miércoles, 14 de septiembre de 1994

SOBRE LA RECEPCIÓN DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA POR PARTE DE LOS FIELES DIVORCIADOS QUE SE HAN VUELTO A CASAR (14 DE SEPTIEMBRE DE 1994)



CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE


CARTA A LOS OBISPOS

DE LA IGLESIA CATÓLICA

SOBRE LA RECEPCIÓN

DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

POR PARTE DE LOS FIELES

DIVORCIADOS QUE SE HAN VUELTO A CASAR


Excelencia Reverendísima:

1. El Año Internacional de la Familia constituye una ocasión muy importante para volver a descubrir los testimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia (1) y, al mismo tiempo, para proponer de nuevo la inestimable riqueza del matrimonio cristiano que constituye el fundamento de la familia.

2. En este contexto merecen una especial atención las dificultades y los sufrimientos de aquellos fieles que se encuentran en situaciones matrimoniales irregulares (2). Los pastores están llamados, en efecto, a hacer sentir la caridad de Cristo y la materna cercanía de la Iglesia; los acogen con amor, exhortándolos a confiar en la misericordia de Dios y, con prudencia y respeto, sugiriéndoles caminos concretos de conversión y de participación en la vida de la comunidad eclesial (3).

3. Conscientes sin embargo de que la auténtica comprensión y la genuina misericordia no se encuentran separadas de la verdad (4), los pastores tienen el deber de recordar a estos fieles la doctrina de la Iglesia acerca de la celebración de los sacramentos y especialmente de la recepción de la Eucaristía. Sobre este punto, durante los últimos años, en varias regiones se han propuesto diversas soluciones pastorales según las cuales ciertamente no sería posible una admisión general de los divorciados vueltos a casar a la Comunión eucarística, pero podrían acceder a ella en determinados casos, cuando según su conciencia se consideraran autorizados a hacerlo. Así, por ejemplo, cuando hubieran sido abandonados del todo injustamente, a pesar de haberse esforzado sinceramente por salvar el anterior matrimonio, o bien cuando estuvieran convencidos de la nulidad del anterior matrimonio, sin poder demostrarla en el foro externo, o cuando ya hubieran recorrido un largo camino de reflexión y de penitencia, o incluso cuando por motivos moralmente válidos no pudieran satisfacer la obligación de separarse.

En algunas partes se ha propuesto también que, para examinar objetivamente su situación efectiva, los divorciados vueltos a casar deberían entrevistarse con un sacerdote prudente y experto. Su eventual decisión de conciencia de acceder a la Eucaristía, sin embargo, debería ser respetada por ese sacerdote, sin que ello implicase una autorización oficial.

En estos casos y otros similares se trataría de una solución pastoral, tolerante y benévola, para poder hacer justicia a las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar.

4. Aunque es sabido que análogas soluciones pastorales fueron propuestas por algunos Padres de la Iglesia y entraron en cierta medida incluso en la práctica, sin embargo nunca obtuvieron el consentimiento de los Padres ni constituyeron en modo alguno la doctrina común de la Iglesia, como tampoco determinaron su disciplina. Corresponde al Magisterio universal, en fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición, enseñar e interpretar auténticamente el depósito de la fe.

Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo (5), la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación (6).

Esta norma de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística: “Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio” (7).

Para los fieles que permanecen en esa situación matrimonial, el acceso a la Comunión eucarística sólo se abre por medio de la absolución sacramental, que puede ser concedida “únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, -como, por ejemplo, la educación de los hijos- no pueden cumplir la obligación de la separación, 'asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos'” (8). En este caso ellos pueden acceder a la Comunión eucarística, permaneciendo firme sin embargo la obligación de evitar el escándalo.

5. La doctrina y la disciplina de la Iglesia sobre esta materia han sido ampliamente expuestas en el período post-conciliar por la Exhortación Apostólica Familiaris consortio. La Exhortación, entre otras cosas, recuerda a los pastores que, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones y los exhorta a animar a los divorciados que se han casado otra vez para que participen en diversos momentos de la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo, reafirma la praxis constante y universal, “fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la Comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar” (9), indicando los motivos de la misma. La estructura de la Exhortación y el tenor de sus palabras dejan entender claramente que tal praxis, presentada como vinculante, no puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones.

6. El fiel que está conviviendo habitualmente “more uxorio” con una persona que no es la legítima esposa o el legítimo marido, no puede acceder a la Comunión eucarística. En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores, dada la gravedad de la materia y las exigencias del bien espiritual de la persona (10) y del bien común de la Iglesia, tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia riñe abiertamente con la doctrina de la Iglesia (11). También tienen que recordar esta doctrina cuando enseñan a todos los fieles que les han sido encomendados.

