martes, 26 de agosto de 2025

SAN AGUSTÍN Y EL ATRACTIVO DEL MANIQUEÍSMO

¿Qué había en la tentación del maniqueísmo, en el atractivo que ofrecía a un joven como Agustín, que resultó tan poderoso, tan seductor, que casi lo mató?

Por Regis Martín


El problema del maniqueísmo, escribió un bromista, es que no te deja comer una Big Mac. Al menos no sin tener que cargar con una culpa igual al peso de la hamburguesa. Claro que, incluso quienes no son maniqueos, no quieren comerla. En un mundo gobernado por maniqueos, no habrá carne en el menú. Toda forma de vida animal queda descartada, incluso un huevo pasado por agua. Quedando prácticamente solo lechuga y melones. No hay mucho que destacar. Lo bueno, claro, es que invitar a un maniqueo a cenar puede ser una cita muy barata.

Entonces, ¿qué era el maniqueísmo y por qué Agustín querría pasar nueve años sometido a él? Es decir, además de todas las lechugas y los melones, ¿qué más había? ¿Qué ganaba con ello? Desde luego, no le granjeó el cariño de Mónica, su sufrida madre, quien lo echó de casa en cuanto descubrió que era hereje. La fornicación era una cosa- decía ella- pero la herejía lo excluía por completo. Peter Brown, en su biografía de Agustín, relata:

Los paganos los miraban con horror, los cristianos ortodoxos con miedo y odio. Eran los “bolcheviques” del siglo IV: una quinta columna de origen extranjero empeñada en infiltrarse en la iglesia cristiana, portadora de una solución singularmente radical al problema religioso de su época.

Por supuesto, como un simple "auditor" —a diferencia, por ejemplo, de los "elegidos", esas personas verdaderamente meticulosas, consideradas ampliamente como los santos y místicos del movimiento—, Agustín ocupaba el nivel más bajo de la membresía y, por lo tanto, se libraba felizmente de tales rigores dietéticos y disciplinarios. Podía comer a su antojo, además de conservar todos sus viejos hábitos pecaminosos. Y aunque "evitar cualquier sentimiento íntimo de culpa le parecería más tarde a Agustín el rasgo más conspicuo de su fase maniquea", escribe Brown, una fase que lamentaría profundamente, sin duda representó, en su época, una excusa conveniente para una vida de excesos.

Además, ningún mal real podría jamás tocar, y mucho menos profanar, el espíritu puro que Agustín aspiraba a ser, debido a un cuerpo que, sin culpa suya, estaba destinado a ser malo. Cortesía, por cierto, de las enseñanzas de un oscuro profeta persa del siglo III llamado Mani, quien posteriormente fue crucificado porque las autoridades se negaron a creer que era el Espíritu Santo. Pero para Agustín, quien se mantendría firme en la lucha, “la necesidad de salvar un oasis de perfección dentro de sí mismo constituyó, quizás, la tensión más profunda de su adhesión a los maniqueos”.

Aun así, resulta un tanto desconcertante que el flirteo durara tanto, sobre todo dada la inteligencia estelar de alguien como Agustín. ¿Hubo realmente un momento en que, como relata en el Libro III, aceptó como un hecho que “un higo lloraba al ser arrancado, y el árbol que lo producía derramaba lágrimas de leche materna”? ¿O que “si algún miembro santificado de la secta comía el higo —alguien más, por supuesto, habría cometido el pecado de arrancarlo— lo digería y lo exhalaba de nuevo en forma de ángeles o incluso como partículas de Dios, vomitándolas mientras gemía en oración”?

Una extraña anomalía, cabría suponer en alguien tan brillante como el obispo de Hipona. Pero no tan inusual entre hombres orgullosos que a menudo se sienten fascinados por ciertas ideas realmente absurdas. George Orwell, por ejemplo, al ver a tanta gente por demás inteligente enamorarse de Joseph Stalin en la década de 1930, observó astutamente que cualquier absurdo que circulaba siempre encontrara a algún supuesto intelectual dispuesto a defenderlo.

Muy bien. Entonces, ¿qué tenía la tentación del maniqueísmo, qué atractivo ofrecía a un joven como Agustín, que resultó tan poderoso, tan seductor, que casi lo mata? ¿Cuál fue la motivación que lo motivó todo? Es decir, además de la ventaja práctica de unirse a un conjunto de ideas que impulsarían su carrera.

