31. Visita de Zacarías. La santidad de José y la obediencia a los sacerdotes.
8 de junio de 1944.
1 Veo la larga sala donde presencié el encuentro de los Magos con Jesús y su acto de
adoración. Comprendo que me encuentro en la casa hospitalaria que ha acogido a la
Sagrada Familia. Asisto a la llegada de Zacarías. Isabel no está.
La dueña de la casa sale presurosa, por la terraza que circunda la casa, al encuentro
del huésped que está llegando... Le acompaña hasta una puerta y llama; luego, discreta,
se retira.
José abre y, al ver a Zacarías, exulta de júbilo. Le pasa a una habitacioncita
pequeña, de las dimensiones de un pasillo. “María está dándole la leche al Niño. Espera
un poco. Siéntate, que estarás cansado”. Y le deja sitio en su recostadero, sentándose a
su lado.
Oigo que José pregunta por el pequeño Juan, y que Zacarías responde: “Crece vigoroso como un potrillo. De todas formas, ahora está sufriendo un poco por los dientes. Por eso no hemos querido traerle. Hace mucho frío. Así que tampoco ha venido Isabel. No podía dejarle sin la leche. Lo ha sentido mucho; pero, ¡está siendo una estación tan fría...!”. “Sí, efectivamente, muy fría” responde José.
“Me dijo el hombre que me enviasteis que cuando nació el Niño estabais sin casa. ¡Lo que habréis tenido que pasar!...”. “Sí, verdaderamente lo hemos pasado muy mal; pero era mayor el miedo que la precariedad en que nos encontrábamos. Teníamos miedo de que esta precariedad le pudiera perjudicar al Niño. Y los primeros días tuvimos que pasarlos allí. A nosotros no nos faltaba nada, porque los pastores habían transmitido la buena nueva a los betlemitas y muchos vinieron con dones. Pero faltaba una casa, faltaba una habitación resguardada, un lecho... y Jesús lloraba mucho, especialmente por la noche, por el viento que entraba por todas partes. Yo encendía un poco de fuego, pero poco, porque el humo le hacía toser al Niño... y así el frío seguía. Dos animales calientan poco, ¡y menos todavía en un sitio donde el aire entra por todas partes! Faltaba agua caliente para lavarle, faltaba ropa seca para cambiarle... ¡Oh! ¡Ha sufrido mucho! Y María sufría al verle sufrir. ¡Sufría yo... conque te puedes hacer una idea Ella, que es su Madre! Le daba leche y lágrimas, leche y amor.. Ahora aquí estamos mejor. Yo había hecho una cuna muy cómoda y María había puesto un colchoncito blando. ¡Pero la tenemos en Nazaret! ¡Ah, si hubiera nacido allí, habría sido distinto!”.
“Pero el Cristo tenía que nacer en Belén. Así estaba profetizado”.
2 María ha oído que hablaban y entra. Está toda vestida de lana blanca. Ya no lleva el vestido oscuro que tenía durante el viaje y en la gruta. Con este de ahora está enteramente blanca, como ya la he visto otras veces; no lleva nada en la cabeza. En sus brazos sí, a Jesús, que está durmiendo, satisfecho de leche, envuelto en sus blancos pañales.
Zacarías se alza reverente y se inclina con veneración. Luego se acerca y mira a Jesús dando señales de un grandísimo respeto. Está inclinado, no tanto para verle mejor, cuanto para rendirle homenaje. María se lo ofrece. Zacarías le toma con tal adoración que parece como si estuviera elevando un ostensorio. Efectivamente, está cogiendo en brazos la Hostia, la Hostia ya ofrecida, que será inmolada sólo cuando se haya dado a los hombres como alimento de amor y de redención. Zacarías devuelve Jesús a María.
3 Se sientan. Zacarías refiere de nuevo –esta vez a María– el motivo por el cual Isabel
no ha venido, y cómo ello la ha apenado. “Durante estos meses ha estado preparando
ropa para tu bendito Hijo. Te lo he traído. Está abajo, en el carro”.
Se levanta y va afuera. Vuelve con un paquete voluminoso y con otro más pequeño.
De uno y de otro –José en seguida le ha liberado del grande– saca inmediatamente los
presentes: una suave colcha de lana tejida a mano, pañales y vestiditos. Del otro, miel,
harina blanquísima, mantequilla y manzanas, para María, y tortas amasadas y cocidas
por Isabel y muchas otras cositas que manifiestan el afecto maternal de la agradecida
prima hacia la joven Madre.
“Le dirás a Isabel que le quedo agradecida, como también a ti. Me habría gustado
mucho verla, pero comprendo las razones. También me hubiera gustado ver de nuevo al
pequeño Juan...”.
“Le veréis para la primavera. Vendremos a veros”.
“Nazaret está demasiado lejos” dice José.
4 “¿Nazaret? Pero si debéis quedaros aquí. El Mesías debe crecer en Belén. Es la
ciudad de David. El Altísimo le ha traído, a través de la voluntad de César, a nacer en la
tierra de David, la tierra santa de Judea. ¿Por qué llevarle a Nazaret? Ya sabéis qué es lo que piensan los judíos de los nazarenos. El día de mañana este Niño deberá ser el
Salvador de su pueblo. La capital no debe despreciar a su Rey por el hecho de despreciar
a su ciudad de proveniencia. Vosotros sabéis como yo lo insidioso que es en sus
razonamientos el Sanedrín y lo desdeñosas que son las tres castas principales... Además
aquí, no lejos de mí, podré ayudaros bastante, y podré poner todo lo que tengo –no
tanto de cosas materiales cuanto de dones morales– al servicio de este Recién Nacido. Y
cuando esté en edad de entender me sentiré dichoso de ser maestro suyo, como de mi
hijo, para que así, incluso, cuando sea mayor, me bendiga. Tenemos que pensar en el
gran destino suyo, y que, por lo tanto, debe poderse presentar al mundo con todas las
cartas para poder ganar fácilmente su partida. Está claro que El poseerá la Sabiduría,
pero el solo hecho de que haya tenido a un sacerdote por maestro le hará más acepto a
los difíciles fariseos y a los escribas, y le facilitará la misión”.
5 María mira a José, José mira a María. Por encima de la cabeza inocente del Niño,
que duerme rosado y ajeno a lo que le rodea, se entreteje un mudo intercambio de
preguntas. Son preguntas veladas de tristeza. María piensa en su casita; José, en su
trabajo. Aquí habría que partir de cero, en un lugar en que, apenas unos días antes,
nadie los conocía. En este lugar no hay ninguna de esas cosas amadas dejadas allí, y que
habían sido preparadas para el Niño con gran amor.
Y María lo dice: “¿Cómo hacemos? Allí hemos dejado todo. José ha trabajado para
mi Jesús sin ahorrar esfuerzo ni dinero. Ha trabajado de noche, para trabajar durante el
día para los demás y ganar así lo necesario para poder comprar las maderas más bonitas,
la lana más esponjosa, el lino más cándido, para preparar todo para Jesús. Ha hecho
colmenas, ha trabajado hasta de albañil para darle otra distribución a la casa, de forma
que la cuna pudiera estar en mi habitación hasta que Jesús fuese más grande, y que
luego pudiese dar espacio a la cama; porque Jesús estará conmigo hasta que sea un
jovencito”.
“José puede ir a recoger lo que habéis dejado”.
“¿Y dónde lo metemos? Como tú sabes, Zacarías, nosotros somos pobres. No tenemos
más que el trabajo y la casa. Y ambos nos ayudan para vivir, sin pasar hambre. Pero
aquí... trabajo encontraremos, quizás, pero tendremos que pensar de todas formas en
una casa. Esta buena mujer no nos puede hospedar permanentemente, y yo no puedo
sacrificar a José más de lo que ya lo está por mí”.
“¡Oh, yo! ¡Por mí no es nada! Me preocupa el dolor de María, el dolor de no vivir en
su casa...”.
Le brotan a María dos lagrimones.
“Yo creo que debe amar esa casa como el Paraíso, por el prodigio que allí tuvo lugar
en Ella... Hablo poco, pero entiendo mucho. Si no fuera por este motivo, no me sentiría afligido. A fin de cuentas, lo único es que trabajaré el doble, pero soy fuerte y joven
como para trabajar el doble de lo acostumbrado y cubrir todas las necesidades. Si María
no sufre demasiado... si tú dices que se debe hacer así... por mí... aquí estoy. Haré lo que
estiméis más justo. Basta con que le sea útil a Jesús”.
“Ciertamente será útil. Pensad en ello y veréis los motivos”.
