martes, 21 de octubre de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: BAJO LA SEGUNDA REPÚBLICA

De 1844 a 1848, la campaña por la libertad de la Iglesia se llevó a cabo con tanto coraje como talento.

Por Monseñor Henri Delassus (1910)


CAPÍTULO XVIII

BAJO LA SEGUNDA REPÚBLICA (1)

Por eso, la masonería se puso a estudiar las formas y los medios para ponerle fin. Para ello, decidió reunir una gran asamblea, algo que siempre hace en vísperas de conmociones públicas, y que no deja de provocar cada vez que ve surgir una oposición seria a la obra que acompaña desde hace cinco siglos. Nada podía parecerle más contrario a sus designios que la libertad de la Iglesia para educar cristianamente a sus hijos; y el partido católico se mostraba con fuerza para conquistarla.

Esta asamblea se reunió en 1847 en Estrasburgo, lugar central para el encuentro de los emisarios de Francia, Alemania y Suiza. Eckert dio los nombres de todos los miembros de esta asamblea. Entre los delegados de Francia, anotamos: Lamartine, Crémieux, Cavaignac, Caussidière (2), Ledru-Rollin, Louis Blanc, Proudhon, Marrast, Marie, Pyat, etc., todo el gobierno provisional (3).

En los primeros días del año siguiente, la revolución estalló no solo en Francia, sino en toda Europa, con una simultaneidad inexplicable, si no se tiene en cuenta la conspiración internacional de las logias. La explosión se produjo al mismo tiempo en París, Viena, Berlín, Milán y en toda Italia, en la propia Roma. “La Revolución -dice Eckert- agitó por todas partes su daga sangrienta y su antorcha incendiaria”.

Cabe señalar que el antijudaísmo legal terminó en Occidente con la revolución de 1848. La emancipación de los judíos se llevó a cabo entonces en Austria, Alemania, Grecia, Suecia y Dinamarca.

Los masones que habían participado en la convención de Estrasburgo se hicieron con el control del gobierno en Francia. El 6 de marzo de 1848, el gobierno provisional recibió a una delegación oficial de las logias masónicas. Los delegados, portando sus insignias, fueron recibidos por Crémieux y Garnier-Pagès, miembros del gobierno provisional, también revestidos con sus insignias masónicas: “Saludaron el triunfo de sus principios y se felicitaron por poder decir que toda la patria había recibido, a través de los miembros del gobierno, la consagración masónica. Cuarenta mil masones, repartidos en más de quinientos talleres, formando entre ellos un solo corazón y un solo espíritu, prometían su colaboración para terminar la obra comenzada” (véase Le Moniteur del 7 de marzo de 1848).

Cuatro días después, el Supremo Consejo del Rito Escocés también felicitó a los miembros del gobierno provisional por su éxito. Lamartine respondió: “Estoy convencido de que fue desde lo más profundo de vuestras logias desde donde emanaron, primero en la sombra, luego a media luz y finalmente a plena luz, los sentimientos que acabaron por provocar la sublime explosión de la que fuimos testigos en 1789, y de la que el pueblo de París acaba de mostrar al mundo la segunda y, espero, última representación, hace unos días” (4).

El Gran Oriente también acudió a felicitarlo y otro miembro del gobierno provisional, el judío Crémieux, le dijo: “La República está en la masonería” (5). Tras esta garantía y promesa, indicó qué tipo de trabajo debía realizar la República de común acuerdo con la masonería: “La unión de los pueblos de todos los puntos del globo contra la opresión del pensamiento (por parte de la Iglesia) y contra la tiranía de los poderes”; en otras palabras, la insurrección de toda la humanidad contra toda autoridad civil y toda autoridad religiosa, contra todo lo que se opone al establecimiento de la civilización masónica. Poco después, para preparar en todo el universo las vías de esta civilización, el mismo Crémieux fundó la Alianza Israelita Universal, cuyo fin declarado es el exterminio del cristianismo y la hegemonía de la raza judía sobre todas las demás razas.

El movimiento revolucionario así suscitado por la masonería, sostenido y desarrollado por las sociedades secretas, tuvo su mayor impulso en las batallas de junio. Pero la corriente conservadora que vimos surgir en 1843, que se había engrosado bajo la acción del partido católico y que había visto llegar a él a quienes temían las amenazas del socialismo, se hizo lo suficientemente fuerte como para frenar el movimiento revolucionario. Pronto los conservadores comprendieron que no había salvación sino en la Religión, y este sentimiento se hizo lo suficientemente general y fuerte como para obligar a Cavaignac y Napoleón a rivalizar en concesiones a los católicos. Esto fue lo que impusieron las correspondencias de Roma y la ley de libertad de enseñanza. Estas dos grandes victorias trajeron consigo otras. Renacían la libertad de los Concilios y la libertad de la devoción cristiana: se concedía un lugar preponderante al Clero y a las Comunidades Religiosas en las instituciones en favor de los desdichados, y en el estudio de los medios para resolver la cuestión social planteada bajo el régimen anterior, pero que las doctrinas socialistas agravaban singularmente.