¿Fue el dualismo que subyacía en el corazón mismo de su visión metafísica? ¿Un cosmos bifurcado entre dos principios de luz y oscuridad, bien y mal? ¿Fue la esquizofrenia que indujo en sus víctimas, dejándolas tan disociadas en mente y cuerpo que ninguna de sus partes pudo encontrar el camino a casa? Porque, si ese fuera el caso, esto empieza a parecer una escena de una novela de Walker Percy, en la que uno de los personajes:

Se ha abstraído tanto de sí mismo y del mundo que lo rodea, viéndose las cosas como teorías y a sí mismo como una sombra, que no puede, por así decirlo, volver al encantador mundo cotidiano. Una persona así, y hay millones, está destinada a atormentar la condición humana como el Holandés Errante.

¿Es ese el problema, la inquietante cuestión que enfrenta Agustín: un estado de tal abstracción de sí mismo que su propia integridad corre el riesgo de perderse, de desperdiciarse en la búsqueda de una verdad desvinculada del mundo material, el mundo que Cristo entró para redimir y santificar? De ser así, la secuencia aquí resulta muy instructiva. Apenas su lectura de Cicerón condujo a Agustín de vuelta a las Escrituras, que una vez amó bajo la tutela de su madre, cuando, al examinarlas más de cerca, descubre que todo en ellas es fastidioso y poco elegante.

Así que, al no haber encontrado a Cristo en Cicerón, lo busca en el Antiguo Testamento. Pero, desanimado por sus desventuras estilísticas, se aleja con disgusto. “A mí -se queja - me parecieron completamente indignos de comparación con la majestuosa prosa de Cicerón”. ¿Y por qué? “Porque -confesará en retrospectiva- era demasiado vanidoso para aceptar su simplicidad y no tenía la suficiente perspicacia para penetrar en sus profundidades... Estaba henchido de autoestima, lo que me hacía creerme un gran hombre”.

Para ser justos con Agustín, sin embargo, debemos recordar que, si bien poseía un dominio excepcional del latín, en realidad no dominaba el griego, lo que le obligó a lidiar con una traducción completamente inadecuada. Así pues, no queriendo abandonar la búsqueda de la verdad, que había sido el motor de su vida, buscó una alternativa que finalmente calmara su hambre, colocándolo por fin ante el único santuario del mundo ante el cual podía arrodillarse.

¿Y resulta ser maniqueísmo? Exacto. Acude a los maniqueos en busca de buenas noticias sobre Dios, noticias que no lo decepcionarán. Sin darse cuenta, por supuesto, de que está a punto de caer en la trampa más profunda de todas, una de la que necesitará nueve largos años para salir.

¿Qué le habían dicho exactamente los maniqueos? Le dijeron que no se preocupara por las Escrituras, pues de todas formas ninguna de sus palabras era cierta. Lo cual, por supuesto, lo alivió al instante. Piense en todo ese peso muerto, la culpa acumulada durante toda una vida, evaporada en un instante. ¡Gracias al feliz descubrimiento de que, al fin y al cabo, fue el diablo quien lo obligó a hacerlo!

¿Y no fueron los judíos quienes, al escribir el Antiguo Testamento, inventaron la culpa? ¿Y no es ese el propósito de la Ley, que nadie puede cumplirla? Pero la liberación llegó finalmente en la persona de Mani, en la gnosis secreta que él y sus discípulos impartían, asegurando a Agustín que, sí, hay maldad en el mundo, y muchos pecadores la cometen, pero la razón por la que tantos nos comportamos mal , por así decirlo, se debe enteramente a las maquinaciones del Demiurgo, esa deidad malvada que cayó del cielo y, en un gran arrebato de ira y venganza contra el dios bueno, se dispuso a infectar todo lo material con su malicia.

Así, es el principio maligno desatado en el mundo, cuyo veneno ha penetrado en el cuerpo, lo que explica cualquier mal que haya en el mundo. “Algo peca dentro de mí -afirmó Agustín- pero no soy yo quien peca”. Así, ubica la fuente del mal, no en una voluntad empeñada en hacerlo, sino en el ser mismo, lo que no implica en absoluto que Agustín esté en un mundo caído, un mundo en el que, por alguna trágica casualidad, él también ha caído.

Es la solución perfecta. Claro que, a lo largo del camino, hay que desechar muchos obstáculos, como la razón, el sentido común y, sin duda, el sabio consejo de quien es a la vez Mater y Magistra. En cuyos sagrados misterios Agustín necesitará ser bautizado...


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