lunes, 1 de diciembre de 2025

EL CONCILIO DE TRENTO (6)

Publicamos la Sexta Sesión del Concilio Ecuménico de Trento convocado por el Papa Pablo III.


Celebrada el día trece del mes de enero de 1547.

DECRETO SOBRE JUSTIFICACIÓN

Proemio

Por cuanto, no sin naufragio de muchas almas y grave detrimento de la unidad de la Iglesia, se ha difundido en este tiempo cierta doctrina errónea sobre la Justificación; el Sacrosanto, Ecuménico y General Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por los reverendísimos señores Giammaria del Monte, Obispo de Palestina, y Marcelo del título de la Santa Cruz en Jerusalén, Presbítero, Cardenales de la Santa Iglesia Romana y Legados Apostólicos a latere, en nombre de nuestro Santísimo Padre y Señor en Cristo, Pablo III, por la providencia de Dios, Papa, se propone, para alabanza y gloria de Dios omnipotente, tranquilización de la Iglesia y salvación de las almas, exponer a todos los fieles de Cristo la verdadera y sana doctrina sobre dicha Justificación; la cual (doctrina) enseñó el sol de justicia, Cristo Jesús, autor y consumador de nuestra fFe, la cual transmitieron los Apóstoles, y la cual la Iglesia Católica, recordándosela el Espíritu Santo, ha retenido siempre; prohibiendo rigurosamente que de ahora en adelante nadie presuma de creer, predicar o enseñar de otra manera que como se define y declara en este presente Decreto.

CAPÍTULO I

De la incapacidad de la naturaleza y de la ley para justificar al hombre

El Santo Concilio declara, en primer lugar, que para la correcta y sana comprensión de la Doctrina de la Justificación, es necesario que cada uno reconozca y confiese que, habiendo perdido todos los hombres su inocencia en la prevaricación de Adán, habiéndose hecho impuros y, como dice el Apóstol, por naturaleza hijos de la ira, tal y como (este Concilio) ha establecido en el Decreto sobre el pecado original, eran hasta tal punto siervos del pecado y bajo el poder del diablo y de la muerte, que ni los gentiles por la fuerza de la naturaleza, ni siquiera los judíos por la misma letra de la ley de Moisés, pudieron ser liberados o surgir de allí; aunque el libre albedrío, atenuado como estaba en sus poderes y doblegado, no se había extinguido en absoluto en ellos.

CAPÍTULO II

De la dispensación y misterio del advenimiento de Cristo

De donde aconteció que el Padre celestial, Padre de misericordias y Dios de todo consuelo, al llegar la bendita plenitud de los tiempos, envió a los hombres a Jesucristo, su propio Hijo —quien, tanto antes como durante la Ley, había sido anunciado y prometido a muchos de los Santos Padres— para redimir a los judíos que estaban bajo la Ley, y para que los gentiles, que no buscaban la justicia, la alcanzaran, y para que todos los hombres recibieran la adopción de hijos. A él, Dios lo propuso como propiciador, mediante la fe en su sangre, por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

CAPÍTULO III

Quienes son justificados por medio de Cristo

Pero, aunque murió por todos, no todos reciben el beneficio de su muerte, sino solo aquellos a quienes se les comunica el mérito de Su Pasión. Porque, así como en verdad los hombres, si no nacieran de la descendencia de Adán, no habrían nacido injustos, pues, por esa propagación, contraen a través de él, al ser concebidos, la injusticia como propia, así también, si no nacieran de nuevo en Cristo, nunca serían habrían sido justificados; pues, en ese nuevo nacimiento, se les concede, por el mérito de Su Pasión, la gracia por la que son hechos justos. Por este beneficio, el Apóstol nos exhorta a dar siempre gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia de los santos en la luz, nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su amado Hijo, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados.

CAPÍTULO IV

Se introduce una descripción de la Justificación de los impíos y de la manera en que se lleva a cabo bajo la ley de la gracia

Con estas palabras se describe la Justificación de los impíos, como una trasformación del estado en que el hombre nace como hijo del primer Adán al estado de gracia y de adopción como hijo de Dios, por medio del segundo Adán, Jesucristo, nuestro Salvador. Y esta traslación, desde la promulgación del Evangelio, no puede efectuarse sin el lavatorio de la regeneración, o el deseo del mismo, tal y como está escrito; a menos que el hombre nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios.

CAPÍTULO V

De la necesidad, en los adultos, de la preparación para la Justificación, y de dónde procede

El Sínodo declara además que, en los adultos, el comienzo de dicha Justificación se deriva de la gracia preveniente de Dios, por medio de Jesucristo, es decir, de su vocación, por la cual, sin méritos por su parte, son llamados; para que así, quienes por los pecados se alejaron de Dios, puedan ser dispuestos por su gracia vivificadora y auxiliadora a convertirse a su propia justificación, al aceptar libremente y cooperar con dicha gracia, de tal manera que, mientras Dios toca el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está completamente inactivo mientras recibe esa inspiración, pues también puede rechazarla; sin embargo, no es capaz, por su propia voluntad, sin la gracia de Dios, moverse hacia la justicia ante Sus Ojos. Por eso, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros”, se nos advierte sobre nuestra libertad; y cuando respondemos: “Conviértenos, oh Señor, a Ti, y seremos convertidos”, confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios.