Esto no significa que la Iglesia no sienta una especial preocupación por la situación de estos fieles que, por lo demás, de ningún modo se encuentran excluidos de la comunión eclesial. Se preocupa por acompañarlos pastoralmente y por invitarlos a participar en la vida eclesial en la medida en que sea compatible con las disposiciones del derecho divino, sobre las cuales la Iglesia no posee poder alguno para dispensar (12). Por otra parte, es necesario iluminar a los fieles interesados a fin de que no crean que su participación en la vida de la Iglesia se reduce exclusivamente a la cuestión de la recepción de la Eucaristía. Se debe ayudar a los fieles a profundizar su comprensión del valor de la participación al sacrificio de Cristo en la Misa, de la comunión espiritual (13), de la oración, de la meditación de la palabra de Dios, de las obras de caridad y de justicia (14).

7. La errada convicción de poder acceder a la Comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción (15), sobre la existencia o no del anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión. Sin embargo, dicha atribución es inadmisible (16). El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública.

8. Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto, el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento.

9. Por otra parte la Exhortación Familiaris consortio, cuando invita a los pastores a saber distinguir las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar, recuerda también el caso de aquellos que están subjetivamente convencidos en conciencia de que el anterior matrimonio, irreparablemente destruido, jamás había sido válido (17). Ciertamente es necesario discernir a través de la vía del fuero externo establecida por la Iglesia si existe objetivamente esa nulidad matrimonial. La disciplina de la Iglesia, al mismo tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia (18).

Atenerse al juicio de la Iglesia y observar la disciplina vigente sobre la obligatoriedad de la forma canónica en cuanto necesaria para la validez de los matrimonios de los católicos es lo que verdaderamente ayuda al bien espiritual de los fieles interesados. En efecto, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y vivir en la comunión eclesial es vivir en el Cuerpo de Cristo y nutrirse del Cuerpo de Cristo. Al recibir el sacramento de la Eucaristía, la comunión con Cristo Cabeza jamás puede estar separada de la comunión con sus miembros, es decir con la Iglesia. Por esto, el sacramento de nuestra unión con Cristo es también el sacramento de la unidad de la Iglesia. Recibir la Comunión eucarística riñendo con la comunión eclesial es por lo tanto, algo en sí mismo contradictorio. La comunión sacramental con Cristo incluye y presupone el respeto, muchas veces difícil, de las disposiciones de la comunión eclesial y no puede ser recta y fructífera si el fiel, aunque quiera acercarse directamente a Cristo, no respeta esas disposiciones.

10. De acuerdo con todo lo que se ha dicho hasta ahora, hay que realizar plenamente el deseo expreso del Sínodo de los Obispos, asumido por el Santo Padre Juan Pablo II y llevado a cabo con empeño y con laudables iniciativas por parte de Obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos: con solícita caridad hacer todo aquello que pueda fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles que se encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así será posible para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y soportar en la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio como don del Creador. Será necesario que los pastores y toda la comunidad de fieles sufran y amen junto con las personas interesadas, para que puedan reconocer también en su carga el yugo suave y la carga ligera de Jesús (19). Su carga no es suave y ligera en cuanto pequeña o insignificante, sino que se vuelve ligera porque el Señor -y junto con él toda la Iglesia- la comparte. Es tarea de la acción pastoral, que se ha de desarrollar con total dedicación, ofrecer esta ayuda fundada conjuntamente en la verdad y en el amor.

Unidos en el empeño colegial de hacer resplandecer la verdad de Jesucristo en la vida y en la praxis de la Iglesia, me es grato confirmarme de su Excelencia Reverendísima devotísimo en Cristo

Card. Joseph Ratzinger
Prefecto

+ Alberto Bovone
Arzobispo tit. de Cesarea de Numidia
Secretario


El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la audiencia concedida al Cardenal Prefecto ha aprobado la presente Carta, acordada en la reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que se publique.

Roma, en la sede la Congregación para la Doctrina de la Fe, 14 de septiembre de 1994, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.


Notas:

(1) Cf. JUAN PABLO II, Carta a las Familias (2 de febrero de 1994), n. 3.

(2) Cf. JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio nn. 79-84: AAS 74 (1982) 180-186.

(3) Cf. Ibid., n. 84: AAS 74 (1982) 185; Carta a las Familias, n. 5; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1651.

(4) Cf. PABLO VI, Encicl. Humanae vitae, n. 29: AAS 60 (1968) 501; JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, n. 34: AAS 77 (1985) 272; Encicl. Veritatis splendor, n. 95: AAS 85 (1993) 1208.

