CARTA APOSTÓLICA
MEDITANTIBUS NOBIS
AL REV. WLADIMIR LEDOCHOWSKI,
GENERAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Con motivo del tercer centenario de la canonización
de San Ignacio y San Francisco Javier.
Querido hijo, saludos y bendición apostólica.
Cuando, en el umbral de nuestro pontificado, meditamos cómo procurar a la Santa Iglesia una situación interior más favorable y aumentos exteriores útiles, aconteció oportunamente que el recuerdo era de otros santos, de Ignacio de Loyola y de Francisco Javier, en el tercer centenario de su canonización, se renovó de manera muy solemne. Uno, por una divina beneficencia, fue dado como auxiliar de la Iglesia de Cristo en el momento en que inauguraba un nuevo período de su existencia, período de luchas y peligros; el otro, esparciendo la luz del Evangelio con celo e intrepidez, se mostró adornado con tantos y tan grandes dones del Espíritu Santo, que parecía heredero del poder y del celo que se desplegaba con los apóstoles.
Ahora bien, los tiempos peligrosos en que Ignacio acudió en auxilio de la Iglesia no están todavía cerrados, pues de esta fuente brotan casi todos nuestros males; y hoy más que nunca es manifiesto que una puerta ancha está abierta a la propagación del Evangelio de Cristo, a la que se dedicaron principalmente los trabajos de Javier. Por eso nos ha parecido bien, querido Hijo, no sólo por el bien de vuestra Sociedad, sino por el bien común, enviaros esta carta para elogiar vuestro fundador y el más grande de vuestros hijos; es de suma importancia que por las instituciones de uno, el nombre cristiano se haga cada vez más floreciente y que bajo los auspicios del otro, la propagación del Evangelio recobre todo su vigor.
Es rasgo común de todos aquellos a quienes la Iglesia reconoce el mérito de la santidad, sobresalir en toda clase de virtudes, pero como una estrella difiere de otra estrella en el brillo (I Cor, 15, 41), los santos, gracias a su preeminencia en alguna virtud particular, se distinguen entre sí por una diversidad admirable.
Al contemplar la vida de Ignacio, uno queda primero admirado por su magnanimidad en la búsqueda muy ansiosa de la mayor gloria de Dios. No contento con ejercer él mismo las diversas funciones del santo ministerio y con abrazar todas las ocupaciones de la benevolencia cristiana con miras a la salvación de las almas, se asoció a compañeros decididos y activos, tropa muy dispuesta a extender el reino de Dios entre cristianos y bárbaros
Pero si examinamos las cosas más a fondo, descubriremos fácilmente que había en Ignacio un señalado espíritu de obediencia; era como la tarea que Dios le había encomendado para llevar a los hombres a profesar esta virtud con más ardor.
Conocemos la época en que vivió Ignacio y también los males que aquejaron a la Iglesia durante este período. Lo principal fue que, en gran medida, los hombres negaron a Dios el servicio de la obediencia. Los primeros en escapar de esta servidumbre del deber fueron aquellos que, reduciendo la regla de la fe divina al juicio privado de cada uno, repudiaron obstinadamente la autoridad de la Iglesia Católica. Pero aparte de ellos, había demasiados, si no abiertamente, sí de hecho, que parecían haber rechazado la sumisión a Cristo y vivían más como paganos que como cristianos, como si el renacimiento de la civilización y de las letras hubiera reavivado algo de la antigua superstición.
Incluso se puede afirmar que, si una licencia de pensamiento desenfrenada no hubiera contagiado ampliamente a la sociedad cristiana como un veneno pestilente, del cuerpo de la Iglesia no habría brotado la erupción de esta nueva herejía. No sólo entre los fieles, sino entre los mismos clérigos, el respeto por las leyes divinas dejaba casi completamente que desear; empujados a la rebelión por los innovadores, numerosos pueblos, donde los lazos del deber se habían relajado, se desgarraron de los brazos maternos de la Iglesia. Así fue el grito de toda buena gente y su súplica al divino Fundador de la Iglesia para que se acuerde de su promesa y, en circunstancias tan apremiantes, acuda en ayuda de su Esposo.
De hecho, vino en su ayuda cuando juzgó la hora propicia, de la manera más maravillosa, por la celebración del Concilio de Trento. Además, para consuelo de la Iglesia, levantó aquellos magníficos modelos de todas las virtudes, un Charles Borromeo, un Gaétan de Thiène, un Antoine Zaccaria, un Philippe de Néri, una Thérèse y otros, que fueron, por su propia vida , testigos de la perennidad de la santidad en la Iglesia Católica y para reprimir, con sus palabras, sus escritos y sus ejemplos, la impiedad y la corrupción de la moral tan difundidas.
El trabajo de todos ellos fue considerable y muy útil, pero era necesario ir al origen oculto de estos males y detenerlos en sus raíces profundas: esta fue la tarea a la que, sobre todo, la divina Providencia parece haber destinado a Ignacio.
Su temperamento parecía admirablemente hecho tanto para el mando como para la obediencia. Desde niño lo fortaleció con la disciplina militar. Con este temperamento de alma, fruto de la naturaleza y de la educación, tan pronto como, iluminado por la luz de lo alto, comprendió que estaba llamado a promover la gloria de Dios a través de la salvación de las almas, maravilloso fue el impetuoso ímpetu con que ganó el campo del Rey de los dos.
Queriendo preludiar, según la costumbre, la entrada en esta nueva milicia, velaba toda la noche bajo las armas, frente al altar de la Virgen. Poco después, en el retiro de Manresa, aprendió de la misma Madre de Dios cómo debía librar las batallas del Señor. Fue como si de sus manos recibiera este código tan perfecto —es el nombre que con toda verdad podemos darle— que todo soldado de Jesucristo debe usar. Queremos hablar de los Ejercicios Espirituales, que, según la Tradición, fueron dadas del cielo a Ignacio. No es que no se deban estimar los otros Ejercicios de este género, en uso en otras partes, pero en los que están organizados según el método ignaciano, todo está arreglado con tanta sabiduría, todo está en tan estrecha coordinación que, si no se opone ninguna resistencia a la gracia divina, renuevan al hombre hasta su esencia y lo someten plenamente a la autoridad divina.
Habiéndose así preparado para la acción, Ignacio se preocupó igualmente de formar a sus compañeros, deseando que, por su obediencia a Dios y al Vicario de Dios, el Soberano Pontífice, sirvieran de ejemplo e hizo resplandecer esta virtud como la nota característica de su Sociedad. Decidió que su pueblo se acostumbrara a utilizar estos Ejercicios sobre todo para alimentar el fervor del espíritu y les proporcionó para siempre este instrumento que les serviría para reconducir a la Iglesia las voluntades hostiles de los hombres y para colocar completamente bajo el poder de Cristo.
La historia atestigua, en efecto, y los mismos enemigos de la Iglesia están de acuerdo, que el universo católico, defendido muy oportunamente por la ayuda de Ignacio, pronto volvió a respirar. No es fácil recordar las numerosas y grandes obras de todo tipo que la Compañía de Jesús, bajo la inspiración y dirección de san Ignacio, realizó para gloria de Dios.
Vemos a estos infatigables compañeros aplastando victoriosamente la resistencia de los herejes, trabajando en todas partes para corregir la moral corrupta, conduciendo a un número considerable de almas a la cima de la perfección cristiana. Muchos de ellos se dedican a formar en la piedad a los jóvenes, a instruirlos, con la esperanza de preparar generaciones verdaderamente cristianas. Al mismo tiempo, la conversión de los infieles es el objeto de sus obras sobresalientes, por las cuales el reino de Jesucristo gana nuevos auges.
Con mucho gusto tocamos estos puntos en nuestra carta. Son una prueba de la bondad divina para con la Iglesia, pero también parecen una gran oportunidad para este tiempo infeliz en que fuimos elevados a la Sede Apostólica. Si los males que hoy padece el género humano se remontan a su origen más remoto, hay que decir que todos ellos brotan de esta deserción hacia la autoridad de la Iglesia introducida por los innovadores. Después de haber tenido mucho desarrollo en el siglo XVIII, en esa conmoción universal donde con tanta soberbia se afirmaban los "derechos del hombre", ahora es llevada hasta sus últimas consecuencias. Vemos el poder de la razón humana exaltado más allá de la medida; todo lo que excede la fuerza y la medida del hombre, o no parece estar contenido en el dominio de la naturaleza, es rechazado y despreciado.
