La Iglesia ofrece principios morales y sociales básicos, y corresponde a las autoridades civiles prestar atención —o no, lamentablemente— a esas enseñanzas.
Una ley es una orden o prohibición establecida para el bien, por alguien que tiene autoridad, y que tiene fuerza. Dado que una ley debe servir al bien común, una ley promulgada que no sirva al bien no es ley en absoluto: “Mala lex, nulla lex” (“una mala ley no es ley”).
La ley tiene dos fuentes:
Dios: Las leyes de Dios, o “la ley divina”, son leyes promulgadas por Dios mismo, que conocemos a través de la revelación y la razón. Incluyen:
● La ley eterna, que deriva de la Mente Divina y, al ser eterna, ha existido antes de la creación. Dirige todas las cosas —los ángeles, el hombre, los animales, el mundo— hacia su fin adecuado.
● La ley natural, que es la ley que gobierna el orden del universo material. La ley natural es inmutable y universal, se aplica a todos, en todo momento y en cualquier lugar. Se describe como “escrita en el corazón del hombre” y puede determinarse, mediante la razón, a partir de la propia naturaleza del hombre.
● La ley divina positiva, como las leyes mosaicas del Antiguo Testamento, que han sido cumplidas por la ley del Evangelio.
El hombre: Las leyes humanas se consideran leyes morales cuando afirman la Ley Eterna o Divina o se refieren al bien común. Las leyes humanas incluyen:
● La ley eclesiástica (de la Iglesia), como los seis preceptos de la Iglesia (1) y el Derecho Canónico. Salvo contadas excepciones, las leyes eclesiásticas se consideran leyes morales. Las leyes de la Iglesia tienen como objetivo ayudar a las personas a seguir más fácilmente la ley divina y promover el bienestar de la Iglesia. Toda persona bautizada que tenga uso de razón está sujeta a la ley de la Iglesia.
● La ley civil, las leyes normales y cotidianas creadas por el hombre con las que nos enfrentamos en la vida diaria, como los códigos penales y civiles de su estado, las leyes federales, etc.
La lista de fuentes del derecho anterior refleja, en orden descendente, qué tipo de derecho tiene prioridad. Sin embargo, cabe señalar que, si bien el derecho eclesiástico tiene prioridad sobre el derecho civil, la esfera civil es una entidad separada, con sus propias preocupaciones, sobre las que la Iglesia no pretende ejercer ningún control. Esta concepción de la separación entre la Iglesia y el Estado se refleja en las expresiones de San Agustín “la Ciudad de Dios” y “la Ciudad del Hombre”. De la encíclica Immortale Dei del Papa León XIII, publicada en 1885:
6. Dios ha repartido, por lo tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. “Las autoridades que hay, por Dios han sido ordenadas”. Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.
Es necesario, por lo tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
La Iglesia ofrece principios morales y sociales básicos, y corresponde a las autoridades civiles prestar atención —o no, lamentablemente— a esas enseñanzas. La Iglesia no reclama la autoridad para microgestionar, por ejemplo, cómo debe un país determinado abordar la inmigración (2) o el derecho de sus ciudadanos a armarse, etc. Simplemente enseña la caridad junto con la prudencia, el derecho natural a la autodefensa y otros principios morales, dejando que las naciones respeten —o no— esos principios y resuelvan los detalles de cómo ordenar sus sociedades. Por supuesto, cuanto más se base una nación en las enseñanzas sociales de la Iglesia, más ordenada y justa será. La noción moderna de una separación radical entre la Iglesia y el Estado —concebida de tal manera que ambos no solo están separados, sino que ni siquiera se tocan, exigiendo que los Estados prohíban que las enseñanzas de la Iglesia influyan en sus leyes— conduce al caos social.
Una ley humana es injusta y es lícito desobedecerla si 1) no ha sido promulgada por la autoridad adecuada y competente, 2) no tiene como finalidad el bien común, 3) no distribuye equitativamente las cargas que supone su cumplimiento, 4) viola los derechos de Dios (por ejemplo, ordena adorar ídolos) y 5) desobedecerla no acarrearía un mal mayor.
Aquí es donde entra en juego la cuestión de la “equidad”. Aunque los términos “justicia” y “equidad” se utilizan a menudo de forma intercambiable, no son exactamente lo mismo. La “justicia” se refiere a dar a cada uno lo que le corresponde; la “equidad” se refiere a ser imparcial en la administración de la justicia sin tener en cuenta los intereses personales. Con demasiada frecuencia, los tratos o resultados dispares provocan gritos de “injusticia”, y se dice que la propia naturaleza es “injusta” porque el talento, la inteligencia, la belleza, etc., se distribuyen de forma desigual. Pero una madre que dedica más tiempo a un hijo con necesidades especiales no está siendo injusta (al menos no necesariamente) con sus otros hijos. O pensemos en un niño perfectamente capaz que considera “injusto” que su hermano, que tiene una pierna rota, tenga unas muletas “geniales” y él no. Recordemos cuántas veces oímos cosas como que Silicon Valley es “injusto” con las mujeres porque hay relativamente pocas ingenieras de software, sin mencionar el hecho de que a la mayoría de las mujeres no les interesa la ingeniería de software. Pensemos en cuántas veces hemos oído que estar en contra del “matrimonio” homosexual es “injusto”, algo imposible porque va en contra de la ley de Dios y la ley natural, y se ignora por completo el hecho de que un homosexual siempre puede casarse legalmente con alguien del sexo opuesto, al igual que un heterosexual, y que un heterosexual tampoco puede casarse con alguien de su mismo sexo, lo cual es perfectamente igualitario.
Ninguna de las anteriores es injusta o desigual. Para recordar la diferencia entre justicia y equidad, imagina una situación en la que dos pacientes acuden a la sala de urgencias de un hospital: uno tiene un derrame cerebral y el otro tiene un dedo roto. Es perfectamente justo que los médicos den prioridad al paciente con derrame cerebral sobre el paciente con el dedo roto. Pero si se presentan dos pacientes con dedos rotos, sería injusto tratar a uno y no al otro porque uno tiene los ojos azules y el otro los tiene marrones, y el médico tiene una preferencia totalmente irrelevante por uno u otro color de ojos, o tratar a un paciente porque es rico y puede hacerle favores al médico más adelante, mientras que ignora al otro paciente porque es pobre y no puede beneficiar personalmente al médico. La importancia de la equidad es la razón por la que las representaciones de la Justicia suelen ser de una mujer con los ojos vendados y sosteniendo una balanza, para que sus sentimientos personales, sus caprichos y cualquier posible beneficio personal no influyan en sus decisiones.
Notas:
1) Los seis preceptos de la Iglesia (los deberes de un católico)
Asistir a misa y abstenerse de realizar trabajos serviles los domingos y días festivos.
Confesarse al menos una vez al año (tradicionalmente durante la Cuaresma).
Recibir la Eucaristía al menos una vez al año, durante el tiempo de Pascua (lo que se conoce como “deber pascual”).
Observar los días de ayuno y abstinencia.
Contribuir a satisfacer las necesidades de la Iglesia según las posibilidades y la condición de cada uno.
Obedecer las leyes matrimoniales de la Iglesia.
2) Contra las reflexiones del papa Francisco sobre la inmigración —reflexiones que carecen de prudencia y parecen no tener en cuenta el bien común de las naciones en cuestión ni los problemas de la asimilación de personas de culturas dispares, reflexiones expresadas sin ningún atisbo de que ejerza el carisma de la infalibilidad— esto es lo que la Iglesia enseña realmente sobre el tema, según la entrada de la Catholic Encyclopedia (Enciclopedia Católica) sobre “Migración”:
El control legal de la migración comenzó cuando dejó de ser colectiva y se convirtió en individual. Se han promulgado leyes que impiden a las personas abandonar su tierra natal y que, además, los países de destino prohíben o regulan su entrada. Se ha considerado necesaria una amplia regulación aplicable a las empresas de transporte y sus agentes, los medios de transporte, el trato durante el trayecto y en los puntos de destino. La justificación de la intervención pública reside en el derecho de una nación a controlar las variaciones de su propia población. La mayor necesidad surge de la guerra: por este motivo, las naciones regulan casi universalmente con gran rigor los movimientos de población, prohibiendo la emigración para no perder soldados y vigilando la inmigración como medida de precaución militar. Las medidas restrictivas también se justifican por razones de salud y moral, y por el principio general de que una familia nacional tiene derecho a decidir quién puede integrarse en ella.
Los numerosos y variados problemas de la inmigración se ilustran mejor con su historia en Estados Unidos. Quizás no haya existido una nación más diversa desde que el Imperio Romano integró las diversas nacionalidades de Europa Occidental. En una etapa muy temprana de la historia de las colonias americanas, se introdujo al negro, una raza tan antropológicamente distante de los primeros colonos que su asimilación resultaba imposible. Los indígenas americanos, aislados de los primeros, han tendido desde entonces a la extinción, por lo que no es necesario considerarlos como una posibilidad en el problema de la composición nacional y social. Con el paso del tiempo, otras razas llegaron, complicando aún más el problema. Además de estos elementos raciales distintos, cabe considerar un número infinito y una variedad de nacionalidades marcadas por diferencias menores y capaces de asimilarse.
Cabe señalar que el racismo —considerar que una raza humana es más amada por Dios, ontológicamente superior o inferior a otra, más o menos merecedora de caridad que otra, o atribuir a los individuos, a pesar de la evidencia contraria, las características generales de su raza— es absolutamente contrario a la doctrina católica. Esto es diferente, sin embargo, de reconocer diferencias raciales generales (por ejemplo, reconocer que, en general, los africanos corren más rápido que los caucásicos, o que los caucásicos, en general, son mejores en cálculo que los africanos, etc.), postura a menudo denominada “realismo racial” (claro está que, en nuestra época, incluso reconocer diferencias generales se considera “racismo”). El verdadero racismo, no obstante, va más allá de utilizar la ciencia y la evidencia sensorial que revelan diferencias generales , e implica asumir que un individuo de un grupo racial determinado debe poseer las características generales de ese grupo, y luego limitar sus opciones debido a esa falsa suposición. No reconocer a un genio matemático africano o las habilidades de un corredor caucásico, e impedirles a ambos usar sus dones, no solo es malicioso, sino que evidencia una falta de compromiso con la Verdad. El Dr. Martin Luther King lo resumió con su discurso "Tengo un sueño": "Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter", a lo que se puede añadir "sus talentos, sus habilidades, su inteligencia, etc.". Sin embargo, cuando se trata de inmigración masiva, una nación no trata con individuos, sino con grandes grupos de personas, y sus diferencias generales, culturas, capacidades y disposición para asimilarse, etc., deben tenerse en cuenta junto con la situación del país receptor: su economía, la disponibilidad de empleo, el estado de sus sistemas de educación y salud, etc.


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