miércoles, 26 de noviembre de 2025

EL CONCILIO DE TRENTO (5)

Publicamos la Quinta Sesión del Concilio Ecuménico de Trento convocado por el Papa Pablo III.


Celebrado el día diecisiete del mes de junio del año MDXLVI.


DECRETO SOBRE EL PECADO ORIGINAL

Para que nuestra Fe Católica, sin la cual es imposible agradar a Dios, pueda, una vez purgados los errores, continuar en su perfecta e inmaculada integridad, y para que el pueblo cristiano no sea llevado por todo viento de doctrina; considerando que la vieja serpiente, enemiga perpetua de la humanidad, entre los muchos males que afligen a la Iglesia de Dios en nuestros días, ha suscitado no solo nuevas, sino también antiguas disensiones sobre el pecado original y su remedio; el Sagrado y Santo, Ecuménico y General Sínodo de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu Santo, presidido por los tres Legados de la Sede Apostólica, deseando ahora llegar a la recuperación de los errantes y la confirmación de los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres, de los Concilios más aprobados y del juicio y consentimiento de la propia Iglesia, ordena, confiesa y declara estas cosas relativas al mencionado pecado original:

1. Si alguien no confiesa que el primer hombre, Adán, cuando transgredió el mandamiento de Dios en el Paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en las que había sido constituido; y que incurrió, por la ofensa de esa prevaricación, en la ira y la indignación de Dios, y en consecuencia en la muerte, con la que Dios le había amenazado previamente, y, junto con la muerte, en el cautiverio bajo el poder de aquel que desde entonces tenía el imperio de la muerte, es decir, el diablo, y que todo Adán, por esa ofensa de prevaricación, fue cambiado, en cuerpo y alma, para peor; que sea anatema.

2. Si alguien afirma que la prevaricación de Adán solo le perjudicó a él mismo, y no a su posteridad; y que la santidad y la justicia, recibidas de Dios, que él perdió, las perdió solo para sí mismo, y no también para nosotros; o que él, al estar mancillado por el pecado de la desobediencia, solo ha transmitido la muerte y los dolores del cuerpo a toda la raza humana, pero no también el pecado, que es la muerte del alma; que sea anatema, ya que contradice al Apóstol, que dice: “Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, en los cuales todos pecaron”.

3. Si alguien afirma que este pecado de Adán, que en su origen es uno solo y se transmitió a todos por propagación, no por imitación, está en cada uno como propio, es eliminado ya sea por los poderes de la naturaleza humana, ya sea por cualquier otro remedio que no sea el mérito del único mediador, nuestro Señor Jesucristo, que nos ha reconciliado con Dios en su propia sangre, ha hecho justicia, santificación y redención para nosotros; o si niega que dicho mérito de Jesucristo se aplica, tanto a los adultos como a los niños, por el Sacramento del Bautismo administrado correctamente en la forma de la Iglesia; que sea anatema: Porque no hay otro nombre bajo el Cielo dado a los hombres, por el cual debamos ser salvos. De ahí esa voz: “He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; y aquella otra: “Todos los que han sido bautizados, se han revestido de Cristo”.

4. Si alguien niega que los niños recién nacidos del vientre de sus madres, aunque sean descendientes de padres bautizados, deban ser bautizados; o dice que, aunque son bautizados para la remisión de los pecados, no heredan de Adán el pecado original, que necesita ser expiado por el lavatorio de la regeneración para obtener la vida eterna, de lo que se deduce como consecuencia que en ellos la forma del Bautismo para la remisión de los pecados no se entiende como verdadera, sino como falsa, que sea anatema. Porque lo que ha dicho el Apóstol: “Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, en los cuales todos pecaron”, no debe entenderse de otra manera que como lo ha entendido siempre la Iglesia Católica extendida por todas partes. Porque, en virtud de esta Regla de Fe, según la Tradición de los Apóstoles, incluso los niños, que aún no pueden cometer ningún pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que en ellos sea purificado por la regeneración lo que han contraído por generación. Porque, a menos que un hombre nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios.

5. Si alguno niega que, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el Bautismo, se remite la culpa del pecado original; o incluso afirma que no se quita todo lo que tiene la verdadera y propia naturaleza del pecado, sino que dice que solo se borra o no se imputa, que sea anatema. Porque en los que nacen de nuevo no hay nada que Dios odie, ya que no hay condenación para los que verdaderamente son sepultados juntamente con Cristo por el Bautismo en la muerte; los que no andan conforme a la carne, sino que, despojándose del viejo hombre y revestidos del nuevo, creado según Dios, son hechos inocentes, inmaculados, puros, inofensivos y amados de Dios, verdaderos herederos de Dios, pero coherederos con Cristo; de modo que no hay nada que retrase su entrada en el Cielo. Pero este Santo Sínodo confiesa y es consciente de que en los bautizados permanece la concupiscencia, o un incentivo (para pecar); que, aunque se nos deja para nuestro ejercicio, no puede dañar a aquellos que no consienten, sino que resisten con valentía por la gracia de Jesucristo; sí, el que haya luchado legítimamente será coronado. Esta concupiscencia, que el Apóstol a veces llama pecado, el Santo Sínodo declara que la Iglesia Católica nunca ha entendido que se llame pecado, como si fuera verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque es del pecado y se inclina al pecado.

Este mismo Santo Sínodo declara, sin embargo, que no es su intención incluir en este Decreto, donde se trata del pecado original, a la bendita e inmaculada Virgen María, Madre de Dios; sino que deben observarse las Constituciones del Papa Sixto IV, de feliz memoria, bajo las penas contenidas en dichas Constituciones, que renueva.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

CAPÍTULO I

Sobre la institución de una Cátedra de Sagrada Escritura y de las artes liberales.

El mismo Sagrado y Santo Sínodo, adhiriéndose a las piadosas Constituciones de los Soberanos Pontífices y de los Concilios aprobados, y abrazándolas y añadiéndoles; para que el tesoro celestial de los Libros Sagrados, que el Espíritu Santo ha entregado con la mayor liberalidad a los hombres, no quede descuidado, ha ordenado y decretado que, -en aquellas iglesias en las que se encuentre una prebenda, un prestimonio u otro estipendio bajo cualquier nombre, destinado a profesores de Teología Sagrada, los Obispos, Arzobispos, Primados y otros Ordinarios de esos lugares obliguen y compelan, incluso mediante la sustracción de los frutos, a quienes posean dicha prebenda, prestimonio o estipendio, a exponer e interpretar la citada Sagrada Escritura, ya sea personalmente, si son competentes, o de otro modo mediante un sustituto competente, que será elegido por los citados Obispos, Arzobispos, Primados y otros Ordinarios de esos lugares. Pero, en lo futuro, no se concedan tales prebendas, prestimos o estipendios salvo a personas competentes y a quienes puedan desempeñar ese cargo; de lo contrario, la disposición tomada será nula y sin efecto.

Pero en las iglesias metropolitanas o catedrales, si la ciudad es distinguida y populosa, y también en las iglesias colegiadas que se encuentran en cualquier ciudad grande, aunque no pertenezcan a ninguna Diócesis, siempre que el clero sea numeroso allí, en las que no existan prebendas, prestimonios o estipendios reservados para este fin, que la primera prebenda que quede vacante por cualquier motivo, excepto por renuncia, y a la que no se le haya asignado ninguna otra función incompatible, se considere ipso facto reservada y dedicada a ese fin para siempre. Y en caso de que en dichas iglesias no haya ninguna prebenda, o no haya ninguna suficiente, el metropolitano o el propio obispo, asignando a ello los frutos de algún beneficio simple, cumpliendo, no obstante, las obligaciones correspondientes, o mediante las contribuciones de los beneficiarios de su ciudad y Diócesis, o de cualquier otra forma que resulte más conveniente, disponga, con el asesoramiento de su cabildo, de tal manera que se imparta dicha lectura de las Sagradas Escrituras; sin embargo, de tal forma que cualquier otra lectura que pueda haber, ya sea establecida por costumbre o de cualquier otra forma, no se omita por ningún motivo.

