles a un acto de fe humilde y sincero, a un esfuerzo psicológico para encontrar dentro de sí el impulso hacia un acto consciente de adhesión: "Señor, creo en tu palabra, creo en tu revelación, creo en aquellos que me has dado como testigo y garante de esta tu revelación para sentir y experimentar, con la fuerza de la fe, la anticipación de la dicha de la vida que con la fe se nos promete".


martes, 26 de diciembre de 2000

EPISTOLA TUA (17 DE JUNIO DE 1885)


EPISTOLA 

TUA

SOBRE LA SUMISIÓN AL PAPA 

EN MATERIA RELIGIOSA

LEÓN, OBISPO, 

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS, 

PARA PERPETUA MEMORIA

Vuestra filial carta dirigida a Nosotros, carta llena de los más refinados sentimientos de amor y de sincera devoción, ha aliviado con dulce consuelo nuestros espíritus, afligidos por una reciente y pesada tristeza. Bien sabéis que nada puede preocuparnos más gravemente que ver turbado el espíritu de concordia entre los católicos, sacudida la paz de las almas, vaciada la confianza y desechada la sumisión propia de los hijos a la autoridad paterna que los gobierna. En consecuencia, a la primera señal de este desastre, no podemos evitar sentirnos muy molestos y tener cuidado de prevenir el peligro de inmediato.

Por lo tanto, la reciente publicación de cierto escrito, de una fuente menos esperada y que Vos también deploráis, el revuelo que suscitó y los comentarios que suscitó, me obligan a no callar en modo alguno sobre un asunto cuya consideración, aunque tal vez resulte desagradable, no por ello será menos útil tanto en Francia como en otros lugares.

Por ciertos indicios no es difícil concluir que entre los católicos -sin duda a causa de los males actuales- hay algunos que, lejos de estar satisfechos con la condición de “súbdito” que tienen en la Iglesia, se creen capaces de tomar alguna parte en su gobierno, o por lo menos, creen que pueden examinar y juzgar a su manera los actos de autoridad. Una opinión fuera de lugar, sin duda. Si prevaleciera, haría gravísimo daño a la Iglesia de Dios, en la cual, por voluntad manifiesta de su Divino Fundador, unos deben enseñar y otros obedecer; que hay rebaño y hay pastores; y que entre los mismos pastores existe uno que es el supremo y el principal de todos ellos. 

Sólo a los pastores se les dio todo el poder de enseñar, de juzgar, de dirigir; a los fieles se les impuso el deber de seguir su enseñanza, de someterse con docilidad a su juicio y de dejarse gobernar, corregir y guiar por ellos en el camino de la salvación. Por lo tanto, es una necesidad absoluta para los fieles simples someterse en mente y corazón a sus propios pastores, y que éstos se sometan con ellos al Pastor Principal y Supremo. En esta subordinación y dependencia radica el orden y la vida de la Iglesia; en ella se encuentra la condición indispensable del bienestar y del buen gobierno. Por el contrario, si se atribuye autoridad los que carecen de ella, si pretenden ser maestros y jueces al mismo tiempo, si los inferiores en el gobierno de la vida cristiana pretenden seguir un camino distinto del señalado por la legítima autoridad, entonces el orden se rompe, el juicio de la mayoría se perturba y quedan todos desviados del camino.

Y para faltar a este santísimo deber no es necesario realizar una acción en abierta oposición a los Obispos o a la Cabeza de la Iglesia; basta que esta oposición opere indirectamente, tanto más peligrosa cuanto más oculta está. Incurren en el mismo pecado los que defienden la autoridad y los derechos del Romano Pontífice, pero no obedecen a sus respectivos obispos, o no aprecian su autoridad en la medida debida, o interpretan sus decretos o decisiones de mala manera, anticipándose así al juicio de la Sede Apostólica.

Denota igualmente cierta insinceridad en la obediencia comparar a un Pontífice con otro. Quienes, ante dos distintas maneras de proceder, rechazan la actual y alaban la pasada, muestran poca obediencia a aquel a quien por derecho deben obedecer para ser gobernados; y tienen, además, cierta semejanza con aquellos que al verse condenados apelan a un futuro concilio o al Romano Pontífice para que examinen de nuevo su causa.

Sobre este punto conviene recordar que en el gobierno de la Iglesia, salvo los deberes esenciales que su oficio apostólico impone a todos los Pontífices, cada uno de ellos puede adoptar la actitud que juzgue mejor según los tiempos y las circunstancias. De esto sólo él es juez. Es verdad que para esto no sólo tiene luces especiales, sino más aún el conocimiento de las necesidades y condiciones de toda la cristiandad, a las que, como conviene, debe proveer su cuidado apostólico. Tiene a su cargo el bien universal de la Iglesia, al que está subordinada toda necesidad particular, y todos los demás que están sujetos a este orden deben secundar la acción del director supremo y servir al fin que él tiene en vista. Puesto que la Iglesia es una y su cabeza es una, también su gobierno es uno, y todo debe conformarse a esto.

Cuando se olvidan estos principios se nota entre los católicos una disminución del respeto, de la veneración y de la confianza en aquel que les ha sido dado por guía; entonces se relaja el vínculo de amor y sumisión que debe unir a todos los fieles con sus pastores y con el Pastor supremo, vínculo en el que se encuentra principalmente la seguridad y la salvación común.

Del mismo modo, al olvidar o descuidar estos principios, se abre de par en par la puerta a divisiones y disensiones entre los católicos, en grave perjuicio de la unión que es el signo distintivo de los fieles de Cristo, y que, en todos los tiempos, pero particularmente hoy, por razón de las fuerzas combinadas del enemigo, debe ser de interés supremo y universal, en favor del cual debe dejarse de lado todo sentimiento de preferencia personal o ventaja individual.

Esa obligación, si por lo general incumbe a todos, se puede decir que apremia especialmente a los periodistas. Si no han sido imbuidos del espíritu dócil y sumiso tan necesario a todo católico, ayudarían a difundir más estas deplorables materias y a hacerlas más gravosas. La tarea que les corresponde en todo lo que concierne a la religión y que está íntimamente ligado a la acción de la Iglesia en la sociedad humana es esta: someterse completamente de mente y voluntad, como lo están todos los demás fieles, a sus propios obispos y al Romano Pontífice; seguir y dar a conocer sus enseñanzas; estar total y voluntariamente subordinado a su influencia; y a reverenciar sus preceptos y hacer que se respeten. Quien actuara de otro modo, de modo que sirviese a los fines e intereses de aquellos cuyo espíritu e intenciones hemos reprobado en esta carta, fracasaría en la noble misión que ha emprendido. Al hacerlo, en vano se jactaría de atender el bien de la Iglesia pues obraría de un modo parecido al que tiene el que ama la verdad católica a medias o la ama con límites.

Para hablar con Vos de estos asuntos, querido hijo nuestro, nos han movido la confianza de que esta carta sería oportuna en Francia, el conocimiento que de Vos tenemos y la manera de obrar que habéis seguido en estos difíciles tiempos. Con vuestra acostumbrada constancia y fortaleza habéis querido defender con virilidad y públicamente los valores de la religión y los sagrados derechos de la Iglesia. Habéis sabido unir la serenidad de juicio, digna de la noble causa que defendéis, con la fortaleza necesaria, y siempre habéis dado a entender que procedéis con espíritu libre de pasión y plenamente sumiso a la Sede Apostólica, y devotísimo de nuestra persona. 

Dirigimos nuestras fervientes peticiones a Dios y derramamos continuas oraciones para que os devuelva la mejor salud y os conserve bien durante mucho tiempo. Y como prenda de los favores divinos que invocamos en abundancia sobre Vos, desde lo más profundo de Nuestro corazón, os otorgamos Nuestra Bendición Apostólica, amado Hijo, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 17 de junio del año 1885, octavo de Nuestro Pontificado.

León XIII, Papa


lunes, 25 de diciembre de 2000

PAENITEMINI (17 DE FEBRERO DE 1966)


CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

PAENITEMINI

DE SU SANTIDAD

PABLO VI

CON LA QUE SE REFORMA 

LA DISCIPLINA ECLESIÁSTICA DE LA PENITENCIA


Pablo Obispo,

Siervo de los siervos de Dios,

en memoria perpetua de este acto

«Convertíos y creed en el Evangelio»[1], nos parece que debemos repetir hoy estas palabras del Señor, en los momentos en que —clausurado el Concilio ecuménico Vaticano II— la Iglesia continúa su camino con paso más decidido. De entre los graves y urgentes problemas que se plantean a nuestra solicitud pastoral, se encuentra, y no en último lugar, el de recordar a nuestros hijos —y a todos los hombres de espíritu religioso de nuestro tiempo— el significado y la importancia de la penitencia. Nos sentimos movidos a ello por la visión más rica y profunda de la naturaleza de la Iglesia y de sus relaciones con el mundo que la suprema Asamblea ecuménica nos ha ofrecido en estos años.

Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio, ha examinado su naturaleza en toda su dimensión, y ha escrutado sus elementos humanos y divinos, visibles e invisibles, temporales y eternos. Profundizando, ante todo, en el lazo que la une a Cristo y a su obra salvadora, ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo, y, consiguientemente, a participar en su expiación [2], además, ha tomado conciencia más clara de que, aun siendo por designio de Dios santa e irreprensible [3], es en sus miembros defectible y está continuamente necesitada de conversión y renovación [4], renovación que debe llevarse a cabo no sólo interiormente e individualmente, sino también externa y socialmente [5], finalmente la Iglesia ha considerado más atentamente su papel en la ciudad terrena [6], es decir, su misión de indicar a los hombres la forma recta de usar los bienes terrenos y de colaborar en la consecratio mundi, y al mismo tiempo estimularlos a esa saludable abstinencia que los defiende del peligro de dejarse encantar, en su peregrinación hacia la patria celestial, por las cosas de este mundo [7].

Por estos motivos, queremos hoy repetir a nuestros hijos las palabras pronunciadas por Pedro en su primer discurso después de Pentecostés: "Convertíos... para que se os perdonen los pecados" [8] y también queremos repetir, una vez más, a todas las naciones de la tierra, la invitación de Pablo a los gentiles de Listra: "Convertíos al Dios vivo" [9].


I

La Iglesia —que durante el Concilio ha examinado con mayor atención sus relaciones, no sólo con los hermanos separados, sino también con las religiones no cristianas— ha descubierto de buen grado cómo casi en todas las partes y en todos los tiempos la penitencia ocupa un papel de primer plano, por estar íntimamente unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones que marchan de acuerdo con el progreso de la cultura [10].

En el Antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina [11], o con motivo de graves calamidades [12], o ante la inminencia de especiales peligros [13], o mas frecuentemente para obtener beneficios del Señor [14], sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de "conversión" es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios [15]. Se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes (el ayuno va generalmente acompañado de la oración y de la limosna) [16], aun después que el pecado ha sido perdonado, e independientemente de la petición de gracias se ayuna y se emplean vestiduras penitenciales para someter a aflicción "el alma" [17], para humillarse ante el rostro de Dios [18], para volver la mirada hacia Dios [19], para prepararse a la oración  [20], para comprender más íntimamente las cosas divinas, para prepararse al encuentro con Dios [21]. La penitencia es, consiguientemente —ya en el Antiguo Testamento—, un acto religioso personal, que tiene como término el amor y el abandono en el Señor ayunar para Dios, no para si mismo [22].

Así había de establecerse también en los diversos ritos penitenciales sancionados por la ley. Cuando esto no se realiza, el Señor se lamenta: "No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces" [23]. "Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro" [24].

No falta en el Antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la Antigua Alianza no son solamente una toma de conciencia colectiva del pecado, sino que también constituyen la condición de pertenencia al pueblo de Dios [25].

También podemos advertir que la penitencia se presenta, antes de Cristo igualmente como medio y prueba de perfección y santidad: Judit [26], Daniel [27], la profetisa Ana y otras muchas almas elegidas servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones [28], con gozo y alegría [29].

Finalmente, encontramos, en los justos del Antiguo Testamento, quienes se ofrecen a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad, así lo hizo Moisés en los cuarenta días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel [30]; sobre todo así se nos presenta la figura del Siervo de Yahvé, el cual "soportó nuestros sufrimientos" y en el cual "el Señor cargó... todos nuestros crímenes" [31].

Sin embargo, todo esto no era más que sombra de lo que había de venir [32]. La penitencia —exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia 'religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina— adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas.

Cristo, que en su vida Siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasé cuarenta días y cuarenta noches en la oración y en el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: "Está cerca el reino de Dios", al que sumé este mandato: "Convertíos y creed en el Evangelio" [33]. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda la vida cristiana.

Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud [34].

La invitación del Hijo a la metánoia resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo de penitencia. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás [35].

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado [36], por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor [37] y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los padecimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de merecer la gloria de la resurrección [38]. También, siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para si mismo [39], sino para aquél que lo amó y se entregó por él  [40] y tendrá también que vivir para los hermanos, "completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia" [41].

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don primario de la metánoia, sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en el pecado. "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión" [42]. Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace participe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos [43].

De esta forma, la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la "mortificación" del Señor [44], afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.


II

El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, y los maravillosos aspectos que adquiere "en Cristo y en la Iglesia", no excluyen ni atenúan en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exigen con particular urgencia su necesidad [45] y estimulan a la Iglesia —atenta siempre a los signos de los tiempos— a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar, según la condición de las diversas épocas, el fin de la penitencia.

Sin embargo, la verdadera penitencia no puede prescindir, en ninguna poca de una "ascesis" que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma (más aún, la misma naturaleza irracional, como frecuentemente nos recuerda la Escritura [46], debe participar activamente en este acto religioso, en el que la criatura reconoce la santidad y majestad divina. La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente, si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios [47]. Este ejercicio de mortificación del cuerpo —ajeno a cualquier forma de estoicismo— no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir [48]; al contrario, la mortificación corporal mira por la "liberación" del hombre [49], que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado [50] por la parte sensitiva de su ser; por medio del "ayuno corporal" [51] el hombre adquiere vigor y, "esforzado por la saludable templanza cuaresmal, restaña la herida que en nuestra naturaleza humana había causado el desorden" [52].

En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo [53].

Contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad [54].


III

Por ello, la Iglesia —al paso qué reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)— [55] invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia:

a) Ante todo insiste en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade, que es causa de ansiedad [56].

b) Los miembros de la Iglesia afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, la desgracia, o "los perseguidos por causa de la justicia", son invitados a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren [57].

c) Los sacerdotes, más íntimamente unidos a Cristo por el carácter sagrado, y quienes profesan los consejos evangélicos para seguir más de cerca el "anonadamiento" del Señor y tender más fácil y eficazmente a la perfección de la caridad, han de satisfacer de forma más perfecta el deber de la abnegación [58].

La Iglesia, sin embargo, invita a todos los cristianos, indistintamente, a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria [59].

Para recordar y estimular a todos los fieles la observancia del precepto divino de la penitencia, la Sede Apostólica pretende, pues, reorganizar la disciplina penitencial con formas más apropiadas a nuestro tiempo.

Corresponde, sin embargo, a los Obispos —reunidos en Conferencia Episcopal— establecer las normas que, según su solicitud pastoral y prudencia, por el conocimiento directo que tienen de las condiciones locales, estimen más oportunas y eficaces; sin embargo, queda establecido cuanto sigue:

En primer lugar, la Iglesia, a pesar de que siempre ha tutelado de forma particular la abstinencia de carne y el ayuno, sin embargo, quiere indicar en la tríada tradicional "oración —ayuno— caridad" las formas fundamentales para cumplir con el precepto divino de la penitencia. Estas formas han sido comunes a todos los siglos; sin embargo, en nuestro tiempo hay motivos especiales, por los cuales, de acuerdo con las exigencias de las diversas regiones, es necesario inculcar, con preferencia, sobre las demás, algunas formas especiales de penitencia [60]; por ello, donde abunda más el bienestar económico habrá de darse un mayor testimonio de abnegación, para que los hijos de la Iglesia no se vean arrollados por el espíritu del mundo [61], y habrá que dar al mismo tiempo testimonio de caridad para con los hermanos que sufren hambre y pobreza, superando las barreras nacionales y continentales [62]; en cambio, en los países en que el tenor de vida es menos afortunado, será más acepto al Padre y más útil a los miembros del Cuerpo de Cristo que los cristianos —al paso que buscan con todos los medios promover una mejor justicia social— ofrezcan por medio de la oración su sufrimiento al Señor, en íntima unión con la cruz de Cristo.

Por ello, la Iglesia, conservando —donde oportunamente pueda ser mantenida— la costumbre (observada a lo largo de muchos siglos, según las normas canónicas) de ejercitar la penitencia mediante la abstinencia de la carne y el ayuno, piensa dar vigor con sus prescripciones también a las demás formas de hacer penitencia, allí donde a las Conferencias Episcopales les parezca oportuno sustituir la observancia de la abstinencia de la carne y el ayuno por ejercicios de oración y obras de caridad.

Sin embargo, con objeto de que todos los fieles estén unidos en una celebración común de la penitencia, la Sede Apostólica pretende fijar algunos días y tiempos penitenciales [63], elegidos entre los que, a lo largo del año litúrgico, están más cercanos al misterio pascual de Cristo [64] o sean exigidos por las especiales necesidades de la comunidad eclesial [65].

Por ello se declara y establece cuanto sigue:

I.§ 1. Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia.

§ 2. Las prescripciones de la ley eclesiástica sobre la penitencia quedan reorganizadas totalmente de acuerdo con las normas siguientes.

II.§ 1. El tiempo de Cuaresma conserva su carácter penitencial.

§.2. Los días de penitencia que han de observarse obligatoriamente en toda la Iglesia son los viernes de todo el año y el Miércoles de Ceniza, o bien el primer día de la Gran Cuaresma, de acuerdo con la diversidad de los ritos; su observancia sustancial obliga gravemente.

§ 3. Quedando a salvo las facultades de que se habla en los números VI y VIII, respecto al modo de cumplir el precepto de la penitencia en dichos días, la abstinencia se guardará todos los viernes que no caigan en fiestas de precepto, mientras que la abstinencia y el ayuno se guardarán el Miércoles de Ceniza o, según la diversidad de los ritos, el primer día de la Gran Cuaresma, y el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor.

III. § 1. La ley de la abstinencia prohíbe el uso de carnes, pero no el uso de huevos, lacticinios y cualquier condimento a base de grasa de animales.

§ 2. La ley del ayuno obliga a hacer una sola comida durante el día, pero no prohíbe tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche, ateniéndose, en lo que respecta a la calidad y cantidad, a las costumbres locales aprobadas.

IV. A la ley de la abstinencia están obligados cuantos han cumplido los catorce años; a la ley del ayuno, en cambio, están obligados todos los fieles desde los veintiún años cumplidos hasta que cumplan los cincuenta y nueve. En cuanto respecta a los de edades inferiores, los pastores de almas y los padres se deben aplicar con particular cuidado a educarlos en el verdadero sentido de la penitencia.

V. Quedan abrogados todos los privilegios e indultos generales y particulares; pero en virtud de estas normas no se cambia nada referente a los votos de cualquier persona física o moral, ni de las reglas y constituciones de ninguna Congregación religiosa o Institución que hubiesen sido aprobados.

VI. § 1 De acuerdo con el Decreto conciliar Christus Dominus, sobre el ministerio pastoral de los Obispos, número 38, 4, compete a las Conferencias Episcopales:

a) trasladar, por causa justa, los días de penitencia, teniendo siempre en cuenta el tiempo cuaresmal;

b) sustituir del todo o en parte la abstinencia y el ayuno por otras formas de penitencia, especialmente por obras de caridad y ejercicios de piedad.

§ 2 Las Conferencias Episcopales, a guisa de información, han de comunicar a la Sede Apostólica cuanto hayan establecido a este respecto.

VII. Queda en pie la facultad de cada Obispo de dispensar, de acuerdo con el mismo Decreto Christus Dominus, número 8, b; también el párroco, por justo motivo y de conformidad con las prescripciones de los Ordinarios, puede conceder, a cada fiel o a cada familia en particular, la dispensa o conmutación de la abstinencia o del ayuno por otras obras piadosas; de estas mismas facultades goza el superior de una casa religiosa o de un Instituto clerical con respecto a sus subordinados.

VIII. En las Iglesias orientales corresponde al Patriarca, juntamente con el Sínodo, o a la suprema autoridad de cada Iglesia, juntamente con el Concilio de los jerarcas, el derecho a determinar los días de ayuno y abstinencia, de acuerdo con el Decreto conciliar De Ecclesiis orientalibus catholicis, número 23.

IX. § 1 Deseamos vivamente que los Obispos y todos los pastores de almas además del empleo más frecuente del sacramento de la penitencia, promuevan con celo, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, actos extraordinarios de penitencia con fines de expiación e impetración.

§ 2 Se recomienda encarecidamente a todos los fieles que arraiguen sólidamente en su alma un genuino espíritu cristiano penitencial, que les mueva a realizar obras de caridad y penitencia.

X. § 1 Estas prescripciones, que, de forma excepcional, son promulgadas por medio de L'Osservatore Romano, entrarán en vigor el Miércoles de Ceniza de este año, es decir, el 23 del corriente mes.

§ 2 Donde hasta ahora estuvieran en vigor especiales privilegios e indultos tanto generales como particulares de cualquier tipo, se les concede que haya allí vacatio legis durante seis meses; a partir del día de la promulgación.

Establecemos y hacemos eficaces estas normas nuestras para el presente y el futuro sin que lo impidan —en cuanto sea necesario— las Constituciones y Ordenanzas apostólicas emanadas de nuestros predecesores y todas las demás prescripciones, aunque sean dignas de peculiar mención y derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de febrero de 1966, año tercero de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI


Notas:

[1] Mc 1,15.

[2] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núms. 5 y 8.

[3] Cf. Ef 5, 27.

[4] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núm. 8; Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, núms. 4, 7 y 8.

[5] Cf. Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, núm. 110.

[6] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, num 40.

[7] Cf. 1 Co 7, 31; Rm 12, 2; Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, num 6 Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núms. 8 y 9; Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 37, 39 y 93.

[8] Hch 2, 38.

[9] Hch 14, 14; Cf. Pablo VI, Alocución a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965: AAS 57 (1965), p. 885.

[10] Cf. Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, núms, 2 y 3.

[11] Cf. 1S 7, 6; 1R 21, 20.27; Jr 36, 9; Jon 3, 4- 5.

[12] Cf. 1S 31, 13; 2S 1, 12; 3,35; Ba 1, 3-5; Jdt 20, 26.

[13] Cf. Jdt 4, 8.12; Est 4,15-16; Sal 34, 13; 2Cro 20, 3.

[14] Cf. 1S 14, 24; 28 12,16; Esd 8, 21.

[15] Cf. 1S 7, 3; Jr 36, 6-7; Ba 1, 17-18; Jdt 8, 16-17; Jon 3, 3; Za 8, 19-21.

[16] Cf. Is 58, 6-7; Tb 12, 8-9.

[17] Cf. Lv 16, 31.

[18] Cf. Dn 10, 12.

[19] Cf. Dn 9, 3.

[20] Cf. Dn 9, 3.

[21] Cf. Ex 34, 28.

[22] Cf. Za 7, 5.

[23] Is 58, 5.

[24] Jl 2, 13; Cf. Is 58, 3-6; Am 5; Is 1, 13-20; Jr 14, 12; Za 7, 4-14; Tb 12, 8; Sal 50, 18-19; etc.

[25] Cf. Lv 23, 29.

[26] Cf. Jdt 8, 6.

[27] Cf. Dn 10, 3.

[28] Cf. Lc 2, 37; Si 31, 12.17-19; 37, 32-34.

[29] Cf. Za 8,19; Mt 6, 17.

[30] Cf. Dt 9, 9.18 Ex 24, 18.

[31] Cf. Is 53, 4- 11.

[32] Cf. Hb 10.1.

[33] Mc 1,15.

[34] Cf. Hb 1, 2; Col 1, 19ss.; Ef 1, 23ss.

[35] CF. Sto. Tomás, Summa Theologica, III, q. 15, a. 1, ad 5.

[36] Cf. Lc 5, 8; 7, 36-50.

[37] Cf. Rm 6,3-11; Col 2, 11-15; 3, 1-4.

[38] Cf. Flp 3, 10-11; Rm 8, 17.

[39] Cf. Rm 6, 10; 14, 8; 2Co 5, 15; Flp 1, 21.

[40] Cf. Ga 2, 20; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7.

[41] Col 1, 24; Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 36; Decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, núm. 2.

[42] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. II; Cf. Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, núms. 5 y 6.

[43] CF. Sto. Tomás, Quaestiones Quodlibetales, III, q. 13, a. 28.

[44] Cf. 2Co 4, 10.

[45] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núm. 16; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 49 y 52; Cf. Pío XII, Discurso a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios del lugar, con motivo de la solemne definición dogmática de la Asunción de la Virgen María, de 2 de noviembre de 1950: AAS 42 (1950), pp. 786-788; Cf. S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 141, 2-3: PG 6, 797, 799; cf. 2 Clementis, 8, 1-3: F. X. Funk, Patres Apostolici, 2ª. edic., Tubinga 1961, I, pp. 192-194.

[46] Cf. Jn 3, 7-8.

[47] Cf. Ga 5, 16-17; Rm 7,23.

[48] Cf. Martyrologium Romanum, en la Vigilia de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo; Cf. 1Tm 4, 4-5; Flp 4, 8; Cf. Orígenes, Contra Celsum, 7, 36: PG 11, 1472.

[49] Liturgia de Cuaresma, passim.

[50]. Cf. Rm 7, 23.

[51] Missale Romanum, Prefacio IV de Cuaresma.

[52] Missale Romanum, Oración del jueves de la semana de Pasión (edición de 1962).

[53] Cf. A) En el Nuevo Testamento: 1) Palabras y ejemplo de Cristo: Mt 17, 20; 5, 29-30; 11, 21-243, 4; 11, 7-11 (Cristo elogia a Juan Bautista); 4, 2; Mc 1, 13; Lc 4, 1-2 (Cristo ayuna); 2) Testimonio y doctrina de san Pablo: 1Co 9, 24-27; Ga 5, 16; 2Co 6, 5; 11, 27; 3) En la primitiva Iglesia: Hch 13, 3; 14, 22. B) En los santos Padres: Didaché, 1, 4: F. X. Funk, I, p. 2; S. CF. Clemente Romano, 1 Corinthios, 7, 4-8, 5: F. X. Funk, I, pp. 108-110; 2 Clementis, 16, 4: F. X. Funk, II, p.204; Arístides, Apología, 15, 9: Goodspeed, Gotinga 1914, p. 21; Hermas, Pastor, sim. 5, 1,3- 5: F. X. Funk, 1, p. 530; Tertuliano, De paenitentia, 9: PL 1, 1243-1244; De ieiunio, 17: PL 2, 1978; Orígenes, Homiliae in Leviticum, homilía 10, 2: PG 12, 528; San Atanasio, De virginitate, 6: PG 28, 257; 7 8: PG 28, 260, 261; S. Basilio, Homiliae, homilía 2, 5: PG 31, 192; 8. Ambrosio De virginibus, 3, 2, 5: PL 16, 221; De Elia et Ieiunio, 2, 2; 3, 4; 8, 22; 10, 33: PL, 698, 708; S. Jerónimo, Epístola 22, 17: PL 22, 404; Epístola 130,10: PL 22, 1115; S. Agustín, Sermo 208, 2: PL 38, 1045; Epístola 211, 8 PL 33, 960; Casiano, Collationes, 21, 13, 14, 17: PL 49, 1187; S. Nilo, De octo spiritibus malitiae 1: PG 79, 1145; Diadoco de Fotice , Capita centum de perfectione spirituali, 47: PG 65, 1182; S. León Magno, Sermo 12, 4: PL 57, 171; Sermo 86, 1: PL 54, 437-438; Sacramentarium Leonianum, Prefacio de las Témporas de otoño; PL 55, 112.

[54] Cf. A) En el Nuevo Testamento: Mt 6, 16-18; 15, 11; Hb 13, 9; Rm 14, 15-23. B) En los santos Padres véase la nota 53, B).

[55] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 10 y 41.

[56] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 34, 36 y 41; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 4.

[57] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 41.

[58] Cf. Concilio Vaticano 11, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núms. 12, 13, 16 y 17; Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 41 y 42; Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 24; Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, núms. 7, 12, 13, 14 y 25; Decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, núms. 2, 8 y 9.

[59] CF. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 42; Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núms. 9, 12 y 104.

[60] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 110.

[61] Cf. Rm 12, 2; Mc 2, 19; Mt 9, 15; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 37.

[62] CF. Rm 15, 26-27; Ga 2, 10; 2Co 8, 9; Hch 24, 17; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 18.

[63] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia núm. 105.

[64] Cf. ibid. núms. 102, 106, 107 y 109; Cf. Eusebio, De solemnitate paschali, 12: PG 24, 705; ibid., 7: PG 24, 701; S. Juan Crisósotmo, In epistolam I ad Timotheum, 5, 3: PG 62, 529-530.

[65] Cf. Hch 13, 3.



domingo, 24 de diciembre de 2000

PASCHALIS SOLLEMNITATIS (16 DE ENERO DE 1988)


CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO

CARTA CIRCULAR

PASCHALIS SOLLEMNITATIS

SOBRE LA PREPARACIÓN Y CELEBRACIÓN

DE LAS FIESTAS DE PASCUA


PROEMIO

1. El Ordo para la Solemnidad Pascual y para toda la Semana Santa, renovado por primera vez por Pío XII en 1951 y 1955, fue generalmente acogido por todas las Iglesias de rito romano [1].

El Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, ha subrayado a menudo, según la tradición, la centralidad del misterio pascual de Cristo, recordando cómo de él deriva el poder de todos los sacramentos y sacramentales [2].

2. Así como la semana comienza y culmina en la celebración del domingo, marcada por el carácter pascual, así la culminación de todo el año litúrgico resplandece en la celebración del sagrado triduo pascual de la Pasión y Resurrección del Señor [3], preparada en Cuaresma y gozosamente extendida a lo largo del ciclo de los próximos cincuenta días.

3. En muchas partes del mundo los fieles, junto con sus pastores, tienen en alta estima estos ritos, en los que participan con verdadero fruto espiritual. Por el contrario, en algunas regiones, con el paso del tiempo, el fervor de devoción con el que se acogió al principio la renovada vigilia pascual fue decayendo. En algunos lugares se ignoraba la noción misma de vigilia, hasta el punto de ser considerada como una simple misa vespertina, celebrada como las misas dominicales adelantadas a la víspera del sábado.

En otros lugares no se respetan debidamente los tiempos del triduo sagrado. Además, las devociones y los ejercicios piadosos del pueblo cristiano se sitúan a menudo en momentos más convenientes, tanto que los fieles participan en ellos en mayor número que en las celebraciones litúrgicas.

Sin duda, estas dificultades provienen sobre todo de la insuficiente formación del clero y de los fieles sobre el misterio pascual como centro del año litúrgico y de la vida cristiana [4].

4. Hoy, en varias regiones, el tiempo de las fiestas coincide con el período de la Semana Santa. Esta coincidencia, junto con las dificultades inherentes a la sociedad contemporánea, constituye un obstáculo para la participación de los fieles en las celebraciones pascuales.

5. Teniendo esto en cuenta, ha parecido oportuno para este dicasterio, teniendo en cuenta la experiencia adquirida, recordar algunos puntos doctrinales y pastorales y también varias normas establecidas sobre la Semana Santa. En cambio, todo lo que en los libros se refiere al tiempo de Cuaresma, la Semana Santa, el Triduo Pascual y el tiempo de Pascua conserva su valor, a menos que este documento se interprete de otra manera. Las normas antes mencionadas se proponen ahora con vigor aquí, con el fin de hacer celebrar de la mejor manera los grandes misterios de nuestra salvación y facilitar la participación fructífera de todos los fieles [5].


I. EL TIEMPO DE CUARESMA

6. “El camino anual de la penitencia durante la Cuaresma es el tiempo de gracia, durante el cual se sube al monte santo de la Pascua. En efecto, la Cuaresma, por su doble carácter, reúne a catecúmenos y fieles en la celebración del misterio pascual. Los catecúmenos, ya sea por 'elección' y 'escrutinio' o por catequesis, son admitidos a los sacramentos de la iniciación cristiana; los fieles, en cambio, mediante una escucha más frecuente de la Palabra de Dios y una oración más intensa se preparan, con la Penitencia, a renovar las promesas del Bautismo” [6].

a) Cuaresma e iniciación cristiana

7. Toda iniciación cristiana tiene carácter pascual, siendo la primera participación sacramental en la muerte y resurrección de Cristo. Por eso, la Cuaresma debe alcanzar su pleno vigor como tiempo de purificación e iluminación, especialmente a través del “escrutinio” y la “entrega” (símbolo de la fe y del Padrenuestro); la misma vigilia pascual debe ser considerada como el momento más adecuado para celebrar los sacramentos de iniciación [7].

8. También las comunidades eclesiales, que no tienen catecúmenos, no dejen de rezar por los que en otro lugar, en la próxima Vigilia pascual, recibirán los sacramentos de la iniciación cristiana. Los párrocos, a su vez, expliquen a los fieles la importancia de la profesión de fe bautismal para hacer crecer su vida espiritual. Estos serán invitados a renovar esta profesión de fe, “al final del camino penitencial de Cuaresma” [8].

9. Durante la Cuaresma, procúrese administrar la catequesis a los adultos que, bautizados de niños, no la recibieron y, por lo tanto, no fueron admitidos a los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía. En este mismo período se llevan a cabo las celebraciones penitenciales, a fin de prepararlos para el sacramento de la Reconciliación [9].

10. El tiempo de Cuaresma es, además, el tiempo propicio para celebrar los ritos penitenciales correspondientes al escrutinio de los niños aún no bautizados, que han alcanzado la edad adecuada para la instrucción catequética, y de los niños ya bautizados, antes de ser admitidos por primera vez al sacramento de la Penitencia [10].

El obispo promueve la formación de catecúmenos, tanto adultos como niños, y, según las circunstancias, preside los ritos prescritos, con la participación asidua de la comunidad local [11].

b) Las celebraciones del tiempo de Cuaresma

11. Los domingos de Cuaresma prevalecen siempre sobre las fiestas del Señor y en todas las solemnidades. Las solemnidades, que coinciden con estos domingos, se adelantan al sábado [12]. A su vez, los días laborables de Cuaresma tienen prioridad en las memorias obligatorias [13].

12. En las homilías dominicales, sobre todo, insértese la instrucción catequética sobre el misterio pascual y los sacramentos, con una explicación más cuidadosa de los textos del Leccionario, especialmente de las perícopas evangélicas, que ilustran los diversos aspectos del Bautismo y de los demás sacramentos, así como la misericordia de Dios.

13. Los pastores deben explicar la Palabra de Dios con mayor frecuencia y amplitud en las homilías de los días de semana, en las celebraciones de la Palabra, en las celebraciones penitenciales [14] en particular sermones, durante visitas a familias o grupos de familias para la bendición. Los fieles participan con frecuencia en las Misas entre semana y, cuando esto no es posible, se les invita a leer al menos los textos de las lecturas correspondientes, en familia o en privado.

14. “El tiempo de Cuaresma conserva su carácter penitencial” [15]. En la catequesis de los fieles, además de las consecuencias sociales del pecado, debe inculcarse el carácter genuino de la penitencia, con la que se detesta el pecado como ofensa a Dios [16].

La virtud y la práctica de la penitencia siguen siendo partes necesarias de la preparación pascual: de la conversión del corazón debe brotar la práctica externa de la penitencia, tanto para cada cristiano como para toda la comunidad; práctica penitencial que, aunque adaptada a las circunstancias y condiciones propias de nuestro tiempo, debe estar siempre imbuida del espíritu evangélico de la penitencia y orientada al bien de los hermanos.

No olviden la parte de la Iglesia en la acción penitencial y pídase orar por los pecadores, insertándola más a menudo en la oración universal [17].

15. Se recomienda a los fieles una participación más intensa y fructífera en la liturgia cuaresmal y en las celebraciones penitenciales. Sobre todo, se les recomienda asistir, en este tiempo, al sacramento de la Penitencia, según el derecho y las tradiciones de la Iglesia, para que puedan participar en los Misterios Pascuales con el espíritu purificado. Es muy oportuno durante la Cuaresma celebrar el sacramento de la Penitencia según el rito de la reconciliación de más penitentes, con confesión individual y absolución, tal como se describe en el Ritual Romano [18].

A su vez, los párrocos están más disponibles para el ministerio de la Reconciliación y, al ampliar los horarios de confesión individual, facilitan el acceso a este sacramento.

16. El camino penitencial cuaresmal en todos sus aspectos debe orientarse a realzar la vida de la Iglesia local y alentar su progreso. Por ello, es muy recomendable conservar y promover la forma tradicional de asamblea de la Iglesia local, siguiendo el modelo de las “estaciones” romanas. Estas asambleas de fieles pueden reunirse, especialmente bajo la presidencia del párroco de la diócesis, en las tumbas de los santos o en las principales iglesias y santuarios de la ciudad, o en los lugares de peregrinación más frecuentados de la diócesis [19].

17. “Durante la Cuaresma no se colocan flores en el altar y sólo se permite el sonido de instrumentos para apoyar el canto” [20], respecto al carácter penitencial de este tiempo.

18. Asimismo, se omite el Aleluya en todas las celebraciones, desde el comienzo de la Cuaresma hasta la Vigilia Pascual, también en las solemnidades y fiestas [21].

19. Especialmente en las celebraciones eucarísticas, pero también en los ejercicios de piedad, se escojan cantos adaptados a este tiempo y que correspondan, en cuanto sea posible, a los textos litúrgicos.

20. Que los ejercicios piadosos según el tiempo de Cuaresma, como el Vía Crucis, sean favorecidos e imbuidos del espíritu litúrgico, para conducir más fácilmente las almas de los fieles a la celebración del misterio pascual de Cristo.

c) Particularidades de algunos días de Cuaresma

21. El miércoles anterior al primer domingo de Cuaresma, los fieles, al recibir las cenizas, entran en el tiempo destinado a la purificación del alma. Con este rito penitencial, surgido de la tradición bíblica y conservado en la praxis eclesial hasta nuestros días, se indica la condición del hombre pecador, que confiesa exteriormente su culpa ante Dios y expresa así el deseo de conversión interior, en la esperanza de que el Señor sea misericordioso con él. Por este mismo signo se inicia el camino de la conversión, que llegará a su fin en la celebración del sacramento de la Penitencia en los días previos a la Pascua [22]. La bendición y la colocación de la ceniza se realizan durante la Misa o también fuera de la Misa. En este caso, se permite la liturgia de la Palabra, concluida con la oración de los fieles [23].

22. El Miércoles de Ceniza es día de penitencia obligatoria en toda la Iglesia, con la observancia de la abstinencia y el ayuno [24].

23. El primer domingo de Cuaresma marca el inicio del signo sacramental de nuestra conversión, tiempo propicio para nuestra salvación [25]. A la Misa de este domingo no le faltan elementos que subrayan tal importancia; por ejemplo, la procesión de entrada, con las letanías de los santos [26]. Durante la Misa del primer domingo de Cuaresma, el obispo celebre oportunamente en la iglesia catedral o en otra iglesia el rito de elección o inscripción del nombre, según las necesidades pastorales [27].

24. Los Evangelios de la Samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro, señalados respectivamente para los domingos III, IV y V de Cuaresma del año A, por su gran importancia para la iniciación cristiana, pueden leerse también en el año B y C, especialmente donde hay catecúmenos [28].

25. En el cuarto domingo de Cuaresma (“Laetare”) y en solemnidades y fiestas, se permite el sonido de instrumentos, y se puede adornar el altar con flores. Y este domingo se pueden usar vestiduras rosadas [29].

26. El uso de cruces e imágenes de cobertura en la iglesia a partir del quinto domingo de Cuaresma puede conservarse de acuerdo con las disposiciones de la Conferencia Episcopal. Las cruces permanecen cubiertas hasta el final de la celebración de la Pasión del Señor el Viernes Santo; las imágenes hasta el comienzo de la Vigilia pascual [30].


II. LA SEMANA SANTA

27. Durante la Semana Santa la Iglesia celebra los misterios de la salvación, realizados por Cristo en los últimos días de su vida, a partir de su entrada mesiánica en Jerusalén. El tiempo de Cuaresma continúa hasta el Jueves Santo. A partir de la Misa vespertina “in Cena Domini” comienza el triduo pascual, que comprende el Viernes Santo “de la pasión del Señor” y el Sábado Santo, y tiene su centro en la vigilia pascual, concluyendo con las vísperas del Domingo de Resurrección. “Los días laborables de la Semana Santa, de lunes a jueves inclusive, prevalecen sobre todas las demás celebraciones” [31]. Es oportuno que en estos días no se celebre ni el Bautismo ni la Confirmación.

a) Domingo de Ramos

28. La Semana Santa comienza el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor , que une el triunfo real de Cristo y el anuncio de la pasión en un todo. En la celebración y catequesis de este día, se deben resaltar estos dos aspectos del misterio pascual [32].

29, Desde la antigüedad, la entrada del Señor en Jerusalén se conmemora con la solemne procesión con que los cristianos celebran este acontecimiento, imitando las aclamaciones y gestos de los niños hebreos, que iban al encuentro del Señor con el canto de Hosanna [33].

La procesión es única y se realiza siempre antes de la Misa con mayor número de personas, también en horario vespertino, tanto el sábado como el domingo. Para llevarlo a cabo, los fieles se reúnen en una iglesia más pequeña o en otro lugar adecuado, fuera de la iglesia a la que se dirige la procesión. Los fieles participan en esta procesión portando ramas de olivo u otros árboles.

El sacerdote y los ministros preceden al pueblo, y también llevan las ramas [34].

Se hace la bendición de palmeras o ramas para sacarlas en procesión.

Guardadas en casa, las ramas recuerdan a los fieles la victoria de Cristo celebrada con la misma procesión.

Los pastores deben esforzarse para que esta procesión, en honor de Cristo Rey, se prepare y celebre de manera fructífera para la vida espiritual de los fieles.

30. El Misal Romano, para celebrar la conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén, además de la procesión solemne antes citada, presenta otras dos formas, no para otorgar comodidad y facilidad, sino teniendo en cuenta las dificultades que puedan impedir la procesión.

La segunda forma de conmemoración es la entrada solemne, cuando la procesión no puede realizarse fuera de la iglesia. La tercera forma es la entrada simple, que se hace en todas las Misas dominicales, en las que tiene lugar la entrada solemne [35].

31. Cuando no se pueda celebrar la Misa, conviene hacer una celebración de la Palabra de Dios por la entrada mesiánica y la Pasión del Señor, en las horas de la tarde del sábado o en el momento más oportuno del domingo [36].

32. En la procesión, la schola y el pueblo interpretan los cantos propuestos por el Misal Romano, con los Salmos 23 y 46, y otros cantos apropiados en honor de Cristo Rey .

33. La historia de la Pasión adquiere una solemnidad particular. Es recomendable que sea cantada o leída a la manera tradicional, es decir, por tres personas que representen la parte de Cristo, el cronista y el pueblo.

La Passio es cantada o leída por diáconos o sacerdotes o, en su defecto, por lectores; en este caso, la parte de Cristo debe reservarse para el sacerdote. El anuncio de la pasión se hace sin los portacandelabros, sin incienso, sin el saludo al pueblo y sin tocar el libro; sólo los diáconos piden la bendición del sacerdote, como en otros momentos antes del Evangelio [37].

Para el bien espiritual de los fieles, es oportuno que el relato de la Pasión se lea íntegramente sin omitir las lecturas que le preceden.

34. Una vez concluida la historia de la pasión, no se omite la homilía.

b) Misa de Confirmación

35. La Misa Crismal en la que el obispo, concelebrando con su presbiterio, consagra el santo Crisma y bendice los demás óleos, es manifestación de la comunión de los presbíteros con el obispo mismo, en el mismo sacerdocio y ministerio de Cristo [38]. Son llamados a participar en esta Misa sacerdotes de diversas partes de la diócesis, concelebrando con el obispo como sus testigos y colaboradores en la consagración crismal, ya que son sus colaboradores y consejeros en el ministerio cotidiano.

Los fieles también están cordialmente invitados a participar en esta Misa y a recibir el sacramento de la Eucaristía durante su celebración.

Según la tradición, la Misa Crismal se celebra el jueves de la Semana Santa. Si el clero y el pueblo tienen dificultades para reunirse con el obispo ese día, tal celebración puede adelantarse a otro día, siempre que sea más cercano a la Pascua [39]. De hecho, el Crisma nuevo y el óleo nuevo para los catecúmenos deben usarse en la noche de la Vigilia pascual, para la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana.

36. Se celebra una sola Misa, considerando su importancia en la vida de la diócesis, y la celebración se lleva a cabo en la iglesia catedral o, por motivos pastorales, en otra iglesia [40] especialmente más destacada.

La recepción de los santos óleos se puede hacer en cada una de las parroquias, antes de la celebración de la Misa vespertina “In Cena Domini” o en un momento más oportuno. Esto puede ayudar a que los fieles comprendan el significado del uso de los santos óleos y la Confirmación, y su eficacia en la vida cristiana.

c) Celebración penitencial al final de la Cuaresma

37. Es oportuno que el tiempo de Cuaresma concluya, tanto para cada fiel como para toda la comunidad cristiana, con una celebración penitencial para preparar una participación más intensa en el misterio pascual [41]. Esta celebración debe tener lugar antes del Triduo Pascual y no debe preceder inmediatamente a la Misa vespertina “In Cena Domini”.


III. EL TRIDUO PASCAL EN GENERAL

38. Cada año la Iglesia celebra los grandes misterios de la redención humana, desde la Misa vespertina del jueves “In Cena Domini” hasta la víspera del Domingo de Resurrección. Este espacio de tiempo es justamente llamado “Triduo del Crucificado, del Sepultado y del Resucitado” [42] y también el triduo pascual, porque con su celebración se hace presente y se cumple el misterio de la Pascua, es decir, el paso del Señor de este mundo al Padre. Con la celebración de este misterio la Iglesia, a través de los signos litúrgicos y sacramentales, se asocia en íntima comunión con Cristo su Esposo.

39. Es sagrado el ayuno pascual de estos dos primeros días del triduo, en los cuales, según la tradición primitiva, la Iglesia ayuna “porque el Esposo le ha sido quitado” [43]. El Viernes Santo de la Pasión del Señor, el ayuno debe observarse en todas partes junto con la abstinencia, y es conveniente extenderlo también el Sábado Santo, para que la Iglesia, con un espíritu abierto y elevado, pueda alcanzar el gozo del Domingo de Resurrección [44].

40. Se recomienda la celebración comunitaria del Oficio de Lectura y Laudes Matutinos el Viernes de la Pasión del Señor, y también el Sábado Santo. Es conveniente que el obispo participe en ella, en cuanto sea posible en la iglesia catedral, con el clero y el pueblo [45].

Que este oficio, una vez llamado a salir de las tinieblas, conserve el lugar que le corresponde en la devoción de los fieles, para contemplar en piadosa meditación la pasión, muerte y sepultura del Señor, esperando el anuncio de su resurrección.

41. Para el buen desarrollo de las celebraciones del Triduo Pascual se requiere un número suficiente de ministros y asistentes, los cuales deben ser diligentemente instruidos en lo que deben hacer. Los pastores se preocupan por explicar a los fieles, de la mejor manera posible, el sentido y la estructura de los ritos de las celebraciones, y prepararlos para una participación activa y fructífera.

42. El canto del pueblo, de los ministros y del sacerdote celebrante tiene especial importancia en la celebración de la Semana Santa y especialmente del Triduo Pascual, porque es más acorde con la solemnidad de estos días y también porque los textos cobran mayor fuerza cuando se cantan.

Se invita a las conferencias episcopales, si aún no han tomado medidas en este sentido, a proponer melodías para los textos y aclamaciones, que siempre deben ejecutarse cantando. Estos son los siguientes textos:

a) la oración universal del Viernes Santo en la Pasión del Señor; la invitación del diácono, si se hace, o la aclamación del pueblo;

b) los textos para la presentación y adoración de la cruz;

c) las aclamaciones en la procesión con el cirio pascual y en el mismo pregón pascual, el Aleluya Responsorial, las Letanías de los Santos y la aclaración tras la bendición del agua.

Los textos litúrgicos de los cantos, destinados a estimular la participación del pueblo, no deben omitirse fácilmente; sus traducciones vernáculas van acompañadas de las respectivas melodías. Sin embargo, si todavía no hay textos vernáculos para una Liturgia cantada, se deben elegir otros textos similares. Convendría disponer oportunamente la elaboración de un repertorio específico para estas celebraciones, que se utilizará únicamente durante su desarrollo.

En particular, se proponen:

a) los cantos para la bendición y procesión de los ramos y para la entrada a la iglesia;

b) los cantos para la procesión de los santos óleos;

c) los cantos para la procesión de las ofrendas en la Misa “In Cena Domini”, y el himno de la procesión, con los que se lleva el Santísimo Sacramento a la capilla del relevo;

d) las respuestas de los salmos en la vigilia pascual y los cantos para la aspersión del agua.

Se prepararán melodías adaptadas para facilitar el canto de los textos de la historia de la pasión, el anuncio pascual y la bendición del agua bautismal.

En las iglesias más grandes se debe utilizar el abundante tesoro de la música sacra, tanto antigua como moderna; sin embargo, se debe tener en cuenta la debida participación del pueblo.

43. Es muy conveniente que pequeñas comunidades religiosas, clericales o no, y otras comunidades laicas participen en las celebraciones del trío pascual en iglesias más grandes [46].

Asimismo, cuando el número de participantes, asistentes y cantores es insuficiente en algún lugar, se omite la celebración del Triduo Pascual y los fieles se reúnen en otra iglesia más grande.

También donde las parroquias más pequeñas están encomendadas a un solo sacerdote, es oportuno que, en la medida de lo posible, sus fieles se reúnan en la iglesia principal para participar en las celebraciones.

Por el bien de los fieles, cuando al párroco se le encomiende el cuidado pastoral de dos o más parroquias, en las que los fieles participen en gran número y las celebraciones puedan realizarse con el debido cuidado y solemnidad, los mismos párrocos pueden repetir las celebraciones del triduo pascual, respetando todas las normas establecidas [47].

Para que los seminaristas puedan “vivir el misterio pascual de Cristo, para que sepan iniciar en él a las personas que les serán confiadas” [48], es necesario que reciban una formación litúrgica plena y completa. Es muy oportuno que los alumnos, durante los años de su preparación en el seminario, experimenten las formas más ricas de celebración de las fiestas pascuales, especialmente las presididas por el obispo [49].


IV. LA MISA “IN CENA DOMINI”

44. “Con la Misa celebrada en las horas vespertinas del Jueves Santo, la Iglesia inicia el Triduo Pascual y recuerda aquella última cena en la que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, habiendo amado hasta el extremo a los que estaban los suyos estaban en el mundo, ofreció su cuerpo y sangre a Dios Padre bajo las especies de pan y vino y se los dio a los apóstoles como alimento, y les mandó a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio que hicieran la misma ofrenda” [50].

45. Toda la atención del alma debe dirigirse a los misterios, que se recuerdan especialmente en esta Misa: a saber, la institución de la Eucaristía, la institución del Orden sacerdotal y el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna: todo esto se explica en la homilía

46. ​​La Misa “In Cena Domini” se celebra por la tarde, en el momento más oportuno para plena participación de toda la comunidad local. Todos los sacerdotes pueden concelebrarla, aunque ya hayan concelebrado la Misa Crismal en este día, o deben celebrar otra Misa por el bien de los fieles [51].

47. En los lugares donde sea necesario por razones pastorales, el Ordinario del lugar puede conceder la celebración de otra Misa en las iglesias y oratorios, por la tarde y, en caso de verdadera necesidad, también por la mañana, pero sólo para los fieles que no puede participar de ninguna manera en la misa vespertina. Sin embargo, se debe evitar que estas celebraciones se realicen a favor de individuos o pequeños grupos y que no constituyan un obstáculo para la Misa principal.

Según la antigua tradición de la Iglesia, en este día están prohibidas todas las Misas sin el pueblo [52].

48. Antes de la celebración, el tabernáculo debe estar vacío [53]. Las hostias para la comunión de los fieles deben ser consagradas en la misma celebración de la Misa [54]. En esta Misa se consagran hostias en cantidad suficiente para este día y para el día siguiente.

49. Debe reservarse una capilla para la conservación del Santísimo Sacramento y debe adornarse de manera adecuada, de modo que se facilite la oración y la meditación: se recomienda el respeto con la sobriedad que conviene a la liturgia de estos días, evitando o quitando cualquier abuso contrario [55].

Si el tabernáculo se coloca en una capilla separada de la nave central, se debe proporcionar allí un lugar para reposición y adoración.

50. Durante el canto del himno Gloria a Dios, tocar las campanas. Después del canto, permanecerán en silencio hasta la Vigilia Pascual, según las costumbres locales; a menos que la Conferencia Episcopal o el Ordinario del lugar determine lo contrario, según la oportunidad [56]. Durante este tiempo, el órgano y otros instrumentos musicales sólo pueden utilizarse para apoyar el canto [57].

51. El lavatorio de los pies que, por tradición, se da en este día a algunos hombres elegidos, significa el servicio y la caridad de Cristo, que vino “no para ser servido, sino para servir” [58]. Esta tradición debe ser preservada y explicada en su sentido propio.

52. Durante la procesión de las ofrendas, mientras el pueblo canta el himno Donde hay caridad y amor, se pueden presentar ofrendas para los pobres, especialmente las recogidas durante la Cuaresma como frutos de penitencia [59].

53. Para los enfermos que comulgan en casa, es más oportuno que la Eucaristía, tomada de la mesa del altar en el momento de la Comunión, les sea traída por los diáconos o acólitos o ministros extraordinarios, para que así puedan unirse en una manera más intensa a la Iglesia que celebra.

54. Concluida la oración después de la Comunión, se forma la procesión que, pasando por la iglesia, acompaña al Santísimo Sacramento al lugar de reposición. La procesión es precedida por la crucífera; Se llevan velas encendidas e incienso. Durante la procesión se canta el himno pange lingua u otro himno eucarístico [60]. La procesión y reposición del Santísimo Sacramento no puede efectuarse en las iglesias donde no se celebre la Pasión del Señor el Viernes Santo [61].

55. El Sacramento se guarda en un sagrario cerrado. Nunca se puede hacer la exposición con la custodia. El tabernáculo o copón no debe tener forma de tumba.

Se debe evitar el término “sepulcro”: de hecho, la capilla de reemplazo está preparada no para representar la tumba del Señor, sino para preservar el pan eucarístico para la Comunión, que se distribuirá el Viernes Santo de la Pasión del Señor.

56. Se invita a los fieles a permanecer en la iglesia, después de la Misa “In Cena Domini”, por un cierto tiempo en la noche, para la debida adoración del Santísimo Sacramento allí solemnemente conservado en este día. Durante la adoración eucarística prolongada, se puede leer una parte del Evangelio según Juan (cap. 13-17). Pasada la medianoche, esta adoración debe hacerse sin solemnidad, ya que ha comenzado el día de la pasión del Señor [62].

57. Después de la Misa, se desnuda el altar de la celebración. Es recomendable cubrir las cruces de las iglesias con un velo rojo o morado, a menos que ya hayan sido veladas el sábado anterior al Quinto Domingo de Cuaresma. No se pueden encender velas ni lámparas frente a las imágenes de los santos.


V. VIERNES SANTO

58. En este día, cuando “Cristo nuestro cordero pascual fue inmolado” [63], la Iglesia, con la meditación de la pasión de su Señor y Esposo y adorando la cruz, conmemora su nacimiento del costado de Cristo que descansa en la cruz, e intercede por la salvación del mundo entero.

59. La Iglesia, siguiendo una antigua tradición, no celebra la Eucaristía en este día; La Sagrada Comunión se distribuye a los fieles sólo durante la celebración de la Pasión del Señor; a los enfermos, imposibilitados de participar en esta celebración, se les puede dar la Comunión en cualquier momento del día [64].

60. El viernes de la Pasión del Señor es día de penitencia obligatoria para toda la Iglesia, observada con abstinencia y ayuno [65].

61. Está prohibido celebrar cualquier sacramento en este día, excepto los de Penitencia y Unción de Enfermos [66]. Los funerales deben celebrarse sin canto y sin sonido de órgano y campanas. 

62. Se recomienda que el Oficio de Lectura y Laudes de este día se celebre en las iglesias, con la participación del pueblo (cf. n. 40).

63. La celebración de la pasión del Señor debe hacerse después del mediodía, especialmente a las tres de la tarde. Por razones pastorales, se puede elegir un horario más conveniente, para que los fieles puedan reunirse más fácilmente: por ejemplo, desde el mediodía hasta el anochecer, pero nunca después de las 21:00 horas [67].

64. Respetar religiosa y fielmente la estructura de la acción litúrgica de la Pasión del Señor (liturgia de la palabra, adoración de la cruz y Santa Comunión), que proviene de la antigua tradición de la Iglesia. A nadie le es lícito introducir cambios por su propia voluntad.

65. El sacerdote y los ministros van al altar en silencio, sin cantar. En el caso de alguna palabra introductoria, deberá hacerse antes de la entrada de los ministros.

El sacerdote y los ministros, después de inclinarse ante el altar, se prosternan: esta postración, que es un rito propio de este día, debe ser cuidadosamente observada, porque significa no sólo la humillación del “hombre terrenal” [68], sino también la tristeza y el dolor de la Iglesia.

Durante la entrada de los ministros, los fieles permanecen de pie, luego se arrodillan y oran en silencio.

66. Las lecturas deben leerse en su totalidad. El Salmo Responsorial y la Aclamación al Evangelio se harán en la forma acostumbrada. Se canta o se lee, como el domingo anterior, la historia de la Pasión del Señor según Juan (cf. n. 33). Después de la lectura de la pasión, se puede invitar a la homilía y, al final de ella, a los fieles a permanecer en meditación por un breve tiempo [69].

67. La oración universal debe hacerse según el texto y la forma transmitidos desde la antigüedad, con toda la gama de intenciones que expresan el valor universal de la pasión de Cristo, clavado en la cruz por la salvación del mundo entero. En caso de grave necesidad pública, el Ordinario del lugar puede permitir o establecer que se añada alguna intención especial [70].

El sacerdote puede elegir, entre las intenciones propuestas en el Misal, las más adecuadas a las condiciones del lugar, siempre que se mantenga el orden de intenciones indicado para la oración universal [71].

68. La cruz que se presentará al pueblo será suficientemente grande y artística. De las dos formas indicadas en el Misal para este rito, elegir la más adecuada. Este rito debe realizarse con un esplendor digno de la gloria del misterio de nuestra salvación: tanto la invitación que se hace al presentar la cruz como la respuesta que da el pueblo se hace con cánticos. No se omite el silencio reverente después de cada una de las postraciones, mientras el sacerdote celebrante, permaneciendo de pie, muestra la cruz levantada.

69. Que la cruz sea presentada a la adoración de cada uno de los fieles, porque la adoración personal de la cruz es un elemento muy importante de esta celebración. En el caso de una asamblea muy grande, se debe usar el rito de adoración realizado al mismo tiempo por todos [72].

Se debe usar una sola cruz para la adoración, como lo requiere la verdad de la señal. Durante la adoración de la cruz se cantan las antífonas, las “impropiedades” y el himno, que recuerdan líricamente la historia de la salvación [73] u otros cantos adecuados (cf. n. 42).

70. El sacerdote canta la introducción al Padrenuestro, que es cantado por toda la asamblea. No hay señal de paz.

La comunión se distribuye según el rito descrito en el Misal. Durante la Comunión se puede cantar el Salmo [74], u otro canto apropiado. Después de la distribución de la Comunión, la píxide se lleva al lugar ya preparado fuera de la iglesia.

71. Después de la Comunión, se despoja el altar, dejando en el centro la cruz, con cuatro candelabros. Proveer un lugar adecuado en la iglesia (por ejemplo, la capilla para la reposición de la Eucaristía del Jueves Santo), para colocar allí la cruz, para que los fieles puedan adorarla, besarla y permanecer en oración y meditación.

72. Por su importancia pastoral, son de valor los ejercicios piadosos, como el Vía Crucis, las procesiones pasionales y el recuerdo de los dolores de la Santísima Virgen María. Los textos y cantos de estos piadosos ejercicios corresponden al espíritu litúrgico de este día. El tiempo de estos ejercicios piadosos y el de la celebración litúrgica están dispuestos de tal manera que parece claro que la acción litúrgica, por su propia naturaleza, está por encima de los ejercicios piadosos.


VII. EL SÁBADO SANTO

73. Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos [75] y esperando en oración y ayuno su resurrección. Se recomienda vivamente que el Oficio de Lectura y Laudes se celebre con la participación del pueblo (cf. n. 40). Donde esto no sea posible, preparad una celebración de la palabra o un ejercicio piadoso que corresponda al misterio de este día [76].

74. La imagen de Cristo crucificado o puesto en el sepulcro, o una imagen de su descenso a los infiernos, que ilustra el misterio del Sábado Santo, así como la imagen de la Santísima Virgen de los Dolores, pueden exhibirse en la iglesia para la veneración de los fieles.

75. En este día la Iglesia se abstiene absolutamente del sacrificio de la Misa [77]. La ​​Sagrada Comunión sólo puede darse como viático. No se permite la celebración de matrimonios ni la administración de otros sacramentos, excepto los de la Penitencia y la Unción de Enfermos.

76. Se instruye a los fieles en la naturaleza particular del Sábado Santo [78]. Los usos y tradiciones de la fiesta relacionados con este día por la antigua anticipación de la vigilia del Sábado Santo deben trasladarse a la noche o al día de Pascua.


VIII. DOMINGO DE PASCUA

A) La Vigilia Pascual de la Noche Santa

77. Según una antigua tradición, esta noche es “en honor del Señor” [79] y la vigilia que allí se celebra, conmemorando la noche santa en la que el Señor resucitó de entre los muertos, debe ser considerada como “madre de todas las santas vigilias” [80]. En esta vigilia, en efecto, la Iglesia espera la resurrección del Señor y la celebra con los sacramentos de la iniciación cristiana [81].

a) Significado de la característica nocturna de la vigilia pascual

78. “Toda la vigilia pascual debe celebrarse de noche, de modo que no comience antes de la tarde, y termine siempre antes del amanecer del domingo” [82]. Esta regla debe interpretarse estrictamente. Debe desaprobarse cualquier abuso o costumbre contraria, a veces verificada, de adelantar el tiempo de celebración de la Vigilia Pascual a las horas en que habitualmente se celebran misas vespertinas antes del domingo [83]. Las razones aducidas para adelantar la vigilia pascual, como la inseguridad ciudadana, no se tienen en cuenta en el caso de la Nochebuena o de las reuniones nocturnas.

79. La vigilia pascual, en la que los judíos esperaban la venida del Señor que los libraría de la servidumbre del Faraón, la guardaban como un memorial que se celebraba cada año; era la figura de la futura y verdadera Pascua de Cristo, es decir, de la noche de la verdadera liberación, en la que... “Jesús atravesó el infierno, resucitando de la muerte victoriosa” [84].

80. Desde el principio la Iglesia ha celebrado la Pascua anual, la solemnidad de las solemnidades, con una vigilia nocturna. En efecto, la resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra fe y esperanza, y por el Bautismo y la Confirmación hemos sido insertados en el misterio pascual de Cristo: muertos, sepultados y resucitados con él, con él también reinaremos [85].

Esta vigilia también está esperando la segunda venida del Señor [86].

b) La estructura de la Vigilia Pascual y la importancia de sus elementos y partes

81. La vigilia tiene la siguiente estructura: después del lucernario y el anuncio de la Pascua (primera parte de la vigilia), la Santa Iglesia contempla las maravillas que Dios ha obrado a favor de su pueblo desde el principio (segunda parte o Liturgia de la Palabra), hasta el momento en que, con sus miembros regenerados por el Bautismo (tercera parte), es invitada a la mesa preparada por el Señor para su pueblo, memorial de su muerte y resurrección, en espera de su nueva venida (cuarta parte) [87].

Esta estructura de los ritos no puede ser modificada arbitrariamente por nadie.

82. La primera parte comprende las acciones y los gestos simbólicos, que deben realizarse con tanta dignidad y expresividad, que los fieles puedan comprender verdaderamente el sentido, sugerido por las advertencias y oraciones litúrgicas.

En cuanto sea posible, preparar, fuera de la iglesia, en un lugar conveniente, el brasero para la bendición del fuego nuevo, cuya llama debe ser tal que disipe las tinieblas e ilumine la noche.

Preparad el cirio pascual que, respetando la veracidad del signo, “debe ser de cera, nueva cada año, única, relativamente grande, nunca artificial, para poder recordar que Cristo es la luz del mundo. La bendición del cirio se hace con los signos y palabras indicados en el Misal o por otros aprobados por la Conferencia Episcopal” [88].

83. La procesión con que el pueblo entra en la iglesia debe estar iluminada únicamente con la luz del cirio pascual. Así como los hijos de Israel fueron guiados de noche por la columna de fuego, los cristianos, a su vez, siguen a Cristo resucitado. Nada impide añadir a cada respuesta otra aclamación dirigida a Cristo: ¡Demos gracias a Dios !

La luz del cirio pascual irá pasando paulatinamente a las velas que los fieles tienen en sus manos, estando aún apagadas las lámparas eléctricas.

84. El diácono hace el anuncio de la Pascua, magnífico poema lírico que presenta todo el misterio pascual inserto en la economía de la salvación. Si es necesario, o por falta de diácono o por imposibilidad del sacerdote celebrante, tal proclamación debe encomendarse a un cantor. Las conferencias episcopales pueden adaptar convenientemente este anuncio introduciendo en él algunas aclamaciones de la asamblea [89].

85. Las lecturas de la Sagrada Escritura forman la segunda parte de la vigilia. Describen los acontecimientos culminantes de la historia de la salvación, que los fieles deben poder meditar con serenidad mediante el canto del Salmo responsorial, el silencio y la oración del celebrante.

El Ordo renovado de la vigilia comprende siete lecturas del Antiguo Testamento, tomadas de los libros de la ley y de los profetas, ya de uso frecuente en las antiguas tradiciones litúrgicas tanto de Oriente como de Occidente; y dos lecturas del Nuevo Testamento, tomadas de las cartas de los apóstoles y del Evangelio. De este modo, la Iglesia “comenzando por Moisés y continuando por los profetas” [90] interpreta el misterio pascual de Cristo. Por lo tanto, en la medida de lo posible, todas las lecturas deben leerse respetando plenamente la naturaleza de la Vigilia Pascual, que requiere una cierta duración.

Sin embargo, cuando circunstancias de carácter pastoral exijan que se reduzca aún más el número de lecturas, se deben leer al menos tres del Antiguo Testamento, a saber, los libros de la ley y los profetas; nunca se puede omitir la lectura del capítulo 14 del Éxodo, con su canto [91].

86. El significado tipológico de los textos del Antiguo Testamento tiene sus raíces en el Nuevo, y aparece sobre todo en la oración pronunciada por el celebrante después de cada una de las lecturas; para llamar la atención de los fieles, también puede ser útil una breve introducción para que comprendan su significado. Tal presentación puede ser hecha por el mismo sacerdote celebrante o por el diácono. Las comisiones litúrgicas nacionales o diocesanas podrán ocuparse de la preparación de subsidios oportunos, que sirvan de ayuda a los párrocos.

Después de la lectura, se canta el salmo con la respuesta del pueblo. En la repetición de estos diferentes elementos se debe mantener un ritmo que pueda favorecer la participación y devoción de los fieles [92]. Los salmos deben evitarse cuidadosamente para ser reemplazados por canciones populares.

87. Al final de las lecturas del Antiguo Testamento, se canta el Gloria a Dios, se tocan las campanas según las costumbres locales, se dice la oración y se leen las lecturas del Nuevo Testamento. Leed la exhortación del apóstol sobre el bautismo, entendido como inserción en el misterio pascual de Cristo.

Entonces todos se ponen de pie: el sacerdote canta el Aleluya tres veces, subiendo poco a poco la voz, y el pueblo lo repite [93]. Si es necesario que un cantor cante el Aleluya, que el pueblo siga intercalando la aclamación entre los versos del salmo 117, tantas veces citado por los apóstoles en la predicación pascual [94]. Finalmente, con el Evangelio se anuncia la resurrección del Señor, como cumbre de toda la liturgia de la Palabra. No se debe omitir la homilía, aunque sea breve.

88. La tercera parte de la vigilia la constituye la liturgia bautismal. La Pascua de Cristo y la nuestra ahora se celebra en el sacramento. Esto puede expresarse con mayor plenitud en las iglesias que cuentan con pila bautismal, y especialmente cuando se realiza la iniciación cristiana de adultos o, al menos, el bautismo de niños [95]. Aunque no haya ceremonia de Bautismo, en las iglesias parroquiales se debe realizar la bendición del agua bautismal. Cuando esta bendición no se realiza en la pila bautismal sino en el presbiterio, en un segundo momento se lleva el agua bautismal al bautisterio, donde se conservará durante todo el tiempo pascual [96]. Donde no hay ceremonia del Bautismo o no se ha de bendecir el agua bautismal, la memoria del Bautismo se hace en la bendición del agua que luego se utilizará para rociar al pueblo [97].

89. Luego tiene lugar la renovación de las promesas bautismales, iniciada con una palabra del celebrante. Los fieles, de pie con velas encendidas en la mano, responden a las preguntas.

Luego son rociados con agua: así, los gestos y las palabras les recuerdan el Bautismo que recibieron. El sacerdote celebrante rocía al pueblo por la nave de la iglesia, mientras todos cantan la antífona Vidi aquam u otro canto de carácter bautismal [98].

90. La celebración de la Eucaristía constituye la cuarta parte de la vigilia y su culminación, siendo plenamente sacramento de la Pascua, es decir, memorial del sacrificio de la Cruz y de la presencia de Cristo Resucitado, consumación de la iniciación cristiana y el anticipo de la eterna Pascua.

91. Se recomienda no celebrar la liturgia eucarística con prisa; es muy conveniente que todos los ritos y las palabras que los acompañan alcancen toda su fuerza expresiva: la oración universal, a través de la cual los neófitos participan por primera vez como fieles y ejercen su sacerdocio real [99]; la procesión del ofertorio, con la participación de los neófitos, si los hubiere; la primera, segunda o tercera plegaria eucarística, posiblemente cantada, con sus propios embolismos [100], la comunión eucarística, que es el momento de la plena participación en el misterio celebrado. Durante la Comunión conviene cantar el Salmo 117, con la antífona Cristo, nuestra Pascua, o el Salmo 33, con la antífona Aleluya, Aleluya, Aleluya, u otro canto de alegría pascual.

92. Es muy deseable que en la comunión de la Vigilia pascual se alcance la plenitud del signo eucarístico, recibido bajo las especies del pan y del vino. El ordinario del lugar juzga sobre la oportunidad de esta concesión y sus modalidades [101].

c) Algunas advertencias pastorales

93. La liturgia de la Vigilia Pascual debe realizarse de modo que pueda ofrecer al pueblo cristiano la riqueza de los ritos y de las oraciones; es importante que se respete la verdad de los signos, que se fomente la participación de los fieles y que se asegure la presencia de ministros, lectores y cantores.

94. Es conveniente que, según las circunstancias, se prevea la reunión de diferentes comunidades en una misma iglesia, cuando por la proximidad de las iglesias o por el reducido número de participantes no sea posible tener una reunión completa y celebración festiva. Se fomenta la participación de grupos particulares en la celebración de la Vigilia Pascual, en la que todos los fieles, formando una sola asamblea, pueden experimentar de manera más profunda el sentido de pertenencia a la misma comunidad eclesial.

Se invita a los fieles que se ausentan de su parroquia por días festivos a participar de la celebración litúrgica en el lugar donde se encuentren.

95. Al anunciar la Vigilia Pascual, evitar presentarla como el último acto del Sábado Santo. Digamos más bien que la Vigilia Pascual se celebra “en la noche de Pascua” y como un único acto de culto. Se recomienda encarecidamente a los párrocos que insistan en la formación de los fieles sobre la importancia de participar en toda la Vigilia Pascual [102].

96. Para poder celebrar la Vigilia Pascual con el máximo provecho, es bueno que los mismos pastores adquieran un mejor conocimiento tanto de los textos como de los ritos, para poder dar una auténtica mistagogia.


B) El día de Pascua

97. La Misa del día de Pascua debe celebrarse con gran solemnidad. En lugar del acto penitencial, es muy conveniente rociarlo con agua bendita durante la celebración de la vigilia. Durante la aspersión, se puede cantar la antífona Vidi aquam u otro canto bautismal. Con esta misma agua es recomendable llenar los recipientes (jarrones, fregaderos) que se encuentran a la entrada de la iglesia,

98. Donde aún esté en vigor, o, si la oportunidad lo requiere, la tradición de celebrar las Vísperas Bautismales del día de Pascua, durante las cuales se hace la procesión a la fuente con el canto de los salmos [103].

99. El cirio pascual, colocado junto al ambón o cerca del altar, debe permanecer encendido al menos en todas las celebraciones litúrgicas más solemnes de este tiempo, tanto en la misa como en laudes y vísperas, hasta el domingo de Pentecostés. En la celebración de las exequias, el cirio pascual debe colocarse cerca del ataúd para indicar que la muerte es para el cristiano su verdadera Pascua.

Fuera del tiempo de Pascua, el cirio pascual no se enciende ni se guarda en el presbiterio [104].


VIII. EL TIEMPO PASCUAL

100. La celebración de la Pascua continúa durante el tiempo pascual. Los cincuenta días desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés se celebran con alegría como un solo día festivo, más bien como “el gran domingo” [105].

101. Los domingos de este tiempo deben ser considerados como “Domingos de Pascua” y prevalecen sobre cualquier fiesta del Señor y cualquier solemnidad. Las solemnidades que coinciden con estos domingos se celebran el sábado anterior [106]. Las fiestas en honor de la Santísima Virgen María o de los santos, que tienen lugar entre semana, no pueden trasladarse a estos domingos [107].

102. Para los adultos que recibieron la iniciación cristiana en la Vigilia Pascual, todo este tiempo está reservado para la mistagogía. Por tanto, donde hay neófitos, todo lo que está indicado en el Rito de Iniciación Cristiana de Adultos, n. 37-40 y 235-239. En la octava de Pascua siempre debe haber una oración de intercesión por los recién bautizados, insertada en la oración eucarística.

103. Durante todo el tiempo pascual, en las Misas dominicales, los neófitos han reservado un lugar especial entre los fieles. Que traten de participar en las misas junto con sus padrinos. En la homilía y, en su caso, en la oración universal, se hará mención de ellos.

Al término del tiempo de la mistagogía, cercano al domingo de Pentecostés, se celebra una celebración según las costumbres de la propia región [108]. Además, es muy oportuno que los niños reciban la Primera Comunión en estos Domingos de Pascua.

104. Durante el tiempo pascual, los párrocos deben instruir a los fieles, que ya han hecho la Primera Comunión, sobre el significado del precepto de la Iglesia de recibir la Eucaristía en este tiempo [109]. Se recomienda, especialmente en la octava de Pascua, llevar la sagrada Comunión a los enfermos.

105. Cuando sea costumbre bendecir las casas con motivo de las fiestas de Pascua, esta bendición debe ser realizada por el párroco o por otros presbíteros o diáconos delegados por él. Esta es una preciosa oportunidad para ejercer la función pastoral [110]. El párroco hace una visita pastoral a cada familia, dialoga con sus miembros y ora brevemente con ellos, utilizando los textos contenidos en el Ritual de las Bendiciones [111]. En las grandes ciudades, considerar la posibilidad de reunir a más familias para celebrar juntos el rito de la bendición.

106. Según la diversidad de lugares y pueblos, son muchas las costumbres populares vinculadas a las celebraciones del tiempo pascual, a las que en ocasiones dan lugar a una mayor participación popular que las mismas celebraciones litúrgicas; tales costumbres no deben ser despreciadas, y a menudo pueden manifestar la mentalidad religiosa de los fieles. Por lo tanto, las Conferencias Episcopales y los Ordinarios del lugar deben cuidar de que estas costumbres, que pueden promover la piedad, se armonicen lo mejor posible con la liturgia, se impregnen de su espíritu y conduzcan a ella al pueblo de Dios [112].

107. El domingo de Pentecostés concluye este período sagrado de cincuenta días, cuando celebramos el don del Espíritu Santo derramado sobre los apóstoles, el comienzo de la Iglesia y el comienzo de su misión a todos los pueblos, razas y naciones [113]. Se recomienda la celebración prolongada de la Misa de Vigilia, que no tiene un carácter bautismal como la Vigilia Pascual, sino una oración intensa siguiendo el ejemplo de los apóstoles y discípulos, que perseveraban unánimes en la oración junto con María, la Madre de Jesús, esperando la venida del Espíritu Santo [114].

108. “Es característico de la fiesta pascual que toda la Iglesia se regocije en el perdón de los pecados, concedido no sólo a los que renacen en el Santo Bautismo, sino también a los que desde hace mucho tiempo han sido admitidos al número de hijos adoptivos” [115]. Con una acción pastoral más intensa y un mayor compromiso espiritual por parte de cada uno, con la gracia del Señor, todos los que han participado en las fiestas pascuales podrán testimoniar en su vida el misterio de la Pascua celebrada en la fe [116].

