jueves, 21 de junio de 2001

SACRAM UNCTIONE INFIRMORUM (30 DE NOVIEMBRE DE 1972)


CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

SACRAM UNCTIONE INFIRMORUM

DE SU SANTIDAD

PABLO VI

SOBRE EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

POR LA QUE SE APRUEBA EL ORDO UNCTIONIS INFIRMORUM

PROMULGADO EL 7 DE DICIEMBRE DE 1972

PABLO OBISPO

Siervo de los siervos de Dios

en memoria perpetua de este acto

La sagrada unción de los enfermos, tal como lo reconoce y enseña la Iglesia católica, es uno de los siete sacramentos del Nuevo Testamento, instituido por Jesucristo, nuestro Señor, “esbozado ya en el evangelio de Marcos (Mc, 6,3), recomendado a los fieles y promulgado por el Apóstol Santiago, hermano del Señor. '¿Está enfermo —dice— alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y que recen sobre él, después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará la enfermo, y el Señor lo curará, y, si ha cometido pecado, lo perdonará' (St 5,14-15)” [1].

Testimonios sobre la unción de los enfermos se encuentran, desde tiempos antiguos en la Tradición de la Iglesia, especialmente en la litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente. En este sentido se pueden recordar de manera particular a carta de nuestro predecesor Inocencio I a Decencio, Obispo de Gubbio [2], y el texto de la venerable oración usada para bendecir el óleo de los enfermos: “Derrama desde el cielo tu Espíritu Santo Defensor”, que fue introducido en la plegaria eucarística [3] y se conserva aún en el Pontifical romano [4].

A lo largo de los siglos, se fueron determinando en la tradición litúrgica con mayor precisión, aunque no de modo uniforme, las partes del cuerpo del enfermo que debían ser ungidas con el sano óleo, y se fueron añadiendo distintas fórmulas para acompañar las unciones con la oración, tal como se encuentran en los libros rituales de las diversas Iglesias. Sin embargo, en la Iglesia Romana prevaleció desde el Medioevo la costumbre de ungir a los enfermos en los órganos de los sentidos, usando la fórmula: “Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te perdone el Señor todos los pecados que has cometido”, adaptada a cada uno de los sentidos [5].

La doctrina acerca de la santa unción se expone también en los documentos de los Concilios ecuménicos, a saber, el Concilio de Florencia y sobre todo el de Trento y el Vaticano II.

El Concilio de Florencia describió los elementos esenciales de la unción de los enfermos, [6] el Concilio de Trento declaró su institución divina y examinó a fondo todo lo que se dice en la carta de Santiago acerca de la santa unción, especialmente lo que se refiere a la realidad y a los efectos del sacramento: “Tal realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia los pecados, si es que aún quedan algunos por expiar, y las reliquias del pecado; alivia y conforta el alma del enfermo suscitando en él gran confianza en la divina misericordia, con lo cual el enfermo, confortado de este modo, sobrelleva mejor los sufrimientos y el peso de la enfermedad, resiste más fácilmente las tentaciones del demonio que 'lo hiere en el talón' (Gen 3,15) y consigue a veces la salud del cuerpo si fuera conveniente a la salud de su alma” [7]. El mismo Santo Sínodo proclamó, además, que con las palabras del Apóstol se indica con bastante claridad “que esta unción se ha de administrar a los enfermos y, sobre todo, a aquellos que se encuentran en tan grave peligro que parecen estar ya en fin de vida, por lo cual es también llamada sacramento de los moribundos” [8]. Finalmente, por lo que se refiere a ministro propio, declaró que éste es el presbítero [9].

Por su parte el Concilio Vaticano II ha dicho ulteriormente: “La 'extrema unción', que también, y mejor, puede llamarse 'unción de enfermos' no es sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por lo tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” [10]. Además, que el uso de este sacramento sea motivo de solicitud para toda la Iglesia, lo demuestran estas palabras “La Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salve (cf St 5,14-16), más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (cf Rom 8.17; Col 7.24; 2Tim 2,11-12; 1P 4,13), contribuyan al bien del pueblo de Dios” [11].

Todos estos elementos debían tenerse muy en cuenta al revisar el rito de la santa unción, con el fin de que lo susceptible de ser cambiado se adapte mejor a las condiciones de los tiempos actuales [12].

Hemos pensado, pues, cambiar la fórmula sacramental de manera que, haciendo referencia a las palabras de Santiago, se expresen más claramente sus efectos sacramentales.

Como, por otra parte, el aceite de oliva, prescrito hasta el presente para la validez del sacramento, falta totalmente en algunas regiones o es difícil conseguir, hemos establecido, a petición de numerosos Obispos, que, en adelante, pueda ser utilizado también, según las circunstancias, otro tipo de aceite, con tal de que sea obtenido de plantas, por parecerse más al aceite de oliva.

En cuanto al número de unciones y a los miembros que deben ser ungidos, hemos creído oportuno proceder a una simplificación del rito.

Por lo cual, dado que esta revisión atañe en ciertos aspectos al mismo rito sacramental, establecemos con nuestra Autoridad apostólica que en adelante se observe en el rito latino cuanto sigue:
EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS SE ADMINISTRA A LOS GRAVEMENTE ENFERMOS UNGIÉNDOLOS EN LA FRENTE Y EN LAS MANOS CON ACEITE DE OLIVA DEBIDAMENTE BENDECIDO O SEGÚN LAS CIRCUNSTANCIAS CON OTRO ACEITE DE PLANTAS, Y PRONUNCIANDO UNA SOLA VEZ ESTAS PALABRAS: “PER ISTAM SANCTAM UNCTIONEM ET SUAM PIISIMAM MISERICORDIAM ADIUVET TE DOMINUS GRATIA SPIRITUS SANCTI, UT A PECCATIS LIERATUM TE SALVET ATQUE PROPITIUS ALLEVET”. (POR ESTA SANTA UNCIÓN Y POR SU BONDADOSA MISERICORDIA, TE AYUDE EL SEÑOR CON LA GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO, PARA QUE LIBRE DE TUS PECADOS, TE CONCEDA LA SALVACIÓN Y TE CONFORTE EN TU ENFERMEDAD.)
Sin embargo, en caso de necesidad, es suficiente hacer una sola unción en la frente o, por razón de las particulares condiciones del enfermo, en otra parte más apropiada del cuerpo, pronunciando íntegramente la fórmula.

Este sacramento puede ser repetido, si el enfermo, tras haber recibido la unción, se ha restablecido y después ha recaído de nuevo en la enfermedad, o también si durante la misma enfermedad el peligro se hace más serio.

Establecidos y declarados estos elementos sobre el rito esencial del sacramento de la unción de los enfermos, aprobamos también con nuestra Autoridad apostólica el Ritual de la unción de los enfermos y de su pastoral, tal como la sido revisado por la Sagrada Congregación para el Culto divino derogando o abrogando al mismo tiempo, si es necesario, las prescripciones del Código de Derecho Canónico o las otras leyes hasta ahora en vigor; siguen, en cambio teniendo validez las prescripciones y las leyes que no son abrogadas o cambiadas por el mismo Ritual. La edición latina del Ritual, que contiene el nuevo rito, entrará en vigor apenas sea publicada; por su parte, las ediciones en lengua vernácula, preparadas por las Conferencias Episcopales y aprobadas por la Sede Apostólica, entrarán en vigor al día señalado por cada una de las Conferencias; el Ritual antiguo podrá ser utilizado hasta el 31 de diciembre de 1973. Sin embargo, a partir del 1 de enero de 1974, todos los interesados deberán usar solamente el nuevo Ritual.

Determinamos que todo cuanto hemos decidido y prescrito tenga plena eficacia en el rito latino, ahora y para el futuro, no obstando a esto —en cuanto sea necesario— ni las Constituciones ni las Disposiciones apostólicas emanadas por nuestros predecesores ni las demás prescripciones, aun las dignas de especial mención.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de noviembre de 1972, año décimo de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI


Notas:

[1] Concilio Tridentino, Sesión XIV, De extrema unctione, cap. 1 (cf. ibíd; can. 1): Concilium Tridentinum, Diarorum, Actorum, Epistolarum, Tractatuum nova collectio, edic. Soc. Goerresianae, t. VII, 1, pp. 355- 356, DS 1695 y 1716.

[2] Cf. Carta Si instituta Ecclesiastica, cap. 8: PL 20, 559- 561 DS 216

[3] Liber Sacramentorum Romanae Aeclesiae Ordinis Anni Circuli, edic. L. C. Mohlberg (Rerum Ecclesiasticarurn Documenta, Fontes IV), Roma 1960, p. 61; Le Sacramentaire Grégorien, edic. J. Deshusses (Spicilegium Friburgense), Friburgo 1971, p. 172; cf. La Tradition apostolique de saint Hippolyte, edic. B. Botte (Liturgiewissenschaftliche Quellen und Forschungen, 39), Münster de Westfalia 1963, pp. 18-19; Le Grand Euchologe du Monastère Blanc, edic. E. Lanne (Patrología Orientalis XXVIII, 2), París 1958, pp. 393- 395.

[4] Cf. Pontificale Romanum: Ordo benedicendi Oleum Catechumenorum et Infirmorum et conficiendi Chrisma, Ciudad del Vaticano 1971, pp., 11-12.

[5] Cf., M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Âge, t. I, Le Pontifical Romain du XIIe siècle (Studi e Testi, 86), Ciudad del Vaticano 1938, pp. 267-268; t. II, Le Pontifical de Curie Romaine au XIIIe siécle (Studi e Testi, 87), Ciudad del Vaticano 1940, pp. 491-492.

[6] Cf. Decretum pro Armeniis: G. Hofmann, Concilium Florentinum, I-II, p. 130, DS 1324s

[7] Concilio Tridentino, Sesión XIV, De extrema unctione, cap. 2: Concilium Tridentinum, edic. cit., t. VII, 1, p. 356, DS 1696

[8] Ibíd., cap. 3: Concilium Tridentinum, edic, cit., t. VII, 1, p. 356, DS 1698.

[9] Ibíd., cap. 3, can. 4: Concilium Tridentinum, edic. cit., t. VII, 1, p, 356, DS 1697 y 1719.

[10] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 73. AAS 56 (1964), pp.118-119.

[11] Concilio Vaticano II Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. Iglesia, núm. 11.

