DISCURSO DE LEÓN XIV
PARA LA
CELEBRACIÓN DEL 60° ANIVERSARIO DE
NOSTRA AETATE
“CAMINANDO JUNTOS EN LA ESPERANZA”
Respetables Líderes y Representantes de las religiones del mundo,
distinguidos Miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede,
queridos hermanos y hermanas:
¡La paz esté con ustedes!
Con gozo y profunda gratitud los saludo cordialmente y agradezco con sinceridad su presencia en esta conmemoración del innovador documento Nostra aetate.
El tema de nuestro encuentro en esta tarde es “Caminando juntos en la esperanza”. Hace sesenta años se plantó una semilla de esperanza para el diálogo interreligioso. Hoy, la presencia de todos ustedes da testimonio de que esa semilla se ha convertido en un árbol fuerte, cuyas ramas se han expandido a lo largo y ancho, ofreciendo refugio y dando ricos frutos de comprensión, amistad, cooperación y paz.
Durante sesenta años, hombres y mujeres han trabajado para dar vida a la Declaración Nostra aetate. Regaron la semilla, cuidaron la tierra y la protegieron. Algunos incluso dieron su vida; mártires del diálogo que se opusieron a la violencia y al odio. Recordémoslos hoy con gratitud. Como cristianos, junto con nuestros hermanos y hermanas de otras religiones, somos quienes somos gracias a su valentía, su esfuerzo y su sacrificio. En este sentido, les agradezco sinceramente su colaboración con el Dicasterio para el Diálogo Interreligioso; con la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos; y con la Iglesia católica en sus países de origen. Gracias por aceptar nuestra invitación y por honrar esta ocasión con su presencia.
Mis queridos hermanos y hermanas, su amistad y estima por la Iglesia católica brillaron de manera especial en la etapa final de la enfermedad del Papa Francisco y en el tiempo de su fallecimiento, a través de los amables mensajes de condolencia que enviaron, de las oraciones ofrecidas en sus respectivos países y de la presencia de quienes pudieron asistir a su funeral. La misma amistad volvió a brillar a través de sus mensajes de felicitación por mi elección como Papa y la presencia de algunos de ustedes en la Santa Misa de inicio de mi pontificado. Todos estos gestos dan testimonio del vínculo profundo y estable que compartimos; un vínculo que aprecio profundamente.
Si la Declaración Nostra aetate ha fortalecido los lazos entre nosotros, estoy convencido de que su mensaje sigue siendo muy relevante hoy en día. Tomemos, pues, un momento para reflexionar sobre algunas de sus enseñanzas más significativas.
En primer lugar, la Nostra aetate nos recuerda que la humanidad se une cada vez más estrechamente y que es tarea de la Iglesia promover la unidad y el amor entre los hombres y las mujeres, así como entre las naciones (cf. n. 1).
En segundo lugar, señala lo que todos tenemos en común. Pertenecemos a una sola familia humana ―una en su origen y una también en su destino final―. Además, cada persona busca respuestas a los grandes enigmas de la condición humana (cf. n. 1).
En tercer lugar, las religiones de todo el mundo tratan de responder a la inquietud del corazón humano. Cada una, a su propia manera, ofrece enseñanzas, formas de vida y ritos sagrados que ayudan a guiar a sus seguidores hacia la paz y el sentido de la vida (cf. n. 2).
En cuarto lugar, la Iglesia católica no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones, que “reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (n. 2). Las considera con sincero respeto e invita a sus hijos e hijas, a través del diálogo y la colaboración, a reconocer, preservar y promover lo que es espiritual, moral y culturalmente bueno en todos los pueblos.
Por último, no debemos olvidar cómo se desarrolló realmente la Nostra aetate. Inicialmente, el Papa Juan XXIII encargó al cardenal Augustin Bea que presentara al Concilio un tratado en el que se describiera una nueva relación entre la Iglesia católica y el judaísmo. Por lo tanto, podemos decir que el cuarto capítulo, dedicado al judaísmo, es el corazón y el núcleo generativo de toda la Declaración. Por primera vez en la historia de la Iglesia, tenemos un texto doctrinal con una base teológica explícita que ilustra las raíces judías del cristianismo de una manera bíblica bien fundamentada. Al mismo tiempo, Nostra aetate (n. 4) adopta una postura firme contra todas las formas de antisemitismo. Así, en el capítulo siguiente, Nostra aetate enseña que no podemos invocar verdaderamente a Dios, Padre de todos, si nos negamos a tratar como hermanos y hermanas a cualquier hombre o mujer creados a imagen de Dios. De hecho, la Iglesia rechaza toda forma de discriminación o acoso por motivos de raza, color, condición de vida o religión (cf. n. 5).
