lunes, 25 de diciembre de 2000

PAENITEMINI (17 DE FEBRERO DE 1966)


CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

PAENITEMINI

DE SU SANTIDAD

PABLO VI

CON LA QUE SE REFORMA 

LA DISCIPLINA ECLESIÁSTICA DE LA PENITENCIA


Pablo Obispo,

Siervo de los siervos de Dios,

en memoria perpetua de este acto

«Convertíos y creed en el Evangelio»[1], nos parece que debemos repetir hoy estas palabras del Señor, en los momentos en que —clausurado el Concilio ecuménico Vaticano II— la Iglesia continúa su camino con paso más decidido. De entre los graves y urgentes problemas que se plantean a nuestra solicitud pastoral, se encuentra, y no en último lugar, el de recordar a nuestros hijos —y a todos los hombres de espíritu religioso de nuestro tiempo— el significado y la importancia de la penitencia. Nos sentimos movidos a ello por la visión más rica y profunda de la naturaleza de la Iglesia y de sus relaciones con el mundo que la suprema Asamblea ecuménica nos ha ofrecido en estos años.

Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio, ha examinado su naturaleza en toda su dimensión, y ha escrutado sus elementos humanos y divinos, visibles e invisibles, temporales y eternos. Profundizando, ante todo, en el lazo que la une a Cristo y a su obra salvadora, ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo, y, consiguientemente, a participar en su expiación [2], además, ha tomado conciencia más clara de que, aun siendo por designio de Dios santa e irreprensible [3], es en sus miembros defectible y está continuamente necesitada de conversión y renovación [4], renovación que debe llevarse a cabo no sólo interiormente e individualmente, sino también externa y socialmente [5], finalmente la Iglesia ha considerado más atentamente su papel en la ciudad terrena [6], es decir, su misión de indicar a los hombres la forma recta de usar los bienes terrenos y de colaborar en la consecratio mundi, y al mismo tiempo estimularlos a esa saludable abstinencia que los defiende del peligro de dejarse encantar, en su peregrinación hacia la patria celestial, por las cosas de este mundo [7].

Por estos motivos, queremos hoy repetir a nuestros hijos las palabras pronunciadas por Pedro en su primer discurso después de Pentecostés: "Convertíos... para que se os perdonen los pecados" [8] y también queremos repetir, una vez más, a todas las naciones de la tierra, la invitación de Pablo a los gentiles de Listra: "Convertíos al Dios vivo" [9].


I

La Iglesia —que durante el Concilio ha examinado con mayor atención sus relaciones, no sólo con los hermanos separados, sino también con las religiones no cristianas— ha descubierto de buen grado cómo casi en todas las partes y en todos los tiempos la penitencia ocupa un papel de primer plano, por estar íntimamente unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones que marchan de acuerdo con el progreso de la cultura [10].

En el Antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina [11], o con motivo de graves calamidades [12], o ante la inminencia de especiales peligros [13], o mas frecuentemente para obtener beneficios del Señor [14], sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de "conversión" es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios [15]. Se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes (el ayuno va generalmente acompañado de la oración y de la limosna) [16], aun después que el pecado ha sido perdonado, e independientemente de la petición de gracias se ayuna y se emplean vestiduras penitenciales para someter a aflicción "el alma" [17], para humillarse ante el rostro de Dios [18], para volver la mirada hacia Dios [19], para prepararse a la oración  [20], para comprender más íntimamente las cosas divinas, para prepararse al encuentro con Dios [21]. La penitencia es, consiguientemente —ya en el Antiguo Testamento—, un acto religioso personal, que tiene como término el amor y el abandono en el Señor ayunar para Dios, no para si mismo [22].

Así había de establecerse también en los diversos ritos penitenciales sancionados por la ley. Cuando esto no se realiza, el Señor se lamenta: "No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces" [23]. "Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro" [24].

No falta en el Antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la Antigua Alianza no son solamente una toma de conciencia colectiva del pecado, sino que también constituyen la condición de pertenencia al pueblo de Dios [25].

También podemos advertir que la penitencia se presenta, antes de Cristo igualmente como medio y prueba de perfección y santidad: Judit [26], Daniel [27], la profetisa Ana y otras muchas almas elegidas servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones [28], con gozo y alegría [29].

