lunes, 6 de octubre de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: LA MASONERÍA BAJO EL PRIMER IMPERIO

Los actos que se encadenaron constituyeron la realización parcial y sucesiva del plan único concebido por la Revolución.

Por Monseñor Henri Delassus (1910)


EL AGENTE DE LA

CIVILIZACIÓN MODERNA

SEGUNDO PERÍODO HISTÓRICO

DE LA REVOLUCION A LOS DIAS ACTUALES


CAPÍTULO XV

LA MASONERÍA BAJO EL PRIMER IMPERIO (1)

Hemos visto la caída de la civilización cristiana proyectada hacia finales del siglo XVI, deseada por una sociedad secreta que, de generación en generación, fue indicada por los humanistas, desarrollada por los enciclopedistas, definitivamente determinada por los ilustrados y puesta en práctica por los jacobinos.

Sofocada en la sangre del Terror y en el fango del Directorio, la masonería no pudo erigir el Templo de la Humanidad sobre las ruinas de la Iglesia de Francia, que ella misma había destruido.

La Iglesia se levantó de nuevo y la masonería no renunció a su proyecto. Volvió a dedicarse a él desde los primeros días del imperio. Cada año amplió el círculo de su acción; y en la actualidad tiene la garantía de conseguirlo esta vez, con tanta más certeza cuanto que conoce lo que la hizo fracasar en el siglo XVIII.

Lenta y seguramente, tal fue la consigna que impuso a sus agentes y a sí misma, que se ha mantenido y que, según cree, le proporcionará por fin lo que persigue desde hace quinientos años.

Quería aniquilar todo el orden de cosas existente, la religión, la sociedad y la propiedad, y sustituirlo por el estado puro de la naturaleza. Y no pudo. El Imperio fue una reacción que la Restauración acentuó. Veremos cómo la masonería, bajo los gobiernos que se sucederán, trabajará para obstaculizar sus buenas intenciones y paralizar sus esfuerzos por el bien, inspirándolos para el mal y secundándolos en ello; para luego, finalmente, apoderarse del poder y perseguir abiertamente la realización de los designios que los enciclopedistas, los francmasones y los ilustrados habían concebido.

La reacción se produjo inicialmente en el ámbito religioso.

El catolicismo no había podido ser sofocado por completo. Su doctrina y su moral seguían vivas en muchos corazones, y su culto no había dejado de practicarse, incluso con peligro para la vida. Así que aquel que concibió la idea y se impuso en el poder para restablecer un cierto orden en la sociedad quiso ponerse manos a la obra, y comprendió que, para levantar a Francia de sus ruinas, era necesario comenzar por la restauración del culto. Portails lo había demostrado perfectamente en el discurso que pronunció en el Cuerpo Legislativo, en la sesión del 15 de germinal del año X. Pero, ¿qué culto? Ningún otro que no fuera el católico habría sido aceptado, ningún otro habría sido viable. Todo el mundo lo entendía bien, y Napoleón mejor que nadie. Ahora bien, el culto católico solo podía ser restaurado por el Papa: de ahí la necesidad de llegar a un acuerdo con él. Napoleón lo comprendió y pronto inició las negociaciones que darían lugar al Concordato de 1801. Sin embargo, la masonería francesa seguía presente y no renunciaba en absoluto al proyecto de acabar con el catolicismo y, con él, la civilización cristiana. Volvamos a ella pues, trabajando para ello, ya no con la impetuosidad de 1793, sino discretamente, lentamente y con más seguridad (2).


Desde el día en que se firmó el Concordato —si fue bajo inspiración masónica es difícil decirlo (3)— comenzaron las restricciones y pronto se reanudó el espíritu anticristiano. Tras un siglo de trabajo incesante, ese espíritu logró, en nuestros días, consolidar todos los logros que la Revolución había deseado y que se había visto obligada a abandonar bajo la presión del espíritu católico.

La religión católica restaurada debería haber sido, como antes, la religión del Estado (4). Parece que así se lo planteaba Napoleón, en las primeras manifestaciones que hizo a Pío VII. En el proyecto del Concordato fechado el 26 de noviembre de 1800, los negociadores franceses dejaron pasar la expresión “religión del Estado”. En el título IX, art. 1, se decía: “En las condiciones anteriores, y teniendo en cuenta su aceptación por la Santa Sede, el Gobierno francés declara que la religión católica, apostólica y romana es la religión del Estado”. Bonaparte quería, pues, restaurar el culto nacional como culto público, dejando a los individuos la libertad de practicar otro. Sin embargo, el primer cónsul pronto se disculpó por ello; y todos los esfuerzos fueron inútiles, los de Spina, los de Consalvi, los del propio Pío VII, para que volviera al proyecto primitivo, tan natural, tan lógico, que debía imponerse a un espíritu tan lúcido como el suyo.