Este documento histórico, por lo tanto, nos abrió los ojos a un principio sencillo pero profundo: el diálogo no es una táctica ni una herramienta, sino una forma de vida, un viaje del corazón que transforma a todos los involucrados, tanto al que escucha como al que habla. Es más, recorremos este camino no abandonando nuestra propia fe, sino manteniéndonos firmes en ella. Porque el diálogo auténtico no comienza con el compromiso, sino con la convicción, con las raíces profundas de nuestra propia fe que nos da la fuerza para acercarnos a los demás con amor.
Sesenta años después, el mensaje de Nostra aetate sigue siendo tan urgente como siempre. Durante su viaje apostólico a Singapur, en un encuentro interreligioso, el Papa Francisco animó a los jóvenes con las siguientes palabras: “Dios es Dios para todos. Y por eso, […] todos somos hijos de Dios” (Encuentro interreligioso con jóvenes, 13 septiembre 2024). Esto nos llama a mirar más allá de lo que nos separa y a descubrir lo que nos une. Sin embargo, hoy nos encontramos en un mundo en el que esa visión a menudo se ve oscurecida. Vemos cómo se levantan de nuevo muros entre naciones, entre religiones, incluso entre vecinos. El ruido de los conflictos, las heridas de la pobreza y el clamor de la tierra nos recuerdan lo frágil que sigue siendo nuestra familia humana. Muchos se han cansado de las promesas; muchos han olvidado cómo mantener la esperanza.
Como líderes religiosos, guiados por la sabiduría de nuestras respectivas tradiciones, compartimos una responsabilidad sagrada: ayudar a nuestros pueblos a liberarse de las cadenas del prejuicio, la ira y el odio; ayudarlos a superar el egoísmo y el egocentrismo; ayudarlos a vencer la codicia que destruye tanto el espíritu humano como la tierra. De esta manera, podemos guiar a nuestros pueblos para que se conviertan en profetas de nuestro tiempo: voces que denuncien la violencia y la injusticia, que sanen las divisiones y proclamen la paz para todos nuestros hermanos y hermanas.
Este año, la Iglesia católica celebra el Año jubilar de la Esperanza. Tanto la esperanza como la peregrinación son realidades comunes a todas nuestras tradiciones religiosas. Este es el camino que Nostra aetate nos invita a continuar: caminar juntos en la esperanza. Entonces, cuando lo hacemos, sucede algo hermoso: los corazones se abren, se construyen puentes y aparecen nuevos caminos allí donde antes no parecía posible. Esta no es la labor de una sola religión, una sola nación o incluso de una sola generación. Es una tarea sagrada para toda la humanidad: mantener viva la esperanza, mantener vivo el diálogo y mantener vivo el amor en el corazón del mundo.
Mis queridos hermanos y hermanas, en este momento crucial de la historia, se nos ha confiado una gran misión: despertar en todos los hombres y mujeres su sentido de la humanidad y de lo sagrado. Esto es precisamente, amigos míos, por lo que nos hemos reunido en este lugar, asumiendo la gran responsabilidad, como líderes religiosos, de llevar esperanza a una humanidad que a menudo se ve tentada por la desesperación. Recordemos que la oración tiene el poder de transformar nuestros corazones, nuestras palabras, nuestras acciones y nuestro mundo. Ella nos renueva desde dentro, reavivando en nosotros el espíritu de esperanza y amor.
En este sentido, quisiera recordar las palabras de san Juan Pablo II, pronunciadas en Asís en 1986: “Si el mundo debe continuar y los hombres y las mujeres deben sobrevivir en él, el mundo no puede prescindir de la oración” (Discurso a los representantes de las Iglesias cristianas y de las comunidades eclesiales y de las religiones del mundo, 27 octubre 1986).
Y ahora, invito a cada uno de ustedes a hacer una pausa para orar en silencio. Que la paz descienda sobre nosotros y llene nuestros corazones.

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