domingo, 17 de junio de 2001

PABLO VI: HOMENAJE A LA MADRE DE DIOS, Y MADRE NUESTRA, LA VIRGEN MARÍA EN TIERRA SANTA (5 DE ENERO DE 1964)


PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA

FILIAL HOMENAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI

A LA MADRE DE DIOS, Y MADRE NUESTRA, LA VIRGEN MARÍA

Iglesia de la Anunciación de Nazaret

Domingo 5 de enero de 1964

En Nazaret, Nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:

— para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad

— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a la Reina. beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.

En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la confianza de la perfección humana;

— y en seguida, le presentaremos nuestros oraciones por todo lo que más llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor y de intercesión:

— la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia Ella,

— la oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la visión de Dios;

— y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús.

Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.

Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la "letra", cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—. Este es el "espíritu".

Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!

Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.

Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.

Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.

Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del "Hijo del Carpintero", cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!

He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.

Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley del Amor. El se enseño a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.

Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y vivirla.

Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de nuestro tiempo. Diríase que nos dice:

Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu„ sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo.

Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.

Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio el vértice de la grandeza.

Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.

Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.

No quedaremos engañados para siempre.

Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina.

Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacernos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría, un nuevo valor.


sábado, 16 de junio de 2001

DISCURSO DE JUAN PABLO II EN LA INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO (28 DE ENERO DE 1979)


VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,

MÉXICO Y BAHAMAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN LA INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA GENERAL

DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

Puebla, México

Domingo 28 de enero de 1979

Amados hermanos en el Episcopado:

Esta hora que tengo la dicha de vivir con vosotros, es ciertamente histórica para la Iglesia en América Latina. De esto es consciente la opinión pública mundial, son conscientes los fieles de vuestras Iglesias locales, sois conscientes sobre todo vosotros que seréis protagonistas y responsables de esta hora.

Es también una hora de gracia, señalada por el paso del Señor, por una particularísima presencia y acción del Espíritu de Dios. Por eso hemos invocado con confianza a este Espíritu, al principio de los trabajos. Por esto también quiero ahora suplicaros como un hermano a hermanos muy queridos: todos los días de esta Conferencia y en cada uno de sus actos, dejaos conducir por el Espíritu, abríos a su inspiración y a su impulso; sea El y ningún otro espíritu el que os guíe y conforte.

Bajo este Espíritu, por tercera vez en los veinticinco últimos años, obispos de todos los países, representando al Episcopado de todo el continente latinoamericano, os congregáis para profundizar juntos el sentido de vuestra misión ante las exigencias nuevas de vuestros pueblos.

La Conferencia que ahora se abre, convocada por el venerado Pablo VI, confirmada por mi inolvidable predecesor Juan Pablo I y reconfirmada por mí como uno de los primeros actos de mi Pontificado, se conecta con aquella, ya lejana, de Río de Janeiro que tuvo como su fruto más notable el nacimiento del CELAM. Pero se conecta aún más estrechamente con la II Conferencia de Medellín, cuyo décimo aniversario conmemora.

En estos diez años, cuánto camino ha hecho la humanidad, y con la humanidad y a su servicio, cuánto camino ha hecho la Iglesia. Esta III Conferencia no puede desconocer esa realidad. Deberá, pues, tomar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tienen de positivo, pero sin ignorar las incorrectas interpretaciones a veces hechas y que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición.

Os servirá de guía en vuestros debates el Documento de Trabajo, preparado con tanto cuidado para que constituya siempre el punto de referencia.

Pero tendréis también entre las manos la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI. Con qué complacidos sentimientos el gran Pontífice aprobó como tema de la Conferencia: “El presente y el futuro de la evangelización en América Latina”!

Lo pueden decir los que estuvieron cerca de él en los meses de preparación de la Asamblea. Ellos podrán dar testimonio también de la gratitud con la cual él supo que el telón de fondo de toda la Conferencia sería este texto, en el cual puso toda su alma de Pastor, en el ocaso de su vida. Ahora que él “cerró los ojos a la escena de este mundo” ese Documento se convierte en un testamento espiritual que la Conferencia habrá de escudriñar con amor y diligencia para hacer de él otro punto de referencia obligatoria y ver cómo ponerlo en práctica. Toda la Iglesia os está agradecida por el ejemplo que dais, por lo que hacéis, y que quizás otras Iglesias locales harán a su vez.

El Papa quiere estar con vosotros en el comienzo de vuestros trabajos, agradecido al “Padre de las luces de quien desciende todo don perfecto” (St 1,17), por haber podido acompañaros en la solemne Misa de ayer, bajo la mirada materna de la Virgen de Guadalupe, así como en la Misa de esta mañana. Muy a gusto me quedaría con vosotros en oración, reflexión y trabajo: permaneceré, estad seguros en espíritu, mientras me reclama en otra parte la “sollicitudo omnium Ecclesiarum: preocupación por todas las Iglesias” (2Co 11, 28). Quiero al menos, antes de proseguir mi visita pastoral por México y antes de regresar a Roma, dejaros como prenda de mi presencia espiritual algunas palabras, pronunciadas con ansias de Pastor y afecto de Padre, eco de las principales preocupaciones mías respecto al tema que habéis de tratar y respecto a la vida de la Iglesia en estos queridos países.


I. MAESTROS DE LA VERDAD

Es un gran consuelo para el Pastor universal constatar que os congregáis aquí, no como un simposio de expertos, no como un parlamento de políticos, no como un congrego de científicos o técnicos, por importantes que puedan ser esas reuniones, sino como un fraterno encuentro de Pastores de la Iglesia. Y como Pastores tenéis la viva conciencia de que vuestro deber principal es el de ser maestros de la verdad. No de una verdad humana y racional, sino de la Verdad que viene de Dios; que trae consigo el principio de la auténtica liberación del hombre: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32); esa verdad que es la única en ofrecer una base sólida para una “praxis” adecuada.

I. 1. Vigilar por la pureza de la doctrina, base en la edificación de la comunidad cristiana, es pues, junto con el enuncio del Evangelio, el deber primero e insustituible del Pastor, del Maestro de la fe. Con cuánta frecuencia ponía esto de relieve San Pablo, convencido de la gravedad en el cumplimiento de este deber (cf 1Tim 1,3-7; 18-20; 11,16; 2Tim 1, 4-14). Además de la unidad en la caridad, nos urge siempre la unidad en la verdad. El amadísimo Papa Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, expresaba: “El evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón: esto es lo que la gente va buscando cuando anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo... El predicador del evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar... Pastores del Pueblo de Dios: nuestro servicio pastora! nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad, sin reparar en sacrificios” (Evangelii nuntiandi, 78).

Verdad sobre Jesucristo

I. 2. De vosotros, Pastores, los fieles de vuestros países esperan y reclaman ante todo una cuidadosa y celosa transmisión de la verdad sobre Jesucristo. Esta se encuentra en el centro de la evangelización y constituye su contenido esencial: “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (ib., 22).

Del conocimiento vivo de esta verdad dependerá el vigor de la fe de millones de hombres. Dependerá también el valor de su adhesión a la Iglesia y de su presencia activa de cristianos en el mundo. De este conocimiento derivarán opciones, valores, actitudes y comportamientos capaces de orientar y definir nuestra vida cristiana y de crear hombres nuevos y luego una humanidad nueva por la conversión de la conciencia individual y social (cf. ib., 18).

De una sólida cristología tiene que venir la luz sobre tantos temas y cuestiones doctrinales y pastorales que os proponéis examinar en estos días.

I. 3. Hemos pues de confesar a Cristo ante la historia y ante el mundo con convicción profunda, sentida, vivida, como lo confesó Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).

Esta es la Buena Noticia en un cierto sentido única: la Iglesia vive por ella y para ella, así como saca de ella todo lo que tiene para ofrecer a los hombres, sin distinción alguna de nación, cultura, raza, tiempo, edad o condición. Por eso “desde esa confesión (de Pedro), la historia de la Salvación sagrada y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión” (Homilía de Juan Pablo II en el comienzo solemne del Pontificado, 22 de octubre de 1978)

Este es el único Evangelio y “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto... sea anatema!”, como escribía con palabras bien claras el Apóstol (Ga 1,6).

I. 4. Ahora bien, corren hoy por muchas partes –el fenómeno no es nuevo– “relecturas” del Evangelio, resultado de especulaciones teóricas más bien que de auténtica meditación de la Palabra de Dios y de un verdadero compromiso evangélico. Ellas causan confusión al apartarse de los criterios centrales de la fe de la Iglesia y se cae en la temeridad de comunicarlas, a manera de catequesis, a las comunidades cristianas.

En algunos casos o se silencia la divinidad de Cristo, o se incurre de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo sería solamente un “profeta”, un anunciador del reino y del amor de Dios, pero no el verdadero Hijo de Dios, ni sería por tanto el centro y el objeto del mismo mensaje evangélico.