Una vez más, no sabríamos decir si hubo, junto a Napoleón, en ese momento, una intervención de esa ContraIglesia que hemos visto como depositaria del pensamiento del Renacimiento y que, durante cuatro siglos, trabajó con una perseverancia que nada desanimaba, para hacerle triunfar. Lo que sabemos es que la historia recogió, de boca del Cardenal Pacca, este intercambio de palabras entre Volney y Bonaparte, al día siguiente de la firma del Concordato: “¿Está ahí lo que habíais prometido? -Tranquilizaos. La religión en Francia lleva la muerte en su seno: ¡juzgaréis lo que os digo dentro de diez años!”.

Es a un judío del siglo XVIII, Guillaume Dohm, a quien hay que remontarse para encontrar el pensamiento inicial de la igualdad de cultos. Él fue el instigador y el doctor de esta idea entre los príncipes del mundo moderno. Era archivero de Su Majestad el rey de Prusia y secretario del Departamento de Asuntos Exteriores cuando escribió, en 1781, su memoria De la Réforme Politique de la Situation des Juifs, dirigida y dedicada a todos los soberanos.

El judío Guillaume Dohm

En esa obra expuso la teoría del Estado indiferente en materia de religión, neutral, ateo y, lo que es más grave, dominador de todas las religiones.

“La gran y noble tarea del gobierno -dijo- consiste en mitigar los principios exclusivos de todas estas diferentes sociedades, católica, luterana, sociana, mahometana, de manera que no causen perjuicio a la gran sociedad. Que el gobierno permita a cada una de estas pequeñas sociedades particulares tener el espíritu de cuerpo que les es propio, e incluso conservar sus prejuicios, cuando no sean perjudiciales; pero que se esfuerce por inspirar a cada uno de sus miembros un mayor motivo de dedicación al Estado; y habrá alcanzado el gran objetivo que le conviene tener en cuenta, cuando las cualidades de caballero, patriota, sabio, artesano, cristiano o judío estén todas subordinadas a la de ciudadano”.

Es exactamente la idea napoleónica: Napoleón quiso llevar a cabo este programa trazado veinte años antes.

Tras largos debates, logró introducir en el propio Concordato, y sobre todo depositó en los artículos orgánicos que lo acompañaban subrepticiamente, una semilla que se desarrollaría espontáneamente para transformarse en esa otra constitución civil del clero, que Briand forjó en la ley de separación y que tenía la firme esperanza de hacernos aceptar.

El Concordato dice lo siguiente: “El Gobierno de la República reconoce que la religión católica, apostólica y romana es la religión de la gran mayoría del pueblo francés”. En estas palabras no hay más que el reconocimiento de un hecho, un hecho que podría no existir en ese momento y que puede cambiar con el tiempo; no hay reconocimiento del derecho que su origen divino confiere a la Iglesia Católica, ni reconocimiento de la situación única que ese origen le proporciona. El Concordato, con esta redacción, reconocía al protestantismo y al judaísmo, debido a la fracción de ciudadanos que los profesaban, derechos en el Estado similares a los del catolicismo. Estos derechos similares se convirtieron pronto en derechos iguales y, en la actualidad, son los protestantes y los judíos, que siguen siendo siempre un número pequeño, muy pequeño, a quienes se concede una situación privilegiada.

El Papa, en fecha de 12 de mayo de 1801, escribió al primer cónsul para expresarle su dolor ante esta exigencia: “No os ocultaremos, sino que, por el contrario, os confesaremos abiertamente, que experimentamos una gran alegría en las primeras negociaciones que se llevaron a cabo para el restablecimiento de la Religión Católica en Francia; y la deliciosa esperanza de que esta Religión fuera restablecida en su antiguo esplendor como dominante, nos hizo ver con mucho dolor el desagradable artículo que, en el proyecto oficial, se propuso como base para todos los demás... No podemos evitar recordarles que, habiendo sido constituidos por Dios para la defensa de esta Religión y para su propagación, no podemos, mediante un artículo de un acuerdo solemne, sancionar su degradación... Si la Religión Católica es la Religión de la mayoría del pueblo francés, ¿podéis dudar de que sus deseos solo puedan satisfacerse si se le devuelve su antiguo esplendor? ¿Os lo impedirá la oposición de un pequeño número, que la mayoría supera en tan alto grado? ¿Por causa de ellos privaréis a Francia y a la autoridad pública de las grandes ventajas que le proporciona el restablecimiento completo de la Religión Católica?”