(5) Mc 10,11-12: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

(6) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650; cf. también n. 1640 y Concilio de Trento, sess. XXIV: DS 1797-1812.

(7) Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 84: AAS 74 (1982) 185-186.

(8) Ibid, n. 84: AAS 74 (1982) 186; cf. JUAN PABLO II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, n. 7: AAS 72 (1980) 1082.

(9) Exhort. Apost. Familiaris consortio, n.84: AAS 74 (1982) 185.

(10) Cf. I Co 11, 27-29.

(11) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 978 § 2.

(12) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1640.

(13) Cf. CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunas cuestiones concernientes al Ministro de la Eucaristía, III/4: AAS 75 (1983) 1007; SANTA TERESA DE AVILA, Camino de perfección, 35,1; S. ALFONSO M. DE LIGORIO, Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima.

(14) Cf. Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 84: AAS 74 (1982) 185.

(15) Cf. Encicl. Veritatis splendor, n. 55: AAS 85 (1993) 1178.

(16) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1085 § 2.

(17) Cf. Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 84: AAS 74 (1982) 185.

(18) Cf. Código de Derecho Canónico can. 1536 § 2 y 1679 y Código de los cánones de las Iglesias Orientales can. 1217 § 2 y 1365, acerca de la fuerza probatoria de las declaraciones de las partes en dichos procesos.

(19) Cf. Mt 11,30.



jueves, 12 de mayo de 1994

¿BELARMINO CONDENÓ EL SEDEVACANTISMO?

Los escritos de Belarmino, lejos de condenar la posición sedevacantista, proporcionan el principio central en el que se basa: que un papa que se convierte en hereje manifiesto pierde automáticamente su cargo y jurisdicción.

Por el padre Anthony Cekada


En los debates entre los Católicos Tradicionales sobre la legitimidad de los papas posconciliares, se ha reciclado repetidamente la siguiente cita de San Roberto Belarmino:
Así como es lícito resistir al Pontífice que ataca el cuerpo, así también es lícito resistir a quien ataca las almas o destruye el orden civil o, sobre todo, trata de destruir la Iglesia. Digo que es lícito resistirle no haciendo lo que manda e impidiendo la ejecución de su voluntad. Sin embargo, no es lícito juzgarlo, castigarlo o deponerlo, porque estos son actos propios de un superior. (De Romano Pontifice. II.29.)
Algunos usan esta cita, tomada del extenso tratado de Belarmino que defiende el poder del Papa, para condenar el “sedevacantismo”, la tesis que sostiene que la jerarquía posconciliar, incluidos los papas posconciliares, perdieron su cargo ipso facto por herejía. Lo he visto empleado de esta manera nada menos que tres veces en los últimos cuatro meses: una vez en The Remnant (Edwin Faust, “Signa Temporum”, 15 de abril de 1994, pág. 8), una vez en The Catholic (Michael Farrell, Letter to Editor, “Simple Answer to the Sede-Vacantists”, abril de 1994, 10), y una vez por un sacerdote de la Fraternidad San Pío X.

Los Católicos Tradicionales que rechazan la nueva misa y los cambios posteriores al Vaticano II, pero aún sostienen que los papas posteriores al Concilio ocupan cargos legítimamente —un grupo que incluye a la Fraternidad y a muchos otros— también ven en este pasaje algún tipo de justificación para reconocer a alguien como papa pero rechazar sus mandatos.

La cita ha sido citada una y otra vez para apoyar esta posición, sin duda de buena fe. Por desgracia, se ha sacado de contexto y se ha aplicado completamente mal. En su contexto original, la declaración de Belarmino no condena el principio detrás de la posición sedevacantista, ni justifica la resistencia a las leyes promulgadas por un papa válidamente elegido.

Es más, en el capítulo que sigue inmediatamente a la declaración citada, Belarmino defiende la tesis de que un Papa hereje pierde automáticamente su cargo.

De paso, primero debemos notar que es una calumnia estúpida citar este pasaje y sugerir que los sedevacantistas “juzguen”, “castiguen” o “depongan” al Papa. Ellos no hacen tal cosa. Simplemente aplican a las palabras y actos de los papas post-conciliares un principio enunciado por muchos grandes canonistas y teólogos, incluyendo (como veremos) a San Roberto Belarmino: un papa hereje “se depone” a sí mismo.


I. El significado del pasaje ha sido distorsionado al sacarlo de su contexto apropiado.

El pasaje citado es de un extenso capítulo que Belarmino dedica a refutar nueve argumentos que defienden la posición de que el papa está sujeto al poder secular (emperador, rey, etc.) y un concilio ecuménico (la herejía del conciliarismo).

