sábado, 30 de diciembre de 2000

DISCURSO DEL PAPA PABLO VI DURANTE LA ÚLTIMA REUNIÓN GENERAL DEL CONCILIO VATICANO II (7 DE DICIEMBRE DE 1965)


DISCURSO DEL PAPA PABLO VI

DURANTE LA ÚLTIMA REUNIÓN GENERAL

DEL CONCILIO VATICANO II

7 de diciembre de 1965

Hoy estamos concluyendo el Concilio Vaticano II. Lo concluimos en la plenitud de su eficacia: la presencia de tantos de vosotros aquí lo demuestra claramente; el patrón bien ordenado de esta asamblea da testimonio de ello; la conclusión normal de los trabajos del concilio lo confirma; la armonía de sentimientos y decisiones lo proclama. Y si bastantes preguntas planteadas durante el transcurso del mismo concilio todavía esperan respuestas apropiadas, esto muestra que sus trabajos están ahora llegando a su fin no por cansancio, sino en un estado de vitalidad que este sínodo universal ha despertado. En el período posconciliar esta vitalidad aplicará, si Dios quiere, sus energías generosas y bien reguladas al estudio de tales cuestiones.

Este concilio lega a la historia una imagen de la Iglesia católica simbolizada por esta sala, llena como está de pastores de almas que profesan la misma fe, respiran la misma caridad, asociados en la misma comunión de oración, disciplina y actividad y que es maravilloso, todos deseando una cosa: a saber, ofrecerse como Cristo, nuestro Maestro y Señor, por la vida de la Iglesia y por la salvación del mundo. Este concilio entrega a la posteridad no sólo la imagen de la Iglesia sino también el patrimonio de su doctrina y de sus mandamientos, el "depósito" recibido de Cristo y meditado a lo largo de los siglos, vivido y expresado ahora y esclarecido en tantas de sus partes, asentado y arreglado en su integridad. El depósito, es decir, que vive por el poder divino de la verdad y de la gracia que lo constituye, y es, por lo tanto, capaz de vivificar a quien lo recibe y alimenta con él su propia existencia humana.

¿Qué fue entonces el concilio? ¿Qué ha logrado? La respuesta a estas preguntas sería el tema lógico de nuestra presente meditación. Pero requeriría demasiado de nuestra atención y tiempo: esta última y estupenda hora tal vez no nos daría la suficiente tranquilidad de espíritu para hacer tal síntesis. Quisiéramos dedicar este precioso momento a un solo pensamiento que doblega nuestro espíritu en la humildad y al mismo tiempo lo eleva a la cumbre de nuestras aspiraciones. Y ese pensamiento es: ¿cuál es el valor religioso de este concilio? Nos referimos a él como religioso por su relación directa con el Dios vivo, esa relación que es la razón de ser de la Iglesia, de todo lo que ella cree, espera y ama; de todo lo que es y hace.

¿Podemos hablar de haber dado gloria a Dios, de haber buscado el conocimiento y el amor de Él, de haber progresado en nuestro esfuerzo de contemplarlo, en nuestro afán de honrarlo y en el arte de anunciarlo a los hombres que nos admiran en cuanto a pastores y maestros de la vida de Dios? Con toda sinceridad, creemos que la respuesta es sí. También porque a partir de este propósito básico se desarrolló el principio rector que debía dar dirección al futuro concilio. Aún están frescas en nuestra memoria las palabras pronunciadas en esta basílica por nuestro venerado predecesor, Juan XXIII, a quien en verdad podemos llamar el iniciador de este gran sínodo. En su discurso de apertura ante el concilio dijo lo siguiente: "La mayor preocupación del concilio ecuménico es esta: que el depósito sagrado de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado más eficazmente... El Señor ha dicho: 'Buscad primero el reino de Dios y su justicia.' La palabra 'primero' expresa la dirección en la que deben moverse nuestros pensamientos y energías" (Discorsi, 1962, p. 583).

Su gran propósito ahora se ha logrado. Para apreciarlo adecuadamente es necesario recordar el tiempo en que se realizó: un tiempo que todo el mundo admite que está orientado hacia la conquista del reino de la tierra más que del cielo; un tiempo en el que el olvido de Dios se ha vuelto habitual y parece, muy equivocadamente, ser impulsado por el progreso de la ciencia; un tiempo en que el acto fundamental de la persona humana, más consciente ahora de sí misma y de su libertad, tiende a pronunciarse a favor de su propia autonomía absoluta, en emancipación de toda ley trascendente; un tiempo en el que el laicismo parece la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta sabiduría en el ordenamiento temporal de la sociedad; un tiempo, además, en que el alma del hombre ha sondeado las profundidades de la irracionalidad y la desolación; un tiempo, finalmente, que se caracteriza por las convulsiones y un declive hasta ahora desconocido incluso en las grandes religiones del mundo.

Fue en un momento como éste cuando nuestro concilio se celebró en honor de Dios, en el nombre de Cristo y bajo el impulso del Espíritu: que "lo escudriña todo", "haciéndonos comprender los dones que Dios nos da" (cf. 1 Co 2, 10-12), y que ahora está vivificando a la Iglesia, dándole una visión a la vez profunda y global de la vida del mundo. El concilio ha dado una nueva importancia al concepto teocéntrico y teológico del hombre y el universo, casi desafiando la acusación de anacronismo e irrelevancia, a través de afirmaciones que el mundo juzgará al principio como tontas, pero que, esperamos, más tarde llegará a reconocer como verdaderamente humano, sabio y saludable: a saber, Dios es, y más aún, es real, vive, un Dios personal, providente, infinitamente bueno; y no sólo bueno en sí mismo, sino también inconmensurablemente bueno con nosotros. Él será reconocido como Nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad; tanto es así que el esfuerzo de mirarlo y de centrar nuestro corazón en Él, lo que llamamos contemplación, es el acto más alto, el más perfecto del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe estar en la cúspide de toda actividad del ser humano.

Los hombres se darán cuenta de que el Concilio dedicó su atención no tanto a las verdades divinas, sino más bien, y principalmente, a la Iglesia: su naturaleza y composición, su vocación ecuménica, su actividad apostólica y misionera. Esta sociedad religiosa laica, que es la Iglesia, se ha esforzado en realizar un acto de reflexión sobre sí misma, para conocerse mejor, para definirse mejor y, en consecuencia, para enderezar lo que siente y lo que manda. Todo esto es cierto. Pero esta introspección no ha sido un fin en sí mismo, no ha sido simplemente un ejercicio de comprensión humana o de una cultura meramente mundana. La Iglesia se ha reunido en profunda conciencia espiritual, no para producir un erudito análisis de psicología religiosa, o un relato de sus propias experiencias, ni siquiera para dedicarse a reafirmar sus derechos y explicar sus leyes. Más bien se trataba de encontrar en ella, activo y vivo, el Espíritu Santo, la palabra de Cristo; y de sondear más profundamente aún el misterio, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de ella; de revitalizar en sí misma esa fe que es el secreto de su confianza y de su sabiduría, y ese amor que la impulsa a cantar sin cesar las alabanzas de Dios. "Cantare amantis est" (El canto es la expresión de un amante), dice San Agustín (Serm. 336; P. L. 38, 1472).

Los documentos conciliares -especialmente los relativos a la revelación divina, a la liturgia, a la Iglesia, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos- dejan bien a la vista esta intención religiosa primaria y focal, y muestran cuán clara, fresca y rica es la corriente espiritual que el contacto con el Dios vivo hace brotar en el corazón de la Iglesia, y que fluye desde ella sobre los áridos desechos de nuestro mundo.