“Se dice también que el Mesías será llamado Nazareno (147)...” objeta María.
“Cierto. Pero, al menos hasta que se haga adulto, haced que crezca en Judea. Dice el
Profeta: ‘Y tú, Belén Efratá, serás la más grande, porque de ti saldrá el Salvador’ (148). No
habla de Nazaret. Quizás ese apelativo se le dará por un motivo que desconocemos. Pero
su tierra es ésta”.
“Tú lo dices, sacerdote, y nosotros... y nosotros con dolor te escuchamos... y seguimos
tu consejo. ¡Y qué dolor!... ¿Cuándo veré aquella casa donde fui Madre?”. María llora
quedo. Y yo entiendo este llanto suyo... ¡Vaya que si lo entiendo!
La visión me termina con este llanto de María.
“José protector también de los consagrados”
6 Dice luego María:
“Sé que comprendes mi llanto. De todas formas, me verás llorar más intensamente.
Por el momento voy a aliviar tu espíritu mostrándote la santidad de José, que era
hombre, o sea, que no tenía más ayuda de su espíritu que su santidad. Yo, en mi
condición de Inmaculada, tenía todos los dones de Dios; no sabía que lo era (149), pero en
mi alma éstos eran activos y me daban fuerza espiritual. El, sin embargo, no era
inmaculado. La humanidad estaba en él con todo su peso gravoso, y debía elevarse hacia
la perfección con todo ese peso, a costa del esfuerzo continuo de todas sus facultades por
querer alcanzar la perfección y ser agradable a Dios.
¡Oh, sí, verdaderamente santo era mi esposo! Santo en todo, incluso en las cosas más
humildes de la vida: santo por su castidad de ángel, santo por su honestidad de hombre,
santo por su paciencia, por su laboriosidad, por su serenidad siempre igual, por su
modestia, por todo.
Esa santidad brilla también en este hecho acaecido. Un sacerdote le dice: "Conviene
que te establezcas aquí"; y él, aun sabiendo que su decisión le acarreará el tener que
trabajar mucho más, dice: "Por mí no es nada. Lo que me preocupa es el sufrimiento de
María. Si no fuera por esto, yo, por mí, no me afligiría; es suficiente con que le sea útil a
Jesús". Jesús, María: sus angélicos amores. Mi santo esposo no tuvo otro amor en este
mundo... y se hizo a sí mismo siervo de este amor.
Le han hecho protector de las familias cristianas, de los trabajadores, de muchas
otras categorías (moribundos, esposos...); pues bien, a mayor razón, debería hacérsele
protector de los consagrados. Entre los consagrados de este mundo al servicio de Dios,
quienquiera que sea, ¿habrá alguno que se haya ofrecido como él al servicio de su Dios,
aceptando todo, renunciando a todo, soportándolo todo, llevando todo a cabo con
prontitud, con espíritu gozoso, con constancia de ánimo como él? No, no lo hay.
7 Y observa otra cosa; o, mejor, dos.
Zacarías es un sacerdote; José, no. Y, sin embargo, observa cómo él, que no lo es,
tiene su espíritu en el Cielo más que quien lo es. Zacarías piensa humanamente, y
humanamente interpreta las Escrituras, porque –no es la primera vez que lo hace– se
deja guiar demasiado por su buen sentido humano. Ya fue castigado por ello, pero
vuelve a caer en lo mismo, aunque menos gravemente. Ya respecto al nacimiento de
Juan había dicho: "¿Cómo podrá ser esto, si yo soy viejo y mi mujer estéril?" (150). Ahora dice:
"Para allanarse el camino, el Cristo debe crecer aquí"; y piensa –con esa pequeña raíz de orgullo que persiste incluso en los mejores– que él le puede ser útil a Jesús –no útil como
quiere serlo José (sirviéndole), sino útil siendo maestro suyo (!)–. Dios le perdonó de
todas formas por la buena intención; pero, ¿necesitaba, acaso, maestros el "Maestro"?
Traté de hacerle ver la luz en las profecías, mas él se sentía más docto que yo y usaba
a su modo (151) esta impresión suya. Yo habría podido insistir y vencer, pero –y ésta es la
segunda observación que te presento– respeté al sacerdote; por su dignidad, no por su
saber.
