martes, 9 de diciembre de 2025

VIGANÒ: QUI LEGIT INTELLIGAT

Homilía del Arzobispo Carlo Maria Viganò en el I Domingo de Adviento 


Terra vestra deserta; civitates vestræ succensæ igni:
regionem vestram coram vobis alieni devorant,
et desolabitur sicut in vastitate hostili.


Vuestro país está desolado, vuestras ciudades consumidas por el fuego,
vuestros campos son devorados por extranjeros, ante vuestros ojos;
Todo está devastado, como por una subversión de los bárbaros.
Es 1, 7

Hablando en la Asamblea General de la CEI en Asís, el “cardenal” Matteo Zuppi dijo que “el cristianismo ha terminado” 
[1], y que este hecho debe considerarse positivamente, como una ocasión, un καιρός. No se te escapará el uso del léxico globalista, según el cual toda crisis inducida por el Sistema es también una a oportunidad: la llamada “pandemia” de Covid, la “guerra” en Ucrania, la “transición ecológica”, la islamización de las naciones occidentales. Zuppi, uno de los principales exponentes de la iglesia sinodal, se cuida mucho, sin embargo, de reconocer que la destrucción del edificio católico y la eliminación de la presencia católica en la sociedad son el efecto lógico y necesario de la acción subversiva del concilio Vaticano II y de sus “desarrollos” remotos y recientes, obstinadamente impuestos por la propia jerarquía. Por otra parte, en el momento en que se destituye a Cristo Rey y Pontífice, sustituyéndolo por “la voluntad de las bases” —antes la colegialidad, hoy la sinodalidad—, no podía sino ocurrir en la Iglesia Católica lo que doscientos años antes había ocurrido en la cosa pública.

La austera liturgia de Adviento comienza en mitad de la noche, cuando las tres Lecciones con el oráculo de Isaías resuenan en la Primera Noche de Maitines. Ocho siglos antes de la Venida del Salvador, el Señor reprendió por boca del Profeta la infidelidad de su pueblo: “¡Ay de la nación pecadora, pueblo cargado de iniquidad, raza de malvados, hijos corruptos!” (Is 1, 4). Esas severas palabras, pronunciadas por nuestros padres en vista de la primera Venida de Cristo, son aún más válidas para nosotros, testigos de esa Encarnación que nos preparamos para celebrar al final del tiempo sagrado de Adviento; pero igualmente esperando la segunda Venida de Cristo Juez, esta vez, en gloria. Es el tema del Evangelio de hoy: “Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra la angustia de los pueblos...” (Lucas 21:25) Y así como el año litúrgico terminó el domingo pasado con un recordatorio del fin de los tiempos, así comienza este nuevo año con el primer domingo de Adviento: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, sepan que el reino de Dios está cerca”

Nos encontramos entre dos acontecimientos trascendentales: la primera Venida de Cristo en la humildad de la condición humana y el oscurecimiento de Su divinidad para hacer la obra de Redención; y la segunda Venida de Cristo como Rex tremendæ majestatis, que vendrá a juzgar al mundo per ignem, a través del fuego de Su Justicia.

Es entre estos dos hechos históricos que la Iglesia Militante cumple su misión santificadora: la primera, ya cumplida; la segunda, aún por cumplir y descifrar, como en la parábola de la higuera, ab arbore higos discite parabolam (Mateo 24, 32). Antes de la Encarnación estaba vigente la Ley Antigua, después de la resurrección de los muertos y el Juicio Universal habrá nuevos cielos y la nueva tierra (Apocalipsis 21, 1), y sólo quedará la Iglesia Triunfante: triunfante sobre Satanás definitivamente derrotado, y sobre el Anticristo que será asesinado por el Arcángel San Miguel. La historia de la Salvación tiene lugar entre estas dos fechas históricas, separadas por dos mil años de batallas con resultados alternos entre Dios y Satanás. Dos mil años empapados de la sangre inocente de los Mártires, derramada por las mismas manos asesinas que, bajo la Antigua Ley, mataron y lapidaron a los Profetas que el Señor envió a Su pueblo (Lc 13, 34).

El testimonio de fidelidad a Dios exige pasar por el certamen, la lucha de la Cruz. Esta verdad –teológica porque es esencial al plan trinitario de Redención– se hace explícita en el Sacrificio perfecto de la Cabeza del Cuerpo Místico; y se perpetúa místicamente –y a veces realmente con el Martirio– en la oblación de los miembros de ese Cuerpo. La primera en sacrificarse, de una manera posible sólo a la Inmaculada Madre de Dios, fue la Santísima Virgen, Regina Crucis, a quien por ello honramos como nuestra Corredentora y –en virtud de esa oblación– nuestra Mediadora de todas las Gracias ante la divina Majestad. La transición del Antiguo al Nuevo y Eterno Pacto está bañada en la sangre de tantas vidas, antes y después del Supremo Lavatorio del Gólgota por el Verbo Encarnado. Una sangre derramada por mano de hijos corruptos, presentes entonces como ahora bajo las bóvedas del Templo de Dios.

Cuando en el libro de Ezequiel leemos la visión de las abominaciones de Israel [2] – con las habitaciones secretas del templo de Jerusalén utilizadas por setenta ancianos de la casa de Israel para celebrar los cultos infernales, y el lugar más sagrado entre el vestíbulo y el altar dedicado a la adoración del sol [3] – surge espontáneamente el paralelismo con las abominaciones que hemos presenciado en las últimas décadas: desde la adoración de Buda en el tabernáculo de la iglesia de Santa Clara en Asís, en la época del panteón de Juan Pablo II, hasta la entronización del ídolo inmundo de la Pachamama en la Basílica Vaticana. Es difícil no reconocer en esta mezcla de cultos cananeos y babilónicos, practicados por una parte del pueblo de Israel, una referencia al culto a la Madre Tierra, a la “conversión” verde, a los “objetivos sostenibles” de la Agenda 2030.

Pero si estas abominaciones llevaron a los judíos de la Antigua Ley al exilio, ¿qué castigo les espera a quienes las realizan bajo la Nueva Ley? Si el Señor se sintió ofendido por las contaminaciones de los ritos paganos en la liturgia del Templo deseadas por la jerarquía sacerdotal judía [4], ¿cómo no podría sentirse más ofendido por contaminaciones similares y peores introducidas en la liturgia por la Jerarquía de la iglesia conciliar y sinodal? “¿Quomodo facta est meretrix civitas fidelis?” (Is 1, 21) ¿Cómo ha llegado la ciudad fiel a convertirse en ramera? – pregunta el profeta Isaías. “Vuestra tierra está desolada, vuestras ciudades son consumidas por el fuego, vuestros campos son devorados por extranjeros, ante vuestros ojos; todo está devastado, como por una subversión de los bárbaros” (ibid., 7). ¿No es esto lo que vemos en nuestras naciones, rebeldes a los Mandamientos de Dios y a Su santa Ley? ¿No nos parece que la Jerarquía de la Iglesia –la civitas fidelis – se prostituye ante el nuevo culto al sol, en lugar de reconocer en Cristo el Sol Justitiæ que ilumina a todos con la Verdad divina? ¿Por qué esta vil sumisión a las exigencias de los enemigos de Dios, de la Iglesia y de la humanidad?

Cuando en el silencio de la Noche Santa, el Verbo Eterno del Padre vio la luz en la carne de Emmanuel, las antiguas Profecías Mesiánicas se hicieron evidentes, mostrando en el Hombre-Dios el cumplimiento de las Escrituras. Fue una revelación. Fue la Revelación. Pero otra revelación – en el sentido propio del término griego ἀποκάλυψις, que significa “quitar el velo” – tendrá lugar al final de los tiempos, cuando no será la realidad la que cambie, sino nuestra forma de verla, sin esos impedimentos que velaban nuestra mirada. Entonces veremos cumplida la Escritura: la traición de la autoridad civil y religiosa, la apostasía de la jerarquía eclesiástica, la disolución del cuerpo social en guerras, hambrunas, plagas, cataclismos. Y cómo hubo quienes que, a pesar de la evidencia, negaron que Cristo fuera el Desideratus cunctis gentibus, el Deseo de todos los pueblos; así hay y habrá quienes, ante los acontecimientos predichos por el Profeta Daniel y el Apóstol San Juan, hablarán – como el “cardenal” Zuppi – de καιρός obstinándose en creer y hacernos creer que la crisis es algo bueno, y que por tanto, no hay necesidad de ninguna restauración del orden divino por parte del único titular de la Autoridad, Cristo Rey y Pontífice. De hecho, negar el mal, además de constituir una forma de cooperación con él, implica también negar la necesidad del triunfo del Bien, y acaba siendo una forma de complicidad con el mal mismo, una especie de resignación inducida, un derrotismo peligroso, un fatalismo que impide al individuo y a la sociedad despertar, reaccionar, contrarrestar la acción del enemigo. Y esto se aplica tanto a la Iglesia como a la sociedad civil porque el Señorío de Cristo es negado y opuesto en ambos ámbitos, y precisamente por los líderes de aquellas instituciones que derivan su legitimidad de ser “vicarios” de la Autoridad suprema del Verbo Encarnado.

El Adviento es un campo de entrenamiento espiritual en preparación para la Santísima Navidad de Aquel que nace secundum carnem para la Redención, recapituló todas las cosas en Sí mismo, sanando en el orden de la Gracia la herida infligida por el χάος de Satanás. Este campo de entrenamiento espiritual debe constituir también para nosotros un entrenamiento en el combate de la buena batalla diaria – contra el mundo, la carne y el diablo– y para la batalla trascendental del fin de los tiempos, cuando el Anticristo usurpará toda autoridad terrenal para establecer su reino infernal.

Si podemos comprender la inevitabilidad del triunfo de Nuestro Señor Jesucristo, preparado con la Encarnación y alcanzado en el Gólgota en obediencia al Padre, podremos leer sub specie æternitatis incluso los acontecimientos presentes y futuros, preservando la paz del corazón en las tribulaciones y en las pruebas más arduas. Por eso, al celebrar espiritualmente el Nacimiento del Salvador con una verdadera conversión interior y hacer crecer en nosotros la vida de Gracia, también nos preparamos para seguir a nuestro Rey y Señor en el camino de la Cruz, el trono desde el cual Él reina sobre todos nosotros con la púrpura de Su 
preciosísima sangre. Esta milicia es el verdadero καιρός, la única oportunidad que nos permitirá participar en la victoria final si somos capaces de alinearnos bajo el estandarte de Cristo Rey y María Reina. Hora est jam nos de somno surgere (Rom 13, 11), como nos exhorta el Apóstol en la Epístola. No olvidemos que la divina Providencia ha establecido que será Ella, la Corredentora, la Regina Crucis, quien aplastará la cabeza de la Serpiente antigua.

Escuchemos con estas disposiciones mentales el oráculo de Ezequiel:

“Así dice el Señor Dios: ‘Os reuniré de entre los gentiles, y os congregaré de las tierras donde estabais dispersos, y os daré la tierra de Israel. Entrarán en él y eliminarán todos sus ídolos y todas sus abominaciones. Les daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo que pondré dentro de ellos; les quitaré el corazón de piedra del pecho y les daré un corazón de carne, para que sigan mis decretos, observen mis leyes y las pongan en práctica. Serán mi pueblo y yo seré su Dios. Pero a los que siguen con el corazón a sus ídolos y sus abominaciones, haré recaer sobre ellos sus obras, dice el Señor Dios” (Ez 11, 17-21).

Y que así sea.
 

Notas:


2 – Esta visión es interpretada por los Padres de la Iglesia tanto en sentido literal (como condena de la idolatría histórica de Israel) tanto en sentido alegórico (como condena de la herejía y de la apostasía en la Iglesia o en el alma). San Jerónimo identifica las abominaciones con prácticas paganas infiltradas en el templo. 

3 – Él me dijo: “Hijo del hombre, atraviesa el muro”. Rompí la pared y he aquí, apareció una puerta. Él me dijo: “Entra y observa las malas abominaciones que comete esta gente”. Entré y vi toda clase de reptiles y animales abominables, y todos los ídolos del pueblo de Israel, representados alrededor de los muros, y setenta ancianos de la casa de Israel, entre ellos Jazanías hijo de Safán, de pie delante de ellos, cada uno con el incensario en su mano, mientras el perfume se elevaba en nubes de incienso. Él me dijo: “¿Has visto, hijo de hombre, lo que hacen los ancianos del pueblo de Israel en las tinieblas, cada uno en la habitación oculta de su ídolo? Continúan diciendo: El Señor no nos ve... El Señor ha abandonado el país...”. [...] Me condujo al salón interior del templo; y he aquí, a la entrada del templo, entre el vestíbulo y el altar, unos veinticinco hombres, de espaldas al templo y con el rostro hacia el oriente, postrados, adorando al sol (Ez 8, 8-12 y 16). Setenta ancianos que adoran ídolos: es decir, los setenta miembros que componen el Sanedrín. Veinticinco hombres postrándose al sol: los jefes de las veinticuatro órdenes levíticas (1 Ch 24, 18 y 19), con el Sumo Sacerdote “los príncipes del santuario” (Is 43, 28), representando a todo el sacerdocio, como los setenta ancianos representaban al pueblo.

4 – El sumo sacerdote jugó un papel destacado en “la contaminación de la casa del Señor” (2 Cr 36, 14) con los cultos solares persas.

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