Por Monseñor De Segur (1862)
Es una singular manera de honrar a un hijo, despreciar y detestar a su madre. Pues la Santísima Virgen María, es la Madre de Jesucristo; y las sectas protestantes se ponen de acuerdo, para repelerla con un desdén que frecuentemente raya en cólera.
Semejante conducta es odiosa; y nada, ni aun los mismos principios protestantes, pueden excusarla. María es la Madre de Jesús: es así que Jesús es Dios; luego María es madre de Dios. ¿No es cosa extraña que esos hombres que se llaman cristianos, rehúsen honrar a la Madre del Dios de los cristianos, a la que dio su carne al Dios, que padeciendo en esta carne, nos ha salvado? ¿No es cosa extraña que súbditos que se dicen fieles al soberano, nieguen el respeto y el honor a la madre de ese soberano?
Cuando el Ángel se apareció a la Virgen María, para obtener su consentimiento en el gran misterio de la Encarnación, la dijo con respetuoso cariño: “Yo te saludo, oh llena de gracia. ¡Tú eres la mujer bendita entre todas las mujeres!” Los católicos imitan al Ángel bueno y fiel que honra a la Madre de su Dios; pero los protestantes prefieren imitar al ángel rebelde y falso, a quien se dijo desde el principio: “Yo pondré enemistades entre la Mujer y tú” aquel ángel réprobo cuya cabeza debía aplastar María. Et ipsa conteret caput tuum.
Cuando la Santísima Virgen llevando en su seno al Redentor del mundo se presentó a Santa Isabel, llena esta del Espíritu Santo, exclamó en un trasporte divino: “¿De dónde a mí este honor, que la Madre de mi Dios se digne venir a mí? Bendita eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Nosotros, los católicos, seguimos el ejemplo de Santa Isabel; e impulsados como ella por el Espíritu de verdad, nos complacemos en manifestar a María nuestra gratitud y nuestro amor. Pero las sectas protestantes imitan a los insensatos habitantes de Belén, que esperaban la venida del Mesías y se negaban a recibir a su Madre, ignorando que ella, y ella sola, es la que lleva a Jesús.
Cuando María respondió a las alabanzas de Santa Isabel, dijo en el sublime cántico de su triunfo: “Todas las generaciones me llamaran Bienaventurada; porque el que es poderoso ha obrado en mí grandes cosas”. ¿Cuáles son las generaciones que cumplen esa profecía, esa palabra de la Biblia, dando a María el título de Bienaventurada? ¿Son las generaciones católicas, que tanto en las capillas subterráneas de las Catacumbas, como en las espléndidas Basílicas dedicadas a Nuestra Señora, ensalzan el nombre y la gloria de María; o son las generaciones protestantes, que ni respetan ni alaban a la augusta Virgen, que antes bien creen hacerle demasiado honor cuando no la insultan?
A estos pasajes de la Santa Escritura, tan claros y tan glorioso para María, los protestantes oponen algunas palabras dirigidas por Nuestro Señor Jesucristo a su bienaventurada Madre; palabras misteriosas, cuyo profundo sentido ellos no comprenden. Esas palabras tenían por objeto hacer que María participase de los anonadamientos de la Redención, así como había participado de los gozos de la Encarnación, y había de participar de las glorias de la Resurrección y de la Ascensión de su Divino Hijo. Si esas palabras: tuvieran el sentido que las prestan los herejes, sería necesario deducir de ellas que Jesús no amaba a su Madre, que no la honraba, que era un mal hijo, y que violaba el cuarto mandamiento de su propia ley: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Así los protestantes, por querer probar demasiado, nada prueban.
Pero lejos de tener el Divino Salvador esos sentimientos, que no pueden atribuírsele sin locura ni blasfemia; al contrario, Jesús, después de su Padre Celestial, a nadie amaba más que a su augusta Madre, María. Como además de ser su madre, ella era la más humilde, la más pura, la más santa de todas las criaturas; el Señor por todos estos títulos, la amaba con un amor único. Nosotros, pues, respetando y amando a María, nos conformamos con los sentimientos de Jesús; y de esta manera cumplimos, aunque siempre muy imperfectamente, la gran regla prescrita por el Apóstol San Pablo: Hoc sentite in vobis, quod et in Christo Jesu. “Amad lo que el Señor Jesús ha amado”.
Si en nuestras necesidades invocamos a María, es porque sabemos que la Santísima Virgen, tiene un gran poder sobre el corazón de su Divino Hijo; como lo prueba, entre otras cosas, el que su primer milagro lo hizo Nuestro Señor Jesucristo a súplica de su augusta Madre.
Así como el Eterno Padre nos dio a su Divino Hijo hecho hombre, por medio de María, de la misma manera es su voluntad que todas las gracias de Jesús, pasen por el mismo canal para llegar a nosotros. No quiere esto decir que María sea mediadora de redención, pues sólo Nuestro Señor Jesucristo nos ha salvado y redimido con la efusión de su preciosísima sangre. Pero la Santísima Virgen, es mediadora de intercesión, es nuestra Abogada, es nuestra Madre por adopción. Nosotros le pedimos que nos dispense su poderosa protección para con Dios, como un hijo recurre a su madre, para que su padre acceda más fácilmente a sus deseos.
Fuera de todo esto, hay que observar que el culto de los cristianos a la Santísima Virgen, va directamente a Nuestro Señor Jesucristo, siendo el Hijo honrado en la Madre. Si amamos y alabamos a María, es para felicitarla por ser madre de Dios, para darle gracias porque contribuyendo al misterio de la Encarnación, con su consentimiento y con su virginal substancia, ha contribuido a darnos al Redentor. Εl culto de honor que tributamos a María, es la salvaguardia del culto de adoración que rendimos a Jesús. De esta verdad tenemos a la vista una prueba elocuente. La Iglesia Católica, a quien se acusaba de olvidar a Jesús por María, el Criador por la criatura; esa Iglesia es la que únicamente conserva y defiende, contra la incredulidad protestante, la divinidad de Jesucristo; de ese único mediador por cuyo honor se mostraba muy celosa tan farisaicamente la herejía; divinidad de que esa misma herejía reniega más y más cada día.
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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