Pero no podemos pasar por alto una consideración importante en nuestro análisis del significado religioso del concilio: ha estado profundamente comprometido con el estudio del mundo moderno. Nunca antes, tanto como en esta ocasión, la Iglesia ha sentido la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar la sociedad en la que vive; y enfrentarse a ella, casi correr tras ella, en su cambio rápido y continuo. Esta actitud, respuesta a las distancias y divisiones que hemos presenciado en los últimos siglos, en el siglo pasado y especialmente en el nuestro, entre la Iglesia y la sociedad secular, esta actitud ha obrado fuerte e incesantemente en el Concilio; tanto es así que algunos se han inclinado a sospechar que una receptividad excesiva y despreocupada hacia el mundo exterior, hacia los eventos pasajeros, modas culturales, necesidades temporales, una forma de pensar ajena... pueden haber influido en las personas y en los actos del sínodo ecuménico, a expensas de la fidelidad que se debe a la tradición, y esto en detrimento de la orientación religiosa del mismo concilio. No creemos que se le deba imputar esta carencia, a sus intenciones reales y profundas, a sus manifestaciones auténticas.

Preferimos señalar cómo la caridad ha sido el principal rasgo religioso de este concilio. Ahora bien, nadie puede reprochar como falta de religión o infidelidad al Evangelio una orientación tan básica, cuando recordamos que es Cristo mismo quien nos enseñó que el amor a los hermanos es la marca distintiva de sus discípulos (cf. Jn 13, 35). ); cuando escuchamos las palabras del apóstol: "La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo" (Santiago 1:27) y otra vez: "Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" (1 Juan 4:20).

Sí, la Iglesia del Concilio se ha preocupado, no sólo de sí misma y de su relación de unión con Dios, sino del hombre, del hombre tal como es hoy: hombre vivo, hombre envuelto en sí mismo, hombre que se hace no sólo el centro de todos sus intereses, sino que se atreve a afirmar que él es el principio y la explicación de toda la realidad. Cada elemento perceptible en el hombre, cada una de las innumerables formas en que se presenta, ha sido, en cierto modo, manifestado a la vista de los Padres conciliares, quienes, a su vez, son meros hombres y, sin embargo, todos ellos son pastores y hermanos cuya posición los llena de solicitud y de amor. Entre estos disfraces podemos citar al hombre como el actor trágico de sus propias obras; el hombre como el superhombre de ayer y de hoy, siempre frágil, irreal, egoísta y salvaje; el hombre infeliz consigo mismo mientras ríe y llora; el hombre como actor versátil dispuesto a interpretar cualquier papel; el hombre como devoto estrecho de nada más que la realidad científica; el hombre tal como es, una criatura que piensa y ama y trabaja y siempre está esperando algo, el "hijo creciente"  (Gn 49, 22); el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la entrega de su sufrimiento; el hombre como individuo y el hombre en sociedad; el hombre que vive en las glorias del pasado y sueña con las del futuro; el hombre pecador y el hombre santo, etc.

El humanismo secular, revelándose en su horrible realidad anticlerical, ha desafiado en cierto sentido al concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios. ¿Y que pasó? ¿Hubo un choque, una batalla, una condena? Podría haberlo, pero no lo hubo. La vieja historia del samaritano ha sido el modelo de la espiritualidad del concilio. Un sentimiento de simpatía sin límites lo ha impregnado todo. La atención de nuestro concilio ha sido absorbida por el descubrimiento de las necesidades humanas (y estas necesidades crecen en proporción a la grandeza que el hijo de la tierra reclama para sí). Pero hacemos un llamamiento a los que se autodenominan humanistas modernos, y que han renunciado al valor trascendente de las realidades más elevadas, para que den crédito al concilio al menos por una cualidad y reconozcan nuestro propio nuevo tipo de humanismo: nosotros también, de hecho, nosotros más que nadie, honramos a la humanidad.

¿Y qué aspecto de la humanidad ha estudiado este augusto senado? ¿Qué meta se fijó bajo inspiración divina? Se detuvo también en la siempre doble faceta de la humanidad, a saber, la miseria del hombre y su grandeza, su profunda debilidad —que es innegable y no puede ser curada por sí mismo— y el bien que subsiste en él, que está siempre marcado por una belleza oculta y una serenidad invencible. Pero hay que darse cuenta de que este concilio, que se expuso al juicio humano, insistió mucho más en este lado agradable del hombre que en el desagradable. Su actitud era muy y deliberadamente optimista. Una ola de afecto y admiración fluyó desde el concilio sobre el mundo moderno de la humanidad. Los errores eran condenados, ciertamente, porque la caridad lo exigía no menos que la verdad, pero para las personas mismas sólo había advertencia, respeto y amor. En vez de diagnósticos deprimentes, remedios alentadores; en vez de pronósticos funestos, mensajes de confianza salían del concilio hacia el mundo actual. Los valores del mundo moderno no sólo fueron respetados, sino honrados, sus esfuerzos aprobados, sus aspiraciones purificadas y bendecidas.

Ved, por ejemplo, cómo las innumerables lenguas diferentes de los pueblos existentes hoy fueron admitidas para la expresión litúrgica de la comunicación de los hombres con Dios y de Dios con los hombres: al hombre como tal se le reconoció su pretensión fundamental de gozar de la plena posesión de sus derechos y de su destino trascendental. Se purificaron y promovieron sus supremas aspiraciones a la vida, a la dignidad personal, a su justa libertad, a la cultura, a la renovación del orden social, a la justicia y a la paz; y a todos los hombres se dirigió la invitación pastoral y misionera a la luz del Evangelio.

Ahora podemos hablar muy brevemente sobre las muchas y vastas cuestiones, relativas al bienestar humano, de las que se ocupó el concilio. No intentó resolver todos los problemas urgentes de la vida moderna; algunos de estos han sido reservados para un estudio ulterior que la Iglesia pretende hacer de ellos, muchos de ellos fueron presentados en términos muy restringidos y generales, y por eso están abiertos a ulteriores investigaciones y diversas aplicaciones.

Pero una cosa debe señalarse aquí, a saber, que el magisterio de la Iglesia, aun sin querer emitir pronunciamientos dogmáticos extraordinarios, ha dado a conocer cabalmente su enseñanza autorizada sobre una serie de cuestiones que pesan hoy sobre la conciencia y la actividad del hombre, descendiendo, por así decirlo, en un diálogo con él, pero siempre conservando su propia autoridad y fuerza; ha hablado con la voz amable y complaciente de la caridad pastoral; su deseo ha sido ser escuchado y comprendido por todos; no se ha concentrado únicamente en la comprensión intelectual sino que también ha buscado expresarse en un estilo conversacional sencillo, actual, derivado de la experiencia real y de un trato cordial que lo hacen más vital, atractivo y persuasivo; le ha hablado al hombre moderno tal como es.

Otro punto que debemos subrayar es este: toda esta rica enseñanza está encauzada en una sola dirección, al servicio del hombre, de toda condición, en toda debilidad y necesidad. La Iglesia se ha declarado, por así decirlo, servidora de la humanidad, en el mismo momento en que su función docente y su gobierno pastoral, con motivo de la solemnidad del Concilio, han cobrado mayor esplendor y vigor: la idea de servicio ha sido central.

Se podría decir que todo esto y todo lo demás que podamos decir sobre los valores humanos del concilio ha desviado la atención de la Iglesia en concilio hacia la tendencia de la cultura moderna, centrada en la humanidad. Diríamos que no desviada, sino dirigida. Cualquier observador cuidadoso del interés predominante del Concilio por los valores humanos y temporales no puede negar que es de carácter pastoral que el Concilio ha hecho virtualmente su programa, y ​​debe reconocer que el mismo interés nunca está divorciado del más genuino interés religioso, ya sea por la razón de la caridad, su única inspiración (¡donde está la caridad, está Dios!), o los intentos constantes y explícitos del Concilio de vincular los valores humanos y temporales con los específicamente espirituales, religiosos y eternos; su preocupación es con el hombre y con la tierra, pero se eleva al reino de Dios.