En cuanto a las iglesias cuyos ingresos anuales son escasos y en las que el número de Clérigos y laicos es tan reducido que no es conveniente impartir en ellas una Cátedra de Teología, que al menos tengan un Maestro, elegido por el Obispo con el Consejo del Cabildo, para enseñar gramática gratuitamente a los Clérigos y otros eruditos pobres, a fin de que estos, con la bendición de Dios, puedan posteriormente pasar al mencionado estudio de las Sagradas Escrituras. Y para este fin, o bien se asignen los frutos de algún beneficio sencillo a ese Maestro de gramática, frutos que recibirá mientras continúe enseñando, siempre que, sin embargo, dicho beneficio no se vea privado de la obligación que le corresponde, o bien se le pague una remuneración adecuada con cargo a los ingresos episcopales o capitulares; o, en definitiva, que el propio Obispo idee algún otro método adecuado a su iglesia y Diócesis; para que esta piadosa, útil y provechosa disposición no sea descuidada bajo ningún pretexto aparente.

En los Monasterios de Monjes también, que haya de igual manera una lectura de la Sagrada Escritura, donde esto pueda hacerse convenientemente; y si los Abades son negligentes en esto, que los Obispos de los lugares, como Delegados de la Sede Apostólica, los obliguen a ello con los remedios adecuados. Y en los Conventos de otros Religiosos, en los que los estudios puedan prosperar convenientemente, que haya de igual manera una Cátedra de Sagrada Escritura, que será asignada, por los Capítulos Generales o Provinciales, a los Maestros más capaces.

En los Colegios públicos, en los que hasta ahora no se ha instituido una Cátedra tan honorable y necesaria, que sea establecida por la piedad y la caridad de los Príncipes y gobiernos más religiosos, para la defensa y el aumento de la Fe Católica, y la preservación y propagación de la sana doctrina; y donde tal Cátedra, una vez instituida, haya sido descuidada, que sea restaurada. Y para que no se difunda la impiedad bajo la apariencia de piedad, el mismo Santo Sínodo ordena que nadie sea admitido en este oficio de Profesor, ya sea público o privado, sin haber sido previamente examinado y aprobado por el Obispo del lugar en cuanto a su vida, conversación y conocimientos; lo cual, sin embargo, no se entiende para los Profesores de los Conventos de Monjes. Además, aquellos que enseñan la citada Sagrada Escritura, siempre que enseñen públicamente en las escuelas, así como los eruditos que estudian en esas escuelas, disfrutarán plenamente y poseerán, aunque estén ausentes, todos los privilegios que les concede el derecho común, en lo que se refiere a la recepción de los frutos de sus prebendas y beneficios.

CAPÍTULO II

Sobre los Predicadores de la Palabra de Dios y los cuestores de limosnas.


Pero viendo que la predicación del Evangelio no es menos necesaria para la comunidad cristiana que su lectura, y considerando que esta es la principal obligación de los Obispos, el mismo Santo Sínodo ha resuelto y decretado que todos los Obispos, Arzobispos, Primados y todos los demás Prelados de las iglesias estén obligados personalmente, si no se lo impide ningún impedimento legítimo, a predicar el Santo Evangelio de Jesucristo. Pero si sucediera que los Obispos y los demás mencionados anteriormente se vieran impedidos por algún impedimento legítimo, estarán obligados, de acuerdo con la forma prescrita por el Concilio General (de Letrán), a nombrar personas idóneas para desempeñar debidamente este oficio de predicación. Pero si alguno, por desprecio, no lo ejecutara, sea sometido a un castigo riguroso.

Los Arciprestes, Curas y todos aquellos que, de cualquier manera, tengan a su cargo iglesias parroquiales u otras iglesias que se ocupen del cuidado de las almas, deberán, al menos los días del Señor y en las fiestas solemnes, ya sea personalmente o, si se ven legalmente impedidos, a través de otras personas competentes, alimentar al pueblo que se les ha confiado con palabras sanas, de acuerdo con su propia capacidad y la de su pueblo; enseñándoles las cosas que es necesario que todos conozcan para la salvación, y anunciándoles con brevedad y sencillez de discurso los vicios que deben evitar y las virtudes que deben seguir, para que puedan escapar del castigo eterno y obtener la gloria del Cielo. Y si alguno de los mencionados descuida el cumplimiento de este deber, aunque alegue, por cualquier motivo, que está exento de la jurisdicción del Obispo, y aunque las iglesias puedan estar, de cualquier manera, exentas, o tal vez anexionadas o unidas a un Monasterio que esté incluso fuera de la Diócesis, no falte la vigilante solicitud pastoral de los Obispos, siempre que esas iglesias estén realmente dentro de su Diócesis; para que no se cumpla esta palabra: Los pequeños han pedido pan y no había quien se lo partiera. Por lo tanto, si, después de haber sido amonestados por el Obispo, descuidan este deber durante tres meses, que sean obligados por censuras eclesiásticas, o de otro modo, a discreción del mencionado Obispo; de tal manera que, incluso si le parece conveniente, se pague una remuneración justa, con los frutos de los beneficios, a otra persona para que desempeñe ese cargo, hasta que el Principal, arrepintiéndose, cumpla con su propio deber.

Pero si se encontrara alguna iglesia parroquial, sujeta a Monasterios que no pertenecen a ninguna Diócesis, si los Abades y Prelados regulares fueran negligentes en los asuntos antes mencionados, que sean obligados a ello por los Metropolitanos, en cuyas Provincias se encuentran dichas Diócesis, como Delegados de la Sede Apostólica para tal fin; ni la costumbre, ni la exención, ni la apelación, ni la reclamación, ni la acción de recuperación tendrán efecto para impedir la ejecución de este Decreto; hasta que un juez competente, que procederá de forma sumaria y examinará únicamente la veracidad de los hechos, haya tomado conocimiento del caso y haya dictado sentencia.

Los Religiosos, cualquiera que sea su Orden, no podrán predicar ni siquiera en las iglesias de su propia Orden, a menos que hayan sido examinados y aprobados en cuanto a su vida, costumbres y conocimientos por sus propios Superiores, y con su licencia; con dicha licencia estarán obligados a presentarse personalmente ante los Obispos y pedirles su bendición antes de comenzar a predicar. Pero, para predicar en iglesias que no sean las de su propia Orden, además de la licencia de sus propios Superiores, estarán obligados a tener también la licencia del Obispo, sin la cual no podrán en ningún caso predicar en dichas iglesias que no pertenezcan a su propia Orden; y los Obispos concederán dicha licencia gratuitamente.

Pero si, lo que Dios no quiera, un predicador difundiera errores o escándalos entre el pueblo, el Obispo prohibirá su predicación, aunque predique en un Monasterio de su propia orden o de otra Orden; mientras que, si predica herejías, procederá contra él según lo dispuesto por la ley o la costumbre del lugar, aunque dicho predicador alegue que está exento por un privilegio general o especial: en cuyo caso el Obispo procederá por autoridad apostólica y como Delegado de la Sede Apostólica. Pero los Obispos deben tener cuidado de que no se moleste al predicador, ni con acusaciones falsas ni de ninguna otra manera calumniosa, ni se tenga contra él ninguna causa justa de queja.

Además, los Obispos deben estar atentos para no permitir que nadie —ya sean aquellos que, siendo Religiosos de nombre, viven, sin embargo, fuera de sus Monasterios y fuera de la obediencia de su Instituto Religioso, o Sacerdotes seculares, a menos que sean conocidos por ellos y de moral y doctrina aprobadas— predique en su propia ciudad y Diócesis, ni siquiera con el pretexto de privilegio alguno; hasta que los dichos Obispos hayan consultado al respecto a la Santa Sede Apostólica, de la cual no es probable que personas indignas puedan obtener tales privilegios, salvo suprimiendo la verdad o profiriendo falsedades.

Los que piden limosna, comúnmente llamados cuestores, cualquiera que sea su condición, no se atrevan de ninguna manera, ni personalmente ni por medio de otros, a predicar; y los que contravengan esta norma, a pesar de cualquier privilegio, serán totalmente restringidos por los remedios adecuados, por el Obispo y los Ordinarios de los lugares.

INDICACIÓN DE LA PRÓXIMA SESIÓN

El Sagrado y Santo Sínodo también ordena y decreta que la primera sesión siguiente se celebre el jueves después de la fiesta del Bienaventurado Apóstol Santiago.

La sesión se prorrogó posteriormente hasta el 13 de enero de MDXLVII.


Continúa...
 

 
CUARTA SESIÓN
 

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