Parecía que la Iglesia iba a triunfar sobre el espíritu revolucionario. Pero no; la corriente católica no era lo suficientemente pura, y la corriente masónica solo había suspendido por un instante su curso para hacer rodar sus aguas con más vigor.

La corriente católica ya estaba infectada por el liberalismo (6). El liberalismo católico consiste esencialmente en el esfuerzo por acercar la Iglesia al mundo, el Evangelio a los “derechos del hombre”, para reconciliar, como dice Pío IX en la última de las proposiciones del Syllabus, la Iglesia y “la civilización”, la civilización tal y como la entendió el humanismo del Renacimiento, tal y como la quiere la masonería. Todo el trabajo de los católicos liberales, durante tres cuartos de siglo, ha tendido únicamente a esa unión, trabajo ingrato y funesto, que solo puede terminar con el triunfo del mal.

Félicité Robert de Lamennais

Lamennais fue el creador del catolicismo liberal, al igual que el abad de Saint-Cyran, con el que tiene similitudes, fue el verdadero creador del jansenismo. Ambos se esforzaron particularmente en hacer penetrar el veneno de sus doctrinas en el clero, convencidos de que desde allí descendería fácilmente hasta el alma del pueblo. Todavía hoy, los demócratas que quieren poner bajo esta etiqueta algo diferente de lo que León XIII aprobó, se sirven de Lamennais; y tienen razón, porque Lamennais es verdaderamente su padre y maestro.

“Lamennais -dice Crétineau-Joly- se anuncia como el ángel exterminador del racionalismo y llega, como por arte de magia, a la apoteosis de la razón humana: solo habla del principio de autoridad y lo socava en todos sus grados y en todas sus formas; su primer grito de guerra es contra la indiferencia y su último suspiro propagará y sancionará el indiferentismo real, a través de la confusión de los diversos cultos en un culto universal procedente de la masonería; sacrifica el sacerdocio y el imperio a la tiara, y luego acaba rebajando la tiara a la autoridad de las masas ignorantes o profanas; se rodea de la juventud clerical o laica, monopoliza las buenas voluntades y las conduce al abismo, al borde del cual Gregorio XVI las detuvo, tanto en Francia como en Italia, en Bélgica como en Alemania... La disimulación estaba en las vías de Lamennais. No se explicaba con sinceridad; pero sabía arrebatar las esperanzas y llevar hasta el final la fiebre del bien aparente que sus opiniones debían realizar tarde o temprano” (7). Cuántos rasgos de este retrato se han convertido en los de nuestros contemporáneos, que consideran glorioso ser y decirse discípulos suyos.

Al anunciar el segundo volumen de su Essai, Lamennais escribió a uno de sus admiradores de Estados Unidos: “La Iglesia está aquí muy abandonada; en realidad, en este momento no tenemos más que una sombra de la Iglesia”.

Esos propósitos los seguimos escuchando hoy en día. Otro rasgo de similitud: el cardenal Benetti, al enterarse de la audiencia concedida a Lamennais por León XIII, dijo: “No será ni el primero ni el último en querer dominarnos desde lo alto de su obediencia... en hacernos tomar su defensa imponiéndonos sus doctrinas y haciéndonos abrazar sus exageraciones”. ¿No ha servido también en nuestros días el celo afectado por la defensa de “las directrices pontificias” como pasarela para peligrosas exageraciones e incluso para malas doctrinas?

Continúa...

Notas:

1) La Segunda República abarca el período comprendido entre 1849 y 1852, con Luís Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, como presidente. (N. del T.)

2) Marc Caussidière puede considerarse un ejemplo típico entre los agentes de la masonería. En él se ve de dónde salen, hacia dónde se les empuja, qué hacen. Era empleado en una fábrica de seda en Saint-Étienne cuando se afilió al partido revolucionario. En 1834 participó en la insurrección de Lyon. Condenado a veinte años de prisión y amnistiado en 1839, se convirtió en representante comercial de vinos. Todavía lo era cuando estalló la revolución de 1848. Se autoproclamó jefe de policía y creó, para la guardia de su jefatura, el cuerpo de los Montagnards, compuesto por miembros de sociedades secretas y antiguos condenados políticos. Y como si le reprocharan esas extrañas elecciones, dijo que él “ponía orden con elementos del desorden”. Tras las jornadas de junio, en las que desempeñó uno de los papeles más equívocos, se refugió en Inglaterra y luego en Estados Unidos, y tras la amnistía de 1859, regresó a Francia para morir allí.
Protegió tan bien durante los días de revuelta la alcaldía de Rothschild, que este le recompensó generosamente tras el golpe de Estado, permitiéndole retomar el comercio de vinos.

