Por Regis Martin
Una de las muchas cosas asombrosas que se pueden decir sobre Agustín es el hecho de que le tomó nueve años liberarse finalmente de las cadenas maniqueas que lo ataban. No menos asombroso, por supuesto, es el hecho de que tardó menos de un minuto, tras escuchar la voz cantarina del niño pequeño diciéndole "Tómalo y lee, tómalo y lee", en dar un giro completo a su vida por amor a Cristo y a su Iglesia. Que tanto asombro fluya de ambos extremos de una vida es materia de gran dramatismo. De hecho, las Confesiones están tan repletas de un drama intenso y cautivador que se necesitaría un contador para llevar la cuenta de todos los ejemplos. El lector, mientras tanto, tiene una vista aérea para presenciar toda la historia a medida que se desarrolla fotograma a fotograma, conmovedor.
No cabe duda de que, de los nueve libros que describen la vida de Agustín, el Libro VIII es el favorito de todos. Es la pieza central de la historia, el eje central sobre el que gira toda la acción.
¿Cómo empieza? No con grandes galas, aunque habrá tiempo para fuegos artificiales dentro de un rato. Comienza con el simple reconocimiento de Agustín de que a) fue Dios quien lo liberó del pecado y el error; b) que a cambio de salvar su vida, ofrecerá un sacrificio de alabanza a Dios; y c) que, al contar su historia, espera que otros se sientan motivados a hacer lo mismo.
¿Qué otra historia se puede contar cuando un autor, afligido por una vida de pecado, se sienta a escribir un libro titulado Confesiones? En una conmovedora pieza del difunto Monseñor Lorenzo Albacete, titulada "Secretos del Confesionario", lo expresa con maestría. "Confesiones -escribe- no es terapia ni contabilidad moral. En el mejor de los casos, es la afirmación de que la verdad última de nuestra vida interior es nuestra pobreza absoluta, nuestra dependencia radical, nuestra sed insaciable, nuestra necesidad desesperada de ser amados".
Como bien sabía San Agustín, Confesiones es, en último término, una cuestión de alabanza.
En el primer capítulo, Agustín le dice a Dios que no buscaba la certeza de una prueba, sino un corazón firme y completamente unido a Él. Mientras tanto, todo había salido mal. “En mi vida mundana todo era confusión. Mi corazón aún tenía que deshacerse de la levadura que le quedaba -confesó, citando 1 Corintios 5:7.- Me habría alegrado de seguir el camino correcto, de seguir a nuestro Salvador mismo, pero aun así no me decidía a aventurarme por el camino angosto”.
Al ver a Agustín atrapado en una vacilación casi fatal, ¿qué hace Dios? De inmediato, lo envía a un cristiano anciano y de confianza llamado Simpliciano, padre espiritual de Ambrosio. “Simplemente cuéntale todo”, parece ser el mensaje. Quien, para animarlo, le contará a Agustín la historia del famoso Victorino, un anciano de temible reputación a quien Simpliciano había conocido en Roma.
Victorino era tan estimado entre los paganos que incluso había una estatua suya en el foro. Acostumbrado desde hacía tiempo a adorar a los dioses falsos, se convirtió, “atrapado por el temor de que Cristo”, a quien había llegado a profesar, al menos en privado. Y así, armándose de valor, le dijo a su amigo: “Vamos a la iglesia. Quiero ser cristiano...” y poco después, para asombro de Roma y alegría de la Iglesia, se entregó en su nombre para renacer mediante el Bautismo.
Agustín quedó profundamente conmovido por la historia, especialmente por haber estado envuelto por el fuego durante tanto tiempo, debido a una vida de pecado que no lograba abandonar.
Estaba atado, no por grilletes ajenos, sino por mi propia voluntad, que tenía la fuerza de cadenas de hierro. Porque mi voluntad era perversa y la lujuria había nacido de ella, y cuando cedí a la lujuria nació el hábito, y cuando no me resistí al hábito, se convirtió en una necesidad…
Es una vieja historia, sin duda, y Agustín no es el primero en contarla, aun cuando experimenta en carne propia sus efectos adormecedores. Consiste en una terrible lasitud del alma, que sume a su víctima en un letargo mortal del que quizá no haya escapatoria. La mente, luchando por volver su atención a Dios, “como los esfuerzos de un hombre que intenta despertar pero no puede”, se encuentra cayendo, una y otra vez, “en las profundidades del sueño”. Nunca basta con saber el curso correcto de acción; a menos que reconozcamos lo que sabemos por un acto de la voluntad, poco importa lo que sepamos.
En otras palabras, la esclavitud al pecado no termina sin intervención externa. Es la acción de Dios lo que Agustín exige, no máximas clásicas sobre hacer lo correcto. ¿Qué le esperaba finalmente a Agustín? ¿El sentido de su vida se centraría en Dios o en sus genitales? No había una tercera opción. Así exclamaría con las palabras del Apóstol Pablo:
¡Qué miserable criatura! ¿Quién me libraría de una naturaleza tan condenada a la muerte? Nada más que la gracia de Dios, por Jesucristo nuestro Señor.
Entonces, ¿cómo rescataría Dios a Agustín? ¿Cómo se propondría permitirle finalmente superar un yo dividido, un alma desgarrada por fuerzas que no podía dominar por sí solo? No es perspicacia lo que Agustín requería, ni conocimiento del bien y del mal; había examinado con frecuencia su miseria, capa por capa. “De joven, cometí graves errores”, admitió.
Te había rogado por la castidad y te había dicho: “Dame castidad y continencia, pero todavía no”. Porque tenía miedo de que respondieras a mi oración de inmediato y me curaras demasiado pronto de la enfermedad de la lujuria, que quería satisfecha, no calmada.
Pero, claro, una vida de duplicidad no le había ido muy bien, ¿verdad? Y luego, según su propia, aunque tardía admisión, se encontraba desnudo ante sus propios ojos, expuesto sin piedad por las importunidades de su propia conciencia.
Tal era el estado de la enfermedad de Agustín, que lo dejaba retorciéndose en la más aguda angustia espiritual. Y de repente, en medio de todo ese naufragio de ver una vida sembrada de “meras nimiedades, las más insignificantes inanidades”, Agustín se sintió abrumado por la vergüenza. Se preguntaba:
¿Por qué debía seguir escuchando los fútiles murmullos de mi yo inferior, aún en suspenso?
¿Por qué no podía simplemente amar a Dios y luego hacer lo que quisiera? Fue en ese momento que una tormenta estalló en su interior,
“trayendo consigo un gran diluvio de lágrimas... y en mi miseria seguí llorando: '¿Hasta cuándo seguiré diciendo 'mañana, mañana'? ¿Por qué no poner fin a mis horribles pecados en este momento?'”
Es en ese momento que oye la voz del niño, repitiendo su misterioso estribillo: “Tómalo y lee, tómalo y lee”. Lo hace de inmediato, tomando su libro de las Escrituras, y su mirada se posa en el primer pasaje que ve. Es de San Pablo: “No en orgías ni borracheras, no en lujurias ni desenfrenos, no en peleas ni rivalidades. Más bien, ármense del Señor Jesucristo; no se preocupen más por la naturaleza ni por sus apetitos” (Romanos 13:13-14).
“No tenía ganas de leer más -concluye- ni necesidad de hacerlo. Porque en un instante, al llegar al final de la frase, fue como si la luz de la confianza inundara mi corazón y toda la oscuridad de la duda se disipara”.
Continúa...
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