[12] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 1.


miércoles, 20 de junio de 2001

LAUDIS CANTICUM (1 DE NOVIEMBRE DE 1970)


CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

LAUDIS CANTICUM

DE SU SANTIDAD

PABLO VI

CON LA QUE SE PROMULGA EL OFICIO DIVINO

REFORMADO POR MANDATO DEL 

CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II  

Pablo Obispo
siervo de los siervos de Dios
para perpetua memoria

El cántico de alabanza de la Iglesia

El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia, con una maravillosa variedad de formas.

La Liturgia de las Horas, complemento de la Eucaristía

La Liturgia de las Horas se desarrolló poco a poco hasta convertirse en oración de la Iglesia local, de modo que, en tiempos y lugares establecidos, y bajo la presidencia del sacerdote, vino a ser como un complemento necesario del acto perfecto de culto divino que es el sacrificio eucarístico, el cual se extiende así y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres.

Reformas y modificaciones del Oficio Divino

El libro del Oficio divino, incrementado gradualmente por numerosas añadiduras en el correr de los tiempos, se convirtió en instrumento apropiado para la acción sagrada a la que estaba destinado. Sin embargo, toda vez que en las diversas épocas históricas se introdujeron modificaciones notables en las celebraciones litúrgicas, entre las cuales hay que enumerar los cambios efectuados en la celebración del Oficio divino, no debe maravillarnos que el libro mismo, llamado en otro tiempo Breviario, fuera adaptado a formas muy diversas, que afectaban a veces a puntos esenciales de su estructura.

El Breviario de San Pío V

El Concilio Tridentino, por falta de tiempo, no consiguió terminar la reforma del Breviario, y confió el encargo de ello a la Sede Apostólica. El Breviario romano, promulgado por nuestro predecesor San Pío V en 1568, reafirmó, sobre todo, de acuerdo con el común y ardiente deseo, la uniformidad de la oración canónica, que había decaído en aquel tiempo en la Iglesia latina.

En los siglos posteriores, fueron introducidas diversas innovaciones por los Sumos Pontífices Sixto V, Clemente VIII, Urbano VIII, Clemente XI y otros.

El Breviario de San Pío X

San Pío X, en el año 1911, hizo publicar un nuevo Breviario, preparado a requerimiento suyo. Restablecida la antigua costumbre de recitar cada semana los ciento cincuenta salmos, se renovó totalmente la disposición del Salterio, se suprimió toda repetición y se ofreció la posibilidad de cambiar el Salterio ferial y el ciclo de la lectura bíblica correspondiente con los Oficios de los santos. Además, el Oficio dominical fue valorizado y ampliado de modo que prevaleciera, la mayoría de las veces, sobre las fiestas de los santos.

Las Reformas de Pío XII y Juan XXIII

Todo el trabajo de la reforma litúrgica fue reanudado, por Pío XII. El concedió que la nueva versión del Salterio, preparada por el pontificio Instituto bíblico, pudiera usarse tanto en la recitación privada como en la pública; y, constituida en el año 1947 una comisión especial, le encargó que estudiase el tema del Breviario. Sobre esta cuestión, a partir del año 1955, fueron consultados los obispos de todo el mundo. Se comenzó a disfrutar de los frutos de tan cuidadoso trabajo con el decreto sobre la simplificación de las rúbricas, del 23 de marzo de 1955, y con las normas sobre el Breviario que Juan XXIII publicó en el Código de rúbricas de 1960.

Las reformas del Vaticano II

Pero se había atendido así solamente a una parte de la reforma litúrgica, y el mismo sumo pontífice Juan XXIII consideraba que los grandes principios puestos como fundamento de la liturgia tenían necesidad de un estudio más profundo. Por ello confió tal encargo al Concilio Vaticano II, que, entonces, había sido convocado por él. Y así, el Concilio trató de la liturgia en general y de la oración de las Horas en particular con tanta abundancia y conocimiento de causa, con tanta piedad y competencia, que difícilmente se podría encontrar algo semejante en toda la historia de la Iglesia.

Durante el desarrollo del Concilio, fue ya nuestra preocupación que, una vez promulgada la Constitución sobre la sagrada liturgia, sus disposiciones fueran inmediatamente llevadas a la práctica.

Por este motivo, en el mismo "Consejo para la puesta en práctica de la Constitución sobre la sagrada liturgia", instituido por Nos, se creó un grupo especial, que ha trabajado durante siete años con gran diligencia e interés en la preparación del nuevo libro de la Liturgia de las Horas, sirviéndose de la aportación de los doctos y expertos en materia litúrgica, teológica, espiritual y pastoral.

Aprobación de los principios y la estructura de la obra

Después de haber consultado al episcopado universal y a numerosos pastores de almas, a religiosos y laicos, el citado Consejo, como igualmente el Sínodo de los Obispos, reunido en 1967, aprobaron los principios y la estructura de toda la obra y de cada una de sus partes.

Es conveniente exponer ahora, de forma detallada, lo que concierne a la nueva ordenación de la Liturgia de las Horas y a sus motivaciones.

El Oficio divino es oración de clérigos, religiosos y laicos

1. Como se pide en la constitución Sacrosanctum Concilium, se han tenido en cuenta las condiciones en las que actualmente se encuentran los sacerdotes comprometidos en el apostolado.

Toda vez que el Oficio es oración de todo el pueblo de Dios, ha sido dispuesto y preparado de suerte que puedan participar en él no solamente los clérigos, sino también los religiosos y los mismos laicos. Introduciendo diversas formas de celebración, se ha querido dar una respuesta a las exigencias específicas de personas de diverso orden y condición: la oración puede adaptarse a las diversas comunidades que celebran la Liturgia de las Horas, de acuerdo con su condición y vocación.

Santificación de la jornada

2. La Liturgia de las Horas es santificación de la jornada; por lo tanto, el orden de la oración ha sido renovado de suerte que las Horas canónicas puedan adaptarse más fácilmente a las diversas horas del día, teniendo en cuenta las condiciones en las que se desarrolla la vida humana de nuestra época.

Laudes y Vísperas, partes fundamentales

Por esto, ha sido suprimida la Hora de Prima. A las Laudes y a las Vísperas, como partes fundamentales de todo el Oficio, se les ha dado la máxima importancia, ya que son, por su propia índole, la verdadera oración de la mañana y de la tarde. El Oficio de lectura, si bien conserva su nota característica de oración nocturna para aquellos que celebran las vigilias, puede adaptarse a cualquier hora del día.

Oficio de lectura y Hora intermedia

En lo que concierne a las demás Horas, la Hora intermedia se ha dispuesto de suerte que quien escoge una sola de las Horas de Tercia, Sexta y Nona pueda adaptarla al momento del día en el que la celebra y no omita parte alguna del Salterio distribuido en las diversas semanas.

Variedad de textos y ayudas para la meditación de los Salmos

3. A fin de que, en la celebración del Oficio, la mente esté de acuerdo más fácilmente con la voz, y la Liturgia de las Horas sea verdaderamente “fuente de piedad y alimento para la oración personal” [1], en el nuevo libro de las Horas la parte de oración fijada para cada día ha sido reducida un tanto, mientras ha sido aumentada notablemente la variedad de los textos, y se han introducido diversas ayudas para la meditación de los salmos: tales son los títulos, las antífonas, las oraciones sálmicas, los momentos de silencio que podrán introducirse oportunamente.

Salterio de la nueva Vulgata en cuatro semanas

4. Según las normas publicadas por el Concilio [2], el Salterio, suprimido el ciclo semanal, queda distribuido en cuatro semanas, y se adopta la nueva versión latina preparada por la comisión para la edición de la nueva Vulgata de la Biblia, constituida por Nos. En esta nueva distribución del Salterio han sido omitidos unos pocos salmos y algunos versículos que contenían expresiones de cierta dureza, teniendo presentes las dificultades que pueden encontrarse, principalmente en la celebración hecha en lengua vulgar. A las Laudes de la mañana, para aumentar su riqueza espiritual, han sido añadidos cánticos nuevos, tomados de los libros del Antiguo Testamento, mientras que otros cánticos del Nuevo Testamento, como perlas preciosas, adornan la celebración de las Vísperas.

Nueva ordenación de lecturas

5. El tesoro de la Palabra de Dios entra más abundantemente en la nueva ordenación de las lecturas de la Sagrada Escritura, ordenación que se ha dispuesto de manera que se corresponda con la de las lecturas de la misa.

Las perícopas presentan en su conjunto una cierta unidad temática, y han sido seleccionadas de modo que reproduzcan, a lo largo del año, los momentos culminantes de la historia de la salvación.

Lecturas de Padres y de escritores eclesiásticos

6. La lectura cotidiana de las obras de los santos Padres y de los escritores eclesiásticos, dispuesta según los decretos del Concilio ecuménico, presenta los mejores escritos de los autores cristianos, en particular de los Padres de la Iglesia. Además, para ofrecer en medida más abundante las riquezas espirituales de estos escritores, será preparado otro leccionario facultativo, del que podrán obtenerse frutos más copiosos.

Verdad histórica

7. De los textos de la Liturgia de las Horas ha sido eliminado todo lo que no responde a la verdad histórica; igualmente, las lecturas, especialmente las hagiográficas, han sido revisadas a fin de exponer y colocar en su justa luz la fisonomía espiritual y el papel ejercido por cada santo en la vida de la Iglesia.

Preces y Padrenuestro en Laudes y Vísperas

8. A las Laudes de la mañana han sido añadidas unas preces, con las cuales se quiere consagrar la jornada y el comienzo del trabajo cotidiano. En las Vísperas, se hace una breve oración de súplica, estructurada como la oración universal.

Al término de las preces, ha sido restablecida la oración dominical. De este modo, teniendo en cuenta el rezo que se hace de ella en la misa, queda restablecido en nuestra época el uso de la Iglesia antigua de recitar esta oración tres veces al día.

Renovada, pues, y restaurada totalmente la oración de la santa Iglesia, según la antiquísima tradición y habida cuenta de las necesidades de nuestra época, es verdaderamente deseable que la Liturgia de las Horas penetre, anime y oriente profundamente toda la oración cristiana, se convierta en su expresión y alimente con eficacia la vida espiritual del pueblo de Dios.

Oración sin interrupción

Por esto, confiamos mucho en que se despierte la conciencia de aquella oración que debe realizarse “sin interrupción” [3], tal como nuestro Señor Jesucristo ha ordenado a su Iglesia. De hecho, el libro de la Liturgia de las Horas, dividido por tiempos apropiados, está destinado a sostenerla continuamente y ayudarla. La misma celebración, especialmente cuando una comunidad se reúne por este motivo, manifiesta la verdadera naturaleza de la Iglesia en oración, y aparece como su señal maravillosa.

Oración de toda la familia humana

La oración cristiana es, ante todo, oración de toda la familia humana, que en Cristo se asocia [4]. En esta plegaria participa cada uno, pero es propia de todo el cuerpo; por ello expresa la voz de la amada Esposa de Cristo, los deseos y votos de todo el pueblo cristiano, las súplicas y peticiones por las necesidades de todos los hombres.

Oración de Cristo y de la Iglesia

Esta oración recibe su unidad del corazón de Cristo. Quiso, en efecto, nuestro Redentor “que la vida iniciada en el cuerpo mortal, con sus oraciones y su sacrificio, continuase durante los siglos en su cuerpo místico, que es la Iglesia” [5]; de donde se sigue que la oración de la Iglesia es “oración que Cristo, unido a su cuerpo, eleva al Padre” [6]. Es necesario, pues, que, mientras celebramos el Oficio, reconozcamos en Cristo nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros [7].

Conocimiento de la Escritura

A fin de que brille más claramente esta característica de nuestra oración, es necesario que florezca de nuevo en todos “aquel suave y vivo conocimiento de la Sagrada Escritura” [8] que respira la Liturgia de las Horas, de suerte que la Sagrada Escritura se convierta realmente en la fuente principal de toda la oración cristiana. Sobre todo la oración de los salmos, que sigue de cerca y proclama la acción de Dios en la historia de la salvación, debe ser tomada con renovado amor por el pueblo de Dios, lo que se realizará más fácilmente si se promueve con diligencia entre el clero un conocimiento más profundo de los salmos, según el sentido con que se cantan en la sagrada liturgia, y si se hace partícipe de ello a todos los fieles con una catequesis oportuna. La lectura más abundante de la Sagrada Escritura, no sólo en la misa, sino también en la nueva Liturgia de las Horas, hará, ciertamente, que la historia de la salvación se conmemore sin interrupción y se anuncie eficazmente su continuación en la vida de los hombres.

Relación entre la oración de la Iglesia y la oración personal

Puesto que la vida de Cristo en su Cuerpo Místico perfecciona y eleva también la vida propia o personal de todo fiel, debe rechazarse cualquier oposición entre la oración de la Iglesia y la oración personal; e incluso deben ser reforzadas e incrementadas sus mutuas relaciones. La meditación debe encontrar un alimento continuo en las lecturas, en los salmos y en las demás partes de la Liturgia de las Horas. El mismo rezo del Oficio debe adaptarse, en la medida de lo posible, a las necesidades de una oración viva y personal, por el hecho, previsto en la Ordenación general, que deben escogerse tiempos, modos y formas de celebración que responden mejor a las situaciones espirituales de los que oran. Cuando la oración del Oficio se convierte en verdadera oración personal, entonces se manifiestan mejor los lazos que unen entre sí a la liturgia y a toda la vida cristiana. La vida entera de los fieles, durante cada una de las horas del día y de la noche, constituye como una leitourgia, mediante la cual ellos se ofrecen en servicio de amor a Dios y a los hombres, adhiriéndose a la acción de Cristo, que con su vida entre nosotros y el ofrecimiento de sí mismo ha santificado la vida de todos los hombres.

La Liturgia de las Horas expresa con claridad y confirma con eficacia esta profunda verdad inherente a la vida cristiana. Por esto, el rezo de las Horas es propuesto a todos los fieles, incluso a aquellos que legalmente no están obligados a él.

Aquellos, sin embargo, que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrar la Liturgia de las Horas deben seguir todos los días escrupulosamente el curso de la plegaria haciéndolo coincidir, en la medida de lo posible, con el tiempo verdadero de cada una de las horas; den la debida importancia, en primer lugar, a las Laudes de la mañana y a las Vísperas.

Al celebrar el Oficio Divino, aquellos que por el orden sagrado recibido están destinados a ser de forma particular la señal de Cristo sacerdote, y aquellos que con los votos de la profesión religiosa se han consagrado al servicio de Dios y de la Iglesia de manera especial, no se sientan obligados únicamente por una ley a observar, sino, más bien, por la reconocida e intrínseca importancia de la oración y de su utilidad pastoral y ascética. Es muy deseable que la oración pública de la Iglesia brote de una general renovación espiritual y de la comprobada necesidad intrínseca de todo el cuerpo de la Iglesia, la cual, a semejanza de su cabeza, no puede ser presentada sino como Iglesia en oración.

Por medio del nuevo libro de la Liturgia de las Horas, que ahora, en virtud de nuestra autoridad apostólica, establecemos, aprobamos y promulgamos, resuene cada vez más espléndida y hermosa la alabanza divina en la Iglesia de nuestro tiempo; que esta alabanza se una a la que los santos y los ángeles hacen sonar en las moradas celestiales y, aumentando su perfección en los días de este destierro terreno, se aproxime cada vez más a aquella alabanza plena que eternamente se tributa “al que se sienta en el trono y al Cordero” [9].

Normas para su utilización y edición

Establecemos, pues, que este nuevo libro de la Liturgia de las Horas pueda ser empleado inmediatamente después de su publicación. Correrá a cargo de las Conferencias Episcopales hacer preparar las ediciones en las lenguas nacionales y, tras la aprobación o confirmación de la Santa Sede, fijar el día en que las versiones puedan o deban comenzar a utilizarse, tanto en su totalidad como parcialmente. Desde el día en que será obligatorio utilizar estas versiones para las celebraciones en lengua vulgar, incluso aquellos que continúen utilizando la lengua latina deberán servirse únicamente del texto renovado de la Liturgia de las Horas.

Aquellos que, por su edad avanzada u otros motivos particulares, encontrasen graves dificultades en el empleo del nuevo rito, con el permiso del propio Ordinario, y solamente en el rezo individual, podrán conservar en todo o en parte el uso del anterior Breviario romano.

Queremos, además, que cuanto hemos establecido y prescrito tenga fuerza y eficacia ahora y en el futuro, sin que obsten, si fuere el caso, las constituciones y ordenaciones apostólicas emanadas de nuestros predecesores, o cualquier otra prescripción, incluso digna de especial mención y derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 de noviembre, solemnidad de Todos los santos, del año 1970, octavo de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI


Notas:

[1] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 90

[2] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 91

[3] Cf. Lc 18, 1; 21, 36; 1T 5, 17; Ef 6, 18.

[4] Cf. Concilio Vaticano II. Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 83.

[5] Pío XII, Encíclica Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947, n. 2: AAS 39 (1947), p. 522

[6] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 84

[7] Cf. S. Agustín, Comentarios sobre los salmos, 85, 1

[8] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 24

[9] Cf. Ap. 5,13

martes, 19 de junio de 2001

DEIPARAE VIRGINIS MARIAE (1 DE MAYO DE 1946)


ENCÍCLICA 

DEIPARAE VIRGINIS MARIAE *

DEL PAPA PÍO XII

SOBRE LA POSIBILIDAD DE DEFINIR 

LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 

COMO DOGMA DE FE

A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS

ARZOBISPOS Y OTROS ORDINARIOS

EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA.

1. El pueblo cristiano nunca ha dejado de invocar y experimentar la asistencia de la Santísima Virgen María, y por eso, en todos los tiempos, la ha venerado con devoción siempre creciente.

2. Y así, porque el amor, cuando es verdadero y profundamente sentido, tiende por su propia naturaleza a manifestarse a través de demostraciones siempre renovadas, los fieles han rivalizado unos con otros a lo largo de los siglos en expresar en todo momento su ardiente piedad hacia la Reina del Cielo. En nuestra opinión, ésta es la razón por la que, desde hace mucho tiempo, han llegado a la Santa Sede numerosas peticiones (las recibidas desde 1849 hasta 1940 han sido recogidas en dos volúmenes que, acompañados de los oportunos comentarios, han sido recientemente impresos), de cardenales, patriarcas, arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosos de ambos sexos, asociaciones, universidades e innumerables personas privadas, todas rogando que la Asunción corporal al cielo de la Santísima Virgen sea definida y proclamada como dogma de fe. Y ciertamente nadie ignora que así lo pidieron fervorosamente casi doscientos padres en el Concilio Vaticano.

3. Pero Nosotros, encargados de defender y desarrollar el Reino de Cristo, tenemos al mismo tiempo que ejercer un continuo cuidado y vigilancia para alejar todo lo que sea adverso a este Reino, y apoyar todo lo que pueda promoverlo. Por eso, desde el comienzo de Nuestro Pontificado, hemos tenido que examinar con sumo cuidado si sería lícito, conveniente y útil apoyar con Nuestra autoridad las peticiones mencionadas. No hemos descuidado y no descuidamos actualmente ofrecer insistentes oraciones a Dios para que manifieste claramente la voluntad de su bondad siempre amable en este caso.

4. Para que podamos recibir el don de la luz celestial, vosotros, Venerables Hermanos, en piadoso concurso, unid vuestras súplicas a las Nuestras. Pero, a la vez que os exhortamos paternalmente a ello, siguiendo así el ejemplo de Nuestros Predecesores, y particularmente el de Pío IX cuando estuvo a punto de definir el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, os rogamos encarecidamente que nos informéis acerca de la devoción de vuestro clero y pueblo (teniendo en cuenta su fe y piedad) hacia la Asunción de la Santísima Virgen María. Más especialmente deseamos saber si vosotros, Venerables Hermanos, con vuestra ciencia y prudencia consideráis que la Asunción corporal de la Santísima Virgen Inmaculada puede ser propuesta y definida como dogma de fe, y si además de vuestros propios deseos esto es deseado por vuestro clero y pueblo.

5. Estaremos muy agradecidos por vuestra pronta respuesta y suplicamos abundancia de favores divinos y la favorable asistencia de la Virgen celestial sobre vosotros, venerables hermanos, y sobre los vuestros, al tiempo que impartimos con el mayor afecto nuestra bendición apostólica en el Señor como muestra de nuestro afecto paterno a vosotros y a los rebaños confiados a vuestro cuidado.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día primero de mayo del año 1946, octavo de nuestro pontificado.


