martes, 2 de noviembre de 1999

LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

El Rev. Luterano Dr. Ishmael Noko y el Obispo Dr. Walter Kasper firman la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación 

Por Atila Sinke Guimarães


Sin duda el mes de octubre (1999), que acaba de terminar, será recordado en la Historia de la Iglesia. Durante este mes tuvieron lugar dos eventos especialmente importantes: el encuentro panreligioso en Roma (24-28 de octubre) y la firma del acuerdo católico-protestante sobre la doctrina de la justificación en Augsburgo (31 de octubre). En mi opinión, estamos ante una verdadera revolución. Espero analizar algunos aspectos de esta revolución ahora y también abordaré el acuerdo de justificación.

Aunque escribo en la noche del 1 de noviembre y el acuerdo se firmó ayer, ya tengo a la mano noticias que llegaron de cinco fuentes confiables diferentes. Cuatro vinieron de amigos por correo electrónico, y uno es de un artículo que había guardado hace unos días. La rapidez con la que puedo hacer este informe se debe a la solicitud de mis amigos, a quienes debo aquí mi agradecimiento. Ayer y hoy visité los sitios del Servicio de Información del Vaticano y la Oficina de Prensa de Noticias del Vaticano y no hubo nada al respecto, lo cual es comprensible ya que normalmente se necesitan varios días para que los informes de eventos como este se publiquen en la Web. Permítanme, entonces, pasar a sintetizar y comentar esta noticia.

Los informes noticiosos a los que me refiero: “Ratzinger se atribuye la salvación del pacto luterano”, por John Allen en The National Catholic Reporter, 14 de octubre de 1999; “Las iglesias católica romana y luterana firman un acuerdo para poner fin”, Associated Press en línea, 31 de octubre de 1999; “El Papa expresa satisfacción por el acuerdo católico-luterano”, Zenit, 31 de octubre de 1999; “Paso decisivo hacia la unidad de católicos y luteranos”, Zenit, 31 de octubre de 1999; “Las iglesias ponen fin a la disputa por la salvación”, por Katharine Schmidt en Associated Press en línea, 31 de octubre de 1999.

Mis comentarios están abiertos a modificaciones en caso de que surja una diferencia entre la información que recibí y las versiones oficiales de la Santa Sede.

El cardenal Cassidy y el obispo luterano Krause, tras la firma del Acuerdo de Augsburgo.

Describiré rápidamente la ceremonia. La fecha de la firma, el 31 de octubre, fue elegida con la intención de rendir homenaje a Martín Lutero, quien  el 31 de octubre de 1517 fijó sus 95 tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg, iniciando así la revuelta protestante. Este primer homenaje significa sin duda que la dirección actual de la Iglesia Católica considera el acto de Lutero como un gesto digno de alabanza. Es una forma simbólica de decir que Lutero tenía motivos para protestar contra Roma. Y es una forma indirecta de decir que Roma se equivocó al condenarlo por hereje.

La ciudad elegida fue Augsburgo. En esta misma ciudad, en 1530, Lutero declaró que se fundaba su nueva religión. Así, la celebración del acto en Augsburgo tiene como presupuesto la “legitimidad” de la secta luterana. Esto no parece lejos de aceptar los errores enseñados por el heresiarca.

El primer encuentro el 31 de octubre, tuvo lugar en la Catedral Católica. Allí se dijeron oraciones de arrepentimiento. Una vez más, fue una declaración indirecta de la culpabilidad de los católicos. Es significativo observar que no hay ningún informe en las noticias de ningún reconocimiento de culpa por parte de los protestantes.

Posteriormente se inició una procesión desde la Catedral Católica hasta la Iglesia Luterana de Santa Ana, donde tuvo lugar el acto más importante. Nuevamente, el acto de mayor relevancia fue conferido a los protestantes. Dentro del templo había 700 invitados y 2000 participantes. Los que no cabían en el edificio participaron del acto en una gran pantalla en el Ayuntamiento. Se inició un servicio protestante consistente en oraciones y cánticos. Asistieron varios cardenales. Durante el servicio religioso, el obispo protestante Christian Krause, presidente de la Federación Luterana Mundial, enfatizó la importancia del evento. Siguió una oración común en la que católicos y protestantes renovaron sus votos bautismales.

Aquí es necesaria una pequeña interrupción. La vigencia de las órdenes episcopales protestantes fue objeto de una seria controversia. León XIII declaró solemnemente que las ordenaciones de la confesión anglicana eran inválidas y, por lo tanto, los sacramentos que allí se administran carecen de valor. Si esto es cierto con respecto a los anglicanos, algo similar se aplicaría a las otras sectas protestantes que aceptan obispos. Es absolutamente cierto que la declaración de León XIII se aplica rigurosamente a las sectas presbiteriana y anabautista, ya que, al no admitir obispos, son “ipso facto” incapaces de tener ordenaciones episcopales válidas. Así, el bautismo que existe entre los episcopales, del cual los luteranos son una rama, es motivo de muy serias dudas. Por eso, hasta el Vaticano II, cuando la Iglesia católica recibió a un luterano convertido, se administró un nuevo bautismo condicional. Por lo tanto, hay un elemento de incertidumbre en el bautismo protestante.

Así, la renovación común de los votos del bautismo hechos por católicos y seguidores de Lutero en Augsburgo ignora lo descrito anteriormente y toma como un hecho consumado la “validez” del bautismo protestante. Esto equivale a afirmar que la Tradición anterior de la Santa Iglesia no tiene efecto. Este acto conlleva una serie de graves consecuencias:

● supone una verdadera sucesión apostólica entre los obispos luteranos

 supone la validez de sus sacramentos

 lleva a aceptar como válidos los "sacramentos" de las sectas protestantes más radicales

Cada una de estas consecuencias sería suficiente para declarar a una persona o un movimiento herético o sospechoso de herejía, si el antiguo Código de Derecho Canónico aún estuviera vigente. Por cierto, según el Código, la simple participación en la misma ceremonia religiosa con herejes ameritaba una excomunión muy rigurosa, una excomunión automática, sin necesidad de declaración alguna por parte de la autoridad.

En representación de la dirección de la Iglesia Católica estuvo el cardenal Edward Cassidy, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. En su charla, afirmó, “Nuestra tarea no es solo continuar con el edificio, sino que, lamentablemente, también tenemos el deber de buscar reparar el daño que se le ha hecho a ese edificio por las tormentas, conflictos y, en ocasiones, terremotos provocados por el hombre”. El edificio al que se refería el Cardenal es la Iglesia fundada en Cristo. Según las palabras de Cassidy, la Iglesia Católica y la Pseudo-Reforma Protestante estarían construyendo juntas un solo edificio. Vale la pena señalar que en la metáfora empleada por el Cardenal, las diferencias fundamentales entre las dos religiones pueden considerarse como meros accidentes meteorológicos que pueden causar peligro, pero no afectar la unidad del edificio. Es, sin duda, una nueva concepción de la Iglesia fundada por Nuestro Señor.

Después de esto, el secretario del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos del Vaticano, el obispo Walter Kasper, y el secretario general de la Federación Luterana Mundial, el pastor Ishmael Noko, firmaron la declaración conjunta y se abrazaron. Las noticias señalan que la mayor parte de los presentes siguió su ejemplo, con un todos abrazando a todos.

El documento de justificación tiene, según las mismas fuentes, la siguiente frase clave en el párrafo 15:
“Juntos confesamos que somos aceptados por Dios y recibimos al Espíritu Santo, quien renueva nuestro corazón, nos da poder y nos llama a hacer buenas obras, no en base a nuestros méritos, sino solo a través de la gracia y la fe en la obra salvífica de Cristo”.
Así, la discusión multisecular entre católicos y protestantes espera ser resuelta por una fórmula mágica: la introducción del concepto de la  gracia, junto con la fe, como condiciones necesarias para la salvación.

