Por Monseñor de Segur (1888)
En 1670, el venerable Obispo de Evreux, al aprobar para su diócesis el culto del Sagrado Corazón y el Oficio compuesto a este efecto por el P. Eudes, se expresaba así: “Siendo el Corazón adorable de Jesucristo un horno de amor a su Padre y de caridad por nosotros, siendo además la fuente de una infinidad de gracias respecto de todo el género humano, tienen todos los hombres, especialmente los cristianos, estrechísima obligación de honrarle, alabarle y glorificarle de todas las maneras posibles”.
En el mismo año decía el Obispo de Coutances: “Siendo el Corazón adorable de nuestro Redentor el objeto de la dilección y complacencia del Padre de las misericordias, y estando recíprocamente todo abrasado de santo amor hacia este Dios de consolación, como también está todo inflamado de caridad hacia nosotros, todo ardiendo de celo por nuestra salvación, todo lleno de misericordia por los pecadores, todo lleno de compasión por los miserables; y siendo el principio de todas las glorias y felicidades del cielo, de todas las gracias y bendiciones de la tierra, y una fuente inagotable de toda suerte de favores para los que le honran; deben todos los cristianos esforzarse en tributarle todas las veneraciones y adoraciones que sea posible”.
Nada más cierto que esta doctrina.
El Espíritu Santo es el Amor mismo; el Amor eterno, sustancial y viviente. Por tanto, Él reposa plenamente en el alma santa de Jesús: es como la luz que está toda condesada en el sol, y desde donde se esparce por el mundo. Mas no amando el alma del Hijo de Dios sino por medio del Corazón, al cual está unida, resulta que el Corazón Sagrado de Jesús es el foco visible del amor divino en medio del mundo. “Es -como dice San Bernardino de Sena- el horno ardentísimo de la caridad que inflama y abrasa al universo”. Y el fuego de este horno es el Espíritu Santo, es el eterno Amor.
El Espíritu de amor reposa y vive en el Corazón de Jesucristo, como una paloma en su nido. Arde con vivas llamas en este Corazón inefable, desde el cual se derraman en el corazón de todo lo que es capaz de amar.
El Corazón de Jesús es ante todo el foco del amor de Dios. Nuestro Señor ama a su Padre con amor absolutamente divino, puesto que Él es Dios lo mismo que su Padre, y ama a Dios con el alma y el Corazón de un Dios. Todo este océano de amor sin fondo y sin límites pasa por el Corazón del Hijo de María, y de allí va a perderse eternamente en el seno del padre. Como un torrente irresistible, primero llena y después arrastra en pos de si a todas las criaturas, Ángeles y hombres, que quieren amar a Dios. Todo el amor de Dios, que hace palpitar el Corazón de la Santísima Virgen, el corazón de los Serafines, Querubines, Arcángeles y Ángeles; todo el amor que ha santificado a los Patriarcas, Profetas, Santos y fieles del Antiguo Testamento; todo el amor de los Apóstoles, Mártires y fieles de la Ley de gracia, todo este amor emana del Sagrado Corazón de Jesús, como de una fuente inagotable, infinita. En el mundo de las almas el Corazón de Jesucristo es el sol del amor de Dios.
¡Oh Salvador mío! A Vos me entrego para unirme al amor eterno, inmenso e infinito que tenéis a vuestro Padre. ¡Oh Padre adorable! Por la Encarnación, la gracia y la Eucaristía me habéis dado a vuestro Hijo muy amado; mío es, su Sagrado Corazón me pertenece. Os ofrezco, pues, todo el amor eterno, inmenso e infinito de vuestro Hijo Jesús, como un amor que es mío. Y del mismo modo que Jesús nos dice: “Os amo como mi Padre me ama, puedo yo también deciros, oh mi divino Padre: Os amo como vuestro Hijo os ama”. ¡Oh! ¡qué gracia la de ser miembro de Jesucristo, y así poder amar por su Corazón, amar con su Corazón!
El divino Corazón de Jesús es igualmente la fuente del amor de la Santísima Virgen. Después de su Padre celestial, nada ama tanto Jesús como a su Santa Madre; o más bien, como verdadero Hijo suyo, la ama con el mismo amor con que ama a su Padre, no separándoles jamás en sus divinas ternezas. Y aquí también es por su Corazón, por medio de su Corazón, como el Verbo encarnado ama a la Santísima Virgen, y comunica este filial amor a todos los corazones que se le sujetan. El amor que tenemos a la Virgen María, el amor con que la amaremos en el cielo por toda la eternidad, dimana, pues, como de su origen, del Corazón de Jesús. Y lo mismo sucede con todo amor puro y legítimo, en el cielo y en la tierra: proviene de la Fuente única, de la Fuente viva del amor; del amantísimo y adorabilísimo Corazón de nuestro Salvador. Con demasiada frecuencia ¡ay! abusamos de este tesoro y apartamos de su verdadero objeto el amor que nos tiene nuestro Dios; pero, en sí mismo, este amor no por eso deja de ser un don purísimo, y profanarle es un verdadero sacrilegio.
De este modo, el Corazón que un tiempo palpitaba en la tierra y que palpita eternamente en el cielo en el Sagrado pecho de Jesús, es el foco adorable y adorado del amor de Dios y del amor de las criaturas. ¡Oh! ¡cuánto debemos amarle! ¡Cómo debemos precipitarnos y perdernos amorosamente en este abismo de amor! Pero, Salvador mío, soy pobre y miserable, y no puedo lanzar, como convendría, mi corazón sobre vuestro Corazón. Haced por mí, Jesús misericordioso, algo de lo que habéis hecho por algunos de vuestros escogidos; dignaos recibir mi débil corazón, y abismarlo, como el de vuestra sierva Margarita María, en el vuestro que está ardiendo de amor. Abrasadlo, derretid el hielo de su egoísmo natural, y no me lo devolváis sin que esté transformado en una llama de amor, que en adelante me haga amar todas las cosas como Vos y en Vos.
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