Por Monseñor de Segur (1888)
Toda la vida pasible y mortal de nuestro Salvador fue un continuo ejercicio de caridad, de misericordia y de sufrimientos por cada uno de nosotros; pero durante su santa Pasión es cuando nos testificó especialísimamente su amor, sufriendo terribles tormentos en su cuerpo y alma para librarnos de los horribles suplicios del infierno y alcanzarnos la felicidad eterna del cielo. Mira su cuerpo adorable todo cubierto de llagas y bañado en su sangre; su sagrada cabeza atravesada de punzantes espinas; sus pies y manos traspasados por los clavos; su carne divina toda desgarrada en sangrientos girones; su cuerpo pendiente y dislocado en la cruz; todos sus sentidos saciados de horrores y dolores, hasta que al fin la crueldad de los hombres, a fuerza de tormentos, le arranca el alma del cuerpo, y arremetiéndole, aún después de muerto, uno de sus verdugos le hunde una lanza en el costado y le abre el Corazón.
Pero si Jesús sufrió por nuestro amor tantos dolores en su cuerpo, mucho más horribles han sido los dolores de su alma, las llagas invisibles de su Sagrado Corazón.
Podían contarse las llagas de su cuerpo; mas ¿quién podrá contar las de su Corazón? ¿Y cuáles son esas llagas misteriosas?
Son en primer lugar las llagas que le han abierto todos los pecados del mundo. Un día mostró Nuestro Señor a Santa Catalina de Génova, bajo una forma sensible y simbólica, la enormidad del menor pecado venial. Asegura la Santa que, aun cuando esta visión no duró más que un momento, cayó inmediatamente en una especie de agonía, y habría muerto en el acto si Dios no la hubiese sostenido sobrenaturalmente. “Aunque estuviese metida en el fuego, dice, y para salir de él me fuese preciso ver otra vez lo que se me ha mostrado en este día, preferiría quedarme en el fuego”. ¿Qué habría, pues, experimentado si la visión hubiese sido del pecado mortal?
Ahora bien, Jesucristo con una luz infinitamente mayor, puesto que era divina, vela desde el fondo de su agonía de lo alto de su cruz, todos los pecados, mortales y veniales cometidos por todos los hombres y por cada uno de ellos en particular, y estos pecados le causaban un horror igualmente divino, es decir, perfecto y absolutamente incompresible. Cada uno de nuestros pecados ha sido una llaga profunda para el sagrado Corazón de Jesús. Contad, si podéis, todos los que se han cometido y se cometerán ¡ay! en toda la tierra y en todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el Anticristo; y contaréis las llagas del Corazón de Jesús.
En segundo lugar, las llagas de este divino Corazón son todas las que han atormentado los cuerpos de sus Mártires; son todos los sufrimientos y aflicciones de los fieles, que Jesús siente en su bondadosísimo Corazón más que los mismos que las sobrellevan. ¿No sufre el corazón de una madre todo lo que sufre su hijo, más, por decirlo así, que este mismo hijo? Pues bien, lleno por nosotros el Corazón de Jesús de una bondad y ternura verdaderamente infinitas, calculad la amargura y profundidad de los sufrimientos de amor que sobre Él descargaron, sobre todo durante su Pasión.
Jesús ha sufrido, pues, todos mis dolores, ha cargado con todas mis penas, sean cuales fueren, de espíritu, de corazón y de cuerpo: todas eran otras tantas heridas mortales para su Sagrado Corazón. ¡Oh! ¡de cuántas he sido yo solo la causa, ya por mis pecados, ya por las mil penas que hayan amargado mi vida! ¡Cuán bueno sois, divino Jesús! ¡y cuán adorable es vuestro Corazón!
Postrado en espíritu ante vuestra cruz, árbol de mi salvación, hago firmemente dos resoluciones que vuestra gracia me ayudará a cumplir: la primera es velar más que nunca sobre mí, para no recaer en el pecado, sin lo cual sería yo del número de aquellos de quienes habláis, oh Salvador mío, por boca de vuestro Profeta: “Añadieron dolores a mis dolores, y heridas a mis heridas”. ¡Oh, que jamás vuelva a caer en tal desgracia!
La segunda resolución es unirme a Vos en todas mis penas, interiores o exteriores, para santificarlas todas, y sacar consuelo y vida de donde por mi amor sacasteis Vos desconsuelo y muerte.
Misericordiosísimo Corazón de Jesús, os doy gracias y me reconozco, mil veces indigno de vuestras bondades.
Continúa...
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