martes, 9 de diciembre de 2025

FUNDAMENTANDO EL ESTADO EN EL CREDO CRISTIANO

Una cultura sin oración pública es una cultura que ninguna intervención política puede preservar.

Por Regis Martín


Si la vida de oración es una vocación ofrecida a todos, se deduce que la práctica de la oración debe estar igualmente al alcance de todos. En otras palabras, no es un ejercicio esotérico, para el cual solo puedan calificar los atletas más dotados del espíritu. No hay ningún ser humano en el planeta a quien Dios le haya negado la invitación a orar.

Pero ¿qué es exactamente la oración y por qué la necesitamos? El Catecismo es maravillosamente directo al respecto, llamándola “una relación vital y personal con el Dios vivo y verdadero” (2558), seguido de esta encantadora y breve cita de la Pequeña Flor, Santa Teresita de Lisieux: “Para mí, la oración es un impulso del corazón; es una simple mirada dirigida al Cielo, es un grito de reconocimiento y de amor, que abarca tanto la prueba como la alegría”.

En pocas palabras, la oración es lo que sucede cuando nos dirigimos a Dios, hablamos con Él, de quien nuestra dependencia es absoluta e inagotable. Es un diálogo que elegimos entablar con Dios, destinado a no terminar en este mundo, sino a profundizarse y expandirse con el tiempo hasta que, al otro lado de la muerte, nos unamos a la compañía de Dios, sus ángeles y santos, también por toda la eternidad. Y como no hay nadie en la tierra con quien Dios no desee tener una relación vital y personal, damos por sentado que fuimos creados por Dios en primer lugar para que Él nos permitiera elegirlo y enamorarnos perdidamente de Él, siempre y en todo lugar.

Sin embargo, una vida de oración no solo es la experiencia más íntima y necesaria que podemos tener —y a ningún ser humano se le debe negar el acceso a Dios a través de la oración—, sino que la oración es indispensable para el esfuerzo, incluso la lucha, por evitar una asfixia que, de otro modo, nos dejaría a todos literalmente sin aliento si no pudiéramos o no quisiéramos orar. Realmente, estamos desesperados por el oxígeno del que dependen nuestras almas. No orar, por lo tanto, es la condición más empobrecedora de todas, agravada aún más por tantos que creen erróneamente que no necesitan orar. Es la mentira más corruptora que nos decimos a nosotros mismos.

“La indigencia -advertía el jesuita francés Jean Guénolé Louis Marie Daniélou- es la condición del hombre abandonado a sí mismo, privado de las energías de Dios”. Por esto debemos estar alertas para no caer en la más astuta de las trampas del diablo: pensar que realmente no necesitamos a Dios ni la gracia para alcanzar la buena vida, para llegar a una condición de perfecta armonía y felicidad, lo que Aristóteles entendía por eudaemonia, que es una vida gobernada por la razón y una voluntad recta.

La oración es, pues, una experiencia humana absolutamente necesaria; un medio que nos da la energía para sobrevivir espiritualmente. Y dado que, como argumentó el padre Daniélou, es tan esencial, tan absolutamente imperativa tanto para nuestro bienestar temporal como para esa felicidad final y eterna que anhelamos por encima de todo, sigue siendo un elemento fundamental del bien común, cuya consecución siempre ha sido la principal tarea de la política. “No puede existir una verdadera política -dijo- donde no hay espacio para la oración”. Sin duda, es uno de los ingredientes clave de la vida de la gracia. “El hombre sin gracia -dijo una vez el politólogo y filósofo alemán Eric Voegelin- es una nada demoníaca”.

De nuevo, sin la oración y ese acceso a Dios a través de la adoración que otorga la gracia y el reposo del alma, la sociedad humana se convierte en un lugar donde no es posible un alimento verdadero y duradero para el alma, especialmente para los pobres y los mediocres, cuya fortaleza de carácter no puede sobrevivir mucho tiempo en un mundo insensible a la oración, a esa “poesía de lo trascendente” de la que hablaba a menudo mi antiguo colega y mentor, el filosofo Fritz Wilhelmsen. “Si aceptamos una disociación completa de los mundos sagrado y profano -escribió Daniélou- haremos que el acceso a la oración sea absolutamente imposible para la mayoría de la humanidad. Solo unos pocos podrían encontrar a Dios en un mundo organizado sin referencia a él”.

Innegablemente, por lo tanto, la religión sigue siendo un “problema de masas”. Es decir, “no puede haber un cristianismo personal sin un cristianismo social”. O, dicho de forma más sucinta, “no puede haber cristianismo de masas fuera de la cristiandad”. Es el medio más importante para cualquier expresión colectiva de la idea católica. “Antes de que la fe -dice Daniélou- pueda arraigarse verdaderamente en un país, debe penetrar en su civilización y dar origen a una cristiandad”. Y para que tal cosa, mirabile dictu, suceda, lo que es sobre todo necesario es que la fe sea reconocida por el César como justa, buena y verdadera.

A menos que el orden temporal, sobre el que presiden los césares de este mundo, haga las provisiones adecuadas para Dios, para la verdad de la Religión Cristiana, los pobres seguirán estando tristemente desamparados. 
Dijo Daniélou, recordando el mundo anterior a la res publica Christiana: “Aferrarse al cristianismo, requería entonces una fortaleza de carácter de la que la mayoría de los hombres no son capaces”. Y así -argumentó- la conversión de Constantino, al eliminar esos obstáculos, los impedimentos para el reconocimiento público de la realidad de Dios y su Iglesia, repentinamente hizo accesible a los pobres toda la vida del Evangelio”.

En otras palabras, debemos lograr que César fundamente el Estado, su máxima sanción para existir y actuar, en Dios y en la Iglesia que Cristo fundó para ser su extensión y prolongación en el mundo. En resumen, debemos obtener como principio político de unidad la profesión pública del Credo Cristiano, la Verdadera Fe del Dios Trino. A lo cual, por supuesto, la alternativa es la sangre y la brutalidad que caracterizaron al mundo pagano romano sin Cristo; un ejemplo ilustrativo de ello son los salvajes espectáculos de tortura y muerte representados en el Coliseo para entretener a la ciudadanía corrupta del imperio y sus apetitos depravados.

Es un escenario que, incluso ahora, evoca a las innumerables almas cuyas agonías mortales se escenificaron para distraer y divertir a la multitud. Pocas hectáreas en la tierra estaban empapadas de tanta sangre humana como ese óvalo mortal. El mundo antiguo, sin duda, era cruel; y la vida humana era barata. Pero ningún pueblo antiguo parecía más meticuloso o sistemático en la organización de sus crueldades, sus flagelaciones, torturas, hogueras, crucifixiones y masacres de prisioneros, ni disfrutaba tanto viéndolas como los romanos.

Contempla lo que ocurrió en Roma y verás cuánto más fácil se vuelve la práctica de la virtud para hombres y mujeres que siempre ven como algo difícil y poco atractivo el esfuerzo por ser buenos. 
 

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