Por Monseñor Henri Delassus (1910)
CAPÍTULO XXII
LA SEPARACION ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
El principal órgano del calvinismo, el Journal de Genève, con motivo de la convención del Gran Oriente de Francia en 1906, confirmaba en estos términos lo dicho anteriormente sobre la voluntad de la secta de aniquilar el cristianismo en Francia:
“La masonería se concentra en estos momentos en París, donde deliberan cuatrocientos delegados de las distintas logias del país. Es un acontecimiento de gran importancia. No hay que ocultar, en efecto, que la masonería tiene en sus manos el destino del país. Aunque solo cuenta con veintiséis mil adeptos, dirige a su antojo la política francesa. Todas las leyes que el catolicismo lamenta tan amargamente fueron inicialmente elaboradas en sus convenciones. Las impuso al Gobierno y a las Cámaras. Dictará todas las medidas destinadas a garantizar su aplicación. Nadie lo duda, y nadie, ni siquiera los más independientes, se atreverían a contrariar abiertamente su voluntad soberana. Quien se permitiera ignorarla sería destruido inmediatamente. Desde que Roma daba órdenes a los reyes y príncipes, nunca se había visto un poder semejante.
La voluntad de la masonería, como ya nadie ignora, es destruir el catolicismo en Francia. No descansará ni se detendrá hasta haberlo derribado. Todos sus esfuerzos tienden únicamente a ese fin”.
La Revolución ya se había propuesto como misión llevar a cabo ese designio.
Creía haberlo logrado con la constitución civil del clero. A través de ella, separaba a la Iglesia de Francia de Roma y sabía muy bien que, abandonada a su suerte, la Iglesia de Francia no podría subsistir mucho tiempo. El artículo IV del título I de la Constitución decía:
“Se prohíbe a todas las iglesias o parroquias de Francia y a todos los ciudadanos franceses reconocer, en cualquier caso y bajo cualquier pretexto, la autoridad de un obispo ordinario o metropolitano cuya sede esté establecida bajo el dominio de una potencia extranjera, ni la de sus delegados residentes en Francia o en otro lugar”.
El artículo 19 del Título II decía:
“El nuevo obispo (elegido por un colegio electoral laico) no podrá dirigirse al Papa para obtener ninguna confirmación; pero le escribirá como al jefe visible de la Iglesia universal, en testimonio de la unidad de fe y de comunión que debe mantener con él”.
Era el cisma, no solo organizado, sino ordenado, ya que, por un lado, se prohibía a toda iglesia y a todo ciudadano francés reconocer, en cualquier caso, la autoridad de un obispo extranjero en Francia y, por otro lado, se prohibía igualmente a los obispos nombrados en virtud de la nueva Constitución dirigirse al Papa para obtener alguna confirmación. Pensaban con razón que, privada de la savia de la vida sobrenatural cuya fuente Jesucristo había puesto en el Vaticano, la Iglesia de Francia no tardaría en morir de inanición.
Sabemos que el clero y los fieles, con el derramamiento de su sangre, lograron que se restablecieran las relaciones entre la Iglesia de Francia y su Jefe, de conformidad con la institución de Nuestro Señor Jesucristo.
Lo que se intentó al final del primer período de la acción masónica se intentó de la misma manera al final del segundo período. La ley de separación entre la Iglesia y el Estado fue elaborada para retomar la obra de la Constitución civil del clero y, como esta, y con el mismo fin, organizar el cisma. La secta experimentó la misma resistencia y tendría el mismo fracaso. Se forjaron sucesivamente cuatro leyes para sorprender, con astucia, el consentimiento del clero para entrar en un camino oscuro que pretendía llegar al cisma, y se anunció una quinta, pero el Vigía tenía los ojos abiertos y la tripulación era dócil a sus órdenes.
Al igual que en el caso Ferrer, la preparación, elaboración y aplicación de la ley de separación arrojaron una intensa luz sobre la forma de actuar de la masonería y revelaron cómo esta sabía imponer su voluntad a los poderes públicos. Por esta razón, debemos considerar esto ahora.