Papa Pio VII

Nada de esto se hizo; y el Papa, para evitar un mal mayor, tuvo que ceder a la voluntad de Bonaparte (5).

La cuestión era de vital importancia. Emile Olivier exagera cuando expresa la opinión de que este artículo del Concordato consagraba la separación entre la Iglesia y el Estado, que hoy se reclama, según él, como si no se hubiera hecho ya hace un siglo. Lejos de consagrar el principio de separación, el Concordato sancionaba la unión bajo una nueva forma. Es cierto que la Religión Católica ya no era la religión del Estado. Pero, aunque menos íntima y menos ventajosa para la Iglesia que el antiguo orden de cosas, el que la sustituyó por el Concordato no es de otra naturaleza. Mantenía vínculos con el Estado, y vínculos obligatorios. El Concordato conservó intactos los principios, no consagró la separación, “el dogma religioso de la Revolución Francesa”.

Pero la Revolución, que quiere la separación, que la ve en todas partes, la preparó desde entonces en Francia, en la medida en que le correspondía hacerlo.

Los Estados separados de la Iglesia y la Iglesia romana privada de la soberanía temporal, tales son las dos preocupaciones más constantes de la masonería, el doble objetivo de sus esfuerzos más continuos. Para vencer la resistencia de la Iglesia, era necesario que primero ella se quede sin punto de apoyo en la tierra.

Con este objetivo, se hicieron esfuerzos para rebajar el catolicismo en Francia al nivel de cualquier otra religión, para disminuir su prestigio y su fuerza, para humillar al clero y paralizarlo. Volvió a Francia, pero ya no formaba una Orden dentro del Estado, ya no tenía ningún derecho como cuerpo, no era más que una colección de individuos que pronto no se distinguirían de los demás sino por el hecho de sufrir más vejaciones y ultrajes. Ni siquiera era ya propietaria. Sabemos hasta qué punto la propiedad es necesaria para la independencia; el clero ya no la tendría. Sus bienes, por legítimos que fueran, no le serían devueltos; quedaría reducida a la condición de asalariada y no se abstendrían de cortarle los víveres para recordarle su sujeción. Es cierto que el artículo XV del Concordato dice: “El gobierno se encargará de dejar a los católicos la libertad de hacer, si lo desean, nuevas fundaciones en favor de las iglesias”, y de reconstituir así el antiguo patrimonio de la Iglesia en Francia. Pero sabemos por qué astuta táctica se fue restringiendo día a día esa libertad, cómo las fundaciones piadosas tuvieron que constituirse siempre con rentas del Estado, para que así fuera más fácil apoderarse de ellas el día de la separación, y cómo, finalmente, se suprimiría la propia indemnización prevista en el Concordato.

Al gobierno, ya encargado de proporcionar al clero alimentación y alojamiento, el Concordato concedió además la elección de las personas que debían ser elevadas a dignidades eclesiásticas: El primer cónsul nombrará, en los tres meses siguientes a la publicación de la Constitución apostólica, a los arzobispos y obispos que deben gobernar las diócesis de las nuevas circunscripciones. Del mismo modo, el primer cónsul nombrará a los nuevos obispos para las sedes episcopales que queden vacantes a continuación. La Sede Apostólica les conferirá la institución canónica. Los obispos nombrarán a los párrocos y elegirán únicamente a personas aprobadas por el gobierno”.

En diversas épocas, los gobiernos tuvieron como deber religioso o de honestidad pública elegir a los más dignos; pero, en otros momentos, buscaron a personas prejuiciosas, incapaces e incluso indignas. Napoleón dio ejemplo de ello. Impuso al Cardenal Caprara quince obispos constitucionales. Más tarde, buscó medios para deshacerse de la institución canónica. Para ello convocó un concilio nacional, pero no pudo conseguir lo que pretendía. Esto no representó para el clero la dependencia, ni siquiera la servidumbre, sino el cisma.

Cardenal Giovanni Battista Caprara

En la Iglesia, junto al clero secular, existe el clero regular. Este último podía encontrar en su propia constitución condiciones de independencia que se le negaban al primero. Así, Bonaparte impidió que las Ordenes Religiosas pudieran reconstituirse. El decreto del 22 de junio de 1804 ordenó la disolución de la asociación de los Padres de la Fe y “de todas las demás congregaciones o asociaciones formadas bajo pretexto de religión y no autorizadas”. Además, estableció que: “Ninguna congregación o asociación de hombres o mujeres podrá formarse en el futuro bajo pretexto de religión, a menos que haya sido formalmente autorizada por un decreto imperial. Bonaparte también decía y repetía que no quería congregaciones, que eran inútiles, que no había que temer que restableciera a los monjes (6).

Sin embargo, autorizó a los Lazaristas y a los padres de las Misiones Extranjeras. “Estos religiosos -dijo al Consejo de Estado- me serán útiles en Asia, África y América. Los enviaré para que se informen sobre el estado del país, serán agentes secretos de la diplomacia”. También autorizó a los Hermanos de las escuelas cristianas, como engranajes de la maquinaria universitaria. “El rector de la Universidad revisará sus estatutos internos, los admitirá al juramento, les proporcionará un hábito particular y supervisará sus escuelas” (Decreto del 17 de marzo de 1808, art. 109). La autorización concedida a las Hermanas de la Caridad entró en el mismo plano. “La superiora general residirá en París y así quedará bajo el control del gobierno”. Imponía como general a su propia madre, Lœtitia Bonaparte. Hanon observó respetuosamente que la Regla no lo permitía. Fue encerrado en la prisión de Fénestrelle.

Volviendo al clero secular, Bonaparte velaba por que su reclutamiento no se hiciera fácilmente; no era necesario que los sacerdotes sean numerosos. Treinta y siete mil cuatrocientos curas fueron instituidos al día siguiente del Concordato. Bonaparte declaró que, según este tratado, solo estaba obligado a remunerar a los curas decanos, que eran tres mil cuatrocientos. Sin embargo, concedió quinientos francos a veinticuatro mil curas en servicio. Los otros diez mil, así como todos los vicarios, seguirían a cargo de las comunidades, que solían ser muy pobres o estar muy sobrecargadas para poder darles los medios de subsistencia (7). Por eso Rœderer, uno de los presidentes del Consejo de Estado, dijo: “Los que están en servicio aún no han podido obtener un trato fijo en ninguna comuna. Los campesinos han deseado ardientemente la misa y el servicio dominical como en el pasado, pero pagar es otra cosa” (8). Esto no era muy alentador para las vocaciones. No eran suficientes para llenar los vacíos que la muerte multiplicaba entre estos ancianos que habían regresado del exilio; sin embargo, los obispos estaban obligados, antes de proceder a una ordenación, a enviar a París la lista de aquellos a quienes querían conferir las Ordenes Sagradas (9). Napoleón la reducía a su antojo. Monseñor Montault, Obispo de Angers, y Monseñor Simon, Obispo de Grenoble, no pudieron ordenar, el primero en siete años y el segundo en ocho, más de dieciocho sacerdotes cada uno.


Pero hay más. Napoleón quería supervisar y dirigir la enseñanza de los seminarios. “No hay que abandonar a la ignorancia y al fanatismo la formación de los jóvenes sacerdotes... Tenemos tres o cuatro mil curas o vicarios, hijos de la ignorancia y peligrosos por su fanatismo y sus pasiones. Es necesario preparar sucesores más ilustrados, instituyendo, bajo el nombre de seminarios, escuelas especiales que estarán en manos de la autoridad. Pondremos al frente de estas escuelas a profesores instruidos, dedicados al gobierno y amigos de la tolerancia (10). No se limitarán a enseñar teología: añadirán una especie de filosofía y un mundanalismo honesto(11). ¡El decreto del 5 de febrero condenaba como demasiado ultramontana la teología de Bailly! Más adelante veremos reaparecer estas ideas de enseñar en los seminarios una cierta filosofía, un cierto “mundanalismo” y de preparar a los jóvenes sacerdotes para que sean amigos de la tolerancia.

Napoleón quería tener al mismo tiempo el control del culto. En las negociaciones que precedieron a la firma del Concordato, el Papa reclamaba el reconocimiento de la libertad de religión y del ejercicio público de su culto. Este ejercicio había sido prohibido por la Revolución; era importante que se reconociera formalmente en el Concordato que esas leyes tiránicas habían sido derogadas. Este punto dio lugar a las discusiones más penosas. “A fuerza de fatigas, sufrimientos y angustias de todo tipo -dijo Consalvi- llegó por fin el día en que parecía que alcanzaríamos el objetivo deseado”. Había conseguido que se reconociera, en el artículo primero del acuerdo, la libertad y la publicidad del culto católico. En el momento de firmar, se dio cuenta de que le habían colocado furtivamente bajo su pluma un texto completamente diferente al que se había acordado. Había que volver a empezar todo. Nuevas discusiones y negociaciones. Consalvi quería que a la expresión “La religión católica, apostólica y romana se ejercerá libremente en Francia” se añadieran estas palabras: “Su culto será público”. Los comisarios franceses tenían órdenes de exigir esta adición: “De acuerdo con las normas policiales”. Consalvi presintió una trampa. Y no se equivocaba: esa trampa eran los artículos orgánicos que el Gobierno mantenía en reserva y que nunca había mencionado en el curso de las negociaciones. La Santa Sede protestó solemnemente contra este acto extradiplomático. Los artículos orgánicos se mantuvieron; se presentaron como formando un todo único y mismo con el Concordato. Conocemos los abusos que se cometieron a lo largo del siglo XIX. Las normas policiales lo invadieron todo, y se permitió al alcalde del pueblo más humilde formularlas libremente. Pronto, el culto público solo existiría como un recuerdo. No solo las manifestaciones, sino todo signo exterior de Religión acabaría siendo prohibido con el bonito pretexto de que nunca se debe agredir la conciencia de los señores librepensadores.

La Iglesia no puede ser reducida por completo a la esclavitud durante mucho tiempo si el Papa es libre; por lo tanto, no hay nada que la masonería persiga con tanta perseverancia como la abolición del poder temporal de los Papas, necesario para su independencia.

El Papa Pío VII y Napoleón

¿Fue bajo la inspiración de la masonería, o siguiendo los impulsos de su propia ambición, que Napoleón I intentó convertir al Papa en su vasallo? Aún no era más que el general Bonaparte, al mando de los ejércitos de Italia, cuando, tras la capitulación de Mantua, se dirigió a Bolonia para, según Thiers, “imponer la ley al Papa”. Desde allí escribió a Joubert: “Estoy negociando con esa panda de curas y, esta vez, San Pedro salvará la capital, cediéndonos sus más bellos Estados”. Al día siguiente escribía al Directorio: “Mi opinión es que Roma, una vez privada de Bolonia, Ferrari, Romagne y los treinta millones que le quitamos, ya no puede existir: ESA MÁQUINA SE DESMONTARÁ POR SÍ SOLA. En esta carta se encuentra la primera manifestación diplomática de la idea napoleónica, que veremos buscada por Napoleón I, luego por Napoleón III, idea idéntica a la idea masónica. El 22 de septiembre, debido al rumor de la enfermedad del Papa, le prescribía a su hermano José: “si el Papa llegara a morir, debemos emplear todos los medios para evitar que se eligiera a otro y para provocar una revolución”. Thiers vincula a este hecho la razón última de todo lo que se había estado haciendo durante un siglo contra el Papado: “El Directorio veía en el Papa al jefe espiritual del partido enemigo de la Revolución, es decir, de la civilización pagana. Por eso el Directorio y su general no querían que hubiera más Papas. En el Memorial de Santa Elena, Napoleón expuso abiertamente esta idea fundamental de la masonería y cómo había pensado inicialmente llevarla a cabo. Hablando de sus proclamas a los musulmanes, dijo: “Era charlatanería, y de la mayor... Mirad las consecuencias: yo me servía de Europa al revés; la vieja civilización permanecía sitiada, y ¿quién habría imaginado entonces inquietarse por el curso de los destinos de nuestra Francia y la regeneración del siglo?” (12). Destruir la vieja civilización, la civilización cristiana, regenerar el siglo al estilo pagano, y esto a través de Francia, he aquí la idea que permite comprender en profundidad la historia contemporánea.

Si Napoleón tenía esos pensamientos, uno se preguntará por qué restableció el culto católico en Francia. Él mismo lo explica en su Mémorial: “Cuando levante los altares, cuando proteja a los ministros de la religión como merecen ser tratados en todos los países, el Papa hará lo que yo le pida; apaciguará los espíritus, los reunirá en su mano y los pondrá en la mía

Y en otro lugar: “Con el catolicismo alcanzaré con mayor seguridad todos mis grandes éxitos... En el interior, entre nosotros, el gran número absorbía al pequeño (protestantes y judíos), y me prometía tratarlo con tal igualdad que pronto no habría posibilidad de notar la diferencia. (En otras palabras, lograré que reine la indiferencia en materia religiosa). En el exterior, el catolicismo conservaba al Papa, y con mi influencia y mis fuerzas en Italia, tenía la esperanza de, tarde o temprano, por un medio u otro, tener para mí la dirección de ese Papa, y, a partir de ahí, ¡qué influencia, qué poder de opinión sobre el resto del mundo!” (13). Veremos cómo la Gran Logia siguió la estela de esta idea y se esforzó por llevarla a buen término.


