Por Monseñor de Segur
Dios todo lo hace oportunamente. Su sabiduría ha brillado al par de su misericordia, dando a la Iglesia el divino tesoro del Corazón de Jesús en tiempos en que ésta más había de necesitarlo. El mismo Salvador lo dijo primero a Santa Gertrudis, y después a la beata Margarita María: “Mi divino Corazón está destinado para los últimos tiempos”.
No hay que dudarlo: todas las señales indicadas por el Hijo de Dios en el Evangelio de San Mateo, (cap. XXIV) se reúnen, se acumulan, por decirlo así, con espantosa evidencia: la fe disminuye y se apaga en muchos; el Evangelio ha sido ya predicado casi en todas partes; las sociedades cristianas han apostatado todas; guerras horribles, luchas de pueblo contra pueblo, de nación contra nación, hacen temblar al mundo; brotan milagros de todas partes; un conjunto extraordinario de profecías, muchas de ellas indudablemente auténticas, se une a un secreto instinto de las almas santas; finalmente, los tres misterios que parece deben servir de refugio a la Iglesia de Dios en las supremas tribulaciones, el misterio de la infalibilidad del Papa, el de la inmaculada Concepción de María, el del sagrado Corazón de Jesús, domina la tempestad universal levantada contra todo lo que es católico, dando a los verdaderos fieles fijeza en la fe y en la obediencia, la gracia de la inocencia necesaria para el triunfo, y el don de una caridad, de una misericordia y de una reparación absolutamente divinas. Todo nos indica la proximidad más o menos inmediata de esos “últimos tiempos” predichos por el Dios del sagrado Corazón.
En los tiempos precedentes, para cada nuevo mal el Salvador sacaba al punto un remedio saludable “del tesoro de su Corazón”; pero en nuestro tiempo, en que todas las negaciones y todos los males antiguos vienen concentrándose, uniéndose estrechamente bajo la bandera de la Revolución y del anticristianismo, Jesús se digna abrirnos y darnos todo entero ese mismo Corazón, ese precioso tesoro, con todo lo que contiene. Es el último esfuerzo de su amor; el remedio supremo y universal.
Si, el sagrado Corazón es lo que necesita la Iglesia en estos tiempos extraordinarios. A grandes males, grandes remedios; a un mal extremo hay que aplicarle el remedio más eficaz. La Europa cristiana está gangrenada hasta el corazón; para evitar, pues, la muerte, es preciso que los fieles vayan a buscar la vida en su fuente, penetrando en el Corazón del Rey de los cielos. Cuanto más penetremos, con más verdad podrá decirse: “No hay salvación fuera del Corazón de Jesús”.
Se vislumbran los fines admirables de la Providencia al retardar la manifestación del sagrado Corazón hasta fines del siglo XVII, hasta aquella época en que Satanás iba a suscitar a Voltaire, a Rousseau, la francmasonería, el ateísmo filosófico, la Revolución propiamente dicha, es decir, la gran rebelión de la sociedad contra la Iglesia, del hombre contra el Hijo del hombre, de la tierra contra el cielo.
Al terminar el siglo XVII la herejía quiso destruir en la teoría y en la práctica el Sacramento del amor, y por consiguiente el amor mismo, el amor santo y confiado que nace de la Comunión. A los fariseos de los últimos tiempos Jesús opone la revelación de su Corazón adorable, rebosando dulzura y humildad, fuente inagotable de ternura, de caridad, de misericordia, de verdadera santidad y de verdadero amor.
La impiedad en el siglo XVIII levanta un grito satánico, grito de guerra contra Jesucristo: ¡Aplastemos al infame! y con sus sofismas, con su propaganda infernal y universal, perturban las inteligencias. ¿Qué hará Jesucristo? Él, que ha hecho al hombre y que le conoce, va derecho a su corazón y se le manifiesta bajo su forma más poderosa, más íntima, más seductora: como soberano Amor. Le entrega su Corazón divino; y por el corazón le arranca a las mortales seducciones del entendimiento. En efecto, nada más fuerte que el amor; y por la revelación de su sagrado Corazón Jesús se hará amar. ¡Admirable ardid de guerra!
Hay más: aquellas grandes blasfemias van a dar por fruto grandes crímenes; la secta anticristiana va a conmover la Iglesia hasta sus cimientos; una persecución salvaje va a destruir las antiguas instituciones católicas de Europa; hace rodar por el cadalso la cabeza de Luis XVI, cierra los templos, degüella sacerdotes y obispos, destruye las Órdenes religiosas, hace subir una prostituta en los altares, conduce al Papa al destierro (Pío VI) y le hace morir en él; inaugura una sociedad nueva sin fe, sin Dios, sin Jesucristo; propaga por todo el mundo esa gran blasfemia que se llama la separación de la Iglesia y el Estado; extingue en millones y millones de almas la vida de la gracia.
A esos crímenes que provocan necesariamente las represalias de la Justicia divina, a esos sacrilegios públicos y hasta entonces inauditos, Nuestro Señor Jesucristo opone una expiación cuya santidad sobrepuja y sobrepujará siempre a la perversidad humana; revela, inaugura el culto público de su sagrado Corazón, y este culto mil veces bendito, esencialmente expiatorio y reparador, va a propagarse de tal suerte, que “allí donde abundó el delito, sobreabundará la gracia” siempre. Inspire Satanás cuanto quiera a los demonios en carne humana que desde hace más de cien años hacen resonar el mundo con sus blasfemias, insultan y pisotean la santísima y adorabilísima Eucaristía; incíteles a blasfemar de la Santísima Virgen, a asesinar sacerdotes, a cometer toda clase de crímenes: todo en vano: la Iglesia tiene de hoy en adelante un medio de reparación más poderoso que todas las maquinaciones del infierno: tiene el sacratísimo Corazón de Jesús, el Corazón del mismo Dios.
Por estas y otras muchas razones que sería demasiado largo exponer aquí, la misericordiosísima Providencia se manifestó de un modo admirable revelando el culto del sagrado Corazón al fin del siglo XVII.
Añádase a esto que cuando la santísima Virgen se apareció el 19 de Septiembre de 1846 en la montaña de la Saleta, a fin de salvar, si era posible, la sociedad, declaró, entre otras cosas, que la propagación del culto del sagrado Corazón sería uno de los medios de que Dios se serviría para combatir el anticristianismo y santificar a los fieles, a sus escogidos de los últimos tiempos. Esta revelación ha contribuido mucho a propagar por todas partes el amor y el culto del sagrado Corazón.
Entremos en esta corriente de fe, que es el camino de salvación. Escuchemos la voz de la Iglesia; escuchemos las advertencias de la santísima Virgen; creamos, aceptemos con amor la palabra de Nuestro Señor. Si, el sagrado Corazón es el misterio de estos últimos tiempos. Pero a fin de penetrarnos más de las inefables excelencias del sagrado Corazón, y por consiguiente de la excelencia del culto y de la devoción que se le tributan en la Iglesia, contemplemos de más cerca con los ojos de la fe, y con la felicidad y alegría del divino amor, ese Corazón amantísimo y mil veces adorable de Nuestro Señor Jesucristo.
Corazón santo,
Tú reinarás,
Tú nuestro encanto
Siempre serás.
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