viernes, 17 de octubre de 2025

DILEXI TE: ¿OPCIÓN PREFERENCIAL O PELIGROSO ALEJAMIENTO?

Dilexi Te de León XIV reinventa la fe como teoría social, convirtiendo la virtud sobrenatural de la caridad en un modelo para la lucha de clases.

Por Chris Jackson


La primera exhortación apostólica de León XIV, Dilexi Te, redobla la apuesta por la “opción preferencial por los pobres” post-Vaticano II; incluso sugiere que el cuidado de los pobres está en el corazón mismo del Evangelio. El documento se hace eco de la pasión por la “justicia social” de Francisco y la era del Vaticano II, denunciando la “tiranía” del capitalismo de libre mercado y llamando a un cambio estructural radical. Pero ¿se alinean estos énfasis con la enseñanza perenne de la Iglesia Católica? Un análisis más detallado revela tensiones significativas, incluso contradicciones manifiestas con la doctrina pre-Vaticano II (y, a veces, con las propias enseñanzas postconciliares). A continuación, examinamos cómo Dilexi Te se compara con el Magisterio de los siglos y por qué deberían sonar las alarmas.

La “Iglesia de los pobres”: ¿una “novedad” de los años 60?

Desde el principio, Dilexi Te presenta el cuidado de los pobres no como un valor entre muchos, sino como algo central para la identidad de la Iglesia. León XIV afirma contundentemente que “existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres”, llegando incluso a afirmar que “los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo”. Describe el amor por los pobres como “la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios”, insistiendo en que toda auténtica renovación de la Iglesia “ha tenido siempre como prioridad la atención preferencial por los pobres”. Este lenguaje, y la teología subyacente, se alinean claramente con el ethos católico posterior al Vaticano II, pero habrían sonado sorprendentes, incluso desconcertantes, para los oídos pre-Vaticano II.

Resulta revelador que la frase “Iglesia de los Pobres” solo se incorporara al lenguaje católico durante el concilio Vaticano II (1962-1965). De hecho, nunca fue el tema central de ningún concilio ecuménico ni documento papal antes de la década de 1960. En los primeros meses del concilio, figuras como el cardenal Giacomo Lercaro argumentaron que “el misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, y especialmente hoy, el misterio de Cristo en los pobres”, proponiendo que este no fuera “un tema entre otros, sino en cierto sentido el único del Vaticano II. Esto fue revolucionario: los concilios anteriores se habían convocado para definir la doctrina o combatir la herejía, no para reorientar la Iglesia en torno a preocupaciones socioeconómicas.

Sin embargo, un grupo de “padres conciliares”, conocido informalmente como el círculo de la “Iglesia de los Pobres”, tomó esta idea y la llevó adelante, incluso redactando el infame Pacto de las Catacumbas en 1965. En ese pacto (firmado justo antes de la clausura del Concilio), docenas de obispos comprometieron a la Iglesia a una “vida de pobreza” y a un “nuevo estilo de vida” despojado de las riquezas mundanas, para ser verdaderamente una “Iglesia pobre para los pobres”.

Estos acontecimientos suponen una ruptura radical con la autocomprensión previa de la Iglesia. Un comentarista describió sin rodeos la agenda posconciliar de la “Iglesia pobre” como un enfoque “miserable” que “alaba la desposesión total de la Iglesia de sus tradiciones y bienes”, despojándola así de sus bienes temporales en pos de un ideal utópico.

Esté uno de acuerdo o no, es innegable que el Vaticano II y los “papas” posteriores introdujeron un nuevo tono y un nuevo enfoque: la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (1965) del concilio declaró que “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas ... de los discípulos de Cristo”. Pablo VI, en su exhortación apostólica de 1975 Evangelii Nuntiandi, habló de una “preferencia evangélica” por los pobres y los que sufren, y Juan Pablo II afirmó más tarde un “amor de preferencia por los pobres” como una característica permanente de la caridad católica. Todo esto marcó un cambio de énfasis con respecto a la era preconciliar, que ciertamente se preocupó por los necesitados (a través de innumerables Santos y Órdenes Religiosas), pero rara vez, o nunca, enmarcó la fe misma en términos de los pobres.