En el trono imperial, Napoleón no perdió su punto de vista. Sabemos lo que hizo para confundir en la mente del pueblo la verdadera Religión con sus herejías, poniendo todo al mismo nivel, lo que hizo para llegar poco a poco a suprimir todo culto exterior, para convertir al clero en un cuerpo de funcionarios, e incluso para dispensar al Papa en lo que respecta a la institución canónica de los obispos. Todo esto no podía ser duradero si no se conseguía quitar al Papa su independencia. Napoleón empleó lo mejor de sí mismo en esta tarea. El 13 de febrero de 1806, escribió a Pío VII: “Vuestra Santidad es soberano en Roma, pero yo soy emperador”. Dos años más tarde, el general Miollis se apoderó de la Ciudad Eterna y, el 10 de junio, Napoleón publicó un decreto que anexionaba todos los Estados del Papa al Imperio francés. El 6 de julio, Pío VII fue expulsado del Quirinal, mientras que los Cardenales eran encarcelados en París o encerrados en prisiones del Estado. También prisionero, el apacible anciano sufrió el doble asalto de la violencia y el engaño para que consintiera en la anulación del Concordato de 1801 y en la firma de otra en la que se preveía el abandono casi completo de su jurisdicción sobre la Iglesia de Francia (14).

En el Memorial de Santa Elena (15), Napoleón dijo que, al destruir así el poder temporal de los Papas, tenía “otras intenciones”. Hablando de la propuesta de elaborar otro Concordato, dijo: “Yo tenía mi objetivo, y él no lo conocía”; y, después de que la firma fuera arrancada a la debilidad de un anciano agotado y aterrorizado: Todos mis grandes designios -exclamó- se realizaron bajo el manto del disimulo y el misterio... Habría exaltado al Papa por encima de toda medida, lo habría rodeado de pompa y honores, habría vivido cerca de mí en París, París se habría convertido en la capital del mundo cristiano y yo habría dirigido el mundo religioso, al igual que el mundo político”.

El Concordato, seguido de los artículos orgánicos, y el encarcelamiento de Pío VII en Saboya y Fontainebleau son los frutos armoniosos de ese mismo pensamiento. Estos actos se encadenan, constituyen la realización parcial y sucesiva del plan único concebido por la Revolución

La doctrina revolucionaria proclamó la omnipotencia del Estado; no podía admitir la existencia de un poder espiritual independiente y superior, como el de la Iglesia. ¿Cómo derribarlo? El Estado comenzó por unirse a la Iglesia y servirse de esa unión para someterla; luego, cuando la consideró lo suficientemente debilitada como para no poder vivir por sí misma, se separó de nuevo de ella, esperando que, privada de su sustento, perezca. Napoleón -estas palabras y estos actos lo demuestran- quiso, al establecer el Concordato, someter a la Iglesia a su poder absoluto. Cuando creyó que había llegado el momento, agotó todos los recursos de la astucia y la violencia para apoderarse del poder espiritual, sin temer siquiera, para lograrlo, debilitar secretamente al Papa mediante bebidas que contenían morfina.

Pío VII tomado prisionero por Napoleón

Para poder dirigir el mundo religioso por los caminos que debían conducir a “la regeneración del mundo”, era tan necesario apoderarse de la dirección de los espíritus como reducir al Papa al estado de ídolo. Napoleón lo comprendía bien. Con ese fin, quiso suprimir la prensa religiosa para reorganizarla a su manera: “Mi intención -escribió a Fouché, ministro de Seguridad- es que los periódicos eclesiásticos dejen de publicarse y se reúnan en un solo periódico, que se encargará de todos los suscriptores. Este periódico, que servirá para la instrucción de los eclesiásticos, se llamará Journal des Curés. Sus redactores serán nombrados por el cardenal arzobispo de París”.

Con esta misma idea instituyó la Universidad y le concedió el monopolio de la enseñanza. El H∴ Fontanes, futuro rector de la Universidad, interrogado sobre la nota de Champagny, que había concluido con la restauración del Oratorio, de la Orden de los Benedictinos de Saint-Maur y de las congregaciones de la doctrina cristiana, respondió lo que dicen los maestros de nuestros días: “En la enseñanza, como en todas las cosas, es necesaria la unidad de objetivo y de gobierno. Francia necesita una sola universidad y la universidad un solo jefe. “Así es -dijo el dictador- usted me ha entendido”. Y el H∴ Fourcroy llevó al Cuerpo Legislativo, el 6 de mayo de 1806, un proyecto de ley así concebido:

Art. I. - Se creará, bajo el nombre de Universidad Imperial, un cuerpo encargado EXCLUSIVAMENTE de la enseñanza y la educación pública en todo el Imperio”.