Desde la sede de la Congregación para el Culto Divino, 16 de enero de 1988.

Cardenal Pablo Agustín MAYER
Prefecto

† Virgilio NOÉ
Secretario



[1] Ver S. Congreso de los Ritos, Decreto Dominicae Resurrectionis, 621951, AAS 43 (1951) 128, 137; S. Congr. de Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria, 16.11.1955, AAS 47 (1955) 838-847.

[2] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5, 8. 61.

[3] Cfr. “Normas generales para la ordenación del año litúrgico y del calendario”, n. 18

[4] Cfr. Conc. VA II, Decreto Christus Dominus, n. 15.

[5] Cfr. S. Congr. de Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria. 16, 111955, AAS 47 (1955) 838, 847.

[6] Caeremoniale Episcoporum, n. 249.

[7] Cfr. Rito de Iniciación Cristiana para Adultos, n. 8; Código de Derecho Canónico. can. 85/1.

[8] Misal Romano. Vigilia de Pascua. no. 46.

[9] Cfr. Rito de Iniciación de Adultos, cap. IV. especialmente el núm. 30

[10] Cfr. ibídem. no. 330-333

[11] Cfr. Caeremoniale Episcoporum no. 250, 406, 407; Rito de Iniciación de Adultos, n. 41.

[12] “Normas generales para la ordenación del año litúrgico y del calendario”, n. 5.56f y "Notitae" 23 (1987) 397.

[13] Ibíd., núm. 16, b.

[14] Cfr. Misal Romano, “Principios y Normas para el Uso del Misal Romano”, n. 42; cf. Rito de la Penitencia , n. 36. 37.

[15] Pablo VI, Const. ap. Paenitemini, II, I, AAS 58 (1966) 183

[16] Caeremoniale Episcoporum, n. 251.

[17] Cfr. ibíd ., n. 251; Const. Sacrosanctum Concilium, n. 10

[18] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 251.

[19] Ibíd., núm. 260.

[20] Ibíd., núm. 252.

[21] Cfr. “Normas generales para la ordenación del año litúrgico y del calendario”, n. 28

[22] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 253.

[23] Misal Romano, Miércoles de Ceniza.

[24] Cfr. PABLO VI, Const. ap. Paenitemini II, 2, AAS 58 (1966) 183; Código de Derecho Canónico, can. 1251.

[25] Cfr. Misal Romano, Primer Domingo de Cuaresma, colecta y oración del ofertorio.

[26] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 261.

[27] Cfr. ibíd . no. 408. 410.

[28] Cfr. Missale Romanum, Ordo lectionum Missae, ed. modifica 1981, Praenotanda, n. 97.

[29] Cfr. Caeremoniale Episcoporum. no. 252.

[30] Misal Romano, rúbrica del sábado de la cuarta semana de Cuaresma.

[31] “Normas generales para la ordenación del año litúrgico y del calendario”, n. 16

[32] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 263.

[33] Cfr. Misal Romano, Domingo de Ramos y Pasión del Señor, n. 9.

[34] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 270.

[35] Cfr. Misal Romano, Domingo de Ramos y Pasión del Señor, n. 16.

[36] Cfr. ibíd., n. 19

[37] Cfr. Ibíd., no. 22. Pro Missa quam episcopus praesidet, cf. Caeremoniale Episcoporum, n. 74.

[38] Conc. IVA II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 7.36

[39] Caeremoniale Episcoporum, n. 275.

[40] Cfr. Ibíd., no. 276.

[41] cr. Rito de la Penitencia, Anexo II, n. 1-7.

[42] cr. S. Congr. de los Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria, 16.11.1955, AAS 47 (1955) 858; San Agustín, Ep. 55, 24: PL 35, 215.

[43] Cfr. Mc 2, 19-20; Tertuliano, De ieiunio adversus psychicos, 2 y 13, Corpus christianorum II, p. 1271.

[44] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 295; Conc. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 110.

[45] Cfr. ibíd., n. 296; Principios y Normas para la Liturgia de las Horas, n. 210.

[46] Cfr. S. Congr. de los Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, 2551967, n. 26, AAS 59 (1967) 558. NB: En los monasterios femeninos, la celebración del Triduo Pascual debe tener lugar, en la misma Iglesia del monasterio, con la mayor solemnidad posible.

[47] Cfr. S. Congr. de los Ritos, “Ordinationes et declarees circa Ordinem hebdomadae sanctae restatum”, 1.2.1957, n. 21: AAS 49 (1957) 91-95.

[48] ​​Conc. VA II, Decreto Optatam Totius, n. 8.

[49] Cfr. S. Congr. para la Educación Católica, Instrucción “De Institutione Liturgica in Seminariis”. 17. 51979, núm. 15 y 33.

[50] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 297.

[51] Cfr. Misal Romano, Misa Vespertina Im Cena Domini.

[52] Cfr. ibídem.

[53] Cfr. ibídem. no. 1.

[54] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium no. 55; S. Congr. de los Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, 25.5.1967, n. 31, AAS 59 (1967) 557, 558.

[55] S. Congr. de lo Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria 16111955, núm. 9, AAS 47 (1955) 845.

[56] Cfr. Misal Romano, Misa vespertina “In Cena Domini”, n. 3.

[57] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 300.

[58] Mt 20, 8.

[59] Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 303.

[60] Cfr. Misal Romano, Misa vespertina “In Cena Domini”, n. 15. 16.

[61] Cfr. S. Congr. de los Ritos, Declaración de 153. 1956, n. 3, AAS 48 (1956) 153; S. Congr. de los Ritos, “Ordinationes et declarees circa Ordinem hebdomadae sanctae Instauratum”, 1. 2. 1957, n. 14, AAS 49 (1957) 93.

[62] Cfr. Misal Romano, Misa vespertina “In Cena Domini”, n. 21; S. Congr. de los Ritos, Decr. Maxima redemptionis nostrae mys terria, 16.11.1955, n. 8. 10, AAS 47 (1955) 645.

[63] 1 Cor 5, 7.

[64] Cfr. Misal Romano, Viernes Santo, n. 13

[65] Cfr. Pablo VI, Const. ap. Paenitemini, II, 2, AAS 58 (1966) 183: Código de Derecho Canónico, can. 1251.

[66] cr. Misal Romano, Viernes Santo, n. 1; Congreso para el Culto Divino, “Declaratio ad Missale Romanum”, en Notitiae 13 (1977) 602.

[67] Cfr. ibíd., n. 3; S. Congreso de los Ritos, “Ordinationes et Declarations circa Ordinem hebdomadae sanctae establishment”, 1.2.1957, n. 15, AAS 49 (1957) 94.

[68] Ibíd., núm. 5, segunda oración.

[69] Ibíd., núm. 9; Caeremoniale Episcoporum, n. 319.

[70] Cfr. Ibíd., no. 12

[71] Cfr. Misal Romano, “Principios y Normas para el Uso del Misal Romano”, n. 46.

[72] Cfr. Misal Romano, Viernes Santo, n. 19

[73] Cfr. Mq 6, 3-4.

[74] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 13

[75] Cfr. Misal Romano, Sábado Santo; cf. Símbolo de los Apóstoles; 1 Pedro 3, 19.

[76] Cfr. “Principios y Normas para la Liturgia de las Horas”, n. 210.

[77] Misal Romano, Sábado Santo.

[78] S. Congr. de los Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria, 16.11.1955, n. 2, AAS 47 (1955) 843.

[79] Ex. 12, 42.

[80] San Agustín, Sermo 219, PL 38, 1088.

[81] Caeremoniale Episcoporum no. 332.

[82] Ibíd., núm. 332; Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 3.

[83] S. Congr. de los Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, 25.5.1967, n. 28, AAS 59 (1967) 556-557.

[84] Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 19, Pregón de Pascua.

[85] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 6; cf. Rom 6, 3-6; Et 2,5-6; Cl 2, 12-13; 2 Tim 2, 11-12.

[86] “Illam noctem agimus vigilando quia Dominus resurrexit et illam vitam. ubi nec mors ulla nec somnus est, in sua carne nobis inchoavit; quam sic excitavit a mortuis ut iam non moriatur nec mors ei ultra dominetur. Proinde cui resurgenti paulo diuius velando por concinimus, praestabit ut cum illosine fine living regnemus”: Sto. Agustín, Sermo Guelferbytan. 5, 4: PL 2, 552.

[87] Cfr. Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 2.

[88] Cfr. Ibíd., no. 10-12.

[89] Cfr. ibíd ., n. 17

[90] Lucas 24, 27; cf. Lc 24, 44-45.

[91] Cfr. Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 21

[92] Cfr. ibíd. no. 23

[93] Cfr. Caeremoniale Episcoporum no. 352.

[94] Cfr. Mt 21, 42; Mc 12, 10; Lucas 20, 17.

[95] Cfr. Rito del Bautismo de los Niños, n. 6.

[96] Cfr. Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 48.

[97] Cfr. ibíd., n. 45.

[98] Cfr. ibíd., n. 47.

[99] Cfr. ibíd., n. 49; Rito de Iniciación Cristiana para Adultos, n. 36.

[100] Cfr. Misal Romano, Vigilia Pascual, n. 53; ibíd., Misas Rituales, 3: para el Bautismo.

[101] Cfr. Misal Romano , “Principios y Normas para el Uso del Misal Romano”, n. 240-242.

[102] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 56.

[103] Cfr. “Principios y Normas para la Liturgia de las Horas”, n. 213.

[104] Cfr. Misal Romano, Domingo de Pentecostés, rúbrica final: Rito del Bautismo de los Niños, Iniciación Cristiana, Normas Generales n. 25

[105] “Normas generales para la planificación del año litúrgico y del calendario”, n. 22

[106] Cfr. ibíd., n. 5, 23.

[107] Cfr. ibíd ., n. 58.

[108] Cfr. Rito de Iniciación Cristiana para Adultos, n. 235-237; cf. ibíd., n. 238. 239.

[109] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 920.

[110] S. Congr. de los Ritos, Decreto Maxima redemptionis nostrae mysteria. 16111955, n . 24, AAS 47 (1955) 847.

[111] De Benedictionibus, cap. I, II, Ordo benedictionis annuae familiarum in propris domibus.

[112] Cfr. Conc. VA II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 13; cf. Congreso para el Culto Divino, Directrices y propuestas para la celebración del Año Mariano, 3.4.1987, n. 3, 51-56. 61

[113] 113. Cfr. “Normas generales para la ordenación del año litúrgico y del calendario”, n. 23

[114] Las primeras vísperas de la Solemnidad pueden combinarse con la Misa, según el método previsto en los Principios y Normas para la Liturgia de las Horas, n. 96. Para conocer más profundamente el misterio de este día, se pueden leer más lecturas de la Sagrada Escritura, entre las propuestas por el Leccionario, como opcionales para esta Misa. En este caso, el lector lee la primera lectura del ambón; luego el salmista o cantor dice el salmo, con la respuesta del pueblo. Entonces todos se levantan y el cura dice Oremos. Después de un breve tiempo en silencio, decir la oración adaptada a la lectura (por ejemplo, una de las oraciones programadas para los días de la semana posteriores al VII Domingo de Pascua).

[115] San León Magno, VI Sermón de Cuaresma, 1-2, PL 54, 285.

[116] Cfr. Misal Romano, sábado siguiente al VII Domingo de Pascua, oración.