Por John Mac Ghlionn
Me crie en el catolicismo, el tipo de catolicismo que conocía el olor del incienso antes que el sonido de los dibujos animados matutinos. Mi padre era (y sigue siendo) agricultor, mi madre enfermera que cuidaba a personas mayores en sus últimos días. No éramos pobres, pero estábamos familiarizados con las dificultades. Así que cuando el papa León declaró recientemente que “el amor a los pobres, cualquiera que sea la forma que adopte su pobreza, es el sello evangélico de una Iglesia fiel al corazón de Dios”, sentí algo entre irritación y déjà vu. No es que esté en desacuerdo con amar a los pobres. Es que muchos católicos parecen haber confundido la pobreza con la santidad misma.
Es una vieja costumbre católica, esta idealización del sufrimiento. En algún punto entre San Francisco desnudándose en la plaza y el interminable discurso de “bienaventurados los mansos”, la Iglesia comenzó a confundir la indigencia con la decencia, como si cuanto menos se posee, más brilla el alma. Es una fantasía reconfortante, especialmente para quienes se sientan en salones de mármol. Pero equiparar la pobreza con la pureza es tan falso como equiparar la riqueza con la maldad. Los pobres pueden ser crueles, los ricos pueden ser bondadosos, y la bondad no se puede medir por el saldo bancario o las botas gastadas.
La verdad es que la Biblia nunca glorifica la pobreza; simplemente se niega a mentir al respecto. Las Escrituras hablan a menudo de los pobres, no como modelos de virtud, sino como personas a las que hay que ayudar, alimentar y tratar con respeto. Cristo cenaba con pescadores y recaudadores de impuestos por igual, no para canonizar la privación, sino para romper la jerarquía que medía el valor por la riqueza. El mandato era claro: alimentar al hambriento, vestir al desnudo y levantar al caído, no idolatrar su condición. La pobreza nunca tuvo la intención de ser un escenario para la santidad, sino más bien un desafío para la justicia.
Lo que el papa León llama un “sello evangélico” se ha convertido en un distintivo de humildad para quienes rara vez lo viven. La Iglesia moderna no ama a los pobres tanto como le gusta que se vea que los ama. En algún punto entre el sermón y la fotografía, la pobreza se convierte en un accesorio.
Es una ilusión peligrosa porque infantiliza a las mismas personas a las que pretende elevar. Tratar a los pobres como objetos sagrados en lugar de personas con capacidad de autodeterminación les roba su autonomía. Es lástima disfrazada de fe. Mi padre solía decir: “El trabajo es la oración que Dios responde más rápido”, y tenía razón. La verdadera compasión no es echar monedas en el plato de la colecta y llamarlo caridad; es crear condiciones en las que la gente no necesite tus monedas en absoluto.
Pero a la Iglesia no le gusta ese tipo de discurso. Prefiere los símbolos a los sistemas. Prefiere la imagen de un sacerdote descalzo a la idea de un trabajador educado. Cuando el papa elogia el “amor por los pobres”, lo que rara vez menciona es el amor por la competencia, por la responsabilidad, por la dignidad del trabajo.
Hay una razón por la que el arte católico está lleno de vírgenes llorosas y santos sangrantes. La Iglesia ha tratado durante mucho tiempo el sufrimiento como moneda de cambio, como si el dolor en sí mismo comprara la salvación. Esto es un error. La miseria no es un sacramento, sino una condición, a menudo provocada por el hombre, a veces evitable y siempre indigna de adoración. Los Evangelios nos dicen que alimentemos al hambriento, no que glorifiquemos el hambre.
Hay que reconocer que el papa León habla a menudo de “diferentes formas” de pobreza, no solo material, sino también emocional, espiritual y social. Sin embargo, esto solo diluye aún más el significado. Al ampliar el significado de la palabra para incluir a todo el mundo, le resta importancia. Si todo el mundo es pobre de alguna manera, entonces nadie lo es. Es una exageración lingüística. Es compasión sin claridad.
Y, sin embargo, escribo esto no como un cínico, sino como un católico que todavía cree en la redención, tanto personal como institucional. Mi madre, después de turnos de 10 horas levantando cuerpos y ánimos, encarnaba a Cristo mucho más que cualquier sermón que haya escuchado en Roma. Su fe era, y sigue siendo, sencilla y sin ostentación. Nunca confundió la pobreza con la pureza porque veía ambas cosas de cerca, a veces en la misma persona.
Los pobres no son mascotas morales. Son personas que navegan por la vida con los restos de autoestima que pueden encontrar. Algunos tienen éxito. Otros fracasan, como el resto de nosotros. Elevar la pobreza a la santidad es tratar con condescendencia a las mismas almas que Cristo trató como iguales.
Aun así, sigo estando orgulloso de mi fe. El catolicismo me proporcionó un vocabulario de disciplina, sacrificio y auténtico asombro. Pero el asombro sin conciencia se convierte en sentimentalismo, y ahí es donde la Iglesia vive con demasiada frecuencia hoy en día. Si el amor por los pobres tiene que significar algo, debe implicar ayudarles a dejar de ser pobres, no a través de la lástima, ni de la pompa, sino a través de las oportunidades, de la estructura de la educación y de la restauración de la autosuficiencia.
El papa León puede creer que la pobreza es un espejo que refleja el corazón de Dios. Yo creo que es un espejo que refleja nuestros propios fracasos: políticos, humanos y morales. El mundo no necesita más santos del dolor, sino menos espectadores del mismo.
Eso no es herejía, sino honestidad. Y si hay algo que el catolicismo debería haber aprendido después de dos milenios, es que la verdad, por incómoda que sea, sigue siendo lo más parecido que tenemos a la gracia.

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