Ya en 1868, por lo tanto, bajo el Imperio, Jules Simon, al exponer el programa de los “republicanos”, prometía la ruptura del Concordato y la separación entre la Iglesia y el Estado.
Jules Simon
Los artículos orgánicos habían comenzado a poner al clero, el culto e incluso la enseñanza doctrinal bajo la dependencia del Estado.
La indemnización concordataria se convirtió en un emolumento después de que los ministros protestantes, primero, y luego los rabinos judíos, fueran inscritos en el presupuesto con el mismo título que los sacerdotes católicos.
Desde entonces, estos fueron considerados como funcionarios, presentados al público como tales y tratados como tales.
Las iglesias y catedrales quedaron poco a poco subordinadas a los departamentos y ayuntamientos. Ya no era posible construirlas, ni siquiera con las ofrendas de los fieles, sin donarlas al poder civil, so pena de no poder liberarlas para el culto, a fin de que, cuando llegara el momento de la separación, pudieran ser arrebatadas a los católicos. Del mismo modo, a pesar de una cláusula expresa del Concordato, ya no se permitió a la Iglesia de Francia adquirir tierras y otros bienes inmuebles, todos sus recursos tuvieron que convertirse en rentas para el Estado, a fin de que este no tuviera que cerrar la mano que los retenía, cuando llegara el momento de la separación.
Ante estos designios a largo plazo, cuya realización se persiguió de manera continua, ¿podemos negar la existencia de un agente que los concibe, los ejecuta o hace ejecutar las diversas partes según las facilidades que presentan los tiempos y las circunstancias? La infinita multitud de hombres que, en las diversas ramas de la administración e incluso en las altas funciones del poder, colaboraron con este misterioso agente, no sabían, en su mayoría, para quién trabajaban. El poder oculto que los sugestionaba, que los hacía actuar, sabía lo que quería y hacia dónde tendía su perseverante acción.
En 1871, Pradier, republicano católico, presentó un proyecto de ley de separación. No queremos decir con esto que se convirtiera en un servidor directo y consciente de la masonería; estamos convencidos de lo contrario; pero por la apertura que concedió en su espíritu a las ideas que propagaba la masonería, se encontró, como tantos otros, preparado para hacer su obra, aunque la ignorara o la detestara.
En el momento en que los republicanos se dieron cuenta de que tenían la mayoría en la Cámara, la cuestión se planteó en cada debate sobre el presupuesto de los cultos. En la convención de 1899, el 23 de septiembre, el H∴ Prêt justificó esta táctica en los siguientes términos: “Cuando hayamos conseguido la separación entre la Iglesia y el Estado, que tanto tiempo llevamos pidiendo con todo nuestro empeño —porque bien sabéis que su consecución se deberá a vuestra influencia—, si entonces nos preguntan cómo lo hemos conseguido, responderemos: proponiéndolo y haciéndolo proponer siempre” (1).
Recordada así año tras año, la propuesta parecía cada vez menos extraña y menos irrealizable.
Paul Bert había iniciado esta táctica en 1873. “Llegará el momento -decía- tengamos paciencia, esperemos a que las leyes sobre la enseñanza surtan efecto, esperemos a que la educación de las mujeres se libere de las creencias religiosas y, mientras tanto, presionemos a favor de la ruptura con la Iglesia mediante una serie de medidas que la debilitarán gradualmente”.
Diez años más tarde anunció que había llegado el momento de empezar a llevar a la Iglesia de Francia al estricto cumplimiento del Concordato (léase Artículos Orgánicos) y, de ahí, llegar a la supresión de todos los privilegios concedidos al clero y a la Iglesia (2).
“Después de haber comprobado los resultados de esta acción legislativa desconocida desde 1804 -añadió Paul Bert- es cuando, en nuestra opinión, será oportuno y necesario examinar si conviene pronunciar la separación entre el Estado, que volverá a la plenitud de su poder, y la Iglesia, reducida a sus propias fuerzas y a su estricto derecho”.
