Por Monseñor de Segur (1868)
33. YO HE OCULTADO MUCHOS PECADOS, Y NO ME ATREVO A DECÍRSELOS
Pobre alma, ahora concibo tu pena; a ti con especialidad te diré: ¡Ánimo, y no desalentarse! Estas reticencias desastrosas, sobre todo cuando se trata de pureza y probidad, provienen con frecuencia de un principio en sí muy loable; a veces tiene uno tan fuerte y vivo el sentimiento y la estima de la castidad y honradez que le impresionan más vivamente que a otros las faltas que los violan.
No obstante, debemos decirlo, muy alto, es preciso confesar esto como lo demás; es preciso vomitar el veneno del sacrilegio aun con más energía que el veneno de otros pecados, porque el sacrilegio es por su naturaleza más directamente contrario a la santidad de Dios. Esto te ha de costar mucho, es verdad, lo confieso. Pero también, ¡qué de castigos horribles te evitarás! ¡Qué magnífica recompensa te valdrá esta momentánea y pasajera humillación! ¡Cuánto amará y apreciará el sacerdote tu alma, por él librada del infierno!
San Antonino, Arzobispo de Florencia, cuenta que en una villa del norte de, Italia, un joven educado muy cristianamente habiendo tenido la desgracia de caer en un pecado vergonzoso, fue tal la humillación que le causó esta caída que de ninguna manera se atrevió a declarárselo a su confesor; un día tuvo el buen deseo de hacerlo, pero la palabra expiró en sus labios, y nada descubrió. Recibió la absolución indignamente, y en semejante disposición recibió la sagrada Eucaristía.
Atormentado por los remordimientos, bien pronto quiso volver a confesar; la maldita vergüenza le detuvo esta vez con más fuerza que la primera; y así continuó su vida, confesando y comulgando, pidiendo vanamente perdón a Dios, y haciéndose cada día mas culpable y odioso a sí mismo, terriblemente desolado por los sacrilegios que se acumulaban unos sobre otros, y no teniendo nunca el valor de confesarlos.
Trató de compensar esta confesión con rudas y austeras penitencias, con limosnas y buenas obras que le valieron la reputación de un santo.
Finalmente, no pudiendo resistir más, resolvió entrar en un convento para descargarse de una vez de la pesada carga que le oprimía, y expiar sus pecados con una vida que fuera una cadena de rigurosas penitencias. Desgraciadamente para él, su buena reputación hizo que fuera recibido en el convento con una especie de veneración, como si su entrada en la religión hubiera sido un honor y una gracia para sus nuevos hermanos.
¡Ay! que el amor propio le dominó entonces con mayor violencia; pero se prometió pasadas que fuesen las primeras impresiones, hacer una confesión general en la que lo descubriría todo sin reserva.
Así fue aplazándolo todo de semana en semana, de mes en mes, viviendo en apariencia como un santo penitente, pero en la realidad, abominable a los ojos de Dios.
Suspiraba después y deseaba ardientemente cualquier accidente o enfermedad, que le obligara violentamente a salir de tan lamentable estado.
Sobrevino en efecto una grave enfermedad, y confesó entonces sus pecados, pero lo hizo con tantas reticencias, de una manera tan vaga y oscura que el pobre confesor no pudo comprenderlo y el desventurado penitente no quedó descargado de la más pequeña parte de sus remordimientos.
Se propuso entonces comenzar de nuevo y hacerlo mejor; pero llegó el delirio y murió sin haber vuelto a cobrar el uso de sus potencias. Los buenos religiosos, y quienes edificaba su penitencia, lo tuvieron por un gran santo.
Algunos días después, mientras se hacían los preparativos para celebrarle las exequias, se apareció el difunto a un hermano que estaba orando en el coro; su aspecto era terrible y parecía estar envuelto en un fuego abrasador. Descubrió entonces al espantado religioso la causa de su desdicha para siempre irreparable; y concluyó diciéndole: “No roguéis por mí, pues estoy condenado. Y la horrible visión se desvaneció”.
¿Quieres tú que te suceda una cosa semejante?
Imita más bien y prontamente, la animosa humildad de santa Ángela de Foligno, que había tenido también en su juventud la desgracia de callar algunos pecados en la Confesión.
Algunos días después, mientras se hacían los preparativos para celebrarle las exequias, se apareció el difunto a un hermano que estaba orando en el coro; su aspecto era terrible y parecía estar envuelto en un fuego abrasador. Descubrió entonces al espantado religioso la causa de su desdicha para siempre irreparable; y concluyó diciéndole: “No roguéis por mí, pues estoy condenado. Y la horrible visión se desvaneció”.
¿Quieres tú que te suceda una cosa semejante?
Imita más bien y prontamente, la animosa humildad de santa Ángela de Foligno, que había tenido también en su juventud la desgracia de callar algunos pecados en la Confesión.
El cuidado de su buena fama le había cerrado la boca por espacio de muchos años, hasta que una noche, no pudiéndose más soportar a sí misma, se levantó y derramando amargas lágrimas se arrodilló invocando con fervor el auxilio de san Francisco de Asís en quien ella había tenido siempre una gran confianza.
El bienaventurado Santo, se le apareció y la dijo con una dulce compasión:
- “Pobre hija mía, si tú me hubieras llamado antes, ¡hace ya tiempo que te habría socorrido! Mañana, al despuntar el día, sal de tu casa y el primer sacerdote que tú encontrarás será el que yo te envío para que te confieses y te salves”.
A las primeras horas de la mañana Ángela encontró delante de su casa un buen padre capuchino que se dirigía a la iglesia a celebrar la Santa Misa.
Ella le siguió; y después del Santo Sacrificio, se confesó con un dolor y arrepentimiento extraordinarios, acompañados del gozo más completo.
Bien pronto hizo grandes y rápidos progresos en la santidad, entrando con fervor en la Tercera Orden de San Francisco en la cual murió en una edad muy avanzada, enriquecida con el don de milagros, y habiendo llegado a un grado de sublime santidad que le ha merecido ser venerada después en los altares.
¡Ya ves cuán bueno es Dios! ¡Pobre corazón enfermo, destrozado por los remordimientos, encorvado tal vez de mucho tiempo bajo el yugo del demonio, levántate por fin, y sigue el ejemplo de santa Ángela! Marcha, sin reflexionar ni titubear de antemano; abandónate a la misericordia divina y ama la humillación de la Confesión que si por una parte te es bien debida, por otra disipará tus remordimientos, desvanecerá tu crimen en este mundo, y en el otro te librará del fuego eterno.
Continúa...
¡Ya ves cuán bueno es Dios! ¡Pobre corazón enfermo, destrozado por los remordimientos, encorvado tal vez de mucho tiempo bajo el yugo del demonio, levántate por fin, y sigue el ejemplo de santa Ángela! Marcha, sin reflexionar ni titubear de antemano; abandónate a la misericordia divina y ama la humillación de la Confesión que si por una parte te es bien debida, por otra disipará tus remordimientos, desvanecerá tu crimen en este mundo, y en el otro te librará del fuego eterno.
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