Por Monseñor de Segur (1868)
31. CUANDO ESTARÉ PARA MORIR, YO NO DIGO QUE NO ME CONFIESE.
¿CREÉIS ACASO QUE YO QUIERO MORIR COMO UN PERRO?
Si no quieres morir como un perro, ¿por qué, pues, vives como una bestia? Una bestia es un ser viviente, que come, bebe, anda, ve, oye, grita, se divierte, regaña, se encoleriza, duerme y se despierta. Con perdón sea dicho, no eres más que una bestia cuando no sirves a Dios, cuando no vives por Dios. El alma sola nos distingue de las bestias, y ¿qué haces tú de la tuya?
¿No quieres morir como un perro? Sea, pero no olvides que ordinariamente se muere como se ha vivido; y el medio de bien morir es el llevar una buena vida. ¿Dices que te confesarás en la hora de la muerte? Está muy bien; confiésate, pues, durante la vida y sé desde ahora un buen cristiano.
¿Te confesarás antes de morir? ¿Y si la muerte llega antes que el confesor? ¿Antes, tal vez, que el mismo intento de confesarte? Es una grande ilusión el contar en estos últimos instantes, de los cuales muy raras veces se es el dueño; con demasiada frecuencia, parientes ciegos o amigos poco religiosos o poco juiciosos no nos permiten disponer de ellos para ponernos bien con Dios; sin contar que casi siempre la crudeza de la enfermedad paraliza todas nuestras facultades. ¡Cuántas veces sucede que al ser sacramentados los enfermos, no tienen ya conciencia de lo que pasa!
La experiencia lo demuestra de una manera terrible por lo frecuente; la muerte súbita, la muerte imprevista es un trueno que retumba, por decirlo así, sin interrupción sobre nuestras cabezas, y es preciso ser loco para no amedrentarse. A cada instante el rayo vibra y hace víctimas en torno de nosotros. Los jóvenes como los viejos, los sanos como los enfermos, todos sin excepción, todos son amenazados.
No pasa un año sin que cada uno de nosotros no oiga hablar de esta o de aquella persona que acaba de morir sin tener tiempo de reconciliarse.
No hace mucho, un joven de diecisiete años que gozaba de cabal salud, decía al mayordomo de una cárcel de París en donde estaba detenido: “Yo me confesaré más tarde, el año que viene”. Y murió en la mañana del día siguiente.
Un niño de catorce años, sano y fresco, entra en un colegio del departamento de la Meurthe, y hace sus primeros preparativos de instalación. Se fue a acostar; y en la mañana siguiente no se encontró más que un cadáver en su lecho.
En 1858, en una pequeña parroquia de la diócesis de Meaux, una anciana señora que llevaba una vida regular pero que no se confesaba, había dicho muchas veces a su párroco que por nada de este mundo querría ella morir sin sacramentos. Temía esto tanto, que siempre que el cura se veía obligado a ausentarse, le recomendaba que volviese lo más pronto posible. En vano el sacerdote que era su vecino la apremiaba a que no esperase el último instante; ella lo aplazaba siempre. Una noche, en el momento en que el cura iba a acostarse, fue llamado con insistencia. Corre a toda prisa, llega a la casa... La infeliz señora acaba de exhalar su postrer aliento.
En Normandía un obrero de unos cuarenta años, robusto y de buena constitución, había recibido una herida de gravedad por un accidente de viaje. Hacia unos veinte años que no se había confesado y siempre había prometido volver a Dios antes de morir. Por causa de algunos, pocos conocedores del mal, el cura no conoció la gravedad del accidente; el mal empeoró y el pobre hombre murió como había vivido, sin Dios y sin perdón.
Un joven de la alta sociedad parisiense había sido sumamente piadoso hasta la edad de veinticuatro a veinticinco años; pero fue entibiándose poco a poco, y acabó por no cumplir ninguno de los deberes de cristiano. En una enfermedad que tuvo, los médicos se engañaron no apercibiéndose del peligro que corría; sus padres guiados por una prudencia demasiado humana, no se atrevían a prevenir al enfermo. Sobrevino una crisis, y el sacerdote llamado con precipitación llegó demasiado tarde en medio de la consternada familia.
Podríamos multiplicar sin medida los hechos, los tristes hechos de este género. Cada uno de nosotros conoce muchos. ¡Ay dolor! ¡Esta es la historia de los réprobos! ¡Aprovecha pues el tiempo, tú que me estás leyendo, que hoy gozas de vida y que tal vez dentro de ocho días estarás muerto y enterrado, muerto y juzgado para la eternidad!
¿Por qué quieres vivir en el mal hasta la muerte? ¿Está bien que te burles de Dios, que le menosprecies, pisoteando su cruz y su sangre, abusando de sus gracias todos los días de tu vida, bajo el pretexto de que en el último momento no? ¿Tendrás más que demandarle perdón, para que en su infinita bondad, tenga piedad y misericordia de ti? ¿No es por ventura muy poco noble semejante idea e indigna de un cristiano, de un corazón recto y de un alma buena? ¡Oh! ¡Cuán culpable eres, cuán osado y temerario! Pero también; ¡cuán justo será tu eterno castigo, si como tantos otros, mueres en pecado mortal!
Voltaire fue castigado de este modo. ¡Y por cierto que si un hombre había que lo mereciera era él! Dos o tres veces ya, a pesar de su terrible impiedad, a pesar del universal contagio de sus blasfemias, había visto al bondadoso Dios acoger benignamente su arrepentimiento y confesión. Durante su permanencia en Sajonia, cayó gravemente enfermo, y por temor se confesó recibiendo públicamente los Sacramentos y manifestando sentimientos de contrición que duraron tanto como duró el peligro.