Incluso los derechos tres veces santos de Dios, ya sea individual o socialmente, se consideran sin importancia.
Por tanto, excluido Dios, único principio y fuente de todo poder, se deduce necesariamente que ya no existe ningún poder humano cuya autoridad se considere inviolable.
El desprecio por la autoridad divina de la Iglesia lleva muy pronto a la sacudida y caída de la autoridad civil, ya que, con el aumento de la audacia y la locura de las pasiones, se pervierten impunemente todas las leyes de la comunidad humana.
Ahora bien, a esta situación tan espantosa y tan desesperada de la sociedad humana, no podemos —y toda buena gente siente la necesidad de hacerlo— dar un remedio oportuno si no restablecemos en todas partes la sumisión a Dios y la obediencia a su voluntad. En las innumerables vicisitudes de los tiempos y de los acontecimientos, el primer y principal deber de los hombres sigue siendo el de la sumisión y obediencia al soberano Creador, Conservador y Árbitro de todas las cosas. Cada vez que se olvida este deber, es necesario el pronto arrepentimiento si se quiere restablecer el orden turbado sobre sus cimientos y liberarse del lodo de todas las miserias que lo abruman.
Allí, además, está contenida toda la vida cristiana. Esto es lo que claramente quiere decir el apóstol Pablo cuando resume la vida misma del divino Restaurador de los hombres en estas pocas y admirables palabras: Se humilló a sí mismo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz... (Fil, 2, 8) Así como por la desobediencia de un hombre, muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo, los muchos serán constituidos justos (Rm, 5, 19).
A este retorno de los hombres hacia la obediencia ayudan maravillosamente los Ejercicios Espirituales, porque, sobre todo si se hacen según el método ignaciano, invitan de manera muy segura a la perfecta aquiescencia a la ley divina, basada en los principios eternos de la naturaleza y fe. Por lo tanto, deseando que su uso se extienda cada día más ampliamente, Nosotros mismos, siguiendo el ejemplo de muchos de nuestros predecesores, no sólo por Nuestra Constitución Apostólica Summorum Pontificum, nuevamente los encomendamos a los fieles, sino que nuevamente declaramos a San Ignacio de Loyola, Patrono Celestial de todos los Ejercicios Espirituales. Aunque en verdad, como ya hemos dicho, no faltan otros métodos para hacer los Ejercicios, es cierto sin embargo que el de Ignacio sobresale en él y, sobre todo, por la esperanza más segura de que si da ventajas sólidas y duraderas, es objeto de una aprobación más amplia de la Sede Apostólica. Este instrumento de santidad, si la mayoría de los fieles lo utilizan con diligencia, nos da la confianza de que pronto, frenada la pasión por la libertad intempestiva y restablecida la noción y el cumplimiento del deber, la sociedad humana podrá por fin disfrutar de los beneficios de la paz.
Lo que se acaba de recordar atañe estrictamente al interés íntimo y doméstico del cristianismo. Es el aumento externo al que apuntan Nuestras breves indicaciones sobre Francisco Javier, aunque tienen, con el método ignaciano que acabamos de elogiar, la conexión más estrecha. Javier se entregó a las vanidades de la gloria humana cuando Ignacio lo conoció. Con su disciplina lo transformó hasta el punto de hacer de él, muy vil para el Lejano Oriente, un valiente heraldo del Evangelio y, por consiguiente, un apóstol.