Al adoptar el concepto de la “Iglesia de los Pobres”, Dilexi Te se afianza en esta trayectoria posterior a la década de 1960. León XIV se vincula explícitamente al legado de Francisco y a los obispos latinoamericanos que defendieron la “opción preferencial por los pobres” en documentos como Medellín (1968) y Puebla (1979). De hecho, como observó una revista jesuita estadounidense, Dilexi Te “confirma su continuidad con su predecesor argentino” sobre este tema. Pero ahí radica el problema: la continuidad con Francisco es una cosa; pero ¿qué hay de la continuidad con toda la Tradición de 2000 años anterior a 1960?

¿Preferencial qué? – Caridad vs. ideología

Dilexi Te, a pesar de todos sus acentos espirituales, a menudo se lee más como un manifiesto social que como una exhortación papal tradicional. Su lenguaje y prioridades reflejan los que se encuentran en la retórica secular de la “justicia social” (e incluso en el análisis marxista) más que los acentos de, digamos, el Papa San Pío X o el Papa León XIII. Por ejemplo, León XIV (citando a Francisco) vilipendia “la dictadura de una economía que mata” y denuncia una brecha cada vez mayor entre “las ganancias de unos pocos” y la pobreza de “esa minoría feliz” que se beneficia del sistema actual. Culpa a las “ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados” por esta “nueva tiranía … que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas”. En efecto, la exhortación implica que la desigualdad económica per se es un mal grave y que se necesita una intervención gubernamental enérgica para rectificarla. El tono es francamente indistinguible de las retóricas de izquierda y anticapitalistas: insta a los católicos a que se “denuncie y exponga” esas “estructuras de injusticia” en la economía y elogia a quienes lo hacen “aún a costo de parecer estúpidos”.

¿Qué dice el Magisterio perenne sobre estos asuntos? El contraste es marcado. Los Papas anteriores al Vaticano II rechazaron enérgicamente la noción de que la desigualdad es inherentemente injusta o que la mera reorganización de las estructuras económicas puede curar los males de la sociedad. El Papa León XIII, en su histórica encíclica Rerum Novarum (1891), 
enseñó que “siempre existirá en el estado de los ciudadanos aquella diferencia sin la cual no puede existir ni concebirse sociedad alguna”. Lejos de condenar a “los pocos” que prosperan, León XIII vio la cooperación de clases, no el conflicto de clases, como el ideal cristiano: “así ha dispuesto la naturaleza que dichas clases... concuerden armoniosamente”, escribió, comparando la sociedad con un cuerpo en el que diferentes miembros trabajan juntos por el bien del conjunto. Sobre la noción de que los ricos y los pobres están, por definición, en desacuerdo, escribió “esto es tan ajeno la razón y la verdad” que lo cierto “es exactamente lo contrario”.

“Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los presentes — Papa León XIII, Rerum Novarum (1891)

De manera crucial, León XIII también advirtió contra las promesas utópicas de un paraíso terrenal. En la Rerum Novarum, señaló que, debido a la Caída, “sufrir y padecer es cosa humana”, y que, por mucho que intenten los reformadores sociales, “no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana”. Quienes afirman poder eliminar toda la pobreza y las penurias, ofreciendo a las masas un futuro de felicidad material, “engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude”
 que puede conducir a una miseria aún mayor. Esta enseñanza papal contradice directamente la narrativa implícita de Dilexi Te, que sostiene que la pobreza es casi exclusivamente producto de estructuras humanas injustas; como si un sistema económico suficientemente “justo” pudiera prácticamente erradicar la indigencia. La visión tradicional, en cambio, reconoce una dimensión trágica de la existencia humana: cierto grado de desigualdad y sufrimiento es ineludible en esta vida, y los intentos de imponer por la fuerza la igualdad absoluta a menudo terminan en tiranía y mayor sufrimiento.

