Por Monseñor de Segur
El mundo se compone de dos especies de criaturas: almas y cuerpos. Fuera de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador del universo, no existe más que el mundo de las almas y el mundo de los cuerpos. Así pues; el mundo de los espíritus fue criado por Dios según un tipo, un modelo perfecto, que es como su centro; y este tipo, este ejemplar, es el alma santísima que el Hijo eterno de Dios se dignó unir a sí cuando se hizo hombre en la plenitud de los tiempos. A imagen y semejanza de esta alma sagrada, Dios, para quien todo es presente, creó desde el principio todos los Ángeles, y también las almas de nuestros primeros padres. Y a imagen y semejanza del alma de su Hijo ha creado y continúa creando el alma humana.
Lo mismo sucede con el mundo de los cuerpos, el mundo material: el cuerpo adorable que el Hijo de Dios debía tomar un día en el seno de la Virgen, ha sido el tipo, el modelo según el cual Dios creó primeramente el mundo, y después al hombre, rey del mundo. Si, el cuerpo de Adán fue formado en el paraíso terrenal según el modelo del cuerpo perfectísimo que el Hijo de Dios debía unir un día a su alma y a su persona divina.
Así la humanidad de Jesucristo es, en el plan de la creación, como el centro y la razón de ser de todas las criaturas, principalmente de los Ángeles y de los hombres.
Es enteramente imposible referir las excelencias de esa humanidad hecha humanidad del Hijo de Dios; de esa alma y ese cuerpo de tal modo unidos a la persona eterna de este mismo Hijo de Dios, que, sin confundirse en lo más mínimo con su divinidad, forman con ella una sola y única persona divina, eterna, infinita. No; jamás, ni en este mundo ni en el otro, podremos comprender plenamente el misterio infinito de Jesucristo; jamás podremos adorarle tan perfectamente como se merece; jamás le admiraremos, le amaremos y bendeciremos tanto como merece ser bendito, amado y admirado.
¡La humanidad de Dios! ¡Un alma y un cuerpo creados, convertidos en alma y cuerpo del mismo Dios, y por consiguiente, adorables, divinos...! ¡Qué abismo de grandeza! ¡qué misterio!
Pues bien, en esa humanidad adorable y toda divina hay algo todavía más digno de adoración, si es permitido hablar así; en ese abismo de santidad y de majestad hay algo más santo, más sublime, más excelente: hay el Corazón de Nuestro Señor, Creador y Redentor Jesucristo. Si, en la humanidad adorabilísima de nuestro Dios debemos colocar sobre todo su sacratísimo Corazón.
En Jesucristo, como en nosotros, el corazón es efectivamente el órgano más noble y más delicado, es como el resumen y, por decirlo así, el centro vivo, la médula de todo el cuerpo. El alma, que anima al cuerpo y ejerce sus diversas facultades por los diferentes órganos del mismo, ejerce por el corazón la más sublime de todas; la facultad de amar. El alma piensa por medio del cerebro y en unión con el cerebro; siente por los nervios, que se extienden en todos nuestros sentidos; pero por medio del corazón, sólo por el corazón, es como ama. De aquí la excelencia supereminente del corazón; de aquí también el lenguaje universalmente usado entre los hombres y empleado por el mismo Espíritu Santo en las divinas Escrituras, en que se presenta el corazón como el compendio de la persona. Tener buen corazón es ser bueno; tener mal corazón es ser malo. Tener corazón es ser generoso, desprendido; no tener corazón es ser egoísta, malvado. El corazón es el hombre entero, considerado en lo que hay en él de más excelente.
Así, pues, repito, lo mismo sucede en ese Hombre único, divino, que es Dios, Jesucristo. El Corazón de Jesucristo es, si así puede decirse, lo que hay más adorable en su adorable humanidad, lo más divino e inefable en su divinísimo e inefabilísimo cuerpo. Su Corazón es el órgano vivo de su amor; y su amor es el amor infinito de Dios encarnado.
¡Oh santa humanidad de mi Salvador! ¡Oh santísimo Corazón de mi adorable Jesús! ¡Os amo y me postro en vuestra presencia con el rostro en tierra!
No hay comentarios:
Publicar un comentario