8 Por lo general, Dios ilumina siempre al sacerdote. Digo "por lo general". Es
iluminado cuando es un verdadero sacerdote. No es el hábito el que consagra; consagra
el alma. Para juzgar si uno es un verdadero sacerdote, debe juzgarse lo que sale de su
alma. Como dijo mi Jesús (152): "del alma salen las cosas que santifican o que contaminan, las
que informan todo el modo de actuar de un individuo". Pues bien, cuando uno es un
verdadero sacerdote, generalmente siempre Dios le inspira. ¿Y los otros, que no son
tales?: tener con ellos caridad sobrenatural, orar por ellos.
Y mi Hijo te ha puesto ya al servicio de esta redención, y no digo más. Alégrate de
sufrir porque aumenten los verdaderos sacerdotes. Descansa en la palabra de aquel que
te guía. Cree y presta obediencia a su consejo.
9 Obedecer salva siempre. Aunque no sea
en todo perfecto (153) el consejo que se recibe.
Tú has visto que nosotros obedecimos, y el fruto fue bueno. Verdad es que Herodes se
limitó a ordenar el exterminio de los niños de Belén y de los alrededores. Pero, ¿no
habría podido, acaso, Satanás llevar estas ondas de odio, propagarlas, mucho más allá
de Belén, y persuadir a un símil delito a todos los poderosos de Palestina para lograr
matar al futuro Rey de los judíos? Sí, habría podido. Y esto habría sucedido en los
primeros tiempos del Cristo, cuando el repetirse de los prodigios ya había despertado la
atención de las muchedumbres y el ojo de los poderosos. Y, si ello hubiera sucedido,
¿cómo habríamos podido atravesar toda Palestina para ir, desde la lejana Nazaret, a
Egipto, tierra que daba asilo a los hebreos perseguidos, y, además, con un niño pequeño
y en plena persecución? Más sencilla la fuga de Belén, aunque –eso sí– igualmente
dolorosa.
La obediencia salva siempre, recuérdalo;
10 y el respeto al sacerdote es siempre señal
de formación cristiana. ¡Ay –y Jesús lo ha dicho (154)– Ay de los sacerdotes que pierden su llama apostólica! Pero también ¡ay de quien se cree autorizado a despreciarlos!, porque
ellos consagran y distribuyen el Pan verdadero que del Cielo baja. Este contacto los hace
santos cual cáliz sagrado, aunque no lo sean. De ello deberán responder a Dios. Vosotros
consideradlos tales y no os preocupéis de más. No seáis más intransigentes que vuestro
Señor Jesucristo, el cual, ante su imperativo, deja el Cielo y desciende para ser elevado
por sus manos. Aprended de El. Y, si están ciegos, o sordos, o si su alma está paralítica y
su pensamiento enfermo, o si tienen la lepra de unas culpas que contrastan demasiado
con su misión, si son Lázaros en un sepulcro, llamad a Jesús para que les devuelva la
salud, para que los resucite.
Lamadle, almas víctimas, con vuestro orar y vuestro sufrir. Salvar un alma es
predestinar al Cielo la propia. Pero salvar un alma sacerdotal es salvar un número
grande de almas, porque todo sacerdote santo es una red que arrastra almas hacia Dios,
y salvar a un sacerdote, o sea, santificar, santificar de nuevo, es crear esta mística red.
Cada una de sus capturas es una luz que se añade a vuestra eterna corona.
Vete en paz”.
El Poema del Hombre-Dios (27)
Notas:
147) Cfr. Mt. 2, 23; Jue. 13, 5.
148) Cfr. Miq. 5, 2; Mt. 2, 6.
149) Cfr. cap. 10, pág. 63, not. 62.
150) Cfr. Lc. 1, 18.
151) Zacarías como la generalidad de los hebreos de su tiempo tomaba al Mesías a la humana (aun cuando él creía, que fuera el
verdadero Mesías) y por lo tanto creía que tuviese necesidad de maestro.
152) Cfr. Mt. 15, 11 y 17–18. Mc. 7, 15.
153) Difícilmente Dios deja sin luces a un sacerdote, aun cuando sus luces se tiñan del modo de pensar humano. Queda en el fondo
algo de luz verdadera y por esto pueden seguirse sus consejos. Los dos esposos, María y José obedecieron por este fondo de luz
sobrenatural que había en los consejos humanos de Zacarías.
154) Una cosa semejante cfr. Mt. 5, 13–16; Lc. 12, 49.
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