El Papa San Pío X fue aún más explícito. En 1910, condenó al movimiento católico-demócrata Le Sillon por su obsesión con el “igualitarismo”. Pío X citó la premisa de Le Sillon, de que “toda desigualdad de condición es una injusticia”, solo para fustigarlo como un principio que es “contrario a la naturaleza de las cosas” y es “subversivo para todo orden social”. Tal mentalidad, dijo, solo genera “envidia” y un resentimiento de clases infinito. El Santo Pontífice podría haber estado hablando directamente a los autores de Dilexi Te cuando advirtió que esforzarse por eliminar todas las diferencias de clase es una tarea inútil que conduce a la agitación. Dios no creó un mundo donde los “más bajos” puedan ser iguales a los “más altos” en todos los aspectos temporales. El papel de la Iglesia no es nivelar la sociedad hasta lograr una igualdad plana, sino fomentar la armonía entre las clases, mitigar los abusos y, sobre todo, salvar almas.

“Para ellos toda desigualdad de condición es una injusticia ... Principio soberano contrario a la naturaleza de las cosas, generador de envidia y de injusticia y subversivo de todo orden social” — Papa San Pío X, Notre Charge Apostolique (1910)

Los Papas preconciliares no solo rechazaron las teorías sociales igualitarias que Dilexi Te parece dar por sentadas, sino que también adoptaron un enfoque muy diferente respecto a la cuestión de ricos y pobres. Mientras que León XIV habla casi exclusivamente de los deberes de los ricos hacia los pobres (y del derecho de los estados a reducir la riqueza en beneficio del bien común), los Papas anteriores equilibraron los derechos y deberes de ambos bandos. León XIII insistió en el derecho a la propiedad privada y exhortó a los pobres a practicar virtudes como el trabajo duro, el ahorro y el evitar la envidia: virtudes notoriamente ausentes del discurso moderno. Anatematizó el socialismo y advirtió a los trabajadores que no se dejaran seducir por agitadores que “alientan pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas” que solo terminan en “arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna”. 

El Papa Pío XI, en Quadragesimo Anno (1931), afirmó que “nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista”, precisamente porque el socialismo abarca la lucha de clases y la subordinación de los bienes espirituales a la redistribución material.

En contraste, Dilexi Te flirtea con un ethos neosocialista: si bien no llega a respaldar el socialismo puro y duro, su tenor general, que divide a la humanidad en “una mayoría oprimida” frente a “unos pocos egoístas”, y que atribuye la pobreza esencialmente a la malicia de los ricos, le debe más a Marx que a Moisés. Por lo tanto, no sorprende que la “exhortación” sea unilateral y extrema. Incluso las enseñanzas matizadas de Juan Pablo II sobre economía se pasan por alto. León XIV cita las palabras de Juan Pablo II sobre las 
inmensas muchedumbres de hambrientos, pero ignora las cuidadosas distinciones de Juan Pablo II en Centesimus Annus (1991). Por ejemplo, Juan Pablo II señaló que si por “capitalismo” se entiende una economía libre limitada por la justicia y la ley, es la respuesta ciertamente es positiva, mientras que un capitalismo de avaricia desenfrenada no lo es.

Dilexi Te se esfuerza poco por reconocer tales distinciones. Denuncia la “autonomía absoluta de los mercados” como ideología, pero parece ignorar el peligro equivalente de la ideología opuesta: un colectivismo estatista que aplasta la iniciativa y la libertad. 

Juan Pablo II también advirtió contra esto, señalando que incluso después de la caída del comunismo, “permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación” y que una “ideología radical de tipo capitalista” también podría ser perjudicial. El enfoque católico se inclina por un camino intermedio, afirmando el papel positivo del libre mercado e insistiendo en los límites morales y la solidaridad. Dilexi Te, en cambio, exhibe una visión uniformemente negativa de los mercados, con escaso reconocimiento de sus beneficios para el bienestar humano.