La posición clásica de los católicos es que la fe es necesaria para la salvación, pero para merecer la salvación, la fe debe ir acompañada de buenas obras que reflejen la colaboración de la voluntad humana. Los protestantes niegan la contribución del libre albedrío para la salvación. Para ellos, solo la fe es necesaria para la salvación. El documento de Augsburgo introduce una nueva noción: la gracia. Ahora, la fe junto con la gracia sería suficiente para la salvación. Se niega decididamente el valor de las buenas obras:
“Recibimos el Espíritu Santo, que renueva nuestro corazón, nos da poder y nos llama a hacer buenas obras, no sobre la base de nuestros méritos, sino solo a través de la gracia y la fe en la obra salvífica de Cristo”.
Según el obispo protestante George Anderson, director de la Iglesia Evangélica Luterana de América, la persona que introdujo el concepto de gracia para salvar el acuerdo, que en un momento estuvo al borde del colapso, fue el cardenal Joseph Ratzinger. "Sin él, no podríamos haber llegado a un acuerdo", dijo Anderson. El teólogo protestante Joachim Track también enumeró las tres concesiones fundamentales hechas por Ratzinger que permitieron el documento de Augsburgo:
“Primero, estuvo de acuerdo en que el objetivo del proceso ecuménico es la unidad en la diversidad, no la reintegración estructural. Esto era importante para muchos luteranos en Alemania, a quienes les preocupaba que el objetivo final de todo esto fuera volver a Roma. 

En segundo lugar, Ratzinger reconoció plenamente la autoridad de la Federación Luterana Mundial para llegar a un acuerdo con el Vaticano. 

Finalmente, Ratzinger estuvo de acuerdo en que, si bien los cristianos están obligados a hacer buenas obras, la justificación y el juicio final siguen siendo actos de gracia de Dios”.
La introducción del concepto de gracia, aparentemente un acto de genialidad y una fórmula mágica, podría dar la impresión de que los protestantes están siendo complacientes ya que ahora admitirían que no solo la fe salva, sino también la gracia salva. Sin embargo, esta impresión se disuelve bajo un análisis cuidadoso. En efecto, lo que está en la raíz del concepto de “sólo la fe salva” es que el hombre no tiene ningún mérito para salvarse, salvo creer, nada más. Cualquier otra acción que realice no le hace merecedor de la salvación. La "gracia" del documento de Augsburgo no altera este concepto sino que, por el contrario, lo reafirma. Afirma que la gracia no depende de la correspondencia humana: "No sobre la base de nuestros méritos, sino sólo por la gracia y la fe".

Sin embargo, en todo lo que enseña la Santa Iglesia, para que el hombre merezca la salvación, debe practicar las virtudes de manera heroica. Si sus acciones carecen de valor, es condenado. La “gracia” del cardenal Ratzinger no depende de ninguna correspondencia humana, que parece ser un concepto ajeno a la Doctrina Católica y no muy diferente del quietismo.

De hecho, las siguientes proposiciones quietistas fueron condenadas por el Papa Inocencio XI en la Constitución Coelestis Pastor (20 de noviembre de 1687):
“No. 2. Querer operar activamente es ofender a Dios, que quiere ser él mismo el agente completo; y por eso es necesario abandonarse totalmente en Dios.

No. 4. La actividad natural es enemiga e impide las operaciones de Dios y la verdadera perfección, porque Dios desea operar en nosotros sin que lo hagamos ....

No. 40. Se puede llegar a la santidad sin trabajo exterior”.
Es difícil no encontrar similitudes entre este nuevo concepto de gracia y la doctrina quietista de Michael de Molinos.

Por lo tanto, para dar a los Católicos la impresión de que los protestantes cedieron algo para firmar el acuerdo ecuménico, se preparó esta noción de gracia, pero en realidad no parece cambiar nada en la doctrina protestante. Además, la dirección actual de la Iglesia católica se acerca a otros errores análogos al protestantismo, como el quietismo.

Incluso más allá de los peligros señalados aquí, la dirección de la Iglesia Católica parece tener la firme determinación de seguir adelante con la unión con los protestantes. Y de destruir el edificio dogmático católico. En mi opinión, este 31 de octubre se dio un paso importante para definir las tendencias de la corriente que dirige el Vaticano. El acuerdo de Augsburgo, en sí mismo, parece ser una revolución que abre una nueva fase de la Revolución Conciliar más amplia. Estamos, como todo indica, ante un acto que parece desafiar la promesa de Nuestro Señor Jesucristo de que las puertas del Infierno no prevalecerían contra la Iglesia. Estoy seguro de que veremos grandes cosas en los próximos días.


Tradition in Action



viernes, 1 de octubre de 1999

SPES AEDIFICANDI (1 DE OCTUBRE DE 1999)


CARTA APOSTÓLICA

EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»

SPES AEDIFICANDI

PARA LA PROCLAMACIÓN

DE SANTA BRÍGIDA DE SUECIA,

SANTA CATALINA DE SIENA

Y SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ

COPATRONAS DE EUROPA

JUAN PABLO II

PARA PERPETUA MEMORIA

1. La esperanza de construir un mundo más justo y más digno del hombre, avivada por la espera del tercer milenio ya a las puertas, no puede ignorar que los esfuerzos humanos de nada sirven si no están acompañados por la gracia divina: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores» (Sal 127, 1). Esto han de tenerlo en cuenta también todos aquellos que, en los últimos años, se plantean el problema de remodelar Europa, con el fin de ayudar al viejo continente a aprovechar la riqueza de su historia, alejarse de las tristes herencias del pasado y así, con una originalidad radicada en sus mejores tradiciones, responder a las exigencias del mundo que cambia.

No cabe duda de que, en la compleja historia de Europa, el cristianismo representa un elemento central y determinante, que se ha consolidado sobre la base firme de la herencia clásica y de las numerosas aportaciones que han dado los diversos flujos étnicos y culturales que se han sucedido a lo largo de los siglos. La fe cristiana ha plasmado la cultura del continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia, hasta el punto de que ésta no se podría entender sin hacer referencia a las vicisitudes que han caracterizado, primero, el largo período de la evangelización y, después, tantos siglos en los que el cristianismo, a pesar de la dolorosa división entre Oriente y Occidente, se ha afirmado como la religión de los europeos. También en el período moderno y contemporáneo, cuando se ha ido fragmentando progresivamente la unidad religiosa, bien por las posteriores divisiones entre los cristianos, bien por los procesos que han alejado la cultura del horizonte de la fe, el papel de ésta ha seguido teniendo una importancia notable.

El camino hacia el futuro no puede relegar este dato, y los cristianos están llamados a tomar una renovada conciencia de todo ello para mostrar sus capacidades permanentes. Tienen el deber de dar una contribución específica a la construcción de Europa, que será tanto más válida y eficaz cuanto más capaces sean de renovarse a la luz del Evangelio. De este modo se harán continuadores de esa larga historia de santidad que ha impregnado las diversas regiones de Europa en el curso de estos dos milenios, en los cuales los santos oficialmente reconocidos son, en realidad, los casos más destacados, propuestos como modelos para todos. En efecto, son innumerables los cristianos que con su vida recta y honrada, animada por el amor a Dios y al prójimo, han alcanzado en las más variadas vocaciones, consagradas o laicas, una verdadera santidad, propagada por doquier, aunque de manera oculta.

2. La Iglesia no duda de que precisamente este tesoro de santidad es el secreto de su pasado y la esperanza de su futuro. En él es donde mejor se expresa el don de la Redención, gracias al cual el hombre es rescatado del pecado y recibe la posibilidad de la vida nueva en Cristo. También en él, el pueblo de Dios, peregrino en la historia, encuentra un apoyo incomparable, sintiéndose profundamente unido a la Iglesia gloriosa, que en el cielo canta las alabanzas del Cordero (cf. Ap 7, 9-10) mientras intercede por la comunidad que aún camina en la tierra. Por ello, ya desde los tiempos más antiguos, los santos han sido considerados por el pueblo de Dios como protectores y, siguiendo una praxis peculiar que ciertamente no es extraña al influjo del Espíritu Santo, las Iglesias particulares, las regiones e incluso los continentes se han confiado al particular patronazgo de algunos santos, a veces a petición de los fieles, acogida por los pastores o, en otros casos, por iniciativa de los pastores mismos.

En esta perspectiva, al celebrarse la segunda Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, en la inminencia del gran jubileo del año 2000, he pensado que los cristianos europeos, que viven con todos sus conciudadanos un cambio de época rico de esperanza pero, a la vez, no exento de preocupaciones, pueden encontrar una ayuda espiritual en la contemplación y la invocación de algunos santos que, en cierto modo, son representativos de su historia. Por eso, tras las oportunas consultas, y completando lo que hice el 31 de diciembre de 1980 al proclamar copatronos de Europa, junto a san Benito, a dos santos del primer milenio, los hermanos Cirilo y Metodio, pioneros de la evangelización de Oriente, he decidido integrar en el grupo de los santos patronos tres figuras igualmente emblemáticas de momentos cruciales de este segundo milenio que está por concluir: santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz. Tres grandes santas, tres mujeres que, en diversas épocas —dos en el corazón del Medioevo y una en nuestro siglo— se han destacado por el amor generoso a la Iglesia de Cristo y el testimonio dado de su cruz.

3. Naturalmente, el panorama de la santidad es tan variado y rico que la elección de nuevos patronos celestes podría haberse orientado hacia otras dignísimas figuras que cada época y región pueden ofrecer. No obstante, considero particularmente significativa la opción por esta santidad de rostro femenino, en el marco de la tendencia providencial que, en la Iglesia y en la sociedad de nuestro tiempo, se ha venido afirmando, con un reconocimiento cada vez más claro de la dignidad y de los dones propios de la mujer.

En realidad, la Iglesia, desde sus albores, no ha dejado de reconocer el papel y la misión de la mujer, aun bajo la influencia, a veces, de los condicionamientos de una cultura que no siempre la tenía en la debida consideración. Sin embargo, la comunidad cristiana ha crecido cada vez más también en este aspecto y a ello ha contribuido precisamente de manera decisiva la presencia de la santidad. La imagen de María, la «mujer ideal», Madre de Cristo y de la Iglesia, ha sido un impulso constante en este sentido. Pero también la valentía de las mártires, que han afrontado con sorprendente fuerza de espíritu los más crueles tormentos, el testimonio de las mujeres comprometidas con radical ejemplaridad en la vida ascética, la dedicación cotidiana de tantas esposas y madres en esa «iglesia doméstica» que es la familia, así como los carismas de tantas místicas que han contribuido a la profundización de la teología, han ofrecido a la Iglesia una indicación preciosa para comprender plenamente el designio de Dios sobre la mujer. Este designio, por lo demás, se manifiesta inequívocamente ya en las páginas de la Escritura, especialmente en el testimonio de la actitud de Jesús que nos ofrece el Evangelio. En esta línea se sitúa también la opción de declarar copatronas de Europa a santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz.

Además, el motivo que ha orientado específicamente mi opción por estas tres santas se halla en su vida misma. En efecto, su santidad se expresó en circunstancias históricas y en el contexto de ámbitos «geográficos» que las hacen particularmente significativas para el continente europeo. Santa Brígida hace referencia al extremo norte de Europa, donde el continente casi se junta con las otras partes del mundo y de donde partió teniendo a Roma por destino. Catalina de Siena es también conocida por el papel desempeñado en un tiempo en el que el Sucesor de Pedro residía en Aviñón, poniendo término a una la- bor espiritual ya comenzada por Brígida, al hacerse promotora del retorno a su sede propia, junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles. Por último, Teresa Benedicta de la Cruz, recientemente canonizada, no sólo transcurrió su existencia en diversos países de Europa, sino que con toda su vida de pensadora, mística y mártir, lanzó como un puente entre sus raíces judías y la adhesión a Cristo, moviéndose con segura intuición en el diálogo con el pensamiento filosófico contemporáneo y, en fin, proclamando con el martirio las razones de Dios y del hombre en la inmensa vergüenza de la «shoah». Se ha convertido así en la expresión de una peregrinación humana, cultural y religiosa que encarna el núcleo profundo de la tragedia y de las esperanzas del continente europeo.

4. La primera de estas tres grandes figuras, Brígida, nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como una laica felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar una familia cristiana. Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea venerada como santa.

Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.

5. Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.

En realidad, más aún que con este devoto peregrinar, Brígida se hizo partícipe de la construcción de la comunidad eclesial con el sentido profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, en un momento ciertamente crítico de su historia. En efecto, la íntima unión con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo. En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco del de los antiguos profetas. Habla con seguridad a príncipes y pontífices, desvelando los designios de Dios sobre los acontecimientos históricos. No escatima severas amonestaciones también en lo referente a la reforma moral del pueblo cristiano y del clero mismo (cf. Revelationes, IV, 49; también IV, 5). Algunos aspectos de su extraordinaria producción mística suscitaron en aquel tiempo dudas razonables, sobre las que se realizó un discernimiento eclesial, remitiéndose a la única revelación pública, que tiene su plenitud en Cristo y su expresión normativa en la sagrada Escritura. En efecto, tampoco las experiencias de los grandes santos están exentas de los límites inherentes a la recepción humana de la voz de Dios.

No hay duda, sin embargo, de que al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, aunque no se pronuncia sobre cada una de las revelaciones que tuvo, ha acogido la autenticidad global de su experiencia interior. Aparece así como un testimonio significativo del lugar que puede tener en la Iglesia el carisma vivido en plena docilidad al Espíritu de Dios y en total conformidad con las exigencias de la comunión eclesial. Por eso, al haberse separado de la comunión plena con la sede de Roma las tierras escandinavas, patria de Brígida, durante las tristes vicisitudes del siglo XVI, la figura de la santa sueca representa un precioso «vínculo» ecuménico, reforzado también por el compromiso en este sentido llevado a cabo por su orden.

6. Poco posterior es la otra gran figura de mujer, santa Catalina de Siena, cuyo papel en el desarrollo de la historia de la Iglesia y en la profundización doctrinal misma del mensaje revelado ha obtenido significativos reconocimientos, que han llegado hasta la atribución del título de doctora de la Iglesia.

Nacida en Siena en 1347, fue favorecida desde la primera infancia por gracias extraordinarias, que le permitieron recorrer, sobre la senda espiritual trazada por santo Domingo, un rápido camino de perfección entre oración, austeridad y obras de caridad. Tenía veinte años cuando Cristo le manifestó su predilección a través del símbolo místico del anillo nupcial. Era la culminación de una intimidad madurada en lo escondido y en la contemplación, gracias a su constante permanencia, incluso fuera de las paredes del monasterio, en aquella morada espiritual que ella gustaba llamar la «celda interior». El silencio de esta celda, haciéndola docilísima a las inspiraciones divinas, pudo compaginarse bien pronto con una actividad apostólica extraordinaria. Muchos, incluso clérigos, se reunieron en torno a ella como discípulos, reconociéndole el don de una maternidad espiritual. Sus cartas se propagaron por Italia y hasta por Europa entera. En efecto, la joven sienesa entró con paso seguro y palabras ardientes en el corazón de los problemas eclesiales y sociales de su época.

Catalina fue incansable en el empeño que puso en la solución de muchos conflictos que laceraban la sociedad de su tiempo. Su obra pacificadora llegó a soberanos europeos como Carlos V de Francia, Carlos de Durazzo, Isabel de Hungría, Luis el Grande de Hungría y de Polonia, y Juana de Nápoles. Fue significativa su actividad para reconciliar Florencia con el Papa. Señalando a los contendientes a «Cristo crucificado y a María dulce», hacía ver que, para una sociedad inspirada en los valores cristianos, nunca podía darse un motivo de contienda tan grave que indujera a recurrir a la razón de las armas en vez de a las armas de la razón.

7. Catalina, no obstante, sabía bien que no se podía llegar con eficacia a esta conclusión si antes no se forjaban los ánimos con el vigor del Evangelio. De aquí la urgencia de la reforma de las costumbres, que ella proponía a todos sin excepción. A los reyes les recordaba que no podían gobernar como si el reino fuese una «propiedad» suya, sino que, conscientes de tener que rendir cuentas a Dios de la gestión del poder, debían más bien asumir la tarea de mantener en él «la santa y verdadera justicia», haciéndose «padres de los pobres» (cf. Carta n. 235 al rey de Francia). En efecto, el ejercicio de la soberanía no podía disociarse del de la caridad, que es a la vez alma de la vida personal y de la responsabilidad política (cf. Carta n. 357 al rey de Hungría).

Con esta misma fuerza se dirigía a los eclesiásticos de todos los rangos para pedir la más rigurosa coherencia en su vida y en su ministerio pastoral. Impresiona el tono libre, vigoroso y tajante con el que amonestaba a sacerdotes, obispos y cardenales. Era preciso —decía— arrancar del jardín de la Iglesia las plantas podridas sustituyéndolas con «plantas nuevas», frescas y fragantes. La santa sienesa, apoyándose en su intimidad con Cristo, no tenía reparo en señalar con franqueza incluso al Pontífice mismo, al cual amaba tiernamente como «dulce Cristo en la tierra», la voluntad de Dios, que le imponía librarse de los titubeos dictados por la prudencia terrena y por los intereses mundanos para regresar de Aviñón a Roma.

Con igual ardor, Catalina se esforzó después en evitar las divisiones que se produjeron en la elección papal que sucedió a la muerte de Gregorio XI. También en aquel episodio recurrió, una vez más, a las razones irrenunciables de la comunión. Éste era el valor ideal supremo que había inspirado toda su vida, desviviéndose sin reserva en favor de la Iglesia. Lo dirá ella misma a sus hijos espirituales en el lecho de muerte: «Tened por cierto, queridísimos, que he dado la vida por la santa Iglesia» (Beato Ramón de Capua, Vida de santa Catalina de Siena, Lib. III, c. IV).

8. Con Edith Stein —santa Teresa Benedicta de la Cruz— nos encontramos en un ambiente sociocultural completamente distinto. En efecto, ella nos introduce en el corazón de nuestro siglo convulso, señalando las esperanzas que ha despertado, pero también las contradicciones y los fracasos que lo han caracterizado. Edith no proviene, como Brígida y Catalina, de una familia cristiana. En ella, todo expresa el tormento de la búsqueda y la fatiga de la «peregrinación» existencial. Aun después de haber alcanzado la verdad en la paz de la vida contemplativa, debió vivir hasta el fondo el misterio de la cruz.

Nació en 1891, en una familia judía de Breslau, por entonces territorio alemán. El interés desarrollado por la filosofía y el abandono de la práctica religiosa en la que, no obstante, había sido iniciada por su madre, más que un camino de santidad hacían presagiar una vida bajo el signo del puro «racionalismo». Pero la gracia la esperaba precisamente en las sinuosidades del pensamiento filosófico: orientada en la línea de la corriente fenomenológica, supo tomar de ella la exigencia de una realidad objetiva que, lejos de reducirse al sujeto, lo precede y establece el grado de conocimiento, debiendo ser examinada con un riguroso esfuerzo de objetividad. Es preciso ponerse a la escucha de la realidad, captándola sobre todo en el ser humano por esa capacidad de «empatía» —palabra que tanto le gustaba— que permite en cierta medida hacer propia la experiencia del otro (cf. E. Stein, El problema de la empatía).

En esta tensión de la escucha fue donde ella se encontró, por un lado, con los testimonios de la experiencia espiritual cristiana ofrecidos por santa Teresa de Jesús y otros grandes místicos, de los cuales se convirtió en discípula e imitadora, y por otro, con la antigua tradición del pensamiento cristiano consolidada en el tomismo. Por este camino llegó primero al bautismo y después a la opción por la vida contemplativa en la orden carmelita. Todo se desarrolló en el marco de un itinerario existencial más bien convulso, marcado, además de por la búsqueda interior, por el compromiso de estudio y de enseñanza que desempeñó con admirable dedicación. Para su tiempo, es particularmente apreciable su militancia en favor de la promoción social de la mujer, y resultan verdaderamente penetrantes las páginas en las que ha explorado la riqueza de la femineidad y la misión de la mujer desde el punto de vista humano y religioso (cf. E. Stein, La mujer. Su misión según la naturaleza y la gracia).

9. El encuentro con el cristianismo no la llevó a renegar de sus raíces judías, sino que más bien se las hizo redescubrir en plenitud. No obstante, esto no la libró de la incomprensión por parte de sus familiares. El desacuerdo de su madre, sobre todo, le causó un dolor indecible. En realidad, todo su camino de perfección cristiana se desarrolló bajo el signo no sólo de la solidaridad humana con su pueblo de origen, sino también de una auténtica participación espiritual en la vocación de los hijos de Abraham, marcados por el misterio de la llamada y de los «dones irrevocables» de Dios (cf. Rm 11, 29).

En particular, Edith hizo suyo el sufrimiento del pueblo judío a medida que éste se agudizó en la feroz persecución nazi, que sigue siendo, junto a otras graves expresiones del totalitarismo, una de las manchas más negras y vergonzosas de la Europa de nuestro siglo. Sintió entonces que en el exterminio sistemático de los judíos se cargaba la cruz de Cristo sobre su pueblo, y vivió como una participación personal en ella su deportación y ejecución en el tristemente famoso campo de Auschwitz-Birkenau. Su grito se funde con el de todas las víctimas de aquella inmensa tragedia, pero unido al grito de Cristo, que asegura al sufrimiento humano una misteriosa y perenne fecundidad. Su imagen de santidad queda para siempre vinculada al drama de su muerte violenta, junto a la de tantos otros que la padecieron con ella. Y permanece como anuncio del evangelio de la cruz, con el que quiso identificarse en su mismo nombre de religiosa.

Contemplamos hoy a Teresa Benedicta de la Cruz, reconociendo en su testimonio de víctima inocente, por una parte, la imitación del Cordero inmolado y la protesta contra todas las violaciones de los derechos fundamentales de la persona y, por otra, una señal de ese renovado encuentro entre judíos y cristianos que, en la línea deseada por el concilio Vaticano II, está conociendo una prometedora fase de apertura recíproca. Declarar hoy a Edith Stein copatrona de Europa significa poner en el horizonte del viejo continente una bandera de respeto, de tolerancia y de acogida que invita a hombres y mujeres a comprenderse y a aceptarse, más allá de las diversidades étnicas, culturales y religiosas, para formar una sociedad verdaderamente fraterna.

10. Crezca, pues, Europa. Crezca como Europa del espíritu, en la línea de su mejor historia, que precisamente tiene en la santidad su más alta expresión. La unidad del continente, que está madurando progresivamente en las conciencias y definiéndose cada vez más netamente también en el ámbito político, implica ciertamente una perspectiva de gran esperanza. Los europeos están llamados a dejar atrás definitivamente las rivalidades históricas que han convertido frecuentemente su continente en teatro de guerras devastadoras. Al mismo tiempo, deben esforzarse por crear las condiciones de una mayor cohesión y colaboración entre los pueblos. Tienen ante sí el gran desafío de construir una cultura y una ética de la unidad, sin las cuales cualquier polí- tica de la unidad está destinada a naufragar antes o después.

Para edificar la nueva Europa sobre bases sólidas, no basta ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos, que, si unas veces aglutinan, otras dividen; es necesario hacer hincapié más bien sobre los valores auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el corazón de cada hombre. Una Europa que confundiera el valor de la tolerancia y del respeto universal con el indiferentismo ético y el escepticismo sobre los valores irrenunciables, se embarcaría en una de las más arriesgadas aventuras y, tarde o temprano, vería retornar bajo nuevas formas los espectros más temibles de su historia.

El papel del cristianismo, que indica incansablemente el horizonte ideal, se presenta una vez más como vital para evitar esta amenaza. También a la luz de los múltiples puntos de encuentro con otras religiones, reconocido por el concilio Vaticano II (cf. Nostra aetate), se ha de subrayar con fuerza que la apertura a lo Trascendente es una dimensión vital de la existencia. Por tanto, es esencial un renovado compromiso de testimonio por parte de todos los cristianos presentes en las diversas naciones del continente. Ellos son los que han de alimentar la esperanza de una salvación plena, mediante el anuncio que les es propio, el del Evangelio, esto es, la «buena noticia» de que Dios se ha hecho cercano a nosotros y, en su Hijo Jesucristo, nos ha ofrecido la redención y la plenitud de la vida divina. Por el Espíritu Santo que nos ha sido dado, podemos elevar a Dios nuestra mirada e invocarlo con el dulce nombre de «Abbá», ¡Padre! (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6).

11. Precisamente este anuncio de esperanza es lo que he querido afianzar al indicar, en perspectiva «europea», una renovada devoción a estas tres grandes figuras de mujeres que, en épocas diversas, han dado una aportación tan significativa, no sólo para el crecimiento de la Iglesia, sino también de la sociedad misma.

Por esa comunión de los santos que une misteriosamente la Iglesia terrena con la celeste, ellas se hacen cargo de nosotros en su perenne intercesión ante el trono de Dios. Al mismo tiempo, la invocación más intensa y la referencia más asidua y atenta a sus palabras y ejemplos despertarán en nosotros una conciencia más aguda de nuestra común vocación a la santidad, impulsándonos a consecuentes propósitos de un compromiso más generoso.

Por tanto, después de una madura consideración, en virtud de mi potestad apostólica, establezco y declaro copatronas celestes de toda Europa ante Dios a santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz, concediendo todos los honores y privilegios litúrgicos que les competen según el derecho de los patronos principales del lugar.

Gloria a la santísima Trinidad, que resplandece de manera singular en su vida y en la de todos los santos. Que la paz esté con los hombres de buena voluntad, en Europa y en el mundo entero.

Roma, junto a San Pedro, día 1 de octubre del año 1999, vigésimo primero de mi pontificado.



JUAN PABLO II

CARTA A LOS ANCIANOS - JUAN PABLO II (1 DE OCTUBRE DE 1999)


JUAN PABLO II

CARTA A LOS ANCIANOS


¡A mis hermanos y hermanas ancianos!

“Aunque uno viva setenta años,

y el más robusto hasta ochenta,

la mayor parte son fatiga inútil

porque pasan aprisa y vuelan”


(Sal 90 [89], 10)

1. Setenta eran muchos años en el tiempo en que el Salmista escribía estas palabras, y eran pocos los que los superaban; hoy, gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado notablemente. Sin embargo, sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él.

He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia. Al recordar las etapas de mi existencia, que se entremezcla con la historia de gran parte de este siglo, me vienen a la memoria los rostros de innumerables personas, algunas de ellas particularmente queridas: son recuerdos de hechos ordinarios y extraordinarios, de momentos alegres y de episodios marcados por el sufrimiento. Pero, por encima de todo, experimento la mano providente y misericordiosa de Dios Padre, el cual “cuida del mejor modo todo lo que existe” [1] y que “si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha” (1 Jn 5, 14). A Él me dirijo con el Salmista: “Dios mío, me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, ahora, en la vejez y las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que describa tu brazo a la nueva generación, tus proezas y tus victorias excelsas” (Sal 71[70], 17-18).

Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos de cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar a los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles problemas.

El Pontificio Consejo para los Laicos ha ofrecido ya valiosas pautas de reflexión sobre este tema [2]. Con la presente carta deseo solamente expresaros mi cercanía espiritual, con el estado de ánimo de quien, año tras año, siente crecer dentro de sí una comprensión cada vez más profunda de esta fase de la vida y, en consecuencia, se da cuenta de la necesidad de un contacto más inmediato con sus coetáneos, para tratar de las cosas que son experiencia común, poniéndolo todo bajo la mirada de Dios, el cual nos envuelve con su amor y nos sostiene y conduce con su providencia.

2. Queridos hermanos y hermanas: a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance. Esta mirada retrospectiva permite una valoración más serena y objetiva de las personas que hemos encontrado y de las situaciones vividas a lo largo del camino. El paso del tiempo difumina los rasgos de los acontecimientos y suaviza sus aspectos dolorosos. Por desgracia, en la existencia de cada uno hay sobradas cruces y tribulaciones. A veces se trata de problemas y sufrimientos que ponen a dura prueba la resistencia psicofísica y hasta conmocionan quizás la fe misma.

No obstante, la experiencia enseña que, con la gracia del Señor, los mismos sinsabores cotidianos contribuyen con frecuencia a la madurez de las personas, templando su carácter.

La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. “El tiempo se escapa irremediablemente”, sentenciaba ya el antiguo poeta latino [3]. El hombre está sumido en el tiempo: en él nace, vive y muere. Con el nacimiento se fija una fecha, la primera de su vida, y con su muerte otra, la última. Es el alfa y la omega, el comienzo y el final de su existencia terrena, como subraya la tradición cristiana al esculpir estas letras del alfabeto griego en las lápidas sepulcrales.

No obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual, sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una “esperanza que no defrauda” (cf. Rm 5, 5), indicándonos la perspectiva de la resurrección final. Por eso la Iglesia usa en la Vigilia pascual estas mismas letras con referencia a Cristo vivo, ayer, hoy y siempre: Él es “principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad” [4]. La existencia humana, aunque está sujeta al tiempo, es introducida por Cristo en el horizonte de la inmortalidad. Él “se ha hecho hombre entre los hombres, para unir el principio con el fin, esto es, el hombre con Dios” [5].


Un siglo complejo hacia un futuro de esperanza


3. Al dirigirme a los ancianos, sé que hablo a personas y de personas que han realizado un largo recorrido (cf. Sb 4, 13). Hablo a los de mi edad; me resulta fácil, por lo tanto, buscar una analogía en mi experiencia personal. Nuestra vida, queridos hermanos y hermanas, ha sido inscrita por la Providencia en este siglo XX, que ha recibido una compleja herencia del pasado y ha sido testigo de numerosos y extraordinarios acontecimientos.

Como tantas otras épocas de la historia, nuestro siglo ha conocido luces y sombras. No todo han sido penumbras. Hay muchos aspectos positivos que han sido el contrapeso de otros negativos o han surgido de éstos últimos, como una beneficiosa reacción de la conciencia colectiva. No obstante, es cierto —y sería tan injusto como peligroso olvidarlo— que se han producido daños inauditos, que han incidido en la vida de millones y millones de personas. Bastaría pensar en los conflictos surgidos en diversos continentes, debidos a contenciosos territoriales entre Estados o al odio entre diversas etnias. Tampoco se han de considerar menos graves las condiciones de pobreza extrema de amplios sectores sociales en el Sur del mundo, el vergonzoso fenómeno de la discriminación racial y la sistemática violación de los derechos humanos en muchos países. Y, en fin, ¿qué decir de los grandes conflictos mundiales?

Sólo en la primera parte del siglo hubo dos, de una magnitud hasta entonces desconocida por las muertes y la destrucción ocasionadas. La primera guerra mundial segó la vida de millones de soldados y civiles, truncando la existencia de muchos seres humanos casi en la adolescencia o incluso en su niñez. Y, ¿qué decir de la segunda guerra mundial? Estalló tras pocos años de una relativa paz en el mundo, especialmente en Europa, y fue más trágica que la anterior, con tremendas consecuencias para las naciones y los continentes. Fue guerra total, una inaudita explosión de odio que se abalanzó brutalmente también sobre la inerme población civil y destruyó generaciones enteras. Fue incalculable el tributo pagado en los diversos frentes al delirio bélico y terroríficos los estragos llevados a cabo en los campos de exterminio, auténticos Gólgotas de la época contemporánea.

Durante muchos años, en la segunda mitad del siglo, se ha vivido la pesadilla de la guerra fría, esto es, la confrontación entre los dos grandes bloques ideológicos contrapuestos, el Este y el Oeste, con una desenfrenada carrera de armamentos y la amenaza constante de una guerra atómica capaz de destruir la humanidad entera [6]. Gracias a Dios, esta página oscura se ha terminado con la caída en Europa de los regímenes totalitarios opresivos, como fruto de una lucha pacífica, que ha empuñado las armas de la verdad y la justicia [7]. Se ha comenzado así un arduo pero provechoso proceso de diálogo y reconciliación orientado a instaurar una convivencia más serena y solidaria entre los pueblos.

No obstante, demasiadas Naciones están todavía muy lejos de experimentar los beneficios de la paz y la libertad. En los últimos meses, el violento conflicto surgido en la región de los Balcanes, que ya en los años precedentes había sido teatro de una terrible guerra de carácter étnico, ha suscitado gran conmoción; se ha derramado más sangre, se han intensificado las destrucciones y se han alimentado nuevos odios. Ahora, cuando finalmente el fragor de las armas se ha apaciguado, se comienza a pensar en la reconstrucción en la perspectiva del nuevo milenio. Pero, mientras tanto, siguen propagándose también en otros continentes numerosos focos de guerra, a veces con masacres y violencias olvidadas demasiado pronto por las crónicas.

4. Aunque estos recuerdos y estas dolorosas situaciones actuales nos entristecen, no podemos olvidar que nuestro siglo ha visto surgir múltiples aspectos positivos, los cuales son, al mismo tiempo, motivos de esperanza para el tercer milenio. Así, se ha acrecentado —aunque entre tantas contradicciones, especialmente en lo que se refiere al respeto de la vida de cada ser humano— la conciencia de los derechos humanos universales, proclamados en declaraciones solemnes que comprometen a los pueblos.

Asimismo, se ha desarrollado el sentido del derecho de los pueblos al autogobierno, en el marco de relaciones nacionales e internacionales inspirados en la valoración de las identidades culturales y, al mismo tiempo, al respeto de las minorías. La caída de los sistemas totalitarios, como los del Este europeo, ha hecho percibir mejor y más universalmente el valor de la democracia y del libre mercado, aunque planteando el gran desafío de compaginar la libertad y la justicia social.

También se ha de considerar un gran don de Dios el que las religiones estén intentando, cada vez con mayor determinación, un diálogo que les permita ser un factor fundamental de paz y de unidad para el mundo.

Tampoco se ha de olvidar que aumenta en la conciencia común el debido reconocimiento a la dignidad de la mujer.

Indudablemente, queda aún mucho camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir. También es motivo de esperanza el auge de las comunicaciones que, favorecidas por la tecnología actual, permiten superar los límites tradicionales y hacernos sentir ciudadanos del mundo.

Otro campo importante en el que se ha madurado es la nueva sensibilidad ecológica, la cual merece ser alentada. También son factores de esperanza los grandes progresos de la medicina y de las ciencias aplicadas al bienestar del hombre.

Así pues, hay tantos motivos por los que debemos dar gracias a Dios. A pesar de todo, este final de siglo presenta grandes posibilidades de paz y de progreso. De las mismas pruebas por las que ha pasado nuestra generación surge una luz capaz de iluminar los años de nuestra vejez. Se confirma así un principio muy entrañable para la tradición cristiana: “Las tribulaciones no sólo no destruyen la esperanza, sino que son su fundamento” [8].

Por tanto, mientras el siglo y el milenio están llegando a su ocaso y se vislumbra ya el alba de una nueva época para la humanidad, es importante que nos detengamos a meditar sobre la realidad del tiempo que pasa con rapidez, no para resignarnos a un destino inexorable, sino para valorar plenamente los años que nos quedan por vivir.


El otoño de la vida

5. ¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como del otoño de la vida —como ya decía Cicerón [9]—, por analogía con las estaciones del año y la sucesión de los ciclos de la naturaleza. Basta observar a lo largo del año los cambios de paisaje en la montaña y en la llanura, en los prados, los valles y los bosques, en los árboles y las plantas. Hay una gran semejanza entre los biorritmos del hombre y los ciclos de la naturaleza, de la cual él mismo forma parte.

Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre se distingue de cualquier otra realidad que lo rodea porque es persona. Plasmado a imagen y semejanza de Dios, es un sujeto consciente y responsable. Aún así, también en su dimensión espiritual el hombre experimenta la sucesión de fases diversas, igualmente fugaces. A San Efrén el Sirio le gustaba comparar la vida con los dedos de una mano, bien para demostrar que los dedos no son más largos de un palmo, bien para indicar que cada etapa de la vida, al igual que cada dedo, tiene una característica peculiar, y “los dedos representan los cinco peldaños sobre los que el hombre avanza” [10].

Por tanto, así como la infancia y la juventud son el periodo en el cual el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando conciencia de sus capacidades, hilvana proyectos para la edad adulta, también la vejez tiene sus ventajas porque —como observa San Jerónimo—, atenuando el ímpetu de las pasiones, “acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros” [11]. En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque “el tiempo es un gran maestro” [12]. Es bien conocida la oración del Salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 90 [89], 12).


Los ancianos en la Sagrada Escritura

6. “Juventud y pelo negro, vanidad”, observa el Eclesiastés (11, 10). La Biblia no se recata en llamar la atención sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces con un realismo descarnado: “¡Vanidad de vanidades! [...] ¡vanidad de vanidades, todo vanidad!” (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del antiguo Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros, enseñados por la experiencia, lo entendemos muy bien.

No obstante este realismo desencantado, la Escritura conserva una visión muy positiva del valor de la vida. El hombre sigue siendo un ser creado “a imagen de Dios” (cf. Gn 1, 26) y cada edad tiene su belleza y sus tareas. Más aún, la palabra de Dios muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina (cf. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en promesa: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer que vio envejecer su propio cuerpo pero que experimentó, en la limitación de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la insuficiencia humana. Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo en su juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de ancianos, quisiera citar la figura de Tobías, el cual, con humildad y valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los necesitados y a soportar con paciencia la ceguera hasta que experimenta la intervención finalmente sanadora del ángel de Dios (cf. Tb 3, 16-17); también la de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio de singular generosidad y fortaleza (cf. 2 Mac 6, 18-31).

7. El Nuevo Testamento, inundado de la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas comienza presentando una pareja de esposos “de avanzada edad” (1, 7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor (cf. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: “yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad” (Lc 1, 18). Durante la visita de María, su anciana prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1, 42). Al nacer Juan Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de oración.

En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a Dios y entonó el Nunc dimitis: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz...” (Lc 2, 29).

Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que frecuentaba asiduamente el Templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo de ver a Jesús. Observa el Evangelista que se puso a alabar a Dios “y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38).

Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el Hijo de Dios es Él, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe, supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado (cf. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al Evangelio no es una cuestión de edad!

Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: “Sígueme” (Jn 21, 19).

8. El Salmo 92 [91], como sintetizando los maravillosos testimonios de ancianos que encontramos en la Biblia, proclama: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; [...] En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso para proclamar que el Señor es justo” (13, 15-16). El apóstol Pablo, haciéndose eco del Salmista, escribe en la carta a Tito: “que los ancianos sean sobrios, dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos [...]; para que enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus maridos y de sus hijos” (2, 2-5).

Así pues, a la luz de la enseñanza y según la terminología propia de la Biblia, la vejez se presenta como un “tiempo favorable” para la culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto divino sobre cada hombre, como ese momento de la vida en el que todo confluye, permitiéndole de este modo comprender mejor el sentido de la vida y alcanzar la “sabiduría del corazón”. “La ancianidad venerable —advierte el libro de la Sabiduría— no es la de los muchos días ni se mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada” (4, 8-9). Es la etapa definitiva de la madurez humana y, a la vez, expresión de la bendición divina.


Depositarios de la memoria colectiva

9. En el pasado se tenía un gran respeto por los ancianos. A este propósito, el poeta latino Ovidio escribía: “En un tiempo, había una gran reverencia por la cabeza canosa” [13]. Siglos antes, el poeta griego Focílides amonestaba: “Respeta el cabello blanco: ten con el anciano sabio la misma consideración que tienes con tu padre” [14].

Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. A causa de esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente infravalorada, y los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es todavía útil.

Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como solución para las situaciones difíciles. Por desgracia, el concepto de eutanasia ha ido perdiendo en estos años para muchas personas aquellas connotaciones de horror que suscita naturalmente en quienes son sensibles al respeto de la vida. Ciertamente, puede suceder que, en casos de enfermedad grave, con dolores insoportables, las personas aquejadas sean tentadas por la desesperación, y que sus seres queridos, o los encargados de su cuidado, se sientan impulsados, movidos por una compasión malentendida, a considerar como razonable la solución de una “muerte dulce”. A este propósito, es preciso recordar que la ley moral consiente la renuncia al llamado “ensañamiento terapéutico”, exigiendo sólo aquellas curas que son parte de una normal asistencia médica. Pero eso es muy diverso de la eutanasia, entendida como provocación directa de la muerte. Más allá de las intenciones y de las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humana [15].

10. Es urgente recuperar una adecuada perspectiva desde la cual se ha de considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de la cual la vida es una preparación, significativa en cada una de sus fases. También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad. De esta madurez se beneficia el mismo grupo social del cual forma parte el anciano.

Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas.

Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos.

A este respecto son elocuentes las consideraciones de un poeta que aprecio, el cual escribe: “No es eterno sólo el futuro, ¡no sólo!... Sí, también el pasado es la era de la eternidad: lo que ya ha sucedido, no volverá hoy como antes... Volverá, sin embargo, como Idea, no volverá como él mismo” [16].


“ Honra a tu padre y a tu madre ”

11. ¿Por qué, entonces, no seguir tributando al anciano aquel respeto tan valorado en las sanas tradiciones de muchas culturas en todos los continentes? Para los pueblos del ámbito influenciado por la Biblia, la referencia ha sido, a través de los siglos, el mandamiento del Decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre”, un deber, por lo demás, reconocido universalmente. De su plena y coherente aplicación no ha surgido solamente el amor de los hijos a los padres, sino que también se ha puesto de manifiesto el fuerte vínculo que existe entre las generaciones. Donde el precepto es reconocido y cumplido fielmente, los ancianos saben que no corren peligro de ser considerados un peso inútil y embarazoso.

El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y todo el bien que han hecho: “tu padre y tu madre” indican el pasado, el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible la existencia misma de un pueblo.

Según la doble redacción propuesta por la Biblia (cf. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), este mandato divino ocupa el primer puesto en la segunda Tabla, la que concierne a los deberes del ser humano hacia sí mismo y hacia la sociedad. Es el único al que se añade una promesa: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12; cf. Dt 5, 16).

12. “Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano” (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuenta nada.

Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que “el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes” [17].

El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo eterno; esta perenne juventud se experimenta mejor cuando, al testimonio interior de la buena conciencia, se une el afecto atento y agradecido de las personas queridas. El hombre, entonces, como escribe San Gregorio Nacianceno, “no envejecerá en el espíritu: aceptará la disolución del cuerpo como el momento establecido para la necesaria libertad. Dulcemente transmigrará hacia el más allá donde nadie es inmaduro o viejo, sino que todos son perfectos en la edad espiritual” [18].

Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo —pienso en particular en África— son considerados justamente como “bibliotecas vivientes” de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos.

Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el Libro del Eclesiástico dice: “No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres” (8, 9); “Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él” (6, 34); porque “¡qué bien parece la sabiduría en los viejos!” (25, 5).

13. La comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización: su eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En cuantas familias los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe! Pero la aportación beneficiosa de los ancianos puede extenderse a otros muchos campos. El Espíritu actúa como y donde quiere, sirviéndose no pocas veces de medios humanos que cuentan poco a los ojos del mundo. ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso, la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con paciente abandono! Precisamente cuando las energías disminuyen y se reducen las capacidades operativas, estos hermanos y hermanas nuestros son más valiosos en el designio misterioso de la Providencia.

También desde esta perspectiva, por tanto, además de la evidente exigencia psicológica del anciano mismo, el lugar más natural para vivir la condición de ancianidad es el ambiente en el que él se siente “en casa”, entre parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar todavía algún servicio. A medida que se prolonga la media de vida y crece del número de los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al margen. El ideal sigue siendo la permanencia del anciano en la familia, con la garantía de eficaces ayudas sociales para las crecientes necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el ingreso en “residencias de ancianos”, para que el anciano pueda gozar de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica. Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que pueden dar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención afectuosa. Todo es más fácil, en este sentido, si se establece una relación con cada uno de los ancianos residentes por parte de familiares, amigos y comunidades parroquiales, que los ayude a sentirse personas amadas y todavía útiles para la sociedad.

Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que se dedican con especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre todo de aquellos más pobres, abandonados o en dificultad?

Mis queridos ancianos, que os encontráis en precarias condiciones por la salud u otras circunstancias, me siento afectuosamente cercano a vosotros. Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza para que nos unamos con más amor al sacrifico del Hijo y participemos con más intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y misericordia! Pienso de modo especial en vosotros, viudos y viudas, que os habéis quedado solos en el último tramo de la vida; en vosotros, religiosos y religiosas ancianos, que por muchos años habéis servido fielmente a la causa del Reino de los cielos; en vosotros, queridos hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado, que por alcanzar los límites de edad habéis dejado la responsabilidad directa del ministerio pastoral. La Iglesia aún os necesita. Ella aprecia los servicios que podéis seguir prestando en múltiples campos de apostolado, cuenta con vuestra oración constante, espera vuestros consejos fruto de la experiencia, y se enriquece del testimonio evangélico que dais día tras día.


“Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia” (Sal 15 [16], 11)

14. Es natural que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el pensamiento del “ocaso de la vida”. Nos lo recuerda, al menos, el simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia, encuentros con nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la universidad, del servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia umbral de la eternidad.

Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte —como la Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)— no estaba en el proyecto original de Dios, sino que ha entrado sutilmente a consecuencia del pecado, fruto de la “envidia del diablo” (Sb 2, 24). Se comprende entonces por qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela. Es significativo, en este sentido, que Jesús mismo, “probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39). Y ¿cómo olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía a resucitarlo (cf. Jn 11, 35)?

Aún cuando la muerte sea racionalmente comprensible bajo el aspecto biológico, no es posible vivirla como algo que nos resulta “natural”. Contrasta con el instinto más profundo del hombre. A este propósito ha dicho el Concilio: “Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de la extinción perpetua” [19].

Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida: ¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo de la vida o existe algo que la supera?

15. No faltan, en la cultura de la humanidad, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en un edificio en demolición y en la muerte como en su total y definitiva destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena de esperanza que se deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20, 38). Como afirma el apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).

Cristo, habiendo cruzado los confines de la muerte, ha revelado la vida que hay más allá de este límite, en aquel “territorio” inexplorado por el hombre que es la eternidad. Él es el primer Testigo de la vida inmortal; en Él la esperanza humana se revela plena de inmortalidad. “Aunque nos entristece la certeza de la muerte, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad” [20].

A estas palabras, que la Liturgia ofrece a los creyentes como consuelo en la hora de la despedida de una persona querida, sigue un anuncio de esperanza: “Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” [21]. En Cristo, la muerte, realidad dramática y desconcertante, es rescatada y transformada, hasta presentarse como una “hermana” que nos conduce a los brazos del Padre [22].

16. La fe ilumina así el misterio de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad.

Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente o en la vida de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros el propio tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De este modo, se conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de Dios. Por otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que madura en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como bien nos enseña la vida de los Santos.

El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación” (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía, apremiado por ambas partes, entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el anhelo de “partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23). San Ignacio de Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su interior la voz del Espíritu Santo, como “agua” viva que le brotaba de dentro y le susurraba la invitación: “Ven al Padre” [23]. Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella a pesar de las limitaciones y los sufrimientos, y ha de ser vivida hasta el final. Pero nos recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los rasgos característicos de un “paso”, de un puente tendido desde la vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: “¡Entra en el gozo de tu Señor!” (Mt 25, 21).


Un augurio de vida

17. Con este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer milenio ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto de la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del Reino de Dios.

Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote recita después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te; en la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti. Es la oración de la esperanza cristiana, que nada quita a la alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en manos de la divina bondad.

18. “Iube me venire ad te!”: éste es el anhelo más profundo del corazón humano, incluso para el que no es consciente de ello.

Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico de ulteriores promesas, todos los momentos de nuestra vida.

Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas.

Cuando venga el momento del “paso” definitivo, concédenos afrontarlo con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque al encontrarte a Ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a quienes nos han precedido en el signo de la fe y de la esperanza.

Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Mantennos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria.

¡Amén!

Vaticano, 1 de octubre de 1999.


JUAN PABLO II


[1] S. Juan Damasceno, Exposición de la fe ortodoxa, 2, 29.

[2] Cf. La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el Mundo, Ciudad del Vaticano 1998.

[3] Virgilio, “Fugit inreparabile tempus”, Geórgicas, III, 284.

[4] Liturgia de la Vigilia Pascual.

[5] S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 4.

[6] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 18.

[7] Cf. ibíd., 23.

[8] S. Juan Crisóstomo, Comentario a la Carta a los Romanos, 9, 2.

[9] Cf. Cato maior seu De senectute, 19, 70.

[10] Sobre “Todo es vanidad y aflicción del espíritu”, 5-6.

[11] “Augest sapientiam, dat maturiora consilia”, Commentaria in Amos, II, prol.

[12] Corneille, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717.

[13] “Magna fuit quondam capitis reverentia cani”, Fastos, lib. V, v. 57.

[14] Sentencias, XLII.

[15] Cf. Carta enc. Evangelium vitae, 65.

[16] C. K. Norwid, Nie tylko przyslosc..., Post scriptum, I, vv. 1-4.

[17] “Levior fit senectus, eorum qui a iuventute coluntur et diliguntur”, Cato maior seu De senectute, 8, 26.

[18] Discurso al retorno del campo, 11.

[19] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 18.

[20] Misal Romano, Prefacio I de difuntos.

[21] Ibíd.

[22] Cf. S. Francisco de Asís, Cántico de las criaturas.

[23] Carta a los Romanos, 7, 2.




viernes, 30 de julio de 1999

EL INFIERNO: UNA EXIGENCIA DE LA BONDAD DIVINA

Las recientes alocuciones de su santidad Juan Pablo II sobre el Infierno y el Purgatorio han reabierto la discusión sobre la existencia de estos lugares.

Por Atila Sinke Guimarães


Después del Concilio Vaticano II y las innovaciones que generó, muchos progresistas han cuestionado estas realidades. El infierno no sería un lugar físico habitado por los demonios establecidos en el centro de la tierra donde van las almas de los réprobos tras sus juicios privados para permanecer allí por los siglos de los siglos. Sería un estado de espíritu de sufrimiento al que estaría sujeto el hombre en esta vida. Una postura similar se toma sobre el Purgatorio, que tampoco sería un lugar, sino una fase de purificación aquí en la tierra.

Una imagen medieval de un ángel encerrando a las almas condenadas en la boca del infierno - Salterio de Enrique de Blois, c. 1150

Ante la evidencia de frases del Antiguo y Nuevo Testamento que caracterizan al Infierno como un lugar y la constante enseñanza católica al respecto, algunos autores progresistas admiten su existencia. Pero afirman que después de la Redención de Nuestro Señor, el Infierno fue vaciado. Vacío al menos de almas condenadas, pues estos teóricos se “olvidan” de tratar con los demonios que están atados en el Infierno. Según esta noción, los demonios han sido reducidos a las grandes filas de los “desocupados”. No sé cómo los progresistas resolverían este asunto. Me parece que para acomodar la nueva teoría, los diablos tendrían que dejar de ser individuos y convertirse en fuerzas cósmicas. Pero no es este el momento de ahondar más en este asunto.

Sea la primera tesis -que el Infierno no existe- o la segunda -que el Infierno existe pero está vacío- la premisa progresista básica es la misma. Se acostumbra apelar a un sofisma apoyándose en la Bondad Divina, que resumiré: “Dios no sería infinitamente bueno si quisiera el sufrimiento eterno para innumerables almas. Luego el sufrimiento del Infierno no existe, o, si existiera, se habría vaciado con la Redención”. Se emplea un razonamiento similar con el objetivo de eliminar el Purgatorio.

Para responder a este sofisma, podría argumentar la necesidad de que la justicia de Dios equilibre su bondad y muestre que las dos características que existen sustancialmente en Dios no pueden ser contradictorias. La conclusión es que el Infierno, siendo una demanda de la justicia, está en armonía con la Bondad Divina.

Sin embargo, en el artículo de hoy quiero situarme sólo en el ámbito de la Bondad Divina y en este campo hacer mi discusión con los progresistas.

Supongamos que Dios eliminaría el Infierno. ¿Cuál sería la consecuencia sobre los hombres que viven en esta tierra? Permítanme distinguir entre los malos hombres y los buenos hombres.

Como ya no existiría un castigo eterno, los hombres malvados sentirían toda la libertad para ejecutar todos los crímenes que quisieran cometer en su vida personal así como en la sociedad. Es decir, el mal tendería a dañarse a sí mismo dando rienda suelta a sus pasiones y también a dañar a los demás en beneficio de sí mismo y de sus propios intereses. Incluso entre los mismos hombres malvados, la vida en esta tierra sería mucho peor y más infeliz.

Para los hombres buenos, el fin de la existencia del Infierno sería un fuerte desánimo para practicar el bien, ya que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Siguiendo un dinamismo psicológico similar al del mal, los buenos tenderían a preocuparse menos por combatir sus malas tendencias en su vida privada. Además, tendrían que permitir que el mal que ven a su alrededor quede impune. Porque si Dios mismo dejara de castigar, entonces imitarlo exigiría dar libertad al mal en la vida en sociedad.

Ahora bien, si el mal no fuera castigado, entonces desaparecería la lucha, y con ella, el coraje para enfrentar a los adversarios, la nobleza de espíritu que subyace en la entrega a los grandes combates, el honor que nace del concepto de no hacer concesiones al enemigo, el sentido de sacrificarse por el hermano en la lucha, y la sana competencia en el progreso de la militancia católica. Es decir, el bien perdería aquello que lo dignificaba y lo hacía respetable: su capacidad de infundir miedo al enemigo. Vendría a ser un bien sin fibra, un bien sin capacidad de atracción. Si Dios aboliera el Infierno, la vida de los hombres buenos sería extraordinariamente peor.

Por lo tanto, la consecuencia práctica inmediata de la abolición del Infierno como lugar real de castigo de las almas después de su existencia terrena sería transformar la vida en esta tierra en un infierno tanto para los buenos como para los malos. No sería en realidad una abolición del Infierno, sino una transferencia de lugar y una extensión: en lugar de estar situado en el centro de la tierra, el Infierno pasaría a existir en su superficie; en lugar de castigar sólo el mal, afligiría indistintamente al bien y al mal.

Para evitar todo este sufrimiento por el bien y el mal en esta tierra, Dios creó y mantiene el Infierno como un lugar destinado a los condenados. Más que un acto de justicia con relación a los malos que mueren, es una exigencia de la Bondad Divina con respecto a las personas buenas y malas que viven.



miércoles, 28 de julio de 1999

AUDIENCIA DE JUAN PABLO II: EL INFIERNO COMO RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS



JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de julio de 1999

El infierno como rechazo definitivo de Dios


1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno ―y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas― no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial, a los dos grupos de formadores de seminarios que participan en cursos de actualización en Roma, así como a los fieles venidos desde España, México, Chile, Colombia y demás países de América Latina. Muchas gracias por vuestra presencia y atención.

(A los peregrinos húngaros)

Espero de corazón que vuestra visita a la tumba de san Pedro profundice vuestra fe y enriquezca vuestras comunidades parroquiales.

Como de costumbre, saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Mañana se celebrará la memoria litúrgica de santa Marta, a la que el evangelio recuerda por la amorosa hospitalidad que brindó a Jesús en su casa de Betania. Que el ejemplo de esta santa mujer, laboriosa y solícita, os ayude a vosotros, queridos jóvenes, a seguir generosamente a Cristo como testigos de su amor, abierto a todos; os sostenga a vosotros, queridos enfermos, en vuestra búsqueda de Jesús en el momento de la tribulación; y os guíe a vosotros, queridos recién casados, para que hagáis de vuestro hogar un ambiente de cordial acogida del prójimo.