En su obra L'Instruction publique et la Révolution, Duruy elogia a Napoleón por haber salvado, mediante la institución de la Universidad, la Revolución y el espíritu revolucionario. “¡Qué maravillosa concepción, esa Universidad de Francia con su rector, su consejo, sus inspectores generales, sus grados y su poderosa jerarquía! ¡Qué muestra de genio haber comprendido que se necesitaba una gran corporación laica para disputar las jóvenes generaciones a las ruinas de las antiguas corporaciones de enseñanza y, sobre todo, a su espíritu!. Antes del 18 de brumario ya se podía prever el momento en que la reacción habría recuperado en el ámbito de la enseñanza todo el terreno perdido después de 1789. Un grave peligro, que no tendía a nada menos que plantear, en un futuro muy próximo, la cuestión de los principios de tolerancia e igualdad, cuya conquista había sido el objetivo de tantos esfuerzos y que se habían convertido en la excusa de tantos excesos... Después de haber asegurado el presente de la Revolución mediante el Código Civil y el Concordato, se le aseguraba el futuro mediante la educación. De todos los servicios que prestó Napoleón, no conozco ninguno más memorable que el de haber arrebatado la enseñanza de las manos de los peores enemigos del nuevo régimen para confiarla a un cuerpo profundamente imbuido de las ideas modernas”.

Que tales fueran los pensamientos y los designios de Napoleón, él mismo lo afirma con otras palabras.

Asesinato de Luis Antonio Enrique de Borbón-Condé, 
duque de Enghien

La noche del asesinato del duque de Enghien, dijo a sus familiares: “Quieren destruir la Revolución. Yo la defenderé, PORQUE YO SOY LA REVOLUCIÓN, YO, YO (16).

Phillipe Gonnart publicó una obra sobre los orígenes de la leyenda napoleónica en la que estudia “la obra histórica de Napoleón en Santa Elena”. En ella planteó y pretendió resolver la siguiente cuestión: “¿Alteró Napoleón la verdad y desfiguro sus ideas, presentándose a sí mismo como el continuador de la Revolución?”.

“Napoleón decía la verdad cuando repetía hasta la saciedad -dijo Gonnard- en los escritos de Santa Elena, que había sido el defensor de las ideas de 1789 en Francia, como defensor del principio de las nacionalidades en Europa. ¿Qué decía él que no fuera exacto cuando recordaba que en un vendimiario, en un frutero, en 1815, se había opuesto a la “reacción” y que había salvado “las grandes verdades de nuestra revolución”? Decía la verdad cuando proclamaba: “Yo consagré la Revolución, yo la infundí en las leyes”. Decía la verdad cuando se autodenominaba “el Mesías” de la Revolución. En los Relatos del cautiverio en Montholon dice: “Sembré la libertad con abundancia por todas partes donde implanté mi Código Civil”.

Napoleón III, interpretando fielmente este pensamiento en su obra Les idées napoléoniennes, rindió este testimonio a su tío: “La Revolución, que moría, pero no estaba vencida, legó a Napoleón sus últimas voluntades. 'Ilumina a las naciones, debió de decirle, consolida sobre bases sólidas los principales resultados de nuestros esfuerzos. Ejecuta en extensión lo que yo tuve que hacer en profundidad. SÉ PARA EUROPA LO QUE YO FUI PARA FRANCIA'. Napoleón cumplió esta gran misión hasta el final” (17).

De hecho, en todos los lugares a los que Napoleón llevaba sus ejércitos, hacía lo que se había hecho en Francia. Establecía la igualdad de cultos, sin duda uno de los principales resultados pretendidos y obtenidos por la secta que hizo la Revolución. “Hay una RELIGIÓN UNIVERSAL, dice el Boletín del Gran Oriente (julio de 1856, p. 172), que engloba todas las religiones particulares del globo: esta es la religión que profesamos; es ESTA RELIGIÓN UNIVERSAL LA QUE PROFESA EL GOBIERNO CUANDO PROCLAMA LA LIBERTAD DE CULTO”. 

Pío VII no se equivocó, pues, cuando dijo en su Encíclica del 22 de marzo de 1808: “Bajo esta protección igualitaria para todos los cultos se esconde y se disfraza la persecución más peligrosa, la más astuta que se pueda imaginar contra la Iglesia de Jesucristo y, por desgracia, la mejor combinada para sembrar la confusión y destruirla, si fuera posible que la fuerza y las artimañas del infierno prevalecieran contra ella”.

