Por Stephen P. White
Un nuevo año es un tiempo de optimismo y esperanza, un tiempo para empezar de nuevo. Para muchas personas, el comienzo de un nuevo año es el momento de hacer propósitos. Suelen ser propósitos de superación personal, incluso de abnegación. Nos proponemos comer mejor, hacer más ejercicio, perder unos kilos, pasar más tiempo con la familia, vaciar por fin la bandeja de entrada del correo, viajar más y cosas por el estilo.
Estos propósitos, por supuesto, surgen invariablemente de la conciencia de que algo en nuestra forma de vida no va del todo bien. La esperanza de hacer propósitos de Año Nuevo es que algo en nuestra vida -algo que falta o sobra, algo que está fuera de lugar o fuera de orden- se corrija o al menos mejore.
Nadie hace un propósito de Año Nuevo para no cambiar nada con la esperanza de que así las cosas mejoren. Todo el que espera mejorar de alguna manera sabe que la esperanza y la autocomplacencia, si no exactamente opuestas, son incompatibles.
Si nuestro objetivo, el objeto de nuestra esperanza, no es realista, nos estamos abocando al fracaso y a la decepción. Nuestra esperanza, para que siga siendo verdadera esperanza, tiene que estar bien fundada. Si yo, un padre de cuarenta y tantos años, quiero establecer una rutina de ejercicio regular y perder unos kilos y ponerme en forma, eso es razonable. Si voy al gimnasio con la esperanza de conseguir un puesto en los Chicago Bulls, es una locura. El buen juicio suele marcar la diferencia entre la esperanza genuina y el optimismo insensato.
Al mismo tiempo, si yo, un padre cuarentón, espero establecer una rutina de ejercicio regular, perder unos kilos y ponerme en forma, pero nunca hago más que escribir sobre ello, no es razonable que piense que el objetivo se cumplirá. Y aquí está el segundo punto: además de un buen juicio sobre el objeto de mi esperanza de superación personal, la consecución de lo que espero requiere alguna acción por mi parte.
Existe un paralelismo evidente con la vida espiritual y moral.
La fe es la virtud por la que creemos en Dios y en todo lo que nos ha revelado a través de su Iglesia. La esperanza cristiana surge de este conocimiento de que Cristo nos ha redimido con su muerte y resurrección. “La esperanza”, como nos dice el Catecismo, “es la virtud teologal por la que deseamos el reino de los Cielos y la vida eterna como nuestra felicidad”. La consecución de este objeto por nuestros propios medios, sin embargo, no es algo razonable por lo que esperar. Sólo con la ayuda de la gracia y del Espíritu Santo es posible alcanzar las promesas de Cristo.
Felizmente para nosotros, Dios no espera a que seamos dignos para ofrecernos la seguridad de la esperanza. “Dios demuestra su amor por nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”, escribe San Pablo. Dios actúa primero; nosotros respondemos.
“Amamos a Dios porque Él nos amó primero”, leemos en la primera epístola de Juan. El conocimiento del amor inmerecido de Dios por nosotros y la generosidad sin límites de su misericordia nos abren la posibilidad de corresponder a ese amor.
Si no sabemos que somos pecadores, no podemos comprender lo que Dios ha hecho por nosotros. Es por la fe que conocemos la oferta de misericordia de Dios, que es nuestra esperanza. Y es la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte lo que hace razonable esa esperanza.
Al igual que con nuestros propósitos de Año Nuevo, es necesario pero no suficiente saber que tengo que cambiar algo en mi vida. Si sé que debo cambiar, es necesario pero no suficiente que tenga una esperanza razonable de lo que deseo conseguir. Y si tengo conocimiento de lo que debo cambiar y una esperanza razonable de lo que podría lograrse, aún no tengo todo lo que necesito para que se cumpla mi esperanza. Debo actuar.
Saber que Dios me ama y esperar sinceramente lo que me promete no es lo mismo que amar a Dios a cambio. Saber que no puedo llegar a ser la persona que debo ser sin la ayuda de Dios no es lo mismo que suponer que Dios, en su misericordia, lo logrará por mí. De nuevo, leemos en la primera carta de Juan:
Si alguien dice: “Yo amo a Dios”, pero odia a su hermano, es un mentiroso; porque quien no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. Este es el mandamiento que tenemos de Él: “Quien ama a Dios debe amar también a su hermano”.Dios no da mandamientos que sabe que no podemos cumplir. Tampoco nos ama, nos persigue, sufre por nosotros y nos perdona para que nos quedemos como estamos. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Todas mis buenas intenciones me sirven tanto para crecer en el amor a Dios y al prójimo como para cumplir mis propósitos de año nuevo. Es decir, no mucho.
Este año la Iglesia celebra un Jubileo. El tema del Jubileo es “Peregrinos de esperanza”. Es una oportunidad para cada uno de nosotros, y para todos nosotros, de empezar de nuevo. Como cualquier otra peregrinación, el viaje se compone de muchos pequeños pasos. Las buenas intenciones no nos llevarán adonde tenemos que ir. Conocer simplemente el destino tampoco nos llevará allí.
No podemos hacer el viaje de un solo salto. Debemos dar los pasos, empezando por el primero. Necesitamos ayuda y aliento y (a veces) corrección. Necesitamos una alimentación adecuada. Un descanso adecuado. Con cada paso -lento, quizá imperceptiblemente, al principio- nos haremos más fuertes. El camino se hará más fácil. O tal vez nos volvamos más ligeros al dejar atrás partes de nosotros que ya no necesitamos.
En fin, ese es mi propósito y mi esperanza.
The Catholic Thing
No hay comentarios:
Publicar un comentario