miércoles, 19 de noviembre de 2025

LA BATALLA FINAL

Todos los discípulos de Cristo hemos de saber que la Iglesia peregrina es necesariamente una Iglesia militante.

Por el padre José María Iraburu


–¿Con tanto diablo y tanta batalla final no estará usted cayendo en el tremendismo?

–Lo tremendo es que muchos cristianos ignoren que estamos en plena guerra con el diablo.

“Aquí estamos en paz, hay tranquilidad y no pasa nada”. Ateniéndose a ese juicio, los hombres “comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero en cuanto Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y acabó con todos. Lo mismo pasará el día en que se revele el Hijo del hombre” (Lc 17,28-30). Cuántos cristianos hoy, al menos entre aquellos que gozan de una relativa prosperidad y tienen una mentalidad liberal-mundana, son moderados, también a la hora de considerar los males del mundo, en el que de ningún modo aceptan vivir “como peregrinos y forasteros” (1Pe 2,11), y menos aún como combatientes. Piensan que no hay que dar crédito a los profetas alarmistas, y que los males del mundo actual son, con un poco de paciencia, tolerables. Tranquilos todos. En esta actitud, no pierden su tranquilidad aunque continuamente los medios de comunicación les informen de que crece la criminalidad, la droga, el espiritismo y los cultos satánicos, la promiscuidad sexual, las enfermedades mentales, la violencia, la pobreza de los países pobres, la homosexualidad, la irreligiosidad, el ateísmo y el agnosticismo, el laicismo contrario a Dios en todo, política, leyes, educación, sanidad, etc. ¿Y con todo esto pueden seguir pensando que no estamos en guerra?… Tendremos que encender en la oscuridad la luz del Evangelio.

Los invitados descorteses de la parábola, en realidad, no se enteran de qué va esta vida. En realidad hay dos parábolas distintas: Mateo 22,1-10 y Lucas 14,16-24. Son diferentes, aunque sean semejantes, pues las dos comienzan y terminan igual: una invitación y, tras el rechazo, un tremendo castigo, la exclusión del Reino. En la de San Mateo los invitados son malvados y asesinos, que matan a los siervos que les invitan. En la de San Lucas no, como lo indica el padre Leonardo Castellani:

“Los que son aquí condenados no son malos y asesinos, como en San Mateo, sino gente común, sin duda ricos, que dan razones valederas para excusarse del Convite; que no valen empero para el Convidador, el cual se enoja fieramente y vocifera un castigo. Tanto el rechazo como el castigo son tremendos, porque el título de la Parábola, el cual está al principio, es “el Reino de Dios”: “dichoso el que coma en el Reino de Dios, dijo uno”; y Cristo le respondió con esta Parábola.

Son los bienes terrenos los que hacen perder el Convite o el Reino de los Cielos a estas tres clases de hombres; ellos no son malos: no dice el Evangelista que uno robó diez bueyes, otro estafó una casa y el otro se amancebó; no son malos, pero ningún bien terreno, sea el que sea, debe anteponerse a la búsqueda del Reino (o sea la salvación del alma) e impedir nuestra respuesta afirmativa a Dios. La Parábola tan suavecita [la de Lucas] tiene mucha fuerza, más que la de Mateo; porque es justamente ésa la enfermedad de nuestra época: el entontamiento en pos de los bienes terrenos: la solicitud terrena. “Mirad, no andéis solícitos“ (Mt 6,31)” (Domingueras prédicas, dom. II post Pentec., 1966; abreviado).

“En los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos. Así será la venida del Hijo del hombre… Estad vigilantes, pues, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor” (Mt 24,38-42). Lo que en esta vida se están jugando los hombres es, simplemente, entrar para siempre en el Reino de Dios o verse excluidos de él eternamente. Y los que no se enteran de esto se ven, sin saberlo, en un peligro gravísimo de condenarse. Los invitados descorteses no fueron admitidos en el Reino.

Estamos, pues, ahora dentro de una batalla espiritual enorme. Y lo primero que ha de hacer el cristiano es enterarse de ello. Y obrar en consecuencia: “vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21,36; cf. 18,1).

