Por Chris Jackson
Los santos que ponen a prueba el sistema
Bartolo Longo es el tipo de historia que la antigua Iglesia habría canonizado lentamente, con asombro y sospecha.
Bartolo Longo
Pasó cuarenta años resarciéndose: promoviendo el Rosario, construyendo el Santuario de Nuestra Señora de Pompeya, muriendo en penitencia.
Ahora es “San Bartolo Longo”, canonizado el 19 de octubre de 2025, sin un segundo milagro que sellara el caso.
Ese mismo día se le unió José Gregorio Hernández, el “médico de los pobres” de Venezuela.
Su caridad católica es indiscutible. El problema radica en lo que sucedió después de su muerte: en el culto de posesión espiritual de María Lionza, el Dr. José Gregorio es convocado por médiums para recetar recetas en trance. Los antropólogos lo han documentado durante décadas.
José Gregorio Hernández
Dos hombres muy diferentes, una firma idéntica: las reglas son suspendidas en aras del simbolismo.
Antes del Vaticano II:
Cuando la canonización aún significaba certeza
Durante tres siglos la santidad fue un proceso legal.
Los decretos de Urbano VIII y el Código de 1917 exigían cuatro milagros probados, dos procesos judiciales separados y un Promoter Fidei despiadado, el Abogado del Diablo, cuya misión era demoler la causa.
Ningún expediente era abierto hasta cincuenta años después de la muerte del candidato a los altares.
La beatificación daba un culto local; la canonización, sólo después de nuevos milagros, daba la veneración universal.
Era un proceso lento, conflictivo y deliberadamente escéptico porque la canonización se consideraba un juicio infalible.
El Cielo debía que confirmar el veredicto con milagros inconfundibles.
1983: La Gran Simplificación
El Divinus Perfectionis Magister de Juan Pablo II reescribió la historia:
• Se abolió el Abogado del Diablo y se lo reemplazó por un “Promotor de Justicia” cooperativo.
• Milagros reducidos a la mitad: uno para la beatificación, otro para la canonización (ninguno para los mártires).
• El período de espera se redujo de cincuenta a cinco años.
• Las diócesis locales ahora toman la iniciativa; Roma se limita a “revisar”.
• El tono cambió de jurídico a “pastoral”: los santos como “modelos para nuestro tiempo”.
A partir de ese momento, la canonización dejó de ser un proceso para convertirse en una confirmación.
Entre 1588 y 1958: unas 300 canonizaciones.
Entre 1983 y 2025: más de 1.700.
La santidad pasó a convertirse en una producción en serie.
La canonización de un concilio
La lógica de la reforma alcanzó su clímax en la canonización de los propios “papas conciliares”.
Francisco “elevó” a Juan XXIII y a Juan Pablo II en 2014, y luego a Pablo VI en 2018.
• Juan XXIII: segundo milagro condonado de plano.
• Pablo VI: causa concluida en tiempo récord.
• Juan Pablo II: se levanta la regla de espera de cinco años para que los cánticos de Santo Subito puedan convertirse en política.
Incluso los periodistas seculares lo llamaron “la canonización del Vaticano II”, y tenían razón.
Juan XXIII convocó el concilio, Pablo VI lo promulgó, Juan Pablo II lo globalizó.
Sus canonizaciones coronaron la “nueva teología” que habían engendrado: la colegialidad, el ecumenismo, la libertad religiosa y el optimismo universalista que ahora se confunde con la fe.
Para la iglesia postconciliar fue una coronación; para los católicos tradicionales, una confesión: la revolución canonizándose a sí misma.
La infalibilidad fue reutilizada como autojustificación: si los “papas” del Vaticano II son santos, el Vaticano II debe ser sagrado.
El requisito del milagro, que en otro tiempo era la contraseña del cielo, fue descartado como una reliquia de una época más supersticiosa.
Por qué esto es importante
Ningún tradicionalista serio niega que la gracia puede transformar a los pecadores.
El arrepentimiento de Longo es heroico. La caridad de Hernández inspira.
El problema no son ellos, sino el proceso que los proclamó y la catequesis que los creó.
La certeza se ha derrumbado: la garantía preconciliar de infalibilidad se basaba en el rigor jurídico. Si se ha abolido el juicio, la certeza moral se disuelve.
Los milagros pierden su función dogmática: eran la evidencia sobrenatural de que el Cielo mismo daba su aprobación. Pero cuando los “papas” los dispensan por razones políticas, enseñan que la prueba es opcional.