En resumen, mientras que el Magisterio histórico enfatizó la virtud personal, los deberes morales y el papel primordial de la renovación espiritual para abordar los males sociales, Dilexi Te enfatiza los pecados estructurales, los sistemas económicos y las soluciones políticas. No es que la Iglesia nunca haya hablado de estructuras sociales; lo hizo. Pero el enfoque anterior al Vaticano II se cuidó de subordinar estas preocupaciones a la misión superior de la Iglesia. La diferencia radica en la cosmovisión: ¿Vemos la pobreza principalmente como una consecuencia del pecado original en un mundo caído (que se aliviará mediante la caridad y una reforma prudente, pero nunca será totalmente reparable), o la vemos principalmente como una injusticia eliminable causada por arreglos humanos reparables? Dilexi Te se sitúa firmemente en esta última posición, mientras que el Papa León XIII o San Pío X probablemente nos recordarían que cualquier búsqueda de una utopía terrenal está condenada al fracaso, y que hacer que los pobres se sientan cómodos, nunca debe eclipsar a que los pobres (y los ricos) sean santos.

La misión de la Iglesia: ¿salvar almas o resolver la pobreza?

Quizás la preocupación más profunda que plantea Dilexi Te es lo que implica sobre la misión de la Iglesia. La “exhortación” de León XIV transmite con fuerza que ser cristiano significa principalmente cuidar de los pobres. Lamenta que demasiados cristianos creen que pueden “ignorar a los pobres y vivir como si no existieran”, y esencialmente equipara la santidad con la solidaridad activa: “¿puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano? [especialmente de los pobres]. Incluso afirma que el Evangelio no solo trata de la relación personal con Dios, sino que “La propuesta es más amplia: “es el Reino de Dios ... [que] será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos”

La forma en que se presentan estas declaraciones minimiza la dimensión sobrenatural de la fe. Se busca en vano en Dilexi Te afirmaciones claras de que la labor principal de la Iglesia es predicar el Evangelio y administrar los Sacramentos para la salvación de las almas. En cambio, el texto casi da la impresión de que la labor principal de la Iglesia es promover el cambio social y acompañar a los marginados.

Este desequilibrio no existía en el Magisterio anterior. Los Papas anteriores fueron clarísimos sobre el propósito esencial de la Iglesia. El Papa Pío XII enseñó, por ejemplo, que “el fin de la Iglesia no es la dominación de los pueblos ni la conquista de dominios temporales; su único anhelo es llevar la luz sobrenatural de la Fe a todos los pueblos. En otras palabras, la Iglesia no es una agencia económica ni política, y siempre que se esfuerza por mejorar las condiciones sociales, está subordinada a su misión espiritual

Asimismo, Pío XI recordó a los fieles que “el restablecimiento [económico] del mundo debe efectuarse en Cristo”, es decir, la verdadera justicia social surge de la conversión de la sociedad a la verdad y la virtud cristianas, no de un programa puramente material.

Nadie en la Iglesia Católica Tradicional negó la obligación de la caridad. Las obras corporales de misericordia (dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, etc.) siempre han sido parte de la vida católica. Pero los católicos de mentalidad tradicional insisten en la perspectiva: la caridad hacia los pobres, para ser virtuosa, debe estar arraigada en el amor a Dios y ordenada hacia el bien último de las almas

El Papa San Pío X lo explicó bien en Notre Charge Apostolique, reprendiendo a quienes reducen el amor cristiano al activismo social. “La doctrina católica nos dice que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las doctrinas erróneas ... sino en el celo por su mejora intelectual y moral [de nuestro prójimo]”, escribió, añadiendo que el amor por los pobres que descuida su destino eterno es una ilusión o sentimiento estéril y pasajero”. La verdadera fraternidad cristiana, argumentó, debe estar cimentada en la fe común y en Jesucristo, de lo contrario “no hay verdadera fraternidad”.