PIO XII


* Ante la petición mundial, el Papa Pío XII envió esta carta in forma del tutto reservata, con fecha de 1 de mayo de 1946, a todos los obispos del mundo preguntando qué pensaban su clero y su pueblo sobre la Asunción y si ellos mismos juzgaban "sabio y prudente" que se definiera el dogma. El documento fue impreso originalmente en Il Monitore Ecclesiastico (fasc. 7-12, 1946; pp. 97-98) como carta, pero fue publicado en el Acta Apostolicae Sedis en 1950 como encíclica.

lunes, 18 de junio de 2001

TAM MULTA (15 DE AGOSTO DE 1801)


BREVE

TAM MULTA

DEL SUPREMO PONTÍFICE

PÍO VII

A los Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos de Francia que están en comunión y gracia con la Sede Apostólica.
Papa Pío VII. 

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica. 

1. Son tantos y tan distinguidos los méritos que todos vosotros en general, y cada uno en particular, tenéis para con la Religión Católica, que por esta razón habéis sido siempre calurosamente alabados con toda razón por Nos y por Nuestro Predecesor Pío VI, de feliz memoria, por los especiales testimonios dignos de admirable virtud.

2. Aunque son grandes y gloriosas las obras que hasta ahora se han realizado en beneficio de la Iglesia y de los fieles, sin embargo, las circunstancias de los tiempos Nos obligan a indicaros que aún no habéis terminado ese camino de mérito y gloria al que las disposiciones de la divina Providencia han reservado vuestra virtud en estos tiempos. Es necesario añadir, Venerables Hermanos, sacrificios aún mayores a los sacrificios anteriores por los que tanto honor os habéis hecho: vuestros méritos pasados para con la Iglesia Católica alcanzarán su cumbre con méritos aún mayores. La conservación de la unidad de la santa Iglesia y el restablecimiento en Francia de la Religión Católica exigen ahora de vosotros una nueva demostración de virtud y grandeza de ánimo, por la cual el mundo entero sabrá además que aquellas santísimas solicitaciones de que habéis sido encendidos en favor de la Iglesia no se han dirigido a vuestro provecho, sino única y verdaderamente al interés de la Iglesia.

Es necesario que renunciéis voluntariamente a vuestras sedes episcopales; es necesario que las entreguéis libremente en Nuestras manos. Esto es ciertamente una gran cosa, Venerables Hermanos; pero es tal que necesariamente debemos exigirlo y vosotros debéis cumplirlo para reordenar la situación de la Iglesia en Francia. Comprendemos bien cuánto debe costar a vuestro amor dejar esas ovejas que siempre os han sido tan queridas y por cuya salvación habéis dedicado tantos cuidados: para ellas, aunque estén lejos, os habéis provisto con tanta solicitud. Pero cuanto más amargo sea para vosotros este sacrificio, tanto más aceptable será para Dios. De Él debéis esperar una recompensa igual a vuestro pesar, igual a Su amplitud en la remuneración. Nosotros, pues, con todo el ímpetu de Nuestra alma, exhortamos a vuestra virtud a ofrecer tal sacrificio con ánimo fuerte y dispuesto para conservar la unidad: os lo rogamos, os lo suplicamos, os lo imploramos por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo. 

3. El conocimiento de la singular doctrina y especiosa virtud que siempre hemos admirado en vosotros, incluso en las circunstancias más difíciles de la Iglesia, nos asegura que nos enviaréis inmediatamente las cartas de vuestra libre renuncia; No nos permite sospechar que entre los sabios y virtuosos pastores de las Iglesias francesas pueda haber algunos que deseen retrasarlo, aunque sólo sea por poco tiempo, sino que, por el contrario, con un espíritu lleno de celo y constancia, cada uno se conformará a Nuestras paternales sugerencias, siguiendo el noble ejemplo de San Gregorio Nacianceno cuando dejó el obispado de Constantinopla. Y a decir verdad, en la situación en la que actualmente nos encontramos, no hay razón para dudar de que alguno de vosotros quiera oponerse a Nuestras propuestas y a Nuestras oraciones, sólo que recordéis lo que ha sido la orientación constante de la Iglesia y fue inculcado por San Agustín contra Cresconio en el Libro XI: "No somos obispos para nosotros mismos, sino para aquellos en cuyo nombre administramos la palabra y el Sacramento del Señor; por lo tanto, según lo exija la necesidad para gobernarlos sin escándalo, debemos por esta regla ser o no ser obispos, por la razón de que lo somos no para nosotros mismos, sino para los demás".

Bien sabéis, Venerables Hermanos, que muchos prelados notables de la Iglesia, para conformarse con el propósito de la Iglesia de preservar la unidad, abandonaron espontáneamente sus sedes; unos trescientos obispos católicos, poco antes de la tan celebrada Conferencia Cartaginesa, declararon que estaban dispuestos, y de hecho se creían obligados, a renunciar a sus obispados si se creía que su renuncia sería útil para eliminar el cisma de los donatistas. (San Agustín, De gestis cum emerito, Acta Collat. Carthag., tomo I, Concil. Balutii). Tales ejemplos, sin duda, están ante los ojos y fijos en el corazón de gran número de vosotros, Venerables Hermanos, que en carta de 3 de mayo de 1791 dirigida a Pío VI, Nuestro predecesor de feliz memoria, declararon estar dispuestos y prontos a renunciar a las Iglesias si el bien de la Religión lo exigiese: propósito que aquel sapientísimo Pontífice atribuyó al mayor elogio de los mismos Obispos (en la Hoja de las facultades concedidas el 20 de septiembre de 1791 a los Arzobispos de Lyon, París, Viena, etc.). Tampoco han faltado entre vosotros, incluso en estos últimos tiempos, quienes con sus cartas Nos han señalado también que harían con gusto lo mismo si lo creyeran necesario para preservar la Religión en Francia. Ahora, pues, encontrándoos en tal circunstancia, en la que la libre renuncia de vuestras sedes es ante todo necesaria para el bien de la Religión Católica, no podemos dudar en lo más mínimo de que no estéis a punto de rendir este acto de homenaje a Dios, y de ofrecer este nuevo sacrificio como vosotros mismos reconocéis que estáis obligados a ofrecerlo; y hace ya mucho tiempo que, para gran alabanza vuestra, declarasteis que estabais dispuestos a hacerlo si la utilidad de la Iglesia lo requería. 

4. Por lo tanto, como estamos seguros, por la opinión que siempre hemos tenido de vuestra fe y virtud, de que, después de haber leído Nuestra carta, aceptaréis mansamente y sin demora Nuestras exhortaciones, para aumentar vuestros méritos para con la Iglesia y conservar la unidad de la misma en Francia, ante todo os felicitamos por la gloria inmortal que resultará de esta noble demostración de virtud, religión y reverencia que ahora debéis dar a toda la Iglesia. Esta gloria será de gran importancia, y debe anteponerse a las demás alabanzas que os habéis ganado al encontrar tantos peligros, soportando tantas calamidades con tan luminosa constancia para conservar la Religión en las Iglesias que os han sido confiadas, como escribe el mismo San Agustín en su carta a Castorio: "Es mucho más glorioso haber dejado la carga del episcopado para evitar peligros a la Iglesia, que haberla asumido para gobernarla" (Epistola 69, Edición de Maurin). 

En segundo lugar, os felicitamos por las copiosas recompensas que este sacrificio vuestro os asegurará del Dios que recompensa a los buenos. "Pues (como escribe el citado San Gregorio Nacianceno) los que renuncian a las sedes no perderán a Dios, sino que tendrán una silla suprema más sublime y más segura que éstas" (Orat. 32, tomo I opp., Edit, Bally). 

Por último, os felicitamos, considerando las muchas ventajas que aportarán abundantemente a todo el sacerdocio estos memorables ejemplos de una mente nada solícita por sus propias cosas, sino sólo por las de Dios y de la Iglesia: estos testimonios de obediencia, humildad, fe (en una palabra: de santidad episcopal), con los que coronaréis vuestro episcopado. Esta virtud vuestra cerrará seguramente las bocas mentirosas de los detractores del sacerdocio que, a fuerza de calumnias, insinúan que en los ministros del santuario no hay más que pompa, codicia y orgullo. Este nuevo elogio con el que resplandeceréis obligará incluso a los más reacios a admirar vuestra virtud: se verán obligados a decir de la Iglesia lo que el propio San Agustín dice en la citada carta a Castorio: "En las entrañas de la Iglesia se encuentran quienes no buscan sus propios intereses, sino los de Jesucristo". 

5. Nos vemos obligados por la urgente necesidad de los tiempos (que también en este asunto ejerce su fuerza hacia Nosotros) a recordaros la urgente necesidad de que Vosotros deis una respuesta escrita a esta carta en un plazo de al menos diez días, y que esta respuesta sea confiada a la persona que os entregará esta carta, de lo cual Vosotros deberéis asegurarnos con un documento auténtico que la habéis recibido. Por las mismas razones de urgencia, también es necesario deciros que la respuesta que deis a esta carta nuestra debe ser absolutamente completa y no dilatoria, de modo que si no dais una respuesta completa en el plazo de diez días (e insistimos en que enviéis tal respuesta), sino que nos contestáis con cartas dilatorias, nos veremos obligados a considerar que os estáis negando a cumplir con nuestras peticiones. 

6. Esperamos que no os comportaréis así por el deseo, con el que estáis admirablemente inflamados, de conservar la Religión y de conciliar la paz de toda la Iglesia; y esperamos aún más que vuestra piedad, propia de los niños, vuestro debido homenaje a Nos y ese cuidado con el que siempre habéis demostrado prestar la ayuda de vuestra virtud a Nuestra debilidad en la gran carga de los compromisos por los que estamos agobiados. Por el contrario, estamos seguros de que cumpliréis Nuestras recomendaciones con un espíritu pronto y dispuesto, por el cual, para consolidar el bien de la Iglesia, estamos obligados a estimular vuestra virtud con tal tensión de espíritu. Además, puesto que debéis saber, fortalecidos por vuestra sabiduría, que si rechazáis Nuestras peticiones encaminadas a remover todo obstáculo que se oponga a la conservación de la Religión Católica en Francia y a restablecer la tranquilidad en la Iglesia (lo decimos con dolor, pero en el grave peligro que se cierne sobre la Iglesia es preciso decirlo explícitamente), tendremos necesariamente que adoptar aquellas medidas por medio de las cuales puedan removerse todos los impedimentos y la Religión pueda realizar plenamente un bien tan grande. 

7. Con respecto a Nuestra inclinación y a la benevolencia con que siempre os hemos estrechado a Nuestro seno, Venerables Hermanos, y con respecto a la opinión y consideración que siempre hemos tenido de vuestra virtud, dignidad y méritos, creemos que estáis tan persuadidos de ello que sería superflua cualquier otra explicación, ya que nada hemos omitido por Nuestra parte para alejar de vosotros la amargura de tanto pesar. Pero hay que confesar con gran dolor que ninguno de Nuestros cuidados, ninguno de Nuestros trabajos ha podido resistir a la necesidad de los tiempos, a la cual nos hemos visto obligados a someternos, para que por medio de este sacrificio vuestro se proveyera a la Religión Católica. Puestas las cosas en su justo término, hubiera podido parecer que agraviábamos vuestra fe si os hubiéramos inducido a pensar que anteponíais vuestros propios intereses a la conservación y utilidad de la Iglesia, y que hubierais olvidado lo que San Agustín escribió en nombre de los obispos africanos al tribuno Marcelino cuando declaró que aquellos prelados estaban dispuestos a renunciar al episcopado: "¿Y por qué habríamos de tener dificultad en ofrecer a Nuestro Redentor el sacrificio de esta humillación? En efecto, Él descendió del cielo en miembros humanos para que nosotros nos convirtiéramos en sus miembros, y nosotros, ¿no sea que sus propios miembros sean desgarrados por una cruel división, debamos temer bajar de la Silla? Nada es más gratificante para nosotros que ser cristianos fieles y obedientes. Lo somos siempre, pero en cuanto a ser Obispos, hemos sido ordenados tales por el bien de los pueblos cristianos. Por lo tanto, hacemos de nuestro episcopado aquello que beneficia a la paz cristiana de los pueblos cristianos. Si somos siervos útiles, ¿por qué razón hemos de privarnos de las recompensas eternas del Señor para conservar nuestros privilegios temporales? La dignidad episcopal nos será más fecunda si, una vez depuesta, reúne más estrechamente el rebaño de Cristo, en vez de dispersarlo, si se conserva. Pues ¿con qué valor esperaremos obtener el honor prometido por Cristo en el siglo futuro si en este siglo nuestro honor impide la unidad de los cristianos?" (Epístola 28, tomo II, op. cit., Edit. Maurin). 

8. Por lo tanto, Nosotros, no dudando en lo más mínimo de que Vos, considerando vuestra religión y vuestra sabiduría, proveeréis a las necesidades de la Iglesia y al beneficio de los fieles, rogamos a Dios Todopoderoso el Gran Máximo, que fortalezca vuestra virtud, para que con mayor afán, como conviene a los felices donantes, Os prometemos, en la medida de Nuestras posibilidades, que nos esforzaremos por proveeros de la mejor manera posible, y como prenda de Nuestra paternal caridad os impartimos afectuosamente la Bendición Apostólica. 

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 15 de agosto de 1801, segundo año de Nuestro Pontificado.

domingo, 17 de junio de 2001

PABLO VI: HOMENAJE A LA MADRE DE DIOS, Y MADRE NUESTRA, LA VIRGEN MARÍA EN TIERRA SANTA (5 DE ENERO DE 1964)


PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA

FILIAL HOMENAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI

A LA MADRE DE DIOS, Y MADRE NUESTRA, LA VIRGEN MARÍA

Iglesia de la Anunciación de Nazaret

Domingo 5 de enero de 1964

En Nazaret, Nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:

— para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad

— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a la Reina. beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.

En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la confianza de la perfección humana;

— y en seguida, le presentaremos nuestros oraciones por todo lo que más llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor y de intercesión:

— la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia Ella,

— la oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la visión de Dios;

— y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús.

Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.

Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la "letra", cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—. Este es el "espíritu".

Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!

Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.

Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.

Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.

Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del "Hijo del Carpintero", cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!

He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.

Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley del Amor. El se enseño a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.

Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y vivirla.

Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de nuestro tiempo. Diríase que nos dice:

Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu„ sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo.

Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.

Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio el vértice de la grandeza.

Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.

Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.

No quedaremos engañados para siempre.

Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina.

Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacernos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría, un nuevo valor.


sábado, 16 de junio de 2001

DISCURSO DE JUAN PABLO II EN LA INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO (28 DE ENERO DE 1979)


VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,

MÉXICO Y BAHAMAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN LA INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA GENERAL

DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

Puebla, México

Domingo 28 de enero de 1979

Amados hermanos en el Episcopado:

Esta hora que tengo la dicha de vivir con vosotros, es ciertamente histórica para la Iglesia en América Latina. De esto es consciente la opinión pública mundial, son conscientes los fieles de vuestras Iglesias locales, sois conscientes sobre todo vosotros que seréis protagonistas y responsables de esta hora.

Es también una hora de gracia, señalada por el paso del Señor, por una particularísima presencia y acción del Espíritu de Dios. Por eso hemos invocado con confianza a este Espíritu, al principio de los trabajos. Por esto también quiero ahora suplicaros como un hermano a hermanos muy queridos: todos los días de esta Conferencia y en cada uno de sus actos, dejaos conducir por el Espíritu, abríos a su inspiración y a su impulso; sea El y ningún otro espíritu el que os guíe y conforte.

Bajo este Espíritu, por tercera vez en los veinticinco últimos años, obispos de todos los países, representando al Episcopado de todo el continente latinoamericano, os congregáis para profundizar juntos el sentido de vuestra misión ante las exigencias nuevas de vuestros pueblos.

La Conferencia que ahora se abre, convocada por el venerado Pablo VI, confirmada por mi inolvidable predecesor Juan Pablo I y reconfirmada por mí como uno de los primeros actos de mi Pontificado, se conecta con aquella, ya lejana, de Río de Janeiro que tuvo como su fruto más notable el nacimiento del CELAM. Pero se conecta aún más estrechamente con la II Conferencia de Medellín, cuyo décimo aniversario conmemora.

En estos diez años, cuánto camino ha hecho la humanidad, y con la humanidad y a su servicio, cuánto camino ha hecho la Iglesia. Esta III Conferencia no puede desconocer esa realidad. Deberá, pues, tomar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tienen de positivo, pero sin ignorar las incorrectas interpretaciones a veces hechas y que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición.

Os servirá de guía en vuestros debates el Documento de Trabajo, preparado con tanto cuidado para que constituya siempre el punto de referencia.

Pero tendréis también entre las manos la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI. Con qué complacidos sentimientos el gran Pontífice aprobó como tema de la Conferencia: “El presente y el futuro de la evangelización en América Latina”!

Lo pueden decir los que estuvieron cerca de él en los meses de preparación de la Asamblea. Ellos podrán dar testimonio también de la gratitud con la cual él supo que el telón de fondo de toda la Conferencia sería este texto, en el cual puso toda su alma de Pastor, en el ocaso de su vida. Ahora que él “cerró los ojos a la escena de este mundo” ese Documento se convierte en un testamento espiritual que la Conferencia habrá de escudriñar con amor y diligencia para hacer de él otro punto de referencia obligatoria y ver cómo ponerlo en práctica. Toda la Iglesia os está agradecida por el ejemplo que dais, por lo que hacéis, y que quizás otras Iglesias locales harán a su vez.

El Papa quiere estar con vosotros en el comienzo de vuestros trabajos, agradecido al “Padre de las luces de quien desciende todo don perfecto” (St 1,17), por haber podido acompañaros en la solemne Misa de ayer, bajo la mirada materna de la Virgen de Guadalupe, así como en la Misa de esta mañana. Muy a gusto me quedaría con vosotros en oración, reflexión y trabajo: permaneceré, estad seguros en espíritu, mientras me reclama en otra parte la “sollicitudo omnium Ecclesiarum: preocupación por todas las Iglesias” (2Co 11, 28). Quiero al menos, antes de proseguir mi visita pastoral por México y antes de regresar a Roma, dejaros como prenda de mi presencia espiritual algunas palabras, pronunciadas con ansias de Pastor y afecto de Padre, eco de las principales preocupaciones mías respecto al tema que habéis de tratar y respecto a la vida de la Iglesia en estos queridos países.


I. MAESTROS DE LA VERDAD

Es un gran consuelo para el Pastor universal constatar que os congregáis aquí, no como un simposio de expertos, no como un parlamento de políticos, no como un congrego de científicos o técnicos, por importantes que puedan ser esas reuniones, sino como un fraterno encuentro de Pastores de la Iglesia. Y como Pastores tenéis la viva conciencia de que vuestro deber principal es el de ser maestros de la verdad. No de una verdad humana y racional, sino de la Verdad que viene de Dios; que trae consigo el principio de la auténtica liberación del hombre: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32); esa verdad que es la única en ofrecer una base sólida para una “praxis” adecuada.

I. 1. Vigilar por la pureza de la doctrina, base en la edificación de la comunidad cristiana, es pues, junto con el enuncio del Evangelio, el deber primero e insustituible del Pastor, del Maestro de la fe. Con cuánta frecuencia ponía esto de relieve San Pablo, convencido de la gravedad en el cumplimiento de este deber (cf 1Tim 1,3-7; 18-20; 11,16; 2Tim 1, 4-14). Además de la unidad en la caridad, nos urge siempre la unidad en la verdad. El amadísimo Papa Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, expresaba: “El evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón: esto es lo que la gente va buscando cuando anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo... El predicador del evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar... Pastores del Pueblo de Dios: nuestro servicio pastora! nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad, sin reparar en sacrificios” (Evangelii nuntiandi, 78).

Verdad sobre Jesucristo

I. 2. De vosotros, Pastores, los fieles de vuestros países esperan y reclaman ante todo una cuidadosa y celosa transmisión de la verdad sobre Jesucristo. Esta se encuentra en el centro de la evangelización y constituye su contenido esencial: “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (ib., 22).

Del conocimiento vivo de esta verdad dependerá el vigor de la fe de millones de hombres. Dependerá también el valor de su adhesión a la Iglesia y de su presencia activa de cristianos en el mundo. De este conocimiento derivarán opciones, valores, actitudes y comportamientos capaces de orientar y definir nuestra vida cristiana y de crear hombres nuevos y luego una humanidad nueva por la conversión de la conciencia individual y social (cf. ib., 18).

De una sólida cristología tiene que venir la luz sobre tantos temas y cuestiones doctrinales y pastorales que os proponéis examinar en estos días.

I. 3. Hemos pues de confesar a Cristo ante la historia y ante el mundo con convicción profunda, sentida, vivida, como lo confesó Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).

Esta es la Buena Noticia en un cierto sentido única: la Iglesia vive por ella y para ella, así como saca de ella todo lo que tiene para ofrecer a los hombres, sin distinción alguna de nación, cultura, raza, tiempo, edad o condición. Por eso “desde esa confesión (de Pedro), la historia de la Salvación sagrada y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión” (Homilía de Juan Pablo II en el comienzo solemne del Pontificado, 22 de octubre de 1978)

Este es el único Evangelio y “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto... sea anatema!”, como escribía con palabras bien claras el Apóstol (Ga 1,6).

I. 4. Ahora bien, corren hoy por muchas partes –el fenómeno no es nuevo– “relecturas” del Evangelio, resultado de especulaciones teóricas más bien que de auténtica meditación de la Palabra de Dios y de un verdadero compromiso evangélico. Ellas causan confusión al apartarse de los criterios centrales de la fe de la Iglesia y se cae en la temeridad de comunicarlas, a manera de catequesis, a las comunidades cristianas.

En algunos casos o se silencia la divinidad de Cristo, o se incurre de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo sería solamente un “profeta”, un anunciador del reino y del amor de Dios, pero no el verdadero Hijo de Dios, ni sería por tanto el centro y el objeto del mismo mensaje evangélico.

En otros casos se pretende mostrar a Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso implicado en la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazaret, no se compagina con la catequesis de la Iglesia. Confundiendo el pretexto insidioso de los acusadores de Jesús con la actitud de Jesús mismo –bien diferente– se aduce como causa de su muerte el desenlace de un conflicto político y se calla la voluntad de entrega del Señor y aun la conciencia de su misión redentora. Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yavé (cf. Mt 4, 8; Lc 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cf. Mt 22,21; Mc 12, 17; Jn 18, 36). Rechaza inequívocamente el recurso a la violencia. Abre su mensaje de conversión a todos, sin excluir a los mismos publicanos. La perspectiva de su misión es, mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cf. Lumen gentium, 8).

I. 5. Contra tales “relecturas” pues, y contra sus hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes, que de ellas derivan, “la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina” no puede cesar de afirmar la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios, se hace hombre para acercarse el hombre y brindarle, por la fuerza de su misterio, la salvación, gran don de Dios (cf. Evangelii nuntiandi, 19 y 17).

Es esta la fe que ha informado vuestra historia y ha plasmado lo mejor de los valores de vuestros pueblos y tendrá que seguir animando, con todas las energías, el dinamismo de su futuro. Es esta la fe que revela la vocación de concordia y unidad que ha de desterrar los peligros de guerras en este continente de esperanza, en el que la Iglesia ha sido tan potente factor de integración. Esta fe, en fin, que con tanta vitalidad y de tan variados modos expresan los fieles de América Latina a través de la religiosidad o piedad popular.

Desde esta fe en Cristo, desde el seno de la Iglesia, somos capaces de servir al hombre, a nuestros pueblos, de penetrar con el Evangelio su cultura, transformar los corazones, humanizar sistemas y estructuras.

Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la evangelización. “Hoy, bajo el pretexto de una piedad que es falsa, bajo la apariencia engañosa de una predicación evangélica, se intenta negar al Señor Jesús”, escribía un gran obispo en medio de las duras crisis del siglo IV. Y agregaba: “Yo digo la verdad, para que sea conocido de todos la causa de la desorientación que sufrimos. No puedo callarme” (San Hilario de Poitiers, Ad Ausentium, 1-4). Tampoco vosotros, obispos de hoy, cuando estas confusiones se dieren, podéis callar.

Es la recomendación que el Papa Pablo VI hacía en el discurso de apertura de la Conferencia de Medellín: “Hablad, hablad, predicad, escribid, tomad posiciones, como se dice, en armonía de planes y de intenciones, acerca de las verdades de la fe, defendiéndolas e ilustrándolas, de la actualidad del Evangelio, de las cuestiones que interesan la vida de los fieles y la tutela de las costumbres cristianas...” (Inauguración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, I).

No me cansaré yo mismo de repetir, en cumplimiento de mi deber de evangelizador, a la humanidad entera: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y el desarrollo.

Verdad sobre la misión de la Iglesia

I. 6. Maestros de la verdad, se espera de vosotros que proclaméis sin cesar, y con especial vigor en esta circunstancia, la verdad sobre la misión de la Iglesia, objeto del Credo que profesamos, y campo imprescindible y fundamental de nuestra fidelidad. El Señor la instituyó como comunidad de vida, de caridad, de verdad (cf. Lumen gentium, 9) y como cuerpo, pléroma y sacramento de Cristo en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. ib., 7).

La Iglesia nace de la respuesta de fe que nosotros damos a Cristo. En efecto, es por la acogida sincera a la Buena Nueva, que nos reunimos los creyentes en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo (cf. Evangelii nuntiandi, 13). La Iglesia es “congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz” (Lumen gentium, 9).

Pero por otra parte nosotros nacemos de la Iglesia: ella nos comunica la riqueza de vida y de gracia de que es depositaria, nos engendra por el bautismo, nos alimenta con los sacramentos y la Palabra de Dios, nos prepara para la misión, nos conduce al designio de Dios, razón de nuestra existencia como cristianos. Somos sus hijos. La llamamos con legítimo orgullo nuestra Madre, repitiendo un título que viene de los primeros tiempos y atraviesa los siglos (cf. Henri de Lubac, Meditation sur l'Eglise).

Hay pues que llamarla, respetarla, servirla, porque “no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre” (San Cipriano, De la unidad, 6, 8), “no es posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia a quien Cristo ama” (Evangelii nuntiandi, 16), y “en la medica en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo” (San Agustín, In Ioanenem tract., 32, 8).

El amor a la Iglesia tiene que estar hecho de fidelidad y de confianza. En el primer discurso de mi pontificado, subrayando el propósito de fidelidad al Concilio Vaticano II y la voluntad de volcar mis mejores cuidados en el sector de la eclesiología, invité a tomar de nuevo en mano la Constitución Dogmática Lumen gentium para meditar “con renovado afán sobre la naturaleza y misión de la Iglesia. Sobre su modo de existir y actuar... No sólo para lograr aquella comunión de vida en Cristo de todos los que en él creen y esperan, sino para contribuir a hacer más amplia y estrecha la unidad de toda la familia humana” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978; L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española, 22 de octubre de 1978, pág. 3).

Repito ahora la invitación, en este momento trascendental de la evangelización en América Latina: “la adhesión a este documento del Concilio, tal como resulta iluminado por la Tradición y que contiene las fórmulas dogmáticas dadas hace un siglo por el Concilio Vaticano I, será para nosotros, Pastores y fieles, el camino cierto y el estímulo constante –digámoslo de nuevo– en orden a caminar por las sendas de la vida y de la historia” (ib.).

I. 7. No hay garantía de una acción evangelizadora seria y vigorosa, sin una eclesiología bien cimentada.

Primero, porque evangelizar es la misión esencial, la vocación propia, la identidad más profunda de la Iglesia, a su vez evangelizada (cf. Evangelii nuntiandi, 14-15; Lumen gentium, 5). Enviada por el Señor, ella envía a su vez a los evangelizadores a predicar, “no a sí mismos, sus ideas personales, sino un evangelio del que ni ella, ni ellos son dueños y propietarios absolutos para disponer de él a su gusto” (Evangelii nuntiandi, 15). Segundo, porque “evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial, un acto de la Iglesia” (ib., 60) que está sujeta no al “poder discrecional de criterios y perspectivas individualistas, sino de la comunión con la Iglesia y sus Pastores” (ib., 60).Por eso una visión correcta de la Iglesia es fase indispensable para una justa visión de la evangelización.

Cómo podría haber una auténtica evangelización, si faltase un acatamiento pronto y sincero al sagrado Magisterio, con la clara conciencia de que sometiéndose a él el Pueblo de Dios no acepta una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios? (cf. 1Tes 2,13; Lumen gentium, 12) “Hay que tener en cuenta la importancia 'objetiva' de este Magisterio y también defenderlo de las insidias que en estos tiempos, aquí y allá, se tienden contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978).

Conozco bien vuestra adhesión y disponibilidad a la Cátedra de Pedro y el amor que siempre le habéis demostrado. Os agradezco de corazón, en el nombre del Señor, la profunda actitud eclesial que esto implica y os deseo el consuelo de que también vosotros contéis con la adhesión leal de vuestros fieles.

I. 8. En la amplia documentación, con la que habéis preparado esta Conferencia, particularmente en las aportaciones de numerosas Iglesias, se advierte a veces un cierto malestar respecto de la interpretación misma de la naturaleza y misión de la Iglesia. Se elude por ejemplo a la separación que algunos establecen entre Iglesia y Reino de Dios. Este, vaciado de su contenido total, es entendido en sentido más bien secularista: al Reino no se llegaría por la fe y la pertenencia a la Iglesia, sino por el mero cambio estructural y el compromiso socio-político. Donde hay un cierto tipo de compromiso y de praxis por la justicia, allí estaría ya presente el Reino. Se olvida de este modo que: “la Iglesia... recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino” (Lumen gentium, 5).

En una de sus hermosas catequesis, el Papa Juan Pablo I, hablando de la virtud de la esperanza, advertía: “es un error afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis”.

Se genera en algunos caves una actitud de desconfianza hacia la Iglesia “institucional” u “oficial”, calificada como alienante, a la que se opondría otra Iglesia popular “que nace del pueblo” y se concreta en los pobres. Estas posiciones podrían tener grados diferentes, no siempre fáciles de precisar, de conocidos condicionamientos ideológicos. El Concilio ha hecho presente cuál es la naturaleza y misión de la Iglesia. Y como se contribuye a su unidad profunda y a su permanente construcción por parte de quienes tienen a su cargo los ministerios de la comunidad, y han de contar con la colaboración de todo el Pueblo de Dios. En efecto, “si el evangelio que proclamamos aparece desgarrado, por querellas doctrinales, polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia e incluso a causa de distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, cómo pretender que aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados, desorientados, si no escandalizados?” (Evangelii nuntiandi, 77).

Verdad sobre el hombre

I. 9. La verdad que debemos al hombre es, ante todo, una verdad sobre él mismo. Como testigos de Jesucristo somos heraldos, portavoces, siervos de esta verdad que no podemos reducir a los principios de un sistema filosófico o a pura actividad política; que no podemos olvidar ni traicionar.

Quizás una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.

¿Cómo se explica esa paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser –el absoluto– y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser. La Constitución Pastoral Gaudium et spes toca el fondo del problema cuando dice: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (núm. 22).

La Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar. La afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como imagen de Dios, irreductible a una simple parcela de la naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana (cf. ib., 12, 3 y 14, 2). En este sentido, escribía San Ireneo: “La gloria del hombre es Dios, pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría, de su poder es el hombre” (Tratado contra las herejías, libro III, 20, 2-3).

A este fundamento insustituible de la concepción cristiana del hombre, me he referido en particular en mi Mensaje de Navidad: “Navidad es la gesta del hombre... El hombre, objeto de cálculo, considerado bajo la categoría de la cantidad... y al mismo tiempo, uno, único e irrepetible... alguien eternamente ideado y eternamente elegido: alguien llamado y denominado por su nombre” (Mensaje de Navidad, I).

Frente a otros tantos humanismos, frecuentemente cerrados en una visión del hombre estrictamente económica, biológica o síquica, la Iglesia tiene el derecho y el deber de proclamar la verdad sobre el hombre, que ella recibió de su maestro Jesucristo. Ojalá ninguna coacción externa le impida hacerlo. Pero, sobre todo, ojalá no deje ella de hacerlo por temores, o dudas, por haberse dejado contaminar por otros humanismos, por falta de confianza en su mensaje original.

Cuando pues un Pastor de la Iglesia anuncia con claridad y sin ambigüedades la verdad sobre el hombre, revelada por aquél mismo que “sabía lo que había en el hombre” (Jn 2, 25), debe animarlo la seguridad de estar prestando el mejor servicio al ser humano.

Esta verdad completa sobre el ser humano constituye el fundamento de la enseñanza social de la Iglesia, así como es la base de la verdadera liberación. A la luz de esta verdad, no es el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos procesos están ordenados al hombre y sometidos a él.

De este encuentro de Pastores saldrá, sin duda, fortificada esta verdad sobre el hombre que enseña la Iglesia.


II. SIGNOS Y CONSTRUCTORES DE LA UNIDAD

Vuestro servicio pastoral a la verdad se completa por un igual servicio a la unidad.

Unidad entre los obispos

II. 1 Esta será ante todo unidad entre vosotros mismos, los obispos. “Debemos guardar y mantener esta unidad –escribía el obispo San Cipriano en un momento de graves amenazas a la comunión entre los obispos de su país– sobre todo nosotros, los obispos que presidimos en la Iglesia, a fin de testimoniar que el Episcopado es uno e indivisible. Que nadie engañe a los fieles ni altere la verdad. El Episcopado es uno...” (De la unidad de la Iglesia, 6-8).

Esta unidad episcopal viene no de cálculos y maniobras humanas sino de lo alto: del servicio a un único Señor, de la animación de un único Espíritu, del amor a una única y misma Iglesia. Es la unidad que resulta de la misión que Cristo nos ha confiado, que en el continente latinoamericano se desarrolla desde hace casi medio milenio y que vosotros lleváis adelante con ánimo fuerte en tiempos de profundas transformaciones, mientras nos acercamos al final del segundo milenio de la redención y de la acción de la Iglesia. Es la unidad en torno al Evangelio, del Cuerpo y de la Sangre del Cordero, de Pedro vivo en sus Sucesores, señales todas diversas entre sí, pero todas tan importantes, de la presencia de Jesús entre nosotros.

¡Cómo habéis de vivir, amados hermanos, esta unidad de Pastores, en esta Conferencia que es por sí misma señal y fruto de una unidad que ya existe, pero también anticipo y principio de una unidad que debe ser aún más estrecha y sólida! Comenzáis estos trabajos en clima de unidad fraterna: sea ya esta unidad un elemento de evangelización.

Unidad con los sacerdotes, religiosos, pueblo fiel

II. 2. La unidad de los obispos entre sí se prolonga en la unidad con los presbíteros, religiosos y fieles. Los sacerdotes son los colaboradores inmediatos de los obispos en la misión pastora!, que quedaría comprometida si no reinase entre ellos y los obispos esa estrecha unidad.

Sujetos especialmente importantes de esa unidad, serán asimismo los religiosos y religiosas. Sé bien cómo ha sido y sigue siendo importante la contribución de los mismos a la evangelización en América Latina. Aquí llegaron en los albores del descubrimiento y de los primeros pesos de casi todos los países. Aquí trabajaron continuamente al lado del clero diocesano. En diversos países más de la mitad, en otros, la gran mayoría del presbiterio está formado por religiosos. Bastaría esto para comprender cuanto importa, aquí más que en otras partes del mundo, que los religiosos no sólo acepten, sino busquen lealmente una indisoluble unidad de miras y de acción con los obispos. A éstos confió el Señor la misión de apacentar el rebaño. A ellos corresponde bazar los caminos para la evangelización. No les puede, no les debe faltar la colaboración, a la vez responsable y activa, pero también dócil y confiada de los religiosos, cuyo carisma hace de ellos agentes tanto más disponibles al servicio del Evangelio. En esa línea grava sobre todos, en la comunidad eclesial, el deber de evitar magisterios paralelos, eclesialmente inaceptables y pastoralmente estériles.

Sujetos asimismo de esa unidad son los seglares, comprometidos individualmente o asociados en organismos de apostolado para en la difusión del reino de Dios. Son ellos quienes han de consagrar el mundo a Cristo en medio de las tareas cotidianas y en las diversas funciones familiares y profesionales, en íntima unión y obediencia a los legítimos Pastores.

Ese don precioso de la unidad eclesial debe ser salvaguardado entre todos los que forman parte del Pueblo peregrino de Dios, en la línea de la Lumen gentium.


III. DEFENSORES Y PROMOTORES D ELA DIGNIDAD

III. 1. Quienes están familiarizados con la historia de la Iglesia, saben que en todos los tiempos ha habido admirables figuras de obispos profundamente empeñados en la promoción y en la valiente defensa de la dignidad humana de aquellos que el Señor les había confiado. Lo han hecho siempre bajo el imperativo de su misión episcopal, porque para ellos la dignidad humana es un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grande ofensa al Creador.

Esta dignidad es conculcada, a nivel individual, cuando no son debidamente tenidos en cuenta valores como la libertad, el derecho a profesar la religión, la integridad física y síquica, el derecho a los bienes esenciales, a la vida... Es conculcada, a nivel social y político, cuando el hombre no puede ejercer su derecho de participación o es sujeto a injustas e ilegítimas coerciones, o sometido a torturas físicas o síquicas, etc.

No ignoro cuántos problemas se plantean hoy en esta materia en América Latina. Como obispos no podéis desinteresaros de ellos. Sé que os proponéis llevar a cabo una seria reflexión sobre las relaciones e implicaciones existentes entre evangelización y promoción humana o liberación, considerando, en campo tan amplio e importante, lo específico de la presencia de la Iglesia.

Aquí es donde encontramos, llevados a la práctica concretamente, los temas que hemos abordado al hablar de la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.

III. 2. Si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser. El Señor delineó en la parábola del buen samaritano el modelo de atención a todas las necesidades humanas (cf. Lc 10, 29ss.), y declaró que en último término se identificará con los desheredados –enfermos, encarcelados, hambrientos, solitarios– a quienes se haya tendido la mano (cf. Mt 25, 31ss.). La Iglesia ha aprendido en esta y otras páginas del Evangelio (cf. Mc 6, 35-44) que su misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre (cf. Documento final del Sínodo de los Obispos, octubre de 1971; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de diciembre de 1971, págs. 6-9), y que entre evangelización y promoción humana hay lazos muy fuertes de orden antropológico, teológico y de caridad (cf. Evangelii nuntiandi, 31);de manera que “la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta personal y social del hombre” (ib., 29).

Tengamos presente, por otra parte, que la acción de la Iglesia en terrenos como los de la promoción humana, del desarrollo, de la justicia, de los derechos de la persona, quiere estar siempre al servicio del hombre; y al hombre tal como ella lo ve en la visión cristiana de la antropología que adopta. Ella no necesita pues recurrir a sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre: en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera, ella encuentra inspiración para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias, atentados a la libertad religiosa, agresiones contra el hombre y cuanto atenta a la vida (cf Gaudium et spes, 26, 27 y 29)

III. 3. No es pues por oportunismo ni por afán de novedad que la Iglesia, “experta en humanidad” (Pablo VI, Discurso a la ONU, 4 de octubre de 1965), es defensora de los derechos humanos. Es por un auténtico compromiso evangélico, el cual, como sucedió con Cristo, es compromiso con los más necesitados.

Fiel a este compromiso, la Iglesia quiere mantenerse libre frente a los opuestos sistemas, para optar sólo por el hombre. Cualesquiera sean las miserias o sufrimientos que aflijan al hombre; no a través de la violencia, de los juegos de poder, de los sistemas políticos, sino por medio de la verdad sobre el hombre camino hacia un futuro mejor.

III. 4. Nace de ahí la constante preocupación de la Iglesia por la delicada cuestión de la propiedad. Una prueba de ello son los escritos de los Padres de la Iglesia a través del primer milenio del cristianismo (San Ambrosio, De Nabuthae, cap. 12, núm. 53; PL 14, 747). Lo demuestra claramente la doctrina vigorosa de Santo Tomás de Aquino, repetida tantas veces. En nuestros tiempos, la Iglesia ha hecho apelación a los mismos principios en documentos de tan largo alcance como son las Encíclicas sociales de los últimos Papas. Con una fuerza y profundidad particular, habló de este tema el Papa Pablo VI en su Encíclica Populorum progressio (23-24; cf. también Mater et Magistra, 106).

Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana que no cesó de resonar a través de los siglos en medio de los más variados sistemas y condiciones socio-culturales, merece y necesita ser escuchada también en nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la creciente miseria de las masas.

Es entonces cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia, según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social. Con respecto a esta enseñanza, la Iglesia tiene una misión que cumplir: debe predicar, educar a las personas y a las colectividades, formar la opinión pública, orientar a los responsables de los pueblos. De este modo estará trabajando en favor de la sociedad, dentro de la cual este principio cristiano y evangélico terminará dando frutos de una distribución más justa y equitativa de los bienes, no sólo al interior de cada nación, sino también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles.

Aquellos sobre los cuales recae la responsabilidad de la vida pública de los Estados y naciones deberán comprender que la paz interna y la paz internacional sólo estará asegurada, si tiene vigencia un sistema social y económico basado sobre la justicia.

Cristo no permaneció indiferente frente a este vasto y exigente imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia. En el espíritu de la Iglesia, que es el espíritu de Cristo, y apoyados en su doctrina amplia y sólida, volvamos al trabajo en este campo.

Hay que subrayar aquí nuevamente que la solicitud de la Iglesia mira al hombre en su integridad.

Por esta razón, es condición indispensable para que un sistema económico sea justo, que propicie el desarrollo y la difusión de la instrucción pública y de la cultura. Cuanto más justa sea la economía, tanto más profunda será la conciencia de la cultura. Esto está muy en línea con lo que afirmaba el Concilio: que para alcanzar una vida digna del hombre, no es posible limitarse a tener más, hay que aspirar a ser más (Gaudium et spes, 35).

Bebed pues, hermanos, en estas fuentes auténticas. Hablad con el lenguaje del Concilio, de Juan XXIII, de Pablo VI: es el lenguaje de la experiencia, del dolor, de la esperanza de la humanidad contemporánea.

Cuando Pablo VI declaraba que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (Populorum progressio, 76), tenía presentes todos los lazos de interdependencia que existen no sólo dentro de las naciones, sino también fuera de ellas, a nivel mundial. El tomaba en consideración los mecanismos que, por encontrarse impregnados no de auténtico humanismo sino de materialismo, producen a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres.

No hay regla económica capaz de cambiar por sí misma estos mecanismos. Hay que apelar en la vida internacional a los principios de la ética, a las exigencias de la justicia, al mandamiento primero que es el del amor. Hay que dar la primacía a lo moral, a lo espiritual, a lo que nace de la verdad plena sobre el hombre.

He querido manifestaros estas reflexiones, que creo muy importantes, aunque no deben distraeros del tema central de la Conferencia: al hombre, a la justicia, llegaremos mediante la evangelización.

III. 5. Ante los dicho hasta aquí, la Iglesia ve con profundo dolor “el aumento masivo, a veces, de violaciones de derechos humanos en muchas partes del mundo... ¿Quién puede negar que hoy día hay personas individuales y poderes civiles que violan impunemente derechos fundamentales de la persona humana, tales como el derecho a nacer, el derecho a la vida, el derecho a la procreación responsable, al trabajo, a la paz, a la libertad y a la justicia social; el derecho a participar en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones? ¿Y qué decir cuando nos encontramos ante formas variadas de violencia colectiva, como la discriminación racial de individuos y grupos, la tortura física y sicológica de prisioneros y disidentes políticos? Crece el elenco cuando miramos los ejemplos de secuestros de personas, los raptos motivados por afán de lucro material que embisten con tanto dramatismo contra la vida familiar y trama social” (Mensaje del Papa Juan Pablo II a la ONU; L'Osservatore Romano, Edición en lengua Española, 24 de diciembre de 1978, pág. 13).Clamamos nuevamente: ¡Respetad al hombre! ¡El es imagen de Dios! ¡Evangelizad para que esto sea una realidad! Para que el Señor transforme los corazones y humanice los sistemas políticos y económicos, partiendo del empeño responsable del hombre.

III. 6. Hay que alentar los compromisos pastorales en este campo con una recta concepción cristiana de la liberación. La Iglesia siente el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, el deber de ayudar a que se consolide esta liberación (cf. Evangelii nuntiandi, 30); pero siente también el deber correspondiente de proclamar la liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús (cf. ib., 31). “Liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, ante todo, salvación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por El” (ib., 9). Liberación hecha de reconciliación y perdón. Liberación que arranca de la realidad de ser hijos de Dios, a quien somos capaces de llamar Abba, ¡Padre! (cf. Rm 8, 15), y por la cual reconocemos en todo hombre a nuestro hermano, capaz de ser transformado en su corazón por la misericordia de Dios. Liberación que nos empuja, con la energía de la caridad, a la comunión, cuya cumbre y plenitud encontramos en el Señor. Liberación como superación de las diversas servidumbres e ídolos que el hombre se forja y como crecimiento del hombre nuevo.

Liberación que dentro de la misión propia de la Iglesia no se reduzca a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, que no se sacrifique a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo (cf. Evangelii nuntiandi, 33)

Para salvaguardar la originalidad de la liberación cristiana a las energías que es capaz de desplegar, es necesario a toda costa, como lo pedía el Papa Pablo VI, evitar reduccionismos y ambigüedades: “La Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos” (ib., 32). Hay muchos signos que ayudan a discernir cuándo se trata de una liberación cristiana y cuándo, en cambio, se nutre más bien de ideologías que le sustraen la coherencia con una visión evangélica del hombre, de las cosas, de los acontecimientos (cf. ib., 35). Son signos que derivan ya de los contenidos que anuncian o de las actitudes concretas que asumen los evangelizadores. Es preciso observar, a nivel de contenidos, cuál es la fidelidad a la Palabra de Dios, a la Tradición viva de la Iglesia, a su Magisterio. En cuanto a las actitudes, hay que ponderar cuál es su sentido de comunión con los obispos, en primer lugar, y con los demás sectores del Pueblo de Dios; cuál es el aporte que se da a la construcción efectiva de la comunidad y cuál la forma de volcar con amor su solicitud hacia los pobres, los enfermos, los desposeídos, los desamparados, los agobiados y cómo descubriendo en ellos la imagen de Jesús “pobre y paciente se esfuerza en remediar sus necesidades y servir en ellos a Cristo” (Lumen gentium, 8). No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos, como por instinto evangélico, captan espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses.

Como veis, conserva toda su validez el conjunto de observaciones que sobre el tema de la liberación ha hecho la Evangelii nuntiandi.

III. 7. Cuanto hemos recordado antes constituye un rico y complejo patrimonio, que la Evangelii nuntiandi denomina doctrina social o enseñanza social de la Iglesia (cf. ib., 38). Esta nace a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo, a contacto con los desafíos que de ésas provienen. Tal doctrina social comporta por lo tanto principios de reflexión, pero también normas de juicio y directrices de acción (cf. Octogesima adveniens, 4.

Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.

Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia.

Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia, debe ser precioso instrumento de formación y de acción. Esto vale particularmente en relación con los laicos: “Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares”(Gaudium et spes, 43). Es necesario evitar suplantaciones y estudiar seriamente cuándo ciertas formas de suplencia mantienen su razón de ser. ¿No son los laicos los llamados, en virtud de su vocación en la Iglesia, a dar su aporte en las dimensiones políticas, económicas, y a estar eficazmente presentes en la tutela y promoción de los derechos humanos?


IV. ALGUNAS TAREAS PRIORITARIAS

Muchos temas pastorales, de gran significación, vais a considerar. El tiempo me impide aludir a ellos. A algunos me he referido o me referiré en los encuentros con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas, los laicos.

IV. 1. Los temas que aquí os señalo tienen, por diferentes motivos, una gran importancia. No dejaréis de considerarlos, entre tantos otros que vuestra clarividencia pastoral os indicará.

a) La familia: Haced todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar. Atended a campo tan prioritario con la certeza de que la evangelización en el futuro depende en gran parte de la “Iglesia doméstica”. Es la escuela del amor, del conocimiento de Dios, del respeto a la vida, a la dignidad del hombre. Es esta pastoral tanto más importante cuanto la familia es objeto de tantas amenazas. Pensad en las campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto, que destruyen la sociedad.

b) Las vocaciones sacerdotales y religiosas. En la mayoría de vuestros países, no obstante un esperanzador despertar de vocaciones, es un problema grave y crónico la falta de las mismas. La desproporción es inmensa entre el número creciente de habitantes y el de agentes de la evangelización. Importa esto sobremanera a la comunidad cristiana. Toda comunidad ha de procurar sus vocaciones, como señal incluso de su vitalidad y madurez. Hay que reactivar una intensa acción pastoral que, partiendo de la vocación cristiana en general, de una pastoral juvenil entusiasta, dé a la Iglesia los servidores que necesita. Las vocaciones laicales, tan indispensables, no pueden ser una compensación. Más aún, una de las pruebas del compromiso del laico es la fecundidad en las vocaciones a la vida consagrada.

c) La juventud: ¡Cuánta esperanza pone en ella la Iglesia! ¡Cuántas energías circulan en la juventud, en América Latina, que necesita la Iglesia! Cómo hemos de estar cerca de ella los Pastores, para que Cristo y la Iglesia, para que el amor del hermano calen profundamente en su corazón.

Conclusión

IV. 2. Al término de este mensaje no puedo dejar de invocar una vez más la protección de la Madre de Dios sobre vuestras personas y vuestro trabajo en estos días. El hecho de que este nuestro encuentro tenga lugar a la presencia espiritual de Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en México y en todos los otros países como Madre de la Iglesia en América Latina, es para mí un motivo de alegría y una fuente de esperanza. “Estrella de la evangelización”, sea ella vuestra guía en las reflexiones que haréis y en las decisiones que tomaréis. Que ella alcance de su divino Hijo para vosotros: audacia de profetas y prudencia evangélica de Pastores; clarividencia de maestros y seguridad de guías y orientadores; fuerza de ánimo como testigos, y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres.

IV. 3. El Señor bendiga vuestros trabajos. Estáis acompañados por representantes selectos: presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas, laicos, expertos, observadores, cuya colaboración os será muy útil. Toda la Iglesia tiene puestos los ojos en vosotros, con confianza y esperanza. Queréis responder a tales expectativas con plena fidelidad a Cristo, a la Iglesia, al hombre. El futuro está en las manos de Dios, pero, en cierta manera, ese futuro de un nuevo impulso evangelizador, Dios lo pone también en las vuestras. “Id, pues, enseñad a todas las gentes”.