La ambigüedad se rebautiza como misericordia: la doble veneración de Hernández, en la iglesia y en un culto posesorio, se presenta como “inculturación”. La verdadera Iglesia habría exorcizado primero ese culto.
El inflar un personaje devalúa la santidad: cuando cada ciclo noticioso produce un “santo para nuestro tiempo”, la santidad deja de sorprender el alma.
El ajuste de cuentas
Bartolo Longo demuestra que la gracia puede asaltar las puertas del infierno; José Gregorio Hernández muestra con qué facilidad la Roma moderna las deja desprotegidas.
Ambos hombres son ahora “santos” de la iglesia conciliar, canonizados por un sistema que trata lo milagroso como algo opcional y la claridad como algo desconsiderado.
La corrupción más profunda no se encuentra en el espiritismo ni en el sincretismo, sino en los procedimientos: reglas suavizadas hasta que la propia certeza se convierte en una víctima.
Una vez desaparecido el Abogado del Diablo, la Iglesia perdió la única voz encargada de hacer la pregunta necesaria: ¿estamos seguros?
Ahora la pregunta ya no se plantea en absoluto.
Y en algún lugar de la oficina del Vaticano donde una vez estuvo el Promoter Fidei, el silencio es aún más ensordecedor.
Fe sin forma
La homilía de canonización de León XIV selló el significado del día. Habló de los siete nuevos santos como “hombres y mujeres auténticos”, no como héroes de la gracia sobrenatural. La Cruz, dijo, “revela la justicia de Dios, y la justicia de Dios es el perdón”. Los santos fueron elogiados como “bienhechores de la humanidad”. Fue la expresión más pura de la “nueva religión”: horizontal, terapéutica, incruenta.
La teología del sermón es pura atmósfera, sin definición. La fe, dijo León, es “el vínculo de amor entre Dios y el hombre”. Palabras hermosas, pero vacías de contenido dogmático. No se menciona el Credo, ni la Iglesia como Arca de Salvación, ni la necesidad de la gracia y ni los Sacramentos. La fe se convierte en una emoción, no en un asentimiento del intelecto a la verdad revelada. Se invita al oyente a sentir, no a creer.
Incluso a la parábola del juez injusto, elegida para ilustrar la perseverancia en la oración, la convirtió en psicología moral. La persistencia de la viuda se presenta como optimismo genérico, “nunca desfallezcas”, no como perseverancia en la fe católica frente a la incredulidad del mundo. La cruz, desprovista de expiación, se convirtió en un gesto de empatía divina: Dios sufre con nosotros, no por nosotros.
Por eso la penitencia de Bartolo Longo y la caridad de Hernández podrían reducirse a metáforas cívicas. La conversión de Longo del ocultismo se convierte en una historia de “la luz venciendo a la oscuridad” en un tono sentimental, en lugar de un triunfo de la gracia sobre el reino de Satanás. Hernández, quien creía en el orden sobrenatural, se reinterpreta como un médico humanitario cuya compasión demuestra la inmanencia de Dios en el mundo moderno. Lo sobrenatural y lo natural se intercambian.
En homilías antiguas, las canonizaciones terminaban con un llamado al arrepentimiento, al terror del pecado y a la gloria del Cielo. León terminó con una exhortación a que “no nos cansemos de orar”, como si la oración misma fuera el contenido de la fe. La moraleja no es que debamos ser santos, sino que debemos mantener una actitud positiva. La fe que una vez definieron mártires y misioneros ahora suena a un poster inspirador.
Lo que la verdadera Iglesia llamaba reparación, la nueva lo llama autenticidad. Es santidad sin jerarquía, fe sin formalismo, misericordia sin juicio: todo el espíritu del Vaticano II condensado en una sola homilía.
1 comentario:
También es vaticanosecundista el Papa Pío IX, solemnemente beatificado en el Jubileo del Año Santo de 2000? También lo es San Juan Sarkander, mártir del sigilo sacramental? También lo son San Esteban Pongracz y sus compañeros, mártires de Kosice? Reconozcamos que, al menos, hasta el último Pontífice Romano legítimo Benedicto XVI había más seriedad. Pienso en el Cardenal Pietro Palazzini, que llevó el peso de las Causas de los Santos durante los primeros años del Papa Juan Pablo II. Y en lo que costó beatificar al Papa Juan XXIII cuya causa fué introducida por Pablo VI juntamente con la del Venerable Pío XII. Venerable, por cierto, desde Benedicto XVI.
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