Finalmente, encontramos, en los justos del Antiguo Testamento, quienes se ofrecen a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad, así lo hizo Moisés en los cuarenta días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel [30]; sobre todo así se nos presenta la figura del Siervo de Yahvé, el cual "soportó nuestros sufrimientos" y en el cual "el Señor cargó... todos nuestros crímenes" [31].

Sin embargo, todo esto no era más que sombra de lo que había de venir [32]. La penitencia —exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia 'religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina— adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas.

Cristo, que en su vida Siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasé cuarenta días y cuarenta noches en la oración y en el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: "Está cerca el reino de Dios", al que sumé este mandato: "Convertíos y creed en el Evangelio" [33]. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda la vida cristiana.

Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud [34].

La invitación del Hijo a la metánoia resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo de penitencia. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás [35].

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado [36], por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor [37] y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los padecimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de merecer la gloria de la resurrección [38]. También, siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para si mismo [39], sino para aquél que lo amó y se entregó por él  [40] y tendrá también que vivir para los hermanos, "completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia" [41].

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don primario de la metánoia, sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en el pecado. "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión" [42]. Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace participe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos [43].

De esta forma, la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la "mortificación" del Señor [44], afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.


II

El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, y los maravillosos aspectos que adquiere "en Cristo y en la Iglesia", no excluyen ni atenúan en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exigen con particular urgencia su necesidad [45] y estimulan a la Iglesia —atenta siempre a los signos de los tiempos— a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar, según la condición de las diversas épocas, el fin de la penitencia.

Sin embargo, la verdadera penitencia no puede prescindir, en ninguna poca de una "ascesis" que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma (más aún, la misma naturaleza irracional, como frecuentemente nos recuerda la Escritura [46], debe participar activamente en este acto religioso, en el que la criatura reconoce la santidad y majestad divina. La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente, si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios [47]. Este ejercicio de mortificación del cuerpo —ajeno a cualquier forma de estoicismo— no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir [48]; al contrario, la mortificación corporal mira por la "liberación" del hombre [49], que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado [50] por la parte sensitiva de su ser; por medio del "ayuno corporal" [51] el hombre adquiere vigor y, "esforzado por la saludable templanza cuaresmal, restaña la herida que en nuestra naturaleza humana había causado el desorden" [52].

En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo [53].

Contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad [54].


III

Por ello, la Iglesia —al paso qué reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)— [55] invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia:

a) Ante todo insiste en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade, que es causa de ansiedad [56].

b) Los miembros de la Iglesia afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, la desgracia, o "los perseguidos por causa de la justicia", son invitados a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren [57].

c) Los sacerdotes, más íntimamente unidos a Cristo por el carácter sagrado, y quienes profesan los consejos evangélicos para seguir más de cerca el "anonadamiento" del Señor y tender más fácil y eficazmente a la perfección de la caridad, han de satisfacer de forma más perfecta el deber de la abnegación [58].

La Iglesia, sin embargo, invita a todos los cristianos, indistintamente, a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria [59].

Para recordar y estimular a todos los fieles la observancia del precepto divino de la penitencia, la Sede Apostólica pretende, pues, reorganizar la disciplina penitencial con formas más apropiadas a nuestro tiempo.

Corresponde, sin embargo, a los Obispos —reunidos en Conferencia Episcopal— establecer las normas que, según su solicitud pastoral y prudencia, por el conocimiento directo que tienen de las condiciones locales, estimen más oportunas y eficaces; sin embargo, queda establecido cuanto sigue:

En primer lugar, la Iglesia, a pesar de que siempre ha tutelado de forma particular la abstinencia de carne y el ayuno, sin embargo, quiere indicar en la tríada tradicional "oración —ayuno— caridad" las formas fundamentales para cumplir con el precepto divino de la penitencia. Estas formas han sido comunes a todos los siglos; sin embargo, en nuestro tiempo hay motivos especiales, por los cuales, de acuerdo con las exigencias de las diversas regiones, es necesario inculcar, con preferencia, sobre las demás, algunas formas especiales de penitencia [60]; por ello, donde abunda más el bienestar económico habrá de darse un mayor testimonio de abnegación, para que los hijos de la Iglesia no se vean arrollados por el espíritu del mundo [61], y habrá que dar al mismo tiempo testimonio de caridad para con los hermanos que sufren hambre y pobreza, superando las barreras nacionales y continentales [62]; en cambio, en los países en que el tenor de vida es menos afortunado, será más acepto al Padre y más útil a los miembros del Cuerpo de Cristo que los cristianos —al paso que buscan con todos los medios promover una mejor justicia social— ofrezcan por medio de la oración su sufrimiento al Señor, en íntima unión con la cruz de Cristo.

Por ello, la Iglesia, conservando —donde oportunamente pueda ser mantenida— la costumbre (observada a lo largo de muchos siglos, según las normas canónicas) de ejercitar la penitencia mediante la abstinencia de la carne y el ayuno, piensa dar vigor con sus prescripciones también a las demás formas de hacer penitencia, allí donde a las Conferencias Episcopales les parezca oportuno sustituir la observancia de la abstinencia de la carne y el ayuno por ejercicios de oración y obras de caridad.

Sin embargo, con objeto de que todos los fieles estén unidos en una celebración común de la penitencia, la Sede Apostólica pretende fijar algunos días y tiempos penitenciales [63], elegidos entre los que, a lo largo del año litúrgico, están más cercanos al misterio pascual de Cristo [64] o sean exigidos por las especiales necesidades de la comunidad eclesial [65].

Por ello se declara y establece cuanto sigue:

I.§ 1. Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia.

§ 2. Las prescripciones de la ley eclesiástica sobre la penitencia quedan reorganizadas totalmente de acuerdo con las normas siguientes.

II.§ 1. El tiempo de Cuaresma conserva su carácter penitencial.

§.2. Los días de penitencia que han de observarse obligatoriamente en toda la Iglesia son los viernes de todo el año y el Miércoles de Ceniza, o bien el primer día de la Gran Cuaresma, de acuerdo con la diversidad de los ritos; su observancia sustancial obliga gravemente.

§ 3. Quedando a salvo las facultades de que se habla en los números VI y VIII, respecto al modo de cumplir el precepto de la penitencia en dichos días, la abstinencia se guardará todos los viernes que no caigan en fiestas de precepto, mientras que la abstinencia y el ayuno se guardarán el Miércoles de Ceniza o, según la diversidad de los ritos, el primer día de la Gran Cuaresma, y el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor.

III. § 1. La ley de la abstinencia prohíbe el uso de carnes, pero no el uso de huevos, lacticinios y cualquier condimento a base de grasa de animales.

§ 2. La ley del ayuno obliga a hacer una sola comida durante el día, pero no prohíbe tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche, ateniéndose, en lo que respecta a la calidad y cantidad, a las costumbres locales aprobadas.

IV. A la ley de la abstinencia están obligados cuantos han cumplido los catorce años; a la ley del ayuno, en cambio, están obligados todos los fieles desde los veintiún años cumplidos hasta que cumplan los cincuenta y nueve. En cuanto respecta a los de edades inferiores, los pastores de almas y los padres se deben aplicar con particular cuidado a educarlos en el verdadero sentido de la penitencia.

V. Quedan abrogados todos los privilegios e indultos generales y particulares; pero en virtud de estas normas no se cambia nada referente a los votos de cualquier persona física o moral, ni de las reglas y constituciones de ninguna Congregación religiosa o Institución que hubiesen sido aprobados.

VI. § 1 De acuerdo con el Decreto conciliar Christus Dominus, sobre el ministerio pastoral de los Obispos, número 38, 4, compete a las Conferencias Episcopales:

a) trasladar, por causa justa, los días de penitencia, teniendo siempre en cuenta el tiempo cuaresmal;

b) sustituir del todo o en parte la abstinencia y el ayuno por otras formas de penitencia, especialmente por obras de caridad y ejercicios de piedad.

§ 2 Las Conferencias Episcopales, a guisa de información, han de comunicar a la Sede Apostólica cuanto hayan establecido a este respecto.

VII. Queda en pie la facultad de cada Obispo de dispensar, de acuerdo con el mismo Decreto Christus Dominus, número 8, b; también el párroco, por justo motivo y de conformidad con las prescripciones de los Ordinarios, puede conceder, a cada fiel o a cada familia en particular, la dispensa o conmutación de la abstinencia o del ayuno por otras obras piadosas; de estas mismas facultades goza el superior de una casa religiosa o de un Instituto clerical con respecto a sus subordinados.

VIII. En las Iglesias orientales corresponde al Patriarca, juntamente con el Sínodo, o a la suprema autoridad de cada Iglesia, juntamente con el Concilio de los jerarcas, el derecho a determinar los días de ayuno y abstinencia, de acuerdo con el Decreto conciliar De Ecclesiis orientalibus catholicis, número 23.