El contexto general, por lo tanto, es una discusión sobre el poder del Estado frente al Papa. Obviamente, esto no tiene nada que ver con las cuestiones planteadas por los sedevacantistas.

En su contexto particular, la cita frecuentemente citada es parte de la refutación de Belarmino del siguiente argumento:

Argumento 7. Cualquier persona puede matar al Papa si es atacado injustamente por él. Por lo tanto, se permite aún más que los reyes o un concilio depongan al papa si perturba el estado, o si trata de matar almas con su mal ejemplo.

Belarmino responde:
Respondo negando la segunda parte del argumento. Porque para resistir a un atacante y defenderse, no se necesita autoridad, ni es necesario que el que es atacado sea juez y superior del que ataca. Se requiere autoridad, sin embargo, para juzgar y castigar.
Es solo entonces que Belarmino afirma:
Así como es lícito resistir al Pontífice que ataca el cuerpo, así también es lícito resistir a quien ataca las almas o destruye el orden civil o, sobre todo, trata de destruir la Iglesia. Digo que es lícito resistirle no haciendo lo que manda e impidiendo la ejecución de su voluntad. Sin embargo, no es lícito juzgarlo, castigarlo o deponerlo, porque estos son actos propios de un superior. (De Romano Pontifice II.29.)
La cita, entonces, no es una condena al “sedevacantismo”. Belarmino, más bien, está discutiendo el curso de acción que se puede tomar legítimamente contra un Papa que trastorna el orden político o “mata almas con su mal ejemplo”. Un rey o un concilio no pueden deponer a tal papa, argumenta Belarmino, porque no son superiores a él, pero pueden resistirlo.

Esta cita tampoco apoya a los católicos tradicionales que reconocerían a Juan Pablo II como papa pero rechazarían su misa e ignorarían sus leyes.

Primero, el pasaje justifica la resistencia de reyes y concilios. No dice que los obispos, sacerdotes y laicos individuales por sí mismos posean este derecho de resistir al Papa e ignorar sus órdenes, y menos aún que puedan establecer lugares de culto en oposición a los obispos diocesanos que el Papa ha designado legalmente.

En segundo lugar, observe las causas precisas de la resistencia en el caso que discute Belarmino: perturbar el estado o dar mal ejemplo. Estos, obviamente, no son lo mismo que la legislación litúrgica papal, las leyes disciplinarias o los pronunciamientos doctrinales que un individuo podría considerar dañinos de alguna manera. Belarmino difícilmente aprobaría el desacato, carta blanca, durante 30 años de las directivas de hombres que se pretende reconocer como legítimos ocupantes del oficio papal y vicarios de Cristo en la tierra.

En resumen, el pasaje ni condena el sedevacantismo ni apoya a los tradicionalistas como los seguidores de la Sociedad de San Pío X.


II. Belarmino enseña que un papa hereje pierde automáticamente su cargo.

En el capítulo que sigue inmediatamente al pasaje citado, San Roberto Belarmino trata la siguiente cuestión: “Si un papa hereje puede ser depuesto”. Tenga en cuenta primero, por cierto, que su pregunta asume que un Papa puede convertirse en hereje.

Después de una larga discusión de varias opiniones que los teólogos han dado sobre este tema, Belarmino dice:
La quinta opinión, por lo tanto, es la verdadera. Un papa que es hereje manifiesto, automáticamente (per se) deja de ser papa y cabeza, así como deja automáticamente de ser cristiano y miembro de la Iglesia. Por lo tanto, puede ser juzgado y castigado por la Iglesia. Esta es la enseñanza de todos los Padres antiguos que enseñan que los herejes manifiestos pierden inmediatamente toda jurisdicción. (De Romano Pontifice. II.30. Mi énfasis)
Belarmino luego cita pasajes de Cipriano, Driedonus y Melchor Cano en apoyo de su posición. La base de esta enseñanza, dice finalmente, es que un hereje manifiesto no es en modo alguno miembro de la Iglesia, ni de su alma ni de su cuerpo, ni por una unión interna ni externa.

Así, los escritos de Belarmino, lejos de condenar la posición sedevacantista, proporcionan el principio central en el que se basa: que un papa que se convierte en hereje manifiesto pierde automáticamente su cargo y jurisdicción.

La enseñanza de Belarmino tampoco es una opinión aislada. Es la enseñanza de todos los Padres antiguos, nos asegura. Y el principio que enunció ha sido reiterado por teólogos y canonistas hasta bien entrado el siglo XX, incluidos comentaristas del Código de Derecho Canónico de 1983 promulgado por el propio Juan Pablo II.