CAPÍTULO VI

Del modo de preparación

Ahora bien, ellos (los adultos) se disponen a dicha justicia cuando, estimulados y asistidos por la gracia divina, concibiendo la Fe al oír, se inclinan libremente hacia Dios, creyendo que son verdaderas las cosas que Dios ha revelado y prometido, y esto especialmente, que Dios justifica a los impíos por su gracia, mediante la redención que está en Cristo Jesús; y cuando, reconociéndose pecadores, se vuelven, del temor a la justicia divina por el que se agitan provechosamente, a considerar la misericordia de Dios, son elevados a la esperanza, confiando en que Dios les será propicio por amor a Cristo; y comienzan a amarlo como la fuente de toda justicia; y, por lo tanto, se sienten movidos contra los pecados por un cierto odio y detestación, es decir, por esa penitencia que debe realizarse antes del Bautismo; finalmente, cuando se proponen recibir el Bautismo, para comenzar una nueva vida y guardar los mandamientos de Dios. Con respecto a esta disposición está escrito: El que se acerca a Dios, debe creer que Él existe y que recompensa a quienes lo buscan; y, Ten fe, hijo, tus pecados te son perdonados; y, El temor del Señor expulsa el pecado; y, Haced penitencia y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo; y, Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; finalmente, Preparad vuestros corazones para el Señor.

CAPÍTULO VII

Cuál es la justificación de los impíos y cuáles son sus causas

A esta disposición o preparación sigue la Justificación misma, que no es solamente la remisión de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior, mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones, por los cuales el hombre de injusto se hace justo, y de enemigo se convierte en amigo, para que así pueda ser heredero según la esperanza de la vida eterna.

Las causas de esta Justificación son las siguientes: la causa final, ciertamente, es la gloria de Dios y de Jesucristo, y la vida eterna; mientras que la causa eficiente es un Dios misericordioso que lava y santifica gratuitamente, sellando y ungiendo con el Espíritu Santo de la promesa, que es la garantía de nuestra herencia; pero la causa meritoria es su amadísimo Unigénito, nuestro Señor Jesucristo, quien, cuando éramos enemigos, por la sobreabundante caridad con que nos amó, mereció la Justificación para nosotros con su Santísima Pasión en el madero de la cruz, y satisfizo por nosotros a Dios Padre; la causa instrumental es el Sacramento del Bautismo, que es el Sacramento de la Fe, sin el cual (la fe) ningún hombre jamás fue justificado; Finalmente, la única causa formal es la justicia de Dios, no aquella por la cual Él mismo es justo, sino aquella por la cual Él nos hace justos, es decir, con la cual, siendo dotados por Él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente, y no sólo somos reputados, sino verdaderamente llamados y somos justos, recibiendo la justicia dentro de nosotros, cada uno según su propia medida, la cual el Espíritu Santo distribuye a cada uno como Él quiere y según la disposición y cooperación propias de cada uno. Pues, aunque nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, esto se hace en la justificación de los impíos, cuando, por el mérito de esa misma Santísima Pasión, la caridad de Dios se derrama, por el Espíritu Santo, en los corazones de los justificados, y es inherente a ellos; de ahí que el hombre, a través de Jesucristo, en quien está injertado, recibe en dicha justificación, junto con la remisión de los pecados, todos estos dones infundidos a la vez: la fe, la esperanza y la caridad. Pues la Fe, sin esperanza y caridad, no une al hombre perfectamente con Cristo ni lo convierte en miembro vivo de su cuerpo. Por lo cual se dice con toda verdad que la fe sin obras está muerta e inútil; y que en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la Fe que obra por la caridad. Esta Fe, los catecúmenos la piden a la Iglesia —según la Tradición de los Apóstoles—, se da antes del Sacramento del Bautismo; cuando piden la Fe que otorga la vida eterna, la cual, sin esperanza ni caridad, la fe no puede otorgar, de donde también escuchan inmediatamente la palabra de Cristo: 
Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Por lo tanto, al recibir la verdadera justicia cristiana, se les ordena, inmediatamente después de renacer, que la conserven pura e inmaculada, como la primera vestidura que les fue dada por Jesucristo en lugar de la que Adán, por su desobediencia, perdió para sí mismo y para nosotros, para que así la presenten ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo y obtengan la vida eterna.

CAPÍTULO VIII

De qué manera debe entenderse que el impío es justificado por la Fe y gratuitamente

Y considerando que el Apóstol dice que el hombre es justificado por la fe y gratuitamente, estas palabras deben entenderse en el sentido que la Iglesia Católica ha mantenido y expresado desde siempre; es decir que, se dice que somos justificados por la fe, porque la fe es el principio de la salvación humana, el fundamento y la raíz de toda justificación; sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar a la comunión con sus hijos; pero, por lo tanto, se dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna de las cosas que preceden a la justificación —ya sea la Fe o las obras— merece la gracia misma de la justificación. Pues, si es una gracia, ya no es por obras; de lo contrario, como dice el mismo Apóstol, la gracia ya no es gracia.

CAPÍTULO IX

Contra la vana confianza de los herejes

Pero, aunque es necesario creer que los pecados no son perdonados, ni jamás fueron perdonados, salvo gratuitamente por la misericordia de Dios por amor a Cristo; no se debe decir que los pecados son perdonados, o han sido perdonados, a cualquiera que se jacte de su confianza y certeza en la remisión de sus pecados, y se apoye solo en eso; ya que puede existir, y de hecho existe en nuestros días, entre herejes y cismáticos; y con gran vehemencia se predica esta vana confianza, ajena a toda piedad, en oposición a la Iglesia Católica. Pero tampoco se debe afirmar que los que están verdaderamente justificados deben, sin ninguna duda, afirmar en su interior que lo están, y que nadie es absuelto de sus pecados y justificado, excepto quien cree con certeza que lo está; y que la absolución y la justificación se efectúan solo por esta Fe: como si quien no cree en ella dudara de las promesas de Dios y de la eficacia de la muerte y resurrección de Cristo. Pues así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia de Dios, del mérito de Cristo y de la virtud y eficacia de los Sacramentos, del mismo modo cada uno, cuando se considera a sí mismo y su propia debilidad e indisposición, puede tener temor y aprensión respecto a su propia gracia; ya que nadie puede saber con certeza de Fe, que no puede estar sujeta a error, que ha obtenido la gracia de Dios.

CAPÍTULO X

Del aumento de la Justificación recibida

Habiendo sido justificados de este modo, y convertidos en amigos y siervos de Dios, progresando de virtud en virtud, son renovados, como dice el Apóstol, día a día; es decir, mortificando los miembros de su propia carne y presentándolos como instrumentos de justicia para la santificación, mediante la observancia de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, la Fe cooperando con las buenas obras, crecen en la justicia que han recibido por la gracia de Cristo, y son aún más justificados, como está escrito: 
El que es justo, que siga siendo justificado; y también: No temáis ser justificados hasta la muerte; y también: ¿Veis que por las obras se justifica el hombre, y no solo por la Fe?. Y este aumento de justificación lo implora la Santa Iglesia cuando ora: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad.

CAPÍTULO XI

De la observancia de los Mandamientos, y de su necesidad y posibilidad

Pero nadie, por muy justificado que esté, debe considerarse exento de la observancia de los Mandamientos; nadie debe hacer uso de esa afirmación temeraria, prohibida por los Padres bajo anatema, de que la observancia de los Mandamientos de Dios es imposible para quien está justificado. Porque Dios no manda lo imposible, sino que, al mandar, te amonesta a hacer lo que puedes y a orar por lo que no puedes, y te ayuda para que puedas; cuyos mandamientos no son pesados; cuyo yugo es suave y cuya carga ligera. Pues quienes son hijos de Dios aman a Cristo; pero quienes lo aman guardan sus Mandamientos, como Él mismo testifica; lo cual, sin duda, con la ayuda divina, pueden hacer. Pues, aunque durante esta vida mortal los hombres, por muy santos y justos que sean, a veces caen en pecados al menos leves y cotidianos, también llamados veniales, no por eso dejan de ser justos. Porque ese clamor del justo: 
Perdónanos nuestras ofensas, es humilde y verdadero. Y por esta razón, los mismos justos deberían sentirse más obligados a andar por el camino de la justicia, pues, habiendo sido ya liberados de pecados, pero hechos siervos de Dios, pueden, viviendo con sobriedad, justicia y piedad, seguir adelante por medio de Jesucristo, por quien han tenido acceso a esta gracia. Porque Dios no abandona a los que una vez han sido justificados por su gracia, a menos ellos lo abandonen primero. Por lo tanto, nadie debe enorgullecerse de la Fe sola, creyendo que solo por la Fe es hecho heredero y obtendrá la herencia, aunque no sufra con Cristo, para que también sea glorificado con Él. Porque incluso Cristo mismo, como dice el Apóstol, siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia por las cosas que padeció, y habiendo alcanzado su consumación, se convirtió, para todos los que le obedecen, en la causa de la salvación eterna. Por esta razón, el mismo Apóstol amonesta a los justificados, diciendo: ¿No sabéis que los que corren en la carrera, todos corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Así, pues, yo corro de esta manera, no como a la ventura; yo peleo, no como quien golpea el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo someto, no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo quede descalificado”. Así también el príncipe de los apóstoles, Pedro: Esforzaos más para que por buenas obras aseguréis vuestra vocación y elección. Haciendo estas cosas, no pecaréis jamás. De lo cual es evidente que se oponen a la doctrina ortodoxa de la Religión quienes afirman que el justo peca, al menos venialmente, en toda buena obra; o, lo que es aún más insoportable, que merece castigos eternos; como también aquellos que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si en esas obras, junto con este objetivo principal de que Dios sea glorificado, tienen también en mente la recompensa eterna, para estimular su pereza y animarse a sí mismos a correr en la carrera: mientras que está escrito: “He inclinado mi corazón a hacer todas tus justificaciones por la recompensa”; y, con respecto a Moisés, el Apóstol dice que “él miraba a la recompensa”.

CAPÍTULO XII

Que debe evitarse una presunción temeraria en materia de predestinación

Nadie, además, mientras esté en esta vida mortal, debe presumir tanto respecto del misterio secreto de la predestinación divina, como para determinar con certeza que está ciertamente en el número de los predestinados; como si fuera cierto que el que está justificado, o bien no puede pecar más, o bien, si peca, debe prometerse a sí mismo un arrepentimiento seguro; porque excepto por revelación especial, no se puede saber a quién ha elegido Dios para Sí mismo.

CAPÍTULO XIII

Del don de la perseverancia

Así también en cuanto al don de la perseverancia, del cual está escrito: 
Quien persevere hasta el fin, se salvará (don que no puede provenir de nadie más que de Aquel que puede afirmar al que se mantiene firme en su perseverancia y restaurar al que cae), que nadie se prometa aquí nada con absoluta certeza; aunque todos deben depositar una firme esperanza en la ayuda de Dios. Porque Dios, a menos que los hombres rechacen su gracia, así como comenzó la buena obra, la perfeccionará, obrando en ellos tanto el querer como el hacer. Sin embargo, los que creen estar firmes, tengan cuidado de no caer, y con temor y temblor trabajen por su salvación, en labores, en vigilias, en limosnas, en oraciones y oblaciones, en ayunos y castidad; pues, sabiendo que han renacido para una esperanza de gloria, pero no todavía a la gloria, deben temer por la batalla que aún les queda con la carne, con el mundo, con el diablo, en la cual no pueden salir victoriosos, a menos que sean con la gracia de Dios, obedientes al Apóstol, que dice: “No somos deudores de la carne, para vivir según la carne; porque si vivís según la carne, moriréis; pero si por el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”.
 
CAPÍTULO XIV

De los caídos y su restauración

En cuanto a quienes, por el pecado, han caído de la gracia recibida de la Justificación, pueden ser justificados de nuevo cuando, estimulados por Dios, mediante el Sacramento de la Penitencia hayan alcanzado la recuperación, por el mérito de Cristo, de la gracia perdida. Pues esta forma de Justificación es la reparación de los caídos, que los Santos Padres han llamado acertadamente un segundo pilar tras el naufragio de la gracia perdida. Pues, en favor de quienes caen en pecado después del Bautismo, Cristo Jesús instituyó el Sacramento de la Penitencia cuando dijo: 
Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. De donde se desprende que la penitencia de un cristiano, después de su caída, es muy diferente de la del Bautismo, y que en ella se incluyen no solo el cese de los pecados y su aborrecimiento de los mismos, o un corazón contrito y humilde, sino también la confesión sacramental de dichos pecados —al menos en deseo, y hecha a su debido tiempo— y la absolución sacerdotal; e igualmente la satisfacción mediante ayunos, limosnas, oraciones y otros ejercicios piadosos de la vida espiritual; no ciertamente por el castigo eterno —que junto con la culpa es remitido, ya sea por el Sacramento o por el deseo del Sacramento—, sino por el castigo temporal, que, como enseñan las Sagradas Escrituras, no siempre es remitido por completo, como se hace en el Bautismo, a quienes, ingratos a la gracia de Dios que han recibido, han entristecido al Espíritu Santo y no han temido profanar el templo de Dios. Respecto a esta penitencia está escrito: Acuérdate de dónde has caído; haz penitencia y realiza las primeras obras. Y de nuevo: “El dolor según Dios obra penitencia constante para salvación”. Y además: “Haz penitencia y produce frutos dignos de penitencia”.

CAPÍTULO XV

Que por todo pecado mortal se pierde la gracia, pero no la Fe

En oposición también a las astucias de ciertos hombres, quienes con discursos agradables y buenas palabras seducen los corazones de los inocentes, se debe sostener que la gracia recibida de la Justificación se pierde, no sólo por la infidelidad, con la cual se pierde incluso la Fe misma, sino también por cualquier otro pecado mortal, aunque no se pierda la Fe; defendiendo así la doctrina de la ley divina, que excluye del reino de Dios no sólo a los incrédulos, sino también a los fieles (que son) fornicarios, adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes, extorsionadores y todos los demás que cometen pecados mortales; de los cuales, con la ayuda de la gracia divina, pueden abstenerse, y por los cuales están separados de la gracia de Cristo.

CAPÍTULO XVI

Del fruto de la Justificación, es decir, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de ese mérito

Ante los hombres que han sido justificados de esta manera, ya sea que hayan conservado ininterrumpidamente la gracia recibida o la hayan recuperado tras perderla, deben presentarse las palabras del Apóstol: 
Abundad en toda buena obra, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el Señor; porque Dios no es injusto como para olvidar vuestra obra y el amor que habéis mostrado en su nombre; y no perdáis la confianza, que tiene una gran recompensa. Y, por esta razón, la vida eterna debe ser propuesta a quienes trabajan bien hasta el fin y esperan en Dios, tanto como una gracia misericordiosamente prometida a los hijos de Dios por medio de Jesucristo, como una recompensa, según la promesa de Dios mismo, que debe ser fielmente pagada a sus buenas obras y méritos. Porque esta es la corona de justicia que, según el Apóstol, después de su lucha y trayectoria, le estaba reservada, para serle entregada por el juez justo, y no solo a él, sino también a todos los que aman su venida. Pues, mientras que Jesucristo mismo infunde continuamente su virtud en los justificados —como la cabeza en los miembros y la vid en los sarmientos—, y esta virtud siempre precede, acompaña y sigue a sus buenas obras, las cuales sin ella no podrían ser de ninguna manera agradables ni meritorias ante Dios, debemos creer que a los justificados no les falta nada más que les impida ser considerados, por las mismas obras realizadas en Dios, plenamente satisfechos con la ley divina según el estado de esta vida, y merecedores de la vida eterna, que también se obtendrá a su debido tiempo, si es que, no obstante, parten en gracia; pues Cristo, nuestro Salvador, dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eternaAsí, nuestra propia justicia no se establece como propia por nosotros mismos, ni se ignora o repudia la justicia de Dios: porque esa justicia que se llama nuestra, porque somos justificados por ser inherente a nosotros, es la misma (justicia) de Dios, porque nos es infundida por Dios, por el mérito de Cristo. Tampoco debe omitirse que, aunque en las Sagradas Escrituras se atribuye tanto a las buenas obras, que Cristo promete que incluso quien dé de beber agua fría a uno de sus más pequeños no perderá su recompensa; y el Apóstol testifica que lo que ahora es momentáneo y leve de nuestra tribulación, nos produce un sobreabundante y eterno peso de gloria; sin embargo, Dios no permita que un cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no en el Señor, cuya generosidad hacia todos los hombres es grande, que Él hará que las cosas que son Sus propios dones sean sus méritos. Y puesto que en muchas cosas todos ofendemos, cada uno debe tener ante sus ojos tanto la severidad y el juicio como la misericordia y la bondad de Dios; nadie debe juzgarse a sí mismo, aunque no sea consciente de nada; porque toda la vida del hombre debe ser examinada y juzgada, no por el juicio del hombre, sino por el de Dios, quien sacará a la luz lo oculto de las tinieblas y manifestará los designios de los corazones, y entonces cada uno recibirá la alabanza de Dios, quien, como está escrito, pagará a cada uno según sus obras. Tras esta Doctrina Católica sobre la Justificación, que quien no la recibe fiel y firmemente no puede ser justificado, ha parecido bien al Santo Concilio añadir estos cánones, para que todos sepan no solo qué deben mantener y seguir, sino también qué deben evitar y rechazar.

SOBRE LA JUSTIFICACIÓN

CANON I.-Si alguno dijere, que el hombre puede ser justificado ante Dios por sus propias obras, sea por la doctrina de la naturaleza humana, sea por la de la ley, sin la gracia de Dios por medio de Jesucristo; sea anatema.

CANON II.-Si alguno dijere que la gracia de Dios, por medio de Jesucristo, se da solamente para que el hombre pueda vivir 
más fácilmente con justicia y merecer la vida eterna, como si por el libre albedrío y sin la gracia, pudiese hacer ambas cosas, aunque con esfuerzo y dificultad; sea anatema.

CANON III.-Si alguno dijere, que sin la inspiración preveniente del Espíritu Santo, y sin su auxilio, puede el hombre creer, esperar, amar o arrepentirse como conviene, para que le sea concedida la gracia de la Justificación; sea anatema.

CANON IV.-Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre, movido y estimulado por Dios, al consentir la estimulación y la llamada de Dios, no coopera en modo alguno para disponerse y prepararse para obtener la gracia de la Justificación; que no puede rechazar su consentimiento, aunque quisiera, sino que, como algo inanimado, no hace nada en absoluto y es meramente pasivo; sea anatema.

CANON V.-Si alguno dijere, que desde el pecado de Adán se perdió y se extinguió el libre albedrío del hombre, o que es algo que sólo existe en nombre, es decir, un nombre sin realidad, una invención, en definitiva, introducida en la Iglesia por Satanás; sea anatema.

CANON VI.-Si alguno dijere, que no está en el poder del hombre hacer malos sus caminos, sino que Dios obra las obras malas tanto como las buenas, no sólo permisivamente, sino propiamente y por sí mismo, de tal manera que la traición de Judas no es menos obra suya que la vocación de Pablo; sea anatema.

CANON VII.-Si alguno dijere, que todas las obras hechas antes de la Justificación, de cualquier modo que se hagan, son verdaderamente pecados, o merecen el odio de Dios, o que cuanto más se procura disponer uno a la gracia, tanto más gravemente peca; sea anatema.

CANON VIII.-Si alguno dijere que el temor del infierno, por el cual, al lamentarnos por nuestros pecados, recurrimos a la misericordia de Dios o nos abstenemos de pecar, es un pecado o hace peores a los pecadores; sea anatema.

CANON IX.-Si alguno dijere, que por la sola fe se justifica el impío, de modo que quiera dar a entender que no se requiere nada más que coopere para alcanzar la gracia de la Justificación, y que de ninguna manera es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su propia voluntad; sea anatema.

CANON X.-Si alguno dijere, que los hombres son justos sin la justicia de Cristo, por la cual Él mereció que fuéramos justificados, o que es por esta misma justicia que son formalmente justos; sea anatema.

CANON XI.-Si alguno dijere que los hombres son justificados, o por la sola imputación de la justicia de Cristo, o por la sola remisión de los pecados, con exclusión de la gracia y de la caridad que el Espíritu Santo derrama en sus corazones y les es inherente; o también que la gracia por la cual somos justificados es sólo el favor de Dios; sea anatema.

CANON XII.-Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la divina misericordia, que perdona los pecados por Cristo, o que sólo esta confianza es por la que somos justificados, sea anatema.

CANON XIII.-Si alguno dijere que es necesario que todo hombre, para obtener la remisión de los pecados, crea con certeza, y sin vacilación alguna por su propia debilidad o disposición, que sus pecados le son perdonados; sea anatema..

CANON XIV.-Si alguno dijere, que el hombre está verdaderamente absuelto de sus pecados y justificado, porque con certeza se creyó absuelto y justificado; o, que nadie es verdaderamente justificado sino el que se cree justificado; y que, por esta sola Fe, se efectúa la absolución y la justificación; sea anatema.

CANON XV.-Si alguno dijere, que el hombre renacido y justificado, está obligado por la Fe a creer que ciertamente está en el número de los predestinados; sea anatema.

CANON XVI.-Si alguno dice que tendrá con certeza absoluta e infalible el gran don de la perseverancia hasta el fin, a menos que lo haya aprendido por revelación especial, sea anatema.

CANON XVII.-Si alguno dijere, que la gracia de la Justificación sólo la alcanzan los que están predestinados a la vida, pero que todos los demás que son llamados, son llamados en verdad, pero no reciben la gracia, por estar predestinados al mal por el poder divino; sea anatema.

CANON XVIII.-Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, incluso para quien está justificado y constituido en gracia; sea anatema.

CANON XIX.-Si alguno dijere, que en el Evangelio no se manda nada fuera de la Fe; que las demás cosas son indiferentes, ni mandadas ni prohibidas, sino libres; o que los diez Mandamientos de ninguna manera pertenecen a los cristianos; sea anatema.

CANON XX.-Si alguno dijere, que el hombre justificado, por perfecto que sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino solamente a creer; como si en realidad el Evangelio fuese una promesa desnuda y absoluta de vida eterna, sin la condición de la observancia de los Mandamientos; sea anatema.

CANON XXI.-Si alguno dijere que Cristo Jesús fue dado por Dios a los hombres como Redentor en quien confiar, y no también como legislador a quien obedecer; sea anatema.

CANON XXII.-Si alguno dijere, que el justificado puede perseverar en la justicia recibida sin el auxilio especial de Dios, o que, con ese auxilio no puede hacerlo; sea anatema.

CANON XXIII.-Si alguno dijere, que el hombre una vez justificado no puede pecar más, ni perder la gracia, y que por lo tanto, el que cae y peca nunca fue verdaderamente justificado; o, por el contrario, que puede durante toda su vida evitar todos los pecados, incluso los veniales, si no es por privilegio especial de Dios, como lo tiene la Iglesia respecto de la Santísima Virgen; sea anatema.

CANON XXIV.-Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva ni aumenta ante Dios por las buenas obras, sino que dichas obras son solamente frutos y señales de la justificación obtenida, pero no causa de su aumento; sea anatema.

CANON XXV.-Si alguno dijere, que en toda obra buena el justo peca al menos venialmente, o -lo que es más intolerable todavía- mortalmente, y por consiguiente merece las penas eternas, y que sólo por esta causa no es condenado, Dios no le imputa esas obras a la condenación; sea anatema.

CANON XXVI.-Si alguno dijere, que los justos por sus buenas obras hechas en Dios, no pueden 
esperar de Dios una recompensa eterna, por Su misericordia y el mérito de Jesucristo, si perseveran hasta el final en el bien y en guardar los divinos Mandamientos; sea anatema.

CANON XXVII.-Si alguno dijere, que no hay pecado mortal sino el de infidelidad, o que la gracia una vez recibida no se pierde por ningún otro pecado, por grave y enorme que sea, sino por el de infidelidad; sea anatema.

CANON XXVIII.-Si alguno dijere, que perdiéndose la gracia 
por el pecado, también se pierde siempre la fe; o que la Fe que permanece, aunque no sea una Fe viva, no es verdadera Fe; o que quien tiene Fe sin caridad no es cristiano; sea anatema.

CANON XXIX.-Si alguno dijere, que quien ha caído después del Bautismo no puede por la gracia de Dios levantarse de nuevo, o que puede ciertamente recobrar la justicia que perdió por la sola Fe, sin el Sacramento de la Penitencia, contra lo que hasta ahora ha profesado, observado y enseñado la Santa Iglesia Romana y universal, instruida por Cristo y sus Apóstoles; sea anatema.

CANON XXX.-Si alguno dijere, que, recibida la gracia de la Justificación, a todo pecador penitente se le perdona la culpa, y se le borra la deuda de la pena eterna, de tal manera, que no queda deuda de pena temporal que pagar ni en este mundo, ni en el otro, en el Purgatorio, antes que se le pueda abrir la entrada al Reino de los Cielos; sea anatema.

CANON XXXI.-Si alguno dijere que el justificado peca cuando obra el bien con vistas a la recompensa eterna, sea anatema.

CANON XXXII.-Si alguno dijere que las buenas obras de aquel que está justificado son, de tal manera, dones de Dios, que no son también los buenos méritos de aquel que está justificado; o que dicho justificado, por las buenas obras que realiza por la gracia de Dios y el mérito de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece verdaderamente aumento de gracia, vida eterna y la consecución de esa vida eterna, si es que, sin embargo, se aparta de la gracia, y también un aumento de la gloria; sea anatema.

CANON XXXIII.-Si alguno dijere, que por la Doctrina Católica sobre de la Justificación, introducida por este Santo Concilio en el presente Decreto, se derogan de algún modo la gloria de Dios o los méritos de nuestro Señor Jesucristo, y no más bien se hacen más ilustres la verdad de nuestra Fe y la gloria de Dios y de Jesucristo; sea anatema.

DECRETO SOBRE REFORMA

CAPÍTULO I

Es conveniente que los Prelados residan en sus propias iglesias; si actúan de otro modo, se renuevan contra ellos las penas de la ley antigua y se decretan nuevas penas.

El mismo Sagrado y Santo Concilio, presidido por los mismos Legados de la Sede Apostólica, queriendo dedicarse a restablecer la disciplina eclesiástica, que está excesivamente relajada, y a enmendar las costumbres depravadas del clero y del pueblo cristiano, ha creído conveniente comenzar por los que presiden las iglesias mayores, porque la integridad de los que gobiernan es la seguridad de los gobernados. Confiando, pues, en que por la misericordia de nuestro Señor y Dios, y la providente vigilancia de su propio Vicario en la tierra, sucederá seguramente en el futuro que aquellos que son más dignos, y cuya vida previa, en cada etapa de la misma, desde su infancia hasta sus años más maduros, habiendo pasado loablemente en los ejercicios de la disciplina eclesiástica, da testimonio a su favor, serán asumidos al gobierno de las iglesias, de acuerdo con las Venerables Ordenanzas de los Padres, pues es una carga cuyo peso sería formidable incluso para los ángeles: (el Sínodo) amonesta a todos aquellos que, bajo cualquier nombre y título, están puestos sobre cualquier iglesia patriarcal, primacial, metropolitana o catedral, y por la presente los considera amonestados a todos, que, preocupándose por sí mismos y por todo el rebaño, donde el Espíritu Santo los ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios que él ha comprado con su propia sangre, sean vigilantes, como el Apóstol ordena, que trabajen en todas las cosas, y cumplan su ministerio; pero sepan que no pueden cumplirlo si, como asalariados, abandonan los rebaños que les han sido confiados y no se dedican a cuidar sus propias ovejas, cuya sangre será requerida de sus manos por el Juez Supremo, ya que es muy cierto que, si el lobo ha devorado a las ovejas, no se admitirá la excusa del pastor de que no lo sabía.

Y, sin embargo, por cuanto en este tiempo se encuentran algunos que, como es de lamentar dolorosamente, olvidando incluso su propia salvación y prefiriendo las cosas terrenas a las celestiales y las humanas a las divinas, vagan por diversos tribunales o, abandonado su rebaño y descuidado el cuidado de las ovejas que les han sido confiadas, se ocupan en las solicitudes de los asuntos temporales, ha parecido bien al Sagrado y Santo Concilio renovar, como en virtud del presente Decreto renueva, los antiguos Cánones promulgados contra los no residentes, los cuales, por los desórdenes de los tiempos y de los hombres, casi han caído en desuso; Además, para una residencia más estable y para reformar las costumbres eclesiásticas, se ha considerado oportuno designar y ordenar de la siguiente manera: Si alguien, independientemente de su dignidad, grado o preeminencia, permanece fuera de su Diócesis durante seis meses consecutivos, cesando todo impedimento legal o causas justas y razonables, ausente de una iglesia patriarcal, primacial, metropolitana o catedral, bajo cualquier título, causa, nombre o derecho que se le haya encomendado, incurrirá ipso iure en la pena de pérdida de la cuarta parte de los frutos de un año, que un superior eclesiástico aplicará a la estructura de la iglesia y a los pobres del lugar. Si continúa ausente de esta manera durante otros seis meses, perderá entonces la cuarta parte de los frutos, que se aplicará de igual manera. Pero si la contumacia continúa más allá, el metropolitano, para sujetarlo a una censura más severa de los Sagrados Cánones, esté obligado a denunciar a sus Obispos sufragáneos ausentes, y el Obispo sufragáneo residente más antiguo a denunciar a su Metropolitano ausente, al Romano Pontífice, sea por carta o por mensajero, dentro del espacio de tres meses, bajo la pena, en que se incurrirá ipso facto, de estar prohibido entrar en la iglesia; para que él, con la autoridad de su propia Sede Suprema, pueda proceder contra dichos Prelados no residentes, según lo requiera la mayor o menor contumacia de cada uno, y proveer a dichas iglesias de pastores más útiles, como sepa en el Señor que es saludable y conveniente.

CAPÍTULO II

No es lícito ausentarse quien tenga un beneficio que requiera residencia personal, salvo por causa justa aprobada por el Obispo, quien, aun entonces, para la cura de almas, lo sustituirá por un Vicario, retirando una parte de los frutos.

Aquellos inferiores a los Obispos, que tengan por título o en encomienda beneficios eclesiásticos que requieran residencia personal, ya sea por ley o por costumbre, serán obligados por sus Ordinarios a residir mediante los remedios legales adecuados, según les parezca conveniente para el buen gobierno de las iglesias y el adelanto del servicio de Dios, teniendo en cuenta el carácter de los lugares y de las personas; y a nadie le serán de utilidad los privilegios o indultos perpetuos en favor de la no residencia o de recibir los frutos durante la ausencia: las indulgencias y dispensas temporales, sin embargo, concedidas únicamente por causas verdaderas y razonables, y que se han de probar legítimamente ante el Ordinario, permanecerán en vigor; en cuyos casos sin embargo, será oficio de los Obispos, delegados en esta materia por la Sede Apostólica, proveer que, delegando Vicarios competentes y asignándoles una porción adecuada de los frutos, no se descuide en modo alguno la cura de las almas; No existiendo ningún privilegio o exención de utilidad para nadie a este respecto.

CAPÍTULO III

Los excesos de los Clérigos seculares y de los regulares que viven fuera de sus Monasterios, serán corregidos por el Ordinario del lugar.

Los Prelados de las iglesias se aplicarán con prudencia y diligencia a corregir los excesos de sus súbditos; y ningún Clérigo secular, bajo pretexto de un privilegio personal, ni ningún regular que viva fuera de su Monasterio, bajo pretexto de un privilegio de su Orden, será considerado, si transgrede, exento de ser visitado, castigado y corregido, de acuerdo con las Ordenanzas de los Cánones, por el Ordinario del lugar, como Delegado para ello por la Sede Apostólica.

CAPÍTULO IV

Los Obispos y otros Prelados mayores visitarán todas las iglesias con la frecuencia que sea necesaria, quedando abrogado todo lo que pudiera impedir este Decreto.

Los Capítulos de las iglesias catedrales y de otras mayores, y sus miembros, no podrán -por ninguna exención, costumbre, juicio, juramento o concordato que obligue solamente a los autores de los mismos y no también a sus sucesores- protegerse de ser capaces de ser, de acuerdo con las ordenanzas de los Cánones, visitados, corregidos y enmendados, tantas veces como sea necesario, incluso con autoridad apostólica, por sus propios Obispos y otros Prelados mayores, por sí solos o con aquellos que consideren conveniente que los acompañen.

CAPÍTULO V

Los Obispos no podrán ejercer ninguna función pontificia ni ordenar en otra Diócesis.

No será lícito a ningún Obispo, bajo pretexto de ningún privilegio, ejercer funciones pontificias en la Diócesis de otro, a no ser con permiso expreso del Ordinario del lugar y solamente respecto de aquellas personas que estén sujetas a ese mismo Ordinario: si se hace lo contrario, el Obispo sea ipso facto suspendido del ejercicio de las funciones episcopales, y los así ordenados sean igualmente suspendidos del ejercicio de sus órdenes.

INDICACIÓN DE LA PRÓXIMA SESIÓN

- “¿Les parece bien que la próxima Sesión se celebre el jueves, quinto día después del primer domingo de la próxima Cuaresma, que será el tercer día del mes de marzo?”

Respondieron: 

- “Nos parece bien.

Continúa...

 

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