La mente moderna, acostumbrada a evaluar todo en términos de utilidad, admitirá fácilmente que el valor del concilio es grande aunque sólo sea porque todo se ha referido a la utilidad humana. Por eso nadie debe decir jamás que una religión como la católica es inútil, ya que cuando tiene su mayor autoconciencia y eficacia, como la tiene en el concilio, se declara enteramente del lado del hombre y en su servicio. De este modo, la religión católica y la vida humana reafirman su alianza, el hecho de que convergen en una sola realidad humana: la religión católica es para la humanidad. En cierto sentido es la vida de la humanidad. Lo es por la interpretación extremadamente precisa y sublime que nuestra religión da de la humanidad (ciertamente el hombre por sí mismo es un misterio para sí mismo) y da esta interpretación en virtud de su conocimiento de Dios: un conocimiento de Dios es un requisito previo para un conocimiento del hombre tal como es realmente, en toda su plenitud; como prueba de ello baste recordar la ardiente expresión de Santa Catalina de Siena: "En tu naturaleza, Dios eterno, conoceré la mía". La religión católica es la vida del hombre, porque determina la naturaleza y el destino de la vida; le da su verdadero sentido, establece la ley suprema de la vida y le infunde esa misteriosa actividad que podemos decir que la diviniza.

En consecuencia, si recordamos, venerables hermanos y todos vosotros, hijos nuestros, aquí reunidos, cómo en todos podemos y debemos reconocer el semblante de Cristo (cf. Mt. 25,40), el Hijo del Hombre, sobre todo cuando las lágrimas y las penas lo hacen ver, y si podemos y debemos reconocer en el rostro de Cristo el rostro de nuestro Padre celestial "El que me ve a mí -dijo Nuestro Señor- ve también al Padre" (Juan 14,9), nuestro humanismo se convierte en cristianismo, nuestro cristianismo se centra en Dios; de tal manera que podemos decir, por decirlo de otra manera: el conocimiento del hombre es una condición previa para el conocimiento de Dios.

Entonces, este concilio, que se ha concentrado principalmente en el hombre, ¿no estaría destinado a proponer de nuevo al mundo de hoy la escalera que conduce a la libertad y al consuelo? ¿No sería, en definitiva, una enseñanza sencilla, nueva y solemne amar al hombre para amar a Dios? Amar al hombre, decimos, no como un medio sino como el primer paso hacia la meta final y trascendente que es la base y la causa de todo amor. Y así este concilio se puede resumir en su sentido religioso último, que no es sino una apremiante y amistosa invitación a los hombres de hoy a redescubrir en el amor fraterno a Dios "darte a ti la espalda es morir, volver a ti es revivir, morar en ti es vivir" (San Agustín, Solil. I, 1, 3; PL 32, 870).

Esta es nuestra esperanza al término de este Concilio Ecuménico Vaticano II y al inicio de la renovación humana y religiosa que el Concilio se propuso estudiar y promover; esta es nuestra esperanza para vosotros, hermanos y Padres del Concilio; esta es nuestra esperanza para toda la humanidad que aquí hemos aprendido a amar más y a servir mejor.

Con este fin invocamos de nuevo la intercesión de San Juan Bautista y de San José, que son los patronos del concilio ecuménico; de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cimientos y columnas de la Santa Iglesia; y con ellos de San Ambrosio, el obispo cuya fiesta celebramos hoy, como uniendo en él la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Imploramos también encarecidamente la protección de María Santísima, Madre de Cristo y, por lo tanto, llamada por nosotros también, Madre de la Iglesia. Con una sola voz y con un solo corazón damos gracias y gloria al Dios vivo y verdadero, al Dios único y soberano, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.




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