En Dilexi Te, sin embargo, hay poca mención de convertir a los pobres o llevarles la plenitud de la verdad. En cambio, el énfasis está en “aprender de los pobres” (
la necesidad de que todos nos dejemos evangelizar por los pobres) y en el alivio material de su condición. El documento incluso advierte contra aquellos cristianos que dicen sólo el gobierno debería encargarse de ellos o que prefieren enfocarse en evangelizar a los más pudientes, etiquetando tales actitudes como “mundanidad” y “superficialidad”. Sin embargo, irónicamente, al priorizar lo temporal sobre lo espiritual, Dilexi Te ejemplifica la misma “mundanalidad” que denuncia. Corre el riesgo de convertir a la Iglesia de facto en una ONG humanitaria, un destino contra el cual el propio Francisco advirtió (incluso cuando sus acciones a veces lo contrariaron).

León escribe que “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual […]. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”. Esta es una afirmación ortodoxa. El problema es que tales líneas parecen una ocurrencia tardía en Dilexi Te. Están enterradas en el texto, mientras que las rotundas declaraciones sobre la injusticia estructural, la desigualdad económica y la acción política se roban el protagonismo. Un católico tradicional que lea esta “exhortación” podría preguntarse razonablemente: ¿Sigue siendo esta la voz del pastor de almas o es el manifiesto de un planificador social?

Incluso la famosa Parábola del Buen Samaritano, que León XIV invoca extensamente, recibe una interpretación decididamente horizontal: la utiliza para reprender la indiferencia moderna hacia el sufrimiento, lo cual es válido, pero no llega a extraer la lección más completa. Los Padres de la Iglesia a menudo comentaron esta parábola no solo como una lección moral de compasión, sino como una alegoría de Cristo salvando a la humanidad caída (el samaritano simboliza a Cristo que sana las heridas del pecado).

En Fratelli Tutti, Francisco también enfatizó la moral social sin mucha alegoría espiritual. El efecto neto en ambos casos es desplazar sutilmente el Evangelio hacia un “evangelio puramente social”. Este fue precisamente el error de ciertos modernistas y “teólogos de la liberación”; un error que el Vaticano de hecho corrigió en 1984 cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe del cardenal Ratzinger emitió una instrucción criticando la teología de la liberación. (Cabe destacar que Dilexi Te cita selectivamente la línea de esa instrucción de 1984 que dice que los pastores deben dar “testimonio efectivo al servicio de… los pobres y oprimidos”, pero ignora por completo el contenido principal de la instrucción, que advertía contra la politización del Evangelio y la subordinación de la salvación trascendente a una agenda terrenal).

¿Una opción preferencial o una ruptura preferencial?

Tras revisar la “exhortación” de León XIV comparándola con la doctrina católica previa, una conclusión parece ineludible: Dilexi Te representa una ruptura. Sí, cita las Escrituras y numerosos documentos de la Iglesia moderna; sí, expresa verdades perennes sobre el amor de Dios por los humildes y el deber de la misericordia. Pero el tono, los énfasis y las omisiones de este documento apuntan a una mentalidad significativamente diferente de la cosmovisión católica anterior al Vaticano II. León XIV ha canonizado efectivamente la “opción preferencial por los pobres” posconciliar como un rasgo definitorio del catolicismo, aunque este concepto, como eslogan oficial, apenas tiene unas décadas de antigüedad. Ha tomado esa “opción” y la ha radicalizado aún más, expresándola en un lenguaje de pecado estructural y tiranía global que ni siquiera Pablo VI o Juan Pablo II (a pesar de toda su preocupación social) utilizarían jamás.

Esto plantea preguntas incómodas, pero necesarias. ¿Pueden conciliarse estos marcados cambios con la afirmación católica de una Tradición Apostólica inmutable? Cuando el Papa Pío IX condenó la idea de que “el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna” (Error n° 80, Syllabus of Errors), advertía precisamente contra el tipo de presión que enfrenta la Iglesia contemporánea: la presión de reconfigurarse según los valores del mundo moderno.

Un siglo después, el “enfoque programático” de León XIV en la dimensión socioeconómica del Evangelio podría interpretarse como una “actualización” de la Iglesia Católica para cumplir con las expectativas de la mentalidad secular moderna. Al fin y al cabo, un humanitario secular puede leer Dilexi Te y encontrar poco que objetar; no se menciona la conversión a la verdadera fe como solución a la pobreza, no se critican las deficiencias morales (como el divorcio generalizado o el abuso de drogas) que a menudo contribuyen a la pobreza, ni se advierte que la pobreza espiritual (pérdida de Dios) es peor que la pobreza material. El documento refleja, casi a la perfección, las preocupaciones de una cumbre de la ONU sobre Desarrollo Sostenible o de un libro blanco de una ONG sobre la desigualdad.

Dilexi Te simplemente confirma lo que sospechábamos desde hace tiempo: que la iglesia post-Vaticano II ha trazado un rumbo fundamentalmente “novedoso”, cada vez más alejado de su propia Tradición. Basta con señalar el efecto acumulativo, desde la Gaudium et Spes del Vaticano II, pasando por la Evangelii Gaudium de Francisco, hasta ahora el Dilexi Te de León XIV, para ver que una nueva “religión del hombre” humanista está eclipsando la verdadera Religión orientada a Dios. Incluso sin llegar a declarar vacante la Santa Sede o ilegítimo a León, es difícil negar que Dilexi Te hace cada vez más evidente la hermenéutica de la ruptura.

Cuando León XIV enseña que
la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra fe y que al cuidar de ellos, la Iglesia asume su postura más elevada”, ¿cómo se concilia esto con la insistencia del Papa Pío XII en que el único afán de la Iglesia es llevar la Fe sobrenatural a las almas? Cuando Dilexi Te proclama que La falta de equidad 'es raíz de los males sociales' (cita de Francisco), ¿qué ocurre con la antigua enseñanza de que el pecado es la raíz de todos los males sociales? No es que León XIV niegue rotundamente lo espiritual, pero el cambio de enfoque es profundo.

En última instancia, Dilexi Te puede obligar a los católicos preocupados a tomar una decisión. ¿Se puede simplemente aceptar este “nuevo maximalismo” de la doctrina social como un “desarrollo natural”, o la fidelidad a la Tradición exige resistirse a estas “nuevas orientaciones”?  Como mínimo, esta “exhortación” debería impulsar un estudio y una reflexión serios por parte del clero y los laicos.

La Iglesia no puede ayudar eficazmente a los pobres desprendiéndose de su sabiduría pasada. En todo caso, la verdadera riqueza que la Iglesia ofrece a los pobres materiales (y a todos los demás) son los tesoros eternos de la fe: la verdad sobre Dios y el hombre, la gracia de los Sacramentos, el ejemplo de vidas transformadas por Cristo. Cuando esos tesoros sobrenaturales pasan a un segundo plano, toda la ayuda material del mundo no salvará a la humanidad.

Como advirtió Nuestro Señor: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”. El primer y mayor programa de la Iglesia contra la pobreza siempre ha sido predicar a Cristo crucificado, “llevar la luz sobrenatural de la fe” (Pío XII) a ricos y pobres por igual, confiando en que de corazones convertidos fluirán la justicia y la caridad en su justa medida. Cualquier documento que oculte esta prioridad al abordar las injusticias terrenales debe ser objeto de una dura crítica.

Conclusión

Al enmarcar el amor a los pobres en el lenguaje predominante de la liberación sociopolítica, León ata a la Iglesia a las modas pasajeras de este mundo. El centenario tesoro de enseñanzas papales, desde León XIII hasta Pío XII, ofrece una visión sobrenatural de cómo los católicos deben vivir en el mundo y amar al prójimo. En ellas, la atención a los pobres está ciertamente presente, pero se entiende en el orden correcto: como fruto de la verdadera fe, no como un sustituto de ella; como un llamado a la virtud personal y la caridad, no como un grito de guerra para la “lucha de clases” o la utopía mundana. Solo restaurando ese equilibrio la Iglesia 
puede evitar las trampas gemelas de la indiferencia ante el sufrimiento, por un lado, y un nuevo mesianismo secular, por el otro. La Tradición, en última instancia, es el ancla de la Iglesia; y si algo enseña Dilexi Te, es cuán lejos se puede ir a la deriva cuando ese ancla se levanta, aunque sea ligeramente.
 

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