domingo, 16 de marzo de 2025

LA INQUISICIÓN, LA SAN BARTOLOMÉ Y LAS DRAGONADAS DE CEVENNES (48)

¡He aquí tres hechos, tres crímenes políticos, si así se quiere llamarlos, de que los protestantes hacen responsable a la Iglesia, desde hace trescientos años!

Por Monseñor De Segur (1862)


Diré algunas palabras más, para terminar esa cuestión de la intolerancia católica. 

Hay ciertos hechos históricos que los protestantes no pierden nunca ocasión de echar en cara a los católicos, para convencerlos de intolerancia. Esos hechos son la Inquisición, la San Bartolomé y las Dragonadas de Cevennes. 

Sobre estos argumentos se han escrito novelas y dramas, pero los fabricantes de folletines no se creen obligados a respetar la verdadera historia. Por eso es que, generalmente hablando, no los consultan a ellos las gentes que tienen sentido común y buscan la verdad. 

I. ¿Pues que fue la Inquisición, de la cual se hace aun en el día un espantajo tan terrible? Las novelas, populares la representan como un tribunal horrible, establecido en los países católicos, que daba tormento a las pobres víctimas en calabozos sombríos; y que acababa por darles la muerte en las hogueras, perpetuamente encendidas. 

El historiador protestante Ranke y el muy protestante Mr. Guizot, reconocen con probidad que la inquisición española, fue ante todo una institución política, destinada a velar por la unidad de la España. Los reyes españoles veían en la herejía el más peligroso enemigo de la paz de su reino, por lo cual la declararon crimen de lesa nación. No pudiendo juzgar por sí mismos, ni por medio de los tribunales ordinarios, las cuestiones de fe, instituyeron un tribunal eclesiástico, encargado de interrogar a los acusados y de juzgar de sus creencias. Los inquisidores de la fe, hacían conocer a la autoridad real, el resultado, de sus indagaciones. Luego esta autoridad hacía lo que juzgaba conveniente. Apréciese como se quiera la institución del tribunal de la Inquisición en España. Dígase, si de esto hay antojo, que las pasiones políticas abusaron de él; pero siempre será necesario convenir en que el clero que tomaba parte en sus procedimientos, ejercitaba natural y legítimamente la autoridad religiosa. 

¿No corresponde a la Iglesia el examen de las cuestiones de fe por derecho divino? Y ¿qué hombre de buena fe confundirá esta atribución con el oficio de verdugo? Se ve, por otra parte, que los Papas siempre procuraron mitigar el rigor de la Inquisición española, aunque no dependía de ellos; pues, como hemos visto, ella era una institución política de la España. 

II. Bien está, dirá alguno, pero la San Bartolomé, aquella matanza espantosa ordenada por la Iglesia Católica, en la cual perecieron tantos protestantes, ¿cómo se explica? 

Aquel suceso, aún más que la Inquisición española, es un hecho político. Los protestantes se levantaban contra la autoridad legítima, habían intentado apoderarse del Rey de Francia y formaban en la nación una nación aparte, turbulenta y revolucionaria. El joven monarca Carlos IX y su madre la orgullosa Catalina de Médicis, estaban amenazados en su libertad y en su vida por la conjuración de Amboise, viéndose obligados a huir por la conjuración de Meaux. Los jefes del partido protestante se hacían más y más insolentes. Excitados por aquellas violencias; la Reina quiso desembarazarse de los rebeldes, haciendo servir a su venganza, la exaltación religiosa que causaron en Francia los furores de los Hugonotes. La religión fue pues el pretexto, pero no la verdadera causa de la matanza llamada la San Bartolomé. Todas las personas instruidas lo saben actualmente. ¿Por qué los escritores protestantes no tienen la buena fe de confesarlo? 

Pero se añade: El Papa hizo cantar en Roma el Te Deum con motivo de aquella odiosa matanza. Es cierto: más lo es igualmente que aquel Papa, Gregorio XIII, fue engañado sobre el hecho con falsos informes. Habiendo recibido un despacho de la corte de Francia, en que se le decía, como el Rey y su familia acababan de librarse de una nueva conjuración de los herejes hugonotes, habiendo sido castigados los autores de ella y sus cómplices, el Papa fue a dar gracias a Dios por el suceso. Entonces ignoraba Su Santidad los deplorables excesos de aquella triste noche, excesos que también han sido extrañamente exagerados por la pasión y el espíritu de partido, una vez que en toda la Francia, a pesar del deseo de aumentar el guarismo no pudo encontrar más que 786 el martirologio protestante, impreso en aquella época. Dígase ahora si es razonable imputar a la Iglesia Católica la muerte de los insurrectos contra su soberano, porque los degollaron como calvinistas. De consiguiente toda la odiosidad de la San Bartolomé, pesa únicamente sobre Carlos IX y su madre, por el carácter maquiavélico de su política. 

Sobre este asunto, sin que yo pretenda excusar de ninguna manera lo que sea inexcusable, permítaseme hacer una observación importante. Las instituciones y los hombres, llevan siempre impreso el carácter de su tiempo. En aquellos últimos siglos las costumbres públicas eran ásperas; y todo se resentía de aquella aspereza, los hombres y las cosas, el bien y el mal. Además, el sentimiento religioso dominaba todos los otros. La violencia de la agresión protestante fue, pues, a estrellarse contra una vivacidad de fe de que nosotros no tenemos ya ni aun idea; y a eso se debe atribuir, en gran parte, el carácter extremo de muchos hechos históricos de aquella época. 

III. Aunque esa aspereza de costumbres principiaba a suavizarse en Francia, cuando reinaba Luis XIV; sin embargo, ella produjo todavía sensibles efectos, cuando fue revocado el edicto de Nantes. No es mi ánimo juzgar aquí a aquel gran monarca. Me basta reconocer que en las crueldades cometidas contra los hugonotes, en ciertos puntos del país llamado Cevennes, los agentes y Dragones de Luis XIV, traspasaron mucho las órdenes del Rey, por manera que ellos son los verdaderos culpables. Irritado de ver a los protestantes romper la unidad nacional, conspirar sordamente con las Potencias extranjeras y mantener continuas relaciones con la Inglaterra, enemiga nata de la Francia, Luis XIV quiso purgar a su país de aquella levadura de discordia. Él defendía así los derechos de su corona como los de la religión, para lo cual creyó deber emplear la fuerza. Pero todos saben que el clero de Francia, y especialmente Bossuet y Fenelon, aunque simpatizaban con el pensamiento del Rey, se mostraron opuestos a las violencias y a las crueldades. En vista de estas sencillas observaciones, ¿qué son las acusaciones de los enemigos de la fe, y como pueden servir las dragonadas de Cevennes para argüir contra la Iglesia Católica? ¡He aquí tres hechos, tres crímenes políticos, si así se quiere llamarlos, de que los protestantes hacen responsable a la Iglesia, desde hace trescientos años! ¡Cuánta razón tenía el bienaventurado San Francisco de Sales, en vista de las calumnias con que desde su tiempo atacaban a la Iglesia Católica, para compararla a la casta Susana, acusada falsamente por aquellos que se vendían como jueces incorruptibles en Israel! Esta santa mujer, arrastrada a la vergüenza, se confortaba con su inocencia y decía: Dios Eterno que conocéis todas las cosas, Vos sabéis que dan contra mí un falso testimonio, y que yo no he hecho nada de lo que ellos maliciosamente han inventado contra mí. Entonces Dios infundió, su espíritu de verdad en el corazón del joven Daniel, el cual exclamó en medio de su pueblo: “¿Sois insensatos, que así habéis condenado, sin juzgar y sin conocer la verdad, a una hija de Israel?” Y el pueblo hizo entonces justicia a la inocencia y a la pureza de la casta Susana.

¿Tiene mártires el protestantismo? Él así lo cree, pero se engaña. 

Un mártir es un hombre que da su vida, por permanecer fiel a la fe de Jesucristo. Él muere, no por opiniones personales, sino por la doctrina de la Iglesia de Dios. Él no es terco sino fiel. De consiguiente, todo cristiano que es muerto por odio a la fe, es un mártir. 

Los pocos protestantes que han sido muertos con motivo de sus opiniones religiosas, ¿habrán sido mártires? No, pues que ellos han sacrificado su vida por ideas personales, por convicciones puramente humanas, prefiriendo su juicio propio a la misma vida; de manera que su muerte ha sido el acto supremo del orgullo, mientras que el martirio es el acto supremo de la humilde sumisión y de la abnegación de sí mismo. No basta morir para ser mártir. Es necesario, para merecer esta palma, morir por la verdad, cuyo honor exige a veces el sacrificio de la propia sangre. 

El carácter de los pretendidos mártires de las sectas protestantes, es ante todo el fanatismo, la exaltación, el furor, lo cual es propio del orgullo. Los verdaderos mártires, al contrario, aquellos que la Iglesia, esposa Inmaculada de Jesucristo, le da por hijos, esos desde San Esteban hasta los misioneros que hoy dan testimonio con su sangre a la fe, en el extremo Oriente, han muerto todos en la paz de Dios, dulces y humildes, como víctimas inocentes, perdonando con amor a sus verdugos, dignos de Jesucristo en la vida y en la muerte. 

La Iglesia Católica, es la única que engendra mártires, como ella sola engendra santos.

Continúa...

Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.



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