Esta maravillosa transformación debe atribuirse con mucha justicia a la virtud de los Ejercicios, si más de una vez atravesó inmensas extensiones de tierra y mar; si fue el primero en llevar el nombre de Cristo en Japón, que con razón se llamaría la isla de los mártires; si enfrentó grandes peligros y realizó obras increíbles; si se sumergió en el agua bendita del bautismo de innumerables multitudes; si además hizo infinitas maravillas de todas clases, es al padre de su alma, como él lo llamaba, a Ignacio, que después de que Dios, Francisco en sus cartas se reconociera deudor de ellas, Ignacio que, en el retiro espiritual de los Ejercicios, lo había imbuido completamente del conocimiento y del amor de Cristo.
Aquí debemos exaltar la bondad y la sabiduría de la divina Providencia. En un tiempo en que la Iglesia estaba en violenta angustia interior y exteriormente y sufría enormes pérdidas entre los pueblos, ella le dio, por medio de los Ejercicios solos, un doble apoyo de grandísima oportunidad, el que restauraría la disciplina doméstica y el que, al traer naciones extranjeras a la fe de Cristo, repararía las mismas pérdidas de la Iglesia.
El primero, después de un largo intervalo, pareció renovar el ejemplo de los apóstoles, pues en las numerosas naciones bárbaras, que había cultivado con mucho cansancio y, por sus virtudes admirables, excitado a la piedad, estableció el cristianismo de una manera brillante y abrió a nuestros misioneros vastas regiones hasta ahora cerradas a cualquier intervención cristiana. Javier, como corresponde, dejó la herencia de su mente primero a sus compañeros, y sabemos que nunca, hasta ahora, han degenerado de su virtud, y siempre han cultivado cuidadosamente esta herencia; pero la memoria de Francisco Javier ha sido también para los demás heraldos del Evangelio una incesante exhortación, tanto que, por decreto solemne de esta Sede Apostólica, ha sido proclamado Patrono de la Obra de Propagación de la Fe.
Nuestra época tiene todavía, con la de Javier, esa semejanza de que la fe de los antepasados, rechazada con altivez y desdén por muchos de nuestros contemporáneos, parece querer emigrar también a otras naciones, que la reclaman ardientemente. Las cartas de los misioneros nos hacen saber a menudo cómo, en las remotas regiones de África y Asia, ya está blanqueando la mies evangélica que reparará las pérdidas sufridas por la Iglesia en Europa.
Además, más activamente que antes, los fieles están interesados en promover la propagación del Evangelio. Este celo, ciertamente suscitado por la gracia divina, esperamos de corazón verlo encendido en todas partes con el ejemplo y el patrocinio de Javier, para que, respondiendo a las súplicas, el Señor envíe obreros a la mies y que todo buen cristiano les ayude con su oraciones y no les niegue sus recursos.
Por eso, queridos hijos que pertenecéis a la Compañía de Jesús, os exhortamos a todos, recordando la solemne memoria de vuestro fundador y de vuestro hermano mayor, a continuar con los nuevos servicios prestados a la Iglesia, a desarrollar incesantemente, siguiendo su ejemplo, vuestro Instituto, en varias ocasiones excelentemente elogiado por la Santa Sede.
Sobre todo, queremos que saquéis un doble fruto de esta solemnidad. En primer lugar, esforzáos por aprovechar cada día más los Ejercicios Espirituales en beneficio propio y de los demás.
Sabemos que, en este tema, muy afortunadamente habéis comenzado, en beneficio de los trabajadores, a trabajar con una aplicación particular. Es deseable que trabajéis con el mismo éxito para las demás clases de la sociedad.
El otro punto se refiere a la difusión de las misiones católicas. Somos conscientes de vuestra diligencia en este asunto y de vuestra muy notable actividad, porque sabemos que entre vosotros sois dos mil que, repartidos en unas cuarenta misiones, vivís entre los infieles. Sin embargo, oramos fervientemente a Dios para que agudicéis aún más en vosotros y desarrolléis este celo deslumbrante.
Para que todo esto resulte para mayor gloria de Dios, en beneficio de la Santa Iglesia, para la salvación de las almas, como prenda de los beneficios divinos y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os impartimos la Bendición Apostólica, amado Hijo, y a todos los que, bajo vuestro generalato, pertenecen a la Compañía de Jesús.
Dado en Roma, cerca de San Pedro, el 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier, del año 1922, año primero de nuestro Pontificado.
PÍO XI
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