Un niño de catorce años, sano y fresco, entra en un colegio del departamento de la Meurthe, y hace sus primeros preparativos de instalación. Se fue a acostar; y en la mañana siguiente no se encontró más que un cadáver en su lecho.
En 1858, en una pequeña parroquia de la diócesis de Meaux, una anciana señora que llevaba una vida regular pero que no se confesaba, había dicho muchas veces a su párroco que por nada de este mundo querría ella morir sin sacramentos. Temía esto tanto, que siempre que el cura se veía obligado a ausentarse, le recomendaba que volviese lo más pronto posible. En vano el sacerdote que era su vecino la apremiaba a que no esperase el último instante; ella lo aplazaba siempre. Una noche, en el momento en que el cura iba a acostarse, fue llamado con insistencia. Corre a toda prisa, llega a la casa... La infeliz señora acaba de exhalar su postrer aliento.
En Normandía un obrero de unos cuarenta años, robusto y de buena constitución, había recibido una herida de gravedad por un accidente de viaje. Hacia unos veinte años que no se había confesado y siempre había prometido volver a Dios antes de morir. Por causa de algunos, pocos conocedores del mal, el cura no conoció la gravedad del accidente; el mal empeoró y el pobre hombre murió como había vivido, sin Dios y sin perdón.
Un joven de la alta sociedad parisiense había sido sumamente piadoso hasta la edad de veinticuatro a veinticinco años; pero fue entibiándose poco a poco, y acabó por no cumplir ninguno de los deberes de cristiano. En una enfermedad que tuvo, los médicos se engañaron no apercibiéndose del peligro que corría; sus padres guiados por una prudencia demasiado humana, no se atrevían a prevenir al enfermo. Sobrevino una crisis, y el sacerdote llamado con precipitación llegó demasiado tarde en medio de la consternada familia.
Podríamos multiplicar sin medida los hechos, los tristes hechos de este género. Cada uno de nosotros conoce muchos. ¡Ay dolor! ¡Esta es la historia de los réprobos! ¡Aprovecha pues el tiempo, tú que me estás leyendo, que hoy gozas de vida y que tal vez dentro de ocho días estarás muerto y enterrado, muerto y juzgado para la eternidad!
¿Por qué quieres vivir en el mal hasta la muerte? ¿Está bien que te burles de Dios, que le menosprecies, pisoteando su cruz y su sangre, abusando de sus gracias todos los días de tu vida, bajo el pretexto de que en el último momento no? ¿Tendrás más que demandarle perdón, para que en su infinita bondad, tenga piedad y misericordia de ti? ¿No es por ventura muy poco noble semejante idea e indigna de un cristiano, de un corazón recto y de un alma buena? ¡Oh! ¡Cuán culpable eres, cuán osado y temerario! Pero también; ¡cuán justo será tu eterno castigo, si como tantos otros, mueres en pecado mortal!
Voltaire fue castigado de este modo. ¡Y por cierto que si un hombre había que lo mereciera era él! Dos o tres veces ya, a pesar de su terrible impiedad, a pesar del universal contagio de sus blasfemias, había visto al bondadoso Dios acoger benignamente su arrepentimiento y confesión. Durante su permanencia en Sajonia, cayó gravemente enfermo, y por temor se confesó recibiendo públicamente los Sacramentos y manifestando sentimientos de contrición que duraron tanto como duró el peligro.
En París, en la noche del 25 de Febrero de 1778, fue atacado de un vómito de sangre tan vehemente, que en la mañana siguiente escribió a un eclesiástico el siguiente billete: “Me habéis prometido venir para oírme en confesión. Yo os suplico que os toméis la pena de venir lo más pronto que podáis”. VOLTAIRE, 26 Febrero 1778.
No viniendo el sacerdote, el paciente lo envió a buscar por su sobrina la señora Denis; y el 2 de Marzo se confesó después de haber escrito una retractación formal de los escándalos de su vida literaria.
He aquí este documento que se publicó después de tiempo y fue depositado en casa M. Momet, notario en París:
“Yo declaro que estando atacado por espacio de cuatro días, de un vómito de sangre, a la edad de 84 años, y no habiendo podido ir a la iglesia, el señor cura párroco de san Sulpicio ha tenido a bien añadir a sus buenas obras la de enviarme el abate M. Gaultier; que me he confesado con él; y que si Dios dispone de mí, muero en la religión católica en que he nacido, esperando de la misericordia divina que se dignará perdonarme todas mis faltas. Si he escandalizado la Iglesia, yo pido perdón a Dios y a ella.” VOLTAIRE, 2 de Marzo de 1778; en la casa del marqués de Villevielle, mi amigo. Firmado: MIGNOT, VILLEVIELLE”.Esta vez también la penitencia desapareció con el peligro. Algunas semanas después tuvo una recaída, e hizo llamar de nuevo un sacerdote, mas los incrédulos que le rodeaban no hicieron el menor caso de sus gritos, e impidieron al párroco de San Sulpicio penetrar hasta su aposento; muriendo el filósofo impío, el 30 de Mayo, en un estado de desesperación y de frenesí el más horroroso. El furor se apoderó de su alma y sólo Dios sabe lo restante.
Lo que nosotros sabemos es que murió como había vivido; y más aún sabemos, y es que puede suceder una cosa semejante a todos los que dicen: “Yo me confesaré antes de morir”.
Continúa...
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