3) El Osservatore Cattolico de Milán publicó en agosto de 1886 una serie de cartas que había recibido de Berlín sobre las disposiciones del emperador de Alemania relativas a la masonería y al judaísmo. Entre los muchos hechos interesantes que allí se relatan se encuentra este:
“Glasbrenner, judío y masón, publicó en Berlín, en octubre de 1847, un calendario en el que había escrito, en la página correspondiente al 26 de febrero de 1848, lo siguiente: 'La casa de Luis Felipe hace su inventario: el pasivo supera al activo'”. Así, con cuatro meses de antelación, este judío señalaba con una precisión de dos días la fecha de la revolución que iba a estallar en París y en gran parte de Europa. Evidentemente, al igual que en 1879, el poder oculto había preparado los acontecimientos y las fechas.

4) Es imposible describir mejor cómo se hacen las revoluciones. Se preparan mediante ideas y sentimientos que se lanzan al público, el cual, así prevenido, deja hacer o incluso aplaude. Esos sentimientos e ideas se elaboran en la sombra de las tiendas para el fin al que están destinados, y luego se lanzan a la corriente de la opinión, primero en la penumbra del día, luego a plena luz. Cuando la secta considera que están suficientemente inoculados en el espíritu público, da la señal para la explosión. Estos sentimientos e ideas se vinculan siempre y en todo momento a las “ideas modernas”, a los “principios del 89”, a los “derechos del hombre”. Veremos más adelante, en el capítulo sobre la “corrupción de las ideas”, que estos “principios” fueron forjados, según su propio testimonio, por los judíos, para establecer su dominio sobre los cristianos y sobre toda la humanidad.

5) Un alto funcionario del ayuntamiento de París, llamado Flottard, publicó en la Revue Hebdomadaire el relato de la toma del Ayuntamiento y la creación del gobierno provisional. Este estaba compuesto por solo cinco miembros, pero cuando el decreto salió de la prensa nacional, consignaba siete. Crémieux y Marie habían sido añadidos. “Afirmo -dice Flottard- que esta adición no fue deliberada y que no figuraba en las pruebas enviadas a la prensa y que tengo ante mis ojos mientras escribo esto”. Un solo nombre podría haber provocado protestas. El de Marie debía hacer pasar el de Crémieux.
Crémieux no dejó de instalarse también en el gobierno provisional de 1871 para ocuparse igualmente de los intereses de los judíos. Decretó su naturalización en masa en Argelia.

6) El liberalismo no es una herejía ordinaria. El abad Chesnel (Los derechos de Dios y las ideas modernas) lo llamó muy acertadamente “herejía”. Es la herejía propia y personal de Satanás, ya que consiste, para la criatura, en usurpar en su beneficio la independencia y la soberanía que pertenecen solo a Dios, por toda la eternidad, y en el orden de los tiempos a Nuestro Señor Jesucristo. Así se ve en qué se diferencia el liberalismo moderno de todo lo que le precedió en términos de rebelión y pecado. Es el pecado mismo, el último término y el grado más alto del pecado. El liberalismo llama al “hombre de pecado”, prepara los caminos del Anticristo.
La seducción liberal ha cegado casi todas las inteligencias; las últimas nociones del verdadero cristianismo terminan por borrarse en los espíritus. ¡Qué transformación en las ideas, en las costumbres, en las creencias, desde los juristas realistas de los siglos XIV y XV hasta nuestros días, pasando por Lutero, Voltaire y Jean-Jacques Rousseau, y por Lamennais, el gran seductor de los católicos! Son hijos de la misma idea, agentes de la misma seducción. La aparición sucesiva de estos personajes marca las etapas del movimiento revolucionario. El último en aparecer, Lamennais, no fue el menos peligroso ni el menos funesto. Es el padre y jefe de la escuela simultáneamente católica y revolucionaria, de la pacificación, de la adaptación, de la unión, en fin, y de la fusión entre el cristianismo y la Revolución.
L. CHAPOT, Revue Catholique des Institutions et du Droit, septiembre de 1904, número 9, página 198.

7) L'Eglise Romaine en face de la Révolution, II, 276-284.
 

No hay comentarios: