domingo, 2 de noviembre de 2025

EL “DIOS DEL DIÁLOGO” NO TIENE CREDO

León XIV celebró el 60 aniversario de Nostra Aetate, rezó con los anglicanos como si León XIII nunca hubiera existido y condenó a los últimos monjes fieles por decir lo que Roma una vez enseñó.

Por Chris Jackson


En su audiencia general del 28 de octubre, León XIV aprovechó el sexagésimo aniversario de Nostra Aetate para afirmar que el diálogo es la esencia misma de la religión. La samaritana junto al pozo se convirtió en el nuevo modelo de fe, no por haber reconocido al Mesías, sino por haber conversado con Él. La adoración ya no está ligada a una montaña o un templo, sino al “espíritu y la verdad”, una frase que ahora se extiende para abarcar todo credo y sus contradicciones.

Calificó a Nostra Aetate como un punto de no retorno en la relación de la Iglesia con otras religiones, elogiando su visión de “destellos de verdad” en cada fe e instando a todos los creyentes a “caminar juntos” para salvar el planeta y regular la inteligencia artificial. Este ya no es el lenguaje de la salvación, sino el de la sostenibilidad. La Iglesia de Cristo se ha reconvertido en una especie de Naciones Unidas de la buena voluntad, y sus sacramentos han sido reemplazados por simposios.

Lo que comenzó en 1965 como una propuesta diplomática ha madurado hasta convertirse en una teología de la rendición. La Cruz ya no es el escándalo de una verdad particular; es el símbolo de la cooperación universal. Nostra Aetate ya no se cita como un experimento, sino como una revelación. Sesenta años después, el "dios" que reveló ha ascendido al trono: un dios que escucha, aprende y jamás juzga.

La liturgia del sincretismo

Una semana antes de ese discurso, León organizó una secuela visual en la propia Capilla Sixtina. El rey Carlos III y el “arzobispo” anglicano de York se unieron a él para una ceremonia de oración conjunta que desdibujó la línea entre anfitrión e invitado. Como observó el periodista, el canónigo Dr. Jules Gomes, en su detallado relato para The Stream, las vestimentas anglicanas se exhibieron junto al blanco papal; la liturgia se desarrolló de forma antifonal; se intercambiaron bendiciones mutuas; incluso se intercambiaron títulos honoríficos: cada uno era un “cofrade” en la capilla del otro.

La “esposa” adultera, Robert Prevost y Carlos III

La imagen era inconfundible. La encíclica Apostolicae Curae de León XIII había declarado las órdenes anglicanas “absolutamente nulas y sin valor”. León XIV actuó como si esa sentencia jamás hubiera existido. No se derogó ningún documento; en cambio, se perpetuó la contradicción. Mientras que un Papa anterior defendía la integridad del sacerdocio, León XIV canonizó su imitación por cortesía.

Fue el sacramento perfecto de la nueva religión. Las palabras permanecen en el pergamino, pero la práctica habla por sí sola. El “papado” moderno ha descubierto que no necesita revocar la doctrina, sino que simplemente puede ignorarla. Los anglicanos antes suplicaban reconocimiento; ahora Roma los halaga para darles legitimidad. El sueño ecuménico se ha hecho realidad: ambas partes coinciden ahora en que la verdad ya no importa.

El silencio de los fieles

Mientras la Capilla Sixtina se hacia eco de la diplomacia, un sonido muy distinto llegaba del norte. En Escocia, el “obispo” de Aberdeen condenó a los monjes de la Isla Papa Stronsay, los Redentoristas Trasalpinos, por declarar que la iglesia moderna y la fe de los santos no pueden coexistir. Su carta expresaba lo que todo católico practicante puede ver: que la nueva religión de la sinodalidad contradice la antigua Religión del sacrificio.

Los Hijos del Santísimo Redentor 
(Redentoristas Transalpinos)

El “obispo” calificó sus palabras de “incompatibles con la unidad”. Esa frase lo dice todo. ¿Unidad con quién? La misma jerarquía que ahora acoge a los anglicanos como “hermanos” expulsa a los monjes por creer en lo que definió Trento. El “diálogo” se extiende infinitamente hacia afuera, pero nunca hacia arriba, nunca hacia adentro. Hay paciencia para la incredulidad y persecución para la fe.

Este contraste pone de manifiesto el principio rector de nuestro tiempo: inclusión sin conversión, misericordia sin arrepentimiento, unidad sin fe. Cuanto más se felicita la iglesia por su “apertura”, más se reduce el espacio para quienes aún creen en las enseñanzas que la Iglesia antaño impartió.

El Fin del diálogo

El “dios del diálogo” es tolerante, elocuente y sordo. Acepta toda plegaria porque no reconoce ninguna. Preside ceremonias donde la verdad se suspende en aras de la armonía y donde la armonía se convierte en el nuevo nombre de la incredulidad. Sus “profetas” llaman a esto “progreso”.

Pero el Dios que fundó la Iglesia sigue esperando tras el velo: inmutable, indiferente a comités o pactos. No pide cooperación; exige conversión. Y cuando cesen los aplausos y se callen los micrófonos, no será el “dios del diálogo” quien hable. Será la Palabra, que nunca fue negociable.
 

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