En 1900, la Convención del Gran Oriente se vio invadida por un conjunto de propuestas y mociones que emanaban de diversos congresos y oficinas masónicas, en particular del Congreso de las logias de la región parisina y de las logias del suroeste; de las logias de Gap; L∴ de los Amigos de los Altos Alpes; de Boulogne-sur-Mer: la Logia La Amistad; de Melun: L∴ de los Hijos de Hiram; de Somières: L∴ de la Marcha hacia adelante; de Toulon: L∴ La Reunión; de Ribérac: L∴ La Colmena de los Patriotas; de Caen: L∴ Themis; de Orán: L∴ La Unión Africana, etc. Tras tomar conocimiento de estas mociones, la convención formuló la siguiente resolución:
“Considerando que la abolición del Concordato, la separación entre la Iglesia y el Estado, la supresión del presupuesto para cultos, la retirada de la embajada francesa en el Vaticano y la recuperación de los bienes inalienables figuran entre las numerosas y más formales reivindicaciones del partido republicano, conviene, sin embargo, a la espera del triunfo de estas reivindicaciones, buscar resoluciones de espera inmediatamente realizables”. A continuación, se enumeran una larga serie de promesas que responden a ese objetivo (3).
En febrero de 1904, Keller, en su Correspondance Hebdomadaire, cuenta que, en el curso de esta preparación, Loubet, que aún no era presidente de la República, caminando por el Senado, en la Galería de los Bustos, dijo en una conversación: “Yo también soy partidario de la separación, pero solo votaré a favor de ella cuando hayamos terminado de poner las riendas a la Iglesia y de desarmar a los curas”. Para ello se trabajó mediante leyes, decretos y diversas medidas, sabiamente espaciadas.
Emile Loubet
El presidente Carnot, ya fuera por iniciativa propia o por sugerencia masónica, consideró que, con el fin de adormecer la opinión pública y la vigilancia pontificia, debía escribir una carta autógrafa a León XIII, prometiendo la sincera observancia del Concordato y el respeto a los tratados que llevaban la firma de Francia.
No era más que una táctica, una estratagema. Aprovechando la confianza que inspiraban esas palabras, la secta hacía sus últimos preparativos.
Tras medio siglo de estudios y disposiciones, consideró que por fin había llegado el momento de pasar a la acción. Sin embargo, no se atrevió a hablar abiertamente, a presentar en términos propios una ley de confiscación y separación. Waldeck-Rousseau se encargó de someter a votación y promulgar una ley sobre las asociaciones en general: no sería difícil, después, declarar que las diócesis y las parroquias constituían asociaciones religiosas y hacerlas pasar al régimen de las demás asociaciones de la misma naturaleza.
¿Se proponía Waldeck-Rousseau realmente aplicar con moderación a las congregaciones la ley que acababa de obtener y mantenerse así? El hecho es que, una vez votada la ley, fue derrocado y sustituido por Combes.
Sabemos con qué rigor aplicó la ley sobre las asociaciones y las hecatombes que produjo y de las que se jactó. Pero no consideró suficiente esta arma contra la Iglesia. El 21 de marzo de 1903, en la Cámara, y el 14 de enero de 1904, en el Senado, habló de una ley expresa sobre la separación. “Siempre he sido -dijo- partidario de la separación entre la Iglesia y el Estado”. Luego añadió: “Pero cuando asumí el poder, consideré que la opinión pública aún no estaba suficientemente preparada para esa reforma; consideré necesario inducirla a ello”.
Poco después, publicó, bajo el título Une deuxième campagne: vers la Séparation, estas líneas:
“Las congregaciones fueron disueltas, sus casas cerradas. Al día siguiente de esta operación, reinaba una paz profunda por todas partes, incluso en los lugares que durante más tiempo habían estado abandonados a las intrigas de los conventos. El silencio cayó, aquí como allá, sobre las congregaciones tan agitadas la víspera. En el momento presente, el olvido se ha tragado incluso sus nombres. Lo mismo ocurrirá con las consecuencias sociales de la separación entre la Iglesia y el Estado”.
Estas palabras muestran que su opinión estaba formada y que creía poder seguir adelante.
