Estamos seguros bajo tu protección,
Virgen Poderosa,
atando la omnipotencia de Dios.
Concédenos que seamos protegidos por Ti,
Virgen que recibiste tal poder de Dios,
que Él te hizo administradora de su omnipotencia.
Este bendito día, dedicado a la celebración de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, nos ofrece la oportunidad de ofrecer pública y solemne reparación en honor de la Augustísima Madre de Dios, tras el odioso documento vaticano —la Nota titulada Mater Populi Fidelis— que se ha atrevido a declarar que es “siempre inoportuno” atribuir el título de Mediadora y Corredentora a Aquella a quien el Padre eligió como Hija, el Hijo como Madre y el Espíritu Santo como Esposa. Esa serpiente maldita, cuya cabeza aplastará, continúa amenazando su virginal talón, escupiendo el mismo veneno mortal que los heresiarcas de todos los tiempos han vomitado antes. Como prueba de esta afrenta sin precedentes a la Santísima Madre, baste el escándalo de los sencillos fieles, quienes la veneran como la Dolorosa Corredentora y Mediadora de todas las Gracias.
Al celebrar las glorias de Nuestra Señora y Reina, no podemos dejar de ver en Su Inmaculada Concepción la premisa y preparación necesarias no solo para la Encarnación del Verbo Eterno del Padre, sino también para la inmolación de la Madre del Verbo Encarnado, víctima pura, santa e inmaculada por una gracia muy especial, la primera criatura digna de unirse a Su Hijo en la ofrenda al Padre. ¿Quién más que Ella, preservada de toda mancha de pecado, habría sido digna de tal privilegio? ¿Quién más que Ella habría tenido el derecho de ofrecer Su místico sufrimiento junto con el Sacrificio perfecto de Nuestro Señor? ¿Y cómo podría haber respondido con mayor caridad al ejemplo de Su Divino Hijo que dejándose traspasar, con igual caridad, por las afiladas espadas que la convierten en la Mater Dolorosa y Regina Crucis?
Nuestra Señora es, en efecto, Reina de la Cruz en virtud de su co-sufrimiento y corredención. Si Cristo reina desde la Cruz —“Dios reinó desde el madero” (Regnavit a ligno Deus)—; si la Cruz es el Trono de Gloria del Dominio Divino y Universal del Rey de Reyes, ¿cómo podría la Augustísima Reina merecer este título si no fue por extender místicamente sus brazos sobre la Cruz de su Hijo?
Por su participación mística en la Pasión del Salvador, es Reparatrix, la reparadora de los pecados por los méritos que adquirió al pie de la Cruz: es también Redemptrix, soli secunda Numini —sólo después de Dios— y por lo tanto Corredentora, nuestra Estrella Polar que nos guía en la noche oscura, Estrella que refleja la única luz del Sol Justitiae. Finalmente, gracias a esos méritos, es constituida Mediatrix, Mediadora de todas las Gracias: tanto las gracias propias como las Gracias infinitas de su Hijo. Es la administradora del Tesoro de los méritos infinitos de Cristo, a los que se añaden los méritos de los Santos y —vale la pena recordarlo— también los méritos de quienes, durante su vida, han completado en su propia carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para el bien de Su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). La ofrenda de la Virgen —la más perfecta de las criaturas, elegida como Tabernáculo del Altísimo y Arca de la Alianza— no podía sino constituir el ornamento más precioso del Sacrificio de Cristo y el ejemplo más brillante de caridad para nosotros, miembros vivos de ese Cuerpo Místico que nos une a todos en la Cruz, conscientes de las palabras del Salvador: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Mt 16,24). ¿Qué mejor guía para nosotros, en este Vía Crucis personal y eclesial, que Aquella que acompañó al Señor con las Santas Mujeres por el Calvario? ¿Aquella a quien el Señor agonizante nos dio como Madre y a quien nos confió como hijos? ¿Aquella que lo vio exhalar su último suspiro pro peccatis suae gentis, por los pecados de su propio pueblo? ¿Aquella que recibió su Cuerpo sin vida y lo depositó en el sepulcro? Lo repetimos, quizá sin prestar atención, cuando cantamos la secuencia Stabat Mater: Crucifixi fige plagas cordi meo valide (Santa Madre, traspásame, en mi corazón renueva cada herida del Salvador Crucificado).
La Virgen Inmaculada –ella que nunca habría tenido necesidad de expiar los pecados de los que había sido preservada– se hizo Víctima con la Víctima Divina, cruzó el único Umbral que lleva al Cielo y desde esa Gloria Eterna con su Hijo, continúa, como Madre y Abogada, derramando los ríos de gracias que la Providencia le ha confiado como Tesorera de Dios.
Vivimos en tiempos de grandes convulsiones. La Santísima Virgen nos ha asegurado: “Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará”. En la certeza de este triunfo final, queridos hermanos y hermanas, se encierra también la certeza de la Cruz, paso obligado para cualquier verdadera sequela Christi. El Regina Crucis nos dice: “Al final”. Es al final de la ascensión al Calvario, porque desde ese Trono que Ella ha conquistado místicamente, uniéndose a su Hijo en su Sacrificio al Padre, que la Reina de la Cruz triunfa con su divino Hijo. Desde el Trono de la Cruz, Ella reina como la Dispensadora de todas las Gracias que la Divina Omnipotencia le confía administrar.
Encomendémosle la Barca de Pedro, para que la guíe y la acompañe en la Passio Ecclesiae, tal como acompañó a su Divino Hijo, Cabeza del Cuerpo Místico, en su Dolorosa Pasión, hacia el triunfo de la Pascua Eterna. Encomendémonos a la Virgen Inmaculada, usando las palabras de la Secuencia O mira claritas:
Concédenos que seamos protegidos por Ti,
Virgen Inmaculada,
que recibiste tal poder de Dios,
que Él te hizo administradora de su Omnipotencia.
Que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
8 de diciembre de 2025
In Conceptione Immaculata B.M.V.

No hay comentarios:
Publicar un comentario