Al mismo tiempo que establecía la igualdad de cultos en todos los lugares a los que le llevaban sus ejércitos, Napoleón expulsaba a los religiosos y vendía los bienes eclesiásticos; y para cambiar el orden social, así como el orden religioso, imponía la partición forzosa de las sucesiones, abolía las corporaciones de obreros, agitaba las provincias, destruía las libertades locales y derrocaba las dinastías nacionales; en una palabra, aniquilaba el antiguo orden de cosas para establecer uno nuevo, se esforzaba por sustituir la civilización cristiana por una civilización cuyos dogmas revolucionarios serían su fundamento y principio.

Continúa...

Notas:

1) El Primer Imperio comprende el reinado de Napoleón I, que se extendió desde 1804 hasta 1814. (N. del T.).

2) Véase, para la historia de la Iglesia de Francia en el siglo XIX (1802-1900), las conferencias impartidas por L. Bourguin a los católicos. Dos volúmenes in-12. P. Téqui Editor, rue de Tournon, 29, París.

3) Lo cierto es que Talleyrand, Grégoire, Fouché, los constitucionalistas, los viejos jansenistas readmitidos en los consejos del Gobierno, los revolucionarios de la Corte de Bonaparte, los escépticos y los impíos que sitiaban Malmaison, desesperados por impedir que el Cónsul negociara, aunaron sus esfuerzos para falsear el espíritu y la letra del Concordato.

4) La religión del Estado no es la religión que el Estado impone a alguien, sino la que practica por su cuenta. La República tiene una religión: el ateísmo, y la impone a sus súbditos.

5) En un comunicado entregado al conde de Chambord por De Vaussay, el Cardenal Pie no pedía que el catolicismo fuera declarado “religión del Estado”, sino que afirmaba lo siguiente: “La religión de catorce siglos en el pasado y de treinta y cinco millones de ciudadanos en el presente es la religión del país y de sus instituciones”.

6) Correspondencia, X, 127

7) El presupuesto del culto católico en 1802 fue de 1.258.197 francos. El de 1803 ascendió a 4 millones. El último presupuesto regular del culto católico bajo el primer imperio (1813) superó ligeramente los 17 millones.

8) Œuvres, III, 481.

9) Artículos orgánicos, 25. Esta disposición no se aplicó hasta 1810.

10) Esta palabra revela la inspiración masónica.

11) Thibaudeau, II, 485.

12) Ver también: Correspondance de Napoléon Ier publicada por orden de Napoleón III, t. V, p. 185, 191, 241.

13) Mémorial de Sainte-Hélène, t. V, p. 384, 388.

14) Cuando el encarcelamiento de Napoleón en Santa Elena se volvió más estricto y duro, Pío VII escribió al Cardenal Consalvi esta carta admirablemente cristiana: “La familia del emperador Napoleón nos ha comunicado, a través del Cardenal Fesch, que el clima de Santa Elena es mortal y que el pobre exiliado se consume a ojos vista. Hemos recibido esta noticia con infinita aflicción, y sin duda usted la compartirá con nosotros, porque ambos debemos recordar que, junto a Dios, es principalmente a él a quien se debe el restablecimiento de la religión en el gran reino de Francia. La piadosa y valiente iniciativa de 1801 nos hizo olvidar y perdonar, hace mucho tiempo, sus errores posteriores. Saboya y Fontainebleau son solo errores del espíritu y desvaríos de la ambición humana. El Concordato fue un acto cristiano y heroicamente salvador. Sería para nuestro corazón una alegría sin igual poder contribuir a disminuir las torturas de Napoleón. Él ya no puede representar un peligro para nadie, desearíamos que no constituyera un remordimiento para nadie”.

15) T. IV, p. 208, y t. V, de la página 391 a la 401.

16) Histoire du Consulat et de l'Empire, por Thiers, t. V, p. 14.
¿Tenía Napoleón relaciones con la masonería?
En la Révolution Française, revista de historia moderna y contemporánea publicada por la Sociedad de Historia de la Revolución, bajo la dirección de Aulard, Georges Bourgin publicó una serie de artículos bajo este título: Contribution à l'histoire de la franc-maçonnerie sous le premier Empire. En la página 45 del fascículo del 14 de julio de 1905 hace esta cita: “Le hice (a Napoleón) -dice O'Méara (el cirujano inglés de Napoleón en Santa Elena)- algunas preguntas sobre la masonería y le pedí su opinión sobre los masones: “Ayudaron a la Revolución y, en los últimos tiempos, incluso ayudaron a disminuir el poder del Papa y la influencia del clero”. Le manifesté mi deseo de saber si había alentado a los masones. “Un poco”, respondió, “porque luchaban contra el Papa”.

17) Idées napoléoniennes, t I, p. 28-29.

 

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