En otros casos se pretende mostrar a Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso implicado en la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazaret, no se compagina con la catequesis de la Iglesia. Confundiendo el pretexto insidioso de los acusadores de Jesús con la actitud de Jesús mismo –bien diferente– se aduce como causa de su muerte el desenlace de un conflicto político y se calla la voluntad de entrega del Señor y aun la conciencia de su misión redentora. Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yavé (cf. Mt 4, 8; Lc 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cf. Mt 22,21; Mc 12, 17; Jn 18, 36). Rechaza inequívocamente el recurso a la violencia. Abre su mensaje de conversión a todos, sin excluir a los mismos publicanos. La perspectiva de su misión es, mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cf. Lumen gentium, 8).

I. 5. Contra tales “relecturas” pues, y contra sus hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes, que de ellas derivan, “la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina” no puede cesar de afirmar la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios, se hace hombre para acercarse el hombre y brindarle, por la fuerza de su misterio, la salvación, gran don de Dios (cf. Evangelii nuntiandi, 19 y 17).

Es esta la fe que ha informado vuestra historia y ha plasmado lo mejor de los valores de vuestros pueblos y tendrá que seguir animando, con todas las energías, el dinamismo de su futuro. Es esta la fe que revela la vocación de concordia y unidad que ha de desterrar los peligros de guerras en este continente de esperanza, en el que la Iglesia ha sido tan potente factor de integración. Esta fe, en fin, que con tanta vitalidad y de tan variados modos expresan los fieles de América Latina a través de la religiosidad o piedad popular.

Desde esta fe en Cristo, desde el seno de la Iglesia, somos capaces de servir al hombre, a nuestros pueblos, de penetrar con el Evangelio su cultura, transformar los corazones, humanizar sistemas y estructuras.

Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la evangelización. “Hoy, bajo el pretexto de una piedad que es falsa, bajo la apariencia engañosa de una predicación evangélica, se intenta negar al Señor Jesús”, escribía un gran obispo en medio de las duras crisis del siglo IV. Y agregaba: “Yo digo la verdad, para que sea conocido de todos la causa de la desorientación que sufrimos. No puedo callarme” (San Hilario de Poitiers, Ad Ausentium, 1-4). Tampoco vosotros, obispos de hoy, cuando estas confusiones se dieren, podéis callar.

Es la recomendación que el Papa Pablo VI hacía en el discurso de apertura de la Conferencia de Medellín: “Hablad, hablad, predicad, escribid, tomad posiciones, como se dice, en armonía de planes y de intenciones, acerca de las verdades de la fe, defendiéndolas e ilustrándolas, de la actualidad del Evangelio, de las cuestiones que interesan la vida de los fieles y la tutela de las costumbres cristianas...” (Inauguración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, I).

No me cansaré yo mismo de repetir, en cumplimiento de mi deber de evangelizador, a la humanidad entera: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y el desarrollo.

Verdad sobre la misión de la Iglesia

I. 6. Maestros de la verdad, se espera de vosotros que proclaméis sin cesar, y con especial vigor en esta circunstancia, la verdad sobre la misión de la Iglesia, objeto del Credo que profesamos, y campo imprescindible y fundamental de nuestra fidelidad. El Señor la instituyó como comunidad de vida, de caridad, de verdad (cf. Lumen gentium, 9) y como cuerpo, pléroma y sacramento de Cristo en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. ib., 7).

La Iglesia nace de la respuesta de fe que nosotros damos a Cristo. En efecto, es por la acogida sincera a la Buena Nueva, que nos reunimos los creyentes en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo (cf. Evangelii nuntiandi, 13). La Iglesia es “congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz” (Lumen gentium, 9).

Pero por otra parte nosotros nacemos de la Iglesia: ella nos comunica la riqueza de vida y de gracia de que es depositaria, nos engendra por el bautismo, nos alimenta con los sacramentos y la Palabra de Dios, nos prepara para la misión, nos conduce al designio de Dios, razón de nuestra existencia como cristianos. Somos sus hijos. La llamamos con legítimo orgullo nuestra Madre, repitiendo un título que viene de los primeros tiempos y atraviesa los siglos (cf. Henri de Lubac, Meditation sur l'Eglise).

Hay pues que llamarla, respetarla, servirla, porque “no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre” (San Cipriano, De la unidad, 6, 8), “no es posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia a quien Cristo ama” (Evangelii nuntiandi, 16), y “en la medica en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo” (San Agustín, In Ioanenem tract., 32, 8).

El amor a la Iglesia tiene que estar hecho de fidelidad y de confianza. En el primer discurso de mi pontificado, subrayando el propósito de fidelidad al Concilio Vaticano II y la voluntad de volcar mis mejores cuidados en el sector de la eclesiología, invité a tomar de nuevo en mano la Constitución Dogmática Lumen gentium para meditar “con renovado afán sobre la naturaleza y misión de la Iglesia. Sobre su modo de existir y actuar... No sólo para lograr aquella comunión de vida en Cristo de todos los que en él creen y esperan, sino para contribuir a hacer más amplia y estrecha la unidad de toda la familia humana” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978; L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española, 22 de octubre de 1978, pág. 3).

Repito ahora la invitación, en este momento trascendental de la evangelización en América Latina: “la adhesión a este documento del Concilio, tal como resulta iluminado por la Tradición y que contiene las fórmulas dogmáticas dadas hace un siglo por el Concilio Vaticano I, será para nosotros, Pastores y fieles, el camino cierto y el estímulo constante –digámoslo de nuevo– en orden a caminar por las sendas de la vida y de la historia” (ib.).

I. 7. No hay garantía de una acción evangelizadora seria y vigorosa, sin una eclesiología bien cimentada.

Primero, porque evangelizar es la misión esencial, la vocación propia, la identidad más profunda de la Iglesia, a su vez evangelizada (cf. Evangelii nuntiandi, 14-15; Lumen gentium, 5). Enviada por el Señor, ella envía a su vez a los evangelizadores a predicar, “no a sí mismos, sus ideas personales, sino un evangelio del que ni ella, ni ellos son dueños y propietarios absolutos para disponer de él a su gusto” (Evangelii nuntiandi, 15). Segundo, porque “evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial, un acto de la Iglesia” (ib., 60) que está sujeta no al “poder discrecional de criterios y perspectivas individualistas, sino de la comunión con la Iglesia y sus Pastores” (ib., 60).Por eso una visión correcta de la Iglesia es fase indispensable para una justa visión de la evangelización.

Cómo podría haber una auténtica evangelización, si faltase un acatamiento pronto y sincero al sagrado Magisterio, con la clara conciencia de que sometiéndose a él el Pueblo de Dios no acepta una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios? (cf. 1Tes 2,13; Lumen gentium, 12) “Hay que tener en cuenta la importancia 'objetiva' de este Magisterio y también defenderlo de las insidias que en estos tiempos, aquí y allá, se tienden contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978).

Conozco bien vuestra adhesión y disponibilidad a la Cátedra de Pedro y el amor que siempre le habéis demostrado. Os agradezco de corazón, en el nombre del Señor, la profunda actitud eclesial que esto implica y os deseo el consuelo de que también vosotros contéis con la adhesión leal de vuestros fieles.

I. 8. En la amplia documentación, con la que habéis preparado esta Conferencia, particularmente en las aportaciones de numerosas Iglesias, se advierte a veces un cierto malestar respecto de la interpretación misma de la naturaleza y misión de la Iglesia. Se elude por ejemplo a la separación que algunos establecen entre Iglesia y Reino de Dios. Este, vaciado de su contenido total, es entendido en sentido más bien secularista: al Reino no se llegaría por la fe y la pertenencia a la Iglesia, sino por el mero cambio estructural y el compromiso socio-político. Donde hay un cierto tipo de compromiso y de praxis por la justicia, allí estaría ya presente el Reino. Se olvida de este modo que: “la Iglesia... recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino” (Lumen gentium, 5).

En una de sus hermosas catequesis, el Papa Juan Pablo I, hablando de la virtud de la esperanza, advertía: “es un error afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis”.

Se genera en algunos caves una actitud de desconfianza hacia la Iglesia “institucional” u “oficial”, calificada como alienante, a la que se opondría otra Iglesia popular “que nace del pueblo” y se concreta en los pobres. Estas posiciones podrían tener grados diferentes, no siempre fáciles de precisar, de conocidos condicionamientos ideológicos. El Concilio ha hecho presente cuál es la naturaleza y misión de la Iglesia. Y como se contribuye a su unidad profunda y a su permanente construcción por parte de quienes tienen a su cargo los ministerios de la comunidad, y han de contar con la colaboración de todo el Pueblo de Dios. En efecto, “si el evangelio que proclamamos aparece desgarrado, por querellas doctrinales, polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia e incluso a causa de distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, cómo pretender que aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados, desorientados, si no escandalizados?” (Evangelii nuntiandi, 77).

Verdad sobre el hombre

I. 9. La verdad que debemos al hombre es, ante todo, una verdad sobre él mismo. Como testigos de Jesucristo somos heraldos, portavoces, siervos de esta verdad que no podemos reducir a los principios de un sistema filosófico o a pura actividad política; que no podemos olvidar ni traicionar.

Quizás una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.

¿Cómo se explica esa paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser –el absoluto– y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser. La Constitución Pastoral Gaudium et spes toca el fondo del problema cuando dice: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (núm. 22).

La Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar. La afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como imagen de Dios, irreductible a una simple parcela de la naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana (cf. ib., 12, 3 y 14, 2). En este sentido, escribía San Ireneo: “La gloria del hombre es Dios, pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría, de su poder es el hombre” (Tratado contra las herejías, libro III, 20, 2-3).

A este fundamento insustituible de la concepción cristiana del hombre, me he referido en particular en mi Mensaje de Navidad: “Navidad es la gesta del hombre... El hombre, objeto de cálculo, considerado bajo la categoría de la cantidad... y al mismo tiempo, uno, único e irrepetible... alguien eternamente ideado y eternamente elegido: alguien llamado y denominado por su nombre” (Mensaje de Navidad, I).

Frente a otros tantos humanismos, frecuentemente cerrados en una visión del hombre estrictamente económica, biológica o síquica, la Iglesia tiene el derecho y el deber de proclamar la verdad sobre el hombre, que ella recibió de su maestro Jesucristo. Ojalá ninguna coacción externa le impida hacerlo. Pero, sobre todo, ojalá no deje ella de hacerlo por temores, o dudas, por haberse dejado contaminar por otros humanismos, por falta de confianza en su mensaje original.

Cuando pues un Pastor de la Iglesia anuncia con claridad y sin ambigüedades la verdad sobre el hombre, revelada por aquél mismo que “sabía lo que había en el hombre” (Jn 2, 25), debe animarlo la seguridad de estar prestando el mejor servicio al ser humano.

Esta verdad completa sobre el ser humano constituye el fundamento de la enseñanza social de la Iglesia, así como es la base de la verdadera liberación. A la luz de esta verdad, no es el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos procesos están ordenados al hombre y sometidos a él.

De este encuentro de Pastores saldrá, sin duda, fortificada esta verdad sobre el hombre que enseña la Iglesia.


II. SIGNOS Y CONSTRUCTORES DE LA UNIDAD

Vuestro servicio pastoral a la verdad se completa por un igual servicio a la unidad.

Unidad entre los obispos

II. 1 Esta será ante todo unidad entre vosotros mismos, los obispos. “Debemos guardar y mantener esta unidad –escribía el obispo San Cipriano en un momento de graves amenazas a la comunión entre los obispos de su país– sobre todo nosotros, los obispos que presidimos en la Iglesia, a fin de testimoniar que el Episcopado es uno e indivisible. Que nadie engañe a los fieles ni altere la verdad. El Episcopado es uno...” (De la unidad de la Iglesia, 6-8).

Esta unidad episcopal viene no de cálculos y maniobras humanas sino de lo alto: del servicio a un único Señor, de la animación de un único Espíritu, del amor a una única y misma Iglesia. Es la unidad que resulta de la misión que Cristo nos ha confiado, que en el continente latinoamericano se desarrolla desde hace casi medio milenio y que vosotros lleváis adelante con ánimo fuerte en tiempos de profundas transformaciones, mientras nos acercamos al final del segundo milenio de la redención y de la acción de la Iglesia. Es la unidad en torno al Evangelio, del Cuerpo y de la Sangre del Cordero, de Pedro vivo en sus Sucesores, señales todas diversas entre sí, pero todas tan importantes, de la presencia de Jesús entre nosotros.

¡Cómo habéis de vivir, amados hermanos, esta unidad de Pastores, en esta Conferencia que es por sí misma señal y fruto de una unidad que ya existe, pero también anticipo y principio de una unidad que debe ser aún más estrecha y sólida! Comenzáis estos trabajos en clima de unidad fraterna: sea ya esta unidad un elemento de evangelización.

Unidad con los sacerdotes, religiosos, pueblo fiel

II. 2. La unidad de los obispos entre sí se prolonga en la unidad con los presbíteros, religiosos y fieles. Los sacerdotes son los colaboradores inmediatos de los obispos en la misión pastora!, que quedaría comprometida si no reinase entre ellos y los obispos esa estrecha unidad.

Sujetos especialmente importantes de esa unidad, serán asimismo los religiosos y religiosas. Sé bien cómo ha sido y sigue siendo importante la contribución de los mismos a la evangelización en América Latina. Aquí llegaron en los albores del descubrimiento y de los primeros pesos de casi todos los países. Aquí trabajaron continuamente al lado del clero diocesano. En diversos países más de la mitad, en otros, la gran mayoría del presbiterio está formado por religiosos. Bastaría esto para comprender cuanto importa, aquí más que en otras partes del mundo, que los religiosos no sólo acepten, sino busquen lealmente una indisoluble unidad de miras y de acción con los obispos. A éstos confió el Señor la misión de apacentar el rebaño. A ellos corresponde bazar los caminos para la evangelización. No les puede, no les debe faltar la colaboración, a la vez responsable y activa, pero también dócil y confiada de los religiosos, cuyo carisma hace de ellos agentes tanto más disponibles al servicio del Evangelio. En esa línea grava sobre todos, en la comunidad eclesial, el deber de evitar magisterios paralelos, eclesialmente inaceptables y pastoralmente estériles.

Sujetos asimismo de esa unidad son los seglares, comprometidos individualmente o asociados en organismos de apostolado para en la difusión del reino de Dios. Son ellos quienes han de consagrar el mundo a Cristo en medio de las tareas cotidianas y en las diversas funciones familiares y profesionales, en íntima unión y obediencia a los legítimos Pastores.

Ese don precioso de la unidad eclesial debe ser salvaguardado entre todos los que forman parte del Pueblo peregrino de Dios, en la línea de la Lumen gentium.


III. DEFENSORES Y PROMOTORES D ELA DIGNIDAD

III. 1. Quienes están familiarizados con la historia de la Iglesia, saben que en todos los tiempos ha habido admirables figuras de obispos profundamente empeñados en la promoción y en la valiente defensa de la dignidad humana de aquellos que el Señor les había confiado. Lo han hecho siempre bajo el imperativo de su misión episcopal, porque para ellos la dignidad humana es un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grande ofensa al Creador.

Esta dignidad es conculcada, a nivel individual, cuando no son debidamente tenidos en cuenta valores como la libertad, el derecho a profesar la religión, la integridad física y síquica, el derecho a los bienes esenciales, a la vida... Es conculcada, a nivel social y político, cuando el hombre no puede ejercer su derecho de participación o es sujeto a injustas e ilegítimas coerciones, o sometido a torturas físicas o síquicas, etc.

No ignoro cuántos problemas se plantean hoy en esta materia en América Latina. Como obispos no podéis desinteresaros de ellos. Sé que os proponéis llevar a cabo una seria reflexión sobre las relaciones e implicaciones existentes entre evangelización y promoción humana o liberación, considerando, en campo tan amplio e importante, lo específico de la presencia de la Iglesia.

Aquí es donde encontramos, llevados a la práctica concretamente, los temas que hemos abordado al hablar de la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.

III. 2. Si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser. El Señor delineó en la parábola del buen samaritano el modelo de atención a todas las necesidades humanas (cf. Lc 10, 29ss.), y declaró que en último término se identificará con los desheredados –enfermos, encarcelados, hambrientos, solitarios– a quienes se haya tendido la mano (cf. Mt 25, 31ss.). La Iglesia ha aprendido en esta y otras páginas del Evangelio (cf. Mc 6, 35-44) que su misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre (cf. Documento final del Sínodo de los Obispos, octubre de 1971; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de diciembre de 1971, págs. 6-9), y que entre evangelización y promoción humana hay lazos muy fuertes de orden antropológico, teológico y de caridad (cf. Evangelii nuntiandi, 31);de manera que “la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta personal y social del hombre” (ib., 29).

Tengamos presente, por otra parte, que la acción de la Iglesia en terrenos como los de la promoción humana, del desarrollo, de la justicia, de los derechos de la persona, quiere estar siempre al servicio del hombre; y al hombre tal como ella lo ve en la visión cristiana de la antropología que adopta. Ella no necesita pues recurrir a sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre: en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera, ella encuentra inspiración para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias, atentados a la libertad religiosa, agresiones contra el hombre y cuanto atenta a la vida (cf Gaudium et spes, 26, 27 y 29)

III. 3. No es pues por oportunismo ni por afán de novedad que la Iglesia, “experta en humanidad” (Pablo VI, Discurso a la ONU, 4 de octubre de 1965), es defensora de los derechos humanos. Es por un auténtico compromiso evangélico, el cual, como sucedió con Cristo, es compromiso con los más necesitados.

Fiel a este compromiso, la Iglesia quiere mantenerse libre frente a los opuestos sistemas, para optar sólo por el hombre. Cualesquiera sean las miserias o sufrimientos que aflijan al hombre; no a través de la violencia, de los juegos de poder, de los sistemas políticos, sino por medio de la verdad sobre el hombre camino hacia un futuro mejor.

III. 4. Nace de ahí la constante preocupación de la Iglesia por la delicada cuestión de la propiedad. Una prueba de ello son los escritos de los Padres de la Iglesia a través del primer milenio del cristianismo (San Ambrosio, De Nabuthae, cap. 12, núm. 53; PL 14, 747). Lo demuestra claramente la doctrina vigorosa de Santo Tomás de Aquino, repetida tantas veces. En nuestros tiempos, la Iglesia ha hecho apelación a los mismos principios en documentos de tan largo alcance como son las Encíclicas sociales de los últimos Papas. Con una fuerza y profundidad particular, habló de este tema el Papa Pablo VI en su Encíclica Populorum progressio (23-24; cf. también Mater et Magistra, 106).

Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana que no cesó de resonar a través de los siglos en medio de los más variados sistemas y condiciones socio-culturales, merece y necesita ser escuchada también en nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la creciente miseria de las masas.

Es entonces cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia, según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social. Con respecto a esta enseñanza, la Iglesia tiene una misión que cumplir: debe predicar, educar a las personas y a las colectividades, formar la opinión pública, orientar a los responsables de los pueblos. De este modo estará trabajando en favor de la sociedad, dentro de la cual este principio cristiano y evangélico terminará dando frutos de una distribución más justa y equitativa de los bienes, no sólo al interior de cada nación, sino también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles.

Aquellos sobre los cuales recae la responsabilidad de la vida pública de los Estados y naciones deberán comprender que la paz interna y la paz internacional sólo estará asegurada, si tiene vigencia un sistema social y económico basado sobre la justicia.

Cristo no permaneció indiferente frente a este vasto y exigente imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia. En el espíritu de la Iglesia, que es el espíritu de Cristo, y apoyados en su doctrina amplia y sólida, volvamos al trabajo en este campo.

Hay que subrayar aquí nuevamente que la solicitud de la Iglesia mira al hombre en su integridad.

Por esta razón, es condición indispensable para que un sistema económico sea justo, que propicie el desarrollo y la difusión de la instrucción pública y de la cultura. Cuanto más justa sea la economía, tanto más profunda será la conciencia de la cultura. Esto está muy en línea con lo que afirmaba el Concilio: que para alcanzar una vida digna del hombre, no es posible limitarse a tener más, hay que aspirar a ser más (Gaudium et spes, 35).

Bebed pues, hermanos, en estas fuentes auténticas. Hablad con el lenguaje del Concilio, de Juan XXIII, de Pablo VI: es el lenguaje de la experiencia, del dolor, de la esperanza de la humanidad contemporánea.

Cuando Pablo VI declaraba que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (Populorum progressio, 76), tenía presentes todos los lazos de interdependencia que existen no sólo dentro de las naciones, sino también fuera de ellas, a nivel mundial. El tomaba en consideración los mecanismos que, por encontrarse impregnados no de auténtico humanismo sino de materialismo, producen a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres.

No hay regla económica capaz de cambiar por sí misma estos mecanismos. Hay que apelar en la vida internacional a los principios de la ética, a las exigencias de la justicia, al mandamiento primero que es el del amor. Hay que dar la primacía a lo moral, a lo espiritual, a lo que nace de la verdad plena sobre el hombre.

He querido manifestaros estas reflexiones, que creo muy importantes, aunque no deben distraeros del tema central de la Conferencia: al hombre, a la justicia, llegaremos mediante la evangelización.

III. 5. Ante los dicho hasta aquí, la Iglesia ve con profundo dolor “el aumento masivo, a veces, de violaciones de derechos humanos en muchas partes del mundo... ¿Quién puede negar que hoy día hay personas individuales y poderes civiles que violan impunemente derechos fundamentales de la persona humana, tales como el derecho a nacer, el derecho a la vida, el derecho a la procreación responsable, al trabajo, a la paz, a la libertad y a la justicia social; el derecho a participar en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones? ¿Y qué decir cuando nos encontramos ante formas variadas de violencia colectiva, como la discriminación racial de individuos y grupos, la tortura física y sicológica de prisioneros y disidentes políticos? Crece el elenco cuando miramos los ejemplos de secuestros de personas, los raptos motivados por afán de lucro material que embisten con tanto dramatismo contra la vida familiar y trama social” (Mensaje del Papa Juan Pablo II a la ONU; L'Osservatore Romano, Edición en lengua Española, 24 de diciembre de 1978, pág. 13).Clamamos nuevamente: ¡Respetad al hombre! ¡El es imagen de Dios! ¡Evangelizad para que esto sea una realidad! Para que el Señor transforme los corazones y humanice los sistemas políticos y económicos, partiendo del empeño responsable del hombre.

III. 6. Hay que alentar los compromisos pastorales en este campo con una recta concepción cristiana de la liberación. La Iglesia siente el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, el deber de ayudar a que se consolide esta liberación (cf. Evangelii nuntiandi, 30); pero siente también el deber correspondiente de proclamar la liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús (cf. ib., 31). “Liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, ante todo, salvación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por El” (ib., 9). Liberación hecha de reconciliación y perdón. Liberación que arranca de la realidad de ser hijos de Dios, a quien somos capaces de llamar Abba, ¡Padre! (cf. Rm 8, 15), y por la cual reconocemos en todo hombre a nuestro hermano, capaz de ser transformado en su corazón por la misericordia de Dios. Liberación que nos empuja, con la energía de la caridad, a la comunión, cuya cumbre y plenitud encontramos en el Señor. Liberación como superación de las diversas servidumbres e ídolos que el hombre se forja y como crecimiento del hombre nuevo.

Liberación que dentro de la misión propia de la Iglesia no se reduzca a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, que no se sacrifique a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo (cf. Evangelii nuntiandi, 33)

Para salvaguardar la originalidad de la liberación cristiana a las energías que es capaz de desplegar, es necesario a toda costa, como lo pedía el Papa Pablo VI, evitar reduccionismos y ambigüedades: “La Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos” (ib., 32). Hay muchos signos que ayudan a discernir cuándo se trata de una liberación cristiana y cuándo, en cambio, se nutre más bien de ideologías que le sustraen la coherencia con una visión evangélica del hombre, de las cosas, de los acontecimientos (cf. ib., 35). Son signos que derivan ya de los contenidos que anuncian o de las actitudes concretas que asumen los evangelizadores. Es preciso observar, a nivel de contenidos, cuál es la fidelidad a la Palabra de Dios, a la Tradición viva de la Iglesia, a su Magisterio. En cuanto a las actitudes, hay que ponderar cuál es su sentido de comunión con los obispos, en primer lugar, y con los demás sectores del Pueblo de Dios; cuál es el aporte que se da a la construcción efectiva de la comunidad y cuál la forma de volcar con amor su solicitud hacia los pobres, los enfermos, los desposeídos, los desamparados, los agobiados y cómo descubriendo en ellos la imagen de Jesús “pobre y paciente se esfuerza en remediar sus necesidades y servir en ellos a Cristo” (Lumen gentium, 8). No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos, como por instinto evangélico, captan espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses.

Como veis, conserva toda su validez el conjunto de observaciones que sobre el tema de la liberación ha hecho la Evangelii nuntiandi.

III. 7. Cuanto hemos recordado antes constituye un rico y complejo patrimonio, que la Evangelii nuntiandi denomina doctrina social o enseñanza social de la Iglesia (cf. ib., 38). Esta nace a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo, a contacto con los desafíos que de ésas provienen. Tal doctrina social comporta por lo tanto principios de reflexión, pero también normas de juicio y directrices de acción (cf. Octogesima adveniens, 4.

Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.

Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia.

Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia, debe ser precioso instrumento de formación y de acción. Esto vale particularmente en relación con los laicos: “Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares”(Gaudium et spes, 43). Es necesario evitar suplantaciones y estudiar seriamente cuándo ciertas formas de suplencia mantienen su razón de ser. ¿No son los laicos los llamados, en virtud de su vocación en la Iglesia, a dar su aporte en las dimensiones políticas, económicas, y a estar eficazmente presentes en la tutela y promoción de los derechos humanos?


IV. ALGUNAS TAREAS PRIORITARIAS

Muchos temas pastorales, de gran significación, vais a considerar. El tiempo me impide aludir a ellos. A algunos me he referido o me referiré en los encuentros con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas, los laicos.

IV. 1. Los temas que aquí os señalo tienen, por diferentes motivos, una gran importancia. No dejaréis de considerarlos, entre tantos otros que vuestra clarividencia pastoral os indicará.

a) La familia: Haced todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar. Atended a campo tan prioritario con la certeza de que la evangelización en el futuro depende en gran parte de la “Iglesia doméstica”. Es la escuela del amor, del conocimiento de Dios, del respeto a la vida, a la dignidad del hombre. Es esta pastoral tanto más importante cuanto la familia es objeto de tantas amenazas. Pensad en las campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto, que destruyen la sociedad.

b) Las vocaciones sacerdotales y religiosas. En la mayoría de vuestros países, no obstante un esperanzador despertar de vocaciones, es un problema grave y crónico la falta de las mismas. La desproporción es inmensa entre el número creciente de habitantes y el de agentes de la evangelización. Importa esto sobremanera a la comunidad cristiana. Toda comunidad ha de procurar sus vocaciones, como señal incluso de su vitalidad y madurez. Hay que reactivar una intensa acción pastoral que, partiendo de la vocación cristiana en general, de una pastoral juvenil entusiasta, dé a la Iglesia los servidores que necesita. Las vocaciones laicales, tan indispensables, no pueden ser una compensación. Más aún, una de las pruebas del compromiso del laico es la fecundidad en las vocaciones a la vida consagrada.

c) La juventud: ¡Cuánta esperanza pone en ella la Iglesia! ¡Cuántas energías circulan en la juventud, en América Latina, que necesita la Iglesia! Cómo hemos de estar cerca de ella los Pastores, para que Cristo y la Iglesia, para que el amor del hermano calen profundamente en su corazón.