IX. § 1 Deseamos vivamente que los Obispos y todos los pastores de almas además del empleo más frecuente del sacramento de la penitencia, promuevan con celo, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, actos extraordinarios de penitencia con fines de expiación e impetración.

§ 2 Se recomienda encarecidamente a todos los fieles que arraiguen sólidamente en su alma un genuino espíritu cristiano penitencial, que les mueva a realizar obras de caridad y penitencia.

X. § 1 Estas prescripciones, que, de forma excepcional, son promulgadas por medio de L'Osservatore Romano, entrarán en vigor el Miércoles de Ceniza de este año, es decir, el 23 del corriente mes.

§ 2 Donde hasta ahora estuvieran en vigor especiales privilegios e indultos tanto generales como particulares de cualquier tipo, se les concede que haya allí vacatio legis durante seis meses; a partir del día de la promulgación.

Establecemos y hacemos eficaces estas normas nuestras para el presente y el futuro sin que lo impidan —en cuanto sea necesario— las Constituciones y Ordenanzas apostólicas emanadas de nuestros predecesores y todas las demás prescripciones, aunque sean dignas de peculiar mención y derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de febrero de 1966, año tercero de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI


Notas:

[1] Mc 1,15.

[2] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núms. 5 y 8.

[3] Cf. Ef 5, 27.

[4] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núm. 8; Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, núms. 4, 7 y 8.

[5] Cf. Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, núm. 110.

[6] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, num 40.

[7] Cf. 1 Co 7, 31; Rm 12, 2; Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, num 6 Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, núms. 8 y 9; Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 37, 39 y 93.

[8] Hch 2, 38.

[9] Hch 14, 14; Cf. Pablo VI, Alocución a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965: AAS 57 (1965), p. 885.

[10] Cf. Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, núms, 2 y 3.

[11] Cf. 1S 7, 6; 1R 21, 20.27; Jr 36, 9; Jon 3, 4- 5.

[12] Cf. 1S 31, 13; 2S 1, 12; 3,35; Ba 1, 3-5; Jdt 20, 26.

[13] Cf. Jdt 4, 8.12; Est 4,15-16; Sal 34, 13; 2Cro 20, 3.

[14] Cf. 1S 14, 24; 28 12,16; Esd 8, 21.

[15] Cf. 1S 7, 3; Jr 36, 6-7; Ba 1, 17-18; Jdt 8, 16-17; Jon 3, 3; Za 8, 19-21.

[16] Cf. Is 58, 6-7; Tb 12, 8-9.

[17] Cf. Lv 16, 31.

[18] Cf. Dn 10, 12.

[19] Cf. Dn 9, 3.

[20] Cf. Dn 9, 3.

[21] Cf. Ex 34, 28.

[22] Cf. Za 7, 5.

[23] Is 58, 5.

[24] Jl 2, 13; Cf. Is 58, 3-6; Am 5; Is 1, 13-20; Jr 14, 12; Za 7, 4-14; Tb 12, 8; Sal 50, 18-19; etc.

[25] Cf. Lv 23, 29.

[26] Cf. Jdt 8, 6.

[27] Cf. Dn 10, 3.

[28] Cf. Lc 2, 37; Si 31, 12.17-19; 37, 32-34.

[29] Cf. Za 8,19; Mt 6, 17.

[30] Cf. Dt 9, 9.18 Ex 24, 18.

[31] Cf. Is 53, 4- 11.

[32] Cf. Hb 10.1.

[33] Mc 1,15.

[34] Cf. Hb 1, 2; Col 1, 19ss.; Ef 1, 23ss.

[35] CF. Sto. Tomás, Summa Theologica, III, q. 15, a. 1, ad 5.

[36] Cf. Lc 5, 8; 7, 36-50.

[37] Cf. Rm 6,3-11; Col 2, 11-15; 3, 1-4.

[38] Cf. Flp 3, 10-11; Rm 8, 17.

[39] Cf. Rm 6, 10; 14, 8; 2Co 5, 15; Flp 1, 21.

[40] Cf. Ga 2, 20; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7.

[41] Col 1, 24; Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 36; Decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, núm. 2.

[42] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. II; Cf. Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, núms. 5 y 6.

[43] CF. Sto. Tomás, Quaestiones Quodlibetales, III, q. 13, a. 28.

[44] Cf. 2Co 4, 10.

[45] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núm. 16; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 49 y 52; Cf. Pío XII, Discurso a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios del lugar, con motivo de la solemne definición dogmática de la Asunción de la Virgen María, de 2 de noviembre de 1950: AAS 42 (1950), pp. 786-788; Cf. S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 141, 2-3: PG 6, 797, 799; cf. 2 Clementis, 8, 1-3: F. X. Funk, Patres Apostolici, 2ª. edic., Tubinga 1961, I, pp. 192-194.

[46] Cf. Jn 3, 7-8.

[47] Cf. Ga 5, 16-17; Rm 7,23.

[48] Cf. Martyrologium Romanum, en la Vigilia de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo; Cf. 1Tm 4, 4-5; Flp 4, 8; Cf. Orígenes, Contra Celsum, 7, 36: PG 11, 1472.

[49] Liturgia de Cuaresma, passim.

[50]. Cf. Rm 7, 23.

[51] Missale Romanum, Prefacio IV de Cuaresma.

[52] Missale Romanum, Oración del jueves de la semana de Pasión (edición de 1962).

[53] Cf. A) En el Nuevo Testamento: 1) Palabras y ejemplo de Cristo: Mt 17, 20; 5, 29-30; 11, 21-243, 4; 11, 7-11 (Cristo elogia a Juan Bautista); 4, 2; Mc 1, 13; Lc 4, 1-2 (Cristo ayuna); 2) Testimonio y doctrina de san Pablo: 1Co 9, 24-27; Ga 5, 16; 2Co 6, 5; 11, 27; 3) En la primitiva Iglesia: Hch 13, 3; 14, 22. B) En los santos Padres: Didaché, 1, 4: F. X. Funk, I, p. 2; S. CF. Clemente Romano, 1 Corinthios, 7, 4-8, 5: F. X. Funk, I, pp. 108-110; 2 Clementis, 16, 4: F. X. Funk, II, p.204; Arístides, Apología, 15, 9: Goodspeed, Gotinga 1914, p. 21; Hermas, Pastor, sim. 5, 1,3- 5: F. X. Funk, 1, p. 530; Tertuliano, De paenitentia, 9: PL 1, 1243-1244; De ieiunio, 17: PL 2, 1978; Orígenes, Homiliae in Leviticum, homilía 10, 2: PG 12, 528; San Atanasio, De virginitate, 6: PG 28, 257; 7 8: PG 28, 260, 261; S. Basilio, Homiliae, homilía 2, 5: PG 31, 192; 8. Ambrosio De virginibus, 3, 2, 5: PL 16, 221; De Elia et Ieiunio, 2, 2; 3, 4; 8, 22; 10, 33: PL, 698, 708; S. Jerónimo, Epístola 22, 17: PL 22, 404; Epístola 130,10: PL 22, 1115; S. Agustín, Sermo 208, 2: PL 38, 1045; Epístola 211, 8 PL 33, 960; Casiano, Collationes, 21, 13, 14, 17: PL 49, 1187; S. Nilo, De octo spiritibus malitiae 1: PG 79, 1145; Diadoco de Fotice , Capita centum de perfectione spirituali, 47: PG 65, 1182; S. León Magno, Sermo 12, 4: PL 57, 171; Sermo 86, 1: PL 54, 437-438; Sacramentarium Leonianum, Prefacio de las Témporas de otoño; PL 55, 112.

[54] Cf. A) En el Nuevo Testamento: Mt 6, 16-18; 15, 11; Hb 13, 9; Rm 14, 15-23. B) En los santos Padres véase la nota 53, B).

[55] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 10 y 41.

[56] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 34, 36 y 41; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 4.

[57] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 41.

[58] Cf. Concilio Vaticano 11, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núms. 12, 13, 16 y 17; Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 41 y 42; Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 24; Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, núms. 7, 12, 13, 14 y 25; Decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, núms. 2, 8 y 9.

[59] CF. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 42; Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núms. 9, 12 y 104.

[60] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 110.

[61] Cf. Rm 12, 2; Mc 2, 19; Mt 9, 15; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 37.

[62] CF. Rm 15, 26-27; Ga 2, 10; 2Co 8, 9; Hch 24, 17; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 18.

[63] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia núm. 105.

[64] Cf. ibid. núms. 102, 106, 107 y 109; Cf. Eusebio, De solemnitate paschali, 12: PG 24, 705; ibid., 7: PG 24, 701; S. Juan Crisósotmo, In epistolam I ad Timotheum, 5, 3: PG 62, 529-530.

[65] Cf. Hch 13, 3.



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