JUBILEO DE LOS EQUIPOS SINODALES
Y LOS ÓRGANOS PARTICIPATIVOS
HOMILÍA DE LEÓN XIV
Hermanos y hermanas:
Al celebrar el Jubileo de los Equipos Sinodales y Órganos Participativos, estamos invitados a contemplar y redescubrir el misterio de la Iglesia. Ella no es simplemente una institución religiosa, ni se identifica únicamente con jerarquías y estructuras. El Concilio Vaticano II nos recuerda que la Iglesia es el signo visible de la unión entre Dios y la humanidad, donde Dios quiere reunirnos a todos en una sola familia de hermanos y hermanas y hacernos su pueblo: un pueblo formado por hijos amados, todos unidos en el único abrazo de su amor.
Al contemplar el misterio de la comunión eclesial, generado y preservado por el Espíritu Santo, podemos comprender también el significado de los equipos sinodales y los órganos participativos. Estos expresan lo que ocurre dentro de la Iglesia, donde las relaciones no responden a la lógica del poder, sino a la del amor. La primera —recordando una advertencia constante del Papa Francisco— es una lógica mundana. En cambio, en la comunidad cristiana, la primacía corresponde a la vida espiritual, que nos revela que todos somos hijos de Dios, hermanos y hermanas, llamados a servirnos mutuamente.
La norma suprema en la Iglesia es el amor. Nadie está llamado a dominar; todos estamos llamados a servir. Nadie debe imponer sus propias ideas; todos debemos escucharnos unos a otros. Nadie está excluido; todos estamos llamados a participar. Nadie posee la verdad absoluta; todos debemos buscarla con humildad y buscarla juntos.
La palabra misma “juntos” expresa la llamada a la comunión en la Iglesia. El Papa Francisco nos lo recordó en su último Mensaje de Cuaresma: “…a caminar juntos. La Iglesia está llamada a caminar unida, a ser sinodal. Los cristianos están llamados a caminar al lado de los demás, y nunca solos. El Espíritu Santo nos impulsa a no permanecer ensimismados, sino a dejarnos atrás y seguir caminando hacia Dios y nuestros hermanos. Caminar juntos significa consolidar la unidad basada en nuestra común dignidad como hijos de Dios” (Mensaje de Cuaresma, 25 de febrero de 2025).
Caminar juntos: esto es, al parecer, lo que los dos personajes no hacen en la parábola que acabamos de escuchar en el Evangelio. Tanto el fariseo como el recaudador de impuestos suben al Templo a orar. Podríamos decir que “suben juntos” o, al menos, se encuentran juntos en el lugar sagrado. Sin embargo, están separados; no hay comunicación entre ellos. Ambos toman el mismo camino, pero no caminan juntos. Ambos están en el Templo; pero uno ocupa el primer lugar y el otro se queda atrás. Ambos oran al Padre, pero sin ser hermanos y sin tener nada en común.
Esta división depende, sobre todo, de la actitud del fariseo. Su oración, aunque aparentemente dirigida a Dios, no es más que un espejo en el que se mira, se justifica y se alaba a sí mismo. Como escribe san Agustín: “Subió a orar; no tenía intención de orar a Dios, sino de alabarse a sí mismo” (Discurso 115, 2). Sintiendo superioridad, juzga al otro con desprecio y lo menosprecia. El fariseo está obsesionado con su propio ego y, de este modo, termina centrado en sí mismo, sin tener relación alguna ni con Dios ni con los demás.
Hermanos y hermanas, esto también puede ocurrir en la comunidad cristiana. Sucede cuando el ego se impone al colectivo, generando un individualismo que impide relaciones auténticas y fraternas. También ocurre cuando la pretensión de ser superior a los demás, como la del fariseo con el recaudador de impuestos, crea división y convierte a la comunidad en un lugar de juicios y exclusión; y cuando alguien utiliza su posición para ejercer poder, en lugar de para servir.
Sin embargo, debemos fijar nuestra atención en el recaudador de impuestos. Con la misma humildad que él demostró, también nosotros debemos reconocer dentro de la Iglesia que todos necesitamos a Dios y a los demás, lo cual nos lleva a practicar el amor mutuo, a escucharnos y a disfrutar del caminar juntos. Esto se basa en la convicción de que Cristo pertenece a los humildes, no a los que se enaltecen por encima del rebaño (cf. San Clemente de Roma, Carta a los Corintios, cap. XVI).
Los equipos sinodales y los órganos participativos son imagen de esta Iglesia que vive en comunión. Créanme cuando les digo que, al escuchar al Espíritu en el diálogo, la fraternidad y la parresía, nos ayudarán a comprender que, por encima de cualquier diferencia, estamos llamados en la Iglesia a caminar juntos en la búsqueda de Dios. Al revestirnos de los sentimientos de Cristo, ampliamos el espacio eclesial para que se vuelva colegiado y acogedor.
Esto nos permitirá vivir con confianza y un nuevo espíritu en medio de las tensiones que atraviesan la vida de la Iglesia: entre unidad y diversidad, tradición y novedad, autoridad y participación. Debemos permitir que el Espíritu las transforme, para que no se conviertan en contraposiciones ideológicas ni polarizaciones dañinas. No se trata de resolverlas reduciendo una a la otra, sino de permitir que el Espíritu las purifique, para que se armonicen y se orienten hacia un discernimiento común. Como equipos sinodales y miembros de los cuerpos participativos, saben que el discernimiento eclesial requiere “libertad interior, humildad, oración, confianza mutua, apertura a lo nuevo y entrega a la voluntad de Dios. Nunca se trata simplemente de exponer el punto de vista personal o grupal, ni de resumir opiniones individuales divergentes” (Documento Final, 26 de octubre de 2024, pág. 82). Ser una Iglesia sinodal significa reconocer que la verdad no se posee, sino que se busca juntos, dejándonos guiar por un corazón inquieto, enamorado del Amor.
Queridos amigos, debemos soñar con una Iglesia más humilde y construirla; una Iglesia que no se yergue como el fariseo, triunfante y llena de orgullo, sino que se inclina para lavar los pies de la humanidad; una Iglesia que no juzga como el fariseo juzga al recaudador de impuestos, sino que se convierte en un lugar acogedor para todos; una Iglesia que no se encierra en sí misma, sino que permanece atenta a Dios para poder escuchar a todos. Comprometámonos a construir una Iglesia totalmente sinodal, ministerial y atraída por Cristo, y por lo tanto, comprometida a servir al mundo.
Sobre todos nosotros y sobre la Iglesia extendida por todo el mundo, invoco la intercesión de la Virgen María con las palabras del Siervo de Dios Don Tonino Bello: “Santa María, mujer de convivencia, alimenta en nuestras Iglesias el deseo de comunión… Ayúdalas a superar las divisiones internas. Intervén cuando el demonio de la discordia se infiltre en su seno. Extingue los fuegos del faccionalismo. Reconcilia las disputas mutuas. Desactiva sus rivalidades. Detenlas cuando decidan seguir caminos separados, descuidando la convergencia en proyectos comunes” (Maria, Donna dei Nostri Giorni, 99).
Que el Señor nos conceda esta gracia: estar arraigados en el amor de Dios para que podamos vivir en comunión unos con otros y ser, como Iglesia, testigos de unidad y amor.

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