domingo, 21 de diciembre de 2025

EL CONCILIO DE TRENTO (11, 12 y 13)

Publicamos las Sesiones decimoprimera, decimosegunda y decimotercera del Concilio Ecuménico de Trento continuado por el Papa Julio III.


SESIÓN XI

Del Sacrosanto, Ecuménico y General Concilio de Trento, que es la primera celebrada en tiempo
 del Sumo Pontífice Julio III en 4 de mayo de 1551.

En el nombre de la Santa e Individua Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. En el año del nacimiento del Señor 1551, en la Indicción nona, viernes día primero del mes de mayo, en el segundo año del Pontificado de nuestro Santísimo señor Julio, por divina providencia Papa III de este nombre, el Reverendísimo e Ilustrísimo señor Marcelo de Crescentiis, presbítero Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Legado a latere de nuestro Santísimo señor el mencionado Pontífice, y el Reverendo señor Sebastián Pighino Arzobispo de Siponto, y Luis Lipomano, Obispo de Verona, Nuncios de la Sede Apostólica, juntamente con los demás RR. Padres que se hallaban en la ciudad de Trento, se congregaron por la mañana en la iglesia catedral de San Vigil de la misma ciudad; donde celebraron la primera sesión de este Sagrado Concilio Tridentino que se tuvo en tiempo de nuestro Santísimo señor Julio: en la que habiéndose primero celebrado Misa solemne del Espíritu Santo, y practicádose las ceremonias que es costumbre, se leyó la bula del mismo Santísimo Pontífice nuestro señor sobre la reasunción y prosecución del Sagrado, Ecuménico y General Concilio de Trento. Después de esto, volviéndose a los padres el Reverendísimo señor Arzobispo de Sacer, leyó en voz alta e inteligible los dos decretos que se siguen:

DECRETO PARA LA REANUDACIÓN DEL CONCILIO

¿Tenéis a bien que a honra y gloria de la santa e individua Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para el aumento y exaltación de la Fe y la Religión Cristiana, que se reanude el Sagrado, Ecuménico y General Concilio de Trento, conforme a la forma y tenor de la bula de nuestro Santísimo Padre, y que se continúe con los asuntos que quedan por resolver? Respondieron: Así lo queremos.

SESIÓN XII

Siendo la II Sesión celebrada bajo el Sumo Pontífice Julio III,  el día primero de septiembre de 1551.

Decreto sobre la prorrogación de la Sesión. 

El Sagrado y Santo, Ecuménico y General Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por el mismo Legado y Nuncios de la Sede Apostólica, que decretó en la última sesión celebrada que esta próxima sesión se celebraría en este día y que se procedería con los asuntos ulteriores; habiendo diferido hasta ahora ejecutarlo, por la ausencia de la ilustre nación alemana, de cuyo interés principalmente se trata, y por el corto número de los demás Padres complaciéndose en el Señor de que para el día señalado hayan venido los Venerables Hermanos e hijos suyos, los Arzobispos de Maguncia y Tréveris, príncipes electores del Sacro Imperio Romano y otros muchos Obispos de Alemania y de otras provincias; y concibiendo una firme esperanza de que muchos otros Prelados en gran número, tanto de Alemania como de otras naciones, movidos ​​por el cumplimiento de su obligación, y por este ejemplo, llegarán en pocos días a esta ciudad; asigna la Sesión futura para de aquí a cuarenta días, que será el 11 de octubre próximo; y prosiguiendo el mismo Concilio en el estado en que ahora se encuentra, establece y decreta que habiéndose ya definido en las Sesiones pasadas las materias de los siete Sacramentos de la nueva ley en general, y en partido del Bautismo y Confirmación, resuelve y decreta que discutirá y tratará del Sacramento de la Santísima Eucaristía, y también, en lo que respecta a la Reforma, de los otros asuntos que se relacionan con la residencia más fácil y cómoda de los Prelados. Amonesta también y exhorta a todos los Padres a que, siguiendo el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, se den mientras tanto al ayuno y a la oración, al menos en la medida en que lo les permite la humana fragilidad, para que así Dios, que es bendito por los siglos, apaciguado al fin, se digne reconducir los corazones de los hombres al reconocimiento de su Verdadera Fe, a la unidad de la Santa Madre Iglesia y a una conducta de vida justa y ordenada.

SESIÓN XIII

Siendo la III Sesión bajo el Sumo Pontífice Julio III, celebrada el día 11 de octubre de 1551.

DECRETO SOBRE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

El Sagrado y Santo, Ecuménico y General Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por los mismos Legados y Nuncios de la Sede Apostólica, se han juntado no sin la particular dirección y gobierno del Espíritu Santo, con el fin de exponer la Verdadera doctrina sobre la Fe y a los Sacramentos, y con el de poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos daños, que al presente afligen lastimosamente la Iglesia de Dios, y la dividen en muchos y varios partidos; ha tenido, principalmente desde los principios, por objeto de sus deseos, arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas, que el demonio ha sembrado en estos nuestros tiempos calamitosos sobre la doctrina de la Fe, en el uso y culto de la Sagrada y Santa Eucaristía, la misma que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia, como símbolo de esa unidad y caridad, queriendo que con ella estuviesen todos los cristianos juntos y reunidos entre sí. En consecuencia, este Sacrosanto Concilio, enseñando misma Santa y sincera doctrina sobre este Venerable y Divino Sacramento de la Eucaristía, que siempre ha retenido, y conservará hasta el fin de los siglos la Iglesia Católica, instruida por el mismo Señor nuestro Jesucristo y por sus Apóstoles, y enseñada por el Espíritu Santo, que incesantemente le sugiere toda verdad; prohíbe a todos los fieles de Cristo que en adelante se atrevan a creer, enseñar o predicar acerca de la Santísima Eucaristía de otra manera que como está explicado y definido en este presente Decreto.

CAPÍTULO I

De la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.


En primer lugar, enseña el Santo Concilio
y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable Sacramento de la Santa Eucaristía verdadera, real y sustancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles (Ef.1. Mat.16); pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador esté siempre sentado en el Cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia sustancia en otros muchos lugares con tal modo de existir (Mat.19, Luc.18), que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y que han tratado de este Santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino, testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio Cuerpo y su propia Sangre (Mat.26, Marc.14). Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los Santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol San Pablo, incluyen en sí mismas aquellas propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio e imaginario, por el cual niegan la realidad de la carne y sangre de Cristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia (1 Tim.3), que siendo columna y apoyo de la verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones ideadas por hombres impíos, y conservando indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo.

CAPÍTULO II

Del modo con que se instituyó este Santísimo Sacramento.

Estando pues, nuestro Salvador, para partirse de este mundo a su Padre, instituyó este Sacramento, en el que derramó, por así decirlo, las riquezas de su divino amor hacia la humanidad, dejándonos un monumento de sus maravillas (Sal.110, 1 Cor,11, Luc.23) ; y mandándonos, que al recibirle recordásemos con veneración su memoria, y anunciásemos su muerte hasta tanto que Él mismo vuelva a juzgar al mundo (Mat.26). Quiso además que se recibiese este Sacramento como un manjar espiritual de las almas, con el que se alimenten y conforten los que viven por la vida del mismo Jesucristo, que dijo: Quien me come, vivirá por mí (Juan 6); y como un antídoto con que nos libremos de las culpas veniales, y nos preservemos de las mortales. Quiso también que fuese este Sacramento una prenda de nuestra futura 
gloria y perpetua felicidad, y consiguientemente un símbolo, o significación de aquel único cuerpo (1 Cor.5. et 11, Ef.5, Rom.32), cuya cabeza es Él mismo, y al que quiso estuviésemos unidos estrechamente como miembros, por medio de la segurísima unión de la fe, la esperanza y la caridad (1 Cor.1), para que todos confesásemos una misma cosa y no hubiese cismas entre nosotros.

CAPÍTULO III

De la excelencia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía respecto de los demás Sacramentos.

Es común por cierto a la Santísima Eucaristía con los demás Sacramentos: ser símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad, de que los demás Sacramentos entonces comienzan a tener la virtud de santificar cuando alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía
 existe el mismo Autor de la santidad antes de comunicarse: pues aún no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía de mano del Señor (Mat.16), cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta Fe, de que, inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de pan y vino el verdadero Cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera Sangre, juntamente con su alma y divinidad. El Cuerpo por cierto, bajo la especie de pan, y la Sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma, bajo las dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están unidas entre sí las partes de Cristo nuestro Señor, quien ya resucitó de entre los muertos para no volver a morir, y la divinidad por aquella su admirable unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo ambas juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo cualquier parte de esta especie; y todo también existe bajo la especie de vino, y de sus partes.

CAPÍTULO IV

De la transubstanciación.

Más por cuento dijo Cristo, nuestro Redentor, que era verdaderamente su propio cuerpo 
lo que ofrecía bajo la especie de pan (Luc.22, Juan 6, 1 Cor.11), ha creído perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo Santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se convierte toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor, y toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre; cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la Santa Iglesia Católica.

CAPÍTULO V

Del culto y veneración que se debe dar a este Santísimo Sacramento.

No queda pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este Santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia Católica, el culto de latría, que se debe al mismo Dios. Ni se le puede tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo, nuestro Señor, para recibirlo (Mat.26); pues creemos que en Él está presente ese mismo Dios, de quien el Padre eterno, al introducirlo en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios (Sal.96, Hebr.1); el mismo a quien los Magos, postrándose, adoraron (Mat.2); y quien, finalmente, como atestigua la Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea (Mat.18, Luc.24). Declara además el Santo Concilio, que la costumbre de celebrar con gran veneración y solemnidad todos los años, en cierto día señalado y festivo; este sublime y venerable Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honoríficas, y reverentemente por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha piedad y religión. Es sin duda muy justo que existan ciertos días festivos señalados, en los que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas demostraciones de gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y Redentor de todos, por tan inefable, y verdaderamente divino beneficio (1 Cor 15, Hebr.2), en que se representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo sobre la mentira y la herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.

CAPÍTULO VI

Que se debe reservar el Sacramento de la Sagrada Eucaristía, y llevar a los enfermos.

Es tan antigua la costumbre de guardar 
en el sagrario la Sagrada Eucaristía, que ya se conocía en el siglo en que se celebró el Concilio de Nicea. Es constante, que a más de ser muy conforme a la equidad y la razón, de halla mandado en muchos Concilios, y observado por costumbre antiquísima de la Iglesia Católica llevar la Sagrada Eucaristía a los enfermos y que con este fin, se conserve cuidadosamente en las iglesias. Por lo tanto, este Santo Concilio ordena que absolutamente debe mantenerse tan saludable y necesaria costumbre.

CAPÍTULO VII

De la preparación que debe preceder para recibir dignamente la Sagrada Eucaristía.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones sagradas, sino con pureza y santidad; cuanto más notoria es a las personas cristianas la santidad y divinidad de este Sacramento Celestial, con tanta mayor diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con gran reverencia y santidad, principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del Apóstol San Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros manjares (1 Cor.16). Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo (1 Cor.1). La costumbre eclesiástica declara que es necesario este examen, para que ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy contrito que le parezca hallarse, a recibir la Sagrada Eucaristía sin la previa Confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este Santo Concilio que observen perpetuamente todos los cristianos, y también los sacerdotes, que por oficio estuviesen obligados a celebrar, a no ser que les falte confesor. Y si el sacerdote 
por alguna urgente necesidad celebrare sin confesión previa, confiese lo más pronto posible.

CAPÍTULO VIII

Del uso de este admirable Sacramento.


En cuanto al uso de este Santo Sacramento, nuestros Padres han distinguido correcta y sabiamente tres modos de recibirlo. Pues han enseñado que algunos lo reciben solo sacramentalmente, como son los pecadores; otros solo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este pan celestial, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan, y disponen antes de tal modo (Mat.2) que se presentan a esta divina mesa adornados con vestiduras nupciales. Mas al recibirlo sacramentalmente, siempre fue costumbre en la Iglesia de Dios que los laicos reciban la comunión de mano de los sacerdotes; y que los sacerdotes, al celebrar, se comulguen a sí mismos; costumbre que con mucha razón se debe mantener (Heb.5 et 7) por provenir de una Tradición apostólica. Finalmente este Santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y suplica, por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios, a todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano, que lleguen finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan suprema Majestad y del amor 
tan supremo de nuestro Señor Jesucristo (Juan 6), que dio su propia vida en precio de nuestra salvación, y su propia carne para que nos sirviese de alimento, crean y veneren estos sagrados misterios de su Cuerpo y Sangre con tal devoción de ánimo, y con tal piedad y reverencia, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y salud perpetua de sus entendimientos; para que, fortalecidos con el vigor que de Él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial (Sal.77), para comer en ella, sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Ángeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta exponer las verdades, si no se descubren y repudian los errores; ha parecido bien a este Santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la doctrina católica, entiendan también todos, cuáles son las herejías de que deben guardarse y deben evitar.

Del Santísimo Sacramento de la Eucaristía

CANON I. Si alguno negare que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero; sino que dice que sólo está en él como en señal, o en figura, o virtualmente; sea anatema.

CANON II. Si alguno dijere que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía queda sustancia de pan y de vino juntamente con el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo, y de toda la sustancia del vino en la Sangre, permaneciendo solo las especies del pan y del vino, conversión que la Iglesia Católica llama con acierto Transubstanciación; sea anatema.

CANON III. Si alguno negare que en el Venerable Sacramento de la Eucaristía se contiene todo Cristo en cada una de las especies, y divididas estas, en cada una de las partículas, de cualquiera de las dos especies; sea anatema.

CANON IV. Si alguno dijere, que, hecha la consagración, 
no está el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía, sino solo en el uso, mientras que se recibe, pero no antes, ni después; y que no permanece el verdadero Cuerpo del Señor en las hostias o partículas consagradas que se reservan o que quedan después de la comunión; sea anatema.

CANON V. Si alguno dijere, o que el 
principal fruto de la Santísima Eucaristía es la remisión de los pecados, o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema.

CANON VI. Si alguno dijere que en el Santo Sacramento de la Eucaristía no se debe adorar a Cristo, Hijo unigénito de Dios, con el culto de latría; ni aún con el externo; y, que por lo mismo, ni se debe venerar con peculiar y festiva celebridad, ni se debe llevar solemnemente en procesiones, según el laudable y universal rito y costumbre de la Santa Iglesia; o que no se debe exponer públicamente al pueblo para ser adorado, y que los que le adoran son idólatras; sea anatema.

CANON VII. Si alguno dijere, que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que inmediatamente después de la consagración debe necesariamente distribuirse entre los presentes, o dijere que no es lícito llevarla con honor a los enfermos; sea anatema.

CANON VIII. Si alguno dijere, que Cristo, dado en la Eucaristía, sólo se recibe espiritualmente, y no también sacramental y realmente; sea anatema.

CANON IX. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles cristianos de uno y otro sexo están obligados, cuando llegan a la edad del uso de razón, a comulgar todos los años, al menos en Pascua, según el precepto de la Santa Madre Iglesia; sea anatema.

CANON X. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante comulgarse a sí mismo, sea anatema.

CANON XI. Si alguien dijere que la fe sola es preparación suficiente para recibir el Sacramento de la Santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que no se reciba indignamente tan gran Sacramento, y por consecuencia cause muerte y condenación, este Santo Concilio ordena y declara que los que se sienten gravados con conciencia de pecado mortal, por contritos que se crean, deben, para recibirlo, anticipar necesariamente la confesión sacramental, cuando haya confesor: Y si alguien se atreve a enseñar, predicar, o a afirmar obstinadamente, o incluso a defender en público lo contrario, será inmediatamente excomulgado.

DECRETO SOBRE REFORMA

CAPÍTULO I

Velen los obispos con prudencia en la reforma de costumbres de sus súbditos, y ninguno apele de su corrección.

Proponiéndose el mismo Sagrado y Santo Concilio, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por el mismo Legado y Nuncios de la Santa Sede Apostólica, promulgar algunos estatutos pertenecientes a la jurisdicción de los Obispos, para que, según el decreto de la próxima Sesión, con tanto mayor gusto residan en las Iglesias que les están encomendadas, cuanto con mayor facilidad y comodidad puedan gobernar a sus súbditos y contenerlos en la honestidad de vida y costumbres; cree ante todas las cosas deber amonestarles (Tit.1.1 Tim.5.1 Ped.5) que se acuerden son pastores y no verdugos; que de tal modo conviene manden a sus súbditos, que procedan con ellos, no como señores, sino que los amen como a hijos y hermanos; trabajando con sus exhortaciones y avisos, de modo que los aparten de cosas ilícitas, para que no se vean en la precisión de sujetarlos con las penas correspondientes, en caso de que delincan. Sin embargo, si pecan de alguna manera por fragilidad humana, los Obispos deben observar el mandato del Apóstol: redargüirles, rogarles encarecidamente y reprenderles con toda bondad y paciencia (2 Tim.4); pues en muchas ocasiones es más eficaz con los que se han de corregir, la benevolencia, que la austeridad; la exhortación que la amenaza; y más la caridad, que el poder. Pero si, debido a la gravedad de la transgresión, fuere necesario echar mano del castigo, entonces es cuando deben usar el rigor con mansedumbre, de la justicia con misericordia, y de la severidad con blandura; para que procediendo sin aspereza, se conserve la disciplina necesaria y saludable a los pueblos; y se enmienden los que fueren corregidos, o, si no quisieren volver sobre sí, escarmienten los demás para no caer en los vicios, con el saludable ejemplo del castigo que se haya impuesto a los otros; pues es propio del pastor diligente y al mismo tiempo piadoso, aplicar primero fomentos suaves a las enfermedades de sus ovejas, y proceder después, 
cuando lo requiera la gravedad de la enfermedad a remedios más fuertes y violentos. Si aún no aprovecharen estos para desarraigarlas, servirán al menos para librar a las ovejas restantes del contagio de la amenaza. Y constando que los reos aparentan en muchas ocasiones quejas, y gravámenes para evitar las penas, y declinar las sentencias de los Obispos, y que impiden el proceso del juez con el efugio de la apelación; para que no abusen en defensa de su iniquidad del remedio establecido para el amparo de la inocencia, y para ocurrir a semejantes artificios, y tergiversaciones de los reos; [este Concilio] establece y decreta lo siguiente: No cabe apelación antes de la sentencia definitiva del Obispo, o de su Vicario general en las cosas espirituales, de la sentencia interlocutoria, como tampoco de ningún otro gravamen, cualquiera que sea, en las causas de visita y corrección, o de habilidad e ineptitud, así como ni en las causas criminales: ni el Obispo ni su Vicario estén obligados a deferir a semejante apelación, por frívola; sino que puedan proceder adelante, sin que obste ninguna inhibición emanada del Juez de la apelación, ni tampoco le sea un obstáculo ningún estilo o costumbre contraria, aunque sea inmemorial; a no ser que el gravamen alegado sea irreparable por la sentencia definitiva o que no se pueda apelar a esta; en cuyos casos deben subsistir en su vigor los antiguos estatutos de los Sagrados Cánones.

CAPÍTULO II

Cuando en las causas criminales, se ha de cometer la apelación de la sentencia del Obispo al Metropolitano, o a uno de los más vecinos.

Si aconteciere que las apelaciones de la sentencia del Obispo, o de su Vicario general en lo espiritual, sobre materias criminales, se deleguen por Autoridad Apostólica in partibus, o fuera de la curia romana; en caso que haya lugar la apelación, se ha de cometer al Metropolitano, o a su Vicario general, o en caso de ser aquel sospechoso por alguna causa, o diste más de dos días legales de camino, o se haya apelado de él; cométase a uno de los Obispos más cercanos, o a sus Vicarios, pero no a jueces inferiores.

CAPÍTULO III

Dense dentro de los treinta días, y de gracia los autos de primera instancia al reo que apelare.


El reo que en causa criminal apela de la sentencia del Obispo o de su Vicario general en asuntos espirituales, presente obligatoriamente ante el Juez ante el cual haya apelado, las actas de primera instancia; y el juez no procederá en ningún caso, sin haberlas visto, a la absolución del acusado. El Juez ante quien se haya apelado, deberá entregar de gracia dichas actas al que las pidiere dentro de treinta días; de lo contrario, termínese sin ellas la causa de la mencionada apelación, según pareciere en justicia.

CAPÍTULO IV

Cómo se han de degradar los clérigos cuando lo exija la gravedad de sus delitos.

Siendo algunas veces tan graves y atroces los delitos cometidos por personas eclesiásticas, que deban éstas ser depuestas de las Órdenes Sagradas y entregadas a un tribunal secular; en cuyo caso se requiere, de acuerdo con los Sagrados Cánones, cierto número de Obispos; y si fuese difícil que todos se juntasen, se retrasaría la debida ejecución de la ley; y si en alguna ocasión pudieran juntarse, 
se interrumpiría su residencia; ha establecido y declarado este Sagrado Concilio para ocurrir a estos inconvenientes, que el Obispo por sí, o por su Vicario general en asuntos espirituales, pueda proceder contra el clérigo, aunque esté constituido en el Sagrado Orden del Sacerdocio, hasta su condenación, y deposición verbal; y por sí mismo también hasta la actual y solemne degradación de dichas órdenes y grados eclesiásticos, en los casos en que los Cánones requieran la presencia de otros Obispos, en un número determinado por los Cánones; aunque estos no concurran, acompañándose no obstante, y asistiéndole en este caso otros tantos abades, que tengan por privilegio apostólico, uso de mitra y báculo, si se pueden hallar en la ciudad o diócesis, y pueden estar convenientemente presentes; o en su defecto, se acompañará de otras personas constituidas en dignidad eclesiástica, que sean recomendables por su edad, gravedad e instrucción en el derecho.

CAPÍTULO V

Conozca sumariamente el Obispo de las gracias pertenecientes ó a la absolución de delitos, ó a la remisión de penas.

Y por cuanto suele acontecer que algunas personas alegando causas fingidas, y que sin embargo parecen bastante verosímiles, sacan gracias de tal naturaleza, que se les perdonan por ellas del todo, o se les disminuyen las penas que con justa severidad les han impuesto los Obispos; no debiendo tolerarse que la mentira, desagradable a Dios en tanto grado, no sólo quede sin castigo, sino que aún sirva al mentiroso para alcanzar el perdón de otro delito; ha establecido y decretado este Sagrado Concilio con este objeto lo siguiente: Tome el Obispo, que resida en su iglesia, conocimiento sumario por sí mismo, como delegado de la Sede Apostólica, de la subrepción u obrepción de las gracia alcanzadas con falsos motivos, sobre la absolución de algún pecado o delito público, de que él comenzó a tomar conocimiento; o del perdón de la pena a que haya sido condenado el reo por su sentencia; y no admita aquella gracia, siempre que legítimamente constare haberse obtenido por falsos informes o por haberse callado la verdad.

CAPÍTULO VI

No se cite al Obispo para que personalmente comparezca, sino por causa en que se trate de deponerle, o privarle.

Y por cuanto los que están sujetos al Obispo suelen, aunque hayan sido 
corregidos justamente, aborrecerle sobremanera, y como si hubiesen padecido graves injurias, imputarle falsos delitos para molestarle por todos los medios posibles; de donde resulta, que el temor de estas vejaciones intimida y retarda por lo general al Obispo para inquirir y castigar los delitos de sus súbditos; con este motivo, y para que el Obispo no se vea precisado con grande incomodidad, a abandonar el rebaño a él confiado, y a andar vagando de un lugar a otro con detrimento de su dignidad episcopal; ha establecido y decretado este Sagrado Concilio: Que de modo ninguno se cite ni amoneste al Obispo a que comparezca personalmente, si no es por causa en que deba venir para ser depuesto, ó privado, aunque se proceda de oficio, o por información, o denuncia, o acusación, o de cualquier otro modo.

CAPÍTULO VII

Descríbense las calidades de los testigos contra un Obispo.

No se reciban por testigos en causa criminal 
para la información o indicios o para cualquier otra cosa en causa principal contra un Obispo, sino personas que estén contestes, y sean de buena conducta, reputación y fama; y en caso que depongan alguna cosa por odio, temeridad o codicia, sean castigadas con graves penas.

CAPÍTULO VIII

El Sumo Pontífice es el que ha de conocer las causas graves de los Obispos

Ante el Sumo Pontífice se han de exponer, y por él mismo se han de terminar las causas de los Obispos (Conc. Sard. cap.2) cuando por la calidad del delito imputado deban estos comparecer.

Decreto de la prorrogación de la definición de cuatro artículos sobre el Sacramento de la Eucaristía y del Salvo-conducto  que se ha de conceder a los Protestantes .

Deseando este mismo Santo Concilio arrancar del campo del Señor todos los errores que han brotado acerca de este Santísimo Sacramento de la Eucaristía, y cuidar de la salvación de todos los fieles, habiendo expuesto en la presencia de Dios Todopoderoso todos los días sus piadosas súplicas; entre otros artículos relativos a este Sacramento, tratados con la más diligente investigación de la Verdad Católica, tenidas muchas y diligentísimas disputas según la gravedad de la materia, y oídos los dictámenes de los teólogos más sobresalientes, ha tratado también los cuatro artículos que se siguen: Primero ¿Si es necesario, para obtener la salvación, y mandado por derecho divino, que todos los fieles cristianos reciban el mismo Venerable Sacramento, bajo ambas especies? Segundo: ¿Si recibe menos el que comulga bajo una sola especie, que el que comulga con las dos? Tercero: ¿Si la Santa Madre Iglesia ha errado dando la comunión solo bajo una sola especie de pan a los laicos y a los sacerdotes que no celebran? Cuarto: ¿Si se debe dar también la Comunión a los párvulos?. Y por cuanto desean los que se llaman Protestantes de la nobilísima provincia de Alemania, que les oiga este Santo Concilio sobre estos mismos artículos, antes de que sean definidos, y con este motivo han pedido al Concilio un Salvo-conducto, por el que les sea permitido con toda seguridad venir, y habitar en esta ciudad, decir y proponer libremente ante el Concilio lo que sintieren, y retirarse después cuando les parezca; este Santo Concilio, -aunque ha aguardado antes muchos meses, y con grandes deseos su llegada, no obstante, como madre piadosa que gime dolorosamente por volverles al seno de la Iglesia; deseando intensamente y trabajando por que no haya cisma alguno entre aquellos que se hallan alistado bajo el nombre cristiano, antes bien, que así como todos reconocen a un mismo Dios y Redentor, del mismo modo digan, crean y sepan una misma doctrina; confiando en la misericordia de Dios, y esperando que se logrará que vuelvan aquellos a la Santísima y saludable unión de una misma Fe, esperanza y caridad, condescendiendo gustosamente con ellos en este punto, les ha dado y concedido, en la parte que le toca la seguridad y fe pública que pidieron, que ellos llaman Salvo-conducto, del tenor que se expondrá a continuación; y por causa de los mismos se ha pospuesto la definición de los mencionados artículos hasta la segunda Sesión, que ha señalado para el día de la fiesta de la conversión de San Pablo, que será el 25 de enero del año siguiente, para que de este modo puedan cómodamente concurrir. Además de esto, ha establecido se trate en la misma Sesión del sacrificio de la Misa, por la estrecha conexión que hay entre ambos temas, y entretanto que queda señalada para tratar en la Sesión próxima la materia de los Sacramentos de la Penitencia y de la Extremaunción, decretando que esta se celebre el día de la festividad de Santa Catalina, virgen y mártir, que será el 25 de noviembre; y que al mismo tiempo, en ambas Sesiones, se trate el asunto de la reforma.

Salvo-conducto concedido a los Protestantes

El Sagrado y Santo Concilio general de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por el mismo Legado y Nuncios de la Santa Sede Apostólica, concede, en cuanto toca al mismo Santo Concilio, a todas y cada una de las personas eclesiásticas o seculares de toda Alemania, de cualquier grado, estado, condición o calidad que sean, que deseen concurrir a este Concilio ecuménico y general, la fe pública, y plena seguridad que llaman Salvo-conducto, con todas y cada una de sus cláusulas y decretos necesarios y conducentes, aunque debiesen expresarse en particular y no en términos generales; los mismos que ha querido que se tengan por expresados, para que puedan, y tengan facultad de conferenciar, proponer y tratar con toda libertad sobre aquellas cosas que se han de tratar en dicho Concilio; así como para venir libre y seguramente al mencionado Concilio Ecuménico, y permanecer y vivir en él, y también para representar, y proponer tanto por escrito, como de viva voz, los artículos que les pareciese, y deliberar y disputar con los PP. ó 
con quienes hayan sido seleccionados por este Santo Sínodo, sin injurias ni ultrajes; e igualmente para que puedan retirarse cuando fuese su voluntad. Además, de esto ha resuelto este Santo Sínodo que, si desearen, para su mayor libertad y seguridad, que se designen jueces privativos, tanto respecto de los delitos cometidos o como de los que puedan cometer, nombren personas que les sean favorables, aunque sus delitos sean en extremo enormes y huelan a herejía.

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