Por Monseñor de Segur (1868)
22. ¿QUÉ PENSARÁ DE MÍ EL MISMO CONFESOR? ME DESPRECIARÁ
¿Tomas a los sacerdotes por fariseos de corazón duro y despiadados? Desengáñate; el sacerdote es el hombre de los pecadores, el amigo, el padre de los pobres pecadores. A nadie desprecia, e iniciado como se halla en las humanas flaquezas, sabe más que nadie compadecerlas. Enviado de Jesús, es como Él un buen pastor que no rechaza nunca a la pobre oveja que vuelve al redil.
¿Y por qué te despreciaría el confesor? ¿Merece acaso desprecio el que se arrepiente del mal que ha cometido? El pecado es ciertamente despreciable; pero al arrepentimiento, al santo, al divino arrepentimiento, ¿no se le llama por ventura la segunda inocencia?
Nada hay más digno de estimación, más grande en la tierra, ni más acreedor al respeto, que un pobre pecador que va animosamente a humillarse delante de Dios, que declara sus culpas, que confiesa sus pecados, sus grandes pecados, leal y sinceramente, y que declara al ministro del perdón su propósito de no pecar más. Este espectáculo es el consuelo, la alegría más íntima del sacerdote católico.
Si tu hijo cayese en el lodo y fuese a encontrarte avergonzado, afligido por lo que acaba de pasarle, y con el deseo de que le limpiases y le pusieses otros vestidos, ¿le despreciarías acaso? ¿No verías por el contrario en la prisa que se daba una prueba evidente de que ama la limpieza? Pues bien; lo mismo sucede con los pobres penitentes que se presentan al sacerdote, para limpiarse y purificarse. Este mismo paso es una prueba irrecusable de que detestan el mal, aman el bien, y de que por consiguiente son dignos de todo aprecio y estimación.
¡Gran Dios! ¡Qué ideas tan falsas se tienen acerca de los sentimientos de los sacerdotes! ¡Qué mal se les conoce y se les juzga! Nada conmueve tanto a un buen sacerdote como la valerosa humildad de una buena Confesión, y por ella juzga a las almas. Como el mismo Dios, estima más al publicano, al culpable que se humilla, que al fariseo, que al hombre de bien orgulloso.
Uno de esos pobres publicanos fue un día a encontrar a san Francisco de Sales, y, no sin hacerse mucha violencia, hizo una Confesión general de los numerosos extravíos de su juventud. Después de la absolución, el buen Obispo, a quien había conmovido profundamente el humilde arrepentimiento de aquel penitente, le manifestó su satisfacción y su alegría.
- “Os proponéis sin duda consolarme, Padre mío -le contestó este lleno todavía de confusión- porque es imposible que estiméis a un miserable como yo”.
- “Os engañáis -repuso al momento san Francisco de Sales- sería un verdadero fariseo si después de la absolución os mirase aun como a un pecador; a mis ojos sois en este momento más blanco que la nieve. Debo amaros doblemente, así por la gran confianza que me habéis manifestado abriéndome tan perfectamente vuestro corazón, como porque habéis venido a ser mi hijo, mi verdadero hijo en Jesucristo. De vaso de ignominia que erais, os he transformado en un vaso de honor. ¿Por ventura Nuestro Señor no atendió más a las lágrimas que a la caída de san Pedro? Por lo demás, sería bien insensible sino tomase mi parte en la alegría que experimentan los ángeles. Creedme, las lágrimas que he visto correr de vuestros ojos han hecho en mi alma lo que el agua de los herreros que aumenta más que apaga el fuego de sus hornillos. ¡Oh Dios! ¡Cuánto amo a vuestro corazón que ama al presente al Dios de la verdad!”
Aquel penitente se fue tan satisfecho que no sabía cómo expresar su dicha y su agradecimiento. ¡Desgraciado del sacerdote que se atreviese a despreciar a un pecador arrepentido!

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