Conclusión

IV. 2. Al término de este mensaje no puedo dejar de invocar una vez más la protección de la Madre de Dios sobre vuestras personas y vuestro trabajo en estos días. El hecho de que este nuestro encuentro tenga lugar a la presencia espiritual de Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en México y en todos los otros países como Madre de la Iglesia en América Latina, es para mí un motivo de alegría y una fuente de esperanza. “Estrella de la evangelización”, sea ella vuestra guía en las reflexiones que haréis y en las decisiones que tomaréis. Que ella alcance de su divino Hijo para vosotros: audacia de profetas y prudencia evangélica de Pastores; clarividencia de maestros y seguridad de guías y orientadores; fuerza de ánimo como testigos, y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres.

IV. 3. El Señor bendiga vuestros trabajos. Estáis acompañados por representantes selectos: presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas, laicos, expertos, observadores, cuya colaboración os será muy útil. Toda la Iglesia tiene puestos los ojos en vosotros, con confianza y esperanza. Queréis responder a tales expectativas con plena fidelidad a Cristo, a la Iglesia, al hombre. El futuro está en las manos de Dios, pero, en cierta manera, ese futuro de un nuevo impulso evangelizador, Dios lo pone también en las vuestras. “Id, pues, enseñad a todas las gentes”.


viernes, 15 de junio de 2001

JUAN PABLO II, ÁNGELUS CON PERSONAS CON DISCAPACIDAD EN LA IGLESIA CATEDRAL DE OSNABRÜCK


VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Osnabrück

Domingo 16 de noviembre de 1980

Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí una gran alegría poder comenzar dirigiéndome a vosotros con este hermoso nombre: hermanos, hermanas. Pues todos nosotros somos hijos de un Padre común, amados y redimidos por Dios en Cristo. Por eso no nos debemos considerar desconocidos o extraños los unos para los otros, a pesar de que éste sea nuestro primer encuentro. Os saludo de todo corazón a todos vosotros, que os habéis congregado en esta catedral para recitar conmigo la antigua y familiar oración del Ángelus.

Nuestra comunidad de oración en este mediodía os abraza no sólo a vosotros, sino a otros muchos hombres en toda Alemania que se ven obligados a llevar en sus vidas el peso de cualquier impedimento físico y que también en espíritu de fe quieren unirse con nosotros en la oración a través de la televisión o de la radio. También a éstos quiero llamarlos hermanos y hermanas, a vosotros que desde vuestras casas ―solos o en compañía de vuestros familiares y amigos― o desde la comunidad de un asilo os habéis puesto en comunicación con nosotros aquí, en Osnabrück, a través de los medios de comunicación. En unión con todos vosotros alabaremos a Dios y le daremos gracias por el gran regalo de su amor.

Este amor es el fundamento de nuestra esperanza y el aliento de nuestra vida. Dios nos ha mostrado de un modo insuperable en Jesucristo cuánto ama a cada hombre y cuán inmensa es la dignidad que a través de Él le ha conferido. Precisamente aquellos que deben padecer algún impedimento físico o espiritual, deben reconocerse como amigos de Jesús, como amados especialmente por Él. Él mismo dice: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera" (Mt 11, 28-30). Pues lo que parece a los hombres debilidad y flaqueza, es para Dios motivo de especial amor y cuidado. Y este criterio divino se convierte para la Iglesia y para cada uno de los cristianos en tarea y en obligación. A nosotros los cristianos no nos importa mucho si alguien está enfermo o sano; lo que en último término nos importa es lo siguiente: ¿Estás dispuesto a realizar en todas las circunstancias de tu vida y en tu comportamiento como verdadero cristiano con plena conciencia de fe, la dignidad que Dios te ha concedido, o prefieres desperdiciarla delante de Dios en una vida de superficialidad y de falta de responsabilidad, de culpa y de pecado? También como impedidos podéis vosotros haceros santos, podéis todos vosotros alcanzar la alta meta que Dios tiene reservada para cada hombre, la criatura de su amor.

Cada hombre recibe de Dios una vocación personal, su especial tarea salvífica. Como se nos ha demostrado siempre, la voluntad de Dios es para nosotros en última instancia un mensaje de alegría, un mensaje para nuestra salvación eterna. Esto es también válido para vosotros que, como hombres físicamente impedidos, habéis sido llamados a un modo especial de seguimiento de Cristo, el seguimiento de la cruz. Cristo os invita, a través de las palabras que antes hemos citado, a aceptar vuestras debilidades como su yugo, como la senda que sigue sus huellas. Sólo de este modo conseguiréis no sentiros abrumados por esa penosa carga. La única respuesta adecuada a la llamada de Dios a seguir a Cristo, como siempre Él concretamente lo ha demostrado, es la respuesta de la Beata Virgen María: "Hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 38). Sólo vuestro pronto "sí" a la voluntad de Dios, que a menudo se escapa a nuestro modo natural de ver las cosas, puede haceros felices y regalaros ya desde ahora una íntima alegría que no puede ser anulada por ninguna necesidad externa.

Naturalmente necesitáis para ello la ayuda activa de muchos hombres sanos. Pienso ahora de modo especial en aquellos que os han ayudado o acompañado a venir aquí y que están, dondequiera que sea, dispuestos a ayudar a los impedidos. En virtud de vuestro parentesco o de vuestra profesión ponéis vuestra capacidad, vuestro tiempo y vuestras fuerzas al servicio del prójimo. En el nombre de Jesucristo, que se encuentra de modo misterioso en cada hombre necesitado, quisiera expresaros mi agradecimiento por este servicio tan lleno de sacrificios, y quisiera asimismo animaros a seguir por este camino. A tan generosos servidores va destinada la promesa contenida en las palabras del Señor: "Venid, benditos de mi Padre...; estaba enfermo y me visitasteis, impedido, y me habéis asistido. Tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (cf. Mt 25, 31-46).

También querría dirigir unas palabras de agradecimiento y de estímulo a todos los sacerdotes que, como capellanes de impedidos, realizan una importante tarea de la Iglesia. Vosotros sois de un modo especial servidores de su alegría interior y espiritual. No os canséis, a pesar de la apremiante falta de sacerdotes, de anunciar la Buena Noticia, con celo sacerdotal y con la competencia profesional, a los impedidos que os han sido encomendados. Ayudadles a contemplar su suerte a la luz de la fe, pues sólo ella puede enseñarles a descubrirla como una llamada a participar en el sufrimiento redentor de Cristo. Sed fuertes en Cristo, que es quien os envía y quien a través vuestro realiza su salvación entre los hombres.

Finalmente, todos los hombres y la sociedad entera están llamados a prestar su ayuda a los impedidos, pues tienen una especial obligación en esta. Entre ellos y los hombres sanos no debe haber ninguna barrera o muro de separación. Quien hoy parece estar sano, puede tener ya en su interior alguna enfermedad oculta, también él puede tener mañana una desgracia o experimentar a la larga sus consecuencias. Todos nosotros somos peregrinos en una carrera muy corta, y en uno u otro momento finaliza el camino para cada uno de nosotros con la muerte. Aun en los momentos de salud experimentamos la mayor parte de nosotros los signos de la limitación y de la debilidad, de la fragilidad y de las dificultades. Permanezcamos, por tanto, en común y fraternal solidaridad los que tenemos más o menos salud y los que estamos más o menos impedidos, pues sólo de este modo se puede desarrollar de una manera eficaz una convivencia familiar y social que sea digna del hombre.

Por eso a este encuentro con nuestros hermanos y hermanas impedidos, todos los hombres, que en este lugar o en el resto del país nos están viendo o escuchando, están invitados a unirse en nuestra oración del mediodía. Ante Dios desaparecen todas las diferencias terrenas sólo permanece como decisiva la medida de la esperanza creyente y del amor generoso que cada uno lleve en su corazón.

En la oración del Ángelus contemplamos con las tres familiares Avemarías el Misterio nuclear de nuestra fe la Encarnación de Dios en el seno de la Virgen María. Del mismo modo como María manifestó su "sí" a este plan de Dios, también nosotros confesamos nuestro "fiat" nuestro "sí" a nuestra vocación. Respondamos confiadamente con un sí, sea a la vocación del sufrimiento, sea a la vocación de la ayuda y del servicio. Y así como de María se hizo carne la Palabra de Dios y nuestro hermano, así también nuestro camino será fructífero con la fuerza de Dios. Un sufrimiento aceptado en confianza, un servicio asumido en el amor: éste es el camino por el que el Señor quiere venir hoy al mundo.

Con estos sentimientos juntemos las manos y oremos:

El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo.

Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Dios te salve, María...

Santa María...

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros

Dios te salve, María...

Santa María...

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

Oremos: infunde, Señor, tu gracia en nuestras almas para que, habiendo conocido por el anuncio del ángel la encarnación de Jesucristo, tu Hijo, por su Pasión y su cruz seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.


jueves, 14 de junio de 2001

CARTAS DE INOCENCIO III (1198 - 1216)



INOCENCIO III, 1198-1216

De la forma sacramental del matrimonio 2

[De la Carta Quum apud sedem a Imberto, arzobispo de Arles, de 15 de julio de 1198]

766 Nos habéis consultado si un mudo o sordo puede unirse matrimonialmente con alguien; por lo cual respondemos a vuestra fraternidad que, siendo prohibitorio el edicto de contraer matrimonio, de suerte que a quien no se prohíbe, consiguientemente se le admite, y como para el matrimonio basta el consentimiento de aquellos o aquellas de cuya unión se trata; parece que si el tal quiere contraer, no se le puede o debe negar, pues lo que no puede declarar por palabras, lo puede por señas.


[De una Carta al obispo de Módena, año 1200]

En la celebración de los matrimonios, queremos que en adelante observéis lo que sigue: después que entre las personas legítimas se haya dado el consentimiento legítimo que basta en los tales según las sanciones canónicas y que, si faltare él solo, todo lo demás, aun celebrado con coito, queda frustrado; si las personas unidas legítimamente luego contraen de hecho con otras, lo que antes se había hecho de derecho no podrá ser anulado.


Del vínculo del matrimonio y del privilegio paulino

[De la Carta Quanto te magis, a Ugón, obispo de Ferrara, de 1.° de mayo de 1199]

768 Nos ha comunicado vuestra fraternidad que al pasarse uno de los cónyuges a la herejía, el que queda desea contraer una nueva boda y procrear hijos, y Vos tuvisteis a bien consultarnos por vuestra carta si ello puede hacerse en derecho. Nos, pues, respondiendo a vuestra consulta de común consejo con nuestros hermanos, aun cuando algún predecesor nuestro parezca haber sentido de otro modo, distinguimos, si de dos infieles uno se convierte a la Fe Católica o de dos fieles uno cae en la herejía o se pasa al error de la gentilidad. Porque si uno de los cónyuges infieles se convierte a la Fe Católica y el otro no quiere de ningún modo cohabitar, o al menos no sin blasfemar al nombre divino, o para arrastrarle al pecado mortal, el que queda, puede pasar, si quiere, a una segunda boda; y en este caso entendemos lo que dice el Apóstol: “Si el infiel se aparta, que se aparte: en estas cosas el hermano o la hermana no está sujeto a servidumbre” [1 Cor. 7, 15]; y también el canon que dice: “La injuria al Creador deshace el derecho del matrimonio respecto al que queda”.

769 Mas si es uno de los cónyuges fieles el que cae en herejía o se pasa al error de la gentilidad, no creemos que en este caso, el que quede, mientras viva el otro, pueda contraer segundas nupcias, aun cuando aquí parezca mayor la injuria al Creador. Porque aunque el matrimonio es verdadero entre los infieles; no es, sin embargo, roto; entre los fieles, en cambio, es verdadero y roto, porque una promesa de fidelidad una vez que fue admitida, no se pierde nunca, sino que está roto el sacramento del matrimonio para que mientras él dure, dure éste también en los cónyuges.


De los matrimonios de los paganos y del privilegio paulino

[De la Carta Gaudemus in Domino al obispo de Tiberíades, comienzos de 1201]

Nos habéis pedido ser informado por un escrito apostólico, si los paganos que tienen mujeres unidas consigo en segundo, tercero o más grado, estando así unidos, deben después de su conversión seguir viviendo juntos o separarse mutuamente. A lo que respondemos a vuestra fraternidad que, existiendo el sacramento del matrimonio entre fieles e infieles, como lo muestra el Apóstol cuando dice: “Si algún hermano tiene por esposa a una infiel, y ésta consiente en habitar con él, no la despida” [1 Cor. 7, 12]; y como en los grados predichos para los paganos el matrimonio ha sido lícitamente contraído, ya que no están ellos obligados a las constituciones canónicas (pues “¿qué se me da a mí -dice el mismo Apóstol- de juzgar de los que están fuera?” [1 Cor. 5, 12]); en favor principalmente de la Religión y de la Fe Cristiana, de cuya aceptación pueden fácilmente apartarse los hombres si temen ser abandonados por sus mujeres, tales fieles, atados en matrimonio, pueden libre y lícitamente permanecer unidos, puesto que por el sacramento del bautismo no se disuelven los matrimonios, sino que se perdonan los pecados.

Más, como los paganos reparten el afecto conyugal entre muchas mujeres a la vez, no sin razón se duda si después de la conversión pueden retenerlas a todas o cuál de entre todas. Sin embargo, esto parece absurdo y contrario a la Fe Cristiana, como que al principio una sola costilla fue convertida en mujer y la Escritura divina atestigua que por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne [Ef. 5, 31; Gen. 2, 24; Mt. 19, 5]; no dijo: “tres o más”, sino “dos”; ni dijo: “se unirá a sus mujeres”, sino a su mujer. Y a nadie fue lícito jamás tener a la vez varias mujeres, sino al que fue concedido por divina revelación, la cual algunas veces se interpreta como costumbre, otras como ley; y en virtud de la cual, así como Jacob es excusado de mentira y los israelitas de hurto y Sansón de homicidio, así también los patriarcas y otros varones justos, de los cuales se lee que tuvieron varias mujeres, de adulterio. Ciertamente, por verídica se prueba esta sentencia, aun por testimonio de la Verdad que atestigua en el Evangelio: “Quienquiera abandonare a su mujer [a no ser] por motivo de fornicación, y tomare otra, comete adulterio” [Mt. 19, 9; cf. Mc. 10, 11]. Si, pues, abandonada la mujer, no se puede en derecho tomar otra, mucho menos cuando se la retiene; de donde aparece evidente que la pluralidad en uno y otro sexo, que no han de ser juzgados de modo dispar, ha de reprobarse en el matrimonio. Mas el que repudiare a su mujer legítima según su rito, como tal repudio lo ha reprobado la Verdad en el Evangelio, mientras aquélla viva, nunca podrá lícitamente tener otra, ni aun después de convertirse a la fe de Cristo, a no ser que, después de la conversión, ella se niegue a vivir con él o, si consiente, sea con ofensa al Creador o para arrastrarle a pecado mortal, en cuyo caso, al que pidiera restitución, aun constando de injusto despojo, se le negaría la restitución, porque, según el Apóstol, “el hermano o la hermana no está en estas cosas sujeto a servidumbre” [1 Cor. 7, 16]. Y si, convertido a la fe, también ella le sigue en la conversión, antes de que por las causas antedichas tome mujer legítima, se le ha de obligar a recibir a la primera. Y aunque, según la verdad evangélica, el que toma a la repudiada, comete adulterio [Mt. 19, 9]; sin embargo, el que repudió no podrá objetar la fornicación de la repudiada por el hecho de haberse casado con otro después del repudio, a no ser que hubiere por otra parte fornicado.


De la disolubilidad del matrimonio roto por medio de la profesión

[De la Carta Ex parte tua a Andrés, arzobispo de Lund de 12 de enero de 1206]

Nosotros, no queriendo en este punto apartarnos súbitamente de las huellas de nuestros predecesores que respondieron al ser consultados, si es lícito a uno de los cónyuges, aun sin consultar al otro, cambiar de religión antes de que el matrimonio se consuma por medio de la cópula carnal, y desde entonces el que queda puede lícitamente unirse con otro; lo mismo os aconsejamos que observes.


Del efecto del bautismo (y del carácter)

[De la Carta Maiores Ecclesiae causas a Imberto, arzobispo de Arles, hacia fines de 1201]

780 Afirman, en efecto, que el bautismo se confiere inútilmente a los niños pequeños... Respondemos que el bautismo ha sucedido a la circuncisión... De ahí que, así como el alma del circunciso no era borrada de su pueblo [Gen. 17, 14], así el que hubiere renacido del agua y del Espíritu Santo, obtendrá la entrada en el reino de los cielos [Ioh. 8, 5]... Aun cuando por el misterio de la circuncisión, se perdonaba el pecado original y se evitaba el peligro de condenación; no se llegaba, sin embargo, al reino de los cielos, que hasta la muerte de Cristo estaba cerrado para todos; mas por el sacramento del bautismo, rubricado por la sangre de Cristo, se perdona la culpa y se llega también al reino de los cielos, cuya puerta abrió misericordiosamente a todos los fieles la sangre de Cristo. Porque no van a perecer todos los niños, de los que cada día muere tan grande muchedumbre, sin que también a ellos el Dios misericordioso, que no quiere que nadie se pierda, les haya procurado algún remedio para su salvación... Lo que aducen los contrarios, que a los párvulos, por falta de consentimiento, no se les infunde la fe y la caridad y las demás virtudes, la mayoría de los autores no lo concede en absoluto...; otros afirman que, en virtud del bautismo, se perdona a los párvulos la culpa, pero no se les confiere la gracia; pero otros dicen que no sólo se les perdona la culpa, sino que se les infunden las virtudes, que ellos tienen en cuanto al hábito [v. 8OO], no en cuanto al uso, hasta que lleguen a la edad adulta... Decimos que ha de distinguirse. El pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento; actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento, el actual, empero, que con consentimiento se contrae, sin consentimiento no se perdona en manera alguna... La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno...

781 Es contrario a la Religión Cristiana que nadie, contra su voluntad persistente y a pesar de su absoluta oposición, sea obligado a recibir y guardar el cristianismo. Por lo cual, no sin razón distinguen otros entre no querer y, entre forzado, de modo que quien es atraído violentamente por terrores y suplicios y, para no sufrir daño, recibe el sacramento del bautismo, ese, lo mismo que quien fingidamente se acerca al bautismo, recibe impreso el carácter de cristiano y como quien quiso condicionalmente, aunque absolutamente no quisiera, ha de ser obligado a la observancia de la fe cristiana... Aquel, en cambio, que nunca consiente, sino que se opone en absoluto, no recibe ni la realidad ni el carácter del sacramento, porque más es contradecir expresamente, que no consentir en modo alguno... Respecto a los que duermen o están dementes, si antes de caer en la demencia o de dormirse persisten en la contradicción; como se entiende que perdura en ellos el propósito de contradicción, aun cuando fueren así inmergidos, no reciben el carácter de sacramento. Otra cosa sería, si antes habían sido catecúmenos y tenido propósito de bautizarse; de ahí que a éstos solió bautizarlos la Iglesia en artículo de necesidad. Entonces, pues, imprime carácter la operación sacramental, cuando no halla óbice de la voluntad contraria que se le opone.


De la materia del bautismo

[De la Carta Non ut apponeres a Toria, arzobispo de Drontheim, de 1º de marzo de 1206]

787 Nos habéis preguntado si han de ser tenidos por cristianos los niños que, constituidos en artículo de muerte, por la falta de agua y ausencia de sacerdote, algunos simples los frotaron con saliva, en vez de bautismo, la cabeza y el pecho y entre las espaldas. Respondemos que en el bautismo se requieren siempre necesariamente dos cosas, a saber, -La palabra y el elemento-; como de la palabra dice la Verdad: Id por todo el mundo, etc. [Mc. 16, 15; cf. Mt. 28, 19], y la misma dice del elemento: Si uno, etc. [Juan. 3, 5]; de ahí que no podéis dudar que no tienen verdadero bautismo no sólo aquellos a quien faltaron los dos elementos dichos, sino a quienes se omitió uno de ellos.


Del ministro del bautismo y del bautismo de fuego

[De la Carta Debitum pastoralis officii, a Bertoldo, obispo de Metz, de 28 de agosto de 1206]

788 Nos has comunicado que cierto judío, puesto en el artículo de la muerte, como se hallara solo entre judíos, se inmergió a sí mismo en el agua diciendo: “Yo me bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”.

Respondemos que teniendo que haber diferencia entre el bautizante y el bautizado, como evidentemente se colige de las palabras del Señor, cuando dice a sus Apóstoles: Id bautizad a todas las naciones en el nombre. etc. [cf. Mt. 28, 19] el judío en cuestión tiene que ser bautizado de nuevo por otro, para mostrar que uno es el bautizado y otro el que bautiza... Aunque si hubiera muerto inmediatamente, hubiera volado al instante a la patria celeste por la Fe en el Sacramento, aunque no por el Sacramento de la Fe.


De la forma del Sacramento de la Eucaristía y de sus elementos

[De la Carta Cum Marthae circa a Juan, en otro tiempo arzobispo de Lyon, de 29 de noviembre de 12O2]

Nos preguntáis quién añadió en el canon de la Misa a la forma de las palabras que expresó Cristo mismo cuando transustanció el pan y el vino en su cuerpo y sangre, lo que no se lee haber sido expresado por ninguno de los evangelistas... En el canon de la Misa, se halla interpuesta la expresión “mysterium fidei” a las palabras mismas... A la verdad, muchas son las cosas que vemos haber omitido los evangelistas tanto de las palabras como de los hechos del Señor, que se lee haber suplido luego los Apóstoles de palabra o haber expresado de hecho... Ahora bien, de esa palabra sobre la que vuestra paternidad pregunta, es decir, mysterium fidei, algunos pensaron sacar un apoyo para su error, diciendo que en el Sacramento del altar no está la verdad del cuerpo y de la sangre de Cristo, sino solamente la imagen, la apariencia y la figura, fundándose en que a veces la Escritura recuerda que lo que se recibe en el altar es sacramento, misterio y ejemplo. Pero los tales caen en el lazo del error, porque ni entienden convenientemente las autoridades de la Escritura ni reciben reverentemente los sacramentos de Dios, ignorando a la par las Escrituras y el poder de Dios [Mt. 22, 29]... Dícese, sin embargo, misterio de fe, porque allí se cree otra cosa de la que se ve y se ve otra cosa de la que se cree. Porque se ve la apariencia de pan y vino y se cree la verdad de la carne y de la sangre de Cristo, y la virtud de la unidad y de la caridad...

Hay que distinguir, sin embargo, sutilmente entre las tres cosas distintas que hay en este sacramento: la forma visible, la verdad del cuerpo y la virtud espiritual. La forma es la del pan y el vino; la verdad, la de la carne y la sangre; la virtud, la de la unidad y la caridad. Lo primero es signo y no realidad. Lo segundo es signo y realidad. Lo tercero es realidad y no signo. Pero lo primero es signo de entrambas realidades. Lo segundo es signo de lo tercero y realidad de lo primero. Lo tercero es realidad de entrambos signos. Creemos, pues, que la forma de las palabras, tal como se encuentra en el canon, la recibieron de Cristo los apóstoles, y de éstos, sus sucesores.


Del agua que se mezcla al vino, en el sacrificio de la Misa

[De la misma Carta a Juan, de 29 de noviembre de 1202]

Nos preguntáis también si el agua se convierte juntamente con el vino en la sangre. Sobre esto varían las opiniones de los escolásticos. Paréceles a algunos que, como del costado de Cristo fluyeron dos sacramentos principales, el de la redención en la sangre y el de la regeneración en el agua, en esos dos se mudan por divina virtud el vino y el agua que se mezclan en el cáliz... Otros defienden que el agua se transustancia juntamente con el vino en la sangre, como quiera que pasa a vino al mezclarse con él... Además puede decirse que el agua no pasa a la sangre, sino que permanece derramada en torno a los accidentes del vino anterior... Una cosa, sin embargo, no es lícito opinar, que se atrevieron algunos a decir, y es que el agua se convierte en flema...

Mas entre las opiniones predichas, se juzga por la más probable la que afirma que el agua con el vino se trasmuta en la sangre.

[De la Carta In quadam nostra a Ugón, obispo de Ferrarua 5 de marzo de 1209]

Afirmáis haber leído en una Carta decretal nuestra que no es lícito opinar lo que algunos se han atrevido a decir, a saber, que en el sacramento de la Eucaristía el agua se convierte en flema, pues mienten, diciendo que del costado de Cristo no salió agua, sino un humor acuoso. Aun cuando contéis los grandes y auténticos varones que así sintieron, cuya opinión de palabra y escrito has seguido hasta ahora, desde el momento en que nosotros sentimos en contra, estáis obligado a adheriros a nuestra sentencia...Porque si no hubiera sido agua, sino flema, lo que salió del costado del Salvador, el que lo vio y dio testimonio [cf. Juan 19, 35] a la verdad, no hubiera ciertamente hablado de agua, sino de flema... Resta, pues, que de cualquier naturaleza que fuera aquella agua, natural o milagrosa, creada de nuevo por virtud divina, o resuelta de sus componentes en alguna parte, sin género de duda, fue agua verdadera.


De la celebración simulada de la Misa

[De la Carta De homine qui a los rectores de la fraternidad romana de 22 de septiembre de 1208]

789 Nos habéis preguntado qué haya de pensarse del incauto presbítero que, cuando sabe que está en pecado mortal, duda por la conciencia de su crimen si celebrar la Misa que, por otra parte, no puede omitir por razón de cualquier necesidad, y, cumplidas las demás ceremonias, simula la celebración de la Misa; pero suprimidas las palabras por las que se consagra el cuerpo de Cristo, toma puramente sólo el pan y el vino... Ahora bien, como hay que desechar falsos remedios que son más graves que los verdaderos peligros; aunque el que por la conciencia de su pecado se reputa indigno, debe reverentemente abstenerse de este sacramento y, por lo tanto, gravemente peca si indignamente se acerca a él; sin embargo, comete indudablemente más grave ofensa quien así fraudulentamente se atreviere a simularlo, pues aquél, evitando la culpa, mientras lo hace, cae sólo en manos de Dios misericordioso; pero éste, cometiendo una culpa, mientras lo evita, no sólo se hace reo delante de Dios a quien no teme burlar, sino ante el pueblo a quien engaña.


Del ministro de la confirmación

[De la Carta Cum venisset a Basilio arzobispo de Timova, de 25 de febrero de 1204]

Por la crismación de la frente se designa la imposición de las manos, que por otro nombre se llama confirmación, porque por ella se da el Espíritu Santo para aumento y fuerza. De ahí que, pudiendo realizar las demás unciones el simple sacerdote, o presbítero, ésta no debe conferirla más que el sumo sacerdote, es decir, el obispo, pues de los Apóstoles se lee, cuyos vicarios son los obispos, que daban el Espíritu Santo por medio de la imposición de las manos [cf. Act. 8, 14 ss].


Profesión de fe propuesta a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses

[De la carta Eius exemplo al arzobispo de Tarragona, de 18 de diciembre de 1208]

De corazón creemos, por la fe entendemos, con la boca confesamos y con palabras sencillas afirmamos que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas, un solo Dios, y que toda la Trinidad es coesencial, consustancial, coeternal y omnipotente, y cada una de las personas en la Trinidad, Dios pleno, como se contiene en el “Creo en Dios” [v. 2] y en el “Creo en un solo Dios” [v. 86] y el símbolo Quicumque vult [v. 39].

792 De corazón creemos y con la boca confesamos también que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, el solo Dios de que hablamos, es el creador, hacedor, gobernador y disponedor de todas las cosas, espirituales y corporales, sensibles e invisibles. Creemos que el autor único y mismo del Nuevo y del Antiguo Testamento es Dios, el cual permaneciendo, como se ha dicho, en la Trinidad, lo creó todo de la nada, y que Juan Bautista, por Él enviado, es santo y justo, y que fue lleno del Espíritu Santo en el vientre de su madre.

De corazón creemos y con la boca confesamos que la encarnación de la divinidad no fue hecha en el Padre ni en el Espíritu Santo, sino en el Hijo solamente; de suerte que quien era en la divinidad Hijo de Dios Padre, Dios verdadero del Padre, fuera en la humanidad hijo del hombre, hombre verdadero de la madre, teniendo verdadera carne de las entrañas de la madre, y alma humana racional, juntamente de una y otra naturaleza, es decir, Dios y hombre, una sola persona, un solo Hijo, un solo Cristo, un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, autor y rector de todas las cosas, nacido de la Virgen María con carne verdadera por su nacimiento; comió y bebió, durmió y, cansado del camino, descansó, padeció con verdadero sufrimiento de su carne, murió con verdadera muerte de su cuerpo, y resucitó con verdadera resurrección de su carne y verdadera vuelta de su alma a su cuerpo; y en esa carne, después que comió y bebió, subió al cielo y está sentado a la diestra del Padre y en aquella misma carne ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

De corazón creemos y con la boca confesamos una sola Iglesia no de herejes, sino la Santa, Romana, Católica y Apostólica, fuera de la cual creemos que nadie se salva.

793 En nada tampoco reprobamos los sacramentos que en ella se celebran, por cooperación de la inestimable e invisible virtud del Espíritu Santo, aun cuando sean administrados por un sacerdote pecador, mientras la Iglesia lo reciba, ni detraemos a los oficios eclesiásticos o bendiciones por él celebrados, sino que con benévolo ánimo los recibimos, como si procedieran del más justo de los sacerdotes, pues no daña la maldad del obispo o del presbítero ni para el bautismo del niño ni para la consagración de la Eucaristía ni para los demás oficios eclesiásticos celebrados para los súbditos.

794 Aprobamos, pues, el bautismo de los niños, los cuales, si murieren después del bautismo, antes de cometer pecado, confesamos y creemos que se salvan; y creemos que en el bautismo se perdonan todos los pecados, tanto el pecado original contraído, como los que voluntariamente han sido cometidos. La confirmación, hecha por el obispo, es decir, la imposición de las manos, la tenemos por santa y ha de ser recibida con veneración. Firme e indudablemente, con puro corazón, creemos y afirmamos que el sacrificio, es decir, el pan y el vino [v. 1.: que en el sacrificio de la Eucaristía, lo que antes de la consagración era pan y vino], después de la consagración son el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, y en este sacrificio creemos que ni el buen sacerdote hace más ni el malo menos, pues no se realiza por el mérito del consagrante, sino por la palabra del Creador y la virtud del Espíritu Santo. De ahí que firmemente creemos y confesamos que, por más honesto, religioso, santo y prudente que uno sea, no puede ni debe consagrar la Eucaristía ni celebrar el sacrificio del altar, si no es presbítero, ordenado regularmente por obispo visible y tangible. Para este oficio tres cosas son, como creemos, necesarias: persona cierta, esto es, un presbítero constituido propiamente para ese oficio por el obispo, como antes hemos dicho; las solemnes palabras que fueron expresadas por los Santos Padres en el canon, y la fiel intención del que las profiere. Por lo tanto, firmemente creemos y confesamos que quienquiera cree y pretende que sin la precedente ordenación episcopal, como hemos dicho, puede celebrar el sacrificio de la Eucaristía, es hereje y es partícipe y consorte de la perdición de Coré y sus cómplices, y ha de ser segregado de toda la Santa Iglesia Romana. Creemos que Dios concede el perdón a los pecadores verdaderamente arrepentidos y con ellos comunicamos de muy buena gana. Veneramos la unción de los enfermos con óleo consagrado. No negamos que hayan de contraerse las uniones carnales, según el Apóstol [cf. l Cor. 7], pero prohibimos de todo punto desunir las contraídas del modo ordenado. Creemos y confesamos también que el hombre se salva con su cónyuge y tampoco condenamos las segundas o ulteriores nupcias.

795 En modo alguno culpamos la comida de carnes. No condenamos el juramento, antes, con puro corazón, creemos que es lícito jurar con verdad y juicio y justicia. El año 1210 se añadió esta sentencia: De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio, sino por juicio, no incautamente, sino con consejo.

796 Creemos que la predicación es muy necesaria y laudable; pero creemos que ha de ejercerse con autoridad o licencia del Sumo Pontífice o con permiso de los prelados. Mas en todos los lugares donde los herejes manifiestamente persisten, y reniegan y blasfeman de Dios y de la fe de la Santa Iglesia Romana, creemos es nuestro deber confundirlos de todos los modos según Dios, disputando y exhortando y, por la palabra del Señor, como contra adversarios de Cristo y de la Iglesia, ir contra ellos con frente libre hasta la muerte. Humildemente alabamos y fielmente veneramos las órdenes eclesiásticas y todo cuanto en la Santa Iglesia Romana, sancionado, se lee o se cauta.

797 Creemos que el diablo se hizo malo no por naturaleza, sino por albedrío. De corazón creemos y con la boca confesamos la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra. Firmemente creemos y afirmamos también que el juicio se hará por Jesucristo y que cada uno recibirá castigo o premio por lo que hubiere hecho en esta carne. Creemos que las limosnas, el sacrificio y demás obras buenas pueden aprovechar a los fieles difuntos. Confesamos y creemos que los que se quedan en el mundo y poseen sus bienes, pueden salvarse haciendo de sus bienes limosnas y demás obras buenas y guardando los mandamientos del Señor. Creemos que por precepto del Señor han de pagarse a los clérigos los diezmos, primicias y oblaciones.



miércoles, 13 de junio de 2001

IN TERRA PAX HOMINIBUS (2 DE SEPTIEMBRE DE 1053)


Sobre el primado del Romano Pontífice

De la Carta In terra pax hominibus
a Miguel Cerulario y León de Acrida, 
del 2 de septiembre de 1053

Cap. 5.... De vosotros se dice que con nueva presunción e increíble audacia condenasteis públicamente a la Apostólica Iglesia latina, sin oírla ni convencerla, por el hecho particularmente de atreverse a celebrar con ázimos la conmemoración de la pasión del Señor. He aquí vuestra incauta reprehensión, he aquí una gloria vuestra nada buena, cuando ponéis en el cielo vuestra boca, cuando vuestra lengua, arrastrándose en la tierra [Sal. 72, 9], maquina atravesar y trastornar la antigua fe con argumentos y conjeturas humanas.

Cap. 7.... La Santa Iglesia edificada sobre la piedra, esto es, sobre Cristo, y sobre Pedro o Cefas, el hijo de Jonás, que antes se llamaba Simón, porque en modo alguno había de ser vencida por las puertas del infierno, es decir, por las disputas de los herejes, que seducen a los vanos para su ruina. Así lo promete la verdad misma, por la que son verdaderas cuantas cosas son verdaderas: Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella [Mt. 16, 18], y el mismo Hijo atestigua que por sus oraciones impetró del Padre el efecto de esta promesa, cuando le dice a Pedro: Simón, Simón, he aquí que Satanás... [Lc. 22, 31]. ¿Habrá, pues, nadie de tamaña demencia que se atreva a tener por vacua en algo la oración de Aquel cuyo querer es poder? ¿Acaso no han sido reprobadas y convictas y expugnadas las invenciones de todos los herejes por la Sede del príncipe de los Apóstoles, es decir, por la Iglesia Romana, ora por medio del mismo Pedro, ora por sus sucesores, y han sido confirmados los corazones de los hermanos en la fe de Pedro, que hasta ahora no ha desfallecido ni hasta el fin desfallecerá?

Cap. 11.... Dando un juicio anticipado contra ]a Sede suprema, de la que ni pronunciar juicio es lícito a ningún hombre, recibisteis anatema de todos los Padres de todos los venerables Concilios...

Cap. 32. Como el quicio, permaneciendo inmóvil trae y lleva la puerta; así Pedro y sus sucesores tienen libre juicio sobre toda la Iglesia, sin que nadie deba hacerles cambiar de sitio, pues la Sede suprema por nadie es juzgada [v. 330 ss]...

VICTOR II, 1055-1057 ESTEBAN IX, 1057-1058