No puede el hombre mantenerse ajeno a esa batalla, en una neutralidad distante y pacifista: “el que no está conmigo está contra mí” (Lc 11,23). Hay dos bloques mundiales enfrentados. De un lado, guiados y dominados por el diablo, están los que afirman: “no queremos que Él reine sobre nosotros” (Lc 19,14). Y del otro, guiados y animados por el mismo Cristo, los que quieren y procuran: “venga a nosotros tu Reino”. Unos quieren “ser como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gén 3,5) y creen, como dice el Beato Pío IX, que “la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos” (Syllabus 1864,3; cf. Vat. II, GS 36c). Los otros quieren regirse por la ley de Dios, expresada en la ley natural y revelada plenamente en Cristo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

Y el hombre, la familia, los pueblos, en medio de estos dos bloques irreconciliables, han de elegir de qué parte van a combatir. No es posible mantener una neutralidad ajena a esa guerra inmensa. Muchos cristianos moderados lo intentan, pero solo consiguen hacerse cómplices del mundo, reforzando en él así las fuerzas del diablo. Todos los discípulos de Cristo hemos de saber que la Iglesia peregrina es necesariamente una Iglesia militante. Y si no lo es, no está con Aquel que dijo: “yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

La meditación de las dos banderas, en los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, expone muy claramente la batalla permanente que hay en el mundo entre la luz de Dios y las tinieblas del diablo:

“El primer preámbulo es la historia: cómo Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya” (137): los dos campos que se enfrentan son Jerusalén y Babilonia (138). El tercer preámbulo es “pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para guardarme de ellos, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle” (139). El jefe de los enemigos “hace llamamiento de innumerables demonios y los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular” (141). Contra él y contra ellos, “el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todo los estados y condiciones de personas” (145).

Elijan ustedes dónde se sitúan, con quién combaten y contra quién luchan. No demoren su elección, sepan que es necesaria y urgente. Y no se dejen engañar ni por el diablo, ni por la flojera de la carne, ni por las solicitudes del mundo (comían, bebían, se casaban, plantaban, etc.), porque si no entran de lleno a combatir bajo la bandera de Cristo, lo quieran o no, rechazan al Salvador del mundo y se mantienen cautivos del Príncipe de este mundo.

La batalla de la Iglesia es contra el diablo, “contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos” (Ef 6,12). Lo sabemos porque Cristo lo enseñó claramente en el Evangelio. Pero además Él nos enseñó también a discernir las señales de la presencia y de la acción del diablo, y la Iglesia sabe hacerlo.

Es evidente que se dan en nuestro tiempo esas señales, especialmente en el Occidente apóstata. La constitución atea de los Estados modernos liberales, sean de izquierda o de derecha –es igual: “no queremos que Cristo reine sobre nosotros”–, la depravación de los espectáculos y de los grandes medios de comunicación, la perversión estatal de la educación, el favorecimiento político de la fornicación juvenil, la normalización legal del aborto, de la homosexualidad, de la eutanasia, la imposibilidad práctica de las fuerzas cristianas para unirse y actuar en el mundo secular, y tantos otros males, son actualmente en nuestras sociedades señales evidentes de la poderosa acción del Príncipe de este mundo.

Y son los Papas, con pocos más, los que denunciaron esa acción del demonio en el mundo actual. Lo hicieron demasiado solos. Es notable la superficialidad naturalista con la que tantos sabiazos católicos –teólogos, historiadores, sociólogos, pastoralistas– describen las coordenadas del mundo moderno, sin tener, al parecer, ni idea de la acción del diablo, que en gran medida causa, explica y mantiene esa siniestra cultura vigente. Casi ninguno menciona al diablo, ni siquiera de paso. Pero no pueden darnos terapias sociales eficaces quienes parten de diagnósticos tan erróneos.

Gracias a Dios, los Papas, al menos, y algunos pocos con ellos, anunciaron la verdad, la verdad de Dios, la verdad del mundo actual. El Estado moderno apóstata está mucho más sujeto al diablo, por ejemplo, que el Imperio pagano de Roma. Éste era solo un perro de mal genio, comparado con el tigre estatal de liberales, socialistas y comunistas. Al menos en la mayor parte del Occidente apóstata, el Estado es hoy la Bestia mundana, a la que “el Dragón [infernal] le dio su poder, su trono y un poder muy grande” (Apoc 13,2). ¿Puede entenderse algo de lo que hoy pasa en el mundo si esto se ignora? ¿Los medios que ponen los cristianos activistas, con su mejor voluntad, son los más eficaces para neutralizar a este gran Leviatán diabólico?

San Pío X: “puede estar ya en este mundo el “Hijo de Perdición” de quien habla el Apóstol (2 Tes 2,3)” (enc. E Supremi 1903). Pío XI: “Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha a sangre fría y planificada hasta el más mínimo detalle, entre el hombre y "todo lo que se llama Dios" (2 Tes 2,4)” (enc. Divini Redemptoris 1937; cf. también un diagnóstico del mundo actual en su enc. Ubi arcano, 1922, que viene a ser un eco de la de Benedicto XV, enc. Ad beatissimi 1914). “Cuando Jesús fue crucificado, las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mt 27,45); símbolo luctuoso de lo que ha sucedido y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública” (enc. Summi Pontificatus 1939).

Reforma o apostasía. No es tolerable que verdades de la fe tan importantes sean hoy ignoradas por la mayoría de los cristianos.
 

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