Así, la convención de septiembre de ese mismo año comenzó con un orden del día de plena confianza de el H∴ Combes, en el que se dice que “los delegados de las Logias de Francia, reunidos en Asamblea General el lunes 12 de septiembre de 1904, solicitan que se discutan simultáneamente en la sesión de enero la separación entre la Iglesia y el Estado y la Caja de Jubilación de los Trabajadores”.
Sin embargo, para una medida tan grave era bueno ganarse la opinión pública y hacerla creer que los errores estaban del lado del adversario.
Conocemos los odiosos medios que se adoptaron.
Un historiador, que de ninguna manera está dispuesto a ver la intervención divina en los acontecimientos humanos, caracterizó así la misión de Francia en el mundo:
“Con la conversión de Clovis, la nación de los francos y de la Galia se convirtió en el centro del catolicismo y, por lo tanto, de la civilización”. ¿Cómo sucedió esto? El papa Esteban lo explica: por el papel que Francia aceptó desde sus orígenes, el de ser la defensora de la Santa Sede. En una carta escrita a Pepino, hace decir al Apóstol San Pedro: “Según la promesa recibida de Nuestro Señor y Redentor, distingo al pueblo de los francos entre todas las naciones. Prestad a los romanos (a los papas) el apoyo de vuestras fuerzas, para que yo, Pedro, os cubra con mi protección en este mundo y en el otro”.
Francia seguía fiel a esta misión en el siglo XIX; restableció a Pío IX en el trono y montaba guardia junto a él. La secta anticristiana lo sufría con temblor. Exigió a Napoleón que retirara de Roma la bandera francesa, para que pudiera entrar el Piamonte. Europa no aceptó completamente este crimen, manteniendo a sus embajadores junto al Papa y conservando así su posición entre los soberanos. Por su parte, los Papas Pío IX, León XIII y Pío X no dejaron de protestar y, con ello, de impedir que se produjera la prescripción. Los Papas mantuvieron así el derecho en su totalidad.
Los jefes de Estado católicos promulgaron una ley por la que no podían visitar al rey de Italia en Roma, para no dar la impresión, ante los ojos del pueblo, de que reconocían la soberanía que los príncipes de Saboya se habían atribuido ilegítimamente. Los soberanos de Austria, España, Portugal, Sajonia, Baviera y Bélgica, con ese objetivo, se prohibieron incluso las visitas familiares a Roma sin carácter político, para no verse en la obligación moral de saludar al usurpador. Los emperadores y reyes de las naciones cismáticas, cuando iban a Roma, manifestaban la misma voluntad de salvaguardar también los derechos de la Santa Sede. Al tener que ser admitidos para presentar sus homenajes al Papa, recurrieron a esta combinación: fijaban su domicilio en sus embajadas, que formaban parte del territorio de sus naciones, y desde allí iban al Vaticano, a menudo en carruajes que habían hecho venir directamente de sus países, haciendo así al Papa-Rey una visita en la que profesaban ignorar la presencia del usurpador en Roma.
La secta soportaba esto con impaciencia. Decidió poner fin a esto y, para ello, recurrir al presidente de la República francesa. Encontró en esto tres ventajas: hacer que Francia acabara por repudiar su papel providencial; que el Papado perdiera el último vestigio de su soberanía, y que la República tuviera un pretexto para su ley de separación. Porque pensaba con razón que el Papa no dejaría pasar tal injuria sin protestar, y ella se armaría con esa protesta para motivar una separación estrepitosamente.
El escenario se preparó punto por punto. El viaje de Loubet fue anunciado a la Cámara, a la que se solicitaron los créditos necesarios. Estos fueron concedidos. Los aliados dejaron al conde Boni de Castellane, en la Cámara, y a Dominique Delahaye, en el Senado, el honor de defender el derecho pontificio y el honor de Francia; y, lo que es aún más deplorable, dos sacerdotes diputados, uno, Gayraud, se abstuvo de votar, otro, Lemire, dio a Loubet, con su voto, los medios para llevar a cabo su perversidad.
Jules Auguste Lemire e Hippolyte Gayraud
eclesiásticos y diputados franceses
(Grabado en “Le Pèlerin” - 1899)
El Soberano Pontífice dirigió secretamente al Gobierno de la República una protesta contra la “grave ofensa” cometida por el jefe del Estado contra los derechos de la Santa Sede. Esta protesta fue comunicada a los demás Gobiernos, con el fin de que el hecho consumado no pudiera convertirse en ley. Un semijudío, el príncipe de Mónaco, autorizó la publicación de la protesta en un periódico.
Combes pretendió que esta publicación era un acto de la Santa Sede y pidió explicaciones a través del embajador. El secretario de Estado reclamó que la cuestión se planteara por escrito. En lugar de ceder a un deseo tan legítimo y prudente, el embajador hizo saber que había recibido la orden de irse de vacaciones. A continuación, Combes exigió la retirada de dos cartas en las que se convocaba a los obispos de Laval y Dijon a Roma para que se justificaran de las acusaciones vertidas contra ellos. La retirada de esas cartas implicaba la renuncia a toda autoridad pontificia sobre los obispos de Francia. Ante la negativa de la Santa Sede, las relaciones diplomáticas se rompieron definitivamente.
Con todo así preparado, el primer día de febrero de 1905 se discutió en la Cámara una interpelación de Morlot. Se cerró con este orden del día: “Verificando la Cámara que la actitud del Vaticano ha hecho inevitable la separación entre la Iglesia y el Estado, y contando con el apoyo del Gobierno para cerrar la votación inmediatamente después del presupuesto, se pasa al orden del día”.
Doce años antes, en la convención de septiembre de 1892, el presidente, H∴ Doumer había propuesto y hecho aceptar una propuesta de la L∴ La Emancipación, O∴ de París, concebida así: “Todo F∴ M∴ investido de un mandato electivo tiene la obligación de votar toda propuesta que asegure en breve tiempo la separación entre las iglesias y el Estado, bajo pena de delito masónico. Un voto contrario emitido por ese H∴ implicará su acusación inmediata. Un segundo voto contrario se considerará delito de primera clase” (informe analítico).
Cuando el proyecto de ley fue presentado a la Cámara, los aliados, retomando el papel de obstruccionistas que tantas veces habían representado, gritaron al unísono: ¡Esto no sucederá! Y cuando suceda, no habrá nada que lamentar, porque la Iglesia de Francia recuperará con ello la plenitud de su libertad.
La Cámara inició el debate en marzo de 1905.
Se imponía una cuestión preliminar: ¿tenía el Parlamento derecho a votar una ley que afectaba a tantos intereses sin consultar al país? Se abstuvieron de debatir esta cuestión. El marqués de Rosambo opinó que el grupo de la oposición católica debía negarse a cooperar en nada con esta ley y a discutir las condiciones de nuestra expoliación y nuestra servidumbre. Le parecía mejor que abandonaran la sala de sesiones, notificando a Francia las razones de esa actitud, y no regresaran hasta que el trabajo de las logias hubiera terminado. La opinión era prudente. Pero ya no estábamos en la época de las resoluciones francas.
En los primeros días de abril, se votó la inclusión en votación de los artículos por 358 votos contra 217, y al mismo tiempo el régimen de urgencia, que dispensaba una segunda deliberación, garantía inscrita en la ley. La logia había dicho: Háganlo rápidamente.
Berthouliet solicitó que, antes de la votación definitiva, se aprovechara la sesión de los consejos municipales y generales para informarse sobre el estado de la opinión pública con respecto a esta cuestión. Esta moción fue rechazada.
Sin embargo, en el curso de la discusión, surgió la cuestión de la delación, que hundía a Combes. Fue sustituido por Rouvier. Cuando Combes introdujo la cuestión de la separación en el Consejo de Ministros, Rouvier pronunció un vehemente discurso en contra de este proyecto, que terminó con esta frase: “Si hacéis la separación, os entrego mi Ministerio; podéis tomarlo”.
Maurice Rouvier
He aquí el artículo. La letra cursiva marca la modificación introducida en el proyecto presentado por el Gobierno y la Comisión:
“En el plazo de un año, a partir de la promulgación de la presente ley, los bienes muebles e inmuebles de las Mesas, Consejos parroquiales, Presbiterios, Consistorios y otros establecimientos públicos de culto, serán, con todos los impuestos y obligaciones que los gravan, transferidos con los mismos títulos por los representantes legales de dichos establecimientos a las asociaciones que, ajustándose a las normas generales de organización del culto cuyo ejercicio se proponen garantizar, se hayan constituido legalmente según lo dispuesto en el artículo 17, para el ejercicio del culto, en las antiguas circunscripciones de dichos establecimientos”.
Así enmendado, el artículo 4 fue aprobado por 509 votos contra 44. Vemos, por estas cifras, que este artículo fue aceptado por el centro y por una parte de la derecha. En la prensa católica fue acogido con una satisfacción significativa que, entre algunos, llegó casi al entusiasmo, tanto estaba arraigado el espíritu de conciliación en las mentes de ese momento. No obstante, se había solicitado a la Cámara que la jerarquía, es decir, los Obispos y el Papa, se pronunciaran sobre la calidad de las asociaciones que reclamarían los bienes de las parroquias y diócesis. La Comisión y el Gobierno se habían negado y habían propuesto esta fórmula ininteligible: “Normas generales de organización del culto”, que no comprometían nada, cuyo sentido podía restringirse a voluntad. Además, ¿quién debía pronunciarse sobre la conformidad o no conformidad con las reglas de organización? ¿Los Obispos? De ninguna manera; los tribunales, en los que tenían asiento judíos y protestantes, masones y librepensadores, tenían interés en desorganizar el Estado católico. “Pretendo -escribía Jaurès en su periódico- que el artículo 4, tal y como lo votamos, sea, ante los tribunales civiles, para los sacerdotes republicanos y las asociaciones de culto solidarias con ellos, un excelente medio de defensa. Protege contra la política arbitraria de los obispos”.
El conjunto de la ley fue votado el 3 de julio por 341 votos contra 223. Cabe señalar que los 341 diputados de la mayoría habían sido elegidos por 2.980.340 de entre 11.219.992 votantes. Representaban, por lo tanto, la cuarta parte de la soberanía nacional, si dejamos fuera a las mujeres y a los jóvenes.
Desde la Cámara, el proyecto pasó al Senado. “Es necesario -exclamó el senador Philippe Berger- que se vote tal y como está”. Y Clemenceau, tras señalar las incoherencias que contenía la ley dijo: “Sin embargo, votaré a favor porque estoy atrapado en una trampa de la que es imposible liberarme, ya que soy prisionero de mi partido”.
A partir de mediados de julio, la Comisión del Senado aprobó, por 11 votos contra 2, el proyecto votado por la Cámara, sin cambiar ni una sola letra. Cualquier modificación, por leve que fuera, habría prolongado la discusión. Briand, relator de la Comisión, no temió dar, en su periódico L'Humanité, el motivo de tanta precipitación: “La Iglesia actual es una ciudadela dormida, sus murallas están desprovistas de cañones; sus arsenales están vacíos, sus ejércitos dispersos, sus jefes entorpecidos. Si sabemos aprovecharlo, caeremos de repente sobre esta ciudadela indefensa y la tomaremos sin combate, como los soldados de Mahoma tomaron Bizancio”.
Maxime Lecomte presentó su informe a la Comisión senatorial en los últimos días de octubre. En el informe realizaba todos los proyectos de modificación del texto votados por la Cámara, “porque -decía- no hay un instante que perder”.
El Senado inició las deliberaciones el lunes 9 de noviembre. También votó el régimen de urgencia. Sin embargo, el Journal des Débats observaba: “La separación es, sin duda, la reforma más grave que se ha votado y debatido en un siglo”.
El 6 de diciembre, el Senado terminaba su obra.
Quince días antes, Veber, diputado, presidía en Pantin un banquete en honor a la separación. En esa ocasión, Ferdinand Buisson tomó la palabra: “La separación -dijo- requiere tres nuevos compromisos: 1° el compromiso legal: la legislación deberá, en poco tiempo, corregir la ley 4 ; 2º el compromiso moral: debemos introducir el espíritu de la ley en la familia, separarla también de la Iglesia; 3º el compromiso social: la separación sería inútil si no se convirtiera en un instrumento de emancipación del dogma, con el fin de acelerar la conquista de la felicidad terrenal a través de la justicia social y la fraternidad humana”.
En otras palabras, la separación entre la Iglesia y el Estado fue una gran victoria obtenida en la lucha entre las dos civilizaciones. Pero para que la victoria fuera completa, era necesario buscarla en el ámbito político, en el ámbito familiar y en el ámbito social.
También Action exclamó: “La votación del Parlamento francés marca una fecha histórica para la HUMANIDAD. La primogénita de la Iglesia se convierte en la gloriosa madre de la Humanidad Libre”.
Jaurès, echando un vistazo al conjunto de los debates que acababan de tener lugar en la Cámara y en el Senado sobre una cuestión de tal importancia, hacía en su periódico esta observación, que no nos honra:
Jaurès, echando un vistazo al conjunto de los debates que acababan de tener lugar en la Cámara y en el Senado sobre una cuestión de tal importancia, hacía en su periódico esta observación, que no nos honra:
“¿Nuestros adversarios opusieron doctrina a doctrina, ideal a ideal? ¿Han tenido el valor de oponer al pensamiento de la Revolución el pensamiento católico en su totalidad, de reclamar para el Dios de la revelación cristiana el derecho no solo de inspirar y guiar a la sociedad espiritual, sino también de moldear la sociedad civil? No, se han esquivado, se han enredado en los detalles de la organización. No han afirmado con claridad el principio mismo que es como el alma de la Iglesia”.
¡Pobres de nosotros! Aquellos de entre nuestros representantes que hubieran tenido la talla —si es que había alguno— para desempeñar ese papel, no habrían sido apoyados desde fuera. La palabra de Jaurès, mencionada anteriormente, no carecía de fundamento. Estábamos sumidos en el caos. ¿Qué digo? Nuestros adversarios tenían la voluntad del mal, nosotros habíamos perdido la voluntad del bien. Los únicos que se agitaban eran los conciliadores. Durante toda la discusión de la ley, cada domingo, en un taller del callejón Ronsin, Desjardins reunía a una quincena de personas, entre ellas Buisson, presidente de la Comisión parlamentaria, abades, pastores protestantes y los judíos Joseph y Salomon Reinach. Buisson se informaba allí sobre los sacrificios que la Iglesia podría aceptar y sobre las disposiciones inaceptables para ella. Quizás fue allí donde se llegó a un acuerdo sobre la enmienda al artículo 4.
Los abades que asistían no ocupaban el último lugar entre la masa de demócratas cristianos, sillonistas y modernistas que soñaban con un nuevo orden de cosas para la Iglesia y para el mundo. Esa masa debilitó a la Iglesia de Francia. Así, tras algunos gemidos, anunciaba su deseo de sacar partido del nuevo régimen: “Hay periódicos católicos -decía el abad Lemire al director de Croix du Cantal- que dicen que la nueva ley es una ley cismática. No es así en absoluto”. Hablaban como el redactor de la Tribune de Genève, periódico protestante, que decía: “Los católicos fundarán asociaciones de culto. No les desagrada vivir bajo un régimen distinto al del Concordato... Allí encontrarán ventajas... e inconvenientes. La separación es un expediente político; no es una cuestión religiosa. Creo que los católicos sacarán de ello una mayor fuerza desde el punto de vista de la fe”.
No es de extrañar que, en estas condiciones, el Bulletin de la Semaine lanzara el siguiente lema: “Sobre todo, conviene preparar sin demora un modelo único y uniforme de estas asociaciones de culto que deben establecerse en todo el territorio y llegar a un acuerdo sobre los principios que deben constituirlas”.
Se crearon rápidamente periódicos enviados gratuitamente al clero para comprometerlo en este camino y comenzar la aplicación de la ley. Más tarde se supo que los directores de estos periódicos habían recibido, para crearlos y expandirlos, una parte de los fondos secretos de manos de Clemenceau.
Por su parte, los sectarios decían en voz alta que no se quedarían ahí. “Es solo una etapa -había dicho Bepmale, diputado de Saint-Gaudens- la ley votada es solo una transición”. Y en el congreso radical que se celebró en aquella época, Pelletan y todos los oradores se preocuparon de comunicar que “la ley concluida apresuradamente era solo una ley provisional”.
Sabemos cómo el Sumo Pontífice redujo a la nada las esperanzas de unos y otros.
En el mismo acto, Pío X obstaculizó los proyectos de la masonería internacional. Esta acababa de sentar, mediante el juego de las asociaciones de culto, el principio de la disolución de la Iglesia en Francia. Se había prometido llevar a cabo, según el mismo modelo, la misma operación en otros pueblos. Así, cuando Clemenceau, tras la primera aplicación de la ley de separación, anunció a las Cámaras que se acababa de “disparar el primer cañonazo” contra el edificio católico, el Gran Oriente de Italia envió al Gran Oriente de Francia un telegrama de felicitación y el Gran Oriente de Francia, en respuesta al Gran Oriente de Italia, saludó “el día próximo en que la Roma laica proclamará la caída de la Roma papal”.
Se intercambiaron correspondencias similares entre otras potencias masónicas. En América del Sur, la logia Estella de Oriente comunicó que invitaba a las trescientas logias de la República Argentina a celebrar, ese mismo día, con una reunión, la gran obra que la masonería francesa acababa de realizar.
La separación entre la Iglesia y el Estado y la Constitución civil del clero son los dos puntos culminantes de la labor masónica en Francia. Estos cierran dos períodos, períodos de preparación para un nuevo estado, del que debían ser el punto de partida.
Este estado de cosas no pudo concluirse, fue sofocado en sus inicios, en la época de la Revolución, por la sumisión del clero a la Sede Apostólica y por la sumisión de los fieles a sus legítimos pastores.
Hoy asistimos al mismo desenlace, gracias a las encíclicas de Pío X, a la unión del episcopado, al desinterés del clero y al buen espíritu de los fieles.
Vamos a ver a partir de ahora las intrigas de la masonería, ya no solo en el escenario restringido de Francia, sino en el de Europa e incluso en el del mundo.
Notas:
1) Informe, p. 266.
2) Emile Ollivier tradujo así el programa de acción trazado por Paul Bert: “Mantener a la Iglesia atada al pilar del templo, para que no tenga campo libre, y azotarla a voluntad, hasta que, agotada, avillanada, pueda ser muerta sin peligro”.
3) Convención de 1900. Sesión del 8 de septiembre. Informe, p. 313.
4) En el informe oficial de la Convención de 1905 se lee: “La Convención expresa el deseo de que la ley imperfecta, pero perfeccionable, sobre la separación entre las Iglesias y el Estado, ya votada por la Cámara de Diputados, sea adoptada lo antes posible por el Senado y promulgada antes de las elecciones generales, pero que sea posteriormente enmendada por el Parlamento en un sentido más claramente laico” (Informe, p. 402).
FIN DEL LIBRO
“LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA”
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Capítulo 2: Las dos concepciones de la vidaCapítulo 4: La Reforma, hija del Renacimiento
Capítulo 5: La Revolución instituye el Naturalismo
Capítulo 6: La Revolución, una de las épocas del mundo
Capítulo 8: Hacia dónde se encamina la civilización moderna
Capítulo 10: La masonería en sus inicios
Capítulo 11: Los enciclopedistas
Capítulo 12: Los anarquistas
Capítulo 13: Los Ilustrados
Capítulo 14: Los Jacobinos
Capítulo 15: La masonería bajo el primer Imperio
Capítulo 16: La restauración de la monarquía
Capítulo 17: Bajo la monarquía de Julio
Capítulo 18: Bajo la Segunda República
Capítulo 19: Bajo el Segundo Imperio
Capítulo 20: Bajo la Asamblea Nacional